12
Lo malo de la remolacha azucarera estriba en que uno nunca encontraba brazos para el aclarado.
Por ejemplo, la experiencia había enseñado a Brumbaugh el Patata que era conveniente arar a fondo los campos a últimos de octubre, para que la nieve del invierno los humedeciese y las heladas oreasen el compacto suelo y desmenuzaran los terrones..En marzo, una rápida secuencia de disco, grada y rastrillo dejaba la tierra húmeda, firme, nivelada y a punto para la siembra. En ese momento, la tarea parecía fácil.
Por desgracia, la semilla de remolacha era pequeña y de poca confianza. Todo habría ido bien si Brumbaugh hubiese podido plantar una semilla aquí y otra treinta centímetros más abajo del surco, con la esperanza razonable de que cada una germinara y produjese su remolacha de medio kilo, pero el hombre no podía estar seguro de que iba a ocurrir así, porque las semillas eran caprichosas; una germinaba apropiadamente y la contigua, idéntica en todos los aspectos externos y alimentada en el mismo suelo, no lo hacía así.
De modo que el 2.5 de abril, cuando las probabilidades de escarcha habían disminuido, Brumbaugh tenía que plantar sus remolachas azucareras igual que un ama de casa planta rábanos: lanzaba puñados de semillas a todo lo largo de los surcos, utilizando veinticuatro veces más cantidad de ellas de las que realmente necesitaba. Ese enorme exceso en la siembra era imprescindible para compensar el alto índice de pérdidas en la germinación y a causa de la muerte temprana de las plantas débiles que germinaban; los insectos, la meteorología y la negligencia eran factores capaces de provocar pérdidas susceptibles de alcanzar un setenta por ciento.
El 26 de mayo, en consecuencia, se encontraba en sus hileras cuidadosamente atendidas, no una planta cada treinta centímetros tal como deseaba, sino una línea continua de jóvenes brotes, ocho por cada uno que pretendía conservar. De permitir que maduraran los ocho, estarían tan apiñados que ninguno de ellos dispondría de espacio ni de materias nutritivas para producir una remolacha útil. Así que debía hacer lo que hacía el ama de casa: empuñar una azada de mango largo y arrancar siete de cada ocho plantas, dejando una de las fuertes para que produjese su remolacha.
Esas operaciones se llamaban aislamiento y aclarado, y eran un trabajo tedioso que obligaba a una persona a recorrer el campo despacio, hora tras hora, eliminando las plantas sobrantes. Ningún propietario tenía tiempo para realizar por sí mismo el aislamiento y aclarado, ya que la tarea debía cumplirse en un período de tiempo específico y breve, al objeto de evitar que las plantas no deseadas se desarrollasen tanto que sus raíces absorbieran las materias nutritivas que necesitaba otra planta previamente seleccionada para producir la remolacha.
Se requería un sinnúmero de hombres y mujeres para dejar en condiciones un campo de remolachas, y tenían que ser activos y competentes, porque se les exigía trabajar deprisa y ejercer un criterio correcto.
— Algunos granjeros aíslan sus plantas dejándolas separadas veinticinco centímetros unas de otras -aleccionaba Brumbaugh a los inmigrantes italianos que llegaban en tren para trabajar la remolacha-, pero a mí me gusta que las mías estén un poco más distanciadas, cosa de treinta centímetros. Llevad este palo para comprobar la separación que ha de haber entre una remolacha y otra.
Los italianos eran trabajadores excelentes, dotados de gran intuición en cuanto al suelo y que comprendían en seguida lo que Brumbaugh deseaba. Le entendían cuando afirmaba:
— Llevo tanto tiempo arrancando remolachas que puedo suprimir las sobrantes con un tajo de la azada. Pero es mejor que vosotros lo hagáis con dos golpes… así.
Los italianos trabajaban bien, pero no solían durar mucho. No les gustaban los empleos eventuales ni la soledad de las plantaciones remolacheras. Se repetía continuamente el caso de la cuadrilla estupenda que pasara una primavera con Brumbaugh, pero, al avanzar el verano, se enteraba de la existencia de las fábricas de acero de Pueblo y se iba en busca de un centro laboral donde los obreros podían tener su propia casita en una comunidad italiana con su sacerdote y su restaurante. Y las remolachas azucareras no volvían a verles más el pelo.
— Giuseppe -rogaba Brumbaugh a un cabeza de familia-, ¿por qué no os quedáis conmigo en el norte?
— Ah, me gusta estar en compañía de.los demás. Un poco de canto. Un sacerdote en el que se pueda confiar. No, me voy a Pueblo.
Y se marchaba, dejando a Brumbaugh compuesto y sin braceros que le ayudasen a aislar las remolachas, aclararlas o, llegado el momento de la recolección, arrancarlas y quitarles las hojas.
Por aquellas fechas llegaban a Nueva York inmigrantes alemanes, de modo que los cultivadores de remolacha establecidos en la zona de Centenario pagaron el billete de ferrocarril a los miembros de sesenta familias y Brumbaugh dispuso de algunos de los mejores ayudantes que había tenido nunca. Disfrutaba hablando can ellos en alemán, incluso aunque se riesen de él por su acento ruso, pero plantearon un serio problema: adoraban la tierra y, al cabo de dos años de su llegada a la finca de Brumbaugh, quisieron poseer campos propios y cultivar sus propias remolachas.
La prueba siguiente obtuvo un resultado más venturoso… al principio. Poco menos que agotados sus recursos mentales, Brumbaugh propuso a un grupo de vecinos remolacheros. -¿Por qué no traemos rusos? Cuando estuve viviendo a orillas del Volga, comprobé que sabían de remolacha azucarera más que nadie.
Así que la comunidad importó numerosas familias germano-rusas -Emig, Krakel, Frobe, Stumpf, Lebsack, Giesinger, Wenzlaff- y cuando aquellos robustos hombres y mujeres se apearon del tren en Centenario y echaron una mirada a los espaciosos campos, comprendieron de modo instintivo que habían encontrado un hogar permanente.
Eran personas espléndidas, trabajadoras, frugales, inteligentes. Diez minutos de explicaciones les pusieron al corriente de cuanto necesitaban saber acerca de su nuevo trabajo, y cuando Brumbaugh los vio actuar a lo largo de las hileras de remolachas, aniquilando de un solo golpe de azada las plantas superfluas, comprendió que había resuelto su problema.
Pero no del todo. Los Volgadeutsch anhelaban poseer tierras, incluso con más intensidad que los alemanes y, año y medio después, cada una de las familias había empezado a pagar los plazos de una granja propia. Con gran pesadumbre en su amplio semblante cuadrado, Brumbaugh el Patata los vio empaquetar sus escasas pertenencias y disponerse a marchar.
Brumbaugh se mostró presto a ayudar. Cuando Otto Emig le informó de que compraba la finca de Stupple, Brumbaugh repuso:
— Karl, esa granja es demasiado pequeña para trabajarla provechosamente. Deberías comprar otras veinte hectáreas adicionales, ahora que estás a tiempo.
— No tengo dinero -dijo Emig.
— Te lo prestaré. No quiero que un buen agricultor como tú empiece con una parcela tan pequeña.
Ayudó así a establecerse a una docena de rusos, hombres y mujeres curtidas, con familias numerosas, que darían carácter a las praderas norteñas. Strasser, Schmick, Wiebe, Grutzler… todos debían sus hipotecas a Brumbaugh el Patata y todos le estaban agradecidos, pero Brumbaugh seguía sin jornaleros para aislar las remolachas.
Llevó indios de la reserva, los cuales trabajaron bien durante la primavera, cuando era cuestión de utilizar caballos, pero al llegar el momento de empuñar la azada desaparecieron. Probó fortuna con los blancos pobres que vagaban hacia el Oeste, procedentes de estados como Missouri y Kansas, pero robaban, se emborrachaban, pisoteaban las plantas jóvenes y dejaban separaciones de quince centímetros en una hilera y de cuarenta centímetros en la siguiente. Parecían decididos a demostrar por qué llegaron a la condición de desechos humanos y por qué se mantendrían en ella.
— ¡Que se larguen de aquí! -tronaba Brumbaugh-. Aislaré las remolachas yo mismo.
Pero cuando los inútiles vagabundos se marcharon y Brumbaugh intentó trabajar los campos, no tardó en darse cuenta de que, si bien era capaz, a los setenta y siete años, de llevar a cabo la operación de aislamiento en un campo extenso, desde luego no podía realizar la siguiente, el aclarado.
El aclarado constituía la parte dura, el trabajo que dejaba a uno reventado. Obligaba al hombre a permanecer inclinado hora tras hora, demostrando buen criterio, precisión y capacidad para resistir incomodidades durante largo tiempo. El problema residía en la semilla, porque, en vez de una sola, las remolachas tienen un racimo de tres a cinco dentro de una cáscara dura y resistente. Una vez plantado, ese racimo no produce un solo retoño, sino tres, cuatro o cinco. La cáscara es demasiado dura para romperse y no se ha descubierto sistema alguno para promover el desarrollo de una sola de las plantas y conseguir que las otras mueran.
— Lo que tenéis que hacer -aleccionaba Brumbaugh a sus diversos jornaleros- es avanzar por la hilera que ha sido aislada y mirar cada uno de los manojos que quedan en pie. Veréis que esos manojos constan de tres, cuatro o cinco plantas. De cada una de ellas puede salir una remolacha, pero, si ocurre así, ninguna de esas remolachas valdrá cinco centavos. De modo que lo único que quiero que hagáis es dejar la planta mayor y arrancar las otras. Y aseguraros de que sacáis la raíz. -No podía evitar esta ambigüedad-: Adivinad cuál es la buena y suprimid las demás.
En última instancia, todo era cosa de criterio personal. Merced a su práctico ojo clínico, Brumbaugh podía localizar al instante la planta fuerte y, de responderle las fuerzas para aclarar toda la superficie que poseía, hubiera conseguido la mejor cosecha de Colorado, pero esa tarea crucial tenía que dejársela a los otros… al criterio de braceros inexpertos. Frecuentemente solía estremecerse al ver que arrancaban la planta buena y dejaban en su lugar otra que nunca produciría una remolacha grande.
— ¿Es que no veis cuáles son las buenas? -increpaba a los braceros que cumplían la operación de aclarado.
Pero eso fue al 'principio. Dejó de chillar en cuanto comprendió que no lo veían, que, para ellos, una planta era casi idéntica a otra, y entonces comenzó a preguntarse si podría sobrevivir la industria de la remolacha azucarera, obligada a depender de una mano de obra tan poco digna de confianza.
Sin embargo, Brumbaugh era amable con sus trabajadores, ya que sabía que aclarar remolachas figuraba entre las tareas más penosas del mundo. Hora tras hora, doblados sobre sí mismos, pegados los ojos al suelo, agobiada la espalda por el dolor, llenas de costras las rodillas en los puntos que se arrastraban por los surcos. Experimentaba gran respeto hacia el hombre, o incluso, en muchos casos, hacia el chiquillo, capaz de aclarar remolachas apropiadamente, y especulaba, meditabundo, dónde podría encontrar la próxima cuadrilla para la recolección.
Fue su hijo, Kurt, a la sazón en sus boyantes cuarenta y tantos años, quien resolvió el problema. Kurt se había convertido en el principal experto de Colorado en cuestiones legales sobre regadío; defendió en Washington la causa del estado, ante el Tribunal Supremo, y en Denver colaboró en la redacción de las leyes estatales que regirían el empleo del agua. Estos conocimientos le erigieron en el abogado que lógicamente debían buscar los financieros de la remolacha azucarera, después de haber reunido el enorme capital necesario para montar una Central Remolachera, ya que pretendían crear una empresa con numerosos tentáculos y plantas fabriles en todas las zonas. Con el tiempo, esa sociedad dominada en [os estados del Oeste.
Una remolacha valía poco, por no decir nada, hasta que una factoría azucarera se alzaba cerca. Una remolacha madura no era más que un pesado bulto gris pardo de fibras que ocultaban un líquido, una masa de la que se podía extraer un azúcar cristalizado que se le atrancaba con grandes dificultades. A finales del siglo XVIII, químicos de Alemania, donde no se daba la caña de azúcar, perfeccionaron un complicado procedimiento para conseguir que la remolacha entregase su azúcar, pero la industria anduvo tambaleante hasta que Napoleón Bonaparte, ante la falta de caña de azúcar, consecuencia del bloqueo británico, decretó: "¡Obtengamos azúcar de remolacha!", y los franceses descubrieron el modo de agenciársela.
A causa del peso de las remolachas y de lo costoso de su transporte, resultaba imprescindible que la fábrica se encontrase a mano, y correspondió a una comisión de tres hombres, en la Central Remolachera, determinar los puntos donde iban a localizarse las factorías. Un ingeniero, un agrónomo experto y Kurt Brumbaugh, como especialista en irrigación y entendido en finanzas, visitaron todas las zonas que ofrecían posibilidades, desde Nebraska hasta California, seleccionando emplazamientos. Cometieron algunos errores y perdieron miles de dólares en el proceso, pero en la mayoría de los casos eligieron bien y ningún acierto superó al que tuvieron un día, en la primavera de 1901, cuando anunciaron:
— Nuestra planta fabril más importante en el norte de Colorado se levantará este verano en Centenario. Una fábrica capaz de cortar novecientas toneladas diarias de remolacha. Cuando esté concluida, podrá tratar toda la cosecha de esta zona.
La E. H. Dyer Construction Company, de California, destacó allí a sus competentes ingenieros y la Union Pacific inició el tendido de un ramal corto por el que llegarían las remolachas y partirían los sacos de azúcar. Fue una planta fabril formidable, situada al este de la ciudad, junto al arroyo del Castor, ya que el proceso de extracción requería grandes cantidades de agua.
Cuando la factoría estuvo terminada, el año 1902, y llegaron a ella los primeros vagones cargados de remolachas de Brumbaugh el Patata, empezó el troceado, seguido del proceso de carbonación, para culminar con la cristalización. No tardó en flotar por todo el ámbito de Centenario el empalagoso y característico olor de la fermentación de pulpa húmeda. A algunos ciudadanos les pareció acre e incluso nauseabundo y, al cabo de un par de temporadas de elaboración de azúcar, abandonaron la urbe, incapaces de resistir las nuevas emanaciones. Pero la mayor parte de los vecinos consideraron que aquello era el tufo del progreso, un aroma decente y mundano de remolachas que se transformaban en oro.
Messmore Garrett, que acogía favorablemente todo aditamiento científico, observó:
— Es un olor terrenal… orgánico… vigorizante. Me gusta. Con el tiempo, la mayoría de los residentes en Centenario dieron la bienvenida a la anual llegada de los efluvios azucareros.
— Es una especie de purificación de las fosas nasales -dijo Charlotte Lloyd-, como el olor que despide el buen estiércol. Me siento mejor cuando comienza la campaña.
Las remolachas azucareras maduras se cosechaban en octubre y principios de noviembre, ya que tenían que estar fuera del suelo antes de las primeras heladas fuertes de últimos de noviembre. Eso quería decir que empezaban a llegar a la fábrica en las fechas iniciales de octubre, de forma que el troceado se realizaba diariamente hasta mediados de febrero. A ese período se le llamaba la campaña y constituía una época excitante en la región remolachera, porque no sólo el olor dulzarrón impregnaba toda la comarca, sino que también estaba el aliciente del nombramiento de los diez mejores granjeros de cada distrito, que se anunciaba a bombo y platillos, y ser en Centenario uno de los diez distinguidos constituía un espaldarazo codiciado en el mundo agrícola norteamericano.
El promedio por hectárea de cada granjero se determinaba mediante el peso total de las remolachas entregadas a la fábrica, menos el peso de la tierra que se dejó pegada a cada pieza y el de las hojas superiores que no se cortaron, dividido por la superficie total cultivada por el agricultor. Hacia finales de año, los empleados de la Central Remolachera hacían públicos los cálculos, después de lo cual se fotografiaba a los diez ganadores.
Los retratos aparecían en el periódico de Centenario, con los titulares oportunos: ¡Nuestros diez mejores, ellos no pueden convertirse en remolacha!" Luego, a esos diez distinguidos se les rendía homenaje ofreciéndoles un gran banquete en Denver.
En 1904, se suponía que el campeonato de Centenario lo ganaría Brumbaugh el Patata, que se lo llevó los dos años anteriores, o bien Otto Emig, poseedor de unos terrenos estupendos a la orilla del Platte, al este de la ciudad.
— Si Emig quiere ganar -rezongó Brumbaugh-, tendrá que sacar más de cuarenta y dos toneladas por hectárea.
Entre los que le oyeron, no faltó quien considerase aquello como una baladronada, y Emil Wenzlaff le replicó: -Nunca conseguiste cuarenta y dos toneladas, Patata, te consta.
— Espera a ver los números -repuso Brumbaugh, rebosante de confianza.
Era ya un anciano y, cuando sonreía a sus competidores, su boca mostraba un color amarillento, con arrugas en las comisuras. Los otros agricultores no podían creer que un hombre de su edad hubiera aclarado tanta superficie de cultivo como poseía, dada su corpulencia y lo penoso que sin duda le resultaba permanecer agachado. Sin embargo, como no le era posible encontrar ayuda competente, no tenía más remedio que atender los campos por sí mismo.
Cuando cotejaba sus notas con las de otros que también esperaban conseguir el campeonato, Brumbaugh concluía invariablemente con una pregunta:
— ¿Qué vamos a hacer respecto a personal?
Y escuchaba las diversas soluciones que proponían los otros granjeros:
— Traigamos más alemanes, pero esta vez de los cortos de entendederas, de los que no quieren mandar sus hijos al colegio.
— ¿Por qué no probamos de nuevo con los indios? En la reserva no hacen nada.
— Lo que necesitamos es gente a la que le guste el trabajo que requiere doblar el espinazo y que no aspire a adquirir una finca en propiedad.
¿Pero dónde encontrar tal clase de mano de obra?
Otto Emig, cuyas remolachas parecían las mejores del conjunto, argumentó:
— Los de la Central Remolachera no se habrían gastado tanto dinero en construir esa factoría si no tuviesen en la cabeza un plan bien definido. Nos encontrarán trabajadores en alguna parte.
Pero la solución al problema la iba a aportar un hombre que no estaba relacionado con la factoría.
Jim Lloyd, en Venneford, estaba encantado con la llegada de la fábrica de azúcar, porque proporcionaba una fuente alternativa de alimento para las reses carialbas. Para él, lo importante era la pulpa.
— Adoro el olor de esa pulpa que sale por la tolva -decía Jim-. Me gusta ver a mis herefords salir disparados a saborearla.
Cuando la gruesa remolacha azucarera había sido cortada y exprimida, y extraído su precioso líquido, quedaba una masa grisácea y húmeda, llamada pulpa. Era un pienso excelente para el ganado; sobre todo cuando se mezclaba con la espesa y negra melaza de baja graduación, otro subproducto del proceso de elaboración del azúcar.
— ¡Pulpa y melaza! -exclamaba Jim Lloyd en tono admirado-. Cuando llevo una carreta cargada a los comederos, casi puede oírse a los herefords propagando la noticia. Recorrerían kilómetros y kilómetros para engullir esa mezcla.
Por consiguiente, Jim estaba interesadísimo en que la factoría de Centenario continuara operando y sabía muy bien que, si los agricultores locales no contaban con cuadrillas de jornaleros de confianza, durante las temporadas de aislamiento y aclarado, todo el asunto se iría al traste. Alemanes, indios, italianos, blancos pobres… ninguno de ellos era solución.
— Tenemos que dar con alguien que realice la tarea de aclarado satisfactoriamente y que se quede fijo.
Decidió tratar con Kurt Brumbaugh una idea que se le había ocurrido.
En diciembre, una noticia sensacional se extendió por Centenario. Al parecer, Otto Emig había logrado un milagro.
Al hacerse evidente que alguien se alzaba con la probabilidad de ganar el campeonato, expertos de la fábrica iban con una cinta métrica a la finca del hombre, para medir el número exacto de hectáreas que había cultivado y, según la comprobación en la granja de Otto Emig, resultaba que el agricultor había establecido una nueva marca:
— ¡Cuarenta y tres coma cuatro toneladas por hectárea!
Emil Wenzlaff llevó la noticia a Brumbaugh:
— Eso es lo que ha hecho, Patata.
— Es un buen granjero -concedió Brumbaugh a regañadientes.
Le costaba trabajo creer que Emig lo hubiese hecho tan bien con aquellas tierras de la zona baja. Debió de fertilizar a mano cada una de las plantas.
Brumbaugh el Patata había disfrutado de muchos éxitos en su vida y hubiera sido un rasgo de magnanimidad por su parte otorgar aquel año la victoria a Otto Emig, pero como competidor resultaba terrible y, a sus setenta y siete años, necesitaba el triunfo tan intensamente como a los veintisiete.
¡Y entonces se proclamaron las cifras finales! En un largo artículo del CIaríon, con fotografías, se publicó que Brumbaugh el Patata ¡había establecido una nueva marca! Cuarenta y tres coma nueve toneladas por hectárea, un promedio tan alto que los demás agricultores a duras penas podían creerlo.
Brumbaugh dijo de su victoria:
·-Con el suelo apropiado, el agua conveniente y las semillas adecuadas, en esta tierra del valle del Platte se puede cultivar cualquier cosa.
— Y el aclarado bien hecho -añadió Otto Emig, generoso.
— ¿Dónde conseguiremos el año que viene las cuadrillas para esa operación? -preguntó el Patata.
A últimos de febrero de 1905, Kurt soltó su sorpresa. Anunció que, poniendo en práctica una sugerencia aportada por Jim Lloyd, y como resultado de extensas investigaciones, la Central Remolachera había dado con la solución ideal para el problema. Sus exploradores habían localizado a los campesinos más competentes del mundo, hombres y mujeres -y niños también- capaces de conseguir que brotase pelo en una bola de billar. Ciento cuarenta y tres de ellos llegarían el 11 de marzo, dispuestos a poner en ebullición el valle del Platte.
Todos los cosecheros de remolacha de la comarca se encontraban en la estación cuando entró el tren, y fue una jornada memorable en la historia de Colorado. Por los peldaños de hierro de los vagones descendió un grupo de tímidos y asustados hombres, mujeres y niños. Eran bajitos, delgados, medrosos y de tez oscura. Eran japoneses y ninguno de ellos hablaba una palabra de inglés, pero los granjeros que aguardaban allí observaron que eran gente vigorosa, de fuertes piernas arqueadas y manos de hierro. Si alguna criatura bajo la capa del cielo podía aclarar remolacha adecuadamente, eran aquellas personas.
Un representante del consulado japonés en San Francisco dio un paso adelante, un joven resplandeciente de gafas y traje oscuro, que manifestó en correcto inglés:
— Caballeros de Centenario y terreno circundante. Les presento a este grupo de familias campesinas. Pueden confiar en todos sus miembros, por lo que se refiere al trabajo. En consulta con el señor Kurt Brumbaugh, de la Central Remolachera, los hemos asignado como sigue…
Y empezó a recitar una extraordinaria serie de líricos nombres de cuatro sílabas: Kagohara, Samusawa, Tomoseki, Yasunori, Nobutake, Moronaga. Las familias se adelantaban, hombro con hombro, y hacían una reverencia, incluso los chiquillos más pequeños. Se destinó cada familia a su correspondiente granjero ruso, detalle curioso que el editor del Clarion no dejó de comentar:
Ayer, en la estación del Union Pacific, tuvo efecto un milagro, un acontecimiento asombroso que sólo podía ocurrir en los Estados Unidos, donde personas de diversas razas y religiones conviven en perfecta armonía. Un grupo formado por ciento cuarenta y tres hijos e hijas de la Diosa del Sol llegaron a nuestra hermosa ciudad e inmediatamente fueron asignados a distintas granjas de nuestros estupendos agricultores rusos, con los que colaborarán, precisamente en estos momentos en que Japón y Rusia se encuentran empeñados en combate mortal al otro lado del mundo. Puesto que dichos japoneses no hablan inglés ni ruso, se han puesto en manos de sus peores enemigos. Pero es tal el milagro de América que ninguno de los presentes ayer en la estación albergaba el más leve temor de que los rusos de la localidad tratasen a los trabajadores nipones de modo mezquino o injusto.
El editor estaba en lo cierto. Aquella fue la unión más feliz entre japoneses que dominaba el oficio de la agricultura y rusos que amaban el suelo, y, durante aquel año desgarrado por la guerra, la paz y la amistad reinaron a la orilla del Platte, principalmente porque los japoneses eran los cultivadores de remolacha azucarera más aptos del mundo.
A Brumbaugh el Patata le asignaron los Takemoto: padre, veintisiete años; madre, veinticinco, fuerte como un hereford; hija, siete; hijos de seis y tres años. Se levantaban antes de la salida del sol, tomaban su desayuno a base de arroz y lo que encontrasen a mano para acompañarlo, y se marchaban a los campos de remolacha. La mujer llevaba un cubo de té frío y una pequeña cesta que contenía bolas de arroz, cada una de ellas con una ciruela adobada en el centro. Trabajaban hasta el crepúsculo, con una tenacidad que Brumbaugh no había visto nunca.
La madre y el padre empuñaban sus azadones e iniciaban el aislamiento, cada uno su propia hilera. Detrás del señor Takemoto avanzaba agachado el hijo mayor, que aclaraba los grupos de remolachas. Detrás de la ·señora Takemoto iba su hija de siete años, dedicada a aclarar la ringlera correspondiente. A lo largo de toda la jornada, el benjamín de la familia observaba a los trabajadores y arrancaba toda planta medio desarraigada que hubiesen podido pasar por alto. Como los padres realizaban la operación de aislamiento un poco más deprisa de lo que los hijos podían hacer la de aclarado, al llegar al final de cada hilera, los adultos dejaban los azadones, se arrodillaban y regresaban por el surco, aclarando, hasta encontrarse con sus hijos. En cada encuentro se producía una breve pausa, mientras los padres se quitaban el polvo acumulado en sus redondos semblantes o pronunciaban algunas palabras sosegadas. Después se continuaba la tarea de azadón y aclarado.
Desde marzo hasta octubre, no hubo comunicación hablada alguna entre Brumbaugh el Patata y aquella extraordinaria familia. Mediante gestos y mímica les indicó lo que deseaba; después, los japoneses se hacían cargo de todo. Y, a mediados de septiembre, resultaba bastante evidente que Brumbaugh disponía de buenas probabilidades de ganar el campeonato una vez más.
— Kurt -manifestó a su hijo-, lo mejor que has hecho en tu vida por la Central Remolachera ha sido traer aquí a los Takemoto. Uno de ellos vale por seis rusos. Nada tiene de extraño que el Japón gane la guerra.
Y entonces observó dos cosas escalofriantes. Saltaba a la vista que los Takemoto estaban obteniendo dinero y que examinaban tierras. ¿Cómo era posible que hubiesen echado mano a tanto dinero? Cuando les permitió trabajar una pequeña parcela junto al río, Brumbaugh supuso que cultivarían unas pocas hortalizas para su propio consumo; pero lo que hicieron fue sacarle el máximo partido al huertecillo, depositando en él todos los excrementos de los Takemoto. Y producían unas hortalizas espléndidas, cuyo excedente vendía la señora Takemoto en la aldea.
¿De dónde sacaban tiempo para conseguir aquello? Laboraban de sol a sol en los campos de Brumbaugh, pero se levantaban una hora antes, para atender sus hortalizas en la oscuridad y, después del ocaso, no se sentaban a descansar, concluida la jornada laboral. Los cinco descendían hacia el río y regaban, cavaban y cultivaban. Cuando Brumbaugh indicó, por señas: "En Norteamérica no empleamos estiércol humano", el señor Takemoto replicó mediante ademanes excitados: "En el Japón, sí, desde hace mucho, mucho tiempo".
"Bueno, ¡pues dejen de hacerlo aquí! ", manifestó Brumbaugh, y le obedecieron. Todas las mañanas, al ir al tajo, y todas las noches, al regresar a casa, los Takemoto llevaban un saco en el que recogían boñigas de caballo o cualquier otro abono animal que caía. Y su huerta florecía.
Los sábados por la tarde y los domingos por la mañana, la señora Takemoto, acompañada de su hijo, que captaba ya algunas palabras de inglés, recorría toda la ciudad, ofreciendo en venta sus enormes hortalizas y acumulando dinero en efectivo, que la familia depositaba en el banco local.
— Se presentan aquí todos los sábados por la mañana -dijo el banquero a Brumbaugh- y, sin pronunciar una palabra, entregan su dinero y yo les paso una ficha. El hombre la comprueba, la mujer la comprueba, luego la comprueban otra vez conmigo, escriben algo en su jerga, hacen una reverencia y se van.
Lo que realmente aterró a Brumbaugh fue que los Takemoto, los cinco, se dedicaban los domingos a inspeccionar granjas por la región. Los vio primero un caluroso día de agosto: el padre se arrodillaba en el suelo de la antigua finca de Stacey, la madre revisaba las compuertas del sistema de regadío, los niños jugaban con piedras. En agosto se encontraban en la hacienda de Limeholder, al final de la acequia Inglesa, donde examinaron la tierra y el agua. Posteriormente los vio en la abandonada granja de Stretzel, más allá de los estupendos campos de Otto Emig, y en octubre, cuando las remolachas se desmochaban y se entregaban, y Brumbaugh se aprestaba a ganar otro campeonato, el hacha cayó.
Takemoto, su esposa y los tres niños aparecieron en el rancho de Brumbaugh y ejecutaron una profunda reverencia. La señora Takemoto, que al parecer desempeñaba el cargo de tesorera, colocó ante el Patata una libreta bancaria y, mediante gestos fácilmente comprensibles, indicó que habían decidido comprar la granja de Stretzel. Solicitaban su ayuda para arreglar los detalles.legales.
Brumbaugh contaba setenta y ocho años aquel mes de octubre y temía carecer de fuerzas suficientes para agenciarse otro grupo que le ayudase o cultivar los campos personalmente. Consideraba una terrible injusticia que aquella familia sólo hubiese permanecido con él menos de un año, y los necesitaba ahora más que cuando llegaron, en marzo. Se sentía cansado, aparte de que empezaba a sufrir aterradores vahídos. Un hombre prudente hubiera abandonado la granja y la junta de regantes, para retirarse a vivir en Denver tranquilamente, pero eso no constituía ninguna opción para el Patata. Adoraba el suelo, el fluir del agua, incluso ver los ciervos en los campos distantes, que se comían su parte justa de las cosechas. Se había hecho dueño de aquellas tierras cuando no eran más que eriales y las transformó en un vergel, abonándolas año tras año con las hojas de las remolachas que producían, las cuales contribuían a mantener el vigor del suelo. Algunos agricultores, deseosos de ganar hasta el último centavo, vendían la parte superior de las remolachas a Jim Lloyd, para forraje de sus herefords, pero -Brumbaugh se negó siempre en redondo a hacer tal cosa.
— Las hojas pertenecen al suelo -decía a los campesinos jóvenes-. Fertilizad la huerta con ellas y conservad feliz la tierra. Acarread estiércol de las haciendas ganaderas. Todo depende del suelo.
Había sido Brumbaugh quien ideó el acertado sistema de importar vagones cargados de estiércol de murciélago desde los recientemente descubiertos depósitos de las Cavernas Carlsbad, de Nuevo México. Aquel nuevo tipo de fertilizante era seco, compacto y fácil de manejar. Era también preternaturalmente rico en sustancias minerales, y allí donde se empleaba las plantas medraban.
Debido a su interés respecto al abono y su relación con la tierra, Brumbaugh había observado cuidadosamente los esfuerzos de los Takemoto para enriquecer su suelo, y aunque no siempre aprobó sus métodos, sí aplaudía su determinación. Por lo tanto, cuando Takemoto le pidió ayuda para hacerse con una granja, Brumbaugh se mostró dispuesto a echar una mano al japonés.
Montó a toda la familia en un carromato y los condujo a la ciudad. El banquero, cuya esposa llevaba algún tiempo comprando hortalizas a la señora Takemoto, declaró juiciosamente:
— Estas gentes tienen buena fama, Patata. Parecen dignas de que se arriesgue uno con ellas. Pero ni siquiera empiezan a tener el mínimo suficiente para pagar la entrada a cuenta de la finca de Stretzel.
De los Takemoto, sólo el hijo de seis años había adquirido algún conocimiento de la lengua inglesa, lo que le permitió destacarse como intérprete. Informó a su padre, farfullando en japonés, que el banquero no podía prestar todo el dinero que faltaba, y luego escuchó, mientras el nipón adulto hablaba con terrible vehemencia.
El chico se volvió hacia el banquero y dijo:
— No quiere dinero de usted. Quiere dinero de él. Y el niño señaló a Brumbaugh con el dedo.
— ¿De mí? -Aquello era demasiado. La familia le abandonaba y querían que financiase su marcha. Brumbaugh rugió-: ¡No! Me dejáis en la estacada, solo… indefenso. Y encima queréis que pague…
Cuando el chiquillo tradujo aquello, el efecto que causó sobre el señor Takemoto fue profundo. Desdeñando al banquero, se puso frente a Brumbaugh y se le humedecieron los ojos. Habló al Patata en japonés, como si el ruso pudiera entenderle, e hizo con los dedos gestos que representaban el acto de caminar. Al cabo de unos instantes, el niño intervino:
— Nosotros no dejamos usted. -Repiti9 sobre el escritorio del banquero los mismos gestos andariegos, al tiempo que decía-: Nosotros andar y aclarar remolachas de usted. Nosotros andar y aclarar remolachas de nosotros.
Brumbaugh comprendió. Aquella increíble familia se proponía trabajar dos fincas el año siguiente -la de Brumbaugh durante las horas normales, la suya propia durante las nocturnas- y para cumplirlo estaban dispuestos a recorrer a pie, dos veces al día, los kilómetros que separaban ambas granjas.
Eso ocurría en el otoño de 1905, cuando aún no había remitido el encarnizamiento ruso-nipón, pero, en Centenario, dos hombres se observaron recíproca y cuidadosamente, un ruso anciano que había logrado importantes éxitos con su tierra y un tenaz japonés que anhelaba la oportunidad de igualarle, y cada uno de ellos albergaba el convencimiento de que podía confiar en el otro. Si Takemoto afirmaba que iba a atender las remolachas de Brumbaugh, cumpliría su palabra, así que el ruso acabó por dirigirse al banquero:
— Avisa a Merv Wendell. Que venga aquí,
Al cabo de unos minutos, el próspero agente de fincas se reunió con ellos.
— Merv -dijo Brumbaugh-, hace dos meses me cotizaste la granja de Stretzel en cuatro mil dólares. Te ofrecí tres mil quinientos y contestaste que creías que aceptarían tres mil setecientos. Bueno, pues el señor Takemoto, aquí presente, te ofrece ahora mismo los tres mil setecientos y, Merv, no quiero que en tus manos sufra ninguna jugarreta…
— ¡Patata! -exclamó el corredor de fincas, rebosando consternada honestidad-. Le ruego que no vaya a suponer ni por un segundo que…
— Sé lo que intentaste con Otto Emig -le interrumpió Brumbaugh, cortante-. Nada de cargar gastos caprichosos esta vez. Tres mil setecientos.
— ¡Claro, claro! -convino WendeIl-. Y se lleva una de las granjas más espléndidas de la comarca -dijo obsequiosamente a Takemoto.
— No entiende el inglés -rezongó Brumbaugh-. Pero yo sí. Encárgate de que la consiga, con honorarios sencillos, de que la tenga mañana por la noche.
— Sí, señor, de, acuerdo, señor Brumbaugh, sí, señor. Y cuando quiera vender su finca…
— Pasarán años, Merv.
— No vamos para jóvenes, ¿verdad?
— Yo sí -replicó Brumbaugh, y antes de salir del banco firmó a Takemoto un vale por tres mil dólares. Al bajar la mirada sobre el niño de seis años, que había llevado las negociaciones en un idioma que había oído hablar por primera vez sólo ocho meses antes, Brumbaugh pensó: "Nunca me sentí más seguro al firmar un vale. Si el viejo no puede pagar, lo hará el chico".
A la mañana siguiente, visitó a Kurt en la factoría azucarera.
— Quiero que le extiendas a Goro Takemoto un contrato por diez hectáreas de remolacha -dijo- y que te encargues de que se le proporcione buena simiente.
La industria azucarera constituía un ingenioso entrelazamiento en el que muchos organismos dispares se veían obligados a depender unos de otros en la creación de un complejo y aparatoso conjunto. La fábrica no podía existir sin la garantía de que los agricultores iban a suministrarle remolachas, y los granjeros no tenían más alternativa que la de vender sus remolachas a la factoría; sencillamente, no había otro mercado.
La interdependencia iba más lejos. La tierra producía las remolachas, pero las hojas de esas plantas volvían a enriquecer esa tierra, convertidas en abono. La extracción del azúcar proporcionaba los subproductos de pulpa y melaza que servían para alimentar ganado, cuyo estiércol se utilizaba para mantener la productividad de la tierra.
A causa de esa interdependencia, la industria consideraba lógico operar sobre la base de un sistema de contratos obligatorios y, todos los meses de enero, los agricultores esperaban ansiosamente la visita del enviado de la compañía que firmase el precioso pedazo de papel que respondía de que todas las remolachas que se cosecharan en una superficie previamente determinada les serían compradas a partir del primero de octubre, con el pago inicial sobre las mismas efectuado el 15 de noviembre.
Una vez el contrato en su poder, el granjero podía presentarse en el Banco de Centenario y obtener en préstamo el dinero que necesitase para adquirir semillas en marzo, contratar plantadores en abril y aclaradores en mayo, y hacer frente a los gastos generales hasta octubre. El 5 de noviembre llegaba la primera verificación: diez hectáreas de remolacha, a cuarenta toneladas por hectárea y a seis dólares por tonelada, igual a dos mil cuatrocientos dólares.
El cheque nunca era pagadero al agricultor. Invariablemente, rezaba en él algo así como: "Banco de Centenario, Mervin WendeIl, Otto Emig", por ejemplo. Sensata precaución que garantizaba que el banco recuperaría su préstamo, Mervin Wendell cobraría la parte correspondiente de su hipoteca y Otto Emig recibiría lo que quedase.
El sistema era todo un tributo a la inteligencia, pues los requisitos se redactaban claramente, se financiaban con capital adecuado y se administraban de modo justo. Pero lo que Brumbaugh el Patata, con su inclinación filosófica, saboreaba más gustosamente era la enorme complejidad de la producción remolachera, ya que venía a demostrar la infinita capacidad del hombre. Una noche, cuando los granjeros rusos se lamentaban del número cada vez mayor de jornaleros nipones que empezaban a trabajar por su cuenta, Brumbaugh se impacientó: . -Concentrad vuestra atención sobre la remolacha. Hace cien años, no era más que una cosita redonda y roja, que pesaba ochenta y cinco gramos. Una planta anual, lo que significa que cada año cumplía el ciclo completo: hojas, raíz, tallos, semillas, y daba una cantidad de azúcar condenadamente pequeña… menos del uno por ciento. Bien, pues unos cuantos alemanes cogieron esa cosa roja y la convirtieron en blanca. Multiplicaron su tamaño hasta conseguir que pesara más de cuatrocientos cincuenta gramos. La transformaron en planta bienal, de raíz grande el primer año. Replantada, grana al año siguiente, lo que quiere decir que toda la energía de ese primer año sigue produciendo azúcar. Eso aumentó el contenido de azúcar que, de menos del uno por ciento, ha pasado a ser del quince y quizá sea pronto del dieciséis o el diecisiete. Si los hombres pueden hacer eso con la remolacha, también son lo bastante listos para encontrarnos mano de obra que nos ayude a cultivarla.
Una bonita desertación que proporcionó a los rusos varios datos que desconocían, pero Otto Emig susurró a Emil Wenzlaff:
— Observa que no ha dicho dónde podemos encontrar hombres para el trabajo de hincar el lomo cuando se nos vayan los japoneses.
Todo estaba bajo control científico, salvo el único elemento que determinaba el éxito o el fracaso. ¿Dónde podía el agricultor encontrar mano de obra dispuesta a encargarse de la tarea que exigía doblar el espinazo, una fuerza laboral, por otro lado, que no deseara adquirir fincas propias ni educar a sus hijos hasta el punto de que éstos no quisieran después aclarar remolachas? Toda la complicada estructura, tan vital para el Oeste, amenazaba con derrumbarse en torno a ese problema insoluble.
Y entonces, un día, Brumbaugh el Patata fue a Venneford para vender el heno recogido y advirtió a Jim Lloyd:
— Es posible que éste sea el último año que te suministro heno para tus herefords.
— ¿Dónde vas a venderlo?
— Tal vez deje de cultivarlo.
Aquella declaración tan improbable dejó confundido a Lloyd, ya que estaba perfectamente enterado de que un cosechero de remolacha tenía que cultivar heno; las remolachas absorbían las sustancias minerales del suelo tan vorazmente que ningún campo podía cosecharlas de modo continuo. Si se intentaba tal cosa, los minerales se agotaban, permitiendo así que nemátodos e insectos infestasen el campo, atrofiaran las remolachas o incluso acabasen con ellas. De modo que, cuando un granjero previsor arrancaba sus remolachas en octubre, el año siguiente sembraba cebada en aquel campo, luego alfalfa durante dos años y después patatas. Hasta el quinto año, no se atrevía a plantar allí remolachas otra vez.
Eso significaba que uno tenía que dividir su finca en el número suficiente de segmentos para poner en práctica esa rotación y que el máximo de terreno que podía dedicar a la remolacha era uno de tales segmentos. En los demás, era mejor que cultivase heno o algún otro producto, como patatas o cebada. De forma que, si Brumbaugh quería seguir con la remolacha, no le quedaba más remedio que cultivar heno también. Jim lo sabía y así se lo explicó al Patata.
— Lo que quiero decir es que abandono la agricultura -declaró Brumbaugh-. No encuentro a nadie dispuesto a quedarse fijo en el trabajo, y lo mismo les ocurre a Emig o a Wenzlaff. -Refirió a Jim sus desilusionantes experiencias-: Mis alemanes aclararon remolachas durante dos temporadas y después adquirieron su propia granja. Mis rusos permanecieron en el tajo año y medio, y ¡zas! se agenciaron su finquita. ¡Y luego los japoneses! En ocho meses compraron sus propiedades. Tenemos que dar con alguien a quien le guste la agricultura, pero odie las granjas agrícolas.
Mientras Brumbaugh pronunciaba esas palabras, Jim permanecía apoyado en el portón de un campo salpicado de vacas del "Uve Coronada" y lustrosos y tranquilos terneros. Incluso después de tantos años, los herefords fascinaban a Jim, que trataba constantemente de mejorar el rebaño y siempre intentaba averiguar por qué algunas de aquellas vacas alumbraban terneros fuertes.
— ¿Ese grupo de chotos procede del mismo toro? -preguntó Brumbaugh.
Jim asintió.
— Ese ternero que está junto a la cerca…
No remató la frase, porque, mientras contemplaba al animal, recordó cierto día, casi cuarenta años atrás, en que conoció otro ternero en los abrasadores llanos de álcali situados al este del Pecos, cuando R. J. Poteef y él conducían cornilargos. Había nacido un ternero y R. J. cabalgó hacia la retaguardia y les ordenó que lo matasen. Jim era incapaz de hacerlo. "Crío terneros -dijo a Poteet-. No los mato."
Y con la complicidad del cocinero del carromato -¿cómo se llamaba? Era mexicano su nombre, ¿no?- salvó al recental. Después, el cocinero lo vendió a unos colonos mexicanos que trabajaban la tierra cerca del gran rancho de Chisum. Jim se acordaba aún de la alegría que brillaba en los ojos de aquellos peones cuando se hicieron con aquel animalito… los rostros redondos y morenos, la espesa cabellera negra, los blancos dientes, las manos pardas que ofrecían fríjoles y pollos.
— ¡Ya lo tengo! -exclamó-. ¡Mexicanos!
Al sur de río Grande, conocido en México por el nombre de río Bravo, se encuentra el extenso estado de Chihuahua, en cuyo centro aproximado está la capital, que ostenta el mismo nombre. A unos doscientos kilómetros al oeste de la ciudad se yerguen las escarpadas y oscuras montañas de Sierra Madre, ricas en oro y plata.
Descendiendo de las montañas, como finas hebras de plata, llegan las cataratas de Temchic, airosas y encantadoras en si mismas, pero revalorizadas todavía más por el valle en el que caen. El valle de Temchic se desliza hacia el este, partiendo de las montañas, espléndido enclave que circundan por tres lados unas formaciones rocosas tan extraordinarias que parecen haber sido creadas allí por la mano de un artista. Al norte del río Temchic se alzan los cuatro picos guardianes: el Águila, el Halcón, el León y el Oso. A lo largo del lado sur se elevan impresionantes moles de granito, que parecen naves encalladas o melancólicos animales prehistóricos.
Durante cosa de tres mil años, ese valle fue la patria de los indios temchics, una tribu de los tarahumares, aquellos hombres esbeltos como ciervos que ocuparon las montañas y vivieron de una agricultura mínima, llevando una existencia primitiva a todo serlo. Viejas crónicas aseguran que los temchics constituyeron una tribu pacífica y amistosa, pero ello no ha podido confirmarse. Por desgracia, el valle que eligieron como residencia contaba con una de las minas de plata más importantes del mundo, y aunque nunca llegaron a desarrollar el laboreo del mineral, los españoles que exploraron la región en 1609 sí descubrieron el modo de hacerlo, por lo que los temchics no tardaron en verse acorralados, convertidos a la fuerza al cristianismo y obligados a una esclavitud subterránea tan terrible que hacia el año 1667 no existía ya un solo temchic, ni en las minas ni sobre la superficie.
La leyenda asevera que la plata de la cascada caía a igual distancia dentro de la tierra, donde cristalizaba en una rica veta que se hundía profundamente. Desde luego, las minas Temchic estaban muy hondas y situar el mineral en la superficie era siempre un problema. Largos y delgados troncos de árbol bajaban hacia las entrañas de la tierra y se clavaban en ellos desnudas vigas cruzadas, de unos noventa centímetros de separación, constituyendo así una escala suicida, sin barandilla ni salvaguardia alguna, que descendía casi verticalmente.
A los temchics se les obligaba a trepar por aquellas terribles escaleras, cargados con enormes cestos de mineral. Año tras año, vivían bajo tierra y su toque de difuntos sonaba en forma de alaridos evanescentes, a medida que se fueron desplomando, uno tras otro, débiles e inseguros, desde las altas escaleras. El informe de 1667 relataba: "El último temchic murió ayer, pero nos queda el consuelo de saber que todos ellos fallecieron siendo cristianos."
Se aludía al valle con la encantadora denominación de "plateado Temchic" y, cuando hubieron desaparecido todos los indios del lugar, los explotadores españoles de las minas recurrieron a los apacibles tarahumares de Sierra Madre, pero como perecían a un ritmo asombroso, su empleo apenas resultaba económico y fue abandonado. Un ingeniero español informó a Madrid: "Echan un vistazo a la profundidad del pozo, miran las escaleras, caen y encuentran la muerte. No creo que sufran vértigo. Más bien me parece que prefieren arrojarse al pozo antes que trabajar en la oscuridad de la mina, cuando siempre estuvieron acostumbrados a las cumbres de las montañas."
Su lugar en el valle fue ocupado por esa extraña y a menudo bella raza de mestizos -en parte indios, en parte españoles- que se conocería después por el calificativo de mexicana. De ninguna manera podía llamarse españoles a sus miembros, porque su sangre estaba ya muy diluida, pero, por otra parte, tampoco eran indios, puesto que una cultura semieuropea había desplazado el lenguaje indio, la religión india y el estilo indio de hacer las cosas.
Eran mexicanos, una nueva y robusta raza. Constituían un pueblo capaz de esfuerzos sobrehumanos cuando lo consideraban necesario, capaz de mostrarse impulsivamente amable cuando se le trataba con generosidad o de replicar de forma salvajemente vindicativa cuando se le ultrajaba. Convergieron en ellos las distintas sangres de muchos antecesores, ya que en México, durante el período colonial, moraban unos quince millones de indios; con ellos se mezclaron trescientos mil españoles y doscientos cincuenta mil negros de África, y de esa miscelánea surgió la raza mexicana. Puesto que dominaban los españoles y, comoquiera que eran los únicos que poseían armas de fuego, libros e iglesias, la cultura no tardó en ser predominantemente española: lenguaje, organización militar, religión, sistemas comerciales… todo era español, por lo que hubiera sido comprensible que el nuevo pueblo se jactase de un "somos españoles", pero no lo hicieron. Eran mexicanos y, con mucha frecuencia, apenas llevaban unas gotas ínfimas de sangre española.
Por otra parte, como los españoles exterminaron un gran porcentaje de indios y sojuzgaban de modo implacable a los negros, una cultura española prevalecía en extensas zonas de México, y nada de absurdo tenía que la gente afirmara allí que era española. Pero lo más correcto es aplicar al conjunto de la población el calificativo de mestiza. Ciertamente, en el valle de Temchic, en 1903, se consideraba a los mal pagados trabajadores más indios que españoles.
Se esforzaban como mulos. Algunos mineros pasaban días y días bajo tierra. Su alimentación era escasa, porque el salario era pequeño. Se les aporreaba y azotaba como a pocos obreros del mundo en aquel período relativamente humano, y cuando la desesperación les impulsaba a recurrir a las autoridades, los rechazaba la policía rural, que se complacía en disparar contra ellos, y el padre Grávez, el párroco, quien les explicaba que era voluntad de Dios que trabajasen en las minas y que si alteraban el orden, solicitando aumento de salario, disgustarían a Dios y a don Luis. Este último era el más importante.
El general Luis Terrazas era dueño y señor de Chihuahua, no sólo de la ciudad, sino de todo el estado. Prácticamente, empezó su carrera en 1860, cuando acaudilló un asalto militar contra un edificio indefenso y, como consecuencia de su conquista, se otorgó a sí mismo el grado de coronel. Adquirió por cuatro mil dólares una hacienda de dos millones ochocientas mil hectáreas, sobre cuya superficie crió ganado cuyo valor alcanzó la cifra de veinticinco millones de dólares. Sobre la base de esa influencia, hacia el año 1900 era propietario de tres bancos, cuatro fábricas textiles, numerosos molinos harineros y otros dieciséis negocios importantes, por un valor total en efectivo que superaba los veintisiete millones de dólares. También era de su propiedad la mina de plata Temchic, y los administradotes del prócer se habrían enfurecido si los mineros hubieran interrumpido la producción y ocasionado con ello un descenso en los beneficios de don Luis. En consecuencia, los administradores daban instrucciones a la policía rural, indicándole que abatiese a tiros a los alborotadores, y advertían al padre Grávez que don Luis esperaba de él que mantuviese pacifico el valle.
El valle era pacífico por naturaleza. A ambas orillas del inquieto río Temchic se alineaban pequeñas chozas, no mucho mayores que perreras. Vertientes montañosas arriba, convenientemente apartadas de los caminos de herradura, se erguían las blancas y espaciosas residencias de los ingenieros de minas alemanes y norteamericanos que dirigían la industria extractiva en nombre del general Terrazas. Como resultado de algún azar histórico, todas aquellas familias norteamericanas procedían de una pequeña región de Minnesota, y el general Terrazas les trataba con tanta liberalidad que llegaron a creerse los agentes elegidos de don Luis y adoptaron la costumbre de maltratar a los trabajadores mexicanos de un modo casi tan cruel como el que empleaba la policía rural.
— En realidad, no son más que animales -se complacían en decir los ingenieros norteamericanos, mientras supervisaban un programa de trabajo de catorce horas diarias, siete días a la semana-. Cuando abandonan el tajo, todo lo que hacen es correr hacia sus chabolas y montar a las mujeres. No necesitan más tiempo libre.
En algunos aspectos, las esposas norteamericanas eran peor que sus maridos. Monopolizaban todas las horas de las mujeres de los mineros, empleándolas en calidad de criadas y pagándoles setenta y cinco centavos semanales por trabajar diez horas diarias, siete días a la semana.
— Se necesitan cuatro mujeres de éstas, a jornada completa, para hacer el trabajo que una mujer blanca concluiría en quince minutos -se decían unas a otras las esposas norteamericanas, en tono de justificación-, y si una no se anda con ojo, se la comerían viva a una.
A pesar de todo, Temchic era un lugar que la gente adoraba. Un enclave protegido de la nieve en invierno y del calor extremo en verano. Pudo haber sido un paraje ideal para el establecimiento de un paraíso mestizo, pero lo impidió el hecho de que allí había plata oculta y los ingenieros la deseaban. La situación hubiera permanecido satisfactoria, gracias a la vigilancia de la policía rural y de la Iglesia, de no haber sido por un elemento perturbador enjuto, malencarado y de largas piernas al que los mineros seguían, pero a quien los ingenieros llamaban despectivamente el capitán Fríjoles, el Pomposo.
— Me gustaría que los rurales se lo cargasen de una vez -manifestó el ingeniero principal, al enterarse de que Fríjoles hablaba nuevamente de huelga-. ¿Qué diablos quiere ese individuo?
Lo que Fríjoles deseaba era la concesión de un día libre a la semana, jornada laboral no superior a doce horas en las minas, más comida y un médico que atendiese a las mujeres que iban a dar a luz.
El capitán Mendoza, de los rurales, visitó a Fríjoles y le advirtió:
·-Esa forma de hablar es revolucionaria. Si te oigo pronunciar tales exigencias, aunque sólo sea una vez, habrá que encargarse de ti.
El padre Grávez también visitó a Fríjoles y le explicó que:
— Dios nos asigna a cada uno nuestro trabajo, capitán, y el tuyo consiste en extraer plata de la tierra. Dios contempla lo que haces. Conoce tus virtudes y algún día te recompensará. Además, el general Terrazas necesita la plata para las buenas obras que realiza en Chihuahua.
Ese razonamiento impresionó momentáneamente a Fríjoles, pero después, cuando intentó evocar alguna cosa buena que hubiese hecho el general Terrazas en beneficio del pueblo de Chihuahua, no pudo encontrar nada. El general derrochaba su dinero en casas enormes, ranchos todavía mayores, automóviles para sus numerosos hijos, viajes a Europa, diversiones para hombres de negocios europeos y sobornos a los políticos de Ciudad de México.
— Tal vez -confió Fríjoles a sus compañeros de trabajo cuando acabe con todo eso, el día menos pensado, proyectará su atención sobre nosotros.
Los mineros supusieron, basándose en la experiencia pretérita, que eso podía tardar mucho en ocurrir.
Así que la agitación continuó y los que estaban en el poder decidieron quitar de en medio al molesto Fríjoles. La policía rural le consideraba un peligro creciente y el capitán Mendoza dio la sencilla orden:
— Pegadle cuatro tiros.
Los ingenieros veían en él una perturbación para sus buenas relaciones, las de los ingenieros, con el general Terrazas y convinieron:
— Hay que desembarazarse de ese hombre.
El padre Grávez, y sobre todo su superior, el cardenal de Chihuahua, advirtieron en Fríjoles la personificación de un ataque contra el orden de la Iglesia y ambos determinaron:
— Debe disciplinársele.
El general Tenazas se dio perfecta cuenta de que Fríjoles era una cuña que abría paso a toda clase de exigencias por parte de los obreros que deseaban trabajar sólo setenta y dos horas a la semana, y transmitió su recado:
— Eliminadle.
Y, en Ciudad de México, el presidente.Porfirio Díaz, un viejo dictador consciente de que las vibraciones en el norte empezaban a amenazar a su idolatrado país, descubrió en el larguirucho revolucionario norteño.llamado Fríjoles una portentosa amenaza para la estabilidad de la nación.
— ¡Matadle ya! ·-aconsejó el anciano, porque había aprendido a reconocer a un enemigo en cuanto lo veía.
Una luminosa mañana de febrero, el capitán Mendoza en persona se puso, al frente de un grupo de sus rurales, hombres endurecidos y acostumbrados a disparar sin hacer preguntas. Entraron en la aldea de Temchic, dispuestos a arrestar a Fríjoles. Durante el trayecto valle abajo, al revolucionario se le dejaría libre y los pistoleros, que eran catorce, lo matarían a tiros, "ya que trataba de huir". Esa ley de fugas ahorraba los gastos del proceso y del período de cárcel.
— No le matéis aquí -aleccionó el capitán Mendoza a sus hombres- Eso siempre provoca gritos histéricos en las mujeres y no queremos ningún alboroto.
En la ciudad, hicieron un alto al llegar a la oficina de los ingenieros, y el capitán Mendoza les aseguró:
— No tendrán ustedes más dificultades con Fríjoles.
Le dieron las gracias, porque en todo el mundo lo que quieren los ingenieros es que los trabajadores cumplan con su deber laboral, estén en el tajo muchas horas y mantengan la boca cerrada.
— Lo habremos sacado de aquí en cuestión de quince minutos -les garantizó Mendoza.
Fueron unos quince minutos muy largos. Adivinando que sus enemigos podían descargar un golpe, Fríjoles había preparado sus cohortes para aquella jornada y, cuando Mendoza y sus secuaces doblaron la curva que llevaba a la mina, se encontraron con una descarga cerrada que acabó con la vida del capitán y las de tres de sus tenientes. Sucedió una enconada batalla y, cuando los rurales emprendieron la retirada valle abajo, lo hicieron dejando siete cadáveres propios en las orillas del Temchic.
Una sacudida recorrió México de un extremo a otro. Aquello era la revolución, el desafío a la autoridad establecida, y todas las personas responsables del país se percataron del peligro. Se despachó a Temchic un batallón militar de Chihuahua, pero Fríjoles y sus resueltos mineros lo derrotaron ignominiosamente y en toda la línea. Un nuevo ejército se reunió en Durango, con refuerzos trasladados desde Torreón, y también éste fue derrotado. Generales que llevaban muchos años aterrando a agricultores establecidos en terrenos abiertos descubrieron que no les.era posible lanzar fuerzas ilimitadas contra Temchic, ya que no se podía concentrar tantas tropas dentro del estrecho desfiladero. En esa ocasión tenían que ser setenta soldados contra setenta mineros, y estos últimos luchaban por sus hogares y por un nuevo sistema de vida.
La guerra estalló en febrero y se prolongó hasta octubre, ya que los mineros organizaron su aldea transformándola en un reducto capaz de resistir casi cualquier clase de asalto. Una escolta armada acompañó valle abajo a los ingenieros norteamericanos y sus familias, quienes se trasladaron en seguida a la ciudad de Chihuahua, donde concedieron entrevistas en las que explicaban que Fríjoles y su pandilla eran unos demonios enloquecidos que pretendían destruir México. Los alemanes también se fueron; todos, salvo un quijotesco joven que prefirió quedarse con Fríjoles y los mineros.
— Nos encargaremos de él cuando esto haya terminado -dijeron los otros alemanes, y aseguraron al general Terrazas que acabaría pronto ya que, como explicaron-: Fríjoles ni siquiera tiene cultura.
Luego, a últimos de octubre, un valeroso y joven capitán llamado Salcedo se impacientó ante la conducta pusilánime de los generales gordos e ideó un plan audaz para escalar Sierra Madre y descender desde el oeste, mientras los generales subían hacia el valle y atacaban por el frente y los flancos. El plan dio resultado y, a fines de octubre, la revolución de Temchic quedaba sofocada.
En el último momento, los hombres que acompañaban a Fríjoles adoptaron una decisión desesperada. Fríjoles debía escapar… salir del valle para acaudillar la revolución en otros puntos del país. No albergaban la menor duda de que el funesto orden que permitía que un hombre poseyera dos millones ochocientas mil hectáreas de tierra y dispusiera de cuanto deseaba' era algo condenado a desaparecer. Ellos morirían, pero en la nueva jornada los hombres y las mujeres no trabajarían catorce horas diarias, siete días a la semana. Así que trazaron un plan consistente en que cuatro de ellos llevarían a cabo una maniobra de diversión para distraer al capitán Salcedo. No tenían ninguna esperanza de salir con vida; lo más probable era que los abatiesen a tiros… pero su muerte proporcionaría a Fríjoles la oportunidad de escabullirse hacia las montañas y hacia la auténtica revolución que aguardaba más adelante.
Esta estrategia dio resultado y, al asomar la aurora, Fríjoles se había adentrado bastante en las montañas. Cuando se detuvo para descansar sentado en un tronco, junto al río, oyó a lo lejos las descargas de las tropas gubernamentales que invadían la aldea. Al levantar la cabeza vio pasar delante de él una fila de indios tarahumares, casi desnudos, los delgados y veloces corredores de las montañas más altas. Los ojos de Fríjoles se llenaron de lágrimas de rabia. Contempló durante un momento la carrera de aquellos hombres silenciosos, confusos por la aparición de un extraño en sus tierras, y se preguntó por qué en el curso de las generaciones pretéritas los mineros y los indios no se habían unido en una lucha común por la justicia. Luego, los sombríos tarahumares desaparecieron y Fríjoles comprendió que en la historia de.México no pudo darse nunca tal unión, porque los indios eran indios y los mineros eran mexicanos, y no existía ninguna posibilidad de mutuo entendimiento.
Cuando Temchic quedó sometida -con los ingenieros alemanes y norteamericanos instalados de nuevo en sus casas espaciosas-, surgió la cuestión disciplinaria. Se había capturado vivos a diecinueve de los mineros rebeldes, junto con tres mujeres que les ayudaron, y en Ciudad de México se decretó que se les fusilara públicamente, para escarmiento de otros alborotadores potenciales. Entonces a alguien se le ocurrió la estupenda idea de que a los hombres y mujeres sentenciados no los ejecutasen soldados o rurales, que ya habían realizado buena cantidad de esa clase de tarea, sino aldeanos corrientes de la región, para demostrar así al mundo que los mexicanos razonables no tenían arte ni parte en la revolución de los mineros y que la verdad era que la rechazaban.
El capitán Salcedo, que del ataque final a Temchic emergió convertido en una especie de héroe nacional, recibió en consecuencia la misión de dirigirse a una aldea de agricultores situada a cinco kilómetros valle abajo y reclutar un piquete de ejecución. Le ayudaría a seleccionar los miembros del mismo el padre Grávez, cuyo templo se alzaba en la aldea y que estaba en condiciones de identificar a los hombres más convenientes para tal servicio.
Como Temchic, Santa Inés se pegaba a ambas orillas del río, pero la semejanza no pasaba de ahí. Sus casas eran las blancas viviendas de adobe de los hombres que trabajaban la tierra y no las oscuras chabolas de los mineros. Tampoco podía presumir de amplias residencias en las laderas del monte, porque ni alemanes ni norteamericanos iban a molestarse por las escasas riquezas del pueblo. Disponía, sin embargo, de algo excepcional, que superaba a cualquier cosa que la ciudad minera pudiese aportar: la iglesia colonial española de Santa Inés, con sus dos históricas puertas.
Eran macizas y fabricadas con madera que los indios tarahumares transportaron desde las alturas de Sierra Madre. Las había tallado algún sacerdote del que nadie se acordaba y que aprendió su arte en Taxco, hacia el sur, y representaban dos escenas de la vida de santa Inés, tal como se la conocía en Europa, la santa cuya festividad se celebra el 21 de enero, cuando las noches son rigurosamente gélidas, como dijo Keats en su poema.
La puerta izquierda mostraba a Inés, radiante niña de trece años, empuñando con la mano derecha una espada, el instrumento de su martirio, y a sus pies un cordero que simbolizaba la pureza de su vida. La puerta derecha presentaba a la santa entrando en su celestial matrimonio con Jesús. Pero lo que compendiaba la juvenil inocencia del pueblo era la combinación de aquellas dos puertas, cada una de las cuales complementaba a la otra. Se trataba de una población limpia, asentada en las alturas de Sierra Madre y protegida por los pináculos de aquellas montañas que la abrigaban por tres de sus lados.
Era una aldea adorable, sobre todo el día de.la santa, cuando todos los habitantes se congregaban en la oscuridad para cantar ante las puertas del templo. Todos aguardaban en silencio, mirando hacia el este, en espera de los primeros rayos del sol. Cuando aparecían, las voces de los agricultores se unían a las de sus esposas e hijos en la tradicional canción de cumpleaños, "Las mañanitas", para honrar a la niña que amaban: Estas son las mañanitas que cantaba el rey David. A las muchachas bonitas se las cantamos aquí. Si el sereno de la esquina quisiera hacer un favor, su lámpara apagaría mientras te hablo de mi amor.
— Necesitamos un hombre de confianza para que actúe como sargento -explicó el capitán Salcedo, mientras entraba en la aldea, acompañado del sacerdote.
Era un hombre atildado, que luda un pequeño bigote y calzaba lustradísimas botas alemanas de color pardo, las cuales causaban una formidable impresión sobre el elemento rural. -Tranquilino Márquez -dijo el sacerdote sin titubear-. Hombre firme, de veintitrés años, casado con una buena mujer llamada Serafina, dos hijos.
— ¿No nos creará dificultades? -preguntó Salcedo-. ¿Nada de discursitos o cosas parecidas?
— ¿Tranquilino? -se extrañó el padre Grávez-. Es de una confianza a toda prueba. Trabaja su parcelita. Paga su alquiler al general Terrazas como un buen ciudadano.
El capitán Salcedo convocó a Tranquilino y, cuando el joven labrador estuvo ante él, más alto que el término medio, semblante delgado, pies descalzos, sombrero de paja sostenido con deferencia en la mano, el oficial comprendió instintivamente que allí estaba el tipo impasible y obediente que hacía fuerte a México.
— Tienes buena planta. Ocuparás el extremo derecho -dijo con entusiasmo-. Serás una especie de sargento. Yo daré la orden, pero tú te encargarás de que los hombres se comporten como deben.
— ¿Qué es lo que hay que hacer? -preguntó Tranquilino.
— ¡Ah! Vamos a ejecutar a los rebeldes. Habrás disparado ya con alguna arma de fuego, ¿no?
— Sí. Pero no quiero…
— ¡Es tu deber! ¿Quieres que los rebeldes destruyan tu finca… acaben con tu familia?
— Vendo maíz a esos mineros.
— ¡Tranquilino! México tiene que desembarazarse de esos hombres criminales. Explíqueselo, padre.
De modo que el padre Grávez se llevó a Tranquilino a un aparte y se lo explicó todo en términos sencillos y claros:
— Las minas pertenecen a un buen hombre, Tranquilino. El general Terrazas hace muchas cosas estupendas por México y si consentimos que los huelguistas le roben plata.
— Los mineros no se llevaron plata ninguna.
— Claro que no. Pero cuando un obrero se declara en huelga y no produce lo que debe producir, es lo mismo que robar. Priva al general Terrazas de cosas a las que tiene derecho porque son suyas.
Aquello resultaba lógico y lo que el padre Grávez dijo a continuación todavía lo era más.
— Es lo mismo que si tú vivieses en unas tierras que perteneciesen al general y te negases a cultivar maíz para él. ¿No le estarías robando?
Tranquilino tuvo que convenir en que así sería, y en toda su vida había robado nada a nadie ni proporcionado a los rurales motiv0 alguno para que le llamasen al orden.
Paso a paso, el padre Grávez explicó por qué era necesario que los labradores de Santa Inés disparasen sobre los mineros de Temchic y, al final, Tranquilino quedó convencido. Aquellos hombres que habían escuchado a Fríjoles representaban una amenaza para México y tenían que ser exterminados.
Pero cuando el padre Grávez llevó a Tranquilino al cuartel general, el jefe de los ingenieros norteamericanos entró en la estancia donde Salcedo elegía a los miembros del piquete de ejecución y manifestó:
— Nos faltan once hombres en las minas. Valdría más que reclutásemos a una docena de estos labriegos y los convirtiésemos en mineros.
Y el padre Grávez, siempre subordinado a las autoridades, propuso:
— En toda la región no hay mejor hombre que Tranquilino, aquí presente.
— Estupendo -dijo el ingeniero, tras volver la cabeza hacia Tranquilino-. Puedes empezar en las minas inmediatamente después de las ejecuciones.
— Es una gran oportunidad -explicó el padre Grávez-. Te darán de comer y no tendrás ya que trabajar la tierra.
Tranquilino deseó decir: "Me gusta trabajar la tierra. No quiero trabajar en el fondo de una mina y no ver nunca el sol." Comprendió, sin embargo que, si lo decía delante del capitán Salcedo, el ingeniero y el padre Grávez, se encontraría en serias dificultades. Los acontecimientos se estaban precipitando y le hubiera gustado hablar con Serafina, que entendía las cosas complicadas mejor que él, pero le entregaron un arma y tuvo que emprender la marcha valle arriba hacia Temchic, donde habían reunido a dos docenas de otros confusos labradores.
Tranquilino oyó decir al capitán Salcedo.
— Muchachos, tenéis que alinearos junto a Tranquilino. Él es vuestro sargento.
Y se alinearon, aquella mañana luminosa y cálida de octubre, y condujeron allí a los diecinueve rebeldes, hombres corrientes como Tranquilino, y detrás de los rebeldes aparecieron tres mujeres con la boca amordazada con unos trapos, porque las mujeres eran muy dadas a chillar, y los agricultores oyeron al capitán Salcedo pronunciar las instrucciones:
— Los fusilaremos por grupos de seis. Ahora, muchachos, cuando dé la orden de "Fuego", disparáis contra el preso que esté frente a cada uno de vosotros. Apuntad al corazón.
En la primera descarga, todos los labradores dispararon a los prisioneros situados en los extremos de la hilera, con lo que resultó que dos hombres del centro quedaron en pie. El capitán Salcedo tuvo que apartarse del pelotón de fusilamiento, atravesar el espacio abierto y matar a los supervivientes con el revólver, plantándose muy cerca de ellos y disparándoles a la cabeza.
La segunda vez ocurrió lo mismo y, después de disparar a quemarropa contra los mineros supervivientes, el capitán Salcedo reprendió a los labradores, a los que dijo que serían un grupo de soldados malísimos. Explicó que dividiría ahora al piquete de ejecución en seis partes y que cada hombre sería responsable del aniquilamiento de uno de los mineros.
— Y esta vez, si uno de los seis condenados queda en pie, dispararé personalmente contra el hombre del pelotón de fusilamiento que sea responsable de ello.
Se acercó a la línea y fue clavando el índice en cada uno de los seis ejecutores. Empezó por Tranquilino. No existía la menor duda de que Salcedo estaba dispuesto a cumplir su amenaza, por lo que en aquella ocasión no hubo supervivientes.
— ¡Estupendo! -felicitó a los granjeros-. Que traigan ahora al último hombre y a dos de las mujeres.
Cuando el trío estuvo en el paredón, Tranquilino vio con alivio que su grupo tenía que encargarse del hombre. No le era posible disparar contra una mujer, y todo indicó que algunos de los otros agricultores experimentaban lo mismo, ya que sus proyectiles salieron altos, muy altos, dejando señales en el muro y una desafiante mujer erguida. Con la angustiosa tensión, la mordaza se le había soltado y la mujer empezó a maldecir a Salcedo y a los ingenieros. Al final, Salcedo tuvo que dispararle en el rostro.
Se volvió con expresión hosca hada los labradores.
— Esta última es.la esposa de Fríjoles. Fue peor aún que su marido. Si una sola bala da en la pared, traeré a los soldados para que os fusilen a todos vosotros. Preparaos.
La mujer permanecía muy derecha, separadas las piernas, con la espalda contra la pared. Guardaba silencio, pero sus pupilas furibundas lanzaban centelleantes maldiciones a sus ejecutores, recordándoles.las barrigas vacías y los años perdidos en las minas. Antes de que el capitán Salcedo diese la orden de disparar, Tranquilino Márquez arrojó su arma al suelo y pronunció una sola palabra:
·-No.
Y como tallos de trigo segados por una hoz, los otros fusiles cayeron sobre el polvo.
Colérico, el capitán Salcedo atravesó corriendo el espacio abierto y ejecutó a la esposa de Fríjoles. Después volvió sobre sus pasos, hecho un basilisco y habría pegado un tito a Tranquilino de no ser por el padre Grávez, que se interpuso entre el capitán y ellabrado1: de rostro delgado.
— Es un buen hombre -intercedió el sacerdote, dispuesto a salvar a Tranquilino-. No lo mate.
Cuando se llevaron los veintidós cadáveres, Tranquilino Márquez regresó valle abajo, andando como un fantasma. El eco de su fusil aún le resonaba en los oídos, el staccato del feroz revólver del capitán Salcedo también. Volvió a oír los gritos de la mujer y la voz salvadora del padre Grávez. Pero, por encima de todo, aquellas terribles palabras que le sentenciaban a pasarse el resto de su vida bajo tierra: "Puede empezar en las minas inmediatamente después de las ejecuciones." Pronto irían a buscarle, así que apretó el paso.
Echó a correr y, en cuanto llegó a su vivienda de adobe, en el otro extremo de santa Inés, irrumpió en la casa, rodeó con sus brazos a la joven esposa y anunció a voces:
— Vienen persiguiéndome.
Serafina Márquez había presenciado las ejecuciones desde lo alto de una pequeña colina. Vio a su marido arrojar el fusil y luego, después de que el padre Grávez salvase la vida a Tranquilino, vio al capitán Salcedo dirigiéndose agitadamente al nuevo capitán de los rurales. Para la mujer, resultó perfectamente claro que el capitán ordenaba al policía que arrestase a Tranquilino, acusado de perturbador, y lo matase a tiros cuando tratara de escapar. Serafina ya había decidido lo que debía hacerse.
— Tienes que irte al norte, Tranquilino.
— ¿A dónde?
— Cruza los campos y toma el tren en Guerrero. ¡Ahora mismo!
— ¿Pero a dónde voy?
— Atraviesa el río Bravo. Siempre hay trabajo al otro lado del río.
— ¿Y los niños?
— Nos quedaremos aquí. Tenemos que quedarnos.
— ¡Pero… Serafina!
— ¡Vete! -chilló la mujer. En tres minutos le había preparado ya un paquete de comida y le entregó todo el dinero que tenían ahorrado-. Puedes enviarnos algo cuando encuentres trabajo. Como hace Hernández con su esposa.
Y le empujó hacia la puerta.
Con el tiempo justo, ya que, descendiendo por el valle de Temchic, llegaban los rurales y preguntaban a la gente la dirección de Tranquilino Márquez, alterador del orden.
Uno de los rasgos notables del norte de México era la red de lentos ferrocarriles que se entrecruzaban por la zona. En Chihuahua, una improbable línea llamada Kansas City, México y Oriente entraba procedente del sur de Texas, para quedar muerta en una estación terminal, a centenares de kilómetros de su anunciado punto de destino en el océano Pacífico.
La línea principal salía hacia el norte, desde Chihuahua hasta la urbe de Ciudad Juárez, donde un puente le permitía llegar a El Paso. Una tercera línea era más interesante, además de estar destinada a convertirse en foco de historia durante este período. También iba de Chihuahua a Ciudad Juárez, pero por una ruta que se adentraba por la parte oeste, a través de poblaciones tan pintorescas como Cuauhtémoc, Guerrero y Casas Grandes, que había sido un centro importante mil años atrás, con antiguas pirámides y calles ruinosas que demostraban lo impresionante que llegó a ser la cultura de los indios precolombinos.
Tranquilino Márquez se dirigió rumbo a esa Línea del Noroeste, viajando principalmente de noche. Llegó por fin a las proximidades de Guerrero, donde permaneció oculto durante dos días para, finalmente, deslizarse al interior de la ciudad un anochecer, con objeto de comprar la comida que tanto necesitaba.
Aquella noche se trasladó en dirección norte hasta el punto donde los trenes se detenían para cargar combustible para sus cajas de fuego yagua para sus calderas. Allí, donde ningún guardián vigilaba, se introdujo debajo de uno de los vagones de mercancías y se ató a una de las barras de hierro longitudinales a lo largo del coche. De ese modo precario viajó hasta Casas Grandes, donde le detectaron unos agricultores que se dirigían a los Estados Unidos.
— ¡Vamos! -le susurraron, al tiempo que se arrodillaban para ver cómo se las arregló sin que las ruedas le alcanzasen. -¡Nosotros viajamos dentro! -dijo uno de los hombres, en voz baja.
Le sacaron de allí y le enseñaron el modo de forzar las puertas de los vagones de los trenes de mercancías.
— Nos apearemos en Ciudad Juárez antes de que la policía nos pille, y una hora después habremos cruzado la frontera.
Por aquellas fechas no se necesitaba documentación alguna para trasladarse de México a Texas, pero cuando se disponían a cruzar el río, el hombre que llevaba la voz cantante advirtió a los demás:
— Si os preguntan, decid que estamos camino de Arizona. -Al preguntarle Tranquilino por qué, el hombre aclaró-: En Texas odian a los mexicanos y si creen que vamos a quedarnos allí… dificultades. Así que siempre hay que decir Arizona. En Arizona les importa todo un comino.
En la punta norte del puente, un hastiado funcionario de aduanas preguntó a los hombres:
— ¿Lleváis alguna arma?
Evidentemente, sólo llevaban la ropa puesta, de modo que los dejó pasar, porque en aquella época los Estados Unidos necesitaban trabajadores del campo.
Unos miembros del grupo de inmigrantes se dirigían al nordeste, hacia las zonas prósperas de Texas, y otros iban rumbo al oeste, hacia Arizona, en ruta a California, pero uno que ya había estado antes en el norte se llevó a Tranquilino a un lado y le susurró:
— Los buenos empleos están en Nuevo México. Quédate conmigo.
Siguió entonces uno de los períodos más sosegados de la vida de Tranquilino. Desde octubre de 1903 hasta marzo de 1904, vagó hacia el norte, a través del majestuoso estado de Nuevo México, contemplando caminos y valles de una hermosura que ni por asomo pudo imaginar, con campos que ascendían suavemente por laderas de montañas y daban la impresión de llegar hasta las cumbres cubiertas de nieve. Siempre iba en compañía de hombres que hablaban español, y, aunque los únicos empleos que pudo encontrar eran bajos, los patronos pagaban en dinero contante y sonante, y Tranquilino se enteró del agradable secreto de los mexicanos que trabajaban en los Estados Unidos:
— En cualquier ciudad, Tranquilino, puedes ir a la oficina de correos, decir al empleado "giro postal" y entregarle el dinero. Entonces el hombre te da un trozo de papel que tú envías a tu mujer. El empleado escribe el nombre y las señas de tu esposa y ella recibe el dinero.
Durante seis meses, Tranquilino fue de una oficina de correos a la siguiente, pronunciaba las palabras "giro postal" y, sin saber si ella recibía o no el dinero, envió a Serafina y los chicos hasta el último centavo que ganaba, salvo el mínimo imprescindible para cubrir sus escasas necesidades. Las Cruces, Alamogordo, Carrizoso con sus preciosas colinas, Encino, Santa Fe, Taos, Costilla… en todas las ciudades, el administrador de correos le facilitaba el giro y ponía las señas en la carta, lo mismo que hacía para otros centenares de jornaleros.
Nuevo México era un estado tan distinguido y tan agradable para los mexicanos, que llegó a pensar en vivir allí de modo permanente… en llevar a su esposa y a sus hijos al norte y construir una casa en algún punto de la zona de Santa Fe, si lograba encontrar empleo en alguno de los ranchos, pero ese sueño quedó relegado en marzo de 1904, cuando un hombre se presentó en la comarca de Costilla y preguntó:
— ¿Algún mexicano de por aquí quiere un empleo estupendo de veras? Se trata de cultivar hortalizas en Alamosa… en Colorado.
Ofrecía unos salarios tan fenomenales -cuatro dólares a la semana, además de comida y alojamiento- que Tranquilino y otros varios saltaron sobre aquella gran oportunidad.
Los condujeron en carro rumbo al norte, hasta el punto donde la Cima Blanca guardaba la carretera, y luego hacia el oeste, hasta las tierras de regadío que circundaban Alamosa, donde Tranquilino contempló aquel magnífico valle que se dilataba por el norte, con las montañas Sangre de Cristo al este y los picos Saguache al oeste. Le pareció que era un gran privilegio para él trabajar en Alamosa, donde numerosos tenderos hablaban español, y empezó a pensar que Colorado era un lugar todavía mejor que Nuevo México… hasta que se dio cuenta de que muchos habitantes de la pequeña ciudad maldecían a los mexicanos y les imputaban toda clase de maldades.
Ciertos norteamericanos de los estados occidentales, al haber perdido a los indios y contar con pocos negros disponibles, se volvieron, como es natural, hacia los odiados mexicanos e idearon diversos sistemas de tormento para amargar la vida a los extranjeros de tez oscura. El sheriff de Alamosa arrestaba mexicanos aprovechando los motivos más triviales y los jueces los sentenciaban con rigor y sin que mediase nada semejante a un juicio. Los comerciantes les cobraban precios más altos que a los clientes blancos, y había numerosos establecimientos, como barberías y restaurantes, en los que un mexicano tenía prohibida la entrada. Se daba la bienvenida a su dinero, pero no a su persona.
Pero incluso después de tres roces desagradables con la ley, con acusaciones que no pudo entender, Tranquilino, hombre calmoso que se esforzaba en evitar complicaciones, dijo a sus compañeros de celda mexicanos:
— Podría ser peor. Si no estuviese aquí, me encontraría en el fondo de las minas de plata de Temchic… o, lo que es más probable, muerto.
En Alamosa ganó fama de hombre digno de confianza. Era el primero en Ilegar al trabajo, el último en abandonarlo y nunca perdía el buen humor.
"¡Hola, señor Adams! ¡Sí, señor Adams! ¡Ahora mismo, señor Adams!" No se comportaba de ese modo porque fuera servil. Lo hacía porque se alegraba de tener un empleo y porque agradecía el que le hubieran subido el sueldo a cinco dólares semanales, lo que le permitía remitir más dinero a su esposa, que continuara en Santa Inés.
Algunos de sus vehementes compañeros le echaban en cara el que no luchase por sus derechos, pero él respondía:
— Tengo todos los derechos que me hacen falta. Me mantengo apartado del sheriff y hace ya ocho meses que no piso la cárcel.
Llevaba ya tres años remitiendo dinero a México y aún no sabía si su esposa lo estaba recibiendo, así que en octubre, una vez: terminada la cosecha, dijo al señor Adams:
— Voy a acercarme a Chihuahua.
Y el señor Adams, al que no le fastidiaba lo más mínimo librarse de un peón durante los meses invernales, cuando no había trabajo, pensó que era una preocupación menos y repuso:
— Una idea estupenda, Tranquilino, y la próxima primavera tu empleo te estará esperando.
Había un tren hasta El Paso, y por la módica cantidad que costaba el billete pudo llegar a la frontera. Cruzó a pie el puente y los funcionarios mexicanos le recibieron amistosamente.
— Santa Inés -dijo Tranquilino.
Y un teniente le contestó:
— Ten cuidado, amigo mío, y procura no mezclarte con los revolucionarios que infestan esa región.
— Sólo quiero ver a mi esposa -declaró Tranquilino-. Hace tres años que no tengo noticias suyas.
Se encaminó a las cocheras de la Línea Noroeste, donde veintenas de otros hombres que volvían a casa, desde los Estados Unidos, aguardaban el momento de subir a un vagón que los trasladase hacia el sur
Camino de Guerrero, Tranquilino se enteró por primera vez de los graves conflictos que habían estallado en todo México, y escuchó relatos de primera mano acerca de cómo el coronel Salcedo, el héroe de Temchic, dominaba la comarca. Un hombre cruel, que llevaba polainas de cuero y disparaba contra el trabajador del campo que pronunciase una sola palabra hostil contra el general Terrazas o contra el presidente Porfirio Díaz.
Pero también oyó anécdotas románticas protagonizadas por el capitán Fríjoles, que permanecía escondido en algún lugar de Siena Madre y de vez en cuando hostigaba a las tropas gubernamentales, efectuando audaces salidas. A Tranquilino le producía cierto júbilo pensar que el rebelde, al que nunca vio, continuaba vivo aún.
Luego, cuando el tren se encontraba ya bastante al sur de Casas Grandes, Tranquilino vivió su primera experiencia con la auténtica revolución. Alguien había minado las vías de la Línea Noroeste y, aunque la locomotora pasó por encima de.la dinamita sin que le ocurriese nada, con el ténder que llevaba la leña para la caja de fuego, los vagones que iban inmediatamente detrás quedaron destrozados y muertos los pasajeros que viajaban en ellos. El coche en que iba Tranquilino interrumpió su marcha en el mismo borde del lugar fatídico.
Los supervivientes se apearon para inspeccionar aquella destrucción y de un cuartel situado al sur llegaron tropas. Todo el mundo fue arrestado preventivamente y el coronel Salcedo, que tenía el mando absoluto de todo distrito, irrumpió en escena y empezó a interrogar a los sospechosos. Uno tras otro, los hombres contaron idéntica historia.
— Vuelvo a casa, después de haber estado trabajando en Texas, mi coronel.
Y saltaba a la vista que decían la verdad.
Salcedo agarró bruscamente a Tranquilino, se le quedó mirando, sin reconocerle, y soltó:
— Tú, ¿cuál es tu historia?
— Vengo de Colorado y voy a casa.
— ¿Dónde está Colorado?
— Al norte de Texas.
— ¿A dónde te diriges, concretamente?
Tranquilino estuvo a punto de decir "A Santa Inés", pero al instante se dio cuenta de que el nombre podía despertar sospechas e incluso algún recuerdo de la insurrección que se declaró allí.
— Me apeo en Guerrero -dijo, y Salcedo pasó al siguiente. Los hombres del coronel, sin embargo, identificaron a tres revolucionarios, los cuales fueron puestos contra una tapia y fusilados.
— Que os sirva de lección a vosotros, los que volvéis a México.
Al cabo de un rato, las vías estuvieron reparadas y el tren continuó su interrumpida marcha hacia Guerrero, donde Tranquilino se bajó del vagón y se dirigió a pie al hermoso valle de Temchic.
Cuando dejó atrás los cuatro picos guardianes y entró en Santa Inés por la parte sur del pueblo,.los chiquillos empezaron a gritar:
— ¡Tranquilino Márquez vuelve a casa!
Le rodeó una multitud y los muchachos vocearon:
— ·¡Victoriano! ¡Es tu padre!
Un rapaz tímido y menudo, al que Tranquilino no reconoció y que iba bastante bien vestido, con prendas compradas gracias a los giros postales enviados por su padre, se adelantó unos pasos y ambos se contemplaron el uno al otro como extraños.
Fue una agradable y prolongada visita. Los chicos tenían un aspecto saludable; Serafina administró el dinero sabiamente. Guardaba en una caja todos aquellos sobres llegados de ciudades desconocidas: Alamogordo, Carrizoso, Taos, Alamosa.
Un vecino que sabía leer le descifró los nombres y Serafina había comentado:
— Parecen poblaciones de México.
El padre Grávez se alegró de ver a Tranquilino.
— Eres hombre de gran nobleza -le dijo-, ya que durante tres años no dejaste nunca de enviar dinero a tu familia. En cambio, hay otros que…
Tranquilino comprobó que le gustaba charlar con el padre.
— ¿Es cierto -preguntó Grávez- que en los Estados Unidos uno sólo trabaja seis días a la semana y tiene libre parte del domingo?
Tranquilino explicó entonces las condiciones laborales y la disponibilidad de servicios médicos para todos…
— …Se han de recorrer seis kilómetros y pico para llegar a casa del doctor y, si uno tiene dinero, debe pagar, pero cuando Gutiérrez perdió una pierna, nadie le cobró nada y una mujer anglo de Alamosa le regaló unas muletas.
— Así debería ser -dijo el padre Grávez.
Tranquilino preguntó al sacerdote si no sería buena idea llevar a Serafina y a los niños a Colorado.
— No -repuso el cura-, las mujeres y los niños deben permanecer cerca de su iglesia.
Tranquilino argumentó:
— En Colorado no vuelan trenes.
Y el padre Grávez reconoció con cierta tristeza:
— Tal vez llegue un momento en que tengas que llevar tu familia al norte. Pero todavía no.
A medida que transcurrían las semanas, durante las cuales sólo llegaban allí vagos ecos de los conflictos que se desarrollaban por el norte, Tranquilino fue descubriendo de nuevo la joya que tenía en Serafina Gómez. El carácter de su mujer le recordaba la leche cuajada que solía tomar en Alamosa, suave, radiante, siempre igual. En su juventud, Serafina había trabajado en el campo como un burro, y ahora, a pesar de que Tranquilino la mantenía con desahogo, continuaba esforzándose lo suyo, si bien por motivos distintos y de mayor magnitud. Atendía a los enfermos y se ocupaba de los niños cuyos padres morían en.las minas. Ayudaba en la iglesia y, siempre que surgía una emergencia, el padre Grávez avisaba a Serafina. México disponía de millones de mujeres como ella, y sólo era cuestión de descubrir el modo de liberar sus energías, pero, de momento, trabajaban esclavizadas en poblaciones mineras como Temchic o atendían huertos en pequeñas aldeas como Santa Inés.
Se sintió un poco violenta al comunicar a Tranquilino que estaba embarazada.
— No estarás aquí para ver al niño -le dijo y, en la conversación íntima que siguió, confesó a su marido un secreto-: Después de que te fueras, cuando aún no habíamos recibido ningún dinero y estábamos a punto de morirnos de hambre, porque todos temían ser amigos nuestros, un hombre llamó una noche a nuestra puerta y nos trajo comida y unos pocos pesos. ¿A que no adivinas quién era?
Tranquilino pronunció tres nombres de amigos suyos, pero no se trataba de ninguno de ellos.
— Era Fríjoles -dijo Serafina-. Vino a bendecirte por negarte a disparar contra su esposa. Le oculté durante tres días.
No hablaron más, pero la revolución pareció entonces muy próxima a la familia Márquez.
El viaje de vuelta a los Estados Unidos resultó fácil. Cruzó la frontera durante la última semana de 1905, trabajó unos días en Carrizoso, luego subió hasta Taos y después siguió hacia Alamosa, pero, cuando llegó allí, supo que el señor Adams ya había contratado una plantilla completa, por lo que Tranquilino marchó en dirección norte, rumbo a Salida, donde ofreció sus servicios en una huerta de lechugas, pero ésta no necesitaba ningún jornalero más, de modo que atravesó las montañas, hacia Buena Vista, y allí permaneció quince días alojado con una familia mexicana, mientras trabajaba en la carretera. Después continuó hasta la alta población de Fairplay, donde intentó encontrar tareas eventuales.
Tropezó allí con un compañero mexicano que vivía en Denver -el hombre pronunciaba Dember-, "la mejor ciudad del mundo" y, arrastrado por el entusiasmo de ese camarada, Tranquilino continuó hacia el este por las grandes montañas y llegó a la última cumbre, desde la que el viajero podía posar la mirada en la ciudad de las altas praderas.
¡Denver! ¡Qué Meca para un jornalero mexicano! Allí, durante los meses invernales, cuando el trabajo en los campos había concluido, se concentraban hombres procedentes de todos los puntos de Colorado y, mientras la nieve descendía y formaba densas capas sobre calles y avenidas, los mexicanos se acurrucaban unos contra otros para entonar canciones, beber cerveza, bailar, preparar tortillas y hablar de la patria.
¡Denver! Era una ciudad asentada a mil seiscientos metros de altura, amada por los rancheros que llevaban allí su ganado para la exhibición invernal, amada por los hombres solitarios de las tierras secas, que acudían para regalarse el paladar con una buena comida a' base de suculentos filetes, pero amada sobre todo por los mexicanos, que podían perderse por las callejuelas donde se hablaba español.
— Esto es diez veces mejor que la ciudad de Chihuahua -dijo Tranquilino a los hombres que bebían con él.
— ¿Has estado alguna vez en Chihuahua? -le preguntó uno.
— No. Pero esta ciudad es mejor.
Pasó dos meses en Denver, donde ganó dinero en ocho empleos distintos. Sin embargo, la vida en la ciudad dorada era costosa y le quedaba poco para enviar al sur. Luego, una noche, en cierta taberna donde se cantaba mucho, conoció a Magdalena, una joven de veintidós años que podía conseguir cualquier hombre que le viniese en gana y que invitó a Tranquilino a irse a vivir con ella. La mujer trabajaba en un restaurante y, juntos, podían comer bien.
— ¿Por qué precisamente yo? -preguntó Tranquilino, con sincera perplejidad.
— Porque tienes buena planta… y eres apacible -respondió Magdalena-. Estoy harta de pendencieros. Eres igual que tu nombre. Sería estupendo volver a casa con un hombre como tú.
Magdalena era completamente opuesta a Serafina, a quien Tranquilino se abstuvo de mencionar para nada. Magdalena tenía un espíritu turbulento, que se manifestaba con alborotado frenesí en la práctica del amor. Le gustaba verse acompañada de hombres, pero los temía y sólo se encontraba a gusto con Tranquilino. Cuando llegó el momento de pagar el alquiler de la habitación, Magdalena descubrió.que Tranquilino había estado remitiendo giros postales a la esposa que tenía en el viejo México y, en vez de montar en cólera, le besó con pasión febril, al tiempo que gritaba:
— ¡Por eso te necesito, Tranquilino! Porque si yo fuera tu mujer y estuvieras ausente, también me enviarías dinero.
En ocasiones, a Tranquilino le asustaba un poco lo que pudiera ocurrirles, ya que no le era posible hacer lo que hacían otros hombres: tener una esposa en Sonora o Sinaloa, pero haberse casado también en Denver… Parte del año en Denver, con una mujer, y parte del año en México, con otra. El padre Zapata, que regía la misión de la calle de Santa Fe, fue a hablar con ellos una tarde.
— Lo que hacéis no está bien -manifestó en tono grave-. Magdalena, eres una mujer muy hermosa y tienes derecho a un hogar… a unos hijos. Porfirio me ha encargado que te pida que te cases con él. Es un buen hombre y será un marido estupendo.
Ante la sorpresa del sacerdote, la muchacha estalló en violentos sollozos.
— Tengo miedo -articuló.
— ¿De qué? -preguntó el clérigo.
— De lo que va a pasar -dijo Magdalena-. Mi padre y mis hermanos se han echado al monte. Son forajidos con el capitán Fríjoles. Todo México…
No pudo seguir. Con una terrible claridad perceptiva, Magdalena casi adivinaba la demencial violencia que iba a enseñorearse de la nación, y tenía miedo.
El padre Zapata, un buen sacerdote que trabajaba prácticamente sin fondos y con escasa ayuda moral, llevó a Porfirio Menéndez a la casa. Porfirio era un hombre alto y silencioso, que prestaba sus servicios en una granja situada al norte de Brighton y que necesitaba esposa.
— El granjero quiere que me vaya a vivir allí de modo permanente -manifestó-. Tengo una casa con agua corriente.
Tranquilino dijo:
— Magdalena es la mejor mujer que he conocido en Colorado. Un poco nerviosa, pero muy buena.
— ¿Me aceptarás? -preguntó Porfirio, pero Magdalena no se mostró dispuesta a contestarle.
En la siguiente visita, Porfirio volvió a presentarse acompañado del padre Zapata, y entre los dos convencieron a Magdalena de que debía casarse y trasladarse a la granja, cosa que la mujer hizo, pero tres semanas después Porfirio regresó, angustiado, a pedir ayuda a Tranquilino.
— ¿No ha venido Magdalena aquí? -preguntó patéticamente.
— Yo no la he visto -repuso Tranquilino. Y como estaba preocupado por la muchacha, acompañó a Porfirio al domicilio del sacerdote.
— Pasó por aquí hace unos días -les informó el padre Zapata-. Iba camino de Sierra Madre, para reunirse con su padre y sus hermanos.
Aquella noche, Tranquilino y Porfirio vagaron juntos por las calles y, a11legar al parque que dominaba la nueva capital, los chiquillos empezaron a burlarse de ellos, porque eran mexicanos, pero Tranquilino les dijo en su inglés chapurreado:
— Marcharos ya. Nos sentimos muy desgraciados.
Eso provocó chirigotas adicionales y, al cabo de un rato, se acercó un policía y dijo a los hombres:
— Vale más que os vayáis. Aquí no queremos jaleos.
Y continuaron recorriendo las calles, hasta que, por último, Porfirio no pudo contenerse y se echó a llorar, precisamente en mitad de la calle de Santa Fe, y cuando recobró el dominio de sí mismo, dijo:
— Jamás volveré a verla. Magdalena iba a tener un hijo. Creo que era tuyo.
Y los dos hombres se separaron.
En los años con los que culminó el siglo pasado, el Ferrocarril Union Pacific prestó al país un extraordinario servicio cuyas consecuencias beneficiosas en ningún otro lugar resultaron más saludables que en Centenario.
La compañía decidió, en su propio interés, que el modo más sencillo de obtener ganancias consistía en adquirir gran número de clientes, en especial agricultores con potenciales deseos de transportar sus productos por ferrocarril. De acuerdo con esa idea, contrató dos grupos de asistentes apropiados. Uno de esos grupos viajó a Europa y procedió a ensalzar las ventajas de establecerse en estados como Colorado y Utah. Aquellos hombres realizaron un espléndido trabajo, explicando seductoramente las normas de vida norteamericanas y las magníficas oportunidades que ofrecía el Oeste para llevar una existencia venturosa. Fueron responsables de la inmigración de numerosos trenes cargados de alemanes, checos, polacos e irlandeses que colonizaron las praderas, y su éxito fue particularmente notable en lo que se refiere a la leva de ciudadanos de los países escandinavos.
El segundo grupo fue menos espectacular en sus operaciones, pero, a la larga, más efectivo. Los hombres que lo integraban recorrieron el propio Oeste, editando en todas partes verdaderas riadas de folletos rosáceos, con fotografías, que demostraban lo que un agricultor con ganas de trabajar de firme podía hacer con dieciséis o veinticuatro hectáreas de tierra de regadío. Millones de ejemplares de esas obritas circularon de un extremo a otro de América y Europa, y si uno se interesaba por el agro, aunque fuese en ínfima medida, sus esperanzas no tenían más remedio que sentirse estimuladas, porque el maíz cultivado por el granjero Bigley, que emigró de Illinois, alcanzaba dos metros y pico de altura, y los melones producidos por el granjero Wright eran de tal tamaño que a duras penas se les podía levantar a pulso.
El folleto relativo a Centenario era uno de los mejores y gran parte de lo que posteriores generaciones sabrían acerca de la ciudad dimanaba de él. En treinta y dos páginas muy bien escritas, el cuaderno impreso suministraba gran cantidad de información respecto a la urbe y a la rica tierra agrícola que la circundaba. Se daban las temperaturas correspondientes a cada mes, con el índice de precipitación acuosa. Se expresaba la duración de los períodos de cultivo, con la advertencia:
Los cultivos que pueden desarrollarse sin preocupación en estados como Virginia y Pennsylvania no son posibles en Centenario, porque la temporada de cultivo es restringida, pero una simple ojeada a nuestras fotografías convencerá al más escéptico de que aquí se puede cosechar una gran variedad de productos agrícolas del más alto valor comercial.
El folleto de Centenario era excepcional porque el ferro carril había encargado su redacción a dos personas atípicas. Los hechos escuetos los aportó la señorita Keller, maestra de escuela entrada en años, enamorada de la tierra sobre la que escribía y que manifestaba su entusiasmo. Sin la menor exageración, expuso tales hechos ante el lector y compuso el retrato de un territorio exuberante en historia y todavía más fecundo en promesas.
El rimbombante texto publicitario del folleto se debió a la pluma de un individuo radicalmente distinto. Cuando el agente del ferrocarril.llegó a la ciudad, en busca de alguien que pergeñase el folleto, se hospedó, como es lógico, en el "Armas del Ferrocarril", y mientras mataba el rato en el bar, trabó conversación con un hombre de tan extrovertido apasionamiento y que, al parecer, conocía tan a fondo la agricultura, que el agente comprendió de inmediato que aquél era el elemento que buscaba.
Tenía cuarenta y nueve años,' era alto, bien parecido y con el porte y las maneras de un caballero. A través de una selección cuidadosa de las palabras que empleaba, manifestó vivo interés por el proyecto que expuso el visitante, y expresó una comprensión de lo más favorable hacia lo que era preciso hacer.
— Esto, señor -dijo en tono grave, muy cerca su rostro finamente cincelado del semblante del agente-, podría convertirse en el nuevo Jardín del Edén. Dondequiera que me ha sido posible conducir líquido elemento hasta el suelo, mis cosechas florecieron. Digo que florecieron, señor, y creo que me quedo corto. -.Alargó la mano izquierda y tomó al forastero por un brazo. Con la derecha pintó un imaginario cuadro de abundancia-. Veo una tierra plagada de industriosos campesinos llegados de Europa, cada hombre un rey en su nuevo imperio. Si se aplica con esmero a la tierra como yo he venido haciendo, lo verá incrementarse anualmente…
— No creo haber entendido su nombre -le interrumpió el del ferrocarril.
— Mervin Wendell, señor. Agricultor
— Es posible que sea usted el mismísimo hombre que estoy buscando, señor Wendell.
— Sería un honor para mí poder servirle -dijo Wendell.
— Tenemos en perspectiva una operación en bienes raíces…
— Me lleva usted ventaja, señor. ¿Cómo se llama?
— Norris. De Omaha.
— Señor Norris. Sentémonos ahí. Exactamente, ¿en qué pensaba usted al decir bienes raíces?
De ese principio, incidental pero de buen augurio, nació uno de los más sólidos negocios fundados en Centenario: MERVIN WENDELL. Plante usted su marca sobre un pedazo de terreno.
El primer paso sería el folleto, que Wendell supervisaría.
— En todo el Oeste no existe mejor pluma que la de la señorita Keller -aseguró Norris-, y podemos confiar plenamente en que proporcionará los datos precisos. Pero la presentación de los mismos…
Se daba perfecta cuenta de que eso requería su atención especial y, como primera providencia, pidió que un fotógrafo de la compañía ferroviaria se trasladase a Centenario para tomar una serie de imágenes audaces y estimulantes. Los epígrafes, similares a los de todos los folletos que editaba el ferrocarril por aquella época, referían la historia del regadío:
Suntuosa mansión de Messmore Garrett, criador de ovejas en el distrito de Centenario.
Elegante residencia de Mervin Wendell, conocido agricultor, que llegó a Centenario, sin un centavo, hace nueve años.
Impresionante edificio del Banco de Centenario, de propiedad local, venero de préstamos a interés reducido.
Hans Brumbaugh, inmigrante de Rusia. Obsérvese el tamaño de la cucurbitácea cultivada en su tierra de regadío.
James Lloyd, que llegó de Texas con los bolsillos vacíos, junto a su rebaño de herefords de cara blanca.
El folleto iba ilustrado con veinticuatro fotografías de inmuebles señoriales, prósperos negocios y productos hortícolas de tamaño descomunal. El último grabado mostraba el magnífico despacho de Mervin Wendell, abierto en la Primera Avenida, frente a la estación del ferrocarril.
Lo curioso del folleto era que no contenía hipérbole alguna. Las opulentas mansiones representadas en sus páginas habían sido construidas por hombres que llegaron sin dinero a aquel escenario. Los cultivos de los agricultores eran exactamente como quedaban retratados en el folleto. Y cualquier recién llegado, con ganas de trabajar duro y que comprase tierras de regadío, entre 1896 y 1910, se procuraba un negocio cuyo valor intrínseco multiplicaría el paso de los años. Era una época de prosperidad, durante la cual se construían las últimas acequias y con loable empeño la tierra de desierto se transformaba en vergel.
Florecía el negocio de bienes raíces de Mervin WenJell. Empleando al principio fondos del Union Pacific e invirtiendo luego los sustanciosos beneficios, fue adquiriendo pacientemente para sí una hermosa colección de las hectáreas más selectas. Siempre que se abría una nueva zona y el ferrocarril transportaba a Centenario cincuenta o cien ávidos compradores, Wendell colocaba primero las parcelas más pobres y, mediante cuidadosas inversiones, se reservaba para sí las mejores.
Era ya propietario, no sólo de la finca Karpitz, que fue la primera que compró, sino también de mil seiscientas hectáreas adicionales, no todas de regadío, claro, pero sí capaces de producir alguna clase de cultivo. Verdaderamente, se había convertido en el mayor terrateniente del distrito, si se contaba sólo la tierra de labor, y en el caso de que sus campos recibiesen suficiente cantidad de lluvias, no tardaría en ser también el más rico.
La "elegante residencia de Mervin Wendell" no era un edificio de nueva planta. Wendell había adoptado.la casa obtenida de Gribben mediante el timo del adulterio y la dotó de nueva fachada, un ala por el norte, nueva galería, nuevas avenidas de cemento, y nueva y brillante verja de hierro. Las proporciones de la mansión se habían duplicado y, tal como afirmaba el epígrafe de la fotografía, era elegante.
Los habitantes de Centenario se enorgullecían del modo en que los Wendell salieron adelante. Partiendo prácticamente de cero, la emprendedora pareja trabajó en la comunidad, ayudó al prójimo y se comportó siempre como un matrimonio de ciudadanos ejemplares. Aparte las obras de renovación, no gastaron dinero conspicuamente.
— El hombre invierte en terrenos hasta el último centavo que gana -informaba el admirado banquero.
Mucho antes de que el ferrocarril llegase con su plan para una operación de bienes raíces, Mervin Wendell había adquirido suficientes tierras como para organizar una por su cuenta.
A medida que iba envejeciendo, Maude Wendell ganaba en gracia y encanto. Como primera actriz con compañía propia, siempre tuvo un instinto especial para el vestuario y una forma de comportarse rebosante de dignidad, pero ahora, asentada con firmeza en un ambiente de clase media, su distinción era palmaria y se convirtió en guía social de la comunidad. No ejercía esa orientación directiva en virtud de sus ingresos, bastante altos ya, sino porque era una mujer tranquila, con un interés sincero por la comunidad y por lo que ésta deseaba alcanzar. La cena en casa de los Wendell llegó a ser el punto culminante de la semana, y el Ciaríon daba cuenta apropiadamente de las sosegadas pero deliciosas fiestas que se celebraban allí.
Pocas personalidades de la vida intelectual y social de nuestra comunidad estuvieron ausentes el jueves por la noche de la recepción que Maude y Mervin Wendell ofrecieron en su remozada residencia de la calle Primera. Los aparadores se venían abajo con los refrescos traídos por vía férrea de Chicago y California. En la mesa de la biblioteca vimos las últimas revistas ilustradas de Nueva York e incluso una de Londres. Un cuarteto de cuerda, procedente del instituto de Greeley, interpretó obras de Mozart, pero como siempre que esta distinguida pareja actúa, el momento cumbre de la velada llegó cuando convencieron al matrimonio para que brindase su deliciosa versión vocal de "Escuchad al sinsonte". Este cronista no ha escuchado jamás un silbido más exquisito que el de Maude. Coronaron la noche, a petición de los asistentes, con el dúo que se ha convertido en su marca de fábrica: "Susurrante esperanza."
El periodista no hizo partícipes a sus lectores del pequeño incidente que enturbió un poco la velada. Algunos invitados, recordando otros tiempos, manifestaron su deseo de que el jo ven Philip Wendell acompañase a sus padres en los dúos, pero el muchacho se negó a complacerles. Le rogaron entonces que tocase el violín, pero el joven continuó con su actitud hosca, y, en ese punto, su padre intervino en tono brusco:
— ¡Toca para los invitados!
Pero el rubio mozo, que ya estaba a punto de cumplir veintiún años, fulminó a Mervin Wendell con la mirada y abandonó la sala con paso rápido.
— Se comporta como un niño de diez años -murmuró el banquero.
Y su esposa repuso:
— Siempre lo ha hecho al revés. Cuando tenía diez años, se comportaba como un hombre adulto.
La forma en que Philip se estaba desarrollando no hacía felices a los Wendell. Estudiante de música en la universidad de Boulder, demostraba una sólida comprensión de las obras clásicas y había alcanzado cierta destreza como violinista, pero cuando estaba en casa se negaba a actuar en las fiestas de sus padres. Si Mervin insistía, el muchacho presentaba disculpas y se retiraba a su habitación. Tampoco se sentía con ganas de manifestar interés alguno por el negocio de fincas que llevaba la familia.
— La verdad es que no sé qué va a ser de Philip -decía Mervin a sus relaciones.
Por su parte, Maude se daba cuenta de que la implicación de su hijo en el asesinato del señor Sorenson le había afectado mucho más profundamente de lo que supusieron en principio, pero la mujer no le hablaba nunca de la carga que el muchacho soportaba.
Desde luego, los Wendell padres no dejaban que el homicidio les turbara la conciencia. Desde su sitio en la mesa del comedor, Maude podía dirigir la vista a través de la ventana y contemplar el punto del arroyo del Castor donde su hijo escondió el cadáver, pero ello no le producía ninguna preocupación morbosa. Era libre de mirar o no, según le dictase su capricho.
El problema principal de Philip era con su padre, a quien cada vez con mayor claridad veía como una persona afectada, vana y pomposa. En cierta ocasión confesó a una chica de Boulder que tenía el mismo problema con su padre, un abogado de Denver:
— Si mi padre me dice que mañana es jueves, me apresuro a comprobar si no será martes o viernes. Es incapaz de decir la verdad.
Para Mervin, el paso del tiempo había borrado por completo aquellos instantes de angustia que sucedieron al asesinato. Ya no se acordaba de que tiró el cadáver al pozo, ni de que se desmayó al ver al sheriff subir con las manos vacías. Lo cierto era que había llegado a tratar el suceso como una broma familiar.
— Vamos -decía a veces, al sorprender a Maude mirando por la ventana en dirección al pozo-. Dime dónde lo escondisteis.
Si en alguna ocasión Philip oía tales palabras, daba un respingo, miraba fijamente a su padre, con expresión severa, y Mervin podía adivinar lo que el muchacho pensaba.
— Está bien, está bien. Crees que me iría de la lengua… que contaría el secreto cuando estuviese borracho en el "Armas del Ferrocarril"… Perfectamente, si es eso lo que crees, no me digas dónde está el cadáver.
El 17 de enero de 1904, Mervin manifestó alegremente a la hora del desayuno:
— Hoy es mi cumpleaños, Philip. Hoy tienes que decirme dónde lo escondiste. .Philip se levantó de la mesa y no volvieron a verle en todo el día,
La única persona a la que Mervin Wendell engañó completamente fue el señor Norris del Union Pacifico Después de la publicación del folleto sobre Centenario y de que la compañía ferroviaria empezase a recibir consultas relativas a la posible compra de terrenos a la orilla del.Platte, Norris volvió a la ciudad, al término de un viaje en el CU1'SO del cual alentó a otras comunidades situadas a lo largo de la línea férrea para que editasen folletos tan tentadores como el de Centenario.
Visitó a la señorita Keller, a la que dijo:
— Debe usted sentirse orgullosa de su esfuerzo. El texto que redactó usted lo han copiado todos los ferrocarriles que se adentran por el Oeste. Una magnífica obra literaria, señorita Keller. -Luego añadió-: Naturalmente, tuvo usted la suerte de tropezar con un granjero experto como Mervin WendeIl para dar unidad al conjunto.
— Mervin Wendell jamás cultivó la tierra -dijo la señorita Keller.
— Se le conoce como agricultor -protestó Norris-. Habló conmigo al más alto nivel de autoridad en la materia.
— Puede tratar cualquier tema al más alto nivel -repuso la señorita Keller.
No se mostraba despectiva, sino simplemente especificativa, como buena maestra de escuela.
— ¿Afirma usted que Mervin Wendell nunca trabajó la tierra?
— Fue actor… y de los buenos. Llévele a Omaha y explicará al presidente de su compañía cómo debe dirigirse un ferrocarril. -Era ya lo que considera una vieja dama, pero le encantaba el disparate de la vida. Se levantó, se acercó al señor Norris y le agarró por el brazo con la mano izquierda. Trazó con la derecha grandes y ampulosos dibujos sobre la pared de su pequeña habitación y declamó con voz catedralicia-: Señor presidente, veo su Union Pacific lanzado como una sonda a través de las montañas, lo veo cruzar el paso de Berthoud para unir Denver y Salt Lake. Veo una multitud de personas…
Se echó a reír y volvió a su silla.
— Esta noche se celebra una reunión en la iglesia, señor Norris Hace mucho tiempo que no asisto a ellas, pero me gustaría que hoy me acompañase usted… como invitado mío. Ya es hora de que oiga cantar a Mervin Wendell.
Como Wendell y el Union Pacific continuaban atrayendo agricultores al valle del Platte y como todos deseaban cultivar remolacha azucarera, el producto de rendimiento económico más seguro, se hizo más imprescindible que nunca encontrar mano de obra estable y, a principios de marzo de 1906, Brumbaugh el Patata, con su acostumbrado estilo voluntarioso, decidió proceder en consecuencia.
Montó en su turismo "Ford Modelo K" de seis cilindros -naturalmente, tenía que ser el primer vecino de Centenario que poseyera automóvil y, además, un automóvil grande- y se dirigió estruendosamente a Denver, preguntó allí dónde solían congregarse los mexicanos y se encaminó a la cantina en la que los jornaleros entretenían el ocio de las agradables jornadas invernales.
— Buenas tardes -saludó Brumbaugh.
— Hola -correspondió uno de los mexicanos, recelosamente.
— Me llamo Brumbaugh el Patata. Cultivo remolachas en Centenario. Tengo tres buenos empleos disponibles. Buena paga, Buen alojamiento.
Los hombres le miraron con suspicacia. La muchacha que servía cerveza posó la vista en el viejo de los tirantes y se inclinó, pero sin sonreír.
— ¿Y bien? -preguntó Brumbaugh.
La callada por respuesta.
Se mantuvo erguido en mitad de la sala llena de humo y sus ojos se posaron en un hombre de mejillas hundidas que estaba sentado solo en un rincón del local. Los cabellos negros le caían hasta los ojos y el hombre tenía todo el aspecto de quien sabe trabajar. Desdeñando a los demás, Brumhaugh se dirigió a él, extendió la mano y dijo:
— Es un buen empleo. Vale más que vengas.
El silente mexicano miró la manaza que se le ofrecía, reflexionó durante unos segundos, y luego la estrechó y se puso en pie.
— ¿Cómo te gusta que te llamen? -preguntó Brumbaugh y, que el mexicano recordase, aquella era la primera vez en su vida que un anglo le consultaba respecto a sus preferencias sobre algo,
— Tranquilino -dijo.
— ¿Tienes dos amigos?
Tranquilino recorrió la cantina con la mirada y después nombró dos posibles candidatos. Brumbaugh se acero a cada uno de ellos y les ofreció trabajo. Ante su satisfacción, los hombres aceptaron y le preguntaron que cuándo quería que empezasen.
— En seguida -manifestó Brumbaugh, lo que para él significaba la semana siguiente.
Pero los hombres asintieron, dando a entender que estaban listos para emprender la marcha.
— ¿Dónde he de recogeros? -preguntó Brumbaugh.
— Aquí -contestaron los hombres.
— ¿Cuándo?
— .Ahora mismo.
Sí, hablaban en serio. Al preguntarles Brumbaugh qué pasaría con sus habitaciones, respondieron que volverían en noviembre y todo quedó arreglado. Salieron de la taberna, para regresar al cabo de unos minutos, cargados con pequeños fardos.
— Vamos -dijeron.
Espetaban dirigirse a pie hasta la estación de ferrocarril. Al ver el automóvil y comprender que iban a viajar en aquel vehículo, gritaron a los que estaban dentro de la cantina, para que saliesen a contemplar aquello.
Se celebró una improvisada fiesta en medio de la calle y, al final, los tres mexicanos subieron al "Ford" y Brumbaugh arrancó hacia el norte.
El trayecto resultó incluso más emocionante que el propio automóvil, ya que Brumbaugh conducía como si la carretera la hubiesen construido para él. Llevando el vehículo por el centro de la calzada, maldecía a derecha e izquierda a todo y a todos cuantos amenazasen con usurparle su pretendido derecho, y cuando llegaron a terreno abierto, al norte de la ciudad, demostró ser un auténtico terror para perros y gallinas. A los tres mexicanos les encantaba el alboroto y siguieron el ejemplo de Brumbaugh, vociferando con entusiasmo a gatos y peatones. De aquella manera jubilosa iban al trabajo.
Al término de la primera semana, Brumbaugh no se atrevía a contar a nadie lo formidables colaboradores que eran los mexicanos, por miedo a que se los quitasen. A los jornaleros les gustaba la agricultura, entendían los problemas de la tierra y no le hacían ascos a doblar el espinazo. Les habían empleado para trabajar desde marzo hasta noviembre y lo mismo les daba una tarea que otra, cumplían lo que se les ordenase y en paz. Brumbaugh observó que eran personas dóciles, en absoluto emprendedoras como los rusos; a quienes les fastidiaba que les dieran instrucciones, o como los laboriosos japoneses, que se le quedaban mirando a uno, con ojos saltones, cuando se les explicaba un nuevo procedimiento en un idioma que no entendían. Uno decía algo a un granjero japonés y éste nunca lo olvidaba.
A los mexicanos les gustaba que se lo dijeran tres veces, no porque fuesen cortos de entendederas, sino porgue querían estar totalmente seguros de lo que deseaba el patrón. En cuanto comprendían que el jefe y ellos estaban de acuerdo acerca de lo que era necesario hacer, lo ejecutaban imperturbablemente y bien. Como los hombres no tenían hijos que les ayudasen, cosa que ocurría en el caso de rusos y japoneses, crearon su propio y desloman te sistema de aislar y aclarar remolachas. Era ingenioso y eficaz, basado en el empleo de la azada de mango corto. Tranquilino, por ejemplo, aislaba y aclaraba dos hileras simultáneamente. Agachado, con la rodilla izquierda asentada en el suelo entre las dos lilas, mantenía el peso del cuerpo sobre la doblada pierna derecha. Eso dejaba la mano derecha libre para accionar la azada, golpeando ora una hilera, ora la otra, mientras la mano izquierda aclaraba los múltiples grupos en toda la extensión que podía alcanzar. Después arrastraba la rodilla derecha hacia delante, mientras doblaba la pierna izquierda para repetir la operación de aislamiento-aclarado, cargando el peso del cuerpo sobre esta última pierna. Ese avance tipo ánade permitía a las diestras manos de Tranquilino aislar y aclarar cuarenta áreas de remolacha durante la jamada laboral de doce horas. Naturalmente, le dolía la espalda. Naturalmente, se le formaron costras en las rodillas, pero siempre decía a los demás:
— Es mejor que trepar por los palos en la mina de plata.
Y empezó a imaginarse cuánto más fácil sería su trabajo cuando tuviese a los chicos tras de sí, dedicados a la tarea de aclarar.
Brumbaugh llegó a la conclusión de que aquellos mexicanos eran terriblemente ventajosos, y observó que Takemoto había contratado a cuatro de ellos, lo mismo que un agricultor italiano que se estableció por el norte. Pero lo que más tranquilidad dio a Brumbaugh fue el descubrimiento de que los mexicanos no manifestaban indicio alguno de querer ahorrar dinero para adquirir fincas propias. Los domingos no recorrían la comarca en busca de tierras abandonadas, sino que se sentaban a descansar a la sombra, cerca de sus cabañas. Estaban contentos, y Brumbaugh el Patata empezó a creer que por fin había encontrado su mano de obra ideal.
Y cuando los mexicanos acudieron a pedirle ayuda para el envío de los giros postales a sus familias, Brumbaugh experimentó un positivo y firme afecto hacia ellos.
— Rayos -confesó por último, en una pequeña reunión de agricultores-, en esos mexicanos tenemos una mina de oro. Ese muchacho que trabaja para mí, Tranquilino… De cada dólar que le pago, envía noventa y tres centavos a su esposa y sus hijos. No sé cómo se las arregla. No conozco ningún ruso ni a ningún alemán que ayudara así a su familia.
A medida que avanzaba el verano, Brumbaugh descubrió otras cualidades que adornaban a Tranquilino Márquez. Sabía cuidar el ganado, levantaba más peso que cualquier otro de los peones, y solía reírse en seguida, tras sufrir algún pequeño accidente. Era un hombre resistente, de nervio, y, de vez en cuando, Brumbaugh murmuraba para sí: "Es un elemento tan bueno como yo… sin tener instrucción." En consecuencia, propuso que la señorita Keller enseñase a Tranquilino a leer y escribir, pero el mexicano se negó a hacerse cargo de la pesada responsabilidad que constituía aprender la cartilla.
— Usted se ocupó de mis giros -dijo-. Es suficiente.
Brumbaugh le ofreció también un pequeño huerto para que cultivase hortalizas en él, pero también se mostró Tranquilino reacio a dejarse atrapar en la red de unas responsabilidades innecesarias.
— Atiendo sus tierras -declaró-. No tengo tiempo para encargarme de un huerto mío.
Y protegía los intereses de Brumbaugh con verdadero cariño, pues nada perteneciente a la granja quedaba sin atender. El magnífico "Modelo K" relucía de puro limpio, y se trasladaba a las reses alegremente de un lugar a otro, con el menor pretexto, ya que Tranquilino disfrutaba enormemente jugando a vaquero, a lomos de un caballo prestado. Pero la aportación especial del mexicano estribaba en su meticuloso interés hacia el regadío, porque siempre que a Brumbaugh le tocaba el turno de utilizar el agua de la acequia, Tranquilino se encontraba a mano, dispuesto a insertar los diques de lona, abrir agujeros en la orilla y conducir el agua a todos los puntos del campo.
En octubre, recolectadas las remolachas y entregadas a la fábrica, Brumbaugh ofreció a Tranquilino un trato particular:
— Quédate conmigo. Avisaré al carpintero y le encargaré que te haga la cabaña a prueba de invierno.
— ¡Oh, no! -declinó Tranquilino-. Quiero estar en Dember con los demás.
— ¿Qué vas a hacer para conseguir dinero?
— ¿Dinero? Usted envió los giros a Serafina. Ella tiene dinero.
— ¿Y tú?
— ¿Yo? -preguntó Tranquilino, al tiempo que elevaba las palmas de la mano al cielo-. Ya encontraré un poco de dinero. -Y emprendió la marcha hacia Denver, con los otros, no sin antes asegurar a Brumbaugh-: Volveremos a atender sus remolachas. -Luego, titubeante-: ¿Irá a buscarnos en automóvil?
La ciudad de Denver, que había demostrado ser capaz de resistir casi todo, desde buscadores de oro asesinos hasta los voluntarios del coronel Frank Skimmerhorn, no se manifestó precisamente dispuesta a hacer concesiones a los mexicanos que habían empezado a invadir la plaza durante los meses de invierno. Eran personas recalcitrantes y tranquilas, que no deseaban ser banqueros o maestros de escuela. Hablaban español y pretendían seguir expresándose en ese idioma. Comían cosas extrañas, como tortillas y ají, y los filetes no despertaban su apetito. Sus cantinas eran ruidosas y polvorientas, y deseaban conservarlas así. En todas ellas colgaba una bombilla desnuda, suspendida del techo por un cordón, y no querían ninguna clase de pantalla. Sobre todo, preferían zanjar de acuerdo con sus costumbres las cuestiones que se suscitaban entre ellos.
En una sociedad en la que un joven, para demostrar su virilidad, había de tener relaciones sexuales con gran número de muchachas, y en la que un hombre con una hermana estaba obligado a matar a cualquiera que violase a ésta, resultaba inevitable que se produjeran broncas los sábados por la noche.
A menudo, las diferencias se saldaban con centelleantes navajas. Disparar contra un hombre desde cierta distancia se hubiera considerado poco masculino; recurrir a un instrumento mecánico, como un revólver, en vez de dar la cara en una lucha frente a frente, hubiera sido cobardía.
Para el anglo occidental, acostumbrado a abatir a sus enemigos mediante el empleo del arma de fuego, desde lejos, el uso del cuchillo era repugnante e incluso vergonzoso. Había algo noble y digno en el hecho de ser capaz de incrustar seis rápidos proyectiles de plomo en el cuerpo de un adversario, a sesenta pasos; en cambio, contender con él en un espacio cerrado, cada rival con su navaja, era en cierto modo despreciable. En un año durante el cual cayeron en Denver sesenta y siete víctimas de las balas, muchas de ellas producto de emboscadas, ninguna protesta se levantó, porque ésa era la honorable pauta del Oeste; pero cuando un mexicano -un individuo bajito y temperamental, que trabajaba para Brumbaugh- acuchilló a otro porque andaba tonteando con su hermana, un grito de indignación moral surcó la ciudad y los periódicos advirtieron a los mexicanos que Denver no iba a tolerar ningún descenso a la barbarie.
No era fácil para los mexicanos la vida en Denver, pero habían hecho suya una sección de la urbe y muchos empezaron a llevar allí sus familias, trasladándolas desde Chihuahua y Sonora. La colonia fue creciendo en el corazón de la ciudad y se convirtió en una Meca de jornaleros mexicanos, incluso más importante que poblaciones semiespañolas como El Paso y Santa Fe. En los campos remolacheros situados al norte de la dudad encontraban trabajo durante el verano; en las para ellos acogedoras cantinas de Denver podían pasar el invierno y sobrevivir Jo mejor que les era posible.
Ningún mexicano disfrutaba de Denver más que Tranquilino Márquez. El regreso a la ciudad ubicada a mil seiscientos metros de altitud, después de los largos meses pasados en los campos de remolacha, constituía un viaje hacia un paraíso terrenal. Con el escaso dinero que había ahorrado, tras remitir a Serafina los giros postales, irrumpía en las tabernas familiares de la calle de Santa Fe e invitaba a cerveza a sus viejos conocidos. La comida caliente y las bullangueras canciones españolas le animaban; cuando se le acababa el dinero y la ventisca descendía silbando desde las altas Rocosas, Tranquilino se acurrucaba en algún rincón y decía a los reunidos:
— El invierno es la mejor parte del año.
Muy avanzado el año 1909, empezaron a desplegarse determinados acontecimientos que exiliarían a Tranquilino de su agradable refugio. Brumbaugh el Patata fue quien provocó las primeras dificultades y, como suele ocurrir en tales casos, el problema no tuvo su origen en una falta de afecto, sino en un exceso de él. A Brumbaugh siempre le había caído simpático Tranquilino, en quien reconocía dotes superiores como bracero, y, en consecuencia, deseó tener con él un gesto significativo que demostrase su aprecio.
Sin embargo, el ruso de corazón generoso era absolutamente incapaz de comprender la personalidad de Márquez, un campesino sobrio, tranquilo y analfabeto, que se conformaba y se sentía satisfecho con sus actuales condiciones de vida. Brumbaugh deseaba que fuese al colegio, deseaba que cultivase su propio trozo de tierra. El Patata tenía un concepto claro de la relación que debía existir entre un agricultor y sus campos, y consideraba fundamental una laboriosidad de tipo germánico. Enseñaría al mexicano a vivir y, como primera providencia, agitó frente a Tranquilino una tentadora oportunidad.
Puso el brazo sobre el hombro del mexicano y dijo en una mezcla de alemán, inglés y español:
— Tranquilino, eres el mejor amigo que tengo bajo la capa del cielo. No me gusta verte ir de aquí para allá… Centenario… Denver… Chihuahua. Debes tener tu propio hogar. Vuelve al viejo México por última vez y tráete a tu familia. Te construiré una casita por la que no pagarás alquiler… Será gratis mientras vivas.
Una vez más, Tranquilino se echó atrás.
— Me gusta Dember -dijo-. Cuando llega el invierno, me gusta la calle de Santa Fe… la música… la comida mexicana. Una casa aquí… ningún amigo… tiempo frío… Me gusta Dember.
Y rechazó la oferta.
Pero en 1911, al realizarse en noviembre el balance remolachero, Brumbaugh se enfrentó al hecho de que no pagaba a su colaborador mexicano la parte justa que le correspondía por los ingresos proporcionados por la explotación agrícola, y el ruso no era hombre que se aprovechase indebidamente del trabajo de los demás, así que dijo a Tranquilino:
— Eres mi hijo.
Y hablaba con toda sinceridad, porque al inducir a su hijo propio, Kurt, a estudiar derecho y, por ende, a formar parte del cuadro directivo de la Central Remolachera, el Patata había alejado inadvertidamente al muchacho de la granja y Kurt era ya una persona ajena al agro, un hombre apartado de allí desde sus principios.
— Te necesito conmigo -insistió Brumbaugh, un tanto incómodo-o Soy viejo y me hace falta ayuda. Trae a tu esposa y a tus hijos. Puedes trabajar esta tierra mientras vivas.
Y Tranquilino partió hacia el viejo México.
En los años iniciales del siglo xx, la hacienda Venneford sufrió un desquiciamiento que hubiera podido tener desagradables consecuencias de no darse cuenta Charlotte Lloyd de la amenaza y proceder con la adecuada mano izquierda. Todo empezó con una carta confidencial de Finlay Perkin, dirigida personalmente a la mujer:
James Lloyd y tú lleváis ya tres años casados, y considero ineludible llamar tu atención sobre un asunto más bien difícil, no obstante tener la certeza de que no se te habrá escapado. Los propietarios de Bristol juzgan de lo más insensato retener a John Skimmerhorn como administrador de la finca, dado que tu marido y tú, accionistas principales, residís en la hacienda y estáis plenamente capacitados para llevar el negocio. No se trata tan sólo del gasto que supone el sueldo de Skimmerhorn, sino que existe también la enojosa posibilidad de que surjan antagonismos entre los dos hombres. Skimmerhorn sólo cuenta cincuenta y cuatro años y no le costará mucho encontrar otro empleo. Podemos proporcionarle las mejores referencias. Por lo tanto, te recomiendo que prescindas de sus servicios inmediatamente.
En cuanto Charlotte leyó la carta, comprendió su oportunidad. Tal como Perkin daba a entender, Charlotte llevaba algún tiempo considerando la situación.
Constituía para ella una continua y molesta fuente de irritación observar las cotidianas actividades del rancho, sabedora de que su marido sólo ocupaba allí un puesto secundario. Charlotte poseía el cuarenta y seis por ciento de las acciones, pero Jim era casi un lacayo, que recibía órdenes de John Skimmerhorn. Resultaba mortificante para ella ver a su servicial y amable esposo desempeñar un pobre papel de segundón y, a menudo, Charlotte pensó en tomar cartas en el asunto para corregir aquel desequilibrio.
El perspicaz Finlay Perkin suministraba ahora la excusa para dar el primer paso y la mujer se lanzó sobre la oportunidad. Corrió hacia el cobertizo de alumbramiento de terneros y dijo a Jim:
— Acaba de recibirse carta de Bristol. Han tenido una gran idea. Vas a ser el administrador general.
— ¿Y Skimmerhorn? -preguntó Jim automáticamente.
— Encontrarán algo para él.
Jim cortó el agua de la manguera con la que había estado lavando el cobertizo e inquirió:
— ¿Se les ha ocurrido a los de Bristol despedir a Skimmerhorn?
— Exactamente despedirle, no…
— Charlotte -la interrumpió el nervudo texano-, John Skimmerhorn fue quien me dio la oportunidad de aprender el oficio de ganadero. Cuando trajimos aquí las reses, Seccombe no quería contratarme, pero Skimmerhorn insistió. -Hizo una pausa, para rememorar la deuda más importante de todas-. En medio del Llano Estacado, cuando estábamos a punto de morir de sed, compró el ganado de mi madre.
Se dio media vuelta, para que su esposa no viera las lágrimas que empezaban a aflorar en sus ojos.
— ¿Qué significa todo eso? -preguntó Charlotte.
Despacio, con gran vehemencia, Jim respondió:
— Significa que a John Skimmerhorn no se le puede despedir.
— Pero…
— ¡Charlotte! Te digo que no se le puede despedir de este rancho. ¡Nunca!
— ¿Te contentas con pasarte el resto de tu vida recibiendo órdenes de otro hombre?
— No es otro hombre, sin más. Ha sido como un padre… Es… -Titubeó, buscando palabras, y dijo en tono resuelto-: Puedes despedirme a mí, Charlotte, pero no puedes despedirle a él. Y si los de Bristol insisten, nos marcharemos los dos.
A Charlotte podían ocurrírsele numerosos argumentos prácticos, pero se daba cuenta de que Jim los refutaría y, en cierto modo, no dejaba de complacerla haber conocido aquella faceta de Jim. La mujer había perdido el respeto hada su primer esposo, Oliver Seccombe, porque éste se debilitó moralmente hasta el punto de que no se molestaba por nada.
Su segundo marido, aquel determinado vaquero texano, declaraba de una vez por todas que la vida de John Skimmerhorn no era negociable y, aunque Charlotte no estaba de acuerdo, la postura de Jim le hizo quererle más.
De forma que la mujer esperó el momento propicio y, cosa de once meses después, Jim Lloyd recibió una carta que calificó ante su esposa de "algo inesperado". Era de R. J. Poteet, de Jacksborough (Texas), y decía:
Un grupo de financieros ingleses está montando una hacienda de grandes proporciones al oeste de esta zona y me han pedido que participe con ellos en el negocio. Tengo ahorrado algún dinero, por lo que ese extremo económico está arreglado, pero empiezo a sentirme demasiado viejo para llevar las riendas de una propiedad tan extensa, por lo que les confesé francamente que no me embarcaría en la aventura a menos que me permitiesen contratar a alguien capaz de encargarse de la pesada tarea de la dirección del rancho, y el único hombre del que me fiaría para ese trabajo es tu administrador y común amigo John Skimmerhorn. No haría una cosa así a espaldas tuyas, de modo que, ¿cuento con tu permiso para tratar el asunto abiertamente con él?
Jim pensó que resultaba algo providencial el que la oferta llegase precisamente cuando Charlotte volvía a mostrarse inquieta por el hecho de tener de nuevo al viejo por allí. Envió a Poteet un telegrama, indicándole que, si el empleo de Jacksborough era ventajoso para Skimmerhorn, el Venneford no tendría inconveniente en renunciar al administrador.
Tres días después, R. J. Poteet, que contaba ya sesenta y cuatro años, se apeó del tren del Union Pacific y saludó a sus tres antiguos camaradas de conducción, Skimmerhom, Lloyd y Calendar, al que los dos primeros llevaron a la ciudad. Se dirigieron al bar del "Armas del Ferrocarril", donde revivieron oralmente viejas anécdotas.
Envueltos en esa atmósfera cordial y evocadora cabalgaron rumbo al castillo, donde Charlotte tenía ya esperándoles varias fuentes de filetes, y la señora Skimmerhorn acudió para conversar con Charlotte, mientras los hombres hablaban de negocios.
Hacia las nueve de la noche, R. J. Poteet llamó a las señoras y les comunicó:
— Tengo el notorio placer de anunciar que, a partir de este momento, John Skimmerhorn queda contratado como administrador de una nueva y vasta hacienda creada por nuestros amigos de Londres. Señora Skimmerhorn, ¿cuánto tiempo cree usted que tardará en tener empaquetadas sus cosas?
Cuando Charlotte dijo que echaría una mano, lo mismo que algunas otras esposas del rancho, la señora Skimmerhorn calculó que en cosa de cuatro días lo podía tener todo a punto de marcha.
— Adelante, pues -dijo Poteet.
Se tomaron más copas y Amos Calendar se colocó a dos pasos de la embriaguez. Fue una de las pocas veces en su vida en que se entregó, relajado, al buen humor de la tertulia.
— Sí -reconvino a Poteet-. Usted cuidaba del pequeño Jim Lloyd como si el muchacho fuera una criatura de pecho. Y qué empeño puso en protegerle durante la agarrada con los Pettis, ¿eh?
Se interrumpió e hizo un guiño a Jim.
— Bueno, ¿no se enteró de lo que hizo su mocito? Se deslizó por las montañas, abrió a patadas la puerta de aquella vieja taberna y les metió plomo caliente a los dichosos.Pettis… yiung… yiung… yiung…
— ¿Fuiste tú quien acabó con ellos? -inquirió Poteet.
Pero Jim se abstuvo de contestar.
Al día siguiente, en la estación ferroviaria, Poteet se fue de la lengua accidentalmente. Cuando se disponía a subir al tren, dijo a Jim:
— Uno de los golpes de suerte más afortunados que he tenido. Allí estaba, sin saber dónde iba a encontrar un administrador para la hacienda, y entonces va y me cae del cielo la carta de ese abogado de Bristol (Inglaterra). Un individuo del que nunca había oído hablar y que me escribe para decir que en sus fuentes de información de Londres se ha enterado de que tal vez yo anduviese buscando un buen administrador. ¿No fue pura suerte?
— Sí -repuso Jim, despacio-. Imagínese… un completo desconocido.
Jim no descubrió a Charlotte que le habían puesto al corriente del modo en que a Skimmerhorn le tocó el nuevo empleo. Estaba dispuesto a hacerlo, pero el día en que todos se reunieron en la estación para despedir al matrimonio, que se aprestaba a emprender el largo viaje a Texas, Skimmerhorn tomó a Jim por el brazo y le llevó a un aparte.
— La verdad es que no tenías por qué hacerlo, Jim -dijo Skimmerhorn-. Pero como hemos sido compañeros durante tantos años, quiero que sepas que te lo agradezco.
— ¿Hacer qué? -se extrañó Jim, incapaz de imaginarse qué podía haber hecho para justificar tal gratitud.
— Los dos mil dólares que Charlotte me dio… para que los invierta en el nuevo rancho.
— No es más que lo que te mereces -dijo Jim.
Y aquella tarde, cuando regresaba con Charlotte hacia el norte, comprendió cuánto quería a la tenaz y enérgica inglesa que iba a su lado en el carricoche. Estaba a punto de besarla, cuando fue ella la que se inclinó impulsivamente y le besó a él.
— Serás el mejor administrador que el rancho haya tenido nunca -manifestó Charlotte.
Y lo fue. Combinaba el entusiasmo de Oliver Seccombe con la buena y prudente gestión de John Skimmerhorn. Bajo su tutela, los herefords del "Uve Coronada" se convirtieron en reses apreciadas al máximo en todo el Oeste, circunstancia de la que Charlotte y Jim se sentían muy orgullosos. En realidad, la hacienda no obtenía por entonces grandes beneficios; Jim afirmaba que eso llegaría después, cuando su renombre se hubiese establecido con solidez y pudieran cobrar más caros sus toros y vaquillas. Por otra parte, tampoco perdían dinero y, durante dieciocho años, los Lloyd mejoraron la propiedad y la impulsaron y dirigieron vigorosamente. Un día, a principios de 1911, recibieron la última carta del viejo Finlay Perkin. Aquel año tenía noventa y uno y continuaba siendo un hombre capacitado y que se preocupaba por el funcionamiento del rancho:
Mi cumpleaños número noventa y uno me recuerda que tú, James Lloyd, también estás envejeciendo y, por lo tanto, debes ir pensando ya en atender el problema de tu sucesor. Grábate en la cabeza que John Skimmerhorn tuvo que cumplir un sustancial aprendizaje antes de empuñar las riendas, y que, a su vez, se encargó de aleccionarte a ti minuciosamente. El consejo de administración desea que escribas a vuelta de correo, informándoles ampliamente sobre el particular. Hay varios jóvenes relacionados con miembros de nuestro consejo de administración a los que les gustaría probar fortuna dirigiendo un gran rancho, pero opino que los mejores resultados se consiguen cuando asume el control un norteamericano educado en la tradición ganadera. Aludiste en dos ocasiones al joven Beeley Garrett y he efectuado algunas averiguaciones discretas a través de nuestro agente en Wyoming. Beeley Garrett parece un hombre bien asentado, con responsable sentido de los negocios. Tengo noticias de que ha estado relacionado con la cría de ovejas y, normalmente, ello le descalificaría en tu país, pero en Inglaterra eso nunca ha tenido importancia. Incluye en tu carta una valoración personal del joven Garrett. Procede de una familia respetable, y creo que eso siempre es tranquilizador.
De modo que J1m decidió poner sus asuntos en orden y revisó lo que sabía acerca de Beeley Garrett. El nombre era extraño, derivado de la costumbre de los Garrett de imponer a los primogénitos el apellido de la esposa. Beeley Garrett se acercaba a la cuarentena, y aunque había empezado a vivir cuidando ovejas para su padre, posteriormente recibió en el rancho de Roggen una formación completa sobre la cría de herefords. Por otra parte, Beeley Garrett estaba casado con la nieta del alemán Levi Zendt, una muchacha morena e irreverente, con cinco octavas partes de sangre india y toda la prestancia de una princesa arapaho.
Levi Zendt había tenido dos hijos: Clemma, que se marchó de casa, y Martín, que permaneció en el hogar paterno. Al igual que su hermana, el mozo tuvo dificultades para acomodarse a la herencia india y, durante una temporada pareció que tal vez respondiese a.las pullas locales convirtiéndose en un forajido, como hicieron los hermanos Pasquinel. Pero un verano fue a visitar la reserva arapaho situada en la parte occidental de Wyoming y, durante su estancia allí, conoció a aquella deliciosa joven india totalmente desprovista de preocupaciones e inhibiciones. Impulsivamente, la convenció para que se marchase con él y, una vez casados, descubrió a través de la muchacha lo que significaba ser indio. Tuvieron una hija, llamada Estrella Tenue, y esta encantadora damisela fue la que desposó Beeley Garrett.
Siguiendo el consejo de Finlay Perkin, Jim Lloyd buscó a Garrett y le preguntó si podía acompañar a los vaqueros del Venneford en el rodeo de primavera, y Garrett olfateó de inmediato lo que flotaba en el aire.
— El "Uve Coronada" tiene que encontrar a alguien que dirija la hacienda cuando Lloyd se retire -confió a Estrella Tenue-. Y, con un poco de suerte, es posible que ese alguien sea yo.
— ¿Por qué no invitarles a cenar? -repuso Estrella Tenue bur1onamente-. No me gustaría que lady Charlotte se enterase demasiado tarde de que soy arapaho.
Resultó una reunión tranquila y divertida. Cuando los dos hombres se retiraron para hablar de cuestiones ganaderas, Estrella Tenue dijo:
— Insistí en que celebrásemos esta cena, señora Lloyd. Deseaba estar segura de que usted sabe que soy india.
CharIotte soltó una carcajada cordial.
— ¡Querida joven! Conozco la vida y milagros de tu familia desde tres generaciones atrás. -Se puso más seria, para añadir-: Traté a tu tía Clemma… no mucho… pero sí con intensidad.
Y Estrella Tenue dijo:
— Mi abuelo Levi me comentó, cuando usted se casó con Jim Lloyd, que era lo mejor que había ocurrido jamás por estos pagos.
Mientras las mujeres conversaban, Beeley Garrett hada cuanto estaba en su mano para, de forma aparentemente casual, informar a Jim de que dominaba los fundamentos de la cría de herefords.
— Creo que un rancho va mejor si trabaja continuamente con los grandes sementales: Ansiedad IV, El Bosquecillo III. Pero casi todos nosotros estamos convencidos de que el mejor toro que apareció por aquí fue Confianza, el que ustedes los del Venneford encontraron en Inglaterra. Acabó con las nalgas de gato.
— Gracias a Confianza tenemos las mejores reses para carne que hay en el Oeste -dijo Jim-. Parecía un poco menos acabada al alinearse los novillos vivos, pero, peso por eso, dieron en la báscula dieciocho kilos más de carne comestible que cualquier cabeza de las que teníais en Roggen. Y ahí es donde está el dinero.
En aquellos años, el rodeo de primavera era un período estimulante. El Rancho Venneford se había reducido a poco más de doscientas mil hectáreas, pero las tierras de que dispuso en otro tiempo aún estaban sin cercar en buena parte, y, al llegar la primavera, vacas de puntos tan lejanos como Wyoming o Nebraska vagaban hasta el interior de la hacienda Venneford para alumbrar sus terneros. El único modo posible que se conocía, para evitar que los cuatreros se llevasen chotos y les pusieran una marca espúrea, consistía en efectuar un rodeo y un marcaje generales.
Por ejemplo, si la madre llevaba la marca del "Uve CoronaJa" y un ternero sin marcar corría hacia ella, el recental tenía que pertenecer al rancho "Uve Coronada". Conforme a dicho principio, si un choto con la marca de un cuatrero se pegaba a una vaca del "Uve Coronada", uno comprendía la sucia faena realizada y se daba cuenta de que contaba con un caso que presentar ante los tribunales, so pena de que algún vaquero exaltado le soltase antes un tiro al cuatrero en cuestión, en cuyo caso un servicial juez de primera instancia certificaría que la muerte se produjo por causas naturales.
Pero esta notable capacidad del ternero para identificar a su madre desaparece con rapidez, y si uno se retrasaba en el rodeo, dando tiempo a que los chotos se destetasen, entonces los animales no correrían hacia sus madres y los cuatreros podían marcarlos impunemente, ya que uno se encontraría imposibilitado para demostrar que eran suyos.
Cada uno de los ranchos importantes enviaba tres o cuatro carromatos-despensa idénticos al proyectado por R. J. Poteet años atrás. Todos esos vehículos llevaban un recipiente con masa en fermentación; todos repartían tortitas, judías y filetes frescos preparados en sartén cubierta.
Reinaba también la tradicional camaradería. Los carromatos entraban en una zona de unos veinticinco kilómetros cuadrados y durante dos jornadas convergían en esa sección de pastos hombres de varios ranchos, dedicados a reunir reses dispersas por cañadas y valles. Se encendían fogatas y en ellas se calentaban hierros de seis o siete haciendas, instaladas una junto a otra. A medida que se iban reuniendo vacas, hombres a lomos de caballos perfectamente adiestrados separaban a los terneros de sus madres. Después, un veterano como Jim Lloyd o algún experto de otro rancho avanzaba entre los terneros, lanzaba el lazo con destreza, cazaba a uno de los chotos por los cuartos traseros y, sin hacer caso de los mugidos del animalito, lo llevaba a rastras hasta el lugar donde trabajaban los vaqueros. Dos hombres derribaban al ternero y, cuando estaba en el suelo, el resto del equipo se ponía en acción. Un peón sacaba el hierro de entre las brasas y lo aplicaba a la piel de la res, presionando lo bastante como para imprimir la marca, pero sin excederse y causar una herida profunda. Adecuadamente marcada, la señal del hierro sería reconocible hasta la muerte del animal, y si un cuatrero la alteraba posteriormente -y los ladrones de reses llegaron a alcanzar una habilidad extraordinaria en la tarea de convertir una V,en una W, por ejemplo-, para demostrar la modificación bastaba con sacrificar al animal y exponer su piel.
Al tiempo que se marcaba al ternero, también se le castraba si era un macho al que se pretendía criar para carne. Los testículos se echaban cuidadosamente dentro de un cubo, ya que en todo rodeo se servían criadillas fritas.
En cuanto el ternero se veía libre de ataduras, se alejaba mugiendo en busca de su madre e, incluso para los vaqueros más endurecidos, resultaba un tanto satisfactorio contemplar la reunión de la madre y el hijo.
Al cabo de dos días, los carromatos cocina se trasladaban a otro punto, quizás alejándose tanto en dirección este como para llegar al Campamento Avanzado Uno. Por la noche, cuando las estrellas empezaban a brillar en el cielo y chisporroteaban las fogatas, hombres de los ranchos vecinos entre sí se visitaban unos a otros y organizaban tertulias en las que se solía hablar evocadoramente de los viejos tiempos, y no faltaba quien recordase el fracaso de Rags en su intento de cruzar de un salto el Pecos, en el vado Cabeza de Caballo, el hecho de que Oliver Seccombe se disparase un tiro en la cabeza, el que Nate Person fuera el mejor negro que jamás montó a caballo, y la forma en que Mule Canby "había aprendido a utilizar un arma de fuego, con un brazo de madera".
Aquel año, las dos primeras noches del rodeo se pasaron en las llanuras desiertas y silenciosas del nordeste de Sterling, donde la bóveda celeste nocturna se arqueaba de oriente a occidente sin revelar un solo árbol, un camino que condujese a alguna parte o un indicio de habitación humana. Jim Lloyd dudaba de que hubiese visto alguna vez la pradera en mejores condiciones; abundaban las flores silvestres y la hierba era jugosa. Al observar las siluetas de los herefords a la claridad de la luna, recordó los magníficos años que había vivido en aquella tierra y se alegró de disponerse a traspasar la responsabilidad a un hombre como Beeley Garrett. Éste sabía manejar el lazo. Montaba bien a caballo. Distinguía un buen ternero de un animal más o.menos enclenque. y su criterio coincidía con el de Jim cuando se trataba de determinar qué novillo macho era cuestión de apartar para la recría. Resultaba improbable que el Rancho Venneford pudiese encontrar un administrador más competente, y lo bueno de Garrett era que, pese a que creció entre ovejas, había perdido el olor a ganado ovino. Se había convertido en un auténtico ganadero de vacuno.
Jim le preguntó si quería dar un paseo con él hasta donde se encontraban los caballos, y Beeley repuso:
— Claro que sí.
Lo dijo como si ni por lo más remoto sospechase la idea que bullía en la cabeza de Jim.
— Cada día que pasa, soy menos joven -dijo Jim.
— Eso nos ocurre a todos -concedió Beeley.
— Tú tienes por delante un montón de años buenos, Beeley. -En vista de que Garrett no decía nada, Jim añadió-: Lo que me gusta de ti, Beeley, es que pese a que te criaron entre ovejas, tuviste la suficiente inteligencia como para cambiarlas por las vacas.
Para el hijo de un ovejero, aquello era un insulto, pero Beeley decidió refrenar su genio. Aún no le habían ofrecido el empleo oficialmente y deseaba oír los detalles.
— Me gustan los herefords -articuló en tono sosegado. Escucharon a los vaqueros que entonaban viejas canciones y, al cabo de unos segundos, Jim observó:
— Te habrás dado cuenta, Beeley, de que hay un millar de canciones vaqueras y ni una sola ovejera.
Pero Beeley empezaba ya a sulfurarse. Maldita la falta que le hada el empleo. Desde luego, le hubiera encantado trabajar en el Venneford, pero que le condenaran si iba a permitir que alguien lanzase estiércol sobre la tumba de su padre.
— El pastoreo es para mexicanos -prosiguió Jim-. O acaso para indios.
— ¡Maldita sea -gritó Beeley-, fue lo bastante bueno para mi padre! ¡Tome sus herefords y métaselos donde le quepan!
— ¡Beeley! -exclamó Jim, sorprendido por la posibilidad de que alguna de sus palabras pudiera representar una ofensa-. Por nada del mundo diría algo malo en contra de tu padre. ¡Santo Dios, nunca hubo en Centenario mejor persona que Messmore Garrett! Me enorgullecía ser amigo suyo. -Luego, como si tratase de enmendar su pifia, dijo- Beeley, te ofrezco un empleo. ¿Vas a aceptarlo?
— Sí. A condición de que no se vuelva a hablar de ovejas.
— Mira, Beeley -el tono de Jim revelaba remordimiento sincero-, Charlotte y yo, sólo para demostrar que no tenemos ninguna animosidad, comemos cordero… una vez al año… ¡eso es!
Extendió la mano, que Beeley estrechó, y ambos permanecieron inmóviles un momento, mientras los vaqueros cantaban:
Un hijo y una hija tenía el viejo Bill Jones,
Uno marchó al colegio, la otra se perdió.
En un billar la esposa murió en un altercado,
Más Jones siempre sigue cantando a grito pelado.
Jim pasó el brazo en torno al hombro de Beeley.
— ¿Cómo crees tú que se cargaron a la señora? -preguntó-. Para empezar, ¿qué diablos hacía en una sala de billar?
A Beeley no se le ocurrió ninguna explicación lógica.
Durante las últimas semanas del año 1911, Tranquilino cruzó el río Bravo, por la zona de El Paso, y, al ver los numerosos grupos de refugiados que se concentraban en Ciudad Juárez, comprendió que había estallado la guerra abierta. y a medida que su tren se adentraba en Chihuahua y pasajeros aterrados subían a los vagones de plataforma en las paradas, cada uno de ellos con su propia historia de miedo, la inquietud de Tranquilino aumentaba progresivamente.
— Tal como parece que se están desarrollando las cosas -comunicó a un viajero bigotudo que iba repantigado junto a él-, es posible que mi mujer corra peligro.
— Todo el mundo corre peligro -replicó el hombre-. Y continuaremos pasándolo mal hasta que alguien le pegue cuatro tiros a ese sanguinario coronel que se llama Salcedo. -¿El que lleva botas de color siempre relucientes?
— ¿Le conoce?
— Le vi matar a la esposa de Fríjoles.
— ¡Vaya!
Durante un rato, Tranquilino fue elevado a la categoría de héroe y todos le animaron para que refiriese los incidentes con los que quedó sofocada la primera rebelión en las minas de Temchic.
— ¿ Y ordenó que le pasaran por las armas también a usted? -preguntó el individuo bigotudo.
— Sí, pero Serafina adivinó lo que estaba pasando y me envió a los Estados Unidos..
— ¿Qué tal son las cosas allá arriba? -quisieron saber algunos pasajeros.
— Algo estupendo.
— ¿No tratan a patadas a los mexicanos? -inquirió el del bigote.
— No.
El hombre parecía ser maestro de escuela. Sacó del bolsillo una mugrienta cartera y extrajo de ella un arrugado recorte de prensa. Era de un periódico de Texas y estaba en inglés, de modo que ninguno de los otros ocupantes del vagón entendió lo que decía el papel, cuando el bigotudo lo enseñó:
Hilario Gutiérrez, mexicano empleado en una finca agraria próxima al Paso del Águila, abordó ayer a una mujer blanca y fue debidamente linchado.
El hombre tradujo el texto y luego preguntó a Tranquilino:
— ¿Qué le parece?
— Bueno -dijo Tranquilino-, si golpeó a la mujer, si la amenazó y…
— Mi necio amigo -gritó el bigotudo-. Nada de golpearla. Le sonrió. Tal vez le dijese: "¡Ay-ya, muchacha!" y por eso le lincharon.
— En Colorado no se nos ocurriría decir tal cosa a una mujer anglo -le aseguró Tranquilino.
— ¡Estúpido! -volvió a levantar la voz el hombre-. La palabra clave es debidamente. A ella me refiero. Significa, en este caso, según el curso natural del asunto. Puesto que se trataba de un mexicano, lo natural era lincharle. ¿Qué otra cosa cabía hacer?
— ¿Qué otra cosa? -preguntó Tranquilino.
Le resultaba incomprensible, carente de sentido, lo que decía aquel hombre, y se sintió aliviado cuando el bigotudo pasajero se apeó, en Casas Grandes, del vagón de plataforma.
En Guerrero, donde Tranquilino bajó del tren, la situación era tensa. Las tropas gubernamentales del coronel Salcedo habían barrido recientemente la zona, matando e incendiando, y los agricultores empezaban a armarse con horcas y guadañas.
— Si Salcedo vuelve otra vez por aquí, la cosa va a ser muy distinta -prometió un anciano.
Y Tranquilino pensó: "Muy distinta, no cabe duda. Doscientos muertos, en lugar de veinte."
Cuando llegó al valle de Temchic y vio los cuatro picachos guardianes, hacia cuyas cimas se elevaban desde los campos las brumas matinales, recordó los años felices que había vivido en aquellos parajes, pero al llegar a Santa Inés y comprobar con sus propios ojos el deterioro de la existencia mexicana, con todo el valle abrumado por el terror, comprendió lo que estuvieron diciendo los hombres que iban en el vagón de plataforma. Se intensificó esa comprensión cuando Serafina convocó a los niños para que le diesen la bienvenida y el chico mayor comenzó a hablarle de la incursión del coronel Salcedo a través del valle.
— Empezó en la cascada -dijo Victoriano. A los habitantes del valle les encantaba bautizar a sus hijos con nombres heroicos; el otro chico se llamaba Triunfador-. En las minas, mataron a todos los hombres que habían protestado pidiendo menos horas de trabajo, y en Santa Inés fusilaron a un hombre y a una mujer que hablaron en contra de la Iglesia.
— ¿Qué dijeron?
— Que les parecía mal que se gastase tanto dinero en decorar la iglesia, cuando había gente que pasaba hambre. El coronel Salcedo puso a esas dos personas ante las puertas de la iglesia y las fusiló.
— Espero que tú mantuvieses la boca cerrada -dijo Tranquilino a su hijo Victoriano, un vehemente mozalbete de quince años.
Tranquilino fue a ver al padre Grávez, que ya tenía el pelo blanco y la figura encorvada, y le preguntó por qué Salcedo seguía tomando represalias en el valle.
— Está loco, pero la verdad es que todo México parece haberse vuelto loco estos días. ¿Te han dicho ya que el general Terrazas tuvo que huir? Sí, está exiliado, en Texas.
— Pero si era dueño de Chihuahua -dijo Tranquilino.
— Eso creía él. Al menos, eso me parece. Hace años, durante un viaje que hizo por los Estados Unidos, un periodista le preguntó: "¿Es usted de Chihuahua?", y el general Terrazas contestó: "Yo soy Chihuahua." Y lo era. Una vez, el ejército norteamericano le preguntó si podía suministrarles cinco mil caballos. Tengo entendido que se rieron bastante al dirigirle tal consulta, seguros de que era imposible que un hombre dispusiera de tantas monturas, pero el general Terrazas les replicó: "¿De qué color los quieren?"
El sacerdote sacudió la cabeza.
— ¿Por qué se marchó? -inquirió Tranquilino.
No podía imaginarse un hombre cuya huida de allí fuese menos probable que la del general Terrazas.
— Todos se van -dijo el padre Grávez-. Don Porfirio, don Luis, el coronel Fábregas… Están en El Paso. -Volvió a menear la cabeza-. Es triste cuando un hombre fuerte se acerca al final de sus días y tiene que huir. Significa que cuanto representaba y apoyaba era injusto.
— ¿Fue injusto Terrazas? -preguntó Tranquilino.
— Abusar de la gente a la que se gobierna siempre es inicuo -dijo el sacerdote-. Los reflejos del sol brillando en los cañones de los fusiles se me metieron en los ojos durante cierto tiempo -confesó-. Cuando te ordené que fueses a trabajar a las minas, Tranquilino, estaba equivocado. Quiero rogarte que me perdones.
— ¿Yo? ¿Perdonarle yo? Padre, en Dember conviví con una muchacha que no era mi esposa. Deseo el perdón de usted.
— Deberías llevar tu familia al norte, Tranquilino. Tu hijo Victoriano es muy exaltado y va a encontrarse en dificultades. -Titubeó, antes de añadir-: Todos tendremos graves problemas. Dije a los ingenieros norteamericanos que lo mejor que podían hacer era marcharse. En seguida.
— Los viajeros del vagón de plataforma decían lo mismo -informó Tranquilino-. Si vienen mal dadas, ¿qué va a ser de usted?
— Eso quizá resulte problemático -reconoció el anciano sacerdote-. Siempre' estuve de parte de las tropas del gobierno. La última vez, cuando el coronel Salcedo mató a los dos librepensadores, dejó señaladas con los proyectiles las preciosas puertas de la iglesia, y yo ni siquiera protesté. Mi única excusa puede estribar en la ignorancia. Nadie trató nunca de sacarme de ella.
Por primera vez en su vida, Tranquilino se sintió inclinado a compartir gustosamente sus pensamientos más íntimos con otro ser humano. Era algo que jamás había hecho con su esposa, ni con Brumbaugh el Patata, dos personas a las que quería, pero ahora estaban en marcha cambios profundos y extensos, lo que provocó en él la necesidad de hablar.
— ¿Sabe, padre Grávez? En Colorado no trabajamos siete días por semana. Al amanecer y al ponerse el sol, tenemos un poco de tiempo para nosotros. No nos bajamos de la acera cuando avanza hacia nosotros un hombre poderoso, ni siquiera cuando se trata del sheriff. Y nos pagan. Y cuando un hombre se rompe el brazo, como le ocurrió a Hernández, alguien le monta en un caballo y le lleva a casa del médico. Y el accidentado no paga ni cinco. '
Zumbaban las moscas en la encalada rectoría, y Tranquilino concluyó:
— Nunca ha sido justo que los hombres trabajasen tanto tiempo en las minas, que tuvieran que subir por aquellas estrechas escaleras de mano, que se cayeran y se matasen, sin dejar dinero alguno a sus familiares. Tal vez lo que hizo huir al general Terrazas fue pensar en esas estrechas escaleras de mano y en los hombres que trepaban por ellas como hormigas, día tras día.
— ¡Tranquilino! -rogó el cura-. ¡Guárdate esas ideas para ti! Y llévate a la familia fuera de este valle.
Pero Tranquilino no actuó con suficiente rapidez, porque, entrada aquella misma tarde, una horda de hombres descalzos, con camisas anudadas por delante, bajaron de las colinas que dominaban Temchic, reunieron a todos los ingenieros norteamericanos, que eran catorce, y los pasaron por las armas.
A lomos de caballos robados, descendieron valle abajo, hasta Santa Inés, donde llamaron al sacerdote que durante tantos años defendió las condiciones impuestas por los ingenieros.
— ¡Sal, miserable viejo!…
Emplearon una palabra terrible, y el anciano apareció ante las talladas puertas de su iglesia, dispuesto a morir, pero, sin dar tiempo a que lo matasen, Tranquilino Márquez salió corriendo de su casa y se colocó delante del cura, protegiéndole con el cuerpo. Esta acción inesperada produjo un momento de confusión, hasta que un hombre alto, montado a caballo, se acercó a preguntar:
— ¿A qué esperáis?
— Ese tipo. Se opone a que nos carguemos al cura.
— Fusiladlos a los dos -ordenó el hombre.
Pero antes de que el mandato se cumpliese, Serafina Márquez gritó:
— ¡No, Fríjoles! Ése es Tranquilino.
El coronel Fríjoles desmontó y se acercó en dos zancadas al resuelto labrador situado delante del sacerdote.
— ¿Eres Tranquilino Márquez?
— Sí.
— ¿El que se negó a disparar contra mi esposa?
— Sí.
— ¡Hermano mío! -exclamó el revolucionario, al tiempo que abrazaba a su desconocido amigo.
Pero, con ese gesto, Fríjoles apartó a Tranquilino del sacerdote y, al hacerlo, ordenó a sus hombres que se apoderasen del anciano. Rápidamente, el padre Grávez fue impulsado contra las puertas de Santa Inés, donde Salcedo había ejecutado a los dos librepensadores.
— ¡Fusiladle! -decretó Fríjoles.
— ¡No! -protestó Tranquilino-. Es un asesinato… ¡como el de su esposa!
Ante aquel desacato, la mano de Fríjoles salió disparada y envió a Tranquilino contra el suelo, donde permaneció tendido mientras resonaba la descarga y las balas añadían su cuota de pequeñas concavidades a las puertas, sembradas ya de cicatrices.
Sólo entonces se arrodilló el coronel Fríjoles y ayudó a Tranquilino a ponerse en pie. Le explicó, en voz baja y tono de excusa:
— Envió a la muerte en las minas a muchos de nosotros… a demasiados.
— Pero se había arrepentido.
— En México, todo el mundo se arrepiente hoy. Demasiado tarde.
Fríjoles cenó aquella noche con Tranquilino y Serafina Márquez, la mujer que le había dado cobijo durante tres días críticos, y al término de la frugal comida el revolucionario dijo al cabeza de familia:
— Manda a Colorado a tu esposa y a los dos chicos pequeños. Os necesito a ti y a ese muchacho.
Así se dispuso, y Serafina, con Triunfador y la niña, cruzó con ellos los montes hasta Guerrero, donde, como otros muchos, subieron a un vagón de la Línea Noroeste y, en El Paso, abandonaron el país azotado por la guerra. No tuvieron dificultades en orientarse hasta Centenario, donde Brumbaugh el Patata les asignó la cabaña que ocupó Tranquilino. Las posiciones se habían invertido, pues Serafina y los niños trabajaban la remolacha en Colorado y se preguntaban qué estaría sucediendo en Santa Inés. La única diferencia estribaba en que la mujer no remitía giros postales a Tranquilino, ya que no tenía idea de su paradero. Sin embargo, Brumbaugh le enseñó el modo de ahorrar dinero ingresándolo en el banco, cosa que hizo la mujer.
Tranquilino y su hijo no se encontraban en Santa Inés. Cuando la noticia de la matanza de los catorce ingenieros norteamericanos de Minnesota, y el asesinato del padre Grávez, cruzó México y el sur de los Estados Unidos, se elevó una oleada de protestas y el gobierno mexicano, tal como se encontraba, se consideró obligado a demostrar que no toleraría semejantes barbaridades. Aplacó a los estadounidenses enviando al coronel Salcedo al valle de Temchic para que exterminase a toda la población. Quemaron también Santa Inés y las estructuras visibles de las minas, y tomaron fotografías para evidenciar lo completa que había sido la pacificación que llevaron a cabo.
Esa acción dual -el asesinato de súbditos extranjeros perpetrado por Fríjoles y la destrucción del valle realizada por Salcedo- condujo a un punto desde el que la retirada era imposible. Dos adversarios decididos y carentes de remordimientos, coroneles por nombramiento propio, se entregaron a demenciales correrías a través del norte de México, utilizando trenes a guisa de caballería.
Nunca se había visto nada parecido a aquello, y nunca volvería a verse: dos ejércitos que sólo se trasladaban de un lugar a otro por vía férrea. Tranquilino y su hijo Victoriano se unieron a un grupo de campesinos de mirada feroz y ánimo intrépido que se dirigían cautelosamente hacia el norte, rumbo a Guerrero, donde aguardaron junto a los raíles hasta que un tren ocupado por tropas gubernamentales se detuvo para tomar agua. Entonces, armados con trabucos y lanzando alaridos, los campesinos se precipitaron al asalto de los vagones de plataforma, aniquilaron a los soldados, tomaron posesión del convoy y se alejaron con él en dirección a Casas Grandes. De vez en cuando, ordenaban al maquinista que detuviese el tren y, como una plaga de langostas, salían disparados para destruir alguna remota hacienda que hubiese pertenecido al general Terrazas, donde mataban a toda persona que se les ponía por delante, prendían fuego a los edificios y bailaban alrededor de las llamas, mientras bebían el vino del general. En tales jaranas, Tranquilino siempre podía identificar a los campesinos que trabajaron en los Estados Unidos. Eran los que calzaban zapatos.
A veces, el tren en el que viajaban sufría una emboscada tendida por tropas gubernamentales, que disparaban sobre los vagones de plataforma y mataban a veintenas de campesinos. El convoy seguía adelante y, poco a poco, los vagones se alejaban hasta quedar fuera del alcance de los fusiles; entonces contaban las bajas y arrojaban los cadáveres, con el tren en marcha.
El lugar más peligroso de aquella insólita caravana era el vagón de plataforma que marchaba delante de la locomotora. Su finalidad consistía en provocar el estallido de cualquier posible mina, antes de que pudiese dañar a la locomotora, y un grupo de hombres endurecidos y robustos iba en ese vagón, sabedores de que en cualquier momento podían volar en pedazos.
El coronel Fríjoles, que llevaba el tren hacia el norte para combinar sus fuerzas con las de un formidable guerrero recién entrado en la lid -un hombre llamado Pancho Villa-, preguntó a Tranquilino si Victoriano y él estarían dispuestos a ir en el vagón delantero. Sin vacilar, Tranquilino declaró que lo haría, pero se negó a permitir que su hijo compartiese aquel enorme peligro. Y ése fue el motivo de que Victoriano se encontrase en el quinto vagón cuando las tropas federales descargaron el golpe de su celada, en una curva al sur de Casas Grandes.
Habían colocado, bien oculta bajo las vías, una enorme mina, y el coronel Salcedo, agachado junto al hombre que accionaría el mando de explosión de la dinamita, susurró cuando el tren se aproximaba:
— Recuerda. Deja que pase el primer vagón. Cuando te haga la señal, vuela la locomotora.
El vagón de plataforma ocupado por Tranquilino y otros valientes pasó sano y salvo, pero el hombre encargado del émbolo no actuó con suficiente celeridad a la señal de Salcedo. La mina no destruyó la locomotora; alcanzó de lleno a los dos vagones siguientes.
Hubo un estallido impresionante, numerosos cuerpos salieron despedidos por el aire y, durante unos segundos angustiosos; Tranquilino creyó que la explosión había alcanzado al quinto vagón, pero no fue ése el caso y, al volver la cabeza, comprobó aliviado que aquel vagón continuaba sobre las vías.
Sin embargo, las unidades de cola estaban inmóviles y los fusileros federales empezaron a abatir rebeldes, uno por uno. Tranquilino vio desesperado cómo, sucesivamente, los hombres se contorsionaban al recibir el impacto de los proyectiles, o caían de lado con movimientos convulsivos.
— ¡No! -chilló, pero la sucesión de balas prosiguió con implacable fiereza.
Vio a Victoriano dar un salto lateral cuando los proyectiles le alcanzaron de lleno. Debieron de hundírsele en el cuerpo seis o siete, desgarrándole hasta obligarle a doblarse y caer pesadamente.,
— ¡Poned en marcha la locomotora! -gritó Fríjoles, y el tren arrancó y avanzó hacia el norte: una locomotora, un ténder y un vagón de plataforma en vanguardia. La totalidad de las tropas que ocupaban los vagones abandonados tuvieron que hacer frente a los soldados lo mejor que les fue posible y con las armas que pudieron improvisar.
A partir de aquel momento, el coronel Fríjoles y los supervivientes como Tranquilino Márquez se convirtieron en vengadores sin piedad.
Fracasaron en su intento estratégico de tomar contacto con Pancho Villa, pero sí consiguieron formar un nuevo tren y reunir más hombres de los que necesitaban. En su caballería de hierro, recorrieron devastadoramente la Línea Noroeste, en un sentido y en otro, dedicados a destruir y matar. Tranquilino, que otrora había sido incapaz de presenciar el fusilamiento de una mujer, o de un sacerdote, participaba ahora en frenéticas carnicerías, en las que se arrasaban haciendas enteras.
Provocaron el descarrilamiento de tres convoyes gubernamentales, y en una ocasión, cuando dos locomotoras de Frijoles se cruzaron cerca de Casas Grandes, Tranquilino vio, aunque sólo durante un fugaz y dramático momento, a la muchacha que había conocido en Denver… Magdalena. Estaba de pie, en la puerta de un vagón de mercancías, con un fusil en la mano y bandoleras de cartuchos cruzadas sobre el pecho. Los ojos de ambos se encontraron durante un segundo y Tranquilino la reconoció, pero ella había visto demasiados hombres en los trenes. Todos parecían iguales.
— ¡Magdalena! -llamó Tranquilino a pleno pulmón, pero la muchacha no pudo oírle.
Había muchas mujeres a bordo de aquellos trenes, criaturas montaraces a las que no asustaba la muerte y que consolaban a los hombres que sí tenían miedo a morir. A veces, daba la impresión de que eran ellas quienes mantenían en marcha la revolución, aquel caótico y aleatorio movimiento de un pueblo ultrajado que no podía aguantar más acoso. En ocasiones, el turbulento ejército llegaba a una hacienda en la que las sirvientas se vieron constantemente maltratadas -los hijos jóvenes del dueño del rancho exigían compañeras de cama y las muchachas eran obligadas, a punta de revólver, a acostarse con ellos- y podía ocurrir que los atacantes masculinos flaqueasen frente al fuego defensivo de la plaza. Entonces, las mujeres tomaban las riendas de la operación, desdeñaban la lluvia de proyectiles y, cuando se abrían brechas en los muros y se invadían los dormitorios, eran las mujeres quienes arrastraban fuera de allí a las señoras de fina piel blanca y las alineaban contra el paredón.
Una de esas mujeres vindicativas subió al tren, mientras permanecía detenido en Casas Grandes, y anunció la electrizante noticia:
— A un día de marcha, por el este, se encuentran atrapados los hombres del coronel Salcedo, sin tren ni caballerías.
Se trataba de una hembra de cincuenta años, pelo gris y habla suave, que llevaba un tarro de miel. Parecía improbable que estuviese mintiendo, porque los hombres susurraron: -Ahorcaron a su marido y a sus hijos. Está sedienta de venganza.
De modo que se organizó una patrulla, capitaneada por el propio Fríjoles y guiada por aquella mujer, que seguía sin abandonar su tarro de miel. Avanzaron hacia el este y la mujer les condujo a un pequeño valle, donde el coronel Salcedo se había visto obligado a refugiarse, en espera de refuerzos. y cuando Fríjoles comprobó que, efectivamente, Salcedo se hallaba entre las tropas, se puso frenético y lanzó tres ataques suicidas contra las bocas de las armas de fuego enemigas, y los soldados federales fueron aplastados y muertos uno tras otro, aunque a Salcedo se le conservó vivo y prisionero.
Era hombre valeroso. Su delgado bigote no tembló lo más mínimo cuando le llevaron frente a su mortal adversario, y se mantuvo erguido y firme, calzado con sus lustradas botas alemanas. Al parecer, el coronel Fríjoles llevaba mucho tiempo ilusionado con la llegada de aquel instante y debía de tenerlo todo previsto, ya que supo con exactitud lo que deseaba hacer. Con sus propias manos, arrancó a Salcedo todos las prendas que vestía, salvo las relucientes botas. Después le ató a estacas, tendido en un espacio de piso llano, donde el sol caería sobre él de modo uniforme y le asaría hasta producirle la muerte. Cada mano quedó ligada a su correspondiente estaca, lo mismo que ambos tobillos, con las cuerdas tensas. Dejaría de existir al caer la noche.
Sin embargo, eso no era suficiente para la mujer. En todos y cada uno de los orificios del desnudo cuerpo del hombre, vertió un hilillo de miel: ojos, orejas, nariz, boca, ano… todos recibieron su buena ración, para que las feroces hormigas del desierto la encontrasen sin dificultad. Luego, Fríjoles y la mujer se retiraron unos pasos y se dispusieron a presenciar la obra del sol y de los insectos, y cuando los alaridos eran más angustiosos, Tranquilino preguntó:
— ¿Puedo darle un tiro de gracia? y Fríjoles repuso:
— ¡No!
Aviso para los redactores de US: No se empavorezcan si sus expertos en agricultura del Oeste se niegan a creer que la remolacha azucarera fuese al principio una planta anual. Lo era. Con anterioridad a 1800, daba remolacha y semilla el mismo año, con todas sus energías proyectadas hacia el proceso reproductor y dedicando muy pocas a la gestación de azúcar. Botánicos alemanes la obligaron a portarse bien y a destinar sus principales energías, durante el primer año, a la fabricación de azúcar. Hoy, si uno quiere simiente, arranca la remolacha al término del primer año, la conserva con cuidado a lo largo del invierno y la planta el segundo año, como bulbo.
Ecología. Durante mi estancia en Centenario, hubo un pestilente guirigay, organizado en torno al flujo residual que desaguaba en el río y al hedor de pulpa fermentada suspendido en la atmósfera de la ciudad. Inquietos ecólogos desencadenaron un movimiento para expulsar de la urbe a la factoría. Les ruego que no desdeñen esto. Cuando empezó la campaña remolachera de 1973 y percibí por primera vez el olor de la pulpa, me entraron ganas de dinamitar la fábrica, ya que se trata de una emanación acre y penetrante a todo serlo, pero en diciembre, cuando abandoné la ciudad, me di cuenta de que no sólo había aprendido a respetarla, sino que incluso me gustaba. Se había convertido, para mí, en el efluvio de la tierra en plena función laboral, era el olor denso y dulce del fruto del suelo que se reajustaba con vistas a nuevos productos. Este país puede ponerse él mismo en ridículo si intenta, relamidamente, eliminar toda evidencia del hecho de que somos animales que habitan un mundo natural. Por mi parte, detesto el olor del papel higiénico.
Mezcla de razas en México. Pocos datos de este informe mío se prestarán más a la controversia que las cifras relativas a la población básica de México. Permítanme subrayar los escollos, por si prefieren abstenerse de publicar este material. No protestaré si quieren hacerlo así. La mayoría de los mexicanos pertenecientes a las clases superiores, dotados de una educación, prefieren creer que en México irrumpió una cantidad extraordinariamente numerosa de españoles, quienes se establecieron allí y suministraron un setenta o un ochenta por ciento de orígenes genealógicos. Los mexicanos revolucionarios prefieren pensar que sólo llegaron unos cuantos españoles y que su sangre quedó rápidamente sumergida bajo la sangre de los indios aborígenes. La mayor parte de los mexicanos prefieren olvidar de modo absoluto la infusión negra y, si el tema sale a relucir, lo máximo que reconocen es la llegada de "unos cuantos miles de negritos". Esos alegatos especiales, son, supongo, evidentes, pero no ocurre lo mismo con cierta disensión más vital. Eruditos cuyas opiniones son antitéticas respecto a las de España, o anticlericales, siempre están empeñados en demostrar que la original población india de México era inmensa, lo que les permite exponer seguidamente su explicación acerca de cómo las funestas normas dictadas por Madrid y la Iglesia al ponerse en práctica exterminaron a toda la población indígena. A los dirigentes anti-Estados Unidos también les gusta imaginar que la población india original era enorme, porque eso proporciona una justificación para un censo actual muy considerable. En cierto peculiar sentido, ello se interpreta como una repulsa dirigida a los especialistas en demografía, la mayor parte de los cuales casualmente proceden de los Estados Unidos. Los sentimentales argumentan siempre a favor de una importante población india.
Estimaciones demográficas. Respecto a la población mexicana, las cifras que doy son más bien moderadas. Los teóricos antiespañoles aseveran que, cuando llegó Cortés, había veinticinco millones de indios, que vivían en prósperas condiciones. Los teóricos españoles alegan que, en aquella época, ese número no pasaba de cuatro millones y medio. No pocos estudiosos, serios y solventes, parecen centrarse sobre la cifra de veinte millones, a la que, no obstante, considero incluso demasiado alta. En cuanto a los negros, la cantidad de doscientos cincuenta mil es segura y proviene de los registros de los barcos negreros. Respecto a mi guarismo de trescientos mil españoles, la mayoría de los investigadores lo consideran excesivo en ciento cincuenta mil. Fundamentan su criterio, según creo, en el escaso número de españoles que llegaron a México y decidieron quedarse. Opino que deben contarse también a los que arribaron, trabajaron, engendraron una docena de hijos y regresaron a su patria, ya que lo que nos interesa aquí es su aportación al consorcio genético, no el lugar dónde murieron. Teniendo eso en cuenta, me reafirmo en mi cifra de trescientos mil.
Significación. No se trata de una cuestión periférica. En los estados occidentales, desde Texas hasta California, resulta imprescindible que ciudadanos de toda ascendencia decidan de una vez por todas qué opinan acerca de los mexicanos, tanto los que están en México como los que se encuentran en los Estados Unidos. El núcleo hispaonahablante seguirá constituyendo una importante minoría en la vida estadounidense y, en una ciudad como Centenario, los malentendidos en cuanto a [o que los mexicanos son, representan y pueden llegar a ser, forman una mezcla abominable de malas interpretaciones y prejuicios. Como me dijo un cultivador de remolachas: "Nuestros problemas principales son los nematodos y los mexicanos, y sabemos mucho más de los primeros que de los segundos."
Ilustraciones. Antes de que adopten una decisión respecto a las fotografías ilustrativas de este período, les encarezco examinen los folletos referentes a Centenario que publicó el Union Pacific para promover los bienes raíces. La imagen de Brumbaugh el Patata, con cinturón y tirantes, de pie junto a su calabaza, adornado el rostro por aquella deliciosa sonrisa, explica toda la historia. El artilugio de la parte inferior izquierda es el dique portátil de lona que empleaba en sus regadíos.
El Platte. Si escribiera este trabajo por gusto, habría elegido como protagonista al. Colorado, el más espectacular de los ríos norteamericanos. Si lo que me interesase de modo principal hubiera sido la historia, me habría inclinado por el Missouri, vena yugular de la expansión estadounidense. En cambio, me asignaron el South Platte, lo que no es óbice para que, al estudiarlo, llegara a darme cuenta de la majestad que a menudo puede asumir ese río humilde y destemplado. En 1973, poco antes de que, en Centenario, pusiera manos a la obra, el Platte desató una de sus periódicas crecidas. Se llevó por delante un sinfín de puentes, inundó ciudades enteras, dejó yerma la campiña y provocó la muerte de por lo menos nueve personas. Una vez, la precipitación acuosa a lo largo de su cuenca alcanzó los seiscientos diez milímetros en el espacio de tres horas. En 1965, el arroyo del Barro, que la mayor parte del año está seco y que en el pasado medio siglo señaló un promedio anual de 0,045 metros cúbicos por segundo, arrojó al Platte, en una tarde, ¡13.000 metros cúbicos por segundo! Cuando uno ha visto el río en esas manifestaciones, lo recuerda luego con respeto.