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SEQUEDALES

Por el año 1911, la región norte de Colorado había proyectado un sistema de explotación agraria digno de figurar entre los más provechosos del mundo. Si a partir de entonces se le hubiera permitido explayarse sin trabas, habría transformado aquella parte de América en una reserva de belleza, a la vez que aseguraba un perfecto equilibrio entre las necesidades del hombre y los dictados de la naturaleza.

¡Qué apropiado era! Las extensas llanuras se reservaban para el ganado, veinticinco o treinta hectáreas para cada unidad vaca-ternero. Cierto que el alambre espinoso tendía a cercar la superficie de terreno de los propietarios, pero puesto que los ranchos contaban con treinta y treinta y dos mil hectáreas, un hacendado podía atravesar su predio sin tropezar con una sola carretera, casa o ciudad. Ciervos y antílopes compartían los pastizales, pero daban firmeza al suelo, de forma que los vientos más rigurosos producían escasos perjuicios. Sólo podían esperarse trescientos treinta milímetros anuales de lluvia, apenas lo suficiente para mantener las cosas en marcha, y si un ganadero dejaba que sus reses pastasen excesivamente en una zona, la hierba tardaría cinco o seis años en recuperarse.

Los vaqueros prosperaron sobre las planicies y crearon su propia cultura. Por ejemplo, Red el Texano, uno de los héroes de la ventisca de 1887, alcanzó tal destreza en el manejo del lazo que el rancho "Uve Coronada" solía desafiar a los vaqueros de las extensiones vecinas y se celebraban rústicas competiciones, de las que a menudo salían concursantes para los famosos Días de la Frontera, de Cheyenne, y otros rodeos de los que tanto proliferaban a lo largo y ancho del Oeste.

El "Uve Coronada" produjo también a Relámpago, el célebre caballo indómito que consiguió evitar durante nueve años que jinete alguno se mantuviera montado sobre su lomo. Red el Texano, que fue quien más cerca estuvo de permanecer en la silla los diez segundos de reglamento, dijo del arisco animal:

— Nunca hubo caballo que corcoveara como ése. Se levanta vertical en el aire, gira con el vientre hacia arriba y luego cae, al tiempo que sacude las cuatro patas y reduce el lomo a un puño.

Lo mejor de los ranchos, sin embargo, era la cuidada superintendencia que proporcionaban a los pastos.

— Todo lo que podemos vender en este mundo -aleccionaba frecuentemente Jim Lloyd a sus hombres- es hierba. El hereford, por grande que pueda ser su hermosura, no es más que una máquina que transforma la hierba en carne. Si cuidáis la hierba, cuidaréis los herefords.

En el ganadero se había fomentado el espíritu conservador. Deseaba que las cosas continuasen tal como estaban, que se mantuviese aquella situaci6n en la que él era propietario de treinta y dos mil hectáreas, y que el gobierno se inmiscuyera lo menos posible. Todo lo que le pedía a Washington era la libre utilización de los terrenos públicos, altos aranceles para la carne procedente de Australia o la Argentina, y la construcci6n y mantenimiento de carreteras, la provisión de enseñanza gratuita, un buen servicio de correos sin recargo por la entrega en el portillo del rancho, y un enérgico departamento de seguridad, con un sheriff dispuesto a detener a toda persona a la que se le ocurriese invadir la propiedad ganadera.

— No quiero ninguna interferencia por parte del gobierno -proclamaba el ranchero, y lo decía en serio.

A cambio, cuidaría la hierba, compartiría con los animales salvajes una porción de ella y protegería uno de los recursos naturales más importantes del país: los pastos abiertos.

El socio del ganadero, aunque cualquier hacendado se habría ofendido si alguien le hubiese insinuado que tenía por colaborador a un ruso o un japonés, era el agricultor de regadío que tomaba las tierras contiguas a las vías fluviales, conducía sabiamente el agua hasta ellas, creaba vergeles donde sólo hubo desiertos y, en un verano, multiplicaba por cincuenta el valor del sudo. Esos hombres aprovechaban pequeñas parcelas, por las cuales el ranchero no podía competir ventajosamente, y con la remolacha azucarera aportaban a la comunidad una subvención segura, en dinero efectivo, que contribuía a mantener los servicios que sólo ciudades y pueblos eran capaces de proporcionar.

Se trataba de una simbiosis perfecta, pues el ganadero utilizaba la tierra que recibía escasa pluviosidad y el regante se concentraba en los suelos marginales donde la irrigación era factible. Ninguno rebasaba los límites del otro y ninguno intentaba atraerse la mano de obra del otro. La verdad es que ningún vaquero que se respetase a sí mismo trabajaría la remolacha azucarera, mientras que el cultivador medio de remolacha se sentía aterrado frente a un novillo.

Al igual que el ganadero, el regante era conservador y rechazaba toda intervención del gobierno. Lo que pedía principalmente a Washington era que impusiese aranceles muy altos contra el azúcar de caña, en especial el cubano. De haber existido entonces mercado libre para el azúcar, los cultivadores de caña del Caribe habrían cubierto todas las necesidades azucareras de Norteamérica, y a un precio mucho más bajo del que la Central Remolachera hubiese podido ofrecer. Económicamente hablando, la industria de la remolacha azucarera no era en realidad plausible, pero se encontraba lo bastante cerca del margen para justificar la protección que se le otorgaba, y el único requisito para ser senador por Colorado consistía en disponer de la influencia suficiente como para conservar altos los aranceles sobre el azúcar de caña. Integridad, capacidad de trabajo y habilidad de estadista eran virtudes deseables, pero estar familiarizado con la remolacha azucarera era imprescindible.

El agricultor de regadío deseaba unos cuantos servicios más: suministro permanente de mano de obra inmigrante de México, protección contra los sindicatos, bajos impuestos para la importación de nitratos de Chile, buenos caminos desde la finca hasta la factoría, tarifas ferroviarias, baratas y amplias facilidades monetarias. No obstante, el granjero de regadío solía considerarse un hombre independiente que afrontaba él solo todos los riesgos de la agricultura, y el carácter de una sociedad depende más de lo que los hombres piensan de sí mismos que de lo que realmente son.

Las contadas ciudades que surgieron en las llanuras se equiparon con vistas a las necesidades de rancheros y agricultores. Bancos, ferreterías, tiendas, almacenes y estaciones de ferrocarril se acomodaron al ciclo de la tierra. Todos los años, los días 13 y 14, víspera de la entrega de cheques por el suministro de remolacha azucarera, la comunidad hervía de excitación, los comerciantes ponían al corriente sus libros para comprobar cuánto les debía cada granjero en el momento en que recibiese el cheque, y las tiendas del ramo del vestido renovaban sus escaparates. Ocurría tres cuartos de lo mismo cuando alguna de las grandes haciendas ganaderas procedía al embarque de un tren de reses consignadas a Chicago; todo e! sistema ferroviario en pleno se preparaba para aquel acontecimiento y los hombres acudían a la estación, dispuestos a presenciar la maniobra de carga de los novillos en los vagones.

Este desahogado sistema de vida sólo fue posible gracias a la circunstancia de que, tanto en los Estados Unidos como en Colorado, e! índice de población era bajo. En 1910, e! país tenía 91.972.000 habitantes; Colorado, 799.000; Denver, 213.000 y Centenario, 1.037. Un agricultor, podía cultivar su campo de remolachas a veinticinco kilómetros de Denver y a nadie le importaba que se estableciese allí, porque nadie codiciaba su tierra. El Ranaho Venneford continuaba utilizando centenares de miles de hectáreas vacantes, sobre todo porque a nadie se le había ocurrido un empleo de las mismas mejor que e! de la cría de reses.

De modo que en 1911 y sus años próximos, la parte norte de Colorado era tan apacible como siempre y la vida en los núcleos de población como Centenario se acercaba mucho a lo ideal. Después llegó el doctor Thomas Dale Creevey y esa estabilidad agropecuaria saltó hecha añicos.

Creevey tenía una constitución física que recordaba la de un ánade. Era un hombrecillo robusto, de metro sesenta y cinco de estatura, cabeza enorme y gruesas gafas. Llevaba un traje que parecía estarle muy pequeño, con un chaleco cuyos dos botones inferiores posiblemente no había forma de que se abrocharan. Estaba dotado de una energía increíble y de una honradez que irradiaba de su alegre semblante. Como la mayoría de los hombres que se consagraban a algo, había hecho un gran descubrimiento que consumía su vida: era un' auténtico creyente, alguien que había encontrado la respuesta y contaba con el poder que tan absoluta dedicación suele generar. Por encima de todo, era un hombre simpático cuyo entusiasmo se contagiaba a sus oyentes. Los hombres confiaban en Thomas Dale Creevey y esa confianza nunca se veía defraudada. Naturalmente, a veces un agricultor que empleaba los métodos de Creevey no conseguía repetir los resultados de éste, pero a pesar de todo nunca le acusaban de engaño, ya que, caso de hacerlo, no ignoraban que el hombre podía ir a sus tierras y demostrar que lo que dijo era verdad.

Se trataba de un revolucionario, de un individuo con una idea frenéticamente subversiva, y cuando pusiera en práctica su plan, el cómodo monopolio ganadero-regante dejaría de existir. Era lógico, por lo tanto, que los monopolistas del suelo le temiesen, puesto que, la anunciada misión de Creevey consistía precisamente en desafiarles.

En Ottumwa, pueblecito de Iowa, el doctor Creevey se disponía a adentrarse en su alocución. Dirigía la palabra a un grupo de agricultores reunidos en el auditorio de la escuela para escuchar al nuevo apóstol del Oeste, y cuando el doctor Creevey posó la mirada sobre aquel conjunto de rostros inteligentes, aquella concurrencia de hombres deseosos de conocer los hechos que respaldaban a los rumores, se sintió inspirado y, como siempre que tal cosa ocurría, habló en un tono de voz más bajo de lo normal, para dejar que la fuerza de sus ideas sustituyese a la retórica:

En el curso de los últimos cien años, les han estado mintiendo. Les dijeron: "Cuanto se extiende al oeste del Meridiano Centésimo es un desierto." Eso no es verdad y yo lo he demostrado. Dentro de unos minutos apagaremos la luz y les enseñaré lo que un hombre puede cultivar en ese desierto. Pondré ante sus ojos mazorcas de maíz altas como agujas de torre, enormes patatas y trigales sin igual.

El gran Jethro Tull, que trabajó en los campos de Inglaterra durante el período comprendido entre los años 1720 y 1740, fue quien realizó el descubrimiento sobre el que descansa el futuro de ustedes y el mío. Comprobó que, si es posible obtener muchas cosechas en lugares donde el índice de pluviosidad es de mil a mil quinientos milímetros al año, también es posible cultivar cosechas espléndidas -no siempre de las mismas plantas-, mediante minuciosos procedimientos, allí donde la lluvia sólo cae en un promedio de trescientos a trescientos treinta milímetros anuales.

Explicó acto seguido cómo realizó Jethro Tull el milagro, y sus palabras eran tan persuasivas que los campesinos de Iowa empezaron a dejarse convencer, y EarI Grebe se inclinó hacia Magnes VoIkema y le susurró:

— ¿Crees que es posible lograrlo?

Escucharon atentamente mientras Creevey especificaba de que modo los principios de Tull podían adaptarse a estados como Kansas y Colorado, y experimentaron una oleada de excitación cuando el doctor interrumpió teatralmente su parlamento y llamó al conserje del auditorio.

— ¡Traiga el estereopticon!

Se montó la máquina y se encendió la lámpara del aparato. Luego, mientras el conserje insertaba las diapositivas coloreadas a mano, el doctor Creevey mostró a los hombres de Iowa lo que había conseguido en una finca de la parte occidental de Kansas, cuyo índice de pluviosidad era de trescientos cincuenta y cinco milímetros. Era una exhibición asombrosa que demostraba cómo el ingenio y la perseverancia humanas podían triunfar, superando todos los obstáculos. Había vistas del terreno antes de que el doctor Creevey se hiciese cargo de él, y varias fotografías de los campos contiguos que Creevey no tocó y que continuaban tan vados al término del experimento como lo estaban al principio del mismo. Lo mejor de todo eran las imágenes tomadas en el otoño de los cultivos que había logrado en aquel suelo de aspecto estéril: maíz, trigo, patatas, tomates y magníficos campos de alfalfa.

Apagó el estereopticon y encendió las luces de la sala. En su exhortación final, el doctor Creevey habló con sinceridad y sentido común a los agricultores:

Ya han visto el maíz. Lo cultivé con mis propias manos, pero debo advertirles que el maíz no es buena cosecha para terreno seco. Si quieren mantenerse aferrados a sus sistemas, si insisten en cultivar maíz y cebar sus cerdos con él, entonces no se trasladen al Oeste. Dudo también de que las patatas sean un cultivo apropiado. Pero si están dispuestos a cosechar trigo, para el que siempre habrá un mercado infinito de seres humanos hambrientos, en ese caso el destino de ustedes está en el Oeste. Si quieren zahína para sus campos de labranza y mielga para el ganado de sus vecinos, entonces el1íbre Oeste es el lugar adecuado para ustedes.

Sin embargo, caballeros, no vayan al Oeste si no están dispuestos atrabajar. No se unan a mí si su deseo consiste en arar el campo y dejar que todo lo demás funcione por sí solo. Si la abundancia de lluvias les ha hecho perezosos, quédense en casa. Porque, en aquellos terrenos, sólo hace fortuna el hombre que trabaja de sol a sol.

He dicho hacer fortuna y quiero decir hacer fortuna. Cada uno de los que se encuentran en esta sala tiene derecho legal a recibir ciento treinta hectáreas de la mejor tierra de secano con la que constituir una granja. Lo único que ha de hacer es presentarse allí, inscribir su parcela en el registro de la propiedad y poner manos a la obra. Ya les oigo preguntar: "¿Qué saca él de todo el asunto?", de modo que voy a aclarárselo. Actúo en calidad de empleado del ferrocarril y de un consorcio de empresas de bienes raíces que poseen terrenos en el Oeste, y después de que hayan registrado ustedes la finca y dispongan de un poco de terreno propio, les facilitaremos parcelas adicionales, lo mejor de la zona, a veinte dólares la hectárea. ¿A qué precio pagan la tierra en Iowa? A trescientos setenta y cinco dólares la hectárea, y la mayoría de ustedes no pueden permitirse el lujo de ser propietarios de una granja. Acompáñenme al Oeste y, por una vigésima parte, serán veinte veces más ricos.

Hablaba con gran convicción y, cuando llegó a la parte final de su parlamento, muchos de sus oyentes se inclinaron hacia delante.

Cuando digo "Acompáñenme", hablo en serio. Les diré lo que vaya hacer. Con la ayuda del Ferrocarril de Rock Island, que tiene tanto interés como un servidor en que el Oeste se desarrolle, vaya invitar a dos personas de las aquí presentes para que visiten mi granja piloto y comprueben con sus propios ojos lo que puede conseguirse. Todos sus gastos se reducirán, y quiero decir todos, al importe de sus comidas en el tren y en el hotel. y si sus esposas les preparan raciones suficientes de bocadillos y demás, ni siquiera eso tendrán que desembolsar. Veamos, pues, ¿a quién nombran para que se venga conmigo y haga el informe?

En medio de gran algazara zumbona y alegre, Volkema y Grebe fueron seleccionados y recibieron los billetes para viajar desde Ottumwa (Iowa) hasta Goodland (Kansas). Unos cuantos días después llegaban a un lúgubre país de las maravillas. Cuando el doctor Creevey los acomodó, con otros ciento veintinueve visitantes, en los autocares del ferrocarril y cuando emprendieron el trayecto hacia el norte, se sintieron sobrecogidos por el aspecto yermo de la tierra: ni árboles, ni corrientes de agua, ni el menor indicio de lluvia.

En el autocar, Earl Grebe iba sentado cerca del doctor Creevey, y la confusión le dominaba, pues por una parte se daba perfecta cuenta de la árida condición de aquella comarca difícil de cultivar y su experiencia en Iowa le indicaba que sólo un milagro permitiría que creciese allí el trigo; por otro lado, sin embargo, se veía subyugado por el vehemente entusiasmo del rechoncho agricultor:

— Cuando contemplo un suelo como éste, caballeros, mi corazón estalla. ¡Qué desafío! ¡Qué promesa! Les aseguro que puedo hacerme cargo de un campo idéntico a éste y conseguir que produzca sesenta y cinco bushels de trigo por hectárea.

— ¿Lo ha conseguido ya? -preguntó Grebe.

— ¿Conseguirlo? Lo estoy haciendo ahora. Precisamente les he traído para que lo vean.

— ¿En un suelo como éste?

— No tan bueno. Caballeros, dentro de una hora contemplarán mi milagro. Verán que la palabra de Dios descendió a la tierra y lo hizo realidad. Inicié el dry farming una mañana de domingo, cuando desde la puerta de la iglesia mi mirada se extendía por las planicies estériles y vacías de mi juventud. Nada crecía en las llanuras y en mis oídos resonó la voz del ministro, que leía el Libro del Génesis: "Y los bendijo Dios, diciéndoles: "Procread y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla." y la palabra de Dios descendió sobre mí en aquel momento, y comprendí.

Grebe estaba mirando al doctor Creevey mientras éste hablaba y observó que el rostro del hombre traslucía absoluta sinceridad.

— ¡Y sometedla! -repitió Creevey-. Eso es lo que Dios quiere que hagamos con esta tierra, y les enseñaré a cada uno de ustedes de qué forma pueden adelantarse y someter su parte respectiva.

Cuando los vehículos entraron en el patio de la granja experimental del doctor Creevey, los visitantes comprendieron que se encontraban en un sitio especial, ya que la maquinaria de la finca agrícola aparecía limpia y los graneros y establos en orden. Pero el grupo no se entretuvo allí, porque el doctor Creevey ardía en deseos de llevarles a recorrer los campos y que vieran con sus propios ojos lo que podía lograrse mediante el dry farming

Anduvieron varios kilómetros. Algunos campos estaban en barbecho, en otros crecían cereales que Grebe no pudo identificar, y había unos cuantos a punto de labrarse. La pauta no guardaba ninguna relación con lo que un agricultor de Iowa haría con su tierra en el mes de septiembre y Grebe llegó a la rápida conclusión de que, si alguien iba a poner en práctica el sistema de dry farming, debía enterarse a fondo de la experiencia de un hombre como Creevey, puesto que aquella finca del oeste de Kansas era floreciente de verdad. Tenía en barbecho más terreno del que solía permitirse en Iowa, pero los campos que trabajaban parecían estar realizando milagros.

Los otros visitantes se encontraban igualmente impresionados, y todos querían escuchar los secretos del doctor Creevey. Así que, tras la gira de inspección, se congregaron en el interior de uno de los.graneros, donde se había colocado una pizarra frente a varias filas de bancos, y cuando todos estuvieron, acomodados, un representante del Ferrocarril de Rock Island, que llevaba un trozo de tiza en la mano, se puso en pie y manifestó:

— Caballeros, voy a exponer en esta pizarra el único factor irrefutable relativo a la maravillosa finca que acaban de inspeccionar. -Trazó con la tiza un enorme 355-. Ahí tienen, caballeros, el dato fundamental que deben tener presente mientras estén con nosotros. La precipitación acuosa, en estas tierras, es sólo de trescientos cincuenta y cinco milímetros anuales. No tenemos regadíos, ni trucos. Únicamente el genio de este hombre, el doctor Thomas Dole Creevey.

El rechoncho doctor se acercó al encerado, desabrochado el chaleco y centelleantes los ojos.

— Afirmo -declaró en su más bajo tono de voz- que cualquiera de los presentes que se atenga a los principios que he definido puede trasladarse a cualquier punto del Oeste, siempre y cuando tenga éste una capa de tierra superficial y por lo menos trescientos cinco milímetros de lluvia al año, y repetir lo que acaban de ver.

Impulsado por un arrebato de entusiasmo, empezó a dar saltitos delante de la pizarra y fue señalando con el índice de la mano derecha los rostros de los hombres que ocupaban la primera fila, al tiempo que desgranaba los diez principios que revolucionarían el Oeste.

— Primero: Todo el secreto estriba en captar, acumular y proteger de la evaporación toda la lluvia que caiga sobre sus campos.

"Segundo: Nunca se captará ni almacenará agua suficiente, en un año, para cultivar una buena cosecha. Por lo tanto, deben dejar en barbecho alrededor del sesenta por ciento de sus tierras.

Si han estado cultivando treinta y dos hectáreas en Iowa, tendrán que hacerse a la idea de labrar un mínimo de ciento treinta allí. Y dejar que la mayor parte de ella descanse y acumule agua.

"Tercero. Deben conocer el suelo. No adelanten un pie al oeste de Iowa sin llevar una sonda de tierra. Parece que ese instrumento le capacita a uno para perforar bajo la superficie y ver cómo se manifiesta. Lo profunda que es la capa superficial, la humedad que tiene.

"Cuarto: Durante el año, mantengan cubiertos los campos con una capa de paja, hierba, hojas o algo por el estilo, lo que evitará que la humedad del suelo se evapore. Jamás deben permitir que se escape una sola gota de lluvia.

"Quinto: Cada vez que llueva, han de hacer dos cosas: Caer de rodillas y dar gracias a Dios. De inmediato, ponerse en pie de un salto, enganchar las caballerías al disco y revolver la tierra mientras aún caen las últimas gotas de lluvia. Eso formará una capa que bloqueará el agua. Si esperan hasta el día siguiente para actuar con el disco, la mitad del agua se evaporará.

"Sexto: Aren en el otoño. Si cultivan un pequeño huerto familiar, e amp; posible, naturalmente, que deseen labrarlo en primavera, pero los campos extensos han de ararlos en octubre y noviembre.

"Séptimo: El arado ha de hundirse por lo menos veinticinco centímetros. Luego hay que pasar el disco. Después debe gradarse.

"Octavo: Siembren el trigo sólo en otoño. Exclusivamente "Turkey Red".

"Noveno: Después de que un campo ha estado en barbecho un año es buena idea cultivar una cosecha de alfalfa o zahína y arar la tierra para que las plantas queden debajo. Esa materia nutritiva airea el suelo, añade nitratos y lo enriquece.

"Décimo: Trabajen todos los días de su vida como si el año próximo fuera a presentarse la sequía más absoluta.

Al terminar su decálogo, el doctor Creevey entrelazó las manos delante de su esférico vientre e inclinó la cabeza. Sabía que estaba pidiendo a hombres inexpertos que se embarcasen en una partida arriesgada, y algunos andarían tan escasos de valor que les esperaba un fracaso inevitable, y experimentó por ellos una profunda tristeza. Pero también sabía que algunos de sus oyentes eran hombres tan decididos como los pioneros que colonizaron inicialmente aquellas tierras, y sintió hacia ellos una copiosa alegría. Estaban a punto de empeñarse en una gran aventura, y el doctor Creevey tenía el convencimiento de que podían triunfar.

Pronunció su reto en el tranquilo establo:

— Señores, no les ofrezco una vida fácil. Les brindo prosperidad, si trabajan. No prometo a sus esposas una existencia cómoda. Les prometo participar en el gran desafío de esta tierra. Y, a marido y mujer, les brindo la promesa divina tan soberbiamente expresada en Isaías.35:

Exultará el desierto y la tierra árida se alegrará por ellos; se regocijará la soledad y florecerá como la rosa. Florecerá abundantemente y exultará con júbilo y cantos de triunfo… Fortaleced las manos débiles y corroborad las rodillas vacilantes… porque brotarán aguas en el desierto y correrán arroyos por la soledad. Y la tierra seca se convertirá en estanque y el suelo sediento en fuentes…

En el curso de los tres días siguientes, el doctor Creevey demostró cada uno de sus principios, procediendo a explicar prácticamente el empleo de la sonda de tierra, el modo de cubrir el campo con una capa de hierbas y el sistema de labranza estival. Puesto que no llovía durante la estancia allí de los visitantes, una mañana anunció:

— Simularemos la lluvia a las diez, porque deben ustedes grabarse en el cerebro la forma de actuar cuando llueva.

Así que a las diez fue transportado un pequeño aparato de lluvia artificial a los campos en barbecho y, durante una hora, cuatro caballos lo arrastraron de un lado a otro para mostrar hasta qué profundidad penetraba el agua. En cuanto terminó aquella parte de la demostración, el doctor Creevey gritó:

— ¡Ya ha dejado de llover!

Enganchó otros cuatro caballos al disco y procedió a remover cosa de diez centímetros del humedecido suelo, lanzando la parte superior al fondo de los surcos, donde el contenido hídrico estaría protegido de la evaporación. Desenganchó entonces el tiro y lo ató a una grada, con la que allanó el irregular campo. La lluvia caída se conservaba así.

— Cuando labre este campo en octubre -dijo a los hombres, en tono confiado- y lo siembre con "Turkey Red", tendré la cosecha asegurada, incluso aunque en todo el invierno no caiga una gota de lluvia, porque la humedad ha quedado atrapada ahí abajo y está esperando. Lo único que puede perjudicarme es una granizada.

Al final de su explicación, puso ante los visitantes los libros donde llevaba las cuentas de los últimos cinco años, y todos pudieron ver por sí mismos lo que había conseguido en aquella finca de Kansas, en la que estaba cerca de Denver (Colorado) y en otra situada en California. Aparecían registrados los índices de pluviosidad, las cosechas obtenidas y los fondos depositados en el banco. Ciento treinta y un agricultores quedaron convencidos de lo que podía lograrse y más de noventa se aprestaron a seguir los pasos del doctor Creevey. Sus arados rasgarían el dormido Oeste. De los diez principios que Creevey había expuesto, nueve tendrían aplicabilidad permanente; sólo uno era defectuoso, y ello únicamente porque el hombre no tuvo en cuenta la interacción entre el mismo y un fenómeno natural que barría las llanuras en contados intervalos.

Durante los primeros veinte años de sus experimentos, la naturaleza de esa fatal deficiencia no se hizo patente, pero cuando surgió estuvo muy cerca de destruir una parte importante de la nación.

En el tren de regreso a Ottumwa, Earl Grebe iba inmerso en la preocupante tarea de convencerse de que debía abandonar la granja de Iowa y arriesgarse a emprender la agricultura de secano más al oeste. Era hombre cauto, y la idea de dejar los campos en los que se había criado le resultaba angustiosa. Sin embargo, como llevaba varios años trabajándolos y estaba como al principio en cuanto a erigirse en propietario, cualquier solución que sugiriese una mejora tenía que ser bien recibida. Magnes Volkema estaba seguro de que Colorado era la respuesta.

— Mira las fotografías -le dijo a Grebe-. El mismo tipo de terreno, el mismo tipo de resultados.

Examinaron el folleto de dieciséis páginas que Creevey había distribuido entre los que subieron al tren. Detallaba el próspero porvenir que aguardaba a cuantos adquiriesen una finca de secano en las proximidades de Centenario (Colorado). El trigo era alto. Los surcos, rectos. Las páginas estaban llenas de imágenes de viviendas costosas, construidas por hombres y mujeres emprendedores que se habían mudado al Oeste. Cuadros estadísticos reflejaban los índices de pluviosidad y la duración de los cultivos, pero la parte más convincente del folleto se hallaba en las palabras del hombre que lo había compuesto. El retrato mostraba la figura de un hombre de negocios de semblante franco y sincero, vestido con traje oscuro, que parecía sentado tras su mesa escritorio, bajo un brillante letrero nuevo que rezaba:

Plante usted su marca sobre un pedazo de terreno