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EL ENCARGO

Sólo otro escritor, alguien que hubiera consumido su corazón en un libro espléndido del que apenas se vendieron tres mil ejemplares, podría comprender el estremecimiento que sacudió mi ánimo una mañana de abril de 1973, cuando Rivers, el decano de nuestro modesto colegio universitario de Georgia, apareció en la puerta del aula.

— Conferencia de Nueva York para ti -anunció con cierto entusiasmo-. Si no entendí mal, es uno de los directores de US.

— ¿La revista?

— Puede que esté equivocado. Tengo la comunicación en el teléfono de mi despacho.

Mientras nos apresurábamos pasillo adelante, manifestó con evidente buena voluntad:

— Tal vez resulte un asunto realmente productivo, Lewis.

— Lo más probable es que quieran comprobar algunos datos referentes a la historia de Norteamérica.

— ¿Insinúas que van a telefonear desde Nueva. York para una cosa así?

— Tienen a gala estar seguros de lo que publican; se enorgullecen de ello.

Me producía un placer perverso adoptar la postura del familiarizado con el mundo editorial. Después de todo, los redactores de Time me habían llamado una vez. Para verificar ciertos detalles sobre las primeras colonias que se establecieron en Virginia.

Cualquier afectación que hubiese podido dominarme desapareció como por ensalmo en cuanto alargué el brazo para tomar el auricular. A decir verdad, empezaron a sudarme las manos. Los años transcurrían lentos e infructuosos, y el hecho de que a uno le llamasen desde Nueva York por conferencia telefónica no dejaba de ser emocionante.

— ¿Hablo con el doctor Lewis Vernor? -preguntó una voz cuyo tono daba la completa impresión de no estar para pamplinas.

— Sí.

— ¿El autor de Génesis de Virginia?

— El mismo.

— Debía asegurarme. No deseaba que se crease una situación embarazosa para cualquiera de los dos. -La voz perdió un poco de nervio, como si aquella parte de la cuestión estuviese zanjada. Luego, con seco matiz autoritario, declaró-: Doctor Vernor, soy James Ringold, editor gerente de US. El problema es sencillo. ¿Puede usted tomar esta tarde un avión en el aeropuerto de Atlanta y presentarse en mi oficina mañana a las nueve de la mañana? -Antes de que yo tuviese tiempo de abrir la boca, añadió-: Naturalmente, correremos con todos los gastos. -En vista de mi titubeo, producto de la sorpresa, prosiguió-: Me parece que tenemos aquí algo que muy bien pudiera interesarle… considerablemente. -Me quedé más confuso todavía, lo que le dio ocasión para continuar en el uso de la palabra-. Ah, antes de partir hacia el aeropuerto, ¿tratará usted con su esposa y con los dirigentes de su centro pedagógico el tema de los planes inmediatos de trabajo? Es harto probable que pretendamos apropiarnos de su colaboración y ocupar su tiempo desde el término del semestre hasta las Navidades.

Cubrí con la mano el micrófono del aparato e hice una seña ambigua al decano Rivers.

— ¿Puedo ir a Nueva York en el último avión?

— ¡Claro que sí! ¡Claro que sí! -murmuró con una animación tan exaltada como la mía-. ¿Se trata de algo importante?

— No lo sé -respondí en un susurro. Luego, dije a través del audífono-: ¿Le importaría repetir su nombre? -Cuando lo hube escuchado, afirmé-: Allí estaré.

Durante la hora siguiente, llamé a mi esposa, hablé con el profesor Hisken para que se hiciera cargo de mis clases y me presenté en el despacho del rector, donde el decano Rivers ya había preparado el terreno, informando a Rexford, el rector, de que el asunto parecía la oportunidad del siglo para mí y manifestando que él, Rivers, recomendaba que se me concediera el necesario permiso.

Rexford era un caballero sureño de alta estatura, que había hecho maravillas en cuanto a recaudar fondos para un colegio que los necesitaba desesperadamente y al que le encantaba que un miembro del profesorado a sus órdenes recibiese atención externa, ya que eso le daba pie para aludir, en sus reuniones con los hombres de negocios, a la circunstancia de que "nuestra imagen es cada vez más y mejor conocida, algo así como una fuerza nacional de notable peso específico". Me recibió afectuosamente, para preguntar en seguida:

— ¿Qué hay de cierto en eso que me han dicho acerca de que la US quiere que le prestemos nuestro mejor especialista en historia y prescindamos de usted durante el curso de otoño?

— En realidad, no sé nada de ello, señor -respondí sinceramente-. Quieren entrevistarme mañana por la mañana y, si supero la prueba, me ofrecerán un trabajo que duraría desde el fin de curso hasta las Navidades.

— ¿Cuándo le corresponde el próximo permiso septenal?

— Tenía intención de pasar el trimestre de la primavera que viene en las bibliotecas de Oregón.

— Ahora me acuerdo. Colonización del noroeste, ¿no es así?

— Pensé que, al haber empezado con Virginia y realizar después mi estudio sobre los Grandes Lagos, lo lógico sería que…

— ¿Completar el ciclo? Sí. Sí. Hágalo así y nos resultará un hombre muy valioso, Vernor. Un montón de fundaciones van a lanzarse a la búsqueda de proyectos que traten del pretérito norteamericano y si nosotros pudiésemos presentarle como el hombre que ha terminado sus deberes escolares, de Virginia a Oregón… Bueno, es innecesario que le diga que podría sacarle mucho partido a un hombre en esas condiciones.

— ¿Opina usted, entonces, que debería quedarme aquí y desarrollar mi proyecto sobre Oregón?

— No he dicho lo que opino, Vernor. Pero me consta… -En ese punto, se levantó y comenzó a moverse con aire inquieto por la estancia, a la vez que impulsaba los brazos con bruscos arranques de energía-. Sé que a muchas de esas fundaciones les embelesaría que se emplazase un proyecto en Georgia. Les permitiría quitarse de encima el temor a parecer demasiado provincianas.

— En tal caso, diré a los editores…

— No tiene por qué decirles nada. Vaya. Escuche. Entérese de lo que ofrecen. Y si por casualidad encaja en el magno propósito de usted… ¿Cuánto le pagamos al trimestre?

— Cuatro mil dólares.

— Hagamos una cosa. Si lo que le proponen se desvía mucho de la diana, si no tiene relación alguna con la colonización norteamericana, rechácelo. Continúe aquí durante los trimestres de otoño e invierno y, cuando llegue la primavera, vaya entonces a Oregón.

— Sí, señor.

— Pero si se ajusta más o menos a sus planes intelectuales, si, por ejemplo, se trata de algo sobre los Dakotas, y -subrayó con fuerza las palabras- si están dispuestos a pagarle cuatro mil dólares o más, entonces le concederé la excedencia sin paga durante el otoño y, posteriormente, puede tomar su permiso septenal retribuido en el trimestre de primavera y dirigirse a Oregón.

— Muy generoso por su parte -dije.

— Más bien egoísta. La cuestión es que, respecto a las fundaciones, no me perjudicada en nada poder manifestar que nuestro colaborador Vernor ha realizado un importante trabajo literario para US, lo que le reviste a usted de una capa de profesionalidad. Eso y sus dos libros. Y, créame, es precisamente esa profesionalidad lo que le confiere atractivo de cara a las altas donaciones. -Paseó por el despacho, sin disimular su ansiedad, y luego se volvió y dijo-: De modo que adelante. Escuche. Y si el asunto parece bueno, me telefonea desde Nueva York.

A las ocho y media de la mañana siguiente ya estaba caminando avenida de las Américas abajo, entre gigantescos edificios de cristal, mientras me admiraba al ver cómo había cambiado Nueva York desde que lo conocí en 1957, cuando Alfred Knopf se disponía a publicar mi primer libro, el que escribí sobre Virginia. Me sentía como si hubiese estado ausente de Norteamérica durante una generación.

Las oficinas de US se encontraban al norte del nuevo inmueble de la CBS y su torre cristalina era la más impresionante de la avenida. Subí hasta la planta cuarenta y siete y entré en una antesala de tabiques recubiertos con paneles de nogal.

— Llego temprano -comenté.

— Yo también -repuso la muchacha que me atendió-. ¿Café? -Era una moza tan rutilante como la revista para la que trabajaba y logró que me sintiese a gusto-. Si Ringold-san le citó a las nueve, a las nueve le recibirá.

A las nueve y un minuto, la chica me hizo pasar al despacho, donde me presentó a cuatro redactores jóvenes y atractivos. James Ringold, el jefe, aún no había cumplido los cuarenta años y llevaba el pelo peinado hacia adelante, como Julio César. Harry Leeds, su ayudante ejecutivo, sobrepasaba la treintena y lucía un costoso traje de colorido destemplado y dispar. Bill Wright era evidentemente un principiante. Y Carol Endermann… bueno, ni por asomo pude hacerme una idea acerca de su edad. Lo mismo podía haber sido una de mis guapas y zanquilargas estudiantes licenciadas, oriunda de alguna plantación de tabaco de las Carolinas, que una profesora auxiliar de la Universidad de Georgia, de treinta y tres años y pletórica de autodeterminación. Comprendí que estaba ante cuatro personas entregadas a su trabajo, que sabían lo que se llevaban entre manos, y tuve la absoluta certeza de que disfrutaría viéndoles en funciones.

— Aclaremos una cosa, Vernor -dijo Ringold-. Usted publicó Génesis de Virginia en 1957, con Knopf. ¿Qué tal se vendió?

— Deplorablemente.

— Pero la sacaron en rustica hace dos años.

— Sí. En las universidades se utiliza bastante.

— Bueno. Confío en que habrá recuperado usted su inversión.

— Gracias a la edición en rústica, sí.

— Ése es el libro que conozco. La opinión que me he formado es muy favorable. Hábleme ahora de su siguiente obra.

— Ordalías de los Grandes Lagos. Principalmente, el desarrollo del hierro y el acero. Y, como es natural, trata también el tema de la inmigración.

— ¿Knopf repite la suerte?

— Sí.

— ¿Deplorablemente?

— Sí, pero con cierta rentabilidad… en rústica.

— No sabe cuanto me alegro -manifestó Ringold-. Harry, explícale cómo nos hicimos con su nombre.

— Encantado -declaró el joven Leeds-. Hace algún tiempo necesitamos asesoramiento pericial de alto nivel para un proyecto que íbamos a emprender. Solicitamos parecer a unos treinta intelectuales de solvencia, a los que pedimos que nos recomendaran sus posibles candidatos… ¿y adivina el resultado? -Me señaló con el índice-. ¡El nombre de Abou Ben Adhem encabezaba la relación de los demás!

— Dentro de la profesión -expresó Bill Wright-, tiene usted un renombre imponente.

— De ahí la llamada telefónica --dijo Leeds.

— Puede que sus libros no se vendan, Vernor -continuó Wright-, pero las lumbreras de este país reconocen a un buen elemento cuando leen su trabajo investigador.

Ringold se molestó ligeramente por la interrupción del joven Wright y se le notó el leve enojo cuando recuperó el uso de la palabra.

— Tenemos la intención, profesor Vernor, de que realice usted para nosotros un informe, un sondeo en profundidad, pero ejecutado asimismo con gran rapidez. Si le dedica todo su tiempo, desde finales de mayo hasta Navidad, estamos seguros de que, dado su historial, puede conseguirlo. En lo que se refiere a tiempo, nuestro programa es tan estricto que si usted se retrasa un día en presentar el trabajo, éste no valdrá un comino para nosotros… lo que se dice ni un comino.

— ¿Le asusta esa clase de programa a plazo fijo? -preguntó Leeds.

— Trabajo sobre la base del sistema de trimestres -repuse.

O entendían lo que ello significaba en cuanto a planteamiento y ejecución precisa o no lo entendían. Resultó que sí lo entendieron.

— Muy bien -dijo Ringold. Se puso en pie, paseó por el despacho, se detuvo y articuló-: Vayamos ahora al quid del asunto. ¿Carol?

— Tenemos la intención, profesor Vernor -observé que empleaba la misma fraseología de su jefe-, de publicar a últimos de 1974 un número doble de US dedicado por completo al análisis a fondo de una comunidad norteamericana. Querernos que vaya usted a esa comunidad, la estudie desde dentro y nos proporcione una información íntima de cuantos aspectos de la misma le interesen en grado superlativo.

— Los que despiertan una reacción entrañable -terció el joven Wright, siempre voluntarioso.

— Ya estamos preparados para elaborar un esbozo rápido, somero -explicó la señorita Endermann-, pero lo que deseamos es algo mucho más profundo… nada menos que captar el alma de Norteamérica… vista en microcosmos.

Apreté los brazos de mi asiento y respiré despacio. Parecía la clase de encargo que constituye el sueño de un hombre como yo. Era lo que había tratado de hacer en Virginia, después de conseguir la licenciatura universitaria en Charlottesville, y lo que continué en los Grandes Lagos, mientras daba clase en la Universidad de Minnesota. Al menos, sabía dónde estaba el problema.

— ¿Han localizado la comunidad en cuestión? -pregunté. Gran parte del asunto dependería de la zona seleccionada, de mi competencia en lo relativo a sus características y demás.

— Así es -respondió Ringold-. Díselo, Harry.

— Como quiera que las arterias de los Estados Unidos han desempeñado siempre un papel determinante -empezó Leeds-, hemos decidido desde el principio proyectar nuestra atención sobre un río… el flujo y reflujo del tráfico…, los obreros cualificados que se trasladan de un punto a otro…, la influencia que ejerce el paso del tiempo… -Mientras hablaba cerró los ojos y no cupo duda alguna de que ya había elegido el río y, con toda seguridad, la colonia específica establecida en su orilla. Volvió a abrir los párpados y añadió-: De modo, profesor Vernor, que mucho me temo que vayamos a cargarle con un río.

— He trabajado con los ríos de Virginia -repuse.

— Lo sé. Por eso me incliné hacia usted.

Anhelaba echarle mano a aquella tarea, porque se trataba de la clase de estudio que debía llevar a cabo antes de ir a Oregón, pero no deseaba parecer excesivamente ávido de aceptarla. Permanecí sentado, fija la mirada en el suelo, al tiempo que me esforzaba en poner en orden mis ideas. DeVoto había realizado ya una obra maestra sobre el río Missouri, pero dejó sin desarrollar algunos puntos. Por mi parte, podía redactar un eficiente informe sobre St. Joseph, sobre alguna de las aldeas Mandan o, incluso, sobre algo situado más hacia el oeste, las Grandes Cascadas por ejemplo.

— No quisiera competir con DeVoto -aventuré, tanteando el terreno-, pero existen ciertas probabilidades de que pudiese hacer algo original sobre el Missouri.

— No era el Missouri lo que teníamos en la imaginación -dijo Leeds.

Bueno, pensé, ya estamos. Naturalmente, aún quedaba el Arkansas. Podría seleccionar alguna colonia como La Junta… incluiría Bent's Fort y la matanza de Sand Island. Pero estaba decidido a ser sincero con aquellos redactores, así que les dije:

— Si su río es el Arkansas, sería mejor que eligiesen a alguien que dominase el español con más fluidez que yo. Para tratar asuntos como el de las concesiones de tierras mexicanas y otros temas por el estilo.

— No nos interesa el Arkansas -dijo Leeds.

— ¿En qué río pensaron, pues?

— En el Platte.

— ¡El Platte! -jadeé.

— El mismo -confirmó Leeds.

— Es el río más lastimoso de América. ¡La cantidad de chistes que se han hecho a costa del Platte! "Demasiado espeso para beber, demasiado claro para labrar." Es una insignificancia de río.

— Por eso lo elegimos -aseveró Leeds.

— Deseábamos precisamente eludir lugares muy conocidos, como St. Joseph -intervino la señorita Endermann-, una de mis ciudades favoritas en este planeta, porque resultaría demasiado fácil hacerlo. Una buena parte de la historia de Norteamérica fue grisácea y monótona, como usted acaba de expresar… un río insignificante, "mil seiscientos metros de anchura y poco más de dos centímetros y medio de profundidad".

— Razonamos apropiadamente, de ello estoy convencido -dijo Ringold-, que si conseguíamos hacer el Platte comprensible para los estadounidenses, les inculcaríamos al mismo tiempo el significado de este continente. Y; maldita sea, eso es lo que vamos a hacer. Dejaremos a un lado las majestuosas águilas, el bombo y los platillos, para que los utilicen otros. Vamos a zambullirnos en el corazón de ese inmundo río…

Se interrumpió, un tanto incómodo. Evidentemente, los redactores de US se habían volcado sobre el Platte, en cuerpo y alma. Respeté su entusiasmo.

— Comprendo su enfoque -declaré-. Ahora bien, tienen que hacerse cargo de que no puedo considerarme una autoridad mundial en lo referente al Platte. Conozco algunas generalidades acerca de su colonización, sus indios, sus regadíos… Pero no puedo ni debo pasar por experto en la materia.

— Eso ya lo sabemos -dijo la señorita Endermann con impaciencia-. Queremos su colaboración por lo que ha sido, no por lo que es ahora. En cuestión de una semana puede estar inmerso por completo en el tema.

— Eso también es cierto -asentí-. Ya he reconocido el North Platte en dos ocasiones, durante mis estudios sobre la Ruta de Oregón. Conozco la mayor parte de las localidades situadas a lo largo del North Platte, y las conozco bien.

— El río en el que pensábamos era el South Platte -terció Harry Leeds.

— ¡Santo Dios! -se me escapó.

El South Platte era el río más miserable del Oeste, un hilillo en el verano, cuando más falta hacían sus aguas, y un torrente furibundo durante la primavera. Era fangoso, a menudo tenía más de isla que de corriente fluvial y, antes de que se introdujesen los sistemas de irrigación, jamás sirvió para nada útil en todo su titubeante curso. No recordaba siquiera un solo núcleo de población erigido a orillas del South Platte. Sí, estaba Julesburg, la ciudad más diabólica de cuantas se construyeron junto al ferrocarril y que los indios quemaron en 1866, aproximadamente. Luego me acordé de algo más.

— Tenemos a Denver -articulé, indeciso-, pero si no desean un río importante, supongo que tampoco querrán una urbe de categoría. No se trata de Denver, ¿verdad?

La señorita Endermann contestó a mi retórica pregunta:

— ¿Ha oído hablar de Centenario (Colorado)?

Me estuve estrujando el cerebro durante unos segundos, hasta que de un punto recóndito del mismo salió a la superficie un dato informativo, como una de esas notas mentales que los eruditos toman y reservan con vistas a su posible utilización futura.

— Centenario. ¿Me equivoco al creer que tenía otro nombre? ¿No se lo cambiaron en 1876… en honor del ingreso de Colorado en la Unión? ¿Cuál era el nombre antiguo? Bastante conocido en las crónicas antiguas, me parece. ¿Era la Granja de Zendt?

— Lo era -corroboró la señorita Endermann.

— Ya ven, no recuerdo un solo hecho acerca de la Granja de Zendt. Caballeros, no estoy lo suficientemente versado en el tema que han elegido. Lo siento.

Supuse que aquello era el fin de la entrevista, pero me equivoqué al suponerlo.

— Ése es precisamente el motivo por el que nos interesa usted -manifestó Ringold-. Al ver sus nada fingidas reacciones respecto a una ciudad que ha desconocido desde siempre y un río al que desprecia, no tengo más remedio que llegar a la conclusión de que es usted justamente el hombre que necesitamos. El trabajo es suyo, si desea aceptarlo, y confieso que hemos tenido mucha suerte al dar con usted.

Dicho lo cual, nos acompañó hasta la puerta de su despacho, al tiempo que aleccionaba a Harry Leeds, indicándole que arreglase conmigo los detalles pertinentes y nos llevara luego a todos al Toots Shor's, donde nos servirían el almuerzo a las doce en punto.

— Trataremos entonces la cuestión monetaria -dijo Ringold-, aunque, por lo que a mí concierne, está usted contratado, siempre y cuando no pida la Luna en concepto de honorarios.

Pasamos los cuatro al despacho de Harry Leeds, cuyas paredes estaban adornadas con gigantescas ampliaciones fotográficas de pinturas de George Catlin que representaban indios.

— Mi tipi -anunció Leeds.

Hablamos de la forma en que desarrollaría mi trabajo. En cuanto terminara las clases, me dirigiría en automóvil a Centenario, establecería contactos en la Biblioteca Pública de Denver, situada a unos ochenta kilómetros de distancia, me presentaría al profesorado de Greeley, Fuerte Collins y Boulder, y prepararía informes basados en las investigaciones que efectuase acerca de lo sucedido en Centenario a lo largo de su historia, iniciada en 1844, cuando llegaron allí Zendt y uno de los montañeses.

— A lo mejor considero oportuno profundizar más en el pasado -sugerí.

— Los españoles no llegaron tan lejos por el norte -repuso Wright- y los franceses no se establecieron tan lejos por el sur. Lewis y Clark desdeñaron olímpicamente toda la zona del Platte.

Podemos empezar con Zendt, en 1844, seguros de que no se instaló ninguna colonia antes de ese año.

No tenía que preocuparme del estilo literario. No iba a escribir ni una tesis doctoral ni una novela. Presentaría simplemente una serie de cuadros psicológicos, seleccionados de modo subjetivo, en los que reflejaría con la mayor perspicacia posible el carácter y ambiente de Centenario y sus colonos, desde los albores de la ciudad. Dependería de los redactores de la casa, en cuanto a la corrección de los fragmentos que desearan publicar.

— Y al margen de la cifra que Ringold y usted acuerden como honorarios -me aseguró Wright-, estamos dispuestos a comprar cuantos mapas, estudios agrícolas o informes le hagan falta… No tiene más que pedirlos.

— No nos importaría devolvérselos al final del estudio -dijo Leeds.

— ¿Qué longitud esperan que tenga mi trabajo literario? -pregunté, sin que todavía me resultase clara la índole de nuestras relaciones creadoras.

— Para Navidad, una visión de conjunto del lugar que resulte bastante completa.

— Normalmente, dedico todo ese tiempo a un capítulo -repuse-. Sobre el Oeste hay una gran cantidad de trabajos de primera calidad, realizados por verdaderos genios y no vaya presumir que…

— Vernor -empezó a explicar el joven Wright, en tono paciente-, no pretendemos contratarle para que lleve a cabo un estudio sobre la industria del azúcar de remolacha radicada en el South Platte. Le contratamos por su condición de hombre sensible e inteligente y todo lo que deseamos de usted son unas cuantas cartas, mediante las cuales compartiremos con usted su comprensivo entendimiento de lo que sucedió en Centenario, entre los años 1844 y 1974. Lo único que ha de hacer es remitirnos algunas cartas, como si fuéramos amigos suyos… amigos interesados.

Los otros dos convinieron en que eso era exactamente lo que deseaban, y nos fuimos a almorzar, bastante satisfechos y seguros de que el proyecto saldría bien, pero en el Toots Shor's, restaurante que visitaba por primera vez, iba a recibir una serie de conmociones que alterarían toda la perspectiva.

Cuando entrábamos en el local, el propietario, un hombre gigantesco, se acercó despacio a Harry Leeds y voceó:

— ¡Hola, desgraciado hijo de Satanás! ¿Aún no te han despedido?

Leeds lo aceptó de buen talante y Shor desvió su atención hacia mí y me agarró por el cuello de la camisa.

— No se deje convencer por este desecho humano para hacer su trabajo sucio. Se le conoce como el alcahuete literario de la Sexta Avenida.

Acto seguido, nos indicó nuestra mesa, donde James Ringold ya estaba aguardando.

— Está borracho como una cuba -me advirtió Shor-.Nunca comprenderé cómo se las arregla semejante ganso alcohólico para mantener la revista en marcha.

Se alejó, y Ringold preguntó a Leeds:

— ¿Todo ajustado?

— Todo ajustado -respondió Leeds-. Imposible sentirnos más dichosos, ¿verdad?

Dirigió la interrogación a Wright y Endermann, quienes asintieron.

— Entonces no es más que una simple cuestión de dinero.

Utilice su automóvil y le pagaremos siete centavos y medio por kilómetro. También correrán por nuestra cuenta las facturas del hotel, pero no se anime y tome un apartamento en el Brown Palace. No produciría alarma alguna el que la pensión completa costase ciento setenta dólares semanales. Puede viajar todo lo que considere necesario, pero no puede alquilar aviones, motoniveladoras de carreteras ni trineos tirados por perros. Bajo ninguna circunstancia tiene que gastarse dinero alguno de su propio bolsillo, salvo en las casas de lenocinio. Sin embargo, esperamos que se nos presenten notas de gastos en las que esté todo bien especificado y no soltaremos un dólar hasta después de su minuciosa comprobación. -Yo estaba acostumbrado a tener que preguntar al decano Rivers si podía disponer de treinta dólares para adquirir un nuevo atlas. Aquello me dejaba tan patidifuso que no me era posible asimilar en seguida los detalles, pero observé que el joven Wright tomaba nota de todo-. Le enviará una copia -me aseguró Ringold-. En cuanto a los honorarios -prosiguió-, usted es un profesor destacado en Georgia. Vale un montón de dinero y tengo la absoluta certeza de que no le pagan conforme a sus méritos. No vaya regatear. Le pedimos dos trimestres de su tiempo, la mitad de su salario anual. Le daremos dieciocho mil dólares.

Pude haberme desmayado. Después de tomar un ligero consomé, dije algo que provocó una declaración sorprendente.

— Señor Ringold, eso es auténtica esplendidez y usted lo sabe. Pero, si arriesga tanto en, ese número especial… ¿qué ocurrirá si caigo enfermo? Suponga que no puedo proporcionarles el original..

Se me quedó mirando, sorprendido.

— ¿No se lo has dicho? -preguntó a Leeds.

— No se me ocurrió -repuso; Leeds, y los otros dos se encogieron de hombros, dando a entender que también a ellos se les fue el santo al cielo.

— Vernor -manifestó Ringold expansivamente-, tenemos escrito ya el artículo… hasta la última coma. Los mapas y las ilustraciones están bastante adelantados. Podríamos darlo todo a la imprenta la semana próxima. Lo único que deseamos de usted es que nos confirme que avanzamos por el buen camino.

La noticia me dejó de piedra. Se me contrataba, no para que escribiese un artículo primoroso que aparecería con mi firma, sino para que redactase simplemente un informe de orden interior que respaldara algo que ya estaba terminado, una serie de crónicas que tal vez no se publicasen nunca y. que posiblemente ni siquiera se utilizarían jamás. Cuando el artículo apareciese, un trabajo desaliñado en el mejor de los casos, llevaría debajo esta línea: "Preparado con la ayuda del profesor Lewis Vernor, del Departamento de Historia de la Baptista de Georgia". Me compraban, a un precio muy alto… pero me compraban.

La comida empezó a tener un sabor amargo y seguramente mostré más o menos abiertamente mi desilusión, porque Ringold se apresuró a decir, en tono tranquilizador:

— Siempre trabajamos así, Vernor. Nos esforzamos como demonios, un mes tras otro, sobre un proyecto… las mejores plumas de Norteamérica… pero al final acabamos por recurrir a alguien con verdadera capacidad intelectual para que dé el visto bueno al maldito asunto. Ésa es la razón por la que nos mantenemos en la palestra del negocio: los hechos son importantes para nosotros, pero los sobrentendidos resultan vitales. Inyectamos un alto porcentaje de sobrentendidos en nuestra publicación y le pedimos que nos ayude en nuestro próximo gran proyecto.

Mi vanidad quedaba destruida y humillada mi integridad intelectual.

— Creo que el almuerzo ha concluido, caballeros -dije.

Intenté en seguida modificar la frase y pronunciarla nuevamente, de forma que incluyera a la señorita Endermann, pero todavía lo estropeé más.

Fue el joven Wright quien plantó cara al desastre.

— Voy a formular una sugerencia. Profesor Vernor, como sin duda comprende, la oferta del señor Ringold es de lo más magnánimo. He llevado este asunto desde el principio y puedo garantizarle que no vacilaríamos en brindar un trato como éste a Arthur Schlesinger. Si le presentamos una oferta tan generosa, es porque nos inspira usted un gran respeto. Creyó que iba a escribir un artículo para nosotros. Comprendo su confusión. Permítame sugerirle lo siguiente: vaya a Centenario. Carol ya inspeccionó el lugar. Le acompañará, para ver si usted coincide con ella en sus apreciaciones. Pagaremos a alguien para que le sustituya en las clases que tiene usted que dar. Puede emprender el viaje mañana. Mejor aún, parta esta noche. y si decide colaborar con nosotros, cuando su informe esté terminado tendrá plena libertad para publicarlo con su nombre… quizás en forma de libro. Seis meses después de que nosotros lo hayamos sacado a la luz, la propiedad del mismo pasará a usted automáticamente.

— Ésa es una idea formidable, Wright -alabó Ringold-. Con exactitud, eso es lo que haremos. ¿Puede volar a Centenario esta tarde, Vernor? A las tres, hay un avión de la United.

— Tendría que pedir permiso al rector Rexford.

— Póngale una conferencia. ¡Toots! ¿Tienes un teléfono a mano?

Por primera vez en mi vida, un camarero me llevó un teléfono a la mesa y enrolló el largo hilo negro a través de la silla. Al cabo de unos segundos, ya estaba hablando con el rector Rexford, pero apenas había tenido tiempo de identificarme cuando Ringold me quitó el aparato de la mano.

— ¿Rexford? Claro que me acuerdo de usted. La Comisión Baptista, exacto. Queremos que nos preste durante una semana a su lumbrera. Pagaremos trescientos dólares para que algún estudiante licenciado dé la clase por él, en plan interino. ¿Hacemos trato? -Conversaron brevemente y, luego, Ringold me tendió el auricular-. Quiere hablar con usted.

— ¿Oiga, Vernor? ¿Se relaciona ese proyecto con Oregón?

— Totalmente. Pero no es lo que pensábamos. No haría más que una especie de trabajo de reportero para proporcionar material de fondo.

— ¿Puede llevar a algo sustancioso?

— Sí. Es un trabajo que tendría que realizar tarde o temprano.

— ¿Pagan bien?

— Mucho.

— Acéptelo. Vuele a Colorado esta noche. Al profesor Hisken le vendrán de perlas los trescientos dólares y, por lo tanto, nos olvidaremos del estudiante graduado.

De forma que aquella tarde, a las tres, la señorita Endermann y yo subimos a bordo del reactor con destino a Denver y, gracias a la diferencia de horario, llegamos allí a las cuatro. La señorita Endermann alquiló un automóvil y aún había claridad diurna mientras avanzábamos hacia el norte. Las nobles Rocosas se erguían en el oeste. Hacia el este se dilataban las praderas, kilómetros y kilómetros de superficie sin un solo árbol. Al cabo de una hora, avisté el cuadro que tan familiar había sido a todos los viajeros que se dirigían al oeste: una hilera de chopos escuálidos y de quebrantadas ramas.

— Ahí está el Platte -articulé, y desembocamos en una estrecha carretera norte-sur que nos condujo hacia el río, uno de los más extraños del mundo.

Era ancho de verdad, una orilla estaba separada de la otra por varios centenares de metros, pero la mayor parte de esa amplitud la ocupaban islas, bancos de arena, peñascos y tocones de árbol. ¿Dónde estaba el agua? Había un poco de líquido aquí, otro charco allá, pero los caudales de primavera todavía habían de soltar su corriente y todo era linfa estancada, de color pardo fangoso. El principal producto de aquel río parecía ser la grava, ingentes existencias de grava acumulada allí en espera de que se la llevasen los camiones alineados en la orilla.

Al otro lado del' Platte se alzaba la pequeña ciudad de Centenario. El letrero resumía toda la historia: