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Eso significaba que, de los pastos abiertos a los que los vaqueros del Venneford llamaban "nuestras tierras", Seccombe y sus absentistas patronos poseían, por una ficción u otra, menos del medio por ciento. Tampoco hubo continuidad permanente en cuanto al dominio sobre esas tierras. Todo ferrocarril que entraba en el territorio engullía su parte de suelo; toda ciudad que se construyese en la región se tragaba la suya, y los colonos que se establecían en sus homesteads recortaban los bordes. Un año tras otro, la superficie total iba disminuyendo, hasta que a finales del siglo la hacienda había quedado reducida a unas proporciones razonables, digamos unas trescientas cinco mil hectáreas. Seccombe tenía razón cuando aseveró:

— Tomamos la tierra en préstamo.

¿Quién era el propietario de aquella tierra prestada? Pertenecía al gobierno de los Estados Unidos y, hasta que procedía a registrarla algún colono aventurero, estaba a disposición de quienquiera que quisiese utilizarla. Incluso en el año 1873, cuando el Rancho Venneford operaba a pleno rendimiento y máxima eficiencia, si uno salía de Iowa y anunciaba su intención de llevar dos mil cabezas de cornilargos a aquellos pastos abiertos, tenía absoluta libertad para hacerlo, con dos condiciones.

Si uno podía abrevar su ganado en uno de los arroyos, cosa que luego se demostraba que era imposible, ya que los del Venneford se habían apropiado de todos los puntos con agua potable y hacían valer sus derechos sobre ellos. Y si uno lograba evitar que le descerrajasen cuatro tiros. Nadie sabía quién apretaba el gatillo; desde luego, no era el señor Seccombe, ni tampoco el señor Skimmerhorn, que protestaba enérgicamente ante Seccombe por las cosas que estaban ocurriendo.

Lo que sucedía era que, cuando uno llevaba sus reses a los pastizales, un vaquero del Venneford se presentaba en seguida y le advertía a uno que se abstuviese de violar los derechos de la hacienda sobre el agua, y si uno insistía en afirmar sus derechos sobre los pastos abiertos, el día menos pensado uno recibía plomo. Ésta era la frase que solían emplear: "Pobre Waddington. Condujo su ganado al norte, hacia la Hoya de la Mofeta. Le mataron a tiros." En once de tales incidentes, nadie vio quién hizo los disparos. Ni siquiera hubo sospechosos. Pero once candidatos a intrusos cayeron víctimas de las balas.

Veamos el caso de las dos propiedades situadas a orillas del Platte, al este de la Granja de Zendt. La más próxima era la finca ocupada por Brumbaugh el Patata, su esposa, la hija y los dos hijos de ambos. Más al este, y por lo tanto menos protegido, estaba el rancho de Otto Kraenzel. Cada una de esas haciendas dominaba un influyente tramo de ribera fluvial y, en el caso de que cayeran en manos de ganaderos hostiles, todos los pastos abiertos podían convertirse en vulnerables. Por consiguiente, resultaba esencial que los del Venneford obtuviesen aquellas dos fincas.

Comprendiendo que Hans Brumbaugh, con su boyante plan de regadío, sería más difícil de convencer, Oliver Seccombe abordó primero a los KraenzeI. No deseaban vender. Les gustaba el valle del Platte y vislumbraban un brillante futuro. Seccombe indicó que, si le vendían la finca a un buen precio, podrían llevarse el dinero y establecer otra granja, concedida por la Homestead Act, en cualquier punto de Colorado; él les ayudaría a localizar un predio favorable.

Se negaron a tratar el asunto y dijeron a Seccombe que era inútil seguir discutiendo y que el precio les tenía sin cuidado. Así que Seccombe se despidió de ellos amistosamente y tomó el tren en Cheyenne, para marchar a Chicago en viaje de negocios.

Durante su ausencia, un tal señor Farwell llegó a Cheyenne. Se dirigió primero a casa de los Kraenzel, les propuso un trato bueno de veras, y después fue a la finca de Brumbaugh, donde Hans y su esposa le aseguraron que, por estupendas que fuesen las condiciones, no estaban, de ningún modo, interesados en vender.

El señor Parwell volvió acompañado de dos ayudantes, a los que llamaba Gus y Harry, y el trío se esforzó al máximo para convencer a Kraenzel y Brumbaugh de que vendiesen, pero ninguno de ellos accedió. En el curso del último debate, el señor Farwell, hombre moreno, de cuarenta y tanto años y hablar suave, manifestó:

— Lamento que las negociaciones hayan fracasado.

— Nunca hubo negociaciones -repuso Brumbaugh.

El señor Parwell pasó por alto esas palabras y dijo:

— Esperaré dos días en casa de Zendt. Si cambia de idea, vaya a verme y cerraremos el trato tranquilamente.

— No hay trato que cerrar -contestó Brumbaugh.

Y Kraenzel dijo lo mismo.

— Entonces supongo que ya está todo decidido -silabeó el señor Farwell sosegadamente. Indicó a Gus y Harry que emprendían la retirada, estrechó la mano a los tercos hacendados y se fue. Aguardó dos días en la Granja de Zendt y, en vista de que nada sucedió, marchó hacia Cheyenne, seguido de Gus y Harry.

Dos noches después, Otto Kraenzel fue abatido a tiros e incendiada la casa de su finca. La señora Kraenzel y los dos hijos del matrimonio escaparon con vida. Estaban tan aterrados, tan deseosos de desembarazarse de aquel horrible lugar, que nada más llegar a Denver dieron poderes a un abogado para que vendiese el establecimiento, con reses y todo, si se encontraba comprador, y no se les volvió a ver nunca más en el Oeste. Al no encontrarse en la zona, Oliver Seccombe envió un telegrama a Denver, encargando a un abogado conocido suyo que adquiriese el desocupado rancho de Kraenzel, que pasó a consolidar las propiedades Venneford a lo largo del río.

Cuando la noticia del asesinato de Kraenzel se difundió por la comunidad, los homicidas confiaron, o debieron de confiar, en que Brumbaugh el Patata iba a huir disparado del Platte; de ser así, subestimaron a aquel ruso de hombros caídos, ya que, al haber combatido una vez contra los cosacos del Valga, no tenía ahora la más remota intención de rendirse al miedo o al señor Farwell, dondequiera que estuviese. Lo que hizo, en cambio, fue enviar a su hija a la ciudad, con un recado para Levi Zendt: "Si me matan, tú me seguirás a la tumba", y Levi supuso que aquello podía ser así, pero la nota le colocaba en una situación incómoda. Brumbaugh acusaba a la gente del Venneford de tratar de asesinarle, a él y a su familia, y Levi era socio en la operación del Venneford. Era a él, a Levi, a quien se acusaba de asesinato.

Mandó a la chica de Brumbaugh otra vez a la granja y fue en busca de Skimmerhorn.

— John, ¿contrataste malhechores forasteros para que viniesen a matar a Kraenzel y Brumbaugh?

— ¡Dios santo! ¡No!

Se expresó con tal convicción que Levi tuvo que creerle.

— ¿Contrató Oliver Seccombe a alguien?

— ¡No, Levi! Quiere redondear sus propiedades, pero no con proyectiles.

— Entonces nuestra obligación es evidente. Alguien en esta empresa intenta expulsar a Brumbaugh de sus tierras. Vaya tomar mis armas y le ayudaré a defenderlas.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió. Un hombre menudo y porfiado, de cincuenta y tres años. Titubeó al llegar al portillo, como si creyese que iba a producirse una reacción, y John Skimmerhorn le llamó.

— ¡Aguarda! ¡Iré contigo!

El enemigo, quienquiera que fuese, atacó aquella noche, pero de la casa de Brumbaugh brotó tal diluvio de balas -siete armas de fuego disparaban desde todos los ángulos- que los asaltantes no lograron incendiar ningún edificio ni matar a nadie, pese a que fueron numerosos los proyectiles que atravesaron la casa.

A la noche siguiente se reanudó aquella guerra sucia y furtiva, pero, hacia el alba, Brumbaugh el Patata se hartó del juego. Agazapado como un simio, convocó a su familia y anunció:

— Están detrás de ese almiar de heno. Nosotros cinco vamos a salir a por ellos, y estos dos amigos se quedarán guardando la casa.

— Te acompaño -se brindó Levi.

Pero Brumbaugh no iba a permitirlo. Asomaban las primeras tenues claridades cuando se aventuraron fuera de la casa: el marido; la esposa, buena tiradora; la hija, de trece años; y los chicos, de doce y diez, todos ellos empuñando gruesas armas, y todos resueltos a echar de allí al enemigo o morir en el empeño.

Fueron seis minutos de brutal violencia, durante los cuales el fuego surgía de muchas direcciones, pero una vez los Brumbaugh cruzaron sanos y salvos el espacio abierto que llevaba al establo, Brumbaugh sorprendió a todos. Se precipitó hacia adelante, protegido por el fuego graneado de sus hijos, incendió el almiar de heno y, cuando las llamas prendieron, gritó:

— ¡Apostaos allí, maldita sea, apostaos allí!

Su esposa y su hija corrieron a toda velocidad hasta un punto ventajoso y abatieron a un hombre cuando éste trató de huir de las llamas. Los otros escaparon y no se les vio más por allí.

Levi se acercó al cuerpo sin vida, suponiendo que se trataría de Farwell, Gus o Harry, pero el cadáver no pertenecía a nadie al que se hubiese visto antes en la comarca.

Cuando Oliver Seccombe regresó de Chicago, Zendt y Skimmerhorn acudieron a su encuentro.

— Unos forajidos mataron a Otto Kraenzel y echaron a su familia de la finca -informó Skimmerhorn.

— Sí, ya estoy enterado de ese triste asunto -dijo Seccombe santurronamente.

— A la noche siguiente empezaron a hacer lo mismo en la granja de Brumbaugh el Patata -continuó Skirnmerhorn-, pero Levi y yo ayudamos a la familia. Mataron a uno de los forajidos y pusieron en fuga a los demás.

Mientras se pronunciaban tales palabras, Levi no apartó los ojos del rostro de Seccombe, pero el hombre no vaciló. Puso el brazo, amistosamente, en torno a los hombros de Skimmerhorn y alabó:

— Hicisteis exactamente lo que debíais, John. Hay que proteger las haciendas vecinas de los incursores nocturnos.

Se dirigió luego a casa de los.Brumbaugh para ofrecer a la familia la ayuda de tres carpinteros del rancho, que contribuirían a la reparación de los daños sufridos.

— Me encantaría contar con ellos -aceptó Brumbaugh.

Y, al cabo de un breve período, la granja estaba restaurada. Después de eso, Seccombe visitó con frecuencia a los Brumbaugh y siempre nevaba regalos de Cheyenne para los niños, pero al cabo de cierto tiempo, a.Brumbaugh se le ocurrió que le estaba espiando los sistemas de regadío, por lo que cambiaba la posición de sus presas de lona y desagües, al objeto de confundir al inglés. Un día, cuando sorprendió a Seccombe examinando los almiares de heno, explicó:

— Eso es para alimentar al ganado cuando los inviernos son fríos.

— Pues el invierno pasado apenas tuve que ponerme la pelliza -repuso Seccombe.

— Con todo el ganado que tiene -dijo Brumbaugh suavemente-, vale más que confíe en que el tiempo se mantenga así.

Posteriormente, observó que Seccombe estaba dando instrucciones a sus vaqueros acerca de cómo cavar acequias, de modo que, por un conducto u otro, hizo saber al inglés que ya no era bien recibido en la granja Brumbaugh.

— Me guardaré mis ideas -dijo a su esposa- y dejaré que Oliver Seccombe haga lo propio.

De ese modo, se desencadenó entre ellos el tradicional antagonismo de las praderas: el ganadero que deseaba mantener abiertos los espacios frente al agricultor que necesitaba cercas que le permitiesen controlar sus campos. Era una guerra tan vieja como la primera familia humana: "Fue Abel pastor y Caín labrador… y al cabo del tiempo, cuando estaban en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató."

Al observar aquella creciente fricción, Levi Zendt dijo a su esposa:

— Como siempre, la Biblia tiene razón. En una lucha por la tierra, el agricultor siempre matará al ganadero, porque el labrador está ligado al suelo y combatirá para protegerlo.

A principios del verano de 1873, se organizaron tres cacerías y, cuando concluyeron, la faz del Oeste quedó alterada de modo permanente y se desvaneció toda esperanza de conservar las antiguas normas de vida.

La primera empezó en Omaha (Nebraska) y se produjo en una coyuntura dramática, porque el Pánico de 1873 ya había proyectado su sombra sobre los mercados monetarios de Nueva York y Chicago; hombres prudentes comenzaban a retirar sus inversiones, pero las personas implicadas en ese excéntrico negocio eran tan acaudaladas y estaban tan bien protegidas que el pánico no podía alcanzarles.

Adalid de la partida de caza era uno de los duques segundones de Austria. Le acompañaba un gran duque de Rusia. Se les unieron agregados militares de Francia e Inglaterra y siete generales que habían participado de forma más o menos distinguida en la Guerra Civil, integrados en los ejércitos de la Unión, y entre los cuales figuraba un oficial turbulento y carismático llamado George Armstrong Custer, general interino durante dicha guerra civil, pero que había vuelto a su graduación de capitán. Destinado al servicio de Custer iba el joven Pasquinel Mercy, un teniente de Fuerte Laramie que sabía dónde encontrar búfalos.

En el segundo escalón de la partida, debajo de los duques y generales, pero proporcionando la mayor parte del dinero para sufragar los gastos del tren especial, los servidores, las cajas de licores y los doce cocineros encargados de preparar los banquetes, marchaba un grupo de financieros franceses y británicos con intereses en el Oeste, entre los cuales se encontraba un miembro de las empresas Venneford, enviado con la misión de inspeccionar las propiedades del noble conde en el Oeste norteamericano. Se trataba de Henry Buckland, de cincuenta y un años de edad, importador de sedas de la India, con oficinas en Bristol. Viajaba con él su hija Charlotte, de veintiún años.

Buckland era un hombre distinguido, de tez rojiza, corporal y financieramente opulento. De joven, había abandonado su casa para enrolarse en la tripulación de un barco que zarpaba rumbo a la India. El subcontinente le robó el corazón y no tardó en encontrarse más a gusto en Bombay que en Bristol. Se forjó una impecable reputación como hombre de negocios. Luego se casó con la hija de un primo del conde Venneford de Wye, y ese feliz enlace, un poco por encima de su condición social, le lanzó a las altas esferas de la sociedad de Bristol.

Era natural que, cuando Venneford se dispuso a emprender sus aventuras en América, Henry BuckIand fuese invitado a participar en ellas, como también era natural que se constituyese en el primer miembro británico de la compañía que visitara el establecimiento norteamericano.

El que se integrase formalmente en la cacería fue accidental. Los organizadores, con la esperanza de atraerse a un inglés con título que unir a las luminarias austríaca y rusa, habían invitado a lord Venneford, basados en la nada absurda teoría de que un conde inglés era por lo menos igual a un gran duque. Pero Venneford no podía apartarse de sus obligaciones en la patria; en vez de ir él, recomendó a su leal asociado, Henry Buckland, de Bristol.

La presencia de Charlotte Buckland no era fortuita. Muchacha imprevisible e impetuosa, dotada de una belleza superior al término medio, en el curso de los últimos años se había convertido en un quebradero de cabeza cada vez más molesto para sus padres. Cuando contaba diecinueve años -edad a la que su madre ya estaba casada-, trataron de concertar un compromiso, aceptable a más no poder, con uno de los más prometedores jóvenes de Bristol, miembro de la familia Pollard, notable por los excelentes tés que importaba de la India y Ceilán. El emparejamiento era conveniente de veras, ya que habría vinculado a dos familias que se distinguieron en el comercio con la India, y contó con la calurosa aprobación de lord Venneford.

Pero, sencillamente, a Charlotte no le gustaba el joven Pollard y le injurió vergonzosamente, informando a todo Bristol que bajo ninguna circunstancia consentiría en casarse con él. Y después de apartarle a un lado, empezó a coquetear con diversos hombres, incluido un oficial de marina y un jurista casado, y su conducta estaba creando un mayúsculo escándalo. Era hora de que la alejasen de Bristol y la inesperada invitación a su padre para que participase en la cacería de Omaha no pudo haber llegado en momento más oportuno.

— Adoraría ir, papá -declaró, subrayando enfáticamente la palabra adoraría, que pronunció con ese vigor musical que las muchachas inglesas bien educadas empleaban a menudo.

A decir verdad, gorjeaba sus frases, y de un modo tan encantador que a veces parecía un grácil pajarillo contagiado de primavera. Era alta y rubia, con la risa a flor de labios siempre. Se había demostrado, ante su propia satisfacción, que podía cautivar a los hombres, y le encantaba su compañía.

Salió de Inglaterra en la primavera de 1873, dominada por una sensación de pura efervescencia, como si en el nuevo mundo fuese a encontrar unas satisfacciones que no logró descubrir en el viejo. No albergaba en absoluto el deseo de visitar la India, "ese espantoso lugar lleno de cobras y rajaes gordos". Opinaba que la India debía reservarse para los jóvenes capacitados de su familia, de antiguo expertos en el comercio de la seda.

¿Ganado cornilargo? ¡Vaya, eso era otra cosa! Había visto la foto de unas dos docenas de novillos en el rancho de su padre -bueno, su padre era propietario de una buena porción de aquella hacienda, incluso aunque fuese a nombre del viejo Venneford- y desde el primer momento se sintió fascinada por aquellas cornamentas increíbles, unas astas que se proyectaban en ángulo recto con la cara del animal y alcanzaban hasta dos metros y pico de longitud, con una doble torsión en el camino.

— Me enamoraría de esos animales -aseguró a su padre.

Le intrigaban también las distancias relativas al rancho. Se figuraba que un extremo de la hacienda estaría situado en Bristol y el otro, después de atravesar Inglaterra, hasta Dover, se adentraría quince kilómetros por el canal de la Mancha. Y tener tanta tierra bajo una administración parecía completamente disparatado.

Nueva York la encantó, con su energía plebeya, y Chicago era puro deleite. Visitó los pujantes corrales y por primera vez contempló en vivo reses pertenecientes a su familia, pero los cuernos de aquellos bichos eran decididamente decepcionantes.

— ¡Qué cortos son! -se quejó la muchacha-. Ni por lo más remoto pueden considerarse cornilargos. Parecen más bien dóciles Herefords.

Había ido con frecuencia al Herefordshire, el condado fronterizo con Gales por el norte, y conocía los hermosos animales de pelaje rojo y blanco que formaban la especialidad de la zona.

El viaje hacia el oeste, desde Chicago, fue lo que proporcionó a Charlotte la introducción a lo que la joven denominaba "la auténtica Norteamérica", y cuando llegaron a Omaha y el origen del Union Pacific, ya se había prendado de aquella dilatada tierra que tantas actitudes suyas parecía abarcar. Era intrépida, innovadora, impávida y, a menudo, entregada en exceso. Le caían simpáticos los hombres: aquellos rubicundos y bien alimentados comerciantes que hablaban en susurros, comentando el pánico. Estaban inquietos por el pánico, pero no temerosos.

A la muchacha, a la vez, le gustaban las voces campechanas, la falta de afectación y la abierta manera con la que los hombres se la comían con los ojos. Para cuando el tren llegó a Nebraska, su padre y ella habían sido invitados, en calidad de huéspedes, a visitar cuatro establecimientos distintos, y la joven deseaba echar un vistazo a cada uno de ellos.

En Omaha, los Buckland se vieron sumergidos en un océano de desordenada actividad, porque el séquito de los dos duques se precipitó sobre la urbe y los subalternos empezaron a formular insultantes exigencias:

— El gran duque tiene que tomar su baño dos veces al día, sencillamente, y el agua ha de estar caliente, ¿lo oye? ¡Caliente!

No faltaba la cuestión de las comidas especiales y de los cocineros que las preparasen. Los siete generales norteamericanos tampoco se veían libres de problemas, aunque cada uno de ellos disponía de su correspondiente grupo de subordinados para resolverlos, mientras que los negociantes franceses e ingleses encontraban grandes dificultades para adquirir incluso lo básicamente necesario. En la confusión intervenían asimismo cuatro ubicuos periodistas estadounidenses, quienes se afanaban laboriosamente en tomar unas fotografías que cien años después iban a ser apreciadísimas, y un acuarelista alemán, que pintaba escenas al natural de aquella mezcolanza. Las trazaba con pasmosa facilidad, siete u ocho diarias; con el tiempo, valdrían cinco mil dólares cada una, pero ahora regalaba las que le salían menos bien, para que las conservasen como recuerdo, y sólo se quedaba con las mejores, para ilustrar el libro que un avisado editor germano había encargado con mucho tino comercial.

Aquello era el Oeste norteamericano, la tierra de los indios y de los búfalos, el mundo soñado por millones de europeos, que veían en él una escapatoria de la rutina de sus vidas aprisionadas en cualquier ciudad. Ningún detalle carecía de interés, y cuando Charlotte Buckland vio en las calles de Omaha a un vaquero, un indio pawnee y un trabajador ferroviario chino, le faltó tiempo para alinearlos y hacerse una fotografía con ellos.

(Allí estaba la muchacha, erguida entre el chino y el piel roja, una esbelta y preciosa jovencita inglesa de mirada pícara, cuya expresión traviesa era perceptible incluso mientras coqueteaba con el vaquero. Llevaba un vestido de falda larga, blusa veraniega de mangas fruncidas, enorme sombrero y, en torno al talle, ancho cinturón de cuero. A un lado del grupo, fotografiado accidentalmente, se encontraba el teniente Pasquinel Mercy, al que la muchacha aún no conocía.)

— Soy el teniente Mercy -se presentó un joven, tras adelantarse unos pasos-. Me han asignado la misión de cuidar de ustedes.

La chica dejó al indio y al chino, se acercó a Mercy y le tendió la mano.

— Yo soy Charlotte Buckland, y aquel de allí es mi padre, a punto de sufrir una apoplejía mientras intenta comprar un baúl de reserva al horrible hombrecillo con el que discute.

Se encaminaron hacia el punto donde Buckland estaba regateando y, en cuestión de minutos, el teniente Mercy tuvo el trato cerrado. Después los llevó a dar una pequeña vuelta por la estación y les enseñó el tren en el que pronto estarían acomodados. Mientras se hallaban allí, una pequeña y desvencijada locomotora entró en la estación, soltando nubes de humo por su chimenea en forma de colmena, y Charlotte exclamó:

— ¡Miren ese encantador cacharro! ¿Va a llevarnos hasta Wyoming?

Y Mercy, con evidente orgullo, señaló un inmenso monstruo negro que se acercaba por otra vía y manifestó:

— Ése es el nuestro.

— ¡Papá! -gritó Charlotte-. Mira ese escarabajo gigante que viene a devorarnos.

A Mercy le cautivó el tono con el que la muchacha había matizado la palabra devorarnos.

— Si es un escarabajo, debe de tener alas ·-dijo.

Era una metáfora pedestre y Buckland se le quedó mirando con fijeza, pero Charlotte apreció el intento del joven oficial y se puso a chillar:

— ¡Tiene alas! ¡Las tiene! Iremos a Wyoming volando.

Al mismo tiempo, ejecutó unas cuantas piruetas por la estación, para volver luego junto a su padre y tomarle ambas manos.

— Nunca me marcharé de aquí, papá. Lo presiento. Volaré en mi escarabajo negro y desapareceré.

Casi anochecía ya cuando la asombrosa comitiva subió al tren especial y la negra locomotora nueva empezó a arrastrar los diecisiete vagones en dirección oeste. ¡Menuda cena se sirvió aquella noche!… ¡Desde ostras hasta helados! Los dos duques se mostraban airosos al recibir los aplausos de las personas alineadas a los lados de la vía y ordenaron frecuentes paradas, para alternar en lo sandenes posteriores con este o aquel héroe de la Guerra Civil, mientras las antorchas comenzaban a brillar en la campiña.

Charlotte coqueteaba desenfadadamente con Mercy, que parecía un joven de lo más simpático, y valeroso también a juzgar por sus relatos de combates con los indios, cuando se percató de que un desconocido se encontraba cerca de ella, a la espera de la oportunidad de dirigirle la palabra. La muchacha se complació en fingir que no había reparado en él y siguió hablando con Mercy, tan animadamente como antes, modulando sus frases en tono alegre. Luego se interrumpió de pronto, miró al extraño y le preguntó:

— ¡Oh, lo siento tanto! ¿Desea usted hablar con el teniente Mercy?

— Deseo hablar con usted, señorita Buckland -dijo el hombre-. Me llamo Oliver Seccombe y soy el administrador general de la hacienda Venneford. He venido para llevarles al Platte.

Charlotte desconocía la palabra.

— ¿Ésa es la ciudad donde está el rancho?

— Es un río.

— Qué nombre más liso y desagradable para un río. ¡Platte! Suena como si alguien dejase caer un plato en un barreño.

Seccombe sonrió.

— El nombre es apropiado, puesto que se trata de un río llano y feo, ¿no es cierto, teniente Merey?

— En Fuerte Laramie no tiene nada de eso -repuso Mercy-. Allá arriba es más bien estupendo.

— El rancho no se extiende hasta el fuerte -explicó Seccombe.

A Charlotte no le hacían mucha gracia los modales de aquel hombre, así que no le invitó a continuar con ellos.

— Encontrará a mi padre por allí, con el duque ruso -indicó.

— Ya he hablado con el señor Buckland -articuló Seccombe sosegadamente. Tenía cincuenta y cinco años aquel verano; era un enjuto y capacitado inglés que había sorteado, aguantado y superado todas las tormentas que América pudo arrojar sobre él, y que no tenía la menor intención de permitir que aquella maleducada hija de un comerciante de Bristol que trataba en seda le desconcertase. Añadió en voz baja-: Si me necesita, será para mí un placer ayudarle. De momento, parece estar bien atendida, de modo que me iré a la cama. Mañana va a ser un día atareado.

El largo recorrido a través de Nebraska requirió dos días para cubrirse, teniendo en cuenta los altos destinados a inspeccionar puntos de interés y las prolongadas pausas, mientras se descargaban los caballos, a fin de que los dos duques pudiesen corretear un poco por las praderas, en tanto unos exploradores pawnees ponían la nota de color adecuada, lanzando alaridos como si fuesen guerreros indios. La impresión que le causó a Seccombe fue la de que aquellos pawnees tenían un aspecto bobo, carente de dignidad, pero a los duques pareció encantarles, de modo que, en la segunda jornada, se organizó un simulacro de batalla entre los pawnees y los jóvenes oficiales del teniente Mercy.

La cabalgata cuidadosamente dispuesta resultó soberbia y, tal como estaba acordado, tras un "feroz" encuentro, los pawnees emprendieron desordenada huida, vencidos por los soldados. Cuando volvieron al tren, los indios se reían a carcajadas, lo que destruyó toda ilusión de que la escaramuza hubiese ido en serio, pero el general Custer, como insistía en que siguieran llamándole, se apresuró a corregirlo.

Era un hombre delgado, de poco poblado bigote, y empezó a hablar a los duques de la hazaña que realizó en 1868, sólo cinco años antes, junto al río Washita, en Kansas.

— Todo se desarrollaba a base de hostigamiento intermitente -explicó, al tiempo que trazaba sobre un papel las líneas de la operación-, pero, al final, mi caballería efectuó una maniobra envolvente sobre este punto y dio una buena lección a los pieles rojas.

— ¿Cuántos hombres mató usted? -inquirió uno de los duques.

— Doscientos o trescientos.

— ¡Una victoria impresionante! -se animó el duque ruso, y preguntó a sus edecanes si no estaban de acuerdo en que fue una victoria impresionante.

Todos lo estaban.

— Estas praderas -dijo entonces Custer, modestamente- nunca serán seguras hasta que los demonios rojos hayan sido exterminados, y quiero decir exterminados.

Los duques asintieron con aire solemne. Un periodista, que oía la conversación, dio un respingo. Estaba enterado de que Custer informó haber dado muerte a ciento tres salvajes guerreros, mientras que la investigación oficial, realizada poco después, aquel mismo año, demostró que el número de indios muertos fue de trece hombres, dieciséis mujeres y nueve niños.

En el curso de la tercera jornada -después de que el tren dejase atrás Julesburg y se hubiese adentrado bastante en Wyoming, bordeando el Rancho Venneford, cuyos límites casi tocaban las vías por su lado sur- ocurrió lo increíble. Algo que no se había planeado y que no formaba parte de las disposiciones ni de las esperanzas de los siete generales, que tenían la intención de apearse en Cheyenne, con todo el pasaje, continuar a caballo hasta Fuerte Laramie y, desde allí, emprender la cacería de búfalos.

Pero, cuando el tren resoplaba hacia el Oeste, un residuo del último rebaño que ocupó el territorio situado entre los dos Platte vino a tropezar en su camino con las vías del ferrocarril y siguió su marcha a lo largo de ellas. El maquinista tuvo que accionar el pito continuamente y reducir la velocidad hasta casi detener el convoy, mientras se abría paso a través del grueso del rebaño. Aún desconcertados por los trenes, pese a que llevaban ya seis años viéndolos, los búfalos empezaron a moverse por todas partes y, al final, se les podía tocar desde las ventanillas de los vagones.

¡Era sencillamente una ocasión demasiado buena para dejarla escapar! Los generales bajaron sus "Winchester". Incluso a Charlotte Buckland le ofrecieron un arma de la Guerra Civil, que la muchacha rechazó.

Era casi imposible fallar el disparo contra un búfalo. A decir verdad, en algunos puntos era imprescindible esperar a que el rumiante se alejase un poco para que uno pudiera apuntar a un órgano vital; de otro modo, se tenía que tirar a quemarropa, al bulto, con lo que no se lograba más que agujerear el estómago de la bestia, sin dejarla realmente muerta.

El tiroteo continuó durante cerca de media hora y los animales fueron cayendo a ambos lados del tren, en número que dependía de la cantidad de deportistas que abarrotasen las ventanillas. De esa manera, se sacrificaron unos sesenta o setenta búfalos.

Sucedió un breve intervalo de animado intercambio de impresiones, mientras todos comparaban las notas de sus piezas abatidas. De súbito, alguien observó la presencia de un espléndido macho que avanzaba en paralelo al vagón; era un animal de enorme cabeza baja, hombros formidables y cuartos traseros en declive, adaptados a las rápidas embestidas. Difícilmente hubiera podido considerársele importante en cuanto a la monta de hembras, puesto que sin duda los machos jóvenes ya le habrían apartado del servicio activo, pero conservaba una dignidad notable, que el acuarelista alemán intentó captar.

— ¡Vaya ejemplar! -exclamó el hombre, mientras esbozaba velozmente la agachada testa y las inclinadas espaldillas.

Charlotte no pudo recordar después quién lo pronunció, pero alguien emitió un grito:

— ¡Ése para la señorita Charlotte!

Y le tendieron un arma especial, un fusil austríaco de potente mira. Pero la joven declinó de nuevo la invitación.

— ¡Por favor! -rogó el duque austriaco-. Es posible que nunca vuelva a presentársele otra oportunidad…

— La señorita no lo desea -silabeó una voz tranquila.

Aliviada, Charlotte vio que se trataba de Oliver Seccombe. Éste tomó la pesada arma y la entregó a uno de los rusos.

— ¡Yo me encargaré de él! -rugió el duque ruso, pero el ritmo de marcha del macho se ajustaba exactamente a la velocidad del tren y, durante más de un minuto, el viejo veterano se mantuvo junto a la ventanilla, lo bastante cerca como para que se le pudiera tocar con la mano, pero también demasiado próximo para un disparo deportivo.

— ¡Que el maquinista acelere la velocidad! -vociferó el ruso.

Un caballerizo salió corriendo para cumplir el encargo, pero ya no hizo falta, porque el viejo toro se desvió entonces, los hombres situados detrás del gran duque prorrumpieron en gritos jubilosos y un general norteamericano chilló:

— ¡Ahora!

Sin embargo, alguien tropezó con el ruso en el último momento y la bala no alcanzó ningún órgano vital; puede que rebotase en la cornamenta, porque el añoso búfalo resopló, agitó las patas traseras y se alejó galopando hacia la pradera abierta.

— ¡No le dejen escapar! -gritó uno de los generales, y diecinueve armas de fuego detonaron en el despacioso tren. El viejo macho se estremeció, intentó mantener el equilibrio, pero acabó desplomándose. El impulso de su carrera era tal que el pesado cuerpo se deslizó por la tierra cosa de cinco metros, levantando una nube de polvo.

— El mejor ejemplar de todos -comentó uno de los rusos-, y lo derribamos por fin.

Setenta y tres búfalos cayeron abatidos por los proyectiles y todos convinieron en que había sido un balance perfectamente magnífico. Para cuando el tren, ya sin impedimento alguno, empezó a aumentar su ritmo de marcha, quedaron detrás, pudriéndose, unas cincuenta toneladas de carne selecta, junto con una cantidad de pieles que podrían haberse transformado en setenta y tres mantos de insuperable calidad.

El retrato del viejo búfalo macho no llegó a terminarse. El acuarelista germano, al ver a la noble bestia desplomarse bajo el diluvio de balas, no tuvo estómago para representar su muerte. Hizo una pelota con el.papel y, en Cheyenne, las mujeres del servicio de limpieza ferroviario lo encontraron en el piso del vagón, entre otros desperdicios.

La segunda cacería sobrevino en respuesta a la política nacional. Se inició el mes de abril de aquel mismo año, en la ciudad de Jacksborough (Texas), cuya hermosa plaza pública recibió la visita de un hombre llamado Harker, que se presentó allí a la cabeza de tres robustas cartetas y un grupo formado por cuatro peleteros extraordinariamente vigorosos. Una vez detenido su convoy, Harker anunció que consideraría la posibilidad de contratar los servicios de un cazador de búfalos, si éste poseía con el rifle una habilidad fuera de serie. Todas las personas con quien habló le dijeron: "Amos Calendar es su hombre", y después de oír la misma canción en cuatro ocasiones, Harker decidió: "Será mejor que vaya a ver a Calendar", así que empezó a buscarle.

Dio con él en el extremo norte de la ciudad, donde habitaba, solo, una cabaña miserable. Calendar tenía entonces veinticinco años y era un recluso extremadamente flaco, carilampiño, que vivía en absoluta soledad, sin poseer siquiera un perro que le hiciese compañía. Al parecer, sus únicas pertenencias eran la ropa que llevaba puesta y dos estupendos rifles inventados por Christian Charps y ahora fabricados en Hartford (Connecticut).

— Me llamo Harker -se presentó el cazador de búfalos.

— Y yo Calendar.

— Me han dicho que estuvo en la ruta de Colorado.

— Dos veces.

— ¿ Vio búfalos?

— A millones.

— ¿Hace mucho?

— Cinco años.

— ¡Ajá! -exclamó Harker-. Soy el hombre que sabe dónde están ahora.

— ¿Y eso qué significa?

— También me han dicho que es usted buen tirador.

— Exacto.

— ¿Le importaría demostrarlo?

Calendar no manifestó deseo alguno de confirmar un hecho conocido por todo el mundo, así que permaneció dentro de la cabaña, pero Harker era obstinado, de forma que Calendar no tuvo más remedio que tomar el "Sharps viejo", el que llevó por la ruta de Colorado. Con estudiada insolencia, sacó un cartucho de papel, lo sopesó, bajó la palanca del rifle e insertó el cartucho de modo que un cabo de papel sobresaliese hacia atrás, desde la cámara. Luego, con un súbito impulso hacia arriba de la palanca, cerró la recámara, de manera que un agudo filo segó el extremo suelto del papel, exponiendo en la cámara una abundante carga de pólvora negra, a punto de encenderse en cuanto se le aplicase una chispa.

— Veo que emplea cartuchos al viejo estilo -dijo Harker con una matiz de desdén.

— Es porque me gustan -replicó Calendar, desafiante.

Abrió una minúscula cámara, en la que puso un fulminante de cebador de mercurio que, cuando el percutor lo hiciese estallar, remitiría una llamarada a lo largo de un tubo para descargar la pólvora expuesta. Era el sistema más complicado que nunca se ideó para un rifle y sus desventajas eran enormes. Sólo tenía una virtud: funcionaba.

— ¿Sobre qué piensa disparar? -preguntó Harker.

— Sobre lo que usted diga.

Harker miró en torno, buscando con la vista una botella, la encontró y luego anduvo una considerable distancia, antes de situarla contra un árbol.

— Pruebe con esto -voceó.

Calendar levantó su "Sharps", notó el contacto de la culata al acomodársele en el hombro y no tuvo la más remota duda de que acertaría a la botella, porque había moldeado con sus propias manos el proyectil que se encontraba en el extremo del cartucho de papel; había utilizado hilo de seda para atar a la bala el papel de billete de banco; había pesado con matemática precisión la cantidad de pólvora, y conocía con todo detalle cómo actuaría cada una de las piezas del arma.

— Me llevaré por delante el gollete -declaró. Cuidadosamente, aunque con familiar desahogo, afirmó el arma, oprimió hacia atrás el gatillo posterior, para que el muelle real quedase en la debida posición, y trasladó el índice al gatillo delantero. Con inusitada suavidad, pulsó dicho gatillo anterior, y entonces sucedieron varias cosas notables.

Comoquiera que la pólvora estaba expuesta en la cámara y como ninguna recámara podía ser hermética, una peligrosa llamarada se elevó entre los artilugios sueltos, cegando momentáneamente al tirador. Por otra parte, como la recámara disparaba en otra dirección, cierta cantidad de pólvora salía despedida hacia el rostro del escopetero. Sin embargo, lo más importante era que el "Sharps" estaba tan bien montado y disponía de un cañón tan robusto que el proyectil abandonaba la boca a gran velocidad y perfectamente dirigido. Si Calendar apuntaba bien, la bala daría en el blanco.

¡Plaf! No hubo chasquido de cristales hechos añicos, sólo el seco ruido del gollete arrancado de la botella.

— ¡Buen tirador! -alabó Harker mientras regresaban a la cabaña-. ¿Quiere trabajar para mí en una cacería de búfalos… una verdadera cacería?

— Pues… -articuló Calendar.

No necesitaba trabajar. Realizando chapuzas por Jacksborough conseguía lo bastante para subsistir, ya que se conformaba con poco. No bebía. No estaba casado. No tenía que arar, por lo que sólo necesitaba un caballo. Y ganaba suficiente dinero para cuidar sus armas; ni siquiera tenía que comprar cartuchos, puesto que se los fabricaba él mismo.

Pero Harker contaba con un medio de persuasión que Calendar no podía resistir.

— ¿Ve eso que sobresale de mis alforjas? Es un nuevo "Sharps". Funciona con cartuchos metálicos.

— ¿De veras? -preguntó Calendar, incapaz de disimular la sorpresa.

Había oído hablar de aquella potente arma: calibre 50, setenta granos de pólvora, cuatrocientos setenta y cinco granos de plomo en el proyectil. Se daba por supuesto que sería algo monstruoso y sólo se habían fabricado unas cuantas unidades de prueba.

— ¿Cómo logró agenciarse uno de estos rifles? -inquirió Calendar, mientras examinaba el arma de las alforjas.

— Un amigo lo compró para mí. Si viene conmigo, Calendar, ese rifle será suyo. Vamos, tómelo.

Una vez tuvo Calendar en las manos aquel rifle de negro acero, una vez empezó a inspeccionar aquel enorme cañón -casi noventa centímetros de longitud, diez kilos y medio de peso-, estuvo perdido.

— Uno tendría que disparar esto apoyándolo en un trípode -dijo a Harker-. Un hombre no podría sostenerlo.

— Ya nos hemos hecho con el trípode -repuso Harker-. Y tenemos los cartuchos. '

Tendió a Calendar tres preciosos cilindros metálicos. Se acabaron los peligrosos cartuchos de papel, se acabaron los fogonazos de la pólvora suelta, se acabaron las chispas despedidas hacia la cara.

Y entonces, Harker, como Mefistófeles, susurró las palabras mágicas que convertían en imposible toda resistencia. Al tiempo que ofrecía a Calendar una complicada herramienta en la que estuvo trabajando, manifestó:

— Por la noche, cuando se haya dado por concluida la jornada de caza, podrá sentarse y dedicarse a llenar sus propios cartuchos de latón… moldear las balas de plomo… colocarlas en su sitio.

Calendar estudió el improvisado instrumento: un gancho quitaba el fulminante de la cabeza del cartucho disparado, un émbolo situaba el nuevo fulminante; un ingenioso artilugio enderezaba el cartucho; otro ondulaba el borde para encajar el extremo del proyectil; en la otra punta había un molde para verter plomo fundido y moldear balas; a su lado, se encontraba la medida de pólvora. Con un arma así, con semejante aparato, con tres o cuatro docenas de cartuchos pata recargar el rifle, una barra de plomo para forjar proyectiles y una lata de pólvora negra, un hombre podía abrirse camino desde allí hasta el infierno.

— ¿Cuánto vale el arma? -preguntó Calendar, mientras le bailaban los ojos.

— Nada. Dispare para mí todo el verano… Tengo cuatro de los mejores peleteros que haya visto en su vida. Manténgalos atareados y, al final de la temporada, esa arma será suya. -Yo no salgo con ningún rifle que pertenezca a otro, sólo con el mío -dijo Calendar-. ¿Cuánto?

— Cuarenta y nueve dólares, y cuatro dólares más por el doble gatillo.

— No serviría de mucho sin el doble gatillo. -Calendar contempló el rifle y luego examinó a Harker, que parecía acentuadamente antipático-. Tengo cincuenta y tres dólares, señor. Vaya comprarle el arma, y saldré con usted esta tarde.

Así que partieron a la caza del búfalo: Bill Harker, un hombre de la pradera tan curtido como el que más; Amos Calendar, veterano de la conducción con R. J. Poteet; cuatro patibularios y sucios peleteros; dos mozos de carreta, encargados de llevar las pieles, y un cocinero. Abandonaron Jacksborough al anochecer y acamparon a cierta distancia de la población. Avanzando hacia el noroeste, cruzaron los ríos Trinidad, Wichita, Pease y Rojo, lo que les dejó en el territorio indio de Oklahoma, donde no tenían ningún derecho a estar.

Harker advirtió:

— Hay que andarse con cien ojos, por si aparece algún comanche.

Y se apostó guardia nocturna. Que Dios se apiadara de cualquier indio que tropezase con aquel campamento, porque los hombres que lo ocupaban eran asesinos. Odiaban a pieles rojas, sheriffs, misioneros, maestros de escuela, búfalos, ciervos, antílopes y otras cosas que aún estaban por identificar.

El tercer día de su irrupción en Oklahoma, pusieron manos a la obra, porque Harker tenía razón. Gracias a algún sentido innato, sabía dónde se encontraban los búfalos y condujo su mortífero equipo directamente a las proximidades de un rebaño. Desde lo alto de una eminencia, bajaron la vista sobre una manada de por lo menos seiscientos animales.

— Llevaremos a cabo la operación de la siguiente manera -aleccionó Harker a Calendar-. Probablemente, eres el mejor tirador del grupo, así que deslízate a barlovento, mientras yo me acerco desde este lado. Dispararás primero y derribarás al bicho que parezca dirigir el paquete, pero no lo mates. Si logramos tirar al cabecilla, los demás empezarán a dar vueltas a su alrededor, inspeccionándole, y entonces podremos irlos tumbando a discreción.

Lo importante, según explicó Harker, era colocarse en situación favorable, lo cual sucedía cuando el cazador lograba derribar al búfalo guía, pero sin matarlo; el tirador se hallaba entonces en un punto ideal para disparar a gusto y hacer morder el polvo a setenta u ochenta cabezas, mientras pateaban el suelo en torno al jefe, sin saber qué hacer o qué dirección tomar.

— En el mundo no hay nada más estúpido que un búfalo -susurró Harker, mientras se preparaban para atacar al rebaño-. Hieres a uno y todos los demás se apelotonan en torno suyo. Una vez, maté a sesenta y siete, precisamente así.

Calendar se colocó en posición, a barlovento del rebaño, y observó a los animales, que continuaban pastando, ajenos al peligro. "Despacio›, dijo para sí, mientras se acercaba todavía más, deslizándose sigilosamente. Se encontraba ya a sesenta metros de los rezagados, pero aquélla no era su presa. Su responsabilidad consistía en derribar al cabecilla. Uno no apuntaba al corazón; porque incluso con dos proyectiles que le a travesaran esa víscera, un búfalo podía correr a lo largo de cien metros y provocar el pánico en todo el rebaño. Uno debía apuntar a los pulmones, porque entonces el macho se desplomaba y agonizaba despacio y sin aspavientos frenéticos. Entonces, los demás búfalos, confundidos, se arremolinaban tranquilamente para observar.

Calendar se había acercado ya a las reses de cabeza y pudo determinar cuál de ellas iba a recibir el primer disparo. Volvió la cabeza hacia el punto donde aguardaba Harker con su "Sharps" a punto. Calendar le hizo una señal, indicando que se disponía a empezar.

Amartilló el rifle metódicamente, insertó el cartucho de latón y escuchó mientras el bloque se ajustaba en su sitio. Preparó el gatillo, acomodó la monstruosa arma en su trípode y apuntó a los pulmones del búfalo guía. Al oprimir ligeramente el gatillo delantero, oyó un buuum sonoro, no el chasquido de un rifle normal, sino la estruendosa detonación de una pieza artillera.

El proyectil surcó velozmente el aire, certero y dotado de una fuerza tremenda. Alcanzó al búfalo que iba delante, le entró por un costado, atravesó ambos pulmones y el sorprendido animal se desplomó. El resto de la manada inició su invariable ritual de dar vueltas en torno al caído, para olfatearlo y luego quedarse inmóvil por allí, como si esperase una decisión. Durante ese espacio de tiempo, que lo mismo podía prolongarse cuarenta minutos, los cazadores tenían el rebaño a su merced. Un alto, se llamaba, y el quid del asunto consistía en ir abatiendo los detenidos animales a base de disparos limpios, alojando el proyectil entre el cuerno y la oreja, para provocar la muerte inmediata y el derrumbamiento sin tan siquiera un apagado mugido de dolor. A pesar del estruendo de los rifles, que sin saber por qué los búfalos no habían aprendido a tener en cuenta, los rumiantes seguían ajenos al peligro.

Actuando metódicamente, Harker y Calendar mataron diecinueve búfalos. De cuando en cuando, recargaban las armas con cuidado y cambiaban de sitio los trípodes. Pero, en el disparo número veinte, Harker tuvo la mala suerte de tirar bajo y la bala alcanzó a un macho viejo en la pata' trasera derecha. El animal se agitó, con la inerte extremidad colgando, inútil, y empezó a mugir. Eso puso un tanto frenético al rebaño y una vaca, al percatarse por fin del peligro, emprendió el galope y arrastró tras ella al resto de animales. Era ocioso disparar a ciegas contra los búfalos en retirada; no se podían malgastar los cartuchos.

Les tocó el turno a los desolladores, hombres hábiles con el cuchillo. Trabajaban por parejas, colocando a la res de espaldas contra el suelo y abriendo la barriga desde la cola hasta la garganta. Se ataban cuerdas a la piel y los caballos tiraban, arrancando gruesos mantos. Naturalmente, el cuerpo del animal sacrificado quedaba allí para que se pudriera, pero una buena piel limpia de carne podía proporcionar hasta tres dólares. Adecuadamente curtida, acaso subiera a doce.

— Casi conseguimos un alto -comentó Harker aquella noche, mientras Calendar y él se fabricaban los cartuchos para el día siguiente-. Lo hubiésemos logrado, pero tuve que alcanzar a aquel maldito macho en la pata. -Había apuntado bien, había oprimido bien el gatillo-. Quizá la carga de pólvora era demasiado pequeña -supuso-. ¡Rayos, en esta profesión, cualquier cosa puede torcerse!

Luego se dirigió a los hombres:

— Estamos cumpliendo una tarea divina. Oí hablar en Austin al general Phil Sheridan, y podéis estar seguros de que no hay hombre que conozca el Oeste como el general Phi!. Dijo que el Oeste no valdrá un comino hasta que el último maldito búfalo haya muerto. Todos.

— ¿Cuál era su idea? -preguntó uno de los peleteros.

— Rayos, está bien claro. Si eliminamos a los búfalos, los indios tendrán que meterse en las reservas, que es donde les corresponde estar. Cuando empiecen a morirse de hambre, ¿qué remedio les queda, sino obedecer?

Los miembros del equipo reflexionaron sobre aquello durante un momento, y Harker explicó:

— Cuando uno se enfrenta a un enemigo, puede hacer dos cosas: llevárselo por delante o matarlo de hambre. Los ministros, los periodistas y los condenados insensatos de Washington no nos dejan abatir indios, como deberíamos hacer, pero, por Dios, que si suprimimos a los búfalos, como estamos haciendo, el hambre obligará a los pieles rojas a entrar en razón, tan seguro como el infierno.

La carnicería continuó: veintitrés… treinta… dieciséis y, en una jornada memorable, cincuenta y siete, sacrificados en dos lotes, uno por la mañana y otro a última hora de la tarde, cuando todos pensaban que la jornada había terminado.

La línea de cadáveres alertó a los comanches, indicándoles que los texanos habían invadido su territorio, y se desencadenó un ataque, con una numerosa partida de indios lanzados en rápido galope hacia las tres carretas. Pero Harker tenía preparados a sus hombres.

Calendar y él, con los "Sharps" que recargaban en cuestión de segundos, se mantuvieron flemáticamente apostados detrás de una de las carretas, apoyado el cañón en la armadura del vehículo, y fueron eliminando cuidadosamente un comanche tras otro.

Aplicaban el mismo principio práctico empleado en la caza de búfalos: se elegía despacio a uno de los jefes, se le derribaba y se sembraba la confusión entre la tribu.

¡Ziuuum! Mientras Harker volvía a cargar el arma, Calendar apuntó a un joven guerrero que estaba gritando órdenes y el indio cayó pesadamente.

¡Ziuuum! Era muy parecido a un alto de búfalos… artilleros resueltos que trabajaban de modo profesional y abatían al enemigo.

Cuando nueve cadáveres yacían esparcidos sobre la salvia, los comanches se retiraron. En sus escaramuzas anteriores habían tropezado a menudo con la tenaz resistencia de los blancos, pero nunca se encontraron ante aquel fuego sosegado y mortífero.

— ¡Les hicimos una buena demostración! -exultó Harker aquella noche-. Unos cuantos días como éste y habremos limpiado este territorio de búfalos y de indios.

— Deberían darnos una medalla -opinó uno de los peleteros.

— El general Sheridan ya lo sugirió -dijo Harker-. Estaba hablando con él, en su hotel, y me soltó de pronto: "Harker, deberían condecorar con medallas de oro a los hombres como usted. A un lado, un búfalo; al otro, un indio. Está llevando a cabo la obra de la civilización." Lo que quería decir, según me enteré después, era que, cuando hubiésemos terminado, la pradera seria un lugar decente para los colonos apropiados.

Esa observación fue asimilada por los hombres, a ninguno de los cuales le importaba gran cosa la civilización y, al cabo de un rato, Calendar emitió uno de los pocos comentarios que iba a pronunciar aquel verano:

— Los colonos apropiados son a veces un quebradero de cabeza peor que los indios… o los búfalos.

Dijo esas palabras mientras contemplaba la pradera abierta que se extendía hacia el oeste y, al día siguiente, cuando se encontraba bastante adelantado respecto a las carretas, tropezó con su gran oportunidad y supo con exactitud lo que debía hacer.

Estaba en el Territorio de Colorado, al norte del Arkansas, cuando cierto sexto sentido le advirtió de que quizás hubiese bisontes pastando por delante. Desmontó, ascendió a pie hasta la cumbre de una colina y vio al otro lado varios centenares de cabezas, uno de los restos más importantes del rebaño del sur. Durante unos segundos, debatió consigo mismo la conveniencia de volver y avisar a Harker, puesto que se necesitarían dos armas para manejar adecuadamente aquella manada, pero cierto movimiento que se produjo entre los animales, hacia el norte, le indicó que no tenía tiempo que perder.

Por lo tanto, retrocedió monte abajo y fue a buscar el rifle, el trípode y cuatro docenas de cartuchos. Deslizándose despacio en dirección a los búfalos, tomó una posición contra el viento, pero desde la cual le era posible derribar al guía. Ajustó el trípode y se sentó tras él, con las piernas separadas en forma de V y el ojo a la altura del punto de mira.

Pacientemente, y sin excitación apreciable, abatió al macho dirigente, atravesándole los pulmones de un balazo, y aguardó a que los demás se congregasen alrededor del difunto. Sopló en la recámara, recargó el arma y tiró patas arriba al primero de los búfalos del grupo. Una y otra vez, siguió disparando con cálculo sereno, matando sus búfalos de forma precisa. Cuando iba por el vigesimosexto, pronunció su única frase:

— Me parece que he conseguido un alto.

Daba la impresión de que podría seguir disparando eternamente contra los animales, pero había un límite y Calendar no lo ignoraba. Si apretaba el gatillo a un ritmo más rápido que el de cuarenta segundos por disparo, el cañón del rifle acumularía tanto calor como para dilatarse, pese a su grosor, y tal vez no volviese a enfriarse de forma que recuperara su antigua precisión.

De modo que continuó actuando despacio, tocando el cañón después de cada disparo. Deseó ardientemente disponer de una cantimplora de agua y de más proyectiles. Treinta y dos… treinta y nueve… cuarenta y tres. Las enormes bestias se desplomaban y el rebaño seguía sin comprender lo que estaba ocurriendo. "No es posible que haya nada más estúpido que los búfalos. Merecen morir", pensó Calendar.

Y entonces, cuando disparaba su proyectil número cuarenta y seis, le llegó ayuda. Al oír aquel lejano y rítmico tiroteo despacioso, Harker supuso que Calendar tal vez se hubiera preparado un alto, y en aquel momento franqueaba cautelosamente la colina, cargado con una cantimplora de agua y cinco docenas de balas. Cuando Calendar le vio, se sintió tan encantado que casi afloraron a sus ojos lágrimas de gratitud.

— ¡Jesús! -susurró Harker-. ¡Has conseguido un alto! Dio el agua a Calendar y observó mientras el cazador enfriaba su rifle. Cuando Calendar, por señas, preguntó a Harker si deseaba regresar en busca de su arma para unirse a la matanza, el jefe denegó con la cabeza.

— El alto es tuyo -murmuró-. Veamos qué puedes hacer. Así que Calendar, aún con las piernas en forma de V detrás del trípode, abatió metódicamente la quinta docena, luego la sexta, después la séptima.

— ¡Cristo! Ya tienes ahí abajo ochenta y cinco, ochenta y seis búfalos -articuló Harker.

— Ochenta y cuatro -dijo Calendar, al tiempo que mojaba el cañón por fuera y luego echaba un poco de agua por su interior y dejaba que fluyese por la abierta recámara.

Y aquellos búfalos pasmarotes continuaban sin reaccionar. Siete docenas de congéneres suyos yacían sin vida y aún eran incapaces de comprender ese hecho, porque ninguno de los muertos agitó las patas o mugió.

— Ochenta y cinco, ochenta y seis -continuó Harker-. Tómatelo con calma y llegarás a cien.

Era improbable que los desolladores pudiesen encargarse de tantos. El excedente quedaría pudriéndose allí, con las pieles y todo, pero el arma ya estaba fría y Calendar podía intentar establecer una plusmarca. Mató dos animales de los de mayor tamaño y luego abatió una vaca de corpulencia media, pero en su disparo número noventa el cartucho debía de tener algún defecto, porque el proyectil se quedó bastante corto, rebotó y fue a alcanzar a una vaca en los cuartos traseros.

El animal emitió un mugido, agitó la pata y emprendió el galope. Antes de que Calendar tuviese tiempo de volver a disparar, el rebaño había desaparecido, no sin dejar ochenta y nueve muertos.

La tercera cacería puede relatarse brevemente. A últimos del verano de 1873, los escasos arapahos que aún trataban de sobrevivir en los apretados restos de la reserva de las Muelas del Crótalo sufrieron tal carestía de alimentos que la muerte por inanición pareció inevitable. El gobierno manifestó su deseo de ayudarles e incluso remitió mensajes conmiserativos, pero el pánico financiero obligaba a restringir fondos en el Este y no era posible destinar dinero alguno a la alimentación de los indios. El jefe Águila Perdida, entonces un anciano de sesenta y tres años al que se le caían los dientes, recurrió a una última súplica, enviando una delegación a Denver, para que se entrevistase con el comandante Mercy. El comandante giró una visita a la reserva y condenó las privaciones de las que fue testigo, pero carecía de poderes y de dinero para aliviarlas.

De modo que se decidió que los guerreros más jóvenes intentasen una última cacería de búfalos, incluso aunque tuvieran que salir de la reserva y atravesar terrenos en los que ya habían empezado a aparecer colonos. Águila Perdida era demasiado viejo para dirigir la operación, así que el mando recayó sobre su hijo Lobo Rojo y los supervivientes del otrora poderoso pueblo arapaho se pusieron en marcha.

¡Qué grupo más lastimoso constituían! Los caballos estaban en los huesos; si se avistaran búfalos, aquellos rocines a duras penas podrían mantenerse a su altura en la carrera, y mucho menos adelantarlos y derribarlos. Los guerreros no se hallaban en mejores condiciones… hombres demacrados, moralmente hundidos, incapaces de comprender lo que les estaba ocurriendo. Ningún hombre blanco que se cruzase con aquellos indios tendría mucho que temer; un disparo de rifle bastaría para poner en desordenada fuga a la partida.

Avanzaron hacia el sur, penetraron en las tierras situadas entre el Platte y el Arkansas e iniciaron allí la búsqueda de búfalos. Todas las mañanas, cansinos exploradores partían en las cuatro direcciones de los puntos cardinales, pero sus ojos sólo contemplaban vacías extensiones de suelo ondulante. En algún lugar tendría que haber búfalos. Estaban enterados de los informes procedentes del tren cuyo maquinista había tropezado con un rebaño. Pero los arapahos no lograban encontrar ninguno.

Pasaron sobre la silla dos largas semanas, persiguiendo ilusiones y no hallando más que la nada. La falta de comida los debilitó aún más, y apenas podían mantenerse encima de las monturas, pero continuaban la búsqueda, y al final hubiesen perecido en la pradera, víctimas del hambre, de no haber llegado a la zona del norte del Arkansas donde se descomponían al sol los cuerpos de ochenta y nueve búfalos.

Los hombres se encontraban tan famélicos que uno llegó a comer un poco de aquella carne putrefacta, pero Lobo Rojo comprendió al instante la insensatez de tal acto y espoleó su caballo para colocarse entre sus hombres y la carroña. Alzada la mano derecha, los obligó a retroceder gradualmente y, al cabo de un rato, el que había comido se vio asaltado por un dolor terrible, empezó a agonizar, cubiertos de espuma los labios, y los demás reconocieron la sabiduría de su jefe.

No le sirvió de consuelo. A horcajadas en su caballo, Lobo Rojo contempló la carnicería: cerca de un centenar de búfalos sacrificados y ni siquiera les arrancaron la lengua. Algún cazador había matado tantos animales que los desolladores no pudieron con ellos y veinte cabezas quedaron abandonadas intactas, para que se pudriesen con piel y todo.

— ¿Qué clase de hombres son? -protestó Lobo Rojo, angustiado-. Destruyen la comida que nosotros necesitamos y que ellos ni siquiera tocan.

Y sufrió la última indignidad, la mortal vergüenza del jefe: capitanear un pueblo y ser incapaz de darle de comer.

En aquel momento, la suerte cambió. Un equipo franqueó la colina, en el Arkansas, conduciendo ganado por la Ruta de Skimmerhorn, hacia Wyoming, y el capataz se compadeció de los hambrientos indios y les dio un par de reses viejas.

Lobo Rojo permitió que sus guerreros mataran uno de los cornilargos y luego impuso una disciplina severa, con el fin de que sus hambrientas huestes dejasen al otro con vida, para las mujeres que aguardaban en la reserva. Revitalizados por aquel accidental alimento, los cazadores exploraron la pradera, convencidos de que debían encontrar búfalos, pero no quedaba ninguno; entre el Platte y el Arkansas, no había ya búfalos.

Sentado junto a su montura, la última noche de la cacería, Lobo Rojo dijo a sus hombres:

— Los viejos tiempos han terminado. Nunca más volveremos a cazar. -Los jóvenes preguntaron qué iban a hacer, si no cazaban, y Lobo Rojo contestó-: Mediante el hambre, el Gran Padre Blanco nos ha sometido a su mando. Debemos abandonar las muelas y marcharnos a otra reserva más pequeña, tal como ordena.

Los jóvenes guerreros protestaron:

— Esta tierra es nuestra. Se nos concedió para mientras el agua fluya y las aves vuelen.

— El Padre Blanco lo quiere y debemos irnos.

Lobo Rojo no se apartó de esa dura decisión y, en cuanto regresó a las Muelas del Crótalo, con el fruto de aquella fallida cacería -el viejo toro de Texas-, aconsejó a su padre:

— Águila Perdida, tenemos que marcharnos.

Y aquel anciano jefe acarició con los dedos la efigie de Buchanan y se mostró de acuerdo.

Enviaron un mensajero a Denver, para informar al comandante Mercy de que estaban dispuestos a renunciar para siempre a sus tierras. El comandante remitió un telegrama a Washington y el gobierno delegó un comisario que, en el curso de prolongadas conferencias, aseguró a los arapahos que adoptaban la decisión más sensata y que en su nuevo hogar al norte, en Dakota, dispondrían de abundante comida y de un territorio garantizado "en tanto creciese la hierba y el águila volase".

Así que, a finales de verano, el último grupo de arapahos emprendió la marcha. Cabalgaron hacia el norte, a lomos de huesudos pencos, envueltos en harapientas mantas. Habían desaparecido las alegres pieles de búfalo decoradas con pinturas que evocaban la historia de su pueblo; los adornos de alce y púas de puerco espín se habían perdido tiempo atrás; los guerreros jóvenes iban delante, explorando el terreno en busca de unos búfalos que ya no existían por allí. Los antiguos sistemas se habían eclipsado.

Cuando llegaron a la cumbre de las colinas blancas que señalaban la frontera norte de su truncada reserva, el jefe Águila Perdida, tocado con el sombrero de la pluma de pavo, hizo una pausa y volvió la cabeza para contemplar las muelas, el Platte y la pradera. No le embargaba ninguna clase de tristeza.

— A menudo, en el pasado, Nuestro Pueblo se vio obligado a iniciar una nueva vida en una nueva tierra y siempre tuvimos valor suficiente para triunfar. Estuvimos en las muelas menos de seis generaciones y ahora nos trasladamos a otro lugar distinto. Creo que esta vez el Padre Blanco cumplirá sus promesas. En Dakota volveremos a fortalecernos.

Taloneó a su poney y los indios se marcharon para siempre de las espaciosas tierras que tan profundamente habían amado y que tan bien habían protegido.

El Clarion no pudo manifestar pesadumbre alguna ante su desaparición:

Ayer fuimos a las muelas para ser testigos de la definitiva marcha de Lo, que se va de nuestra hermosa tierra. Buen viaje. Partieron de Colorado a lomos de sarnosos jamelgos -la mayoría de ellos robados, estamos seguros-y abrigándose con una mantas que pedían a gritos un buen repaso de agua y jabón. Eran una miserable caterva de animales infestados de pulgas, sucios, ignorantes y repulsivos, y, al observarlos, lo único que lamentamos fue que el coronel Frank Skimmerhorn no pudiera encontrarse allí para ver consumada su profecía.

Hemos oído decir que, al otro lado de la montaña, los utes están sacando otra vez los pies del tiesto. Nos apresuramos a advertirles que, si asoman las narices por aquí, los dejaremos secos a tiros. Los trataremos mucho peor de lo que hemos tratado a los arapahos. Colorado no alcanzará méritos suficientes para convertirse en Estado hasta que completemos la tarea de exterminar a esas sabandijas.

Cuando Oliver Seccombe contempló la marcha de los arapahos, comprendió que era el momento oportuno para apoderarse de los espléndidos pastos que circundaban las Muelas del Crótalo y, mediante la juiciosa adquisición de dos parcelas clave, aseguró toda la zona para el Rancho Venneford. El noventa y nueve por ciento de las antiguas tierras indias eran ya propiedad pública, abiertas para todos, pero Seccombe y sus hombres se encargaron de que nadie pudiera llegar a ellas.

Aquel verano de 1873 resultó emocionante para Oliver Seccombe. Henry BuckIand dio pruebas en seguida de ser un hombre de negocios sensato y astuto, que necesitaba poco aleccionamiento previo para captar los puntos esenciales de cualquier operación. Tras una visita al campamento avanzado número uno, puso el dedo sobre la llaga del problema permanente:

— ¡Tierras, Seccombe! Debemos disponer de nuestros propios pastizales… tenerlos seguros en nuestras manos.

Se quedó muy complacido de las artimañas que había utilizado Seccombe para hacerse con el control del agua, pero, a pesar de todo, el total parecía inadecuado. Y entonces la buena suerte volvió a aliarse con los ingleses. El ferrocarril Union Pacific acudió voluntariamente en su ayuda.

Años atrás, en 1862, cuando el gobierno de los Estados Unidos había determinado la necesidad de un ferrocarril que enlazase la nación, el Congreso dio con un sistema inteligente para financiar tan importante empresa. El país era demasiado pobre para tender aquella línea ferroviaria sufragando los gastos con fondos provenientes de los impuestos, pero existía un medio ingenioso de hacerlo. Desde el centro del carril principal, en una extensión de dieciséis kilómetros a cada lado, el gobierno cedería tierras al ferrocarril, sin cargo de ninguna clase. Esos terrenos, en su yerma condición inicial, valdrían unos cincuenta centavos la hectárea, pero con una próspera línea ferroviaria que los atravesara, su valor ascendería por lo menos a diez dólares la hectárea. Vendiendo esas tierras a los posibles colonos, el ferrocarril recuperaría más del coste del tendido de la línea. Las amplias extensiones del Oeste se colonizarían; la nación tendría su enlace con el Pacífico; surgirían ciudades… y nada de ello a costa del contribuyente. Fue una de las medidas más salomónicas ideadas jamás por el Congreso.

Porque, por otra parte, el Congreso añadía una hábil condición: el ferrocarril no recibiría toda la tierra comprendida en esos dieciséis kilómetros; sólo una sección sí y otra no -secciones de 2.590 kilómetros cuadrados-, en tanto que el país retendría las secciones alternas y compartiría así el valor incrementado que pudiera acumularse. Era una solución feliz, que se hacía más aceptable mediante la norma por la que dos secciones de cada municipio tenían que segregarse para destinarlas a la enseñanza pública. En años posteriores, cuando el Union Pacific amasó una fortuna gracias a la venta de parte de los terrenos que el gobierno le había otorgado, agrios críticos pusieron el grito en el cielo, no sin razón: "Hemos vendido el alma al ferrocarril", pero en 1862 no había ninguna otra alternativa viable y, a la larga, el daño fue mínimo.

Se desarrollaba así. Cuando, en 1785, se efectuaban las mediciones topográficas de Ohio e Indiana, se dispuso que un municipio norteamericano constaría de treinta y seis millas cuadradas (93.240 kilómetros cuadrados), cada una de ellas (2.590 kilómetros cuadrados) llamada sección. Se las numeró de modo que cada dos secciones con números contiguos tuviesen también fronteras contiguas: