LA CARRETA

Y EL ELEFANTE

Si en el año 1844 se hubiese encomendado a un grupo de expertos la tarea de identificar las tres mejores zonas agrícolas del mundo, la primera comarca elegida habría sido probablemente la de ese grupo de granjas ubicadas en el sur de Inglaterra, donde el suelo era hospitalario, el clima estable y placentero el estado general del cultivo de la tierra. Robustos campesinos, versados en las antiguas tradiciones del país, criaban allí reses Jersey, rollizos cerdos Hampshire de piel blanca y negra, vigorosos Clydesdales y aves de corral de las mejores razas.

Puede que los expertos hubieran seleccionado también esa prodigiosa y rica franja de tierra negra o Fchernoziom que cruza el sur de Rusia, especialmente Ucrania. Con su espesor de sesenta centímetros, fácil' de arar y tan fértil que sus necesidades de abono son inferiores al término medio, ese extraordinario suelo no tenía igual y constituía un tesoro agrícola que los siervos de la gleba llevaban dos mil años trabajando sin que su rendimiento se redujese.

Pero si los expertos hubiesen designado tales zonas de Inglaterra y Rusia, también habría sido forzoso incluir esas afortunadas tierras de labrantío que se encuentran en torno a la pequeña ciudad de Lancaster, en la Pensilvania suroriental, al este de las estribaciones de los Apalaches. Por la absoluta elegancia del terreno y los beneficios económicos de su explotación, esa comarca se llevaba la palma.

No era de topografía horizontal. Tenía el desnivel suficiente como para evitar que la lluvia se estancase en los fondos y deteriorase la tierra. La capa superficial del suelo no era extraordinariamente profunda ni cómoda de cultivar. Si uno deseaba poseer en Lancaster una buena granja, no tenía más remedio que trabajar. Pero las precipitaciones eran las debidas -unos mil milímetros anuales- y luego estaban los cambios estacionales, con otoños cuajados de escarcha, durante los cuales caían las nueces, y nevados inviernos, en los que la tierra descansaba.

El agricultor de Lancaster no exageraba al jactarse:

— En este terreno, un hombre puede cultivarlo todo, menos nuez moscada.

Y, por si fuera poco, podía obtener un beneficio sustancial, ya que su finca quedaba dentro de la distancia adecuada para colocar los productos en los mercados de Filadelfia y Baltimore. Maíz, trigo, sorgo, heno, hortalizas, tabaco e incluso flores podían llevarse al mercado, pero lo que mejor se daba y lo que más ingresos proporcionaba era la ganadería, particularmente la vacuna y de cerda. Las vacas y los cerdos de Lancaster constituían el patrón de calidad por el que se juzgaba a los animales de otras regiones menos afortunadas.

En la divina lotería que empareja a hombres y suelo -ese aleatorio juego que a menudo coloca a hombres frugales y laboriosos en campos de granito y desperdicia granjas espléndidas poniéndolas en manos incompetentes de personas que se conforman con recolectar lo que siembra el viento- se realizó en este caso un emparejamiento apropiado. En los primeros años del siglo XVIII, llegó al condado de Lancaster un conjunto de granjeros campesinos duchos en su oficio, fugitivos de la opresión y del hambre que estaba a punto de causarles la muerte en Alemania. Procedían casi todos de las comarcas del sur de ese país y llevaban consigo un rígido luteranismo, cuyos extremos más radicales se manifestaban en la fe amish o en la menonita.

Fueron los seguidores de la secta amish quienes determinaron las características básicas de Lancaster. Formaban un grupo austero que renunció a toda manifestación pomposa como botones o prendas de colores llamativos, y que rechazaba cualquier movimiento que pudiera suavizar la severa norma de vida reflejada en el Antiguo Testamento. A la edad de diez años, cada chico amish se casaba con el suelo y a él dedicaba el resto de su vida, levantándose a las cuatro de la mañana, atendiendo sus labores hasta las siete, hora en que ingería un desayuno colosal, trabajando luego sin descanso hasta las doce, momento destinado a engullir una ración de alimentos todavía más copiosa que la anterior y que llamaba comida. Vuelta al tajo y, a las siete, ponía fin a la jornada laboral, tomaba un ligero refrigerio, según la tradición de Nuestro Señor, y se iba a la cama. Adoraba a Dios los domingos y en todo lo que hacía y, cuando era lo bastante viejo como para tener un negro carricoche de su propiedad y una yegua castaña para tirar de él, al trasladarse de Blue Ball a Intercourse a veces interrumpía su camino para agradecer a la providencia el que le hubiese conducido al condado de Lancaster, una tierra que merecía todos sus esfuerzos.

En la mayor parte de los demás puntos del mundo se hubiera considerado a los menonitas insoportablemente rígidos, pero cuando se les comparaba con los amish resultaban frívolos, porque se concedían algunos placeres mundanos de poca monta, eran expertos en la dirección de negocios y ofrecían a sus hijos otras salidas, aparte la agricultura. Algunos chicos menonitas incluso iban al colegio. Pero cuando se dedicaban al cultivo de la tierra, lo hacían con vigor y demostraban estar maravillosamente dotados para extraer al suelo el máximo de cosecha. Sir embargo, una vez conseguido esto, desplegaban su extraordinaria habilidad mercantil y obtenían con el comercio el máximo de provecho. En particular, las mujeres menonitas estaban capacitadísimas para la venta; calculaban al céntimo la cantidad que tenían que pedir a un cliente, dándole a cambio un trato tan estupendo que lo probable era que el parroquiano volviese. Ataviadas con blusas y faldas negras, delantales blancos y gorros de malla, también blancos, estaban preparadas para regatear con cualquier carretero y sacarle el precio que deseaban, y si perdían una operación se llevaban un disgusto.

En enero de 1844, uno de los lugares más interesantes del condado de Lancaster era el caserío rural de Lampeter. Se llamaba así en honor de un carretero malhablado y camorrista cuyo nombre era Lame Peter, quien utilizó aquel sitio preciso como depósito de mercancías, cuando transportaba productos agrícolas a Filadelfia. Con el tiempo, todos los carreteros adoptaron la costumbre de pasar por Lampeter, y puesto que formaban una caterva borrascosa, la calle principal de la aldea, con sus "Conestogas" atadas a cada uno de los árboles, empezó a conocerse por la denominación de calle del Infierno.

— ¡Nos encontraremos en la calle del Infierno, a golpe de campanilla! -gritaban los carreteros al salir de Filadelfia para volver a casa, y cuando las largas carretas con cubierta de lona chirriaban por la calzada de la calle del Infierno, tiradas por seis caballos rodados, cada uno de ellos con sus tiras de cascabeles -cinco en la primera pareja de caballerías, cuatro en la segunda y tres en la tercera, ecos jubilosos se levantaban en la calle.

Numerosas muchachas que habían estado llevando una vida gris en las granjas de otros puntos del condado gravitaban sobre las tabernas y posadas establecidas a lo largo de la calle del Infierno, para escuchar las campanillas de los carreteros que llegaban.

La tarde de un jueves, cuatro de enero, un disgustado carretero se acercó en silencio a la calle del Infierno. A sus caballos les faltaban las veinticuatro campanillas que todo tiro apropiado de "Conestogas" debería lucir, y los desocupados clientes de la fonda salieron a la acera para presenciar aquella extraña llegada.

— ¡Ha perdido los cascabeles! -exclamó una de las muchachas, y los clientes que se habían retirado de los mostradores de las tabernas no tardaron en rodear al infeliz carretero. -¿Cómo perdiste las campanillas, Amos? -gritó un colega del carretero.

— La maldita rueda izquierda trasera -replicó Amos, mientras ataba el caballo delantero a un árbol-o Empezó a desprenderse al este de CoatesvilIe. Tuvieron que sacarme del atolladero.

La hermandad transportista Canes toga tenía sus estrictas normas: si un carretero se metía en un brete tal que para superarlo necesitaba la ayuda de otro, estaba obligado a entregar un juego completo de campanillas a quien le rescatase. Era la humillación definitiva.

— ¿Vas a agenciarte otra colección de cascabeles? -preguntó un tabernero, mientras Amos se apartaba de las caballerías.

— De eso, nada -rezongó Amos, un hombre alto, anguloso, de ceñuda y ominosa expresión.

— ¿Te retiras?

— Eso es lo que voy a hacer -respondió el carretero, y se precipitó sobre la parte posterior del vehículo, donde empezó a propinar puntapiés a la rueda izquierda, al tiempo que vociferaba un surtido de tacos como ni siquiera en Lampeter se habían oído en una larga temporada.

Su rostro se tornó purpúreo, mientras vomitaba las palabras más malsonantes que se le ocurrían, hasta el punto de que pareció que las chispas que echaba iban a prender fuego a la lona. Mediante una última patada, trató de enviar la rueda al condado contiguo y profirió un dilatado juramento recapitulario que, sin repetir una sola de las palabrotas que lo componían, requirió un minuto largo para soltarlo, todo ello con los brazos cruzados y la vista fija en la carreta. Después extendió los brazos y examinó a la muchedumbre.

— El que quiera puede quedarse con esta porquería de carreta. ¡Malditas las ganas que tengo de volver a verla!

Acto seguido, entró en el "Cisne Blanco", con furibundas zancadas.

En el borde del grupo concentrado allí, golpeando el suelo con los pies para conservar el calor, se encontraba un joven menonita de traje negro y sombrero de ala lisa. Tenía veinticuatro años, era de recia constitución y lucía una barba rojiza que empezaba en las orejas y trazaba una pulcra línea cuyos extremos se encontraban en el filo del mentón. Puesto que el semblante ya era cuadrado, la orla de la barba parecía enmarcarlo.

Inspeccionó con aire indiferente la abandonada "Conestoga". Era vieja; eso saltaba a la vista.

— Probablemente, tiene cuarenta años de servicio -calculó un granjero-. La pintura está hecha una pena. -El original tono azul oscuro de la caja se había desteñido hasta adoptar el color pastel, mientras que el rojo brillante de las ruedas y la pértiga tenía una tonalidad gris anaranjada-. Esa rueda izquierda parece estar bastante mal -dijo el granjero, y le asestó unos cuantos puntapiés-.. Escuchen cómo chirría.

Mientras miraban la vieja y deteriorada carreta, un tardío transportista de Filadelfia entró con su "Conestoga" en la calle del Infierno. Un rápido vistazo le permitió comprender lo que le había sucedido a su compañero.

— ¡Dios mío! Amos Boemer ha perdido las campanillas -gritó, y un nutrido grupo salió del "Cisne Blanco" para darle la bienvenida.

— Jacob Dietz tuvo que sacarle de entre la nieve -informó uno de los miembros del grupo-. Al este de Coatesville.

El recién llegado dio una vuelta alrededor de la "Conestoga", propinó un puntapié a la rueda y manifestó:

— Le dije que debía poner una rueda nueva. Se lo aconsejé el mes pasado.

— La carreta está en venta. Si la quieres…

— ¿Yo? ¿Querer yo una "Conestoga" destartalada?

Se echó a reír y encabezó la marcha hacia el interior del "Cisne Blanco".

El joven de la barba rectangular se quedó solo en la nevada calle. Con lentos movimientos, dio un rodeo en torno a la "Conestoga", consideró atentamente el estado de la carreta y luego echó a andar hacia su casa. Se dirigía a la parte este de la ciudad, rumbo a una de las más espléndidas granjas del condado de Lancaster, situada justo al otro lado de la barrera de peaje. Se erguía al sur de la carretera, en el extremo de un camino bordeado por hermosos árboles, desprovistos de hojas en aquella época.

El majestuoso granero de piedra -con sus signos mágicos para huyentar al diablo- era visible desde bastante distancia, y, al frío resplandor de la luna, el joven pudo leer el arrogante nombre tallado en la mampostería: