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El hombre tardó bastante en llegar a Colorado e ignoramos la fecha exacta en que lo hizo. El gran puente terrestre que llevaba de Asia a Alaska se abrió hace cuarenta mil años, para cerrarse después, cuando los glaciares se fundieron y el agua que habían captado volvió al océano. Se abrió de nuevo hace aproximadamente veintiocho mil años y, por última vez, alrededor de trece mil años atrás. Se cerró de nuevo hace unos diez mil años.
Es posible que, cuando el puente estaba abierto, con una anchura de acaso mil seiscientos kilómetros, seres humanos bastante desarrollados, residentes en la parte oriental de Siberia, siguiesen al mamut y otras piezas de caza mayor desde Asia hasta Alaska. y cuando los frentes de los glaciares empezaron a fundirse, se abrieron amplias avenidas que conducían en dirección sur, con montañas por el oeste y extensas planicies hacia el este, en las cuales podían moverse los animales, acosados por los hombres que deseaban cazarlos.
Es pura hipótesis suponer que hace cuarenta mil años hombres mogoloides cruzaron el puente y descendieron por las avenidas. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que cuando el puente se abrió hace trece mil años llegaron hombres -o ya estaban allí- dispuestos a iniciar la primera ocupación de América de la que se tienen noticias. Con el tiempo, a sus descendientes se les conocería con el nombre de indios. Por último, tenemos datos bastante fidedignos de una migración posterior, aproximadamente en el año 6000 a. c., que ya no necesitó puente continental alguno; esos inmigrantes utilizaron embarcaciones para atravesar el hueco de noventa kilómetros de océano que separa Alaska de Siberia. A sus descendientes se les conoce hoy con la denominación de esquimales y son notablemente distintos de los primeros grupos, que se convirtieron en indios.
Aún no tenemos ninguna prueba indiscutible de que el hombre llegase hace cuarenta mil años; no hemos encontrado ni sus viviendas, ni sus herramientas, ni sus esqueletos. Lo único de que disponemos es de tentadoras insinuaciones de su presencia -un hueso tallado de pata de caribú, en el Yukon, un círculo de piedras en California, una posible aldea en: Puebla-, pero el día menos pensado, quizás antes de que acabe este siglo, puede que descubramos pruebas concluyentes.
Tampoco contamos con evidencia alguna de que el puente tendido hace veintiocho mil años trajese visitantes humanos, aunque es casi seguro que lo hizo. Hoy por hoy, de lo único que podemos tener certeza absoluta es de que el hombre estaba indubitablemente aquí hace doce mil años, ya que disponemos de referencias irrefutables de su ocupación.
Sabemos dónde vivía, en qué época del año cazaba, cómo fabricaba su lanza, dónde encontraba al gran mamut y cómo mataba al animal, antes de que empezase el festín. Estamos tan seguros de esa cacería como de que Daniel Boone mató ciervos en Kentucky; lo único que nos falta es el esqueleto del mamut.
El año 9268 a. c., en los riscos de creta situados al oeste de las Muelas del Crótalo, un ser humano de veintisiete años, y por lo tanto viejo y a dos pasos de la muerte, examinaba un pedazo de roca que un hombre más joven había arrancado a las montañas. El anciano era un tallista de pedernal y su experta mirada le informó de que aquel material era lo que le hacía falta, una piedra dura, compacta, de color gris pardo y lisa faceta. Tenía el tamaño de la cabeza de un hombre, poco más o menos, y era muy parecida a la mayoría de las rocas memorables que labró en el pasado y que recordaba con afecto por las soberbias puntas que había producido con ellas. Respiró profundamente y tuvo el feliz presentimiento de que también aquel pedrusco resultaría provechoso.
Pero el hombre experimentaba asimismo cierta aprensión, porque los cazadores de su clan llevaban cerca de dos meses sin haber abatido una pieza importante y las reservas de víveres habían descendido mucho. Los exploradores acababan de localizar un pequeño grupo de mamuts, aquellas bestias formidables cuya altura era dos veces la del hombre y cuyo peso era cien veces superior, pero se necesitaban las lanzas más fuertes para matar a semejante adversario, venablos rematados con puntas afiladísimas, y a cargo del tallista de pedernal corría la tarea de proporcionar tales puntas, por lo que de su destreza dependía la seguridad del clan.
Antes de arriesgarse a penetrar en el secreto de la piedra, el anciano se purificó; no ignoraba que, sin la ayuda de los dioses, ningún hombre podía triunfar en una aventura de gran alcance. Abandonó su espacio de trabajo -una breve explanada al pie del risco de creía- y se dirigió a un claro entre los árboles, donde volvió el rostro hacia el cielo y el cuerpo en dirección a los cuatro puntos cardinales, para terminar en el este, de donde llegaba el sol. No se entregó a ningún rito complicado ni pronunció conjuro alguno; se limitó a desear informar a los dioses de que estaba a punto de emprender un proyecto de importancia para su clan y solicitaba su atención. No se humilló con peticiones de ayuda, porque en aquella extensa zona no existía tallista mejor que él, sino que quiso que los dioses estuvieran enterados de lo que iba a hacer y se abstuviesen de intervenir negativamente.
Se dirigió luego a la corriente fluvial que.se deslizaba desde las montañas hacia el oeste del risco, se lavó las manos y se aplicó un poco de agua al rostro. Ahora ya estaba preparado.
Cuando regresaba a su lugar de trabajo era indistinguible, salvo por la vestimenta, de los hombres que habitarían esa misma tierra diez mil años después. Caminaba erguido, sin la más leve inclinación simiesca en la cintura. No le colgaban los brazos ni su cabeza era desproporcionadamente grande respecto al resto del cuerpo. El arco superciliar no sobresalía en exceso por encima de los ojos y, como veremos, las manos estaban espléndidamente articuladas.
Los ojos eran ligeramente oblicuos, testimonio de su ascendencia asiática. El rostro resultaba un poco más grueso que el de los hombres posteriores, más pronunciados los pómulos, un poco más clara la piel; ésta tendía, acaso, más hacia el rojo que hacia el amarillo, y a ese respecto era muy similar a la de sus sucesores.
Disponía de un vocabulario funcional compuesto por mil doscientas o mil trescientas palabras, pocas de las cuales serían inteligibles al cabo de escaso tiempo de su muerte, porque el lenguaje evolucionaba ya con rapidez. Tenía considerable capacidad mental, era capaz de forjar planes con anticipación y de idear tácticas de caza que requerían movimientos conjuntos puestos en práctica a intervalos regulares, conocía infinidad de detalles acerca de los animales y sus costumbres, distinguía la diferencia entre hombre y mujer, sabía criar hijos y comprendía que en las épocas de abundancia era aconsejable guardar vituallas para disponer de sustento cuando llegase la escasez y el hambre. Trabajaba con asiduidad y energía y se daba cuenta de que, si adelantaba en la producción, luego dispondría de tiempo para entregarse al placer.
No se tomaba a sí mismo demasiado en serio; no era lúgubre, ni siquiera a la hora de dirigirse a sus dioses. A menudo prorrumpía en carcajadas, si sus retoños hacían algo ridículo. De vez en cuando, al fabricar las puntas de proyectil de las que dependía el clan para la subsistencia, se enorgullecía de ser un artesano, un hombre adiestrado para cumplir su misión, y tal sentimiento le inundaba en aquellos instantes.
— Si empiezo bien -dijo a su aprendiz, que pronto estaría también elaborando puntas-, puedo sacar… -y en ese punto levantó los diez dedos dos veces.
¡Qué manifestación más fantástica para haber salido de los labios de un hombre primitivo! ¡Qué concluyente en su compleja amplitud mental! Un hombre que en los albores de la historia es capaz de expresar un concepto tan complicado, no podía por menos que producir descendientes para los cuales todo sería posible.
Si es un vocablo de infinita significación intelectual, porque indica acciones que aún no se han concluido, pero con la posibilidad de resultados alternos. Empiezo bien implica recuerdo de ocasiones en que se empezó mal y distinción entre buenos y malos comienzos; implica asimismo que del buen principio se derivarán ciertas consecuencias, las cuales estarán de acuerdo con otras de pasado. El incompleto puedo sacar… es el resumen de la experiencia del hombre en la Tierra, la promesa de una acción rematada conforme a un deseo conocido. Y los diez dedos levantados dos veces constituyen un adelanto tan profundo en matemáticas -un número abstracto sin denominación- que todo subsiguiente pensamiento analítico se basará en él. Imaginar que podían obtenerse veinte puntas de aquel redondo trozo de piedra, tener un número para ellas y reconocer que ese número excede el de los dedos de ambas manos representa un logro de tal magnitud que sin duda exigió al hombre la mayor parte de los dos millones de años que hasta entonces llevaba sobre la Tierra, para reunir la experiencia que justificaría tal conclusión.
El tallista que se preparaba aquel día para labrar la roca contaba con todas las aptitudes innatas de las que dispondrían los futuros hombres; el único componente adicional necesario para la creación de una sociedad compleja sería un suficiente transcurso de tiempo y la paciente acumulación de recuerdos. Pero aquel hombre tenía además una virtud que sería siempre preciosa en cualesquiera de las épocas posteriores: un ingénito sentido de la proporción, el diseño y la belleza, y ningún otro hombre de los que le sucedieron en aquel punto le superó en cuanto al nivel que esos atributos alcanzaron en su persona.
Tosió dos veces, se frotó las yemas de los dedos contra el pecho, levantó el pedazo de roca y lo examinó por última vez. Respondía a las necesidades del artista, porque era vítreo, totalmente homogéneo, sin ninguna tendencia a la fractura a lo largo de un plano predeterminado y con idéntica construcción a lo largo de los ejes, lo que permitiría fracturarlo igualmente bien en todas direcciones.
La realización de una punta terminada requería cuatro fases distintas, cada una de ellas efectuada con una herramienta diferente. Primero debía transformar la roca amorfa en un cono truncado. Ahora bien, no era posible, evidentemente, que el tallista conociese las propiedades matemáticas del cono ni los principios físicos que lo rigen, pero la experiencia le había enseñado que, si la roca no adoptaba una forma cónica, no podrían arrancársele las escamas deseadas, pero si se conseguía una configuración aproximada de segmento cónico, las láminas de piedra surgirían en deslumbrante secuencia.
El primer instrumento del artesano era una roca redonda, de curiosas características. Tenía forma ovoidal, textura granulosa y cierta propiedad moldeable. Era la pertenencia que el hombre más apreciaba, porque una maza de piedra, equilibrada y eficaz, constituía una herramienta casi irreemplazable. Una mañana había aconsejado a su ayudante, que buscaba una piedra de estas características, para uso propio:
— Debes encontrar una que responda.
Con su martillo de piedra, el hombre procedió a descantillar las partes innecesarias del pedernal y a dar forma cónica al pedrusco. Cuando lo tuvo dispuesto, trabajó cuidadosamente con el martillo, preparando el borde adecuado alrededor de la superficie.
Luego, tras un estudio minucioso, golpeó en un punto preciso y la fuerza del martillo se extendió hacia abajo, pero con un leve efecto lateral, y una hermosa lasca se desprendió de la cara del núcleo. El tallista soltó el martillo, levantó la escama de piedra para contemplarla a la luz y quedó satisfecho al comprobar que no revelaba la existencia de líneas de fractura. Sus aristas eran afiladas y lo mismo podía utilizarse a guisa de cuchillo, pero el hombre albergaba la intención de convertirla más adelante en una punta de proyectil.
Lo que sucedió a continuación maravilló incluso a su asistente. Actuando con rapidez y haciendo girar el núcleo de forma que quedaran expuestas nuevas caras del trozo de sílex, aplicó sucesivos martillazos, casi a tanta velocidad como un pájaro carpintero que picotease una rama seca, y de la roca se desprendieron láminas perfectas, una tras otra. Después hizo una pausa el hombre y, cuando reanudó la tarea, trabajó despacio, arreglando el borde para que pudiese encajar adecuadamente los golpes de la maza de piedra. Hecho esto, repitió los martillazos estilo pájaro carpintero. Diecinueve lascas alargadas salieron del núcleo, cada una de ellas con un filo lo bastante agudo como para dar muerte a un mamut. En la mano izquierda del tallista quedaba el resto de la piedra, un trozo demasiado pequeño para que se le pudieran arrancar más láminas, por lo que el hombre lo tiró lejos de sí por inútil a sus propósitos.
Dejó caer el martillo de piedra, alzó la cabeza y dirigió un guiño a su ayudante.
— Estupendo, ¿eh?
Recogieron las placas y el tallista las inspeccionó una por una. Descartó tres de ellas, por no juzgarlas totalmente satisfactorias y temer que fallasen al utilizarlas en el futuro. Nunca se convertirían en puntas de proyectil, pero las otras dieciséis ofrecían evidentes posibilidades. Apropiadamente acabadas, podían llegar a ser obras maestras. Tras extenderlas en línea, convocó a la tribu para que sus miembros fueran testigos de la buena suerte que tuvo aquel día.
Los cazadores examinaron las puntas potenciales y las aprobaron. Un hombre, notable rastreador que había iniciado la muerte de varios mamuts, tomó una de las láminas y exclamó:
— ¡Ésta para mí!
El tallista la tomó a su vez, la estudió desde diversos ángulos y dijo:
— ¡Probaré!
Cuando concluyó la celebración de las piezas de sílex, el artesano y su ayudante procedieron a la segunda fase, la tarea crítica de transformar aquellas láminas de agudo filo en proyectiles prácticos. El tallista cogió un trozo de piel de mamut, del tamaño de la mano, y se lo colocó en la palma de la zurda; precaución imprescindible porque, de lo contrario, las agudas esquirlas de pedernal le cortarían la mano.
Dejó a un lado el martillo de piedra y alargó el brazo para asir su segunda herramienta, un ingenioso instrumento hecho con asta de ciervo. Tenía la forma de un pequeño bumerang, salvo que en el ángulo donde se encontraban los dos brazos sobresalía una protuberancia del tamaño y configuración de un huevo. Ése era el martillo que emplearía para labrar la placa.
La protuberancia debía de contener cosa de un millar de minúsculas facetas, indistinguibles unas de otras para el ojo profano, pero la labor era tan delicada que el tallista tenía que accionar el martillo con cierta fuerza, a la distancia oportuna, y asegurarse de que el punto preciso de la herramienta golpease en el punto preciso del borde de la pieza de pedernal. Cuando lo hiciese, un fragmento curvado de sílex, que circundaría una cara de la piedra, iba a desprenderse. Se trataba de una maniobra de increíble habilidad, de inverosímil belleza técnica.
Una vez realizada, el hombre se preparó para ejecutar el tercer proceso. La antigua lámina se había aproximado bastante a la forma que el tallista deseaba, pero se necesitaba más trabajo de precisión antes de que la pieza pudiera considerarse un proyectil terminado. El hombre apartó el martillo y cogió una lezna hecha con la púa de un asta de alce, redondeada en la punta como la yema de un dedo meñique.
Mientras sostenía la casi terminada punta de sílex en la palma de la mano izquierda, protegida por el cuero de mamut, el tallista fue aplicando la púa a las pequeñas proyecciones que sobresalían a lo largo de la arista y, mediante presión ejercida de modo firme pero controlado, hizo saltar diminutos fragmentos de pedernal y, de esa manera, siempre de un punto calculado a otro previsto, continuó afilando la punta hasta dejarla con un filo de cimitarra.
Después de trabajar durante unos quince minutos, ejerciendo presión pero sin golpear, se detuvo, esbozó una amplia sonrisa de satisfacción y tendió la punta al expectante cazador, quien la enseñó a sus compañeros. Era soberbia, perfectamente configurada, como una hoja larga y fina, equilibrada, lisa en toda su superficie y de filo cortante. Cualquier cazador de los que rastrearon piezas en África o Asia durante los dos millones de años precedentes se hubiese entusiasmado con un arma como aquélla.
Pero el tallista no estaba satisfecho. Se la arrebató bruscamente al cazador y se dispuso resueltamente a llevar a cabo el proceso final.
Apoyó la punta en el hueco de la mano, encima del cuero, y utilizó la lezna para formar una minúscula plataforma en la base, por donde se ataría la punta al mango, mediante delgadas correas. Concluida satisfactoriamente esa tarea, el hombre tomó su cuarta herramienta, un punzón pectoral compuesto por la extendida cornamenta del alce, con una curva que correspondía el pecho del artesano, pero con una púa en el centro, proyectada hacia adelante. Con la herramienta apoyada en el pecho, aplicó el buril de asta a la diminuta plataforma y, merced a una gran presión, arrancó una escama de sílex, longitudinal, desde la mitad hasta el extremo de la punta.
Sin pronunciar palabra, porque se trataba de una operación delicada e importantísima, el tallista empleó de nuevo la lezna para labrar otra pequeña plataforma en la cara opuesta y, una vez más, con ayuda del punzón pectoral, desprendió una escama en la mitad de la longitud de la punta.
Al ver que su complicada manipulación había sido coronada por el éxito, el hombre dio un salto en el aire, con la terminada punta en la mano izquierda, que levantaba cuanto podía. Al tiempo que emitía gritos de triunfo, entregó la punta al cazador, que, mejor que la mayoría de los espectadores, apreciaba la tensión a la que estuvo sometido el tallista durante los últimos momentos.
En conjunto, realizar la operación había llevado menos de veinte minutos, y sólo quedaba ya un último refinamiento. El tallista recuperó la punta, levantó la maza y con espléndida insolencia, susceptible de aterrar a quien ya empezaba a valorar aquello como una obra de arte -exactamente lo que era-, trazó una gran muesca en la base, para que resultase más fácil unirla al mango con adhesivos y tendones de mamut. Luego tomó una piedra áspera y, con cuidado, limó los bordes afilados, alrededor de la base, con el fin de que las aristas no cortasen las correas que ligarían la punta a su mango.
En tres intervalos distintos, el artífice pudo haber considerado que la punta estaba completamente acabada, porque era un proyectil útil que podía matar, pero en cada una de esas ocasiones se adelantó para eliminar fragmentos minúsculos de su meticulosa obra y mejorar algún pequeño detalle que a otro le hubiese parecido insignificante. En medio de cualquiera de los procesos de producción hubiera podido saltar al siguiente, pero se negó a hacerlo, porque disfrutaba con su trabajo y se daba cuenta de que tenía que ser perfecto. Una vez terminado el objeto, se lo entregó al cazador, con aire casi negligente, como si dijera: "La próxima vez me saldrá igual de bien." Luego emitió una ronca carcajada, se frotó las axilas y empezó a rebuscar entre las otras láminas, para elegir una que ofreciese buenas perspectivas.
Aquel proyectil, llamado posteriormente punta Clovis, con su diseño funcional, su exquisita factura y su pronunciado "aflautamiento", sería la más espléndida obra de arte producida jamás en la región de Centenario. Hombres de una época posterior dispondrían de tornos, perforadoras eléctricas y ordenadores electrónicos para que les ayudaran en la determinación de una vertiente, pero no producirían nada que, en belleza, utilidad y perfecta configuración, pudiera equipararse a esa punta Clovis. Vista de plano, presentaba un lanceolado sutil, una versión mejorada de los más satisfactorios diseños de la naturaleza. Vista de punta, aparecía aerodinámica, con misteriosa anticipación de ulteriores descubrimientos. Sostenida lateralmente, la base era como una oblea, tan delgada la hacía el "aflautado", pero una vez unida a un mango, la punta podía hundirse y penetrar como una bala.
El resto de la historia se cuenta en un momento. Al día siguiente, el cazador tomó su lanza y, con la ayuda de siete colaboradores, salió en busca del gigantesco mamut. Un muchacho ágil y adiestrado corrió e hizo regates delante de la enorme bestia armada de colmillos y, cuando el animal agachó la cabeza para empalar al joven que le tentaba, el cazador salió disparado a gran velocidad, dio un salto en el aire, cayó encima de la espalda del mamut y, tras erguirse, agarró la lanza con ambas manos, la levantó y la bajó con terrible fuerza, clavándola en el cuello del animal.
Al bajar el mamut su impresionante cabeza, con ánimo de enganchar al muchacho, las vértebras del lomo se dilataron y la punta pudo hundirse y seccionar la médula espinal. El resultado fue dramático. El mamut dio un paso vacilante y se desplomó sin vida. Ni una vez entre cien podía el cazador alcanzar con la lanza un punto vital; normalmente, acabar con un mamut constituía un proceso tenso y prolongado de alanceamiento en el costado, acoso y efusión de sangre, que se dilataba durante dos o tres días. Pero aquél había sido un golpe afortunado y los hombres prorrumpieron en aullidos de alegría.
Cerca de doce mil años después, el esqueleto articulado de ese mamut se desenterraría no lejos de Centenario e, inserta entre dos de las vértebras cervicales, se encontraría la punta de proyectil, prueba indiscutible de que el hombre había vivido en América, no los simples tres mil años que se suponían de este descubrimiento, sino desde mucho tiempo atrás. Así, la punta elaborada aquel día por el concienzudo tallista no era sólo una suprema obra de arte; se convertiría también en un dato fundamental de nuestra historia intelectual.
De tales hombres descendieron los indios americanos. A través de los siglos, los primitivos contingentes que llegaron de Asia, diversos ya en principio a causa de los largos intervalos en que se produjeron las distintas migraciones, experimentaron numerosos cambios, según el lugar en el que se establecían y la suerte que les cupo en cuanto a los recursos naturales que encontraban en él. Por ejemplo, una tribu importante permaneció varios siglos en las Montañas Rocosas, al oeste de las Muelas del Crótalo, y allí se dividieron en dos ramas; el grupo más aventurero continuó hasta México, donde creó la deslumbrante cultura azteca; el menos temerario se quedó donde estaba, para acabar convertido en una de las familias indias más pobres de cuantas se tiene noticia, que se alimentó de raíces y apenas fue capaz de mantener una civilización. Podemos estar seguros de que hubo un tiempo en que ambos grupos dispusieron de las mismas oportunidades, porque hablaban idéntico lenguaje y debieron de formar parte de la misma tribu: los brillantes aztecas de México y los sombríos utes de Colorado.
Otro ejemplo lo tenemos en la determinante disyuntiva que se les ofreció en California a dos ramificaciones de una tribu. Una de ellas se desvió unos cuantos kilómetros hacia el este y encontró una ruta cómoda y espléndida, a lo largo de la cual llegaron al Perú, sin penalidades de ninguna clase, donde crearon la poderosa civilización inca; la otra torció varios kilómetros hacia el oeste, para encontrarse atrapada en la árida península de la Baja California, donde sus miembros a duras penas podían subsistir y donde llevaron la existencia más miserable conocida en el mundo de los seres humanos, sin establecer siquiera nada que razonablemente pueda considerarse civilización.
Un atractivo grupo de indios, que empleaba un lenguaje que nadie más podía entender y que se designaban a sí mismos con la ambigua denominación de Nuestro Pueblo, se separaron de los hombres prehistóricos que habían fabricado las puntas Clovis y encontraron una vida satisfactoria al este del río Mississippi. Alrededor del año 500 de nuestra era se trasladaron hacia el oeste y fijaron su residencia en los bosques del norte de Minnesota. Desde allí, aproximadamente en el año 1100, avanzaron más hacia el oeste e irrumpieron en las praderas del norte y en los Dakotas, para después, en algún momento de la última parte del siglo XVIII, tantear el terreno en dirección sur, por las tierras que bordean el Platte, y residir estacionalmente, durante la época de recogida de forraje, en las proximidades de las Muelas del Crótalo.
Nuestro Pueblo era una tribu de indios altos y esbeltos, con tradiciones tan antiguas que parecían esculpidas en el tiempo. Con ceniza que se introducían en la piel mediante agujas de cacto, los hombres se tatuaban tres dibujos en el pecho y cuando se designaban a sí mismos, en los consejos con otras tribus, se tocaban el tórax con la yema de los dedos, al tiempo que decían: "Nuestro Pueblo".
Depositaban su fe en Hombre-Superior, y su confianza, a la hora de combatir, en Tubo-Plano, el totem sagrado de la tribu. Era un tubo aplastado, de cuya custodia se encargaba continuamente un celador y que veneraban al modo que los antiguos israelitas habían reverenciado su Arca. Tubo-Plano tenía una importancia crucial, porque Nuestro Pueblo estaba rodeado de enemigos y, sin el consuelo de aquel totem, hubieran sido arrollados mucho tiempo atrás.
En el año 1756, un reducido grupo de Nuestro Pueblo, que se aferraba al territorio situado entre los dos Plattes, tuvo que hacer frente a la última de la larga serie de crisis que llevaba acosándolos desde una época casi inmemorial para la tribu. Los indios que les rodeaban tenían caballos y pronto poseerían armas de fuego, mientras que Nuestro Pueblo carecía de ambas cosas.
El día de su noveno cumpleaños, Castor Cojo fue llevado a un aparte por su padre Lobo Gris -es decir, el hermano mayor de su verdadero padre-, que le preparó para una noticia dolorosa.
— Debes recordar siempre que Nuestro Pueblo está rodeado de enemigos. Al norte -y Lobo Gris puso al chico de cara a esa dirección-, los dakotas, terribles guerreros. Al oeste, los repulsivos utes, esos diablos negros que, para aclarar su color, tratan de robar nuestras mujeres y nuestros hijos. Nunca te fíes de un ute, por valioso que sea el regalo que traiga o bonitas que sean sus palabras. Al sur, los comanches… tienen caballos.Y al este… -Hizo que el muchacho mirase hacia las Muelas del Crótalo y las praderas que se extendían más allá-. Allí, siempre al acecho, siempre astutos, los miembros de la tribu a la que es casi imposible derrotar en combate -Disparó un salivazo. Mientras se mordía el labio inferior, le dominó una cólera tan enorme que durante unos segundos fue incapaz de hablar. Luego, al tiempo que blandía la emplumada lanza en dirección al este, gruñó-: ¡Los pawnees!
Sentó al niño encima de una peña y le aconsejó:
— Por la mañana, cuando te levantes. Por la noche, antes de acostarte. Y sobre todo cuando estés de vigilancia en la colina… Mira siempre en las cuatro direcciones y pregúntate: " ¿ Dónde se esconde mi enemigo?"
Añadió:
— Nunca debe asustarte el enemigo… ni debes temer enfrentarte a él en batalla. El acto más noble de un guerrero es tocar a un enemigo en el combate… marcar un golpe. Sería vergonzoso morir como un cobarde… sin haber marcado un golpe.
Castor Cojo escuchó. Respecto a marcar golpes, sabía tanto como su padre. Los chicos hablaban de ello continuamente, de cómo se preparaban para abalanzarse sobre el primer ute que encontrasen y tocarle con la mano o con la lanza, marcando así un golpe. Incluso estarían dispuestos a enfrentarse a un comanche a caballo y desafiar su lanza, animados por la perspectiva esperanzada de marcar un golpe, porque un hombre que no lo lograba, no podía alcanzar un puesto respetado entre los miembros de Nuestro Pueblo. Castor Cojo había fanfarroneado ante sus compañeros de juegos: "Yo me 'precipitaría incluso contra un pawnee para marcar un golpe", cosa que ninguno de ellos creía, porque lo más probable era que el pawnee tuviese un caballo y tal vez uno de aquellos palos negros que despedían humo y mataban a distancia. Pero Castor Cojo repetía: "Yo lo conseguiría."
Su padre Lobo Gris guardó silencio y, al cabo de una larga pausa, dijo:
— Sólo las rocas viven eternamente. Un guerrero vive el tiempo que le corresponde y lucha cuando Hombre-Superior lo permite. Respeta al Tubo-Plano y consigue los golpes que puede. Y al final, si tiene suerte, perece en el combate, con la mano contra el enemigo, marcando así el golpe más importante de todos… la muerte en la victoria.
El tono de Lobo Gris era tan grave que Castor Cojo suspendió sus divagaciones acerca de marcar golpes en las posibles batallas futuras y miró al hombre. Profundas arrugas surcaban el rostro de Lobo Gris y el polvo cubría el fondo de aquellos surcos.
Una enorme tristeza empañaba los ojos y, en aquel instante de silenciosa intercomunicación, Castor Cojo adivinó que su verdadero padre. Sol del Mediodía, había encontrado la muerte.
— ¿Murió en combate? -preguntó, tras desviar la mirada.
— Trataba de marcar un golpe sobre un pawnee -respondió Lobo Gris.
— ¿Lo consiguió?
— No -repuso Lobo Gris.
Hubiera sido pueril mentir en una cosa semejante, porque, al llegar la noche, cuando los guerreros se reuniesen en torno a la hoguera del campamento y reviviesen la batalla de la jornada, se procedería a adoptar una severa y justa decisión acerca de quién marcó golpe y quién no lo hizo, y ni siquiera la muerte de un guerrero de tan reconocido valor como Sol del Mediodía iba a autorizar la mentira respecto a si marcó o no marcó un golpe.
Entre Nuestro Pueblo se permitía que cuatro guerreros marcasen golpe sobre un enemigo. El primero en tocarle gritaba para que todos lo oyesen: "Yo primero", y el siguiente: " Yo segundo", y así sucesivamente, pero cuando el combate había concluido, aquellos guerreros y sus testigos se congregaban en la asamblea, se procedía a la confirmación y un guerrero alegaba: "Yo conseguí el primer golpe sobre el jefe pawnee", pero hasta que alguien confirmase sus palabras y manifestara: "Yo le vi tocar al pawnee y fue el primero", al guerrero no se le otorgaba el premio.
¿Matar al enemigo? Eso no conducía a nada. Si no quedaba más remedio, se hacía, pero ello no proporcionaba al guerrero ningún mérito adicional, aparte el correspondiente a haber marcado el posible golpe que representase la acción. ¿Cobrar una cabellera? Eso tampoco era nada, un acto que algunos guerreros realizaban cuando querían decorar su tipi o su silla. Un guerrero podía matar a un enemigo y arrancarle el cuero cabelludo, sin que la hazaña le procurase honor alguno en el caso de que otros cuatro guerreros hubiesen marcado golpe antes que él.
— ¿Fracasó Sol del Mediodía? -preguntó el muchacho.
— Lo intentó. El pawnee iba a caballo y se le acercó demasiado aprisa.
— ¿Trajiste su cadáver?
— Sólo las piedras viven eternamente -articuló Lobo Gris-. El pawnee cogió su cuerpo y le arrancó la cabellera y Sol del Mediodía estaba muerto.
El chico suspiró, porque sabía que si su difunto padre no tenía cabellera, le estaba prohibida la entrada en los territorios de caza.
La siguiente historia explica cómo Castor Cojo marcó sus propios golpes y llegó a ser un gran cabecilla de Nuestro Pueblo, aunque nunca fue jefe.