JACOB ZENDT

1713

CARNICERO

Los encantadores árboles se erguían más augustos que antes y los edificios menores se encontraban exactamente tal como los dejó. Se preguntó cuántos kilómetros de embutidos y cuántas hectáreas de adobo de carne habrían salido de aquel cobertizo rojo desde que él se marchó.

— Ahora tenemos un puesto en Filadelfia -explicó Caspar-. Tomamos el tren hasta la Terminal de Reading. Un gran negocio.

Levi se sintió muy complacido al escuchar de nuevo el acento germánico de Pennsylvania: Un grran negosio.

En la casa, tan pequeña en comparación con el granero, Levi conoció a las esposas Zendt, y allí estaba Rebecca Stoltzfus, radicalmente cambiada. Ahora era regordeta, tenía el cabello blanco y se mostraba flemática. Sólo la boca en forma de arco de Cupido conservaba el mismo trazo y en el ensanchado rostro parecía más bien ridícula. Levi estrechó la mano de la mujer, que correspondió ceremoniosamente.

— Las cosas marchan bien en el mercado -dijo Rebecca.

— ¿Quién lleva la panadería? -se interesó Levi.

— Mi hermano.

Las mujeres Zendt tenían ya preparada la tradicional comida familiar, un despliegue de alimentos que hicieron tambalearse a Levi, que recordaba los muchos años que vivió a base de pemmican y judías. La mesa y los estantes laterales, gemebundos éstos bajo el peso, soportaban los siete platos dulces y los siete encurtidos, ocho clases de carne, tres de ave y seis de repostería, incluidos los pastelitos cuya evocación le atormentaba en los momentos de hambre: crujientes nueces hechas con melaza negra.

Dudó de que fuera justo que alguien tuviese derecho a disponer de tanta comida, de tantos beneficios del mundo. y mientras examinaba la granja y veía sus enormes reservas de agua, la infinidad de árboles y la exuberante hierba que tapizaba un terreno en el que cerca de medía hectárea se dedicaba a una sola vaca, comprendió de pronto lo fácil que era la vida en Pennsylvania y lo brutalmente difícil que resultaba en Colorado, donde había que excavar una acequia de treinta y tantos kilómetros para poder llevar un poco de agua al huerto.

Lo que más profundamente le impresionó fueron los árboless. Le encantaba pasear por la espesura o sentarse en la zona del bosque donde solían celebrarse meriendas campestres. Sí, eso es un nogal americano. ¡Cuántos de ellos he derribado con el hacha para hacer la leña que ardiese en el sahumerio! y los robles, ¡apenas han crecido dos centímetros y medio en cuarenta años! Y los estupendos arces, fresnos y olmos. Teníamos aquí un tesoro, sin darnos cuenta de ello.

El viernes por la tarde, los niños le encontraron sentado bajo los árboles, con los ojos llenos de lágrimas.

— ¿Estás cansado, tío Levi?

— Pensaba en una ocasión en que me hacía falta un árbol para salvar mi carreta -les dijo-.y tuve que recorrer muchos kilómetros para encontrarlo.

Los chiquillos comprendieron que tenía que estar mintiendo.

Durante las oraciones de la familia, Levi se quedaba atónito; no podía existir otra palabra para calificar su estado, ante el minucioso detalle con el que Mahlon aleccionaba a Dios sobre lo que tenía que hacer. Al final de cada una de las bendiciones, el alto y avinagrado individuo llamaba la atención de Dios hacia los malhechores, los hombres que habían robado dinero al banco y las muchachas que se portaban mal, y Levi empezó a comprender la causa de que se hubiera permitido tanta violencia en Colorado. Como Dios se encontraba tan atareado en Lancaster, solucionando los pequeños problemas, ¿cómo iba a disponer de tiempo para echar un vistazo a los verdaderos crímenes, los cometidos por los hermanos Pasquínel y el coronel Skimmerhorn, por ejemplo?

De cuando en cuando, la familia dejaba caer alguna que otra pregunta discreta relativa a las experiencias de Levi en el Oeste. Supieron que la chica que sacó del orfelinato a punta de rifle había muerto.

— La mató una serpiente de cascabel -dijo Levi, sin inflexión en la voz.

— ¿Algún hijo?

— Estaba a punto de alumbrar uno cuando murió.

— ¿Te volviste a casar?

— Sí.

No quiso hablar más del asunto.

El sábado ya era evidente que Levi Zendt no se sentía nada dichoso en la granja familiar y que sus hermanos se encontraban incómodos con él. No pertenecía a la casa y nadie se afligió al anunciar el hombre que el lunes iba a emprender el regreso a Colorado.

— Chicago, luego Saint Joseph (Missouri). Hay una diligencia que va por la vieja carretera que ElIy y yo tomarnos en la "Conestoga"…

— Eso sería interesante -articuló Caspar frígidamente.

Para la comida dominical, las mujeres Zendt prepararon una exhibición culinaria pródiga de veras, no sólo para enviar a Leví con el estómago lleno hacía el Oeste, sino también para hacer los honores al reverendo Fenstermacher -hijo del antiguo predicador- en su regular visita-banquete. A Levi le horrorizaba la perspectiva, pero el ministro resultó ser muy diferente a su santurrón progenitor.

— Hace cuarenta años, cuando compré mi rifle a MeIchior Fordney, éste se jactó de que podía usted disparar las armas de percusión tres veces en dos minutos -dijo Levi.

— Ése era mi hermano. Murió en Antietam.

— ¿Fue dura la guerra para Lancaster?

— Para los muchachos como mi hermano… muy dura.

Fenstermacher pronunció una bendición caracterizada por un profundo sentido de la benévola presencia de Dios y la armonía que brotaba de ella. Al final, el reverendo señaló la mesa y dijo a Levi:

— Tu familia pretende que no olvides nunca la liberalidad de.Lancaster.

— Es extraño -repuso Levi, al tiempo que soltaba el tenedor-, pero cuando nos moríamos de hambre en las llanuras, ni una sola vez me vino a la imaginación un festín como éste. Sólo pensaba en cosas especiales. El sabor del escabeche, el rebosante olor del queso fundido y los pastelitos de nuez negra. ¿Sigue vendiéndose tan bien el escabeche?

— Mejor que nunca -respondió Mahlon-, sobre todo en Filadelfia. Ahora lo prepara la esposa de Caspar, del mismo modo que lo elaborabas tú.

Entonces, impulsado por algún motivo perverso, Levi decidió enseñar a la familia la cuñada que les había caído en suerte. Emitió una tosecita y sacó una fotografía de Lucinda, un retrato en el que aparecía muy morena.

— No habéis visto a mi esposa -dijo, y pasó la fotografía hacia su izquierda.

La expresión de sobresalto que iba surgiendo en cada rostro le permitió comprender quién estaba mirando el retrato. Por último, la chica de Stoltzfus declaró, con voz vacilante:

— Es muy… occidental.

— Es arapaho.

— ¿Y eso qué es? -inquirió Caspar.

·-India. Es medio india.

Un jadeo general acogió la información. Levi lo pasó por alto, dedicando todo su interés a la comida. De alguna parte brotó una pregunta:

— ¿Cómo se llama?

— Lucinda McKeag.

— No parece indio. Suena a escocés.

— Ése no era su nombre auténtico. Cuando el padre de Lucida murió, McKeag se hizo cargo de la madre, y la niña fue con ella.

En la frase había lo suficiente como para que los Zendt se preocupasen durante unos segundos, al cabo de los cuales, Levi aclaró:

— Su verdadero apellido era Pasquinel.

La noticia fue recibida por un silencio que se prolongó algo, mientras el reverendo Fenstermacher fruncía el entrecejo.

— ¿ Estaba emparentada…? -preguntó quedamente el ministro, por último-. ¿No había una familia Pasquínel sobre la que leímos algo?

— Lo estaba. El viejo era un hombre de las montañas. A sus hijos se les conocía por el nombre de hermanos Pasquinel.

— ¿Ésos…? -se oyeron varias voces casi trémulas.

— Sí. Los hermanos de Lucinda eran una pareja vil. Ahorcaron a uno. Al otro le dispararon por la espalda.

— ¿Los mestizos asesinos?

— Los indios sufrieron más homicidios de los que cometieron, pero los Pasquinel eran asesinos. -Levi se sirvió un poco de compota de manzanas y cerezas en conserva-. Llevé a cabo la desagradable tarea de cortar la soga para bajar al sujeto de la harta. En aquel tiempo, creí que era una suerte que aquel hombre hubiese muerto, pero si reflexionamos acerca de lo que le hicimos a su tribu, no estaremos tan seguros de que colgamos a las personas que debíamos colgar. .El reverendo Fenstermacher carraspeó, pero Levi se había lanzado y nada, ni siquiera la comida, podía detenerle. Habló de los combates con los indios, de los años de sequía, de las plagas de langosta, de los campamentos mineros de los buscadores de oro. Cada uno de los incidentes que refería era extraño a los Zendt, y desagradable en cierto sentido, pero a medida que fue exponiendo la epopeya de la existencia en el Oeste, su relato empezó a adquirir grandeza y la misma magnitud de todo ello hizo que los comensales le escuchasen con respeto.

Un comentario acerca de la danza del sol llevó a su memoria el recuerdo del joven Christian Zendt y le indujo a decir prestamente:

— Debéis conseguir que ese muchacho vuelva aquí. Es posible que demuestre que es el mejor de todos los Zendt.

Terminada la comida, Mahlon pidió en tono zalamero:

— Reverendo Fenstermacher, puesto que tal vez transcurra mucho tiempo antes de que volvamos a ver a nuestro hermano, ¿nos haría el favor de dar a nuestra familia una bendición especial?

El reverendo ya había previsto tal invitación y deseaba decir ciertas cosas.

— Amado Señor, que velas por nosotros, en el templo me has oído decir un centenar de veces: "Dios avanza por caminos misteriosos, para llegar al cumplimiento de Sus prodigios." Pero en toda mi larga experiencia, nada ha sido tan misterioso corno la forma en que Tú llevaste al hermano Levi al Oeste, le colocaste entre los indios y le diste esposa india y hermanos indios. Le elegiste a él entre los cinco hermanos Zendt, para que realizase tu labor en la frontera, y la ha cumplido bien. Ha sido nuestro emisario y todos nosotros hemos pecado de negligencia al no remitirle dinero para ayudarle cuando lo necesitaba. Desviamos nuestro amor de él. Ni siquiera nos molestamos en identificarnos con lo que estaba haciendo, en enterarnos de ello. Señor, perdónanos por nuestra indiferencia.

"Pero Levi también cayó en el error. No compartió con nosotros.su aventura colonizadora del Oeste. No nos informó de sus luchas ni de sus triunfos. Sobre todo, ha temido traer aquí a su esposa Lucinda, en la visita a su familia; no se ha atrevido por miedo a que la hiciéramos sentirse violenta, porque es india. ¿Cree que somos tan pobres de espíritu? Cuando vuelva a casa, permite que informe a su esposa de que la enviamos nuestro cariño, que la consideramos hermana nuestra y que nuestro hogar es su hogar, ahora y siempre. ¿Cree que nosotros no conocimos también la tragedia? La Guerra Civil golpeó aquí a muchas familias y constituyó para nosotros un dolor tan profundo como las guerras indias lo fueron para él. Todos nosotros somos hijos tuyos, Señor. La verdad es que todos somos hermanos en tu familia y del mismo modo que compartimos nuestras tragedias compartimos también nuestros triunfos, y es el amor lo que nos mantiene unidos. Amén.

Después de aquel sermón, poco podían decir los Zendt. Era evidente que cualquier predicador que insultase a la familia menonita más rica de Lampeter, y sentado a su propia mesa, no tendría precisamente un brillante futuro en la zona de Lancaster, así que las despedidas fueron gélidas. Levi bajó al bosquecillo, para sentarse entre los árboles, y se le ocurrió que si los arapahos arrastraban por el suelo calaveras de búfalo, para mortificarse así, los blancos arrastraban enormes calaveras de otra clase. Los indios eran lo bastante listos como para dejar que la carga se soltase;.los hombres blancos rara vez lo hacían.

El regreso a Lancaster había resultado insoportablemente penoso. No había intercambiado una docena de palabras con Rebecca Stoltzfus, la mujer que modificó el rumbo de su vida; de ella no sabía más ahora que cuando se apeó del tren. No trató ninguna cuestión importante con Mahlon, que parecía tan desagradable ahora como lo era cuarenta años atrás. Ni siquiera tuvo el detalle de acercarse a Filadelfia para ver el puesto de la familia en la estación de Reading, porque se dejó envolver por sus propios recuerdos hasta el punto de prescindir totalmente de lo que le sucedía a su familia, cosas que en realidad no le importaban.

Ir allí había sido una terrible equivocación y se marchaba sin haber podido mejorar las relaciones con su familia, tal como confió el reverendo Fenstermacher. No lamentaba alejarse de Lancaster, y los Zendt lo lamentaban todavía menos mientras le observaban cuando subía al tren.

En Saint Joseph, Levi cambió el ferrocarril por la diligencia, que le llevaría despacio en dirección oeste; y cuando el transbordador le conducía a la otra orilla del Missouri, Levi revivió el viaje realizado cuarenta años antes. Tuvo el convencimiento de que había obrado correctamente al abandonar Lancaster, puesto que en aquel momento no le quedaba duda alguna de que nada cambió en los años intermedios: no había descubierto significado de ninguna clase, aparte las mesas extravagantemente recargadas de platos y manjares. Y mientras se deslizaban lentamente, todo lo que Levi veía aumentaba su emoción: el fangoso río, los mozalbetes negros esparcidos por el muelle, el chirriante transbordador, la ominosa amenaza de Kansas, la carretera hacia el oeste. Deseó con toda el alma que EIly, el etiquetero capitán Mercy y el brillante Oliver Seccombe estuviesen ahora con él, a punto de poner en marcha sus tiros de caballerías. Incluso el taimado Sam Purchas… también le hubiese gustado tenerlo junto a sí.

Pero cuando la diligencia se hubo adentrado en Kansas, después de dejar atrás la misión presbiteriana, llegó al Gran Azul y Levi pidió al conductor del vehículo que se detuviera. Bajó a examinar aquel insignificante arroyuelo, aquel hilillo de agua en agosto, y le dejó pasmado la idea de que aquella delgada línea líquida que cruzaba el paisaje hubiera podido ser, en otra época, un formidable torrente en el que a punto estuvo de perder a su esposa y su carreta.

Era increíble. La memoria le traicionaba. Después volvió la imagen de.las calaveras de búfalo y se vio a sí mismo arrastrando por las praderas su dolorosa carga de remembranzas. Pero su vigoroso sentido de la realidad volvió a imponerse, se tranquilizó y no pudo por menos que reírse de sí mismo.

— ¡No capté la cuestión en su conjunto! -exclamó-. Mis hermanos estaban inquietos porque temían que hubiera regresado para reclamar lo que me corresponde de la granja. Una parte de ella es mía, pero que se la queden. -Continuó riendo-. No me hicieron una sola pregunta acerca del dinosaurio. Lo más importante que se haya descubierto jamás en el Oeste. Los periódicos de Lancaster debieron de publicar la noticia. -Meneó la cabeza y emitió una risita gutural-. Se habrían interesado por el dinosaurio si representase comida suculenta.

Cuando se acomodó de nuevo en la diligencia, un hombre, de Nebraska, con la vista fija en el riachuelo, comentó:

— ¡Rayos, uno escupe desde aquí y el salivazo llegaría a la otra orilla!

— No ocurriría lo mismo en la primavera del 44, amigo mío -respondió Levi, con una carcajada. Pesadas calaveras rasgaron luego los nervios de su cerebro y añadió-: En este momento, sin embargo, tiene usted razón. Un hombre con fuelle lo atravesada con un salivazo.

Cuando Levi llegó a Centenario, los vecinos insistieron en interrogarle acerca del Este y, aunque al principio se negaba a satisfacer su curiosidad, acabó por explicar, expresándose en nombre de todos los habitantes del Oeste:

— Allá en el Este, dondequiera que mires ves algo. El mundo te estruja. No podéis haceros idea de la nostalgia de las praderas que llegué a sentir. Aquí, uno puede extender la vista a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que sus ojos tropiecen con nada… ni experimentar ninguna sensación de ahogo. Aquí, el ser humano es importante… y no un montón de árboles y edificios.

Otras personas regresaban también de sus viajes. Cuando Oliver Seccombe, acompañado de su esposa, volvió a casa, después de una estancia de seis meses en Inglaterra, encontró el Rancho Venneford sumido en dificultades. En el extremo de la parte que daba a Nebraska, colonos intrusos construían chozas de barro en los pastos abiertos que durante tanto tiempo ocuparon las reses del "Uve Coronada". En la orilla del Platte, inmigrantes de los estados de Ohio y Tennessee registraban oficialmente parcelas conforme a la Homestead Law, como si al hacerlo así pudiesen tener acceso a los pastos. Diversas comisiones visitaban ya la sede del rancho, con la intención de gestionar la compra de terrenos de la hacienda para construir en ellos pequeños núcleos de población.

— En este estado hacen falta ciudades -alegaban.

— En nuestras tierras, no -replicó Seccombe.

Los peores de todos, los ovejeros dirigidos por aquel maldito Messmore Garrett, continuaban ganando terreno y metiendo sus ovinos en lo que siempre se había considerado territorio vacuno. La situación se estaba haciendo intolerable y, el primer día de su vuelta a casa, Seccombe ordenó a Skímmerhorn y a Lloyd que le acompañasen en la salida para advertir a los hombres de Garrett. "Desocupad estas tierras o ateneos a las consecuencias".

Cabalgaron hacia el oeste, rumbo al lugar donde Amos Calendar había estacionado su carreta solitaria -lecho, intendencia, refugio de las tormentas en meses venideros- y transcurrió cierto tiempo antes de que diesen con el enjuto tejano. Calendar se acercó a ellos, con el rifle cruzado sobre la silla, y gruñó un casi inaudible saludo dirigido a Skimmerhorn y Lloyd.

— Soy Oliver Seccombe -se presentó el inglés-. Ha invadido esto con sus ovejas. Ésta es una región vacuna.

— Son pastos abiertos -repuso Calendar.

— Le estoy advirtiendo que se lleve de aquí sus ovejas.

— Me quedaré hasta que el señor Garrett me ordene el traslado.

Ladró un perro, una especie de perro pastor, de pelaje blanco y negro.

— Ese chucho tiene buen aspecto -dijo Seccombe-. Debería alejarlo de aquí, llevarlo a un sitio donde esté de verdad a salvo.

— Rajá está a salvo en cualquier sitio -silabeó Calendar, muy despacio-. Mientras yo conserve mí "Sharps".

Los rancheros no iban a llegar a ninguna parte con aquel difícil sujeto, pero Seccombe estaba decidido a pronunciar su aviso:

— Si no saca de aquí las ovejas, Calendar, seremos nosotros quienes lo hagamos por usted.

— Ya lo intentaron antes y fracasaron.

— ¿Qué insinúa? -Seccombe enrojeció.

— Los pistoleros que trataron de matarme no vinieron del Brasil.

— ¿Está sugiriendo que yo…?

— No sugiero nada. Me limito a decir que, si alguno de sus hijos de zorra dispara contra mí, responderé al fuego.

— Vámonos -dijo Seccombe, al tiempo que espoleaba su montura y emprendía la marcha en dirección oeste.

Fueron hacia el Campamento Avanzado Cuatro, entre los pinos, y mientras cabalgaban Skimmerhorn dijo:

— Será mejor que sea yo quien hable con Buford Coker, señor Seccombe. Es un impetuoso confederado de Carolina del Sur. No se parece en nada a Calendar. Como ha visto, a Calendar le gusta estar solo. A Coker, no. Se fue a Cheyenne y se pasó las horas muertas en la Casa de los Espejos de Ida Hamilton, y la última vez que le vi, había convencido a una de las chicas, a Laura la Gorda…

— He oído hablar de Laura la Gorda -dijo Seccombe.

— Bueno, encontrará usted a Laura la Gorda en el carromato ovejero, con Coker. O acaso en una chabola. Coker se está construyendo una chabola en el cañón del Zorro.

— ¡Construyendo! -estalló Seccombe-. Ésta es una región ganadera. Si le dejamos levantar una cabaña, tendremos aquí a la mitad de los ovejeros del Oeste…

Coker estaba edificando. Laura la Gorda y él habían contratado a dos hombres de Cheyenne, quienes construyeron una choza bastante regular, a la entrada del cañón del Zorro. No era elegante, pero sí recia, y en cuanto Seccombe la vio le entraron unos deseos locos de gritar: "¡Skímmerhorn! ¡Encárgate de que echen eso abajo!", porque constituía una evidente advertencia de lo que iba a suceder a lo largo y ancho de los pastos, si no se tomaban rápidamente las medidas correctivas oportunas.

En la puerta de la casita nueva se erguía Laura la Gorda, mujer de Virginia que tendría veintiocho o veintinueve años y, obviamente, se había graduado en la academia de Ida Hamilton. Sin duda, antes de cumplir la veintena había sido una hembra guapetona, de acuerdo con los cánones bucólicos y rollizos que gustaban a los vaqueros, pero diez años de existencia dura y constante movimiento de un lupanar a otro no podían disimularse con facilidad, y la acumulación de cerca de veinte kilos, ganados a través de la única actividad que realmente le encantaba ejercer, la habían convertido en una mujer dejada y sucia. Era quince centímetros más alta que Coker, y pesaba catorce kilos más que él. No dejaba de ser un misterio la razón de que Coker se hubiese amancebado con semejante matrona.

Pero allí estaba, un desecho de Cheyenne, viviendo al borde de la nada con un ovejero. Seccombe pensó que era difícil que una mujer pudiese caer más bajo. No tenía ningún deseo de entablar conversación con ella y dejó que Skimmerhorn lo hiciese.

— ¿Dónde está Coker?

— Ausente.

— ¿En qué dirección fue?

— Si hacéis ruido, a lo mejor su perro ladra.

— ¿ Vivís aquí de modo permanente?

— Eso parece.

Era una mujer repulsiva, de gruesos labios, ojos hinchados y cabello lacio y descolorido. No tenía intención alguna de informar a aquellos hombres del paradero de Coker y estaba plantada en el hueco de la puerta, gorda y desagradable, como si los desafiase a entrar.

— Tengo un arma -manifestó-, así que no empecéis nada.

— Nosotros no disparamos contra damas -rió Skimmerhorn-. Pero dile a Coker que lleve sus ovejas fuera de estas tierras. Y que quite también de en medio esta chabola.

— Me he establecido en esta casa acogiéndome a la Homestead Law.

— ¿Qué dices? -gritó Seccombe-. ¿Una ramera de Cheyenne colonizando la región ganadera?

Laura la Gorda clavó en él sus ojos de basilisco y no dijo nada, pero del lado interior del marco de la puerta sacó una pesada escopeta. Inclinándose hacia delante, puso el extremo de la culata en.el suelo y sus exuberantes senos rozaron el cañón.

— Dile a Coker que se largue de aquí -advirtió Seccombe. Una sonrisa desdeñosa se extendió por la amplía cara de Laura.

— A ver si pierdes tu bonito culo, inglés.

Los tres rancheros regresaron a la sede de la hacienda, sin saber qué medidas adoptar a continuación. Si el Venneford permanecía cruzado de brazos mientras los ovejeros invadían los pastos, y si no protestaban cuando los inmigrantes asentasen su reales en los límites del rancho y los colonos registraban parcelas del gobierno, muy pronto empezaría a desmontarse la compleja estructura, el ritmo de esa disgregación se aceleraría y se perdería un noble sistema de vida.

— Lo que no logro entender -dijo Seccombe, cuando se acercaban al cuartel general- es cómo un hombre decente, Levi Zendt, pudo vender tierras suyas a los ovejeros.

— Hay una teoría en circulación -repuso Skimmerhorn-, según la cual los pastos abiertos pertenecen al pasado. Zendt me dijo que, a su modo de ver, las ovejas constituían una inversión más provechosa, especialmente si el asunto lo supervisaba un hombre como Garrett.

— ¡Garrett! -exclamó Seccombe-. ¿No hay modo de expulsar de los pastos a ese canalla?

Skimmerhorn pasó por alto la pregunta y continuó con las reacciones de Zendt.

— Dice que tal vez deberíamos consolidar las tierras que poseemos. Cercarlas y concentrarnos en la mitad de las reses que ahora criamos.

— ¡ Pero ésta es una región ganadera! -insistió Seccombe-. Nos pertenece.

Skimmerhorn se resistió a señalar que, en el curso de las siete últimas horas, los jinetes no habían estado un solo instante en terreno del Venneford. Pasaron por pastos abiertos, tierras que pertenecían a todos; era una región ganadera sólo porque los criadores de reses vacunas así lo afirmaban.

Siguieron jornadas confusas. Era la mejor época del año, la parte final de agosto, antes de que llegasen las heladas, con los terneros engordando y robusteciéndose gracias a la jugosa hierba. Uno debería disfrutar en aquellas fechas, y Charlotte entretenía a numerosos visitantes del castillo, con su habitual talento y alborozo, pero Oliver Seccombe no se divertía en absoluto.

No lograba entender que los ciudadanos de Centenario permitiesen que los ovejeros invadieran Ias tierras.

— Son unos animales inmundos -dijo al banquero-. Mira los lastimosos individuos que trabajan con ellos. Ese sujeto llamado Calendar, sin ir más lejos, un ermitaño miserable que habla con su perro. Y ese desperdicio humano, Bufe Coker, que vive con su pelandusca de Cheyenne. Rayos, ha dormido tanto tiempo con ovejas que probablemente no notará ninguna diferencia.

Todos los ganaderos aceptaban la acusación de que el pastor solitario tenía relaciones sexuales con los bichos a su cargo y corrían diversas anécdotas divertidas acerca de esa supuesta costumbre: "¿Conoces el del inglés que contaba las ovejas en Wyoming? "Una, dos, tres, cuatro. Buenos días, Pamela. No te olvides. El té, a las cinco."

— Observa al ovejero cuando viene a la ciudad -decía Seccombe amargamente al editor del Clarion-. Camina solo. Lleva la vista baja. Le avergüenza dirigir la palabra a las personas con las que se cruza. En la taberna, permanece en el extremo del mostrador, sin beber con nadie..Es un paria y lo sabe. Nada más que su olor, a fuerza de dormir entre los lanares, le convertiría en un hombre solitario. -Seccombe sacudía la cabeza tristemente, pata animarse acto seguido-. Por otra parte, mita al vaquero. Franco, honesto, limpio. Duerme con chicas, no con ovejas, y la alegría rebosa en su rostro. Nunca está solo. Le gusta la gente. En la taberna, va derecho al centro, donde se encuentran los grupos de personas y, cuando habla contigo, te mira a los ojos. El vaquero es un hombre estupendo, de una pieza. He visto centenares ele ellos. Pero el ovejero es medroso. Deberían echarlos de aquí.

El Antiguo Testamento desasosegaba a Seccombe..Estaba repleto de ovejas y pastores, y empezó a preguntarse si los judíos no serían también un pueblo contaminado.

— Se pasaban la vida preocupados por la carne de cerdo -dijo una noche a los invitados de Charlotte, durante la cena-, cuando su auténtico problema era la carne de cordero, y no se daban cuenta.

·-Abraham era pastor. David fue pastor. José era pastor -observó uno de los comensales.

— ¡Sí! -concedió Seccombe-. Pero cuando nació Nuestro Señor, no lo hizo en un redil de ovejas. Vino al mundo entre ganado mayor, donde le correspondía. Me inspiraría poco respeto si hubiera sido de otro modo.

La diatriba de Seccombe era prueba de su total adaptación a las costumbres norteamericanas, porque, desde luego, en su Inglaterra natal no existía ningún resentimiento instintivo hacia las ovejas, y en las mesas elegantes se recibía con el mismo agrado al cordero que a la carne de vaca.

— No olvides, Oliver -terció un invitado con ganas de discutir- que el primer hombre que nació en la Tierra, Abel, cuidaba ovejas, y cuando ofreció a Dios una de ellas, Dios la aceptó y la bendijo.

— En aquella ocasión, Dios fue negligente -rezongó Seccombe-. Un día triste este en que oigo defender a la oveja en mi propia casa.

Se excusó fríamente y se dirigió al Club de Cheyenne, donde podía alternar con hombres dedicados a la cría de reses vacunas y al empleo conveniente de los pastos.

Poca frivolidad encontró allí. Claude Barker estaba contristado por las invasiones que efectuaban los ovejeros por la zona norte de su rancho del arroyo del Caballo, y los hombres del Chugwater tenían idéntico estado de ánimo.

— Esta región se está yendo al diablo -protestó Barker, y se propusieron varios planes para contrarrestar la penetración ovina.

— Todo lo que pedimos -manifestó Seccombe- es que las cosas sigan como hasta ahora. No necesitamos pueblos, ni ovejas, ni colonos que se esfuercen en sacar al suelo una subsistencia mísera. Esta tierra debe mantenerse abierta. Fue hecha para criar reses vacunas, del mismo modo que Chicago se hizo para albergar personas. En la cría de ganado mayor hay una honradez… una dignidad…

Los rancheros más jóvenes le dejaron terminar su perorata, sabedores de que no significaba nada. Cuando se presentase la difícil decisión relativa a lo que específicamente procedía hacer, Seccombe tomaría el tren y se ausentaría de allí, pretextando algún negocio. No era hombre para afrontar decisiones peliagudas y, desde luego, dos días después de aquella primera sesión de proyectos, encontró razones oportunas para visitar a unos banqueros de Kansas City.

En esa ciudad estaba trabajando la tarde en que el tren de la Unían Pacific, procedente de Denver, se detuvo a las cinco y trece minutos en Centenario. Los acostumbrados curiosos y los chiquillos de ojos como platos se encontraban en la estación para presenciar la llegada del convoy. Observaron a los diversos convecinos que se apeaban de los vagones y formularon perspicaces suposiciones acerca del motivo que.les había llevado a la capital. Pero cuando el último de los pasajeros locales dejó el tren, un hombre susurró:

— ¡Eh, mirad! y todos los espectadores volvieron la cabeza hacia el último coche, del que se estaban bajando dos hombres delgados, de traje negro y sombrero de alas anchas. El de más edad se irguió en el andén, lanzó una mirada cautelosa a su alrededor e hizo una seña al otro para que le siguiese. Cuando ambos estuvieron a unos metros del tren, un mozo descargó dos maletas e indicó el "Armas del Ferrocarril", al tiempo que decía en voz lo bastante alta como para que los curiosos le oyesen:

— ¡Por aquí, señor Pettis!

— ¡Los Pettis! -exclamó alguien en ronco murmullo, y nadie prestó más atención a los otros viajeros recién llegados.

Los mirones se echaron atrás, mientras los dos forasteros cruzaban solemnemente la estación y la calzada de la calle, camino del hotel. Audazmente, se inscribieron con los nombres de Frank y Orvíd Pettis.

Durante los dos días siguientes, la atmósfera de Centenario estuvo animada por el zumbido de las especulaciones relativas a lo que pudo haber llevado a aquellos dos maduros pistoleros a la ciudad. ¡Los muchachos Pettis! ¡Qué paródico contrasentido del lenguaje! Nunca habían sido muchachos. A los catorce años, ya eran asesinos resabiados, y ahora, a los cincuenta y siete, Frank era un escuálido sujeto de negra dentadura y ojos agudos, curtidos en la batalla. Orvid, que contaba ya cincuenta y dos años, era un homicida endurecido, que iba subsistiendo gracias a las pequeñas cantidades que recibía por cometer uno u otro asesinato.rutinario.

Sin embargo, se les conocía por la designación de los muchachos Pettis, y su llegada a cualquier ciudad fronteriza significaba que alguien con un agravio que solventar se había impacientado con la ley. Nunca fueron sorprendidos en el momento de llevar a cabo un asesinato a sangre fría; eran demasiado listos para eso. Incluso cuando los arrestaron con todas las pruebas indicando' su culpabilidad, como en el caso de los homicidios de Pueblo, donde se les vio en el lugar del crimen y donde sus huellas coincidían exactamente con las encontradas en el punto del triple asesinato, hábiles abogados llegaron de Kansas y el jurado exculpó a los reos.

La faceta lamentable de sus vidas consistía en que, si bien trabajaban mucho en pro de hombres adinerados, su beneficio material era escaso. Mataban, amenazaban y desahuciaban, pero nunca vivían bien. Cuando llegaban a una urbe como Centenario, disponían de fondos para comprar caballos y alguien se ocupaba de la factura del hotel, pero una vez cumplida la tarea, fuera cual fuese, se trasladaban a otra población similar, compraban un par de caballos y comían gratis en el hotel. Pero nunca prosperaban. De las estampidas de ganado que provocaron en la Ruta de Skimmerhorn, durante los años comprendidos entre 1868 y 1880, apenas obtuvieron los dólares suficientes para sobrevivir, y trece de sus hombres, igualmente mal retribuidos, murieron víctimas de las armas de fuego. Ahora residían en un pueblecito del oeste de Kansas, siempre a la espera de una invitación telegrafiada.

Pocos días después, montaron a caballo y salieron de la ciudad. Dos hombres sombríos y silenciosos, que marchaban hacia el este.

— Van a cargarse a Calendar -susurraron los mozalbetes.

Y un rapaz valiente, que sólo tenía quince años y cierta simpatía y respeto hacia el taciturno ovejero, saltó a lomos de su montura y partió a avisar al hombre.

— ¡Calendar! ¡Calendar! -empezó a gritar mucho antes de detener el caballo sudoroso-. ¡Los muchachos Pettis andan tras de ti!

Pero los Pettis no iban en esa dirección. Después de avanzar en dirección este, se desviaron hacia el norte, salieron de Colorado y se adentraron en Wyoming, por un barranco que conducía al arroyo del Caballo, donde un ovejero apacentaba un rebaño de unas dos mil cabezas de ganado lanar. Emboscados, abatieron a tiros al pastor, ahuyentaron a las ovejas y las condujeron al río de arenas movedizas, donde los pobres animales se debatieron, balaron lastimeramente y perecieron.

Los Pettis se alejaron luego en dirección oeste, dejaron atrás el río Laramie y llegaron a un punto remoto, donde un mexicano atendía a mil doscientas ovejas. Al ver que estaba solo e iba desarmado, Frank Pettis propuso:

— Utilicemos el sistema del saco de arpillera.

Echaron el saco por la cabeza del pastor y ataron la boca del receptáculo a la cintura del hombre. Lo sujetaron a una peña y el mexicano tuvo que oír, impotente, cómo los dos malhechores mataban a estacazos a las ovejas, actuando de forma metódica. Los tristes gemidos de los animales apaleados, aunque no muertos del todo, afectaron al pobre hombre de tal modo que empezó a removerse y patalear, compadecido de las ovejas.

— Vale más que le ahorremos sufrimientos -dijo Orvid, y cada uno de los hermanos vació su revólver contra el saco.

Los muchachos Pettis trazaron después un amplio arco en dirección sur, lo que les llevó finalmente al cañón del Zorro, donde pasaron un día escondidos, dedicados a observar la nueva chabola de Buford Coker.

— Ahí está la puta -murmuró Frank a Orvíd, al aparecer Laura la Gorda en el umbral.

— No quiero matar a ninguna mujer -replicó Orvid.

— Eso no es una mujer -dijo Frank.

Mientras observaban, vieron llegar desde el norte, por el camino de Wyoming, un jinete lanzado a galope tendido, que se acercaba a la cabaña, al tiempo que gritaba:

— ¡Coker! ¡Los muchachos Pettis andan sueltos! ¡Están matando ovejeros!

— ¡Hijo de perra! -murmuró Prank-. Ahora que todo estaba saliendo tan bien.

Continuaron al acecho, mientras el hombre llegaba a la chabola, desmontaba y empezaba a hablar nerviosamente con Laura la Gorda.

— Valdría más que los dejásemos fuera de combate ahora -opinó Frank con criterio profesional-. No quisiera tener tres armas contra nosotros.

— ¿Tres? -se extrañó Orvid.

— Apuesto a que esa pelleja lucha como un tejón acorralado -dijo Frank, al tiempo que indicaba con el hombro derecho la circunstancia de que la individua ya iba en busca de su rifle-. Adelante. yo me encargaré del hombre. La furcia para ti.

Sin pronunciar una sola palabra más, los dos asesinos se acercaron a la cabaña y, a una seña de Frank, abrieron fuego. El hombre se desplomó, con un balazo en la cabeza, pero Orvid tuvo menos suerte con Laura la Gorda. Sólo la alcanzó en el hombro. El pistolero vio brotar la sangre y comprendió que le había dado bien, pero la mujer no estaba muerta, porque consiguió arrastrarse hasta el interior de la chabola.

— ¡Fallaste! -reprochó Frank, disgustado-. ¡Y mira!

Allí, avanzando por la quebrada que había detrás de la cabaña, apareció Bufe Coker, que gritaba, alentando a su mujer:

— ¡Ánimo, Laura! ¡Aguanta un poco! ¡Ya voy!

Haciendo regates a las balas, llegó a la puerta trasera, entró en la cabaña y se acercó a Laura, que estaba apoyada en la pared, mientras la sangre goteaba de su hombro. Sin hacer caso de los proyectiles que zumbaban en torno a la chabola, Coker atendió a la corpulenta mujer. Le vendó la herida y le aseguró que aquello no podía ser fatal.

— Los mantendremos a raya hasta que llegue ayuda -dijo Coker-. ¿Quiénes son?

— Kellerman dijo que eran los muchachos Pettis.

— ¿Dónde está ahora Kellerman?

— Ahí fuera, muerto.

— Maldición. Nos vendría bien contar con él.

— ¿Nos matarán?

— A eso han venido.

Coker reunió las armas, dio una a su mujer y comenzó a colocar muebles en la puerta frontal. Tenía toda su atención proyectada sobre esa tarea, cuando oyó chillar a Laura la Gorda:

— ¡No! ¡No!

Coker tuvo tiempo de ver a su perro Bravo, que corría hacia la casa.

— ¡Atrás! ¡Vuelve! -ordenó Coker y, si el perro hubiese estado trabajando con las ovejas, habría obedecido, pero adivinaba que Laura corría peligro y siguió avanzando hacia ella.

Con un disparo, Orvid Pettis mató al perro. Laura la Gorda miró a Coker con una expresión estúpida y vacía en los ojos, y las lágrimas resbalaron por sus estropeadas mejillas.

— Pretenden matarnos a todos -dijo.

— Tenemos gran cantidad de municiones -la consoló Coker-. Y un montón de armas. Si Kellerman estaba enterado de esto, otros también lo sabrán, así que recibiremos ayuda.

De modo que continuaron fortificados allí, respondiendo al fuego sólo cuando los muchachos Pettis cambiaban de posición y, durante todo aquel día, los disparos se produjeron intermitentemente, sin que surtiesen efecto visible alguno.

Luego, entrada la tarde, comenzaron a acercarse ovejas vagabundas y, a medida que llegaban a la zona, tímidas y curiosas, Orvid Pettis las iba abatiendo a tiros. El ruido de un disparo atraía a otra oveja dispuesta a investigar y, en cuanto se aproximaba lo bastante, Orvid le atravesaba la cabeza de un balazo. Su puntería era extraordinaria y provocó un murmullo de Laura:

— Puede matar cualquier cosa que se le antoje.

— No a ti ni a mí -repuso Coker torvamente y, con tiros certeros, mantuvo a los asesinos a distancia.

Sin embargo, poco antes de la puesta de sol, Frank Pettis logró deslizarse hasta una roca desde la que dominaba la fachada de la cabaña y, mientras Orvid tiroteaba la parte trasera de la construcción, pudo situarse de forma que la ventana quedó bajo su vista. Aguardó durante treinta minutos, con excepcional paciencia, hasta que alguien se movió accidentalmente dentro de la chabola.

Era Laura la Gorda. Pettis apretó el gatillo y un proyectil atravesó la ventana y se hundió en la cabeza de la mujer, a la que mató instantáneamente.

— ¡Oh, Dios mío! -gimió Coker-. ¡Laura! ¡Laura!

Se arrastró por el suelo hasta el punto donde yacía la mujer en medio de su propia sangre, y le levantó la cabeza, apoyándola en el hueco de sus brazos. En la Casa de los Espejos, Laura fue la muchacha que cuidaba a las demás cuando estaban enfermas. También atendía a los vaqueros abandonados por la suerte y entregó a Coker trescientos dólares para ayudarle a construir aquella cabaña. A la mujer le encantaba el lugar y había plantado unos cuantos árboles enclenques, con la ilusa esperanza de que protegieran al edificio contra el viento, y si no era buena cocinera, tampoco le faltaba entusiasmo. Y ahora estaba muerta.

— Vale más que salgas, Coker, si no quieres que te friamos -gritó Frank Pettis.

— Venid a cogerme, hijos de zorra -replicó el hombre de Carolina del Sur.

— Vamos a abrasarte -avisó Frank.

— No soy una mujer. A mí no podéis matarme.

— ¿Ha muerto la ramera?

Era una lucha desigual. Ni una sola vez tuvo ocasión Bufe Coker de apuntar y disparar sobre el cuerpo de uno u otro de los Pettís. Con destreza hija de larga práctica, los pistoleros permanecían bien protegidos tras las rocas y sólo apretaban el gatillo cuando surgía la oportunidad de alcanzarle, y Coker se encontraba impotente para responder con eficacia.

Cayó la noche, una noche oscura y sin luna, y no le era posible determinar qué tramaban los asesinos. Tenía que mantenerse despierto para proteger la cabaña, y pasó las horas yendo de la fachada a la parte posterior y disparando en los momentos más inesperados, al objeto de informar al enemigo de que estaba ojo avizor. Los Pettís podían dormir por turno, pero él no.

Hacia las tres de la madrugada, decidió que Orvid estaba durmiendo, ya que había llegado a distinguir los distintos sonidos de sus armas, y entonces intentó una maniobra desesperada. Tras disparar dos veces por la ventana de la fachada, salió corriendo a toda velocidad por la puerta trasera y acribilló el punto donde supuso que Orvid estaría descansando. No tuvo suerte. Orvid no se encontraba allí y Coker apenas consiguió regresar a la chabola. Disparó frenéticamente contra las sombras que cerraban sobre él, pero al parecer no hizo blanco alguno.

— Coker -resonó la voz avisadora-. Tienes hasta el amanecer para salir de ahí. Entonces prenderemos fuego a la choza.

Las dos horas siguientes transcurrieron en calma. Y cuando llegaron las claridades de la aurora, Coker pudo distinguir el postrado cuerpo de Laura la Gorda, tendido sobre su propia sangre. La vista del cabello de la mujer enmarañado en el rojo líquido que circundaba el cadáver le produjo un mareo, pero la mujer pesaba demasiado para que él la levantase y la pusiera en la cama.

— ¡Jesús, Laura! -susurró.

Con el primer rayo de sol, Frank Pettis envió una repetida descarga contra la fachada, acercándose de modo constante, y mientras Coker estaba entretenido respondiendo al fuego, Orvid logró llegar subrepticiamente a la parte posterior de la cabaña e incendió la casa.

Coker combatió las llamas durante media hora, con breves intervalos para disparar hacia las sombras, pero se veía impotente para sofocar el siniestro. Y Frank Pettis seguía gritando continuamente:

— ¡Sal de una vez, Coker, o te asarás!

Así que, por último, el hombre de Carolina del Sur, tomó su "LeMat", revisó las cámaras de la escopeta de cañones aserrados y aguardó hasta que las llamas empezaron a lamerle las piernas. Entonces, en vez de salir por la puerta frontal, se precipitó a través de la ventana, y disparó sobre el punto donde suponía se encontraban los Pettis, pero no estaban allí.

Un momento antes de que Coker saltara, Frank había advertido a su hermano menor:

— Intentará caer sobre nosotros, pasando por esa ventana. De modo que, cuando Coker salió de la casa, quedó frente al tiroteo de dos rifles mortíferos. Recibió siete disparos en el rostro y en el pecho y se derrumbó antes de que se vaciasen las cámaras de su "LeMat".

— Lo mejor es echar a la hoguera a esos malditos ovejeros -propuso Frank.

Levantaron el cadáver rígido del hombre que había ido a avisar a Coker, lo balancearon un par de veces y lo atrojaron a las llamas, sin gran esfuerzo. Después alzaron a Coker en el aire de la mañana y, con vigoroso impulso, lo enviaron hacia las brasas de la cabaña.

— Esto les escarmentará -dijo Frank.

Cuando se descubrieron los diversos asesinatos, los propietarios de ganado ovino recurrieron a los gobernadores de Wyoming y Colorado, solicitando protección, pero no existía a mano ninguna prueba fehaciente que demostrase que aquellos crímenes se hubiesen cometido contra ovejeros por su condición de tales. En cuanto a los muchachos Pettis, la idea de que hubiesen sido contratados por los criadores de reses vacunas para zanjar diferencias sobre los pastos era execrable para cualquier persona sensata. En realidad, no había el menor asomo de prueba que relacionase a los Pettis con los homicidios y lo más probable, al parecer, sería que los crímenes los hubiese cometido algún pastor mexicano trashumante. El Claríon resumió la opinión de los habitantes locales cuando expresó en su editorial: Para los ciudadanos decentes de esta población resultan insultantes los rumores maliciosos e infundados que circulan entre nosotros, en el sentido de que se acusa de los más atroces crímenes a dos visitantes de Kansas temerosos de la ley. Ningún cargo sustancial de esa clase se ha presentado contra ellos, y nada puede demostrarse. Recordaremos a nuestros lectores quiénes fueron las víctimas. Un mexicano, un confederado que empuñó las armas contra la Unión, una mujer de mala condición y peor comportamiento, un alborotador que recorría la comarca difundiendo bulos y un paria miserable al que se acusaba de haber cometido aberraciones con las ovejas que cuidaba. Aunque no condonamos el asesinato, ello no obsta para que comprendamos que la desaparición de esos desdichados beneficia a la región y que, cuanto antes se vayan otros como ellos, más felices serán los ciudadanos decentes.

Al darse cuenta con más claridad de lo que había sucedido y de lo que podía suceder, Messmore Garrett se armó y se dirigió a caballo al punto donde tenía estacionadas las ovejas Amos Calendar.

— Ahora vendrán a por ti… o a por mi -dijo-. ¿Tienes alguna idea acerca de dónde pueden estar metidos?

— Sí.

— Dímelo y acabaré con ellos.

— Eso es cosa mía. Cuide de las ovejas.

Así que Calendar fue a Centenario y envió un muchacho a la sede del rancho, para que avisase a Jim Lloyd. Cuando el mayoral llegó, Calendar le dijo:

— Jim, mataron a Coker.

— Ya lo sé.

— Era amigo tuyo.

— Desde luego.

— Están escondidos en la taberna del Valle Azul.

— ¿Qué piensas hacer?

— Voy a matarlos, con tu ayuda.

— ¿Con mi ayuda?

— Era tu amigo, ¿no?

Jim se humedeció los labios. No deseaba meterse en tiroteos, pero Bufe Coker había sido amigo suyo. En la escaramuza con los comanches, Bufe le salvó la vida. Y volvió a hacerlo en la agarrada, más seria, que tuvieron con los muchachos Pettis. Fueron más que amigos, fueron hermanos, y Jim aún se acordaba de lo que Bufe dijo aquella última noche, cuando cumplían el turno de guardia de dos a cuatro de la madrugada: "Si dos compañeros tragan polvo juntos durante cuatro meses, en el puesto de retaguardia, eso les convierte en hermanos, ¿no?".

— Iré.

Cuando cabalgaban ya hacia el oeste, rumbo a las montañas, se les unió un voluntario de lo más inesperado. Oyeron que alguien pronunciaba sus nombres:

— ¡Jim! ¡Calendar!

Era Brumbaugh el Patata, a lomos de su caballo favorito.

— ¿ Vais en busca de los muchachos Pettis?

— Así es.

— Os acompaño.

— ¿Por qué? -preguntó Calendar.

— Cuando trataron de achicharrarme, Zendt y Skimmerhorn me echaron una mano.

— ¿Aquello fue cosa de los Pettis?

— Claro. ¿No lo sabíais? Los contrataron los ganaderos de Wyoming.

Por aquella ruta no había cabalgado nunca una partida más extraña: un labrador ruso, entrado en años y que no estaba complicado directamente en la cuestión, un joven ranchero-negociante que odiaba las armas de fuego, y un mortífero tirador con su rifle "Sharps" para búfalos, que sabía que, o golpeaba primero o no tendría ocasión de descargar un solo golpe. Los tres avanzaron hacia el oeste, hasta llegar al camino que ascendía en dirección al arroyo Claro y, a lo largo de su orilla, hasta el Valle Azul. Se desviaron luego hacia el norte, a través de terreno escabroso.

— Los Pettis no duermen nunca -advirtió Calendar-. La más ligera alteración atrae su interés. Nadie debe vemos.

Una parrafada excesivamente larga para Calendar, pero cada frase tenía su significado; cualquier transeúnte casual podía hacer un alto y comentar: "He visto a tres jinetes por el camino", y eso bastaría para poner en guardia a los asesinos, de modo que cuando los desconocidos llegasen al pueblo, caerían abatidos nada más asomar por allí.

En consecuencia, los tres vengadores desmontaron y condujeron sus caballos hasta el borde superior del valle, desde donde contemplaron el antiguo campamento minero. Trabaron las monturas y emprendieron el descenso a pie, despacio y con sumo cuidado para evitar que el chasquido de una ramita denunciara su presencia.

Alrededor de las cinco de la tarde llegaron al nivel del viejo campamento, y aguardaron a que apareciese el crepúsculo. "¡Qué lugar más feo y desagradable! ", pensó Jim, mientras observaba la sucia corriente que se deslizaba a sus pies, los tablones de andamiaje, manchados por la intemperie, de las minas abandonadas, la destartalada taberna y las escasas construcciones. En una ocasión, había oído a Levi Zendt describir el valle tal como estaba cuando Alexander McKeag y Cesta de Arcilla lo ocuparon, y pensó: "No cabe duda de que tenían en la imaginación un lugar muy distinto."

Cuando la oscuridad se enseñoreó del valle, Calendar llegó silenciosamente a la calle principal y, con infinita paciencia, exploró la cantina. A su regreso, las pupilas le brillaban con excitación.

— ¡Están ahí dentro! -Luego explicó su plan de batalla-. Me encargaré de Frank. El que lleva bigote. Jim, Orvid es para ti. Es un asesino, Jim, y si no acabas con él al primer disparo, se nos cargará a todos. Patata, dispare usted también contra Orvid.

Indicó a sus colaboradores cómo estaban situados los dos pistoleros, y Jim le interrumpió:

— Yo no disparo contra ningún hombre por la espalda.

— No será por la espalda; cuando yo entre en acción, no.

— Calendar, no dispararé a ningún hombre por la espalda. Por primera vez en todos los años que Jim llevaba conociéndole, Calendar tocó a otra persona. Colocó la mano sobre el brazo de Jim y manifestó:

— Te prometo que no será por la espalda.

Los tres hombres avanzaron sigilosamente a través de la oscuridad, en dirección a la taberna. Llegaron por fin a la entrada y, en silencio, Calendar miró a cada uno de sus compañeros. Respiró hondo y, a continuación, hizo algo de lo más extraordinario.

Abrió la puerta de un violento puntapié y emitió un grito selvático y aterrador, que lo mismo podía haber brotado de la garganta de una manada de coyotes enloquecidos. Fue algo sobrenatural, demoníaco, un alarido tan virulento que cuantos se encontraban ante el mostrador, incluidos los muchachos Pettis, se volvieron hacia la entrada automáticamente y empuñaron sus armas.

Al mismo tiempo, Calendar disparó su rifle de cazar búfalos, apuntando a Frank Pettis, y abrió un enorme agujero en el pecho del forajido. Simultáneamente, Jim Lloyd apretó el gatillo cinco veces, contra Orvid Pettis, que dio un traspié y cayó hacia delante, para interceptar con el rostro una descarga de perdigones disparada por Brumbaugh el Patata.

Menos de diez segundos después del aullido de Calendar, los tres intrusos estaban ya fuera de la taberna y habían desaparecido tragados por la noche. Nadie manifestó la menor predisposición a perseguirlos, dada su devastadora capacidad de fuego, y ni uno solo de los testigos presenciales intentó identificarlos. Todo sucedió con tal rapidez que los hombres ni siquiera llegaron a estar de acuerdo respecto al número de pistoleros que irrumpió en el local.

— Eran cuatro, yo los vi, y uno era negro.

— No, eran dos, el de la escopeta y un tipo pequeño con dos revólveres.

Nadie vio tres hombres.

Tras la retirada de los vengadores, se formularon dos comentarios, los cuales pasaron a formar parte del folklore de la ciudad fantasma. Un hombre de rostro ceniciento miró el cadáver de Orvid Pettis y preguntó en un susurro:

— ¿Cómo vamos a distinguir quién era quién? Éste no tiene cabeza.

Y el mozo del establecimiento, boquiabierto de honor ante el espantoso boquete abierto en el pecho de Frank por el arma de matar búfalos, dijo:

— Podría pasar por ahí una jarra de las de cerveza sin que los bordes se humedeciesen.

En 1886, la primavera resultó anormalmente seca y, varios años después del desastre, los residentes en la comarca aún recordaban: "La primavera de aquel año fue seca de verdad, pero el verano que la siguió todavía lo fue más."

Aparte de eso, fue un verano estupendo, de largos y tranquilos días de efectos vigorizadores, y noches frescas, adecuadas para las visitas.

En los pastos orientales, Amos Calendar apacentaba sus ovejas, sin ver a nadie durante semanas enteras, y hablaba a Rajá, su perro, un chucho singular, contento de la compañía humana y que escuchaba con tanta atención que incluso parecía capaz de responder.

En la ribera, Brumbaugh el Patata continuaba en pos de sus diversos objetivos, creando una finca que era una demostración práctica de cómo aplicar agua a la tierra, cómo lograr que el desierto florezca. Ahora enviaba a Denver carros llenos de melones, cultivaba estupendo maíz dulce y estaba obteniendo un gran éxito con su remolacha azucarera que, de momento, servía para alimentar ganado, puesto que la región no contaba con ninguna fábrica de azúcar.

— ¡Vaya lugar más incomprensible! -se lamentaba Brumbaugh-. El suelo es capaz de producir las mejores remolachas azucareras, pero los hombres son demasiado perezosos para construir una planta elaboradora de azúcar. En Rusia, ya teníamos una factoría azucarera hace cuarenta años.

Albergaba la intención de intentar algo al respecto.

En la ciudad, Levi Zendt se aproximaba al final de una existencia fructífera. Sus muchos proyectos habían prosperado moderadamente; su hijo se las arreglaba bien y sólo la ausencia de su hija Clemma le turbaba el ánimo. Lamentaba que en la zona ya no hubiese indios, porque se consideraba privado de algo cuando las jornadas transcurrían, una tras otra, sin que ningún arapaho con una manta sobre los hombros entrase en su tienda y se sentara para contemplar el movimiento del almacén.

— Esta tierra se creó para los indios -dijo un día a Lucinda- y, sin ellos, todos nosotros estamos defraudados.

El habitante de la urbe cuya fortuna había adoptado un giro espectacular, rumbo a la prosperidad, era Messmore Garrett. Su firme decisión de proteger los terrenos que poseía y ampliar sus pertenencias ovinas se había mantenido de modo tan tenaz y valeroso que los banqueros empezaron a respetarle, y hasta el Clarion declaró una tregua en su guerra contra el ganado lanar.

La verdad es que el periódico había emprendido una línea notablemente más tolerante respecto a muchas cosas, incluidos los ingleses, como patentizó el afable artículo publicado a últimos de junio: Hemos recibido en nuestras oficinas a un visitante cuya presencia ha otorgado elegancia y dignidad a nuestro modesto medio ambiente. No fue otro que el venerable conde Venneford de Wye, llegado a Centenario, por primera vez, para inspeccionar sus extensas propiedades. El conde es un hombre apuesto, delgado, canoso, de unos setenta y tantos años, que habla con un acento que prestigiaría el escenario de Denver. Podría interpretar el personaje del tío de Hamlet o el rey Lear con la misma aptitud que despliegan los actores que acostumbran a ensayar esos papeles, aunque tal vez; su voz sea un poco débil para la escena demente de la última de estas obras citadas.

Al preguntarle qué tal marchaba la hacienda, nos contestó como cualquier banquero del Este: "Parece que siempre compramos más reses de las que vendemos." Pero su contestación más memorable se produjo cuando le interrogamos en tono admirativo: "¿De qué clase de tejido es su chaqueta?" Para información de nuestros lectores, diremos que se trataba de una prenda de color gris azulado tejida con lo que daba la impresión de ser pequeños tallos de artemisa. "Es "tweed" Harris, mezcla de lana, de las Hébridas -nos dijo-. Curado a base de dejarlo en la caballeriza… " Nos invitó a comprobar la veracidad de lo que había dicho y nos indicó que oliésemos el paño. Y merced a nuestra familiarización, bastante prolongada, con los establos, nos sentimos capacitados para asegurar que el noble conde no nos engañaba.

Venneford permaneció tres semanas en el rancho y luego, en un cómodo carruaje, se trasladó al Campamento Avanzado Cuatro, donde disfrutó a gusto con los pinos y las figuras escultóricas labradas por la erosión, pero sólo se sintió como en su propia casa cuando llegó al Club de Cheyenne, con sus partidos de polo y de tenis, que tenían efecto por la tarde. Las largas veladas estivales las pasaba al aire libre, jugando al croquet a la luz de las antorchas, un juego al que era muy aficionado pese a su edad.

Charlotte Seccombe le acompañaba constantemente, tranquilizándole acerca de los progresos del rancho y presentándole a los otros hacendados británicos de la comarca. A veces, el club parecía una dependencia de algún casino militar de Saint James's Street, al encontrarse allí tantos ingleses relacionados con el ejército, pero sobre todo eran los cordiales ganaderos de Wyoming quienes se apiñaban en torno a Venneford, para hablar de problemas mutuos. Claude Barker estaba allí con sus historias acerca de rechazar de una vez a los ovejeros del arroyo del Caballo, y los enérgicos escoceses de Chugwater exponían su versión de esas disputas.

Pero cuando los agasajos y diversiones se acabaron y lord Venneford se disponía a tomar el tren que iba a llevarle a Chicago y luego a Nueva York, donde ya le aguardaba un barco, puso el miedo en el corazón de Oliver Seccombe al anunciar con voz fina y aguda:

— He visto maravillas que ni por lo más remoto supuse que vería. ¡Ostras en Wyoming! ¡La belleza del Campamento Avanzado Cuatro! ¡El encanto de mi anfitriona! Y Dios sabe cuántas cosas más. Lo único que no he visto es ganado, de modo que en cuanto llegue a casa enviaré a Finlay Perkin para que eche una ojeada a eso. Querrá una contabilidad estricta. De ello estoy seguro.

Y, sin más ceremonias, subió con gran presteza al vagón y desapareció.

Es obligado decir en favor de Oliver Seccombe que no intentó en ningún momento y de ningún modo incriminar a su esposa. No la acusó de inducirle a derrochar dinero, ni se burló del castillo que la mujer había construido en la sede del rancho. Llevaba trece años de felicidad al lado de Charlotte y la encontraba todavía tan excitante e imprevisible como cuando la cortejó por primera vez. Charlotte aún modelaba las palabras cantarinamente y con un acento delicioso; seguía riéndose ante las contrariedades de la vida y ni una sola vez se lamentó de que la existencia en Colorado hubiese sido inferior a lo que había esperado. Adoraba la región ganadera y era una ejemplar esposa de hacendado.

Cierto que dilapidaba bastante dinero, pero principalmente suyo. Que Oliver hubiese "pedido y tomado en préstamo un poco del rancho", según su propia expresión, era cosa de él, no de ella, y cualesquiera que fuesen las malversaciones de fondos que Finlay Perkin pudiera descubrir, caerían sobre la cabeza de Seccombe y no sobre la de su esposa.

— ¿Por qué va a enviar Venneford aquí a Finlay Perkin? -preguntó Charlotte.

— Hemos gastado algo más de lo que podemos justificar -repuso Seccombe, evasivo.

— ¿Qué significa eso?

— Cuestión contable. Deberíamos tener en los pastos muchas más cabezas de ganado de las que tenemos.

— Es fácil de explicar. Las vacas a veces no alumbran terneros.

Volvieron en una carreta al Campamento Avanzado Cuatro y, una vez allí, Seccombe la obligó a enfrentarse a los difíciles problemas que se plantearían cuando llegase Perkin con sus papeles y cuadernos de notas.

— Traerá una relación de todas las reses que hemos comprado y querrá puntearlas una por una.

— ¿Eso es posible?

— Ni disponiendo de mil vaqueros podría hacerlo.

— Entonces, ¿por qué preocuparse?

— No parará de dar la lata hasta haber puesto boca arriba todas las discrepancias y, al final, verá que han desaparecido unas veinticuatro mil cabezas de ganado.

— ¿Cómo es posible que…?

— Han desaparecido, Charlotte. Nadie las robó, desde luego, pero no están aquí, ni más ni menos. ¿Y cómo puedo explicarle eso a un hombre como Perkin?

Verdaderamente, ¿cómo? Llegó a Cheyenne el 15 de septiembre de 1886 e insistió en que le condujesen de inmediato al Campamento Avanzado Cuatro. Era un hombre menudo y consumido, de sesenta y seis años, que llevaba tanto equipaje que fueron necesarios dos mozos para bajarlo del tren y cargarlo en un carromato especial. En el curso de los últimos dieciocho años no había salido una sola vez de Bristol, ni siquiera para visitar a sus padres, que vivían en Kincardineshire, o a los banqueros de Londres, lo que no era óbice para que, a través de la lectura de informes y del estudio de mapas, tuviese un conocimiento exacto de Wyoming y del norte de Colorado.

— Ah, sí -manifestó con voz tenue, tras acomodarse en el carruaje, entrelazadas las manos y mirando a derecha e izquierda-. Eso es el Union Pacific y nuestros lotes ochenta y uno a ochenta y siete se encuentran ahí mismo. Sí, ése es el pozo artesiano que excavamos en 1881, y ya veo que todavía se extrae agua de él. Ése, doy por supuesto, es el nuevo alambre espinoso Glidden. ¿Da resultado?

Supo, con una diferencia de pocos centenares de metros, cuándo tenían que desviarse hacia el sur pata llegar al campamento y, al aproximarse, reconoció las nuevas cercas y los pastos de los que se había trasladado a las reses.

— Es una lástima -comentó-, una auténtica lástima que el gobierno no quisiera vendernos esas secciones intermedias. -De todas formas, las hemos utilizado -dijo Seccombe, en un intento de dar intrascendencia al diálogo.

— Utilizar no es lo mismo que poseer -replicó Perkin en tono brusco-. Ah, ése es el portillo de entrada al campamento.

Cuando el vehículo se detuvo delante de la cabaña, Perkin ni siquiera miró los alojamientos, sino que se encaminó directamente al bajo establo de piedra, donde examinó el maderamen y las casillas de los caballos.

— ¡Espléndido edificio! -alabó-. En 1868, cuando Skimmerhorn recomendó que se hiciese de madera, yo aconsejé la piedra. Observen el estado de la construcción, tan sólida como cuando la acabaron de construir. Clinger realizó una obra estupenda.

— ¿Quién? -preguntó Seccombe.

— Clinger. El albañil de Cheyenne. Caro, pero, a la larga, el más barato. Dígame, antes de que entremos, ¿pastan por aquí cerca algunos de esos cornicortos de Illinois?

— Andan por la parte este.

— Muy bien.

Durante tres días de investigación preliminar, todo lo que Perkin deseaba ver estaba en la parte este o en la parte oeste, pero, en apariencia, ese alejamiento no le preocupaba. Se limitó a anotar en sus libros que, en aquel momento, los cornicortos de Illinois se encontraban pastando por el este.

Lo quería saber todo y no tardó en demostrar que comprendía mucho mejor que Seccombe las complejas maniobras relativas a la administración de una hacienda ganadera. Sus preguntas eran sosegadas, nunca provocativas y no abandonaba hasta haber recibido una respuesta concreta que pudiese escribir en su libro.

— Está acumulando datos para descubrir todas las discrepancias -dijo Seccombe a Charlotte, la tercera noche, cuando se retiraron a descansar.

— Parece estar incoando una causa contra ti, Olivero Tuve la intensa sensación de que anotaba tus respuestas para, más adelante, presentárselas a Skimmerhorn y Lloyd e invitarles a contradecirte.

Seccombe no respondió, porque también él había adivinado la naturaleza del juego de Perkin.

— Dime, Oliver, ¿te respaldarán esos dos? -No hubo contestación-. Quiero decir, ¿podemos confiar en su lealtad? -Tampoco hubo respuesta-. Lo que quiero decir, Oliver, es si no aprovecharán la circunstancia para traicionarte… No, expresado así, da la impresión de que tú eres culpable de algo malo. Lo que quiero decir es…

— Sé lo que quieres decir. Skimmerhorn y Lloyd son dos de los hombres más honrados que existen en la actividad ganadera. Por eso nos las hemos arreglado tan bien… si no fuera por esas malditas cuentas sobre el papel a las que en Bristol se han ceñido estrictamente. -Paseó por el dormitorio-. ¿Por qué no pueden comprender que, en una hacienda tan enorme como ésta, a uno no le es posible ir por ahí marcando las orejas de cada vaca?

— Eso es lo que quiere Perkin.

— Es lo que nunca conseguirá.

— Así, pues, ¿confías en Skimmerhorn?

— Más me vale. Tiene en sus manos nuestro destino.

Habían juzgado a Perkin correctamente, ya que el hombre se dedicaba, con suma paciencia, a reunir datos sobre ellos. Prepararía un documento meticuloso y justo, pero que resultaría terriblemente perjudicial. Lo que no previeron fue la minuciosidad de Perkin en cuanto llegó a la cuestión del ganado.

— Iremos al cuartel general -sugirió Seccombe, la cuarta mañana.

— No -repuso Perkin-, empezaremos en el Campamento Avanzado Cinco.

— ¿Qué quiere ver allí?

— Voy a contar las reses -dijo Perkin con toda naturalidad-. Empezaremos por el oeste y subiremos hacia la frontera de Nebraska.

— No puede contar…

— Ésa ha sido la cuestión, Seccombe. Puede que usted no sea capaz de contar, pero yo sí, y me propongo empezar mañana. Convoque a los vaqueros.

Y cuando los vaqueros se presentaron en el Campamento Avanzado Cinco, no muy lejos del punto donde se descubrieron los huesos de dinosaurio, Seccombe observó que el equipaje de Perkin consistía principalmente en latas de una tinta azul especial, fabricada en Alemania, una pincelada de la cual se aplicaría al lomo de cada una de las reses vivas que hubiera en el millón seiscientas mil hectáreas de paso que constituían entonces la Hacienda Venneford, siempre y cuando Perkin pudiese capturarlas.

Cuando circuló la noticia, los vaqueros se echaron a reír. Perkin no se manifestó molesto en absoluto.

— Si pintamos las cabezas de ganado una por una, no caeremos en la tentación de contarlas dos veces -explicó-. Para cuando lleguemos a Nebraska, sabremos con exactitud cuántas hay.

— Se nos pasarán por alto miles de ellas -protestó un mayoral-. Uno no puede explorar todas las quebradas y barrancos. Es posible que la mitad de nuestro ganado esté ahora en Wyoming, buscando buenos pastos. No nos queda mucho por aquí.

— Registrar las quebradas y barrancos es tarea de usted y, si es necesario, entre en Wyoming -dijo Perkin calmosamente.

Y, durante cinco semanas, aquel estirado hombrecillo marchó en dirección este, montado en una calesa, a través de la gran pradera, aplicando brochazos de pintura alemana sobre el lomo de las reses que los vaqueros encontraban y conducían hasta él. Era incansable. Jinetes acostumbrados a la silla, en la que habían pasado la mayor parte de su vida, quedaban agotados bajo el calor de aquel otoño anormalmente sofocante, sólo con seguir el carruaje en el que iba Perkin.

Cuando llegaron a la frontera de Nebraska, había gastado litros y litros de pintura, revisado todas las hondonadas, gargantas y barrancas del rancho, todos los abrevaderos, las zonas colonizadas y las secciones del gobierno interpoladas en los terrenos propiedad del Venneford.

— Obraron con sensatez al expulsar a los ovejeros de estas zonas fronterizas orientales -comentó aprobadoramente, y elogió el programa de cercados-. Me alegra comprobar que nuestras tierras están protegidas.

Pero fue haciéndose cada vez más evidente para todos que, por muchas reses del "Uve Coronada" que recibiesen el brochazo de tinta, la suma total iba a resultar lastimosamente corta respecto a la cantidad que el equipo del Venneford había supuestamente comprado.

— Volveremos a la sede del rancho -propuso Seccombe, durante la última semana de octubre.

Pero Perkin le dejó atónito una vez más, al decir:

— No, regresaremos directamente al Campamento Avanzado Cinco.

— Pero, ¿por qué?

— Quiero hacer una prueba. Inspeccionaremos el ganado que encontremos allí. Veremos cuántas cabezas pasamos por alto la primera vez y corregiremos nuestras cifras de acuerdo con ello.

Fue una tarea regocijante, algo sobre lo que los vaqueros cantaron humorísticamente durante varios años:

El buen Finlay Perkín es puro temblor,

Inútil extremo de un lazo vacío.

Destiñó su tinta de azul esplendor,

Ninguna esperanza le queda ya al tío.

La letra podía ser acertada, pero también algo cruel Cuando el calesín llegó al Risco de Creta, los vaqueros reunieron unos doscientos novillos del "Uve Coronada", ninguno de los cuales llevaba encima el menor rastro de pintura. Hubo algunas risitas disimuladas mientras el menudo escocés inspeccionaba aquellos animales y los registraba como nuevas cabezas que añadir a la lista. Pero al terminar con aquellas doscientas reses, le asaltó la idea de que era muy improbable que se les hubiesen escapado tantos animales en el primer examen.

— No ha llovido nada -comentó reflexivamente.

— Ni una gota -corroboró Skimmerhorn.

— Que capturen unos cuantos novillos más.

Así que se trasladaron a una zona distinta, reunieron otras trescientas cabezas y tampoco tenían señal alguna de pintura.

— El químico me aseguró que la tinta era a prueba de agua -declaró Perkin sin asomo de queja en la voz; simplemente, informaba de lo que le habían dicho.

— ¿Y a prueba de sol? -preguntó Skimmerhorn.

— Sobre eso no se comprometió -dijo Perkin.

De modo que tomaron unas cuantas tablas y trazaron sobre ellas una serie de franjas. Y el sol otoñal era tan fuerte que, al cabo de varios días, las líneas de pintura empezaron a desintegrarse y el experimento, tan costoso en tiempo y dinero, resultó completamente estéril.

— Volvamos a la cuenta sobre el papel -dijo Perkin en tono farisaico-. Sabemos que debe haber cincuenta y tres mil cabezas de ganado y confiamos en que haya más. -Siempre volvemos a la cuenta sobre el papel -dijo Seccombe.

Ahora, por fin, se dirigieron a la sede del rancho y, al echar un vistazo a la dispendiosa mansión, Perkin comprendió que tenía una causa firme, al margen de que la pintura alemana subsistiese o no.

Tendré que revisar los libros contables relativos a sus edificios -manifestó con acento cortante-. Empezando por los establos.

Seccombe no tuvo dificultades en justificar los pagos hechos por los rojos establos, los más soberbios de Colorado, los corrales y las zonas de almacenaje. Pero cuando salió a relucir el castillo, las cuentas distaban mucho de estar claras.

— Bien, estos fondos, si lo he entendido bien, proceden de la cuenta de Henry Buckland, el padre de su esposa, que vive en Bristol, ¿no? Bueno, eso puede comprobarse. ¿Pero qué me dice de estas cantidades de aquí?

Seccombe titubeaba, pero ni una sola vez le apremió Perkin, o pretendió sacarle de quicio, Si Seccombe se abstenía de explicar con exactitud el origen de los fondos, Perkin se callaba, procedía a tomar nota y pasaba a la partida siguiente. Era insaciable en sus ataques a la yugular. Sabía que en aquella contabilidad se cometieron graves alteraciones, pero no le resultaba fácil penetrar hasta una malversación específica y, en tanto no llegara a eso, carecía de base para formular acusaciones. Cosa que también sabía.

Bruscamente, dejó a un lado lo de la casa y empezó a profundizar en los gastos del sistema de regadío. No veía razón alguna por la que Venneford tuviese que invertir tanto dinero en conducir agua a unos terrenos que no la necesitaban y, cuanto más examinaba las acequias y los prados inútiles, más preocupado se sentía. Hasta que Skimmerhorn le convenció para que visitase a Brumbaugh el Patata, quien reaccionó con gran entusiasmo.

— Señor Perkin, observe esas praderas. Mire esos montones de heno que serán forraje para el invierno.

— Pero con este clima nunca hará falta reservar forraje para el invierno -señaló Perkin-. Esto es un derroche.

— ¡Señor Perkin! -se escandalizó Brumbaugh. Pronunció "Berking", con gran irritación por parte del escocés-. Llegará el invierno y el heno será oro. Tengo en mi finca casi tanto heno como ustedes y, cuando llegue el invierno, recibiré incontables dólares a cambio de mi forraje.

Cuando la entrevista concluyó, Perkin inquirió agriamente:

— ¿Quién es ese hombre?

— El granjero más floreciente de esta región -contestó Skimmerhorn-. Un ruso.

— ¡Un ruso! -exclamó Perkin-. ¿Qué hace aquí?

Y la evidencia del éxito de Brumbaugh quedó desdeñada. El plan de regadíos era un indefendible derroche de fondos de Bristol.

El quince de noviembre, Finlay Perkin sabía ya cuanto necesitaba saber y aquella noche, portándose rectamente con los Seccombe, les explicó con toda franqueza el resultado de su investigación:

— Lord Venneford me envió aquí para que precisara determinados datos. Así lo he hecho. Han estado ustedes despilfarrando nuestro dinero. Aceptaron remesas de ganado sin contar las reses. Tengo la sospecha de que usted, Oliver Seccombe, estaba de acuerdo con los vendedores. Y salta a la vista que vendió vacas y terneros nuestros para costear este monstruoso castillo. Presentaré a su señoría el informe de lo que he descubierto y debo advertirle a usted que cabe la posibilidad de que lord Venneford decida entablar una demanda judicial. Desde luego, si me pide consejo, le recomendaré que proceda así, porque si alguna vez he visto una apropiación ilícita de fondos de una sociedad, ésa está aquí.

Dicho lo cual se fue a la cama.

No pudo tomar el tren en la estación de Cheyenne, porque aquella misma noche el termómetro experimentó un demencial descenso que puso el mercurio varios grados por debajo de cero, cosa que resultaba increíble en aquella época del año.

— Iremos mañana -sugirió Seccombe.

Pero, antes del amanecer, se produjo el ataque de una ululante tempestad que depositó en algunos puntos montones de casi dieciocho centímetros de nieve.

— En noviembre, se funde en seguida -aseguró Seccombe a su visitante.

Desde luego, no deseaba tener allí a aquel hombrecillo desagradable un solo día más de lo imprescindible, pero, por la tarde, la tempestad arreció y lanzó otros quince centímetros de nieve. Durante la noche, cayeron más de cuarenta centímetros. Desde la frontera norte de Montana hasta la línea del Platte, todo el Oeste aparecía cubierto de nieve y así permanecería durante un largo y desastroso invierno.

El peso de la ventisca recayó principalmente sobre Jim Lloyd, porque estaba encargado de mantener vivas las reses. Se aprestó a no escatimar esfuerzos para cumplir esa obligación. En las primeras horas del temporal, se dirigió a la granja de Brumbaugh el Patata y dijo al ruso:

— Vengo a comprarle todo el heno que tenga.

— Inteligente medida -repuso el Patata-. Nos espera un invierno largo y duro.

No iba a dar a Jim todo el heno, puesto que contaba con algunas cabezas de ganado y los huesos le advertían que aquella nieve era distinta, pero le vendió una parte, conservando los pardos montones, ahora bajo sesenta centímetros de nieve, en su finca hasta que Jim enviase hombres a recoger y transportar el forraje.

La tarde de aquel primer día, Jim presentó la factura y Perkin protestó furiosamente:

— Una tormentita de nada y se dejan dominar por el pánico.

Ante su sorpresa, Jim reaccionó con energía y su breve alegato tuvo un efecto silenciador:

— Mi trabajo consiste en alimentar esas reses. Y voy a cumplirlo.

El segundo día, cuando los amontonamientos de nieve habían cerrado las carreteras y empezaban a cubrir los muros de barlovento de los edificios del rancho, Jim ensilló su caballo más robusto y se dispuso a hacer una visita a los cornilargos de los pastizales más cercanos, pero le fue imposible arrostrar las acumulaciones de nieve. Cualquiera que fuese la dirección que tomara, no podía alejarse mucho del rancho y, en el curso de toda la jornada, no vio una sola cabeza de ganado.

El tercer día, tuvo dificultades para sacar la montura del establo. Un viento aullador impulsaba la nieve, que azotaba el aire a través de la campiña, hasta que tropezaba con algún objeto inmóvil; entonces se iba amontonando allí y alcanzaba alturas sorprendentes. En el cuartel general de la hacienda llegó a tener tres metros e incluso tres y medio en algunos lugares.

Durante la tarde de aquel tercer día, Jim avistó las primeras reses. Habían bajado desde el norte, avanzando inquebrantablemente con la tempestad, manteniendo el viento a su espalda. Confiaban tropezar en su camino con algo de comer y, lo que era más importante, con agua.

Los primeros semicongelados animales toparon con una cerca y cuando los que llegaron después ejercieron la presión de su empuje, los que iban en vanguardia derribaron la cerca y vagaron en dirección este. Jim trató de detenerlos y esparció frente a ellos pequeñas raciones de heno, pero los novillos siguieron adelante, baja la cabeza para esquivar el azote del viento. Continuaron a lo largo de los días, a la espera de que el temporal amainase, sin comer nada, sin beber nada, hasta que chocaban con una cerca o con algún objeto inamovible. En ese peligroso momento, empezaban a apiñarse y, si no se les conducía rumbo a la salvación, muchos perecerían al amontonarse unos sobre otros.

— ¡Marchan con la tempestad! -dijo Jim a los jinetes-. ¡Tenemos que detenerlos!

Así que los vaqueros se dispersaron por el helado rancho, a kilómetros de la comida o el agua, y se esforzaron valerosamente en llevarse de allí a las reses, que se movían muy despacio. Era una labor angustiosa. Los congelados hombres bregaban entre los montones de nieve, a lomos de caballos que se hundían profundamente en aquella capa blanca, y cuando llegaban a las reses lo único que podían hacer era conducirlas en direcciones aparentemente más seguras que las que llevaban.

Alimentarlas era imposible.

— Tendremos que aguardar hasta que se acabe -informó Jim a Skimmerhorn, el cual fue a exponer la situación a Seccombe y Perkin.

— ¿Serán importantes las pérdidas de ganado? -inquirió Perkin.

— Podríamos perder todas las reses -dijo Skimmerhorn, pesimista.

— ¡Oh, Dios! -exclamó Perkin.

Y canceló su viaje de regreso a Bristol. Si la ventisca representaba una amenaza de aquella magnitud, su deber consistía en quedarse allí y proporcionar toda la ayuda que le fuese posible.

Demostró poseer una cantidad asombrosa de recursos. En vista de que el deshielo no se producía y de que las reses de las zonas alejadas seguramente estarían muriéndose de hambre, propuso, precisamente él:

— Carguen vagones con el heno de Brumbaugh y expídanlos a Julesburg. Contraten hombres para que distribuyan el forraje desde allí.

Y cuando los del ferrocarril, adivinando que los ganaderos no tenían otras alternativas, aumentaron las tarifas, fue Perkin quien se encaró con ellos y les amenazó con escribir cartas al London Times. A Jim le pareció un gesto fútil, pero dio rápidos resultados en Omaha, ya que la empresa ferroviaria dependía en gran parte de la financiación londinense y sus lectores comprendieron que una carta condenatoria publicada en el Times, podía afectar de forma negativa la emisión de obligaciones.

Pero, igual que anteriormente, el peso principal lo soportó Jim Lloyd que fue quien condujo brigadas de socorro a los más remotos rincones del extenso rancho, para asistir al ganado, cuando lo encontraban. Miles de cabezas habían descendido desde Wyoming y también las alimentaron, al tropezarse con ellas a lo largo del Platte. Jim LIoyd supuso que unos diez mil cornilargos del "Uve Coronada" habrían penetrado en Nebraska.

— Hasta la primavera, no volveremos a verlos -dijo a Perkin, cuando regresó a la sede de la hacienda.

— ¿Pero los recuperaremos? -preguntó Perkin.

— Tal vez un millar -repuso Jim.

— ¿Insinúa que es posible que mueran nueve mil reses? -exclamó el pequeño administrativo.

— Probablemente ya habrán muerto -manifestó Jim en tono lúgubre.

Los animales del "Uve Coronada" que permanecieron en los terrenos del rancho lograron sobrevivir, gracias a los heroicos esfuerzos de Jim y al heno que había almacenado prudentemente, y cuando, a principios de enero, Perkin acompañó a Seccombe al Club de Cheyenne y se enteró del desastre total que se había abatido sobre algunos ganaderos ingleses que explotaban haciendas en Wyoming, empezó a darse cuenta de lo bien regido que estaba el Venneford.

— Nunca sufrimos una tempestad como ésta -dijo Claude Barker-. Es imposible distinguir, en ochenta kilómetros, la situación del arroyo del Caballo… que está helado y cubierto de orilla a orilla. Si no llega pronto el deshielo, quedaremos liquidados.

— No -le aseguró Perkin-. Nuestro capataz, Jim Lloyd, me ha informado de que en los pastos del Venneford hay tres o cuatro mil reses de ustedes.

— Gracias a Dios. ¿Tienen comida?

— Jim las está alimentando con un poco de heno.

— Bendito sea Dios.

A mediados de enero dio la impresión de que la fenomenal borrasca se había consumido. Una serie de jornadas cálidas permitió que la nieve empezara a fundirse y, cuando regresaban al rancho, Seccombe dijo:

— Un par de días más y la hierba aparecerá a la vista. Entonces verá usted cómo se recobra el ganado.

— Oliver -declaró el escocés-, los hombres que tiene en nómina me han impresionado profundamente. Conocen la ganadería. Es más, adoran a las reses. El "Uve Coronada" ha salido mucho mejor librado que los demás ranchos y, en mi informe, eso se tomará en consideración.

Los dos hombres llegaron a la sede de la hacienda en un estado de suspensión provisional de hostilidades. Charlotte les tenía ya preparada una comida caliente y Perkin dijo a la mujer:

— Señora, su marido ha resultado ser un ranchero prudente.

— Nos complace mucho que haya podido ver usted, con sus propios ojos, las dificultades que entraña la administración de una hacienda ganadera -repuso Charlotte fríamente.

Haciendo caso omiso de la actitud de la mujer, Perkin dijo en tono cortés:

— Partiré el viernes y le aseguro que me llevo los mejores recuerdos de mi estancia aquí.

Tampoco en esa ocasión pudo marcharse. Aquella noche se desencadenó desde el Ártico un vendaval sin precedentes en la historia del Oeste, un viento que llegó rugiendo e hizo bajar el termómetro de unos benignos doce grados sobre cero a unos gélidos veinticinco bajo cero. La humedad que se había acumulado como consecuencia de la fusión de la nieve volvió a congelarse y formó una impenetrable capa de hielo.

— Esto es lo más grave -comentó Seccombe, al ver aquel escudo reluciente.

— ¿Por qué? -inquirió Perkin, nervioso, incapaz de comprender qué había caído sobre el rancho.

— La hierba ha quedado herméticamente cerrada. Las reses no pueden llegar a una sola hoja. Si el hielo no se funde en el plazo de dos días…

En vez de fundirse, lo que hizo el hielo fue espesarse, ya que el termómetro bajó a treinta y cinco grados negativos.

Y entonces, la noche del quince de enero, se desató la gran ventisca de 1887. Acumuló cuarenta centímetros de nieve encima de las capas de hielo, creando montones que cubrieron establos, borraron toda huella de carreteras e hicieron descender la temperatura hasta unos históricos cincuenta y ocho grados bajo cero. Todos los pastizales quedaron enterrados a una profundidad hasta la que ningún miembro de la fauna podía llegar. Al no disponer de reservas de heno ni de ninguna clase de forraje, la mayoría de los rancheros del Oeste norteamericano tuvieron que permanecer impotentemente sentados junto al fuego de la chimenea y rezar para que la borrasca amainase, mientras millones de reses morían por congelación o inanición.

El intenso frío continuó durante cinco terribles días, sin que una sola noche dejase de nevar. La totalidad de la pradera estaba revestida de hielo y los angustiados rancheros no tuvieron más remedio que reconocer que su peligroso juego de criar ganado en pastos abiertos, sin contar con reservas de alimentos para socorrer a las reses en caso de temporal, había tocado a su fin.

La vaca era el animal menos preparado para hacer frente a una ventisca. El búfalo había aprendido a agitar su maciza cabeza y apartar la nieve del suelo. El caballo escarbaría con el casco hasta descubrir la hierba situada debajo. Ante la falta de agua, la oveja engulliría nieve. Los pavos se posarían en los árboles para escapar a los amontonamientos de copos. Las gallinas picotearían hasta llegar al piso de tierra e ingerirían nieve para convertirla en agua. El ganado bovino no aprendió ninguna de esas estratagemas que permitían sobrevivir; con nieve hasta el vientre, una vaca se moriría de sed.

Jim LIoyd tenía en su plantilla a un vaquero de Texas llamado Red, que se las daba de ser algo extraordinario con el lazo. Caminaba con exagerado contoneo y mantenía los pulgares engarfiados en el cinturón, tal como había visto hacer a los hombres de más edad. Contaba veintidós años y, si sentaba la cabeza, llegaría a ser uno de los mejores elementos. Durante una tregua en la borrasca, Red se ofreció para cabalgar hasta el límite norte e informar de lo que estaba sucediendo. Quería hacer ostentación de valor y Jim le dio toda clase de oportunidades para que cambiase de idea. ¡Pero Red no era de ésos! Ensilló su montura, tomó varias raciones de víveres en conserva, así como un termo, y partió en dirección este. Permaneció ausente nueve días y, a su regreso, estaba flaco y con los ojos enrojecidos.

Finlay Perkin sugirió que se acomodase en la cocina del castillo e informara de lo que había visto. Red se sentó allí, como el duro vaquero que deseaba ser, sosteniendo con ambas manos el cubilete de café, mientras hablaba con frases cortas y secas. Pero, nada más pronunciar las primeras, el labio inferior empezó a temblarle y tuvo que dejar el cubilete de café. Le fue imposible hablar, durante un buen rato.

— He visto… -Miró a Seccombe desesperanzadamente-. En esa quebrada que hay cerca de los tres pinos, he visto…

No pudo continuar.

Al cabo de una pausa, comenzó de nuevo:

— He visto cadáveres de reses amontonadas unas encima de otras hasta que parecían llenar todo el barranco. En el arroyo del Pino he visto una hilera de cuerpos sin vida formada por cosa de un millar de cabezas. He visto por la garganta que llega al Campamento Avanzado Dos todo un campo de hielo sembrado de hocicos y cuernos que sobresalían; lo menos hay allí quinientos cornilargos, sepultados durante la primera tempestad. He visto…

Se le quebró la voz. Su cabeza pelirroja cayó sobre la mesa y el muchacho permaneció silencioso, demasiado curtido para llorar, excesivamente sofocado para hablar. Sus oyentes desviaron la mirada y, al cabo de un momento, Red sobrecogido murmuró:

— La mitad de nuestro rebaño debe de haber muerto.

Así era. Pero, con todo, el "Uve Coronada" salió mejor librado que la mayor parte de los otros ranchos, gracias, exclusivamente, al esfuerzo incansable de Jim LIoyd y sus brigadas de alimentación. En vista de que la nieve helada no parecía dispuesta a disminuir, Jim alentó a los carpinteros para que transformasen los carromatos en toscos trineos, con los cuales llevó heno a todos los.puntos de la hacienda. Trabajó dieciocho y veinte horas diarias y a veces, cuando encontraba inesperadamente un hato de cornilargos que habían perecido en algún barranco, con las yertas caras aún vueltas esperanzadamente a favor del viento, a Jim casi se le saltaban las lágrimas.

Fueron días de zozobra en todo el Oeste, fechas angustiosas en las que vaqueros endurecidos como Red, el texano, se veían impotentes para contener la tragedia que se desarrollaba ante sus ojos, jornadas en las que ganaderos animosos y joviales, como Claude Barker, del arroyo del Caballo, examinaban la situación y decían:

— Bueno, esto es el fin del rancho. Mientras duró, fue algo estupendo.

La industria de la ganadería en pastos abiertos, tal como la disfrutaron los rancheros magnates en los años dorados de 1880 a 1886, había desaparecido para siempre. En adelante, ya no sería posible que un hombre criara su ganado en estado libre a lo largo de inviernos clementes, seguro de que los animales se alimentarían con la hierba del suelo, tapizado tan sólo por una escarcha ligera. Ya no podría nadie jactarse de poseer más de dos millones de hectáreas de tierra sin cercar y una ganadería tan numerosa que le era imposible contar las cabezas. Los buenos tiempos habían muerto; los ingleses que tanto hicieron en la exploración y promoción del Oeste regresarían a su patria. Iban a ser necesarias nuevas ideas: cercas, nuevas razas de ganado, nuevos sistemas de control.

En ningún rancho fueron las consecuencias más insólitas que en el Venneford, donde durante los días nefastos tres personas recíprocamente recelosas permanecían aprisionadas dentro de un castillo: Oliver, Charlotte y Perkin, cada uno de ellos en su torre individual. Se encontraban sólo a la hora de las comidas que se servían en el aireado comedor, y cada uno de ellos mantenía su mirada vigilante sobre los otros, cada uno de ellos se daba cuenta de qué la base de su vida estaba cambiando, y cada uno de ellos pensaba en cómo podría acomodarse mejor a los nuevos requerimientos. El viento gemía, el hielo se formaba y cada uno de ellos se quedaba en su celda, como monjes en un monasterio ruinoso un milenio antes.

Oliver Seccombe tenía entonces sesenta y nueve años: un hombre cuya existencia estaba bastante consumida. Iba a acabar en derrumbamiento, con una desagradable demanda judicial amenazándola, sin que él vislumbrase una posible escapatoria a la casi segura catástrofe. Tendría que renunciar a su cargo en el rancho, a las encantadoras jornadas en el Campamento Avanzado Cuatro, entre los pinos, a su situad6n de gran señor de la comarca. Abandonar el castillo de Charlotte no constituiría ningún pesar; había sido un demonio costosísimo. Pero dejar la hacienda sí que iba a afligirle, porque era creación suya. Sin su tenaz entusiasmo, el rancho nunca se habría hecho realidad, y resultaba un tanto irónico que el propio Oliver Seccombe fuera uno de los agentes destructivos de la hacienda. El único consuelo que le quedaba era que, después del desmoronamiento, Charlotte dispondría de suficiente dinero propio para sobrevivir y, de un modo o de otro, se las arreglaría para llevar una existencia feliz. En cuanto a él, Perkin ya había sugerido abiertamente que presentase la dimisión. Bueno, los ganaderos de Argentina siempre estaban solicitando información entre los ingleses de Wyoming y tal vez pudiera asociarse con alguno de ellos. Lo que más lamentaría iba a ser la pérdida del Club de Cheyenne, aquel amistoso grupo de caballeros, aquella Atenas del Oeste, donde la comida era estupenda, el vino aún más delicioso y la tertulia lo mejor de todo. Maldición, echaría de menos aquel club.

Charlotte Seccombe no abrigaba pensamientos tan elegíacos. Muchacha avisada como era, comprendió en seguida algo que ni a su marido ni a Perkin se le había pasado por la imaginación. Debido a las tremendas pérdidas sufridas durante la borrasca, que afectaron a todos los ranchos -y que en algunas partes de Montana llegaron hasta el noventa y tres por ciento-, la diferencia entre los libros de Finlay Perkin y el número real de cabezas de ganado en los pastos estaba nivelada. Sencillamente, ¡no existía! En octubre de 1886, Finlay Perkin podía señalar sus libros contables y decir: "Usted pagó la compra de tantas y tantas cabezas de ganado, pero sólo tiene ahora éstas y éstas. Sin duda, se ha apropiado del importe de las que faltan." Pero, en marzo de 1887, Seccombe estaba en situación de responder: "Las reses que se echan de menos murieron durante el temporal." Como un mozo del bar del Club de Cheyenne había comentado cínicamente cuando el invierno desarrollaba lo peor de su crudeza: "Olvídense del ganado muerto, caballeros. Arreglen sus libros de contabilidad." Charlotte se daba perfecta cuenta de que Perkin se encontraba sin ninguna acusación que presentar ante los tribunales, aunque pudiese poner las cosas muy mal para los Seccombe, informando a los directores de Bristol. Así que la mujer empezó a tratarle con estudiado desdén e inventó diversos modos de humillarle. Se echaba a reír en los momentos más inoportunos y se complacía en llevarle la contraria e incluso en ponerle en ridículo. En dos ocasiones, durante la ventisca, mientras permanecían recluidos en el castillo con escasos víveres y calefacción deficiente, Charlotte sacó a relucir el tema de la pintura:

— Perdimos una barbaridad de dinero y esfuerzo por culpa de esa tontería -dijo.

— La tinta cuesta poco -repuso Perkin, a la defensiva.

— Cierto, ¡pero la cantidad de horas que perdieron los vaqueros! ¡Podían haberlas dedicado a segar heno!

En cuanto a Oliver, su marido, Charlotte no tenía más que pensamientos benévolos, aunque desde una óptica de superioridad. No le consideraba tan clarividente como Perkin, ni dotado de la integridad de Skimmerhorn. Era un hombre con el don de la palabra y de la acción inicial, pero enfrentado a una situación difícil, incapaz de llegar hasta el fin y resolverla. Como Charlotte había dicho una vez a Jim Lloyd, al que respetaba como hombre valeroso:

— Oliver no ha cometido un acto deshonroso en toda su vida. -Cuando Jim alzó la cabeza, sorprendido, Charlotte añadió-: Siempre contrató a alguna otra persona para que lo hiciese por él.

La mujer confiaba en que Oliver saliera ileso de aquel aprieto. Tal vez dimitir constituyese la solución honorable. Si no, había otras alternativas, tanto para él como para ella.

La ventisca ejerció sobre Finlay Perkin un efecto profundo. Hasta entonces, el retraído escocés sólo había conocido un horizonte delimitado por Kincardineshire y Bristol. Pero durante la tempestad se encontró en el centro de un mundo turbulento donde grandes fortunas podían evaporarse de la noche a la mañana, donde la naturaleza, mediante un vasto movimiento de la mano, podía asolar una zona geográfica tan extensa como Europa. Pero no ignoraba que había algo más que la ventisca. Mientras se estremecía de frío, en su torre, musitó: "Los rancheros que hayan caído en caminos resbaladizos o encharcados se quejarán de que la borrasca les arruinó, pero estaban sentenciados antes de que cambiasen las condiciones meteorológicas. Cuentas sobre el papel, sobreapacentamiento, administración negligente, terca negativa a estudiar nuevos métodos operativos… ¡maldición!, ¡maldición! ¡Qué mundo desperdiciado!" Comprendía lo que debió hacerse, porque estaba descubriendo que le gustaba el ganado. También tenía un verdadero aprecio por la tierra y, como Jim Lloyd, adivinaba lo que podía hacerse, lo que se rechazaría. Juzgaba Wyoming y Colorado como imperios que apenas se habían tocado, en lo referente al aprovechamiento de sus recursos. Y, sobre todo, había desarrollado un concepto muy sólido acerca de lo que un rancho ganadero debía ser en el futuro. Se daba cuenta de que Oliver y Charlotte suponían que preparaba un expediente contra ellos. Lejos de eso. Los tenía en poca consideración; era indudable que Seccombe se extralimitó en sus prerrogativas y malversó fondos del Venneford para construir aquel ridículo castillo, pero no constituía ya centro de ninguna preocupación. Lo importante era animar a Seccombe para que dimitiese lo antes posible. Comprendía que, por culpa del entrometimiento de la borrasca y de la destrucción de ranchos enteros, sería necio e inútil presentar una demanda judicial basada en la desaparición de unos cuantos miles de reses del "Uve Coronada". Se contuvo: "¿Qué estoy diciendo? ¿Unos cuantos miles de reses? Lo menos ha escamoteado veinte mil cabezas. Más de seis mil dólares distraídos ante nuestras propias narices. Y, a causa del maldito temporal, no podemos hacer nada. Nuestra tarea consiste ahora en construir sólidamente con vistas al futuro. Seis años de explotación honesta y habremos recuperado un millón… "

El mes de marzo estaba ya poco menos que en las últimas cuando por fin llegó el deshielo y, al empezar a recorrer la hacienda, Jim Lloyd comprobó que muchas de las medidas de emergencia que adoptó habían surtido efecto. Comprendió que aquella terrible temporada le había enseñado muchos secretos relativos al feliz desempeño de las tareas ganaderas y, por lo tanto, se sintió sorprendido, e incluso un poco irritado, cuando Finlay Perkin, con sus métodos fisgones, le sometió a un interrogatorio intensivo.

— ¿Pagamos por nuestras acequias una cantidad razonable?

— Naturalmente. La mayor parte de ellas las construimos nosotros mismos.

— Ese ruso, Comosellame el Patata, ¿obtiene provecho de las acequias?

— ¡Fue quien dio la idea al señor Seccombe!

— ¿Vendió alguna vez el señor Seccombe algo de heno?

El menudo administrativo machacaba un punto detrás de otro y, al cabo de cierto tiempo, Jim dedujo que trataba de sonsacar detalles con los que preparar acusaciones contra el señor Seccombe. El interrogatorio prosiguió en el mismo plan, hasta que Jim se enfureció y saltó:

— Mire, señor Perkin, trabajo a las órdenes del señor Seccombe y es uno de los mejores patronos que he tenido nunca. No pronunciaré una sola palabra en contra suya.

— Ni por asomo quisiera tal cosa -repuso Perkin tranquilamente.

— Pues le aseguro que actúa usted como si fuera eso lo que quiere.

Un tanto desanimado, Jim presentó su problema al señor Skimmerhorn, quien se palmeó la pierna y dijo.

— ¡Maldita sea! Empleó el mismo sistema conmigo.

— ¿Qué está tramando? -preguntó Jim-. Después de la prueba que hemos pasado, ¿por qué sigue ensañándose con el señor Seccombe?

Skimmerhorn reflexionó sobre aquello durante unos minutos, mientras sus dedos tamborileaban encima de la mesa del cuartel general.

— La conclusión lógica -articuló despacio- es que no está sometiendo al señor Seccombe a examen. Nos está examinando a nosotros.

— ¿Qué hemos hecho? Salvamos su ganado, nada más.

— Nos somete a prueba para ver si somos leales al hombre para el que trabajamos.

— Yo lo fui. ¿Y usted?

— Soy leal a mi jefe hasta el momento en que ingresa en la cárcel.

— ¿Cree que el señor Seccombe puede ir a la cárcel?

— Después de la ventisca, no irá. Al señor Perkin tal vez le sea posible presentarse en el tribunal y decirle al juez: "Se han perdido algunas de nuestras reses." Si el juez fuese propietario de ganado, acaso respondiese: "Rayos, también se han perdido todas las mías." Perkin no tiene pruebas para presentar una denuncia y lo sabe muy bien.

— No me gusta nada ese pequeño hijo de zorra -manifestó Jim.

Y cuando el escocés se despidió, Jim no se encontraba por allí.

Seccombe y su esposa llevaron a Finlay Perkin a Cheyenne, en cuya estación ferroviaria dijo el escocés, ya a guisa de despedida:

— Realizó usted un trabajo notable, Oliver, conduciéndonos a través de ese temporal. Cuente con nuestro agradecimiento.

— Pero está usted decidido a proceder judicialmente, ¿no?

— No, si usted dimite, Olivero Tiene cerca de setenta años. Dimita.

El tren entró en la estación.

— ¡Viajeros con destino a North Platte, Grand Island, Omaha, suban a los vagones! -gritó el revisor.

Charlotte dirigió al administrativo una despedida bastante seca. Oliver le estrechó la mano con aire etiquetero. Después llevó a CharIotte al Club de Cheyenne.

Encontró allí un ambiente otoñal, como si estuviese a punto de concluir una era. Sólo halló una atmósfera solemne, en vez de la vivacidad que siempre había caracterizado las salas donde se jugaba a las cartas y el bar, durante el mes de marzo, cuando el invierno terminaba y la temporada de polo iba a comenzar.

"¿Claude Barker? Liquidado. No tiene una perra."

"¡Moreton Frewen! Lo que se dice en las últimas, pobre muchacho. Dijo algo acerca de largarse a África del Sur."

"¿Los del "Chugwater"? Este año no habrá celebraciones en Dundee. Alguien comentó que sus pérdidas han sido tan enormes que acaso decidan criar ovejas."

Y la letanía continuaba en el mismo tono de duelo: miles de cabezas de ganado muertas por inanición; en algunos ranchos, hasta el noventa por ciento; se acabó el dinero de Boston; diecisiete socios del club, fíjese bien, diecisiete de nuestros miembros más firmes, eliminados… han ido a la quiebra.

El propio club se hallaba en un estado harto lastimoso. Más de la mitad de sus miembros habían sufrido cuantiosas pérdidas y se estaban dando de baja. Los comedores, otrora animadísimos en primavera, eran zonas desoladas donde los blancos manteles sólo servían para recordar a los escasos comensales los campos cubiertos de nieve. Incluso la estancia en la que se alojaban los Seccombe tenía un aspecto desharrapado.

¡Qué triste, qué infinitamente triste era aquello! Oliver lo soportó durante dos días y luego dijo a Charlotte, con plomiza desesperación:

— Es un fin tan lamentable, acaba todo de una manera tan lastimosa…

— Olvídate de ese gusano insignificante -saltó la mujer-. No puede causarnos el menor daño.

— No se trata de Perkin, sino de mí.

— Todo tiene arreglo. ¿Qué pasa con la cuenta sobre el papel? Aunque hubiésemos contado con las malditas reses, también habrían muerto congeladas.

A Oliver le desalentó profundamente comprobar que Charlotte era incapaz de comprender la angustia que él sentía, y mucho menos su causa. Trató de explicarle:

— Cuando vi a Jim Lloyd en la ventisca… y a Red el Texano… al observarles cómo tomaban el mando de las operaciones y hacían las cosas que un ganadero debe hacer…

— Se les paga para que las hagan. Es su oficio.

— Hasta Claude Barker recorrió a caballo cincuenta kilómetros, en medio de la tempestad, para pedir ayuda… perdió dos dedos…

— Claude Barker es un tontorrón ineficaz y, si se hubiera quedado en casa, no se le habrían congelado los dedos.

Seccombe no dijo nada más. Existía un razonable régimen de comportamiento para los hombres, si deseaban criar reses, y él había fracasado en el cumplimiento de las normas. Ya no tenía ninguna fe en lo que estaba haciendo y gran parte de su vigor le había abandonado. Suspiraba por la pulcritud de la gran hacienda que logró formar, pero cuando regresaron al absurdo castillo en el que volcó tantas energías, una languidez melancólica se apoderó de él y apenas se percataba de los esfuerzos de Charlotte para animarle. Evitaba a los miembros de la plantilla, hablaba a Skimmerhorn con brusquedad y empezó a beber cada vez más, sobre todo durante las horas nocturnas.

Luego, un día de abril, cuando el sol indicaba ya que el invierno concluía, pareció rejuvenecerse de pronto y se movió por el edificio como si hubiese adoptado una decisión significativa. Al descender de su torre, comunicó a Charlotte:

— Me gustaría salir a comprobar qué tal va la hierba.

Y se alejó a pie en dirección este, hasta un punto bastante lejano, desde el que pudo contemplar las ilimitadas praderas del imperio que había creado.

Fue Jim Lloyd quien oyó los ecos de la detonación repercutiendo en el diáfano aire primaveral. No le cabía en la cabeza que hubiese merodeadores tan cerca de los edificios principales del rancho, pero ensilló su montura, se puso en marcha y, al coronar la cima del collado, encontró el cuerpo de un hombre canoso tendido boca abajo en la pradera. Al cabo de un momento, emprendió el regreso al castillo, donde llamó en voz baja, para no provocar pánico alguno:

— ¡Señora Seccombe! ¡Señora Seccombe! Creo que es mejor que venga.

Levi Zendt recibió una carta más de su familia de Lancaster. Estaba escrita con la letra apretada y poco generosa de Mahlon: Hermano Levi:

Acabamos de enterarnos de algo realmente formidable. El gobierno de los Estados Unidos acaba de aprobar una ley mediante la cual todo hombre blanco casado bajo presión con una india, quiero decir casado con ella para contribuir al mantenimiento de la paz antes de que los soldados disparasen contra los pieles rojas, puede divorciarse con entera libertad. Lo único que tienes que hacer es presentarte en la oficina de correos, decir allí que tuviste que casarte con una india y los funcionarios te explicarán cómo puedes conseguir el divorcio y no te costará nada.

Es una oportunidad estupenda, Levi, para corregir un disparate, porque ya sabes que a tus hermanos y a mí nos avergüenza una barbaridad que estés casado con esa india, máxime cuando es hermana de los asesinos Pasquinel, y no hemos hablado de ello para que la gente de Lancaster no lo supiese. Ahora puedes arreglar las cosas. Todo lo que tienes que hacer es ir a la estafeta de correos.

Tu hermano,