ESTO ES LO QUE NOS ESPERA A TODOS
Los cuerpos de los niños, espantosamente mutilados, hicieron prorrumpir en lágrimas a hombres y mujeres, y familias de zonas remotas fueron trasladadas a la seguridad de Denver, donde inflamaron todavía más a la opinión pública, con sus propios rumores sobre las atrocidades indias. El miedo que durante meses había flotado en el ámbito de la ciudad cristalizó en auténtico terror y los hombres empezaron a hablar en susurros acerca de la única alternativa que se les presentaba:
— Puede que tengamos que exterminar a los indios… borrarlos del mapa.
Tales susurros llegaron a oídos de Lisette Mercy, cuyo ánimo se llenó de consternación, porque en el curso de aquella época difícil había adquirido la costumbre de llevar ropa y alimentos a los arapahos que se encontraban a kilómetro y medio de Denver. Durante generaciones, los indios habían acampado en aquel paraje, cerca de donde el arroyo del Cerezo desembocaba en el South Platte, y no veían razón alguna para alterar ahora sus costumbres. El jefe Águila Perdida, con unos centenares de miembros de su pueblo, levantaba frecuentemente allí sus tipis y mantenía conversaciones con comerciantes de Denver que deseaban tratar el futuro de la comarca. Después de todo, Águila Perdida había visitado al presidente Fillmore, a raíz de los acuerdos de Fuerte Laramie, y se había entrevistado con el presidente Lincoln después del Tratado de 1861. Los fotógrafos le retrataron con cada uno de los presidentes y la fotografía con Lincoln mostraba a dos hombres profundamente preocupados; era difícil determinar cuál de ellos soportaba la carga más pesada: Lincoln, cuya nación estaba siendo destrozada, o Águila Perdida, cuyo pueblo estaba siendo exterminado.
Lisette Mercy simpatizaba con Águila Perdida. Le parecía un hombre compasivo que anhelaba desesperadamente hacer lo que era justo, pero cuyas buenas intenciones siempre daban la impresión de marchar por otro camino. Contaba ya cincuenta y cuatro años y su influencia sobre los miembros de su pueblo había disminuido enormemente, pues éstos escuchaban a Pulgar Roto y a los jóvenes partidarios de la violencia. La situación era tan grave que incluso se producían escaramuzas entre seguidores de ambos jefes.
Cuando ocurrió la matanza de los Barley, Águila Perdida se dirigió rápidamente a Denver, deseoso de explicar que se trataba de un acto irresponsable que los indios decentes no podían perdonar, pero milicianos armados le cortaron el paso en la entrada de la ciudad y le advirtieron:
— Aquí no queremos indios, ni siquiera tú.
Y el hombre tuvo que alejarse de un terreno que tiempo atrás había sido suyo.
Lisette fue al tipi a visitarle. La mujer llevaba consigo un recorte del Zendt's Farm Clarion: La suerte está echada. El horrible asesinato de la familia Barley significa que los indios han lanzado el guante, desafiándonos a la guerra. Tengamos guerra y tengámosla ahora. Como mínimo, necesitaremos unos meses de incursiones de castigo contra los demonios rojos para conseguir la paz. Demostremos a Lo, el pobre indio, de una vez por todas, a quién pertenecen estas praderas. Votamos por la lucha. y lucharíamos, de no ser porque en Denver nos falta un caudillo.
— Mi marido hace cuanto puede para que la gente vea la luz de la verdad -dijo Lisette al jefe-, pero no tenemos guía, de modo que nada puede realizarse.
Ambos experimentaban un sentimiento de desesperanza creciente, Águila Perdida porque ya no le era posible dirigir a su pueblo por senderos conciliatorios, Lisette Mercy porque se daba cuenta de lo ineficaces que eran los esfuerzos de su marido para proporcionar un liderazgo en unas fechas en las que solo existía un vado absoluto.
En política, como en la naturaleza, un vado absoluto no puede tolerarse durante mucho tiempo; y a Denver se dirigieron dos hombres que colmarían el vado de manera harto sorprendente. El primero fue el general Laban Asher, de Vermont, hombre de cincuenta y cinco años, manco y de hablar suave, que había capitaneado a sus voluntarios con prudencia y valor en algunas de las más enconadas batallas de la Guerra Civil. En Vicksburg, el año anterior, había perdido el brazo derecho; sus compañeros aseguraban que, si hubiese atacado de modo más resuelto, se habría encontrado muy lejos del punto donde el proyectil le alcanzó y, además, habría conquistado una de las alturas, pero lo cierto era que, con su paso lento, el brazo colgando inerte y sangrando bajo el torniquete, llevó a sus hombres hasta el lugar previsto, a tiempo y con una pérdida de vidas humanas muy inferior a las que habrían sufrido algunos generales más heroicos que él.
Su misión consistía ahora en poner algo de orden en el Territorio de Colorado y, al mismo tiempo, defenderlo frente a posibles incursiones de los aventureros confederados que vagaban por el Oeste. Sólo llevaba en Denver quince días cuando tuvo noticias de que Jim Reynolds el Desesperado, un renegado de la Confederación, estaba haciendo de las suyas en el valle del río Arkansas, donde amenazaba las comunicaciones y trataba de reclutar hombres para lanzar un ataque sobre Denver.
— No caben los malentendidos -dijo el general Asher con firmeza-. Mi deber primordial estriba en mantener este Territorio en manos de la Unión.
Sin vacilar, despachó las tropas de que disponía hacia el sur, donde Reynolds y cuatro de sus hombres fueron capturados y ejecutados.
Posteriormente, el general Asher dedicó su atención al problema indio. Los periódicos y los principales comerciantes apoyaban al teniente Tanner en las proclamas bélicas y sólo el comandante Mercy aconsejaba un enfoque más cauto de la cuestión.
Instintivamente, Asher se puso de parte de Mercy. Le caía simpático, acaso porque también había resultado herido en el servicio de su país, por lo que no podía ponerse en tela de juicio su patriotismo; o tal vez fuese el temperamento tranquilo de Mercy lo que Asher admiraba. Ambos hombres trabajaban bien en su tarea conjunta y empezaron a trazar una estrategia para apartar a los indios de las rutas principales y proporcionarles acceso al agua.
— También tenemos que alimentarlos -dijo Asher un día-, ahora y con vistas al futuro más o menos inmediato. No se van a convertir en agricultores de la noche a la mañana. Harán falta dos decenios para enseñarles y, si están dispuestos a aprender, necesitarán mejores tierras. Así que debemos alimentarles.
Cuando se filtró la noticia de tal propuesta, los periódicos de Colorado estallaron. El Clarion rompió el fuego con un furioso artículo: El soñador de Vermont nos dice ahora: "Debéis dar de comer a Lo, ser bondadosos con él y olvidar que ha matado a vuestros camaradas granjeros, como un salvaje que es." Nos lo dice cuando los precios de nuestros artículos alimenticios han subido porque Lo ha cortado nuestros servicios de transporte y de correos. Bien, nosotros contestamos al general Laban Asher: "Vuelva a Vermont con su único brazo y sus ciegos ojos y deje la solución del problema indio a los hombres auténticos que entienden el asunto, a los hombres como el teniente Abel Tanner, que sabe disparar y obligar a los pieles rojas a comportarse como deben." Proponemos: "Den a Tanner un centenar de hombres de confianza, a lomos de buenos caballos, y arreglará el problema indio en quince días." y lo hará sin alimentarlos a costa del erario público.
— ¿Qué puedo hacer contra semejante táctica? -preguntó Asher en voz baja.
Era un caballero de Nueva Inglaterra que se negaba a mancharse con pendencias en público; era un oficial del ejército que no sabía qué responder cuando la prensa se empeñaba en solicitar el ascenso de un subordinado inepto como Tanner.
— Lo primero -aconsejó Mercy-, devolver a Tanner al Este… esta noche. Allí están pidiendo luchadores combativos. Déjele que luche.
— No -repuso Asher precavidamente-, si hiciera tal cosa, los periódicos me crucificarían.
Empezó a pasear por la estancia y, por primera vez, Mercy observó que la pérdida del brazo desequilibraba un poco al preocupado hombrecillo. Aún no había aprendido a compensar la extremidad perdida y, en cierto modo extraño, eso le daba inseguridad. A Mercy, la cojera le hizo más audaz, como si comprendiese que la vida que pudo salvar tenía que utilizarse constructivamente.
— General Asher -manifestó-, tiene usted todas las ideas adecuadas. Debe actuar sobre ellas enérgicamente.
Pero Asher se echó hacia atrás.
— El instinto me aconseja que gane tiempo. Algunos indios están pidiendo ya aperos agrícolas. Un poco más de tiempo y esta ansiedad pública remitirá. Entonces podremos actuar.
No habría tiempo. En enero de 1864 ya estaba camino de Denver un hombre que poseía una visión clara acerca de cómo tenía que ser el Oeste y albergaba la firme decisión de configurarlo de acuerdo con esa estructura.
Era un hombre alto, de un metro ochenta y ocho, cuarenta y ocho años, anchos hombros y aguda mirada. Iba completamente afeitado y se mantenía tan erguido que daba la impresión de ser más alto aún de lo que era. La buena alimentación le había proporcionado un cuerpo robusto y su voz era fuerte, con un peculiar timbre penetrante que la permitía destacar sobre cien voces inferiores, aunque todas hablasen a la vez. No se excedía en el uso de la palabra y siempre se expresaba con una especie de determinación saturnina, como si antes de decidirse a despegar los labios hubiese estado considerando largo tiempo alternativas de menor importancia que al final descartó.
Era Frank Skimmerhorn, sin duda descendiente de alguna antigua familia de Schermerhorn, y procedía de Minnesota. Allí, durante los años 1861 y 1862, se había familiarizado de modo directo con los problemas indios, ya que los sioux, irritados por algunas alteraciones menores en los procedimientos, se soliviantaron y mataron a los padres de Frank Skimmerhorn, a su esposa y a su hija. Una finca cuyo valor se cifraba en veinte mil dólares quedó asolada y el hombre, privado de hogar, fue de una ciudad de Minnesota a otra, y en cada una de ellas escuchó terribles historias referentes a los daños ocasionados por los sioux: un centenar de ranchos incendiados, doscientas personas con el cuero cabelludo arrancado, toda una amplia comarca de la nación sumida en el caos, y todo ello por culpa de unos cuantos indios revoltosos.
Acompañado de su hijo, Frank Skimmerhorn abandonó Minnesota, dispuesto a no volver jamás. Había vendido los derechos sobre su granja por mil quinientos dólares, con los cuales regresó al pueblo de su infancia, Nauvoo (Illinois), donde trató de formarse un cuadro de conjunto, para sí mismo, que explicase cuanto había visto durante el levantamiento indio. Y una noche, después de un servicio religioso, todo estuvo claro.
Un agricultor que siempre vivió en Nauvoo le dijo:
— Nunca me preocupé gran cosa de los mormones. Ahora comprendo por qué no les combatí como hicieron algunos de mis vecinos. Nunca fui a prender fuego a sus pajares. Pero la verdad es que, como personas, no me hacen ninguna gracia, y su idea de que un hombre tenga cincuenta y tres esposas, a la que se ceñían… Sí, las tenían… -Perdió el hilo y se apoyó en su carricoche-. ¿Por dónde iba, Skimmerhorn?
— No simpatizas con los mormones.
— Sí. Como iba diciendo, no se me puede tildar de paladín suyo, pero tienen una idea que resulta la mar de lógica; rebosa sentido común.
Hizo una pausa para que sus palabras calasen, y Skimmerhorn se vio obligado a preguntar:
— ¿De qué se trata?
— Realizaron un serio estudio, a fondo, sobre los indios. Cuando lo explicaban, a uno le parecía interesante. Estaban confusos en cuanto a quiénes eran los indios y por qué se comportaban del modo anticristiano en que lo hacían. Y entonces les llegó una especie de profecía o algo así. Dios les envió un mensaje que afirmaba que, en realidad, los indios eran lamanitas, las Tribus Perdidas de Israel. Si, señor, el asunto se remontaba al año 722 antes de Cristo, cuando el rey asirio Sargón los hizo cautivos… diez tribus… jamás regresaron a Israel… sólo vagaron por el mundo.
— Sí que es interesante -dijo Skimmerhorn.
— Uno sabe que es cierto -continuó el informante con entusiasmo-. La casilla mágica india, por ejemplo, con todos esos trapicheos misteriosos. ¿Qué es realmente? El Tabernáculo de las Tribus Pérdidas. Y ahí está la penitencia, la arpillera y la ceniza de la Biblia. ¿No se disciplinan los indios cortándose el pelo y acuchillándose los brazos? A mí me parece evidente que se trata de judíos.
— Eso explicaría por qué son tan infernales -manifestó Skimmerhorn, al tiempo que asía el brazo de su informador-. ¿Dices que eran lamanitas? Veamos, ¿qué significa eso?
— No soy mormón, ¿comprendes?, pero he tenido disgustos con los indios, de modo que agucé los oídos y, de acuerdo con lo que pude sacar en claro, el de lamanitas era el nombre que asignó Dios a las Tribus Perdidas, y por el hecho de que habían conocido a Dios y luego le volvieron la espalda, Él les echó una terrible maldición, les oscureció el rostro y puso a todos los hombres en contra suya. Skimmerhorn, si conocieron a Dios y le rechazaron, es nuestro deber perseguirlos y matarlos. Es nuestro ineludible deber.
Durante varios días, Frank Skimmerhorn reflexionó acerca de aquel asunto de los lamanitas y recorrió Nauvoo interrogando a los aldeanos para hacerse con el mayor número de recuerdos que pudieran tener sobre lo que habían dicho exactamente los mormones durante su desdichada estancia en el pueblo, cuando iban camino de Salt Lake City, y los datos que obtuvo constituyeron para él una confirmación de profunda solidez. Los indios eran, verdaderamente, las Diez Tribus Perdidas. El profeta Lehi las había conducido a América y los rostros de sus miembros se oscurecieron a causa del pecado cometido al rechazar al Señor. Exterminarlos era un deber y una glorificación. Representaban algo abominable para los hombres honestos y cuanto antes fuesen borrados de la faz de la Tierra, tanto mejor.
En un sueño, producido quizá por el exceso de escucha y el exceso de meditación sobre el problema, Frank Skimmerhorn vio que su destino era trasladarse a Colorado, donde los indios estaban ocasionando numerosas dificultades a los buscadores de oro, y poner fin a los conflictos. Era más que una invitación; era una orden. Escribió en el CIaríon: Hombres pacientes de todos los puntos de estos grandes Estados se han estrujado el cerebro intentando imaginar alguna solución para el problema indio y, por fin, la respuesta ha surgido, tan clara que cualquier persona puede verla, Incluso con un solo ojo. Hay que exterminar al indio. No tiene derecho a usurpar la tierra que Dios deseó concedernos para que la hiciésemos fecunda. No tiene derecho a cazar búfalos en unos campos que nosotros queremos labrar, y la única solución lógica a sus depredaciones es el total exterminio. Él, sus repugnantes squaws y sus criminales hijos deben ser exterminados y cuanto antes ponga manos a la obra este Territorio, tanto mejor. Hoy todo el mundo grita: "¡Hay que convertir a Colorado en Estado!" Pero sólo cuando nos hayamos desembarazado de los demonios rojos nos habremos ganado el derecho a unirnos con honor a los otros estados. Exterminio debe ser nuestro grito de batalla.
Esta carta se reimprimió ampliamente en todos los yacimientos auríferos de Colorado, y hombres de todas las tendencias políticas empezaron a decirse unos a otros:
— Ese prójimo de Minnesota, Skimmerhorn, habla con mucho sentido común.
Y cuando Skimmerhorn insistió, con nuevas cartas en las que daba detalles acerca del modo en que una milicia decidida podía acabar con todos los arapahos y cheyennes, no faltaron quienes, de un extremo a otro del territorio, apoyasen su política de total exterminio.
Entre las figuras públicas, sólo tres se atrevieron a elevar su voz para manifestarse en contra de tan inhumana propuesta. En Denver, un ministro episcopal lo llamó asesinato y se encontró en dificultades con sus feligreses, que habían visto los cuatro cadáveres sin cuero cabelludo de la familia Barley. El general Asher declaró que el Ejército de los Estados Unidos no tenía la costumbre de sancionar los genocidios y fue ásperamente censurado y tildado de cobarde que se negaba a afrontar la realidad. Y el comandante Mercy reprochó una acción tan brutal como el premeditado exterminio de un grupo étnico, de cuyos miembros sólo unos pocos habían cometido algún delito, mientras que se habían cometido crímenes contra todos ellos. Naturalmente, Skimmerhorn no se mostró de acuerdo y desencadenó contra Mercy una serie de furibundas cartas: ¿Quién es el sedicente comandante Mercy? Un cojo medroso que, en Chapultepec, se disparó un tiro en la cadera, lo que le proporciona excusa para no combatir en nuestra guerra actual contra los rebeldes. ¿Quiénes son sus amigos? Todos los simpatizantes de los indios, cuantos hay en el Oeste, todos los acoquinados gallinas que temen llevar a cabo la tarea.divina de proteger esta tierra frente a los salvajes. Y, lo que es más importante, ¿quiénes son sus parientes? Los hermanos Pasquinel, de vergonzoso historial, son hermanos suyos. Está casado con una hermana de los Pasquinel y tiene de arapaho más que ellos. Declaro: "Colorado debería desembarazarse de ese cobarde traidor", y le advierto que, si continúa alzando la voz en defensa del indio, los honrados patriotas le matarán a tiros en las calles de Denver.
Con todo lo alarmado que estaba ante tales invectivas, Mercy, no obstante, rogó a su esposa que evitase en público cualquier comentario susceptible de echar más leña al fuego de la discusión, pero Lisette tenía un carácter demasiado análogo al de su madre para permitir que tan vociferantes manifestaciones quedasen sin respuesta. Siguió el rastro de Skimmerhorn de una pensión de Denver a otra, hasta que, por último, dio con él en un hotel de la calle Larimer, donde le puso como hoja de perejil, en público.
La agitación de la mujer hizo las delicias de Skimmerhorn, ya que le proporcionaba un blanco adicional. Soltó también una andanada de su pluma contra Lisette, los periódicos la publicaron y todo ello permitió a Skimmerhotn recapitular su teoría básica de que todo indio del territorio debía ser eliminado.
Tan incendiarias declaraciones enfervorizaron a los ciudadanos, induciéndoles a exigir acción militar. Por desgracia, en el Oeste no había tropas federales disponibles, así que tuvo que reclutar se una milicia local, de cuyo mando se hizo cargo el coronel Frank Skimmerhorn. En seguida proclamó la ley marcial y promulgó las severas órdenes siguientes: Todos los indios que deseen mantenerse en condiciones amistosas deberán, en el plazo de veinte días, presentarse en alguno de los puntos relacionados abajo y entregar sus armas. Transcurridos veinte días, todo indio al que se encuentre, sea en el lugar que fuere, puede recibir un tiro sin previo aviso. Cualquier propiedad material hallada sobre un indio muerto pasará a pertenecer a la persona que le haya dado su legítimo fin.
Frank Skimmerhorn
Coronel de la Milicia Especial
Al día siguiente de la transmisión de este bando, el anciano jefe Oso Delgado, a quien el comandante Mercy había salvado de la muerte por inanición, reunió un grupo de siete arapahos, viejos de ambos sexos que comprendían que era una locura tratar de seguir luchando. Enarbolando bandera blanca, se dirigieron a un punto de rendición de Denver, donde el teniente Tanner atravesó de un disparo el corazón del anciano jefe y dispersó a los demás en desbandada.
Cuando el general Asher tuvo noticia de aquella afrenta, convocó al coronel Skimmerhorn, dispuesto a soltarle una filípica de reglamento, pero mientras hablaba, observó que el coronel no se encontraba en posición de firmes y que sonreía afectadamente.
— ¡Skimmerhorn! -conminó todo lo sonoramente que su educación le permitía-. ¡Firmes!
El miliciano hizo caso omiso de la orden y repuso en tono desdeñoso:
— General, sus días aquí están contados.
— ¡Coronel!
— Tengo amigos en Leuvenworth. Y a diversas personas influyentes en este estado se les han remitido informes notificándoles que usted no es el hombre apropiado para tratar con los indios.
— ¡Skimmerhorn! -gritó el·menudo general.
— De modo que, si fuera listo, Asher, haría usted las maletas para trasladarse a Leavenworth y me dejaría a mí dirigir esta guerra india.
— No emprenderá usted ninguna acción, a menos que yo se lo ordene -silabeó Asher, despacio, temblorosa la voz.
— Usted ostenta el mando -dijo Skimmerhorn insolentemente-. Por ahora.
El general Asher no estaba acostumbrado a colaborar con hombres que manifestaban tal desprecio por la disciplina militar y comprendió que, frente a alguien como Skimmerhorn, su autoridad personal carecía de efecto, así que decidió probar con razonamientos ordinarios.
— Todos sabemos -manifestó compasivamente- que en Minnesota sufrió usted lo suyo a manos de los indios. Pero, la verdad, Skimmerhorn, no debe permitir que la muerte de sus padres…
— ¿De mis padres? -estalló Skimmerhorn, y se hizo evidente que era presa de alguna clase de demencia-. Sí, vi a mi padre caer víctima de un balazo de los sioux. Yo salía corriendo del granero cuando mataron a mi madre con un tomahawk. ¿Pero qué me dice de mi esposa? Le dispararon treinta proyectiles… treinta… le arrancaron la cabellera. Y mi hija. Nueve años tenía… cabello rizado… ¿ha visto alguna vez una niña de nueve años con el cuero cabelludo arrancado? -Se transformó en un monolítico bloque de odio, contorsionado el semblante y rígidas las manos-. ¡Déjeme a mí los lamanitas! -chilló-. ¡Descargaré la responsabilidad de Dios!
Salió bruscamente del despacho, dejando a Asher hundido en su sillón. Mientras se oprimía la frente con una mano, el general tuvo que reconocer que durante aquel período de guerra civil no disponía de medio alguno para obligar al loco a acatar la disciplina y, para cuando la guerra hubiese terminado, Skimmerhorn sería un héroe y no habría ninguna posibilidad de disciplina. La única esperanza del general Asher residía en que los amigos de Skimmerhorn en Fuerte Leavenworth arreglasen rápidamente el traslado del militar, porque nada podía hacer en Denver. Había sido derrotado por un adversario al que no lograba comprender.
La ley obligó a cheyennes y arapahos a internarse en una reducida zona de acampada, al norte de las Muelas del Crótalo, y allí se congregaron los lastimosos miembros que quedaban. Carecían de alimentos, sus ropas eran escasas, pocos los rifles, y nada de hierba en las proximidades para que pudiesen pastar los búfalos. Como gesto de buena voluntad, entregaron a las fuerzas militares las tres mujeres blancas que habían secuestrado en una granja.
Se mostraron dispuestos a colocarse bajo la protección del ejército gracias a los persuasivos argumentos de Águila Perdida, que les dijo:
— A todos los hombres les gustaría estar en la pradera con Pulgar Roto y hacer la guerra, como siempre la hemos hecho frente a nuestros enemigos, pero os aseguro que esos tiempos han pasado. El general Asher es nuestro amigo, el comandante Mercy es nuestro amigo, y me dice que las cosas van a mejorar muy pronto.
Cuando el comandante se dirigía hacia el norte para inspeccionar el improvisado campamento, se detuvo antes en la aldea de la Granja de Zendt, porque deseaba sondear las reacciones locales. Descendió por la calle principal, tiró de las riendas al llegar a la estacada y, en el portón, llamó:
— ¡Levi! Necesito hablar contigo.
Zendt y Lucinda salieron de la casa de troncos.
— ¿A dónde nos conduce esta locura? -gritó Mercy. Antes de que Levi tuviese tiempo de contestar, oyó un sonido de cornetas y, al cabo de unos segundos, el coronel Skimmerhorn llegó hasta ellos, a la cabeza de dieciséis milicianos, que adoptaron postura militar ante el portón.
— Este fuerte queda bajo arresto -manifestó Skimmerhorn con voz retumbante-. Zendt, ha estado relacionándose con el enemigo y a todo el mundo se le ordenó que permaneciese ahí dentro hasta que yo mandase lo contrario. -Espaleó su cabriolante montura, al tiempo que voceaba-: ¡Sargento, dispare contra todo aquel que intente escapar! Es una orden.
Se volvió hacia el comandante Mercy.
— Sabía que íbamos a encontrarle aquí -dijo Skimmerhorn-. Sargento, tome nota de que el comandante Mercy estaba relacionándose con traidores.
Cuando Levi oyó las asombrosas órdenes que daba Skimmerhorn, trató de discutir con él, pero el coronel replicó despectivamente, desde lo alto del caballo:
— Yo no converso con malditos hombres de squaw.
Zendt dio un salto hacia él, pero Skimmerhorn retrocedió y le hizo un corte con la espada. Cuando el comandante Mercy se llevaba de allí al sangrante alemán, el coronel chilló:
— Sargento, tome nota de que el hombre de squaw, Zendt, me atacó con intención de matarme y que le rechacé con el sable.
Tras dejar un destacamento para que guardase la estacada, el coronel emprendió el regreso a Denver, trazando ya los planes que desembarazarían definitivamente a Colorado de los indios.
Una vez se marchó Skimmerhorn, el comandante Mercy tomó una irrevocable decisión. Sabedor de que corría el riesgo de verse complicado en algo que le llevaría ante un consejo de guerra, dijo a Levi:
— Estoy convencido de que ese condenado loco carece de autoridad para ordenar mi arresto en la casa y me propongo ignorarlo. -Tomó a Lucinda de la mano-. A ese maníaco se le ha metido en la cabeza alguna idea para exterminar a toda la raza india. Probablemente empezará con el campamento. Tengo que avisar al general Asher.
Zendt trató de calmarle.
— Los indios del campamento no tienen armas. No hay razón alguna para atacarles.
— Skimmerhorn puede atacar a cualquier cosa -observó Mercy-. Tiene el convencimiento de estar realizando una tarea sagrada.
— Es más probable que haya ido a perseguir a los que no se han entregado… Pulgar Roto y sus jóvenes guerreros.
Ese razonamiento no satisfizo a Mercy, de modo que ideó una fuga en la que Levi actuaría de cómplice, apareciendo en el portón mientras el comandante escapaba por la tapia del lado norte. Pero cuando se disponía a marchar hacia el sur, para alertar al general Asher, cambió de intención. Dirigió en cambio su caballo rumbo al nordeste, hacia las muelas donde estaba el campamento indio.
Llegó a los cerros al anochecer, acercándose por el sur, y cuando estuvo en terreno alto, entre ambas muelas, distinguió en la falda del norte una confusa masa de tipis montados atropelladamente al otro lado de la zona donde en otras ocasiones se habían levantado campamentos indios en los que reinaba el orden. Pensó en lo difícil que debía de resultar para los jefes indios que otrora acaudillaron a su pueblo a través de praderas ilimitadas verse arrinconados en aquella depresión, con montes de creta que les cercaban.
Silbó a guisa de señal para los posibles centinelas que estuviesen ocultos entre las peñas, pero, al no aparecer nadie, comprendió que aquel grupo de harapientos pieles rojas se encontraban allí sin organización ni guardas.
Cuando había descendido casi hasta el campamento, dos arapahos a pie se acercaron a inspeccionarle.
— ¿Dónde están vuestros ponies? -preguntó Mercy.
— Todos han desaparecido -le contestaron.
Le reconocieron como amigo de la tribu y le acompañaron al alojamiento donde permanecían sentados los jefes, tratando de imaginar, con aire melancólico, estratagemas que les permitiesen conseguir alimentos para su hambriento pueblo. Mercy se quedó aquella noche en el campamento y advirtió a los indios que no debían proporcionar al coronel Skimmerhorn ninguna excusa para que les atacara.
— No tenemos armas -dijo Águila Perdida.
— No me refería a armamento -explicó Mercy-. Skimmerhorn está loco. Utilizará cualquier pretexto.
— Hemos hecho todo lo que nos dijo el general Asher -manifestó Águila Perdida patéticamente.
— No robar vacas -aleccionó Mercy-. Si algún blanco pasa por vuestro campamento, dejadle marchar en paz, haga lo que haga.
— Sin armas -dijo. Águila Perdida-, no podríamos provocar camorra aunque quisiéramos.
La conversación derivó hacia temas más acuciantes.
— ¿Cuándo obtendremos comida? -preguntó el jefe Rodilla Negra, de los cheyennes.
— Se está tratando de ello -dijo Mercy, sin convicción.
— ¡Tratando! Nos morimos de hambre, Mercy. Nuestra vergüenza es tan grande como la Tierra.
Todas las promesas hechas por el general Asher habían sido malogradas después por el coronel Skimmerhorn. Todas las garantías de que iban a proporcionárseles suministros, que él, Mercy, dio a aquellos hombres pacientes, habían sido canceladas. Dos tribus que cumplieron los tratados tan fielmente como la que más, en América, estaban siendo condenadas sistemáticamente a la muerte por inanición, después de habérseles privado de sus tierras, de sus búfalos y de sus armas. Ahora se veían castigadas por un paisano fanático que jugaba a ser soldado y nadie con autoridad tenía el valor o la inclinación de pasarle los pies.
Era la hora más negra de la vida de Mercy, peor incluso que, cuando sus compañeros le dejaron solo en Chapultepec, al verle tan ensangrentado y creer verosímilmente que ya había muerto.
Por primera vez, no se sintió orgulloso de ser un soldado norteamericano. La superchería mediante la cual se sustituyó el liberal acuerdo de 1851 por las miserables estipulaciones de 1861 aún podía aceptarse. Tal vez fueron necesarios algunos ajustes. Ya no acusaba al comisario Boone de doble juego en el trato con los indios; los blancos requerían tierras y deseaban poseer las corrientes fluviales en las que se encontró oro, yeso era todo.
Pero la actual conducta del gobierno estadounidense era vil, y se proponía declararlo así en cuanto llegase a Denver. Hacinar a más de mil cuatrocientos indios en un prado bordeado de rocas y carente de agua y dejarlos allí sin comida era algo insufrible, y estaba seguro de que si el verdadero ejército, en Leavenworth o Washington, se enteraba de ello, exigirían reformas inmediatas. Debía llamarles la atención sobre los hechos.
— ¡Confía en mí una vez más -pidió a Águila Perdida-. No hagas nada hasta que regrese.
— Escuchamos, Mercy -dijo el anciano jefe. Las arrugas que surcaban sus mejillas eran ahora más profundas, los ojos estaban más hundidos, pero el pétreo semblante conservaba una dignidad extraordinaria. En el curso de las últimas semanas había tenido que asimilar muchas injurias, dirigidas a él por jóvenes guerreros que se negaban a aceptar el hambre y soportarla por más tiempo, pero la única estrella que Águila
Perdida conocía era confiar en el hombre blanco. Hombres como el comandante Mercy y el general Asher les suministrarían comida y encontrarían algún modo de dominar al coronel Skimmerhorn. Dijo-: Confiaremos en ti, hasta que llegue el nuevo año.
— ¿Dónde están Jake Pasquinel y Pulgar Roto? -preguntó Mercy, cuando se disponía a partir.
— Por el este, hacia Julesburg -informó el jefe Rodilla Negra, y proporcionó a Mercy dos exploradores para que le guiasen al lugar donde se ocultaban los disidentes.
Nevaba cuando Mercy abandonó las Muelas del Crótalo y, en lo alto del cerro, volvió la cabeza para contemplar aquel desamparado grupo de tipis, aquella concentración de hombres y mujeres sin esperanza. Juró que intentaría por todos los medios devolverles algo de dignidad.
¡Qué hermoso estaba aquel día el valle del Platte! Blanca nieve a lo largo de las orillas y rielante negrura donde se deslizaban las aguas profundas. Aún no se había formado el hielo y el camino de carros que enlazaba Denver con Julesburg ha transitable. Mercy pensó que, en ciertos aspectos, aquél eral el Platte en su máximo esplendor, porque sus innumerables islas alcanzaban notable belleza, con las arenosas superficies cubiertas por la nieve.
"Deberíamos tener suficiente capacidad humana para compartir con los indios un río como éste", se dijo Mercy mientras los guías le acompañaban rumbo al este. Pero cuando llegó al burdo campamento donde Pulgar Roto había reunido a sus guerreros y cuando contempló su lamentable estado, Mercy comprendió que iba a resultar muy penoso argumentar inteligentemente con aquellos hombres.
Desmontó, anduvo cojeando por la crujiente nieve que cubría el suelo y preguntó por Pulgar Roto a una mujer. Con gesto insolente, la india le señaló un tipi gris pardo al que le faltaban los dos palos con los que se controlaba el humo. Ello carecía de importancia, pues tampoco tenían leña para en encender una fogata.
Mercy apartó la piel de la entrada y dijo:
— Pulgar Roto, vengo a suplicarte que no hagas la guerra a las carretas.
— Nos morimos de hambre -repuso el cheyenne-. Las carretas llevan comida.
— Los próximos dos meses van a ser desesperados -alegó Mercy.
— Estamos desesperados ya.
— ¿Por dónde anda Pasquinel?
— Por ahí, tratando de encontrar comida.
— ¡Oh, santo Dios! -gimió Mercy.
Le era fácil imaginarse a Jake cometiendo alguna insensatez atrayendo sobre sí toda la ira de Skimmerhorn. Jake volvería con carne de alguna vaca recién sacrificada o con alubias que habría robado a algún ganadero, quien posiblemente estuviese ya en Denver, presentando la queja correspondiente. Mientras Mercy se esforzaba en adivinar las inminentes consecuencias de los probables hechos, Pulgar Roto pidió a un muchacho que le llevase el trozo de periódico que los indios habían encontrado en una carreta que marchaba hacia el este. Uno de los guerreros jóvenes sabía leer y entre los pieles rojas del oculto campamento circuló un resumen de lo que decía el papel. Se trataba de un fragmento del Clarion: Por fin, un oficial castrense de este Territorio actúa con lógica. Por fin, un auténtico héroe ha dado un paso al frente para decirnos lo que todos deseábamos oír. Durante una visita a nuestra bonita ciudad, el coronel Frank Skimmerhorn declaró ante un grupo de sus admiradores: "Está a punto de sonar la hora en que la decencia y el temor de Dios regresen a este Territorio. Casi tenemos encima el momento en que todo sucio, maloliente, furtivo, arrastrado y lloriqueante piel roja será eliminado o expulsado fuera de nuestros límites territoriales. En ese instante tan largamente esperado, confiamos en que todo hombre por cuyas venas circule sangre roja y que aprecie a su patria y a su hogar se una a nosotros para exterminar de una vez por todas. la amenaza que durante tanto tiempo ha estado suspendida sobre nosotros." Magnificas palabras, corone!. Le apoyamos. Esperamos que en los combates que se avecinan nuestros soldados no se aten las manos con el estorbo de prisioneros indios. Y esperamos también que lo que ha dicho usted se escuche en varias empalizadas de estos alrededores, donde a los indios se les permite alternar abiertamente con hombres blancos y donde hora tras hora se traman conspiraciones contra nuestra libertad.
El jefe Pulgar Roto, hombre a la sazón de cuarenta y ocho años y que carecía ya de ilusiones, se echó sobre los hombros su delgada manta y señaló el recorte.
— ¿Por qué me dices: "No hagas la guerra"? Skimmerhorn hace la guerra, todos los días.
— El general Asher se encargará de Skimmerhorn, te lo prometo.
El guerrero cheyenne, que sabía mucho acerca de los soldados, estalló en una carcajada burlona. Se puso en pie de un salto y, simulando estar manco, fue de un lado a otro, por el tipi, al tiempo que lanzaba órdenes contradictorias y creaba una impresión extrañamente realista del aturdido general.
— No hará nada -dijo Pulgar Roto.
— Yo sí -prometió Mercy.
Antes de que Pulgar Roto pudiese responder, Jake Pasquinel irrumpió en el tipi y, al ver a Mercy, avanzó rápidamente hacia él y le abrazó. Un gesto de lo más extraordinario en aquel inflexible fuera de la ley.
— Mercy, por el amor de Dios, pon algo de razón en este asunto -dijo en tono angustiado-. Esta gente se muere de hambre.
— Ya lo sé, Jake.
— Están… -Al mestizo se le quebró la voz y, por primera vez en su vida, Mercy vio a uno de los hermanos Pesquinel imposibilitado para hablar, a causa de un desconsuelo que ni siquiera pretendía disimular-. Mercy, te garantizo -dijo Jake- que si esto no acaba -golpeó el recorte con el dorso de los dedos- todo el territorio estallará.
— Solías desearlo -articuló Mercy compasivamente.
— Ahora soy más viejo -confesó su cuñado-. A quien matarán es a nuestras mujeres y niños.
Entró en el tipi Mike Pasquinel, cuyo aspecto era indescriptible. Escuchó en silencio durante un momento y luego dijo:
— Max, todos vamos a perecer… Lucinda, Zendt, tú… todos nosotros, si no se pone coto a esto.
Y, de súbito, Mercy tuvo que considerar a su hermano político como hombre dotado de perspicacia, una especie de bufón que se había pasado la vida mirando y riendo para, al final, tener clarividencias de la realidad. Su semblante plácido y redondo no revelaba ninguna de las emociones que surgían en el de Jake, pero hablaba con una tristeza que era más impresionante que la rabia de su hermano.
— Max -alegó de nuevo-, no nos dejas ninguna salida, excepto la de morir en combate, y moriremos todos los hombres que hay aquí.
Con el regordete brazo derecho fue abarcando el espacio del tipi y, uno tras otro, los hombres de Pulgar Roto pronunciaron la solemne declaración:
— Moriremos.
Profundamente conmovido, Mercy abandonó el campamento de los proscritos para emprender el largo regreso a Denver. Durante la primera parte del viaje, sus hermanos le acompañaron. Hablaron de los viejos tiempos, de lo feliz que era Lucinda en el recinto de la empalizada, de Cesta de Arcilla y su singular existencia, de lo irónico que les resultó el hecho cuando se descubrió oro en el lugar donde su padre había estado buscándolo infructuosamente.
— ¿Hubierais deseado que encontrase el oro… para vosotros? -preguntó Mercy.
— No -respondió Jake-. Los indios no necesitan oro. Necesitan espacio… y búfalos.
Al despedirse, Jake dijo:
— Habrá guerra.
Volvió grupas y se alejó hacia el este.
Mike se entretuvo un poco, tratando de decir muchas cosas, pero todas eran demasiado terribles y confusas para ser pronunciadas en voz alta, de modo que, al final, se inclinó por encima de la montura y abrazó a Mercy.
— Eres mi hermano -dijo en arapaho, y se marchó. Cuando Mercy se presentó ante el general Asher, en el cuartel general constituido por dos mugrientas habitaciones en la parte trasera de un hotel, se encontró en serias dificultades.
El general parecía preocupado mientras se dedicaba a reunir unos papeles, pero se tomó el tiempo suficiente para decir: -Mercy, el coronel Skimmerhorn ha presentado graves acusaciones contra usted.
— ¡Ese arresto domiciliario! -repuso Mercy, despectivamente-. Sabe usted muy bien que fue incorrecto.
— Escuche las acusaciones: "Asociación con el enemigo en tiempo de guerra, desobediencia a una orden directa dada por un oficial superior, huida al campo enemigo con secretos nacionales."
Mercy prescindió de aquellas exageradas acusaciones.
— General Asher, una catástrofe flota sobre nuestras cabezas, la de usted y la mía. He estado con ambas.ramas de los indios, los amistosos acampados donde deben estar y los hostiles que permanecen escondidos.
— No debió ir allí -manifestó Asher con firmeza-. El coronel Skimmerhorn le ordenó específicamente…
— ¡General! -gritó Mercy-. Estamos a una jornada de la insurrección total. ¡Al diablo con Skimmerhorn! ¿Cómo se atreve a decirle a usted, un general de los Estados Unidos…? -Max -le interrumpió el hombre de Vermont-, mire.
Le tendió un despacho de Fuerte Leavenwort:
General Laban Asher
Comandante en jefe, Denver. Trasládese de inmediato y por el medio de transporte más rápido a este cuartel general, preparado para informar amplia y plenamente sobre las medidas adoptadas para proteger el valle del río Pla tte de los indios merodeadores.
S. J. Comly, Ayudante
Fuerte Leavenworth
29 de octubre de 1864
Era un mensaje inaudito. Después de haber recibido montones de solicitudes de Asher, en las que éste pedía tropas adicionales para controlar el Platte, Leavenworth respondía por fin… pero no enviando la ayuda que se necesitaba, sino para retirar al único hombre que podía poner orden en el territorio.
El general Asher aceptó con ecuanimidad aquella estúpida decisión. Si el cuartel general deseaba llevar la guerra india de ese modo, así tendría que ser. Recuperó el despacho y, al tiempo que le daba golpecitos con desabrido regocijo, declaró:
— Me pondré en marcha con seis soldados… esta noche.
— ¡Esta noche! -estalló Mercy-. ¿Quién tomará el mando?
— El coronel Skimmerhorn.
— Ese hombre lo destrozará todo, general.
— Y yo le pongo a usted bajo arresto, Mercy. Hasta mi regreso, no puede salir de Denver.
Mercy se quedó aturdido. No podía pasar por alto el arresto ordenado por un general del ejército regular y, no obstante, veía las desastrosas consecuencias que podían derivarse del hecho de permitir a Skimmerhorn campar por sus respetos.
— General Asher -dijo sosegadamente-, si pone usted sus tropas en manos de Skimmerhorn, sucederá algo espantoso que mancillará para siempre la reputación de usted. La estupenda labor que realizó en Viksburg al frente de los vermonteños…
— Está usted bajo arresto -le cortó Asher.
Y aquella noche, a caballo, partió precipitadamente hacia el este, acompañado de su guardia.
Las cosas no podían haberse desarrollado mejor para el coronel Skimmerhorn. Había previsto que el comandante Mercy escaparía para ir a avisar a los indios, y ahora ya estaba libre de él, permanentemente. También había confiado en que le colocasen al mando de todas las tropas de la zona, y eso ocurrió igualmente. Aunque no pudo barruntar los titubeos del general Asher, que un día estaba de su parte y al siguiente de la de Mercy, según quien fuese el último al que veía. El que hubiesen llamado a Asher, sacándole de la zona para enviarlo a algún puesto lejano, sólo podía interpretarse como señal de que Dios aprobaba el plan del coronel Skimmerhorn.
Él, Skimmerhorn, ostentaba ahora el mando y se proponía ejercerlo.
Una fría mañana de noviembre reunió a sus tropas, sesenta y tres hombres del ejército regular al mando del teniente Abel Tanner, al que ascendió a capitán, y mil ciento dieciséis milicianos bajo el mando táctico de voluntarios civiles. A horcajadas sobre su montura, Skimmerhorn arengó a sus tropas con pocas palabras: ¡Hombres valerosos! Hoy marcharemos contra el infiel. Estamos comprometidos en una noble empresa. Dios derrama sus sonrisas sobre nosotros, mientras nos aprestamos a partir, dispuestos a eliminar definitivamente de este territorio la amenaza de los indios. ¡Adelante!
Los ciudadanos que comprendían lo que iba a suceder se congregaron en el arrabal de la urbe para animar a los héroes en marcha, y ningún ejército de cruzados que en el siglo XI partiese a combatir con los sarracenos fue aclamado con mayor entusiasmo. Skimmerhorn aceptó los gritos de sus partidarios y luego envió por delante pequeños destacamentos, a los que encargó la misión de arrestar y mantener incomunicados a todos los granjeros de las zonas por las que fuera a pasar la tropa.
Acamparon aquella noche en la Granja de Zendt. Al día siguiente, durante una violenta tormenta de nieve, el coronel Skimmerhorn llevó a cabo todo un milagro militar, una operación que hubiese honrado a un graduado en West Point: trasladó todo su cuerpo de ejército, con cinco cañones, una veintena de carretas de intendencia y cuarenta acémilas cargadas con municiones, a través del espacio abierto de las Muelas del Crótalo y maniobró de forma que, a la caída de la noche, tuvo todos sus efectivos en posición, sin que los indios hubiesen detectado aquella presencia.
Es posible que la falta de alimentos tuviese tan debilitados a los pieles rojas que ni siquiera les quedasen energías para montar guardia aquella noche, pero, de cualquier modo, Skimmerhorn, al amparo de la oscuridad, situó su artillería en la eminencia existente entre las dos muelas y ordenó a los soldados que apuntasen las piezas de forma que cubrieran toda la dormida zona que se extendía a sus pies. Los hombres cargaron sus carabinas "Starr", con el fin de no demorarse durante el ataque, y mataron el rato imaginando el botín del que podrían apoderarse cuando se desencadenara el asalto.
Con firme autoridad de experto estratega, Skimmerhorn dividió sus fuerzas en tres secciones. El centro, bajo su caudillaje, aguardaría hasta que los cañones hubiesen efectuado tres descargas contra los tipis, y entonces se lanzaría al ataque, desenvainado el sable, para abatir a cuantos indios se moviesen entre las tiendas, aturdidos y confusos. El flanco derecho, a las órdenes del capitán Tanner, en quien podía confiar, puesto que ya había combatido con los indios, trazaría un círculo por el este y avanzaría, lanzado en estruendosa carga, para disparar contra todo aquel que pretendiese escapar por aquella dirección. El ala izquierda planteaba algún problema, porque el mando de la misma lo desempeñaba el capitán Reed, oficial del ejército regular, y Skimmerhorn no estaba seguro de que fuese digno de su confianza.
— Capitán Reed -dijo el coronel en voz baja-. Quiero recordarle que su misión consiste en cubrir el flanco izquierdo. Ni un solo indio debe atravesar sus líneas.
— Comprendo, señor. ¿Estarán bien armados?
— ¿Armados? Son indios. Derríbelos a tiros.
— Lo que quise decir es si montarán un ataque en mi dirección.
— ¡Capitán Reed! Cuando los cañones empiecen a hacer fuego, se producirá un enorme caos. Desde el centro, confío en poder dominar la situación. Pero, inevitablemente, en medio del desconcierto, muchos indios emprenderán la huida hacia el punto donde se encontrará usted. Su tarea consiste en disparar sobre ellos… y matarlos a todos. ¿Entendido?
— Sí, señor.
A las cuatro de la madrugada, el coronel Skimmerhorn convocó a sus oficiales en el altozano donde esperaban los cañones. En tono solemne, manifestó:
— Caballeros, estamos comprometidos en una gran aventura.
Es mucho lo que está en juego. Si logramos la victoria, nuestra gloriosa nación se encontrará a salvo durante generaciones que aún no han nacido. Caballeros, Dios cabalga con ustedes. Valor.
En aquel instante, el abigarrado campamento situado abajo albergaba mil cuatrocientos ochenta y tres cheyennes y arapahos, distribuidos como sigue: catorce jefes, trescientos ochenta y nueve guerreros en edad de combatir, cuatrocientas veintisiete mujeres adultas, de edad superior a los dieciséis años, y seiscientos cincuenta y tres niños. Teóricamente, carecían de armas de fuego, pero en realidad contaban con unas pocas. Disponían también de unos cuatrocientos arcos, muchos de ellos inservibles porque escaseaban los tendones de ciervo, y aproximadamente dos mil flechas, gran parte de las cuales no estaban al alcance inmediato.
Aquella noche no había centinela alguno montando guardia, ya que eso se consideraba innecesario. Los indios se trasladaron al interior de aquel cul-de-sac obedeciendo la orden expresa del gobierno de los Estados Unidos, y se daba por supuesto que allí se les alimentaría y protegería. Por fin estaban en paz.
A las cuatro y media, un joven guerrero salió de su tipi para hacer aguas y, de acuerdo con la costumbre, miró en las cuatro direcciones, sin ver nada anormal. A las cinco, el jefe Rodilla Negra se dio media vuelta bajo el harapiento manto de piel de búfalo, le pareció oír un ruido por la parte de las muelas, pero volvió a dormirse.
A las seis y cinco, en el preciso momento en que la aurora empezaba a asomar por oriente, retumbó en la cresta situada entre las muelas una ensordecedora explosión y cinco balas de cañón acribillaron el campamento, matando a cuatro indios dormidos y mutilando a otros siete.
Águila Perdida fue el indio que, ante aquel ataque por sorpresa, reaccionó con mayor dominio de sí mismo. Estaba seguro de que se había cometido algún terrible error -alguna equivocación en las órdenes- y a él le correspondía enderezar las cosas. Ningún soldado norteamericano dispararía un cañón contra indefensos…
¡Crash! Una segunda andanada desgarró el campamento. Con manos temblorosas, Águila Perdida revolvió el interior de su bolsa, hasta dar con el azul uniforme de oficial. Tras ponérselo apresuradamente, se colgó del cuello el bronce con la efigie de Buchanan. Del lugar de honor, sobre la cabecera del lecho, tomó la bandera estadounidense que le había regalado el presidente Lincoln. Se puso el sombrero de copa alta y salió del tipi, en el preciso instante en que la tercera descarga de artillería surcaba destructora el campamento.
Vio a su alrededor hombres y mujeres que se tambaleaban a causa de las heridas y una muchacha cuyo costado derecho había desaparecido. Los tipis de dos jefes con los que podía contar estaban completamente pulverizados y los hombres muertos, junto con sus mujeres.
Circuló entre su pueblo, resueltamente, aconsejando:
— ¡Esperad! Averiguaré qué es lo que pasa.
Algunos jóvenes se le acercaron corriendo, para informarle de que al otro lado de la eminencia se ocultaban muchas tropas y, en cierto sentido, la noticia reconfortó a Águila Perdida, porque entre ellas se encontraría el comandante Mercy, quien sabría cómo corregir aquel espantoso error.
En aquel momento, el cuerpo central de tropas, al mando del coronel Skimmerhorn, descendió por la ladera que desembocaba desde las muelas y se lanzó a la carga sobre la masa de tipis. Centellearon los sables. Detonaron las pistolas. Un hombre armado de revólver disparó seis veces contra seis mujeres distintas, y mató a cuatro de ellas. Los caballos pisotearon niños, y soldados con teas encendidas empezaron a prender fuego a los tipis.
En medio de aquella confusión, envuelto por los gritos de terror, Águila Perdida permaneció erguido delante de su tienda, mientras agitaba la bandera norteamericana y gritaba en inglés:
— ¡Alto! ¡Esto es una equivocación!
El coronel Skimmerhorn le localizó entonces y juzgó que allí estaba el foco de la rebelión. Espoleó su montura y galopó hacia el anciano, al que lanzó un tajo con el sable, pero la hoja tropezó con la bandera y la desgarró, sin alcanzar al enemigo.
El coronel guió su montura en amplio círculo y volvió a cargar contra el anciano, que no cesaba de gritar:
— ¡Espere, coronel!.
De ninguna manera podía considerarse a Skimmerhorn experto espadachín y en esa ocasión no hizo más que destrozar el alto sombrero de Águila Perdida, por lo que el coronel se decidió a tirar de revólver, dispuesto a apretar el gatillo a menos de quince centímetros del uniforme azul, tan deseoso estaba de no fallar, pero entonces resonó un griterío en el flanco derecho y un ordenanza advirtió:
— ¡Coronel! ¡Ahí viene Tanner!
Por la ladera oriental descendía el rugiente Abel Tanner, seguido de sus hombres, de bien probada experiencia en la lucha con los indios. Irrumpieron en el campamento, sembrando muerte, cuchilladas y fuego. Jóvenes con niños en brazos, ancianas demasiado débiles para huir, guerreros que trataban de defenderse… todos fueron pasados a cuchillo por los sables de los hombres de Tanner.
Al contemplar el éxito que hasta entonces estaba teniendo su operación, el coronel Skimmerhorn tuvo la satisfecha certeza de que aquello iba a ser una de las más memorables victorias del Oeste. Sin embargo, por el rabillo del ojo observó con horror que una parte de su grandioso plan no funcionaba.
— ¿Dónde está el capitán Reed? -bramó.
Sus ordenanzas repitieron el grito.
— ¿Dónde está el capitán Reed?
Skimmerhorn se acercó presurosamente al capitán Tanner, que prendía fuego a los últimos tipis que quedaban.
— ¿Dónde está ese bastardo de Reed? -vociferó el coronel.
Verdaderamente, ¿dónde? El capitán Vincent Reed había nacido en la ciudad de Richmond (Virginia), hijo de un matrimonio norteño destinado allí por la compañía de telégrafos. Había estudiado en West Point y creía saber algo acerca de la guerra, después de haber servido a las órdenes del general Pope en su largo e inútil forcejeo con el general Stonewall Jackson. Aquellos hombres eran luchadores que permanecían frente al enemigo hasta que se disparaba el último proyectil, pero ninguno de ellos habría participado en semejante matanza.
Reed había situado sus tropas en la posición prevista. Estaba dispuesto para lanzarse al ataque y se colocó de forma que ocuparía la vanguardia cuando sus hombres desencadenasen la carga contra los jóvenes guerreros que amenazasen el flanco izquierdo. Pero comprobó que el enemigo carecía de armas, que ni siquiera tenían a mano arcos y flechas y que lo que se esperaba de él era que segase vidas de jovencitas y ancianas. Y entonces se rebeló automáticamente, sin aceptar más consejo que el de su propia conciencia.
— ¡La señal para lanzarse al ataque! -gritó un ordenanza.
— ¡Quietos!
— Capitán, ésa fue la tercera andanada. El coronel Skimmerhorn ya ha iniciado el asalto.
— ¡Quietos!
Mantuvo inmóvil el caballo, tensas las riendas, llenos sus ojos de lágrimas rabiosas. Se daba cuenta de que estaba haciendo algo imperdonable -desobedecía, frente al enemigo, una orden que había comprendido claramente-, pero no le era posible permitir que sus hombres participasen en aquella atroz carnicería, por lo menos mientras fuesen sus hombres.
— Maldita sea, capitán -chilló un sargento-. ¡Mírelos! Se escapan.
— Deje que se vayan, sargento -dijo Reed.
— ¡Mírelos! -aulló de nuevo el sargento-. ¡Son los que debíamos cazar!
— Mírelos -dijo el capitán Reed-. Mírelos, sargento.
Y los miraron y, a lomos de sus caballos, había en aquel momento hombres que durante el resto de su vida agradecerían haberse encontrado en aquella jornada a las órdenes del capitán Reed, y no a las del capitán Tanner, porque los indios que se escabullían rumbo a la salvación de los montes eran viejos, eran jóvenes, eran mutilados, eran muchachos con los brazos arrancados por los cañonazos… y entre todos ellos, no había ninguno que llevase arma de fuego, arco o flecha. Huían… El resto más lastimoso de fuerzas enemigas con el que jamás se hubiera enfrentado un contingente del ejército de los Estados Unidos.
No es agradable reseñar lo que hicieron aquel día los hombres de Tanner, pero no hay más remedio. La lucha continuó durante cierto tiempo, porque los contados guerreros que disponían de armas resistieron valerosamente. Para un indio no era nada extraño cargar contra una compañía completa, decidido a matar tantos blancos como pudiese, antes de que le derribaran los proyectiles de las pistolas. En los últimos instantes, sin embargo, la batalla consistió principalmente en carreras de los milicianos de Skimmerhorn, que atravesaban la pradera en persecución de algún indio solitario que logró filtrarse entre las líneas de los atacantes. Los pieles rojas eran derribados y rematados con el sable. Luego se les arrancaba la cabellera.
Trescientos ochenta y siete indios se suprimieron en aquella operación: siete jefes, ciento ocho guerreros, ciento veintitrés mujeres y ciento cuarenta y nueve niños; salvo a dieciséis de ellos, se les arrancó el cuero cabelludo a todos, incluidos los niños, porque los hombres querían trofeos para demostrar su victoria. Todos se vanagloriaron de la orden: "Nada de prisioneros." Un miliciano llamado Gropper anduvo revolviendo entre los montones de muertos, dedicado a efectuar atroces mutilaciones en los cadáveres.
— ¡Esto les enseñará a matar mujeres blancas! -gritaba mientras lo hacía.
Otros milicianos, oficiales y no oficiales, desenvainaron sus cuchillos y apuñalaron los cadáveres, hasta que los soldados del ejército regular les obligaron a dejarlo.
Mujeres y ancianos que trataron de escapar del interior de tipis en llamas fueron obligados a entrar otra vez, y cuatro que se rindieron voluntariamente acabaron degollados. La vieja esposa del jefe Águila Perdida encajó once balazos y sobrevivió; se mantuvo inmóvil entre un montón de cadáveres y ni siquiera emitió un gemido cuando uno de los hombres de Tanner le arrancó la cabellera. La cegaba la sangre que inundaba su rostro, pero continuó simulando estar sin vida y, por la noche, emprendió la marcha hacia el norte, mientras sangraba, no sólo por la cabeza, sino también por sus numerosas heridas.
Creyendo muerta a su esposa, Águila Perdida siguió agitando la bandera hecha jirones. Pasaban junto a él proyectiles y hombres con lanzas, a los que gritaba cada vez con menos vigor:
— ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esto es una equivocación!
Entre aquel pandemonium vagó hasta el sector mandado por el capitán Reed, y cuando los soldados vieron el uniforme estadounidense y la lastimosa figura que los llevaba, -un anciano tocado con extraño sombrero, de rostro surcado por profundas arrugas y ojos vidriosos incapaces de comprender-, le dejaron marchar.
Los hombres del capitán Tanner perpetraron sobre los niños indios los peores crímenes. Muchas de aquellas criaturas, naturalmente, habían perdido a sus mayores en los primeros minutos de la lucha y, mientras corrían despavoridos de un lado a otro, los soldados les alancearon. Algunos sobrevivieron momentáneamente, para ser rematados a tiros cuando intentaban huir a rastras. Varios consiguieron llegar a la pradera, donde pronto cayeron derribados por los caballos y, antes de haber dejado de respirar, les fue arrancada la cabellera. Sus cadáveres, quedarían allí, sin que nadie se preocupase de ellos, hasta que los devorasen los perros o los chacales.
Merced a algún milagro, dos chiquillos, un niño y una niña, escaparon a la muerte. Los llevaron a Denver y los exhibieron en teatros de vodevil, junto con las cabelleras de sus padres. Los hombres de Tanner capturaron a otros dos chiquillos, que también hubieran podido sobrevivir, a no ser porque, cuando los soldados les retenían, el coronel Skimmerhorn se acercó.
— ¿Qué estáis haciendo con esos niños? -preguntó, y al responderle los hombres que acababan de capturarlos, Skimmerhorn saltó-: Las liendres se convierten en piojos.
Y los soldados mataron a las criaturas.
En su victorioso regreso de la batalla, el coronel Skimmerhorn detuvo su expedición en la Granja de Zendt el tiempo suficiente para redactar el,comunicado que, posteriormente, se difundió de modo relampagueante por toda Norteamérica, para convertirle en un héroe formidable en una época en que las otras campañas tenían un desarrollo más bien calamitoso para la Unión:
Muelas del Crótalo (Territorio de Colorado)
30 de noviembre de 1864 A las seis y cinco de la mañana del día de ayer, en medio de densa nieve, tropas a mi mando desencadenaron un audaz ataque contra una numerosa concentración de guerreros indios que se reunían masivamente con vistas a la guerra generalizada contra el hombre blanco. Pillando al ejército indio por sorpresa, elementos de mis fuerzas lanzaron un ataque por tres flancos y obtuvieron una importante victoria sobre los salvajes. Nuestras tropas mataron cerca de cuatrocientos guerreros indios y en la operación sólo sufrieron siete bajas. Todos se comportaron con extraordinario valor, excepto una actuación deplorable, de la que trataré en un informe especial. Bravura excepcional desplegó el capitán Abel Tanner, que se enfrentó a los salvajes bajo un nutrido fuego, por lo que se le cita aquí elogiosamente. Los actos de heroísmo fueron demasiados para poder citarlos en la presente, pero las correspondientes citaciones se harán en su momento. Como resultado de esta resonante victoria sobre un enemigo salvaje, la paz queda garantizada en este territorio. El ataque resultó doblemente justificado merced a nuestro descubrimiento de diecinueve cabelleras de hombre blanco, que estaban en poder de los salvajes.
Prank Skimmerhorn
Coronel al mando de la Milicia de Colorado
En su comunicado, el Héroe de las Muelas del Crótalo pasó por alto, convenientemente, el detalle de que los verdaderos enemigos indios -el jefe Pulgar Roto, los hermanos Pasquinel y sus renegados- continuaban en libertad. Skimmerhorn había matado a las mujeres; de los guerreros se tendría noticia después, de forma terrible.
La nueva de aquella victoria llegó a Denver al día siguiente de la matanza, y cuando Skimmerhorn entró triunfalmente en la ciudad, considerables muchedumbres aguardaban allí para aclamar al hombre que acababa de salvar a Colorado, librándolo de los demonios rojos.
En los pocos años transcurridos desde la carrera del oro, Denver se había transformado en una atractiva población de tres mil quinientos habitantes, con médicos y agentes de fincas que rivalizaban por conseguir espacio para su negocio, tahonas y mercados cárnicos, y ciudadanos a los que alivió mucho saber que estaban a salvo de ulteriores amenazas indias. Las damas de Denver, vestidas de seda y brocado, invitaron a Skimmerhorn a diversas fiestas en sus hogares, mientras tres establecimientos de la calle de Blake obtuvieron favorable publicidad al concederle crédito, que el coronel utilizó liberalmente.
Se celebraron reuniones y agradecidos ciudadanos honraron con medallas a Frank Skimmerhorn. En St. John hubo un servicio especial de acción de gracias, durante el cual se elevaron preces y el coronel hizo uso de la palabra, expresándose con decorosa modestia. Habló de lo peliaguda que había resultado la batalla y del extraordinario valor de que hicieron gala el capitán Tanner y sus hombres, encargados del ala derecha.
En cuanto al flanco izquierdo, por todo Denver habían empezado a circular desagradables rumores, en el sentido de que el capitán Reed se comportó con algo menos que heroísmo, e incluso no faltaba quien dijese que había sido lo que se llama un cobarde, ni más ni menos. El capitán Tanner declaró a un periodista:
— Lejos de mi ánimo está la idea de poner en entredicho el valor de un oficial compañero de armas, pero cuando las balas empezaron a silbar, se había largado.
Los rumores se hincharon y algunos de los propios hombres de Reed comenzaron a decir que su superior se aterró ante el estruendo de los cañones y que había lágrimas en sus ojos. La cuestión tomó cuerpo cuando el coronel Skimmerhorn presentó acusaciones oficiales contra su edecán, solicitando un consejo de guerra: "Negativa a obedecer una orden lícita, cobardía frente al enemigo, conducta impropia de un oficial." A su regreso de Fuerte Leavenworth, el general Asher se encontró convertido en todo un héroe por haber colocado al coronel Skimmerhorn en un puesto de mando desde el que pudo zanjar la cuestión india "definitivamente", y al principio pensó en la posible conveniencia de un consejo de guerra público y de gran alcance. Eso sería muy popular en el territorio, que idolatraba a Skimmerhorn, pero el hombre acabó por llegar a la conclusión de que, con la Unión martirizada por la guerra, lo mejor sería dejar que el capitán Reed se retirase en silencio y soportara su desgracia lo mejor que pudiese. y ésa fue la orden del general Asher.
— ¿Qué debo hacer? -preguntó Reed al comandante Mercy y su esposa.
— Luchar hasta el último palmo de terreno -aconsejó Lisette.
— Sabemos que Skimmerhorn es un demente -dijo Mercy-, pero también es un adversario listo y la gente le respalda.
— ¡Lucha! -insistió Lisette. En vista de que Reed vacilaba, alegó-: Si permites que te echen ahora del ejército, Vincent, quedarás marcado como traidor. Puedes darte por acabado.
Fue Lisette quien planeó la táctica merced a la cual el país empezó a preguntarse qué había sucedido realmente en las Muelas del Crótalo. Se las entendía con un enemigo formidable, porque en los meses de diciembre y enero el coronel Skimmerhorn recorrió Colorado en plan de triunfante cónsul romano, pronunciando conferencias acerca de cómo tratar a los indios y dirigiendo servicios eclesiásticos durante los cuales recitaba largos sermones referentes al modo en que Dios castigaba a quienes, tras haber conocido su benevolencia, le volvieron después la espalda. En esas pláticas trataba con generosidad al capitán Reed, a quien presentaba como un joven que había servido bien a su país mientras estuvo desempeñando tareas burocráticas a las órdenes del general Pope, pero que se amedrentó al oír las detonaciones de la artillería de verdad, y esa pequeña condescendencia fue lo que perdió al coronel, porque Lisette Mercy había conocido al general Pope en una de las fiestas que la madre de la mujer daba en San Luis y le escribió para contarle que a su ayudante le estaban acusando injustamente de cobardía… Y, aunque despacio, los engranajes de Washington empezaron a rechinar.
El golpe más importante, sin embargo, lo descargó Maxwell Mercy. En febrero tropezó con un redactor periodístico y le contó que habían surgido serias dudas acerca del asunto de las Muelas del Crótalo… que el jefe Águila Perdida trató de rendirse, que en el campamento no se encontraron armas de ninguna clase y que los hombres al mando del capitán Tanner cometieron atrocidades.
La historia resultante desgarró el territorio de Colorado. Dos miembros de la milicia de Skimmerhorn azotaron al redactor del periódico y, a lo largo y ancho de la región, los dirigentes se manifestaron en defensa del coronel. Skimmerhorn alcanzó mayor popularidad que nunca e incluso obtuvo el aplauso nacional al ofrecerse voluntariamente para formar una milicia que expulsase de Utah a los indios.
Pero innúmeros y fastidiosos pequeños detalles empezaron a acumularse y, en marzo de 1865, el general Harvey Wade, un hombrecillo que no toleraba tonterías, se presentó en Denver, con cinco ayudantes, dispuestos a enjuiciar las graves acusaciones que se formulaban contra la conducta de ciertas tropas norteamericanas.
La ciudad, que había puesto al coronel Skimmerhorn en su corazón, se mostró fría hacia el menudo forastero cuya investigación podía menoscabar la grandeza de su héroe. El general Wade les pagó con la misma moneda.
— Ésta es una encuesta objetiva respecto a los acontecimientos que se desarrollaron en las Muelas del Crótalo el pasado mes de noviembre -anunció cuando el jurado estuvo reunido- y en particular respecto a la conducta, durante el combate, del capitán Vincent Reed, contra el que se han presentado los más graves cargos.
En el hotel Denver, a través de hábil interrogatorio, empezó a profundizar en las mismas que anegaban aquel triste asunto. Al cabo de dos días, tanto el general Wade como la junta estaban convencidos de que el general Laban Asher había actuado como hombre incompetente y moralmente débil. El vermonteño abandonó la sala de la encuesta convertido en oficial acabado y, al salir, hizo una pausa para mirar al comandante Mercy, que había augurado tal consecuencia.
El general Wade procedió acto seguido a interrogar a los Zendt.
— ¿Es usted medio india? -preguntó a Lucinda.
Cuando la mujer lo reconoció así, Wade indicó al tribunal que tuviese en cuenta aquella circunstancia a la hora de sopesar el testimonio de Lucinda.
Los Zendt explicaron la forma en que el coronel Skimmerhorn puso bajo arresto la estacada, para evitar que fuesen a avisar a los indios…
— Eso son hablillas, conjeturas de ustedes acerca de los motivos que le impulsaron a hacerlo.
Zendt enseñó la herida causada por el sable y Wade preguntó bruscamente:
— Reconoce usted que efectuó un movimiento hacia el coronel Skimmerhorn, ¿no es cierto? -y cuando Levi asintió, Wade dijo en tono cortante-: También yo le habría herido.
Pero cuando Levi repitió el insulto que Skimmerhorn le había lanzado, Wade no hizo ningún comentario.
Llamó a Maxwell Mercy y escuchó atentamente al comandante, mientras éste perfilaba paso a paso las locuras del coronel Skimmerhorn, pero al final formuló tres preguntas perjudiciales:
— ¿Es usted hermanastro de los Pasquinel? ¿Fue usted a entrevistarse con ellos antes de la batalla? ¿Quebrantó usted un arresto para hacerlo?
Al responder verídicamente a aquellas preguntas, Mercy deterioró su credibilidad ante la junta, y lo sabía.
Wade pasó entonces a la cuestión de la batalla en sí misma, donde el capitán Tanner demostró constituir un auténtico baluarte de apoyo. Declaró haber servido a las órdenes de muchos jefes, pero ninguno más estupendo que el coronel Skimmerhorn. Detalló los, planes de la batalla y se hizo lenguas de la heroica conducta del coronel. Señaló a dieciséis de sus hombres que podían corroborar su testimonio y, uno tras otro, fueron pasando por el estrado de los testigos y explayando la bravura de Skimmerhorn durante el combate.
A continuación, la ciudad de Denver proporcionó otra veintena de testigos, quienes declararon que, si hubo alguna desorientación en el mando, residió en el general Asher y nunca en el coronel Skimmerhorn, después de lo cual dos clérigos aportaron voluntariamente la información de que Skimmerhorn era hombre devoto, que había predicado en sus templos, hombre de absoluta y firme integridad.
La urbe en peso respaldaba a Skimmerhorn, y agricultores de las orillas del Platte se trasladaban también a Denver para prestarle apoyo, caso de que lo necesitase. Miembros de la milicia, que se consideraban tan procesados como su coronel, formaron un frente común, y flotaba en el aire la impresión de que la ciudad podía estallar si el general Wade y su comisión se atrevían a condenar a Skimmerhorn.
Zendt quiso saber por qué no les era posible pedir al general Wade que llamase al estrado al capitán Reed para que contase la auténtica verdad, pero Mercy señaló que Wade nunca permitiría a Reed testificar en contra del coronel, porque el propio Reed estaba encausado como cobarde, la acusación más grave que podía presentarse contra un oficial. Sólo Lisette Mercy mantuvo el convencimiento de que sería posible encontrar alguna grieta en aquella ridícula fachada.
Se encontraba en una tienda, comprando ropa, cuando oyó a una joven dependienta que decía a una amiga:
— Si quieren enterarse de la verdad, deberían preguntar a Jimmy. Dice que fue horrible.
Mediante un enorme esfuerzo de voluntad, Lisette pudo dominarse y evitar preguntas que hubiesen puesto al descubierto su interés. Corrió a casa y explicó a su marido lo que acababa de oír.
— Debemos averiguar quién es ese Jimmy -dijo Merey.
Y Lucinda volvió a la tienda y entabló conversación con la muchacha. Se enteró de que Jimmy era hermano de la dependienta, un joven miembro de la milicia, y que cuando contaba a su hermana lo que había visto había vomitado.
Encontraron a Jimmy Clark en uno de los barracones y cinco minutos de diálogo les convencieron de que era un joven de conciencia a quien lo que presenció en las Muelas del Crótalo estuvo a punto de trastornarle la cabeza. Informaron de su existencia al general Wade.
La declaración de Jimmy Clark conmocionó al tribunal y al país. Sosegadamente y con un alarde de considerable paciencia, el general Wade guió al nervioso muchacho, un arduo paso tras otro, interrumpiendo el interrogatorio cada vez que Jimmy se secaba los ojos o trataba de controlar la respiración.
— ¿Vio usted hombres de su unidad que utilizaban los sables sobre niñas que huían corriendo?
— Sí, señor, les vi atravesarlas con ellos.
— ¿Vio usted a hombres, cuyo nombre conoce, descargar sus revólveres frente al rostro de chiquillos?
— Sí, señor, cuatro veces.
— Nos habló sólo de dos.
— La otra ocasión fue cuando aquellos hombres habían capturado a dos niños y se les acercó el coronel Skimmerhorn, que les dijo: "Las liendres se convierten en piojos", y los hombres dispararon también contra el par de criaturas.
— Bien, la siguiente pregunta es de suma importancia, soldado Clark, y antes de que responda a ella quiero recordarle que está usted bajo juramento.
— Sí, señor.
— ¿Vio usted hombres de su comando que deambulaban entre los muertos, con cuchillos en la mano?
— Los vi.
— ¿Qué hacían?
— Cortaban los pechos a las mujeres.
El general Wade respiró profundamente y preguntó con solemnidad:
— ¿Vio usted soldados que cortaban los pechos a mujeres muertas?
— Una de ellas no estaba muerta, señor.
Clark empezó a marearse, pero sin que las náuseas pasaran a mayores, y el general Wade ordenó a un cabo que ofreciese al testigo un vaso de agua.
— ¿Vio usted, con sus propios ojos, vio usted a hombres de su unidad dedicados a arrancar la cabellera a indios muertos?
— Sí, señor, trajeron las cabelleras a Denver y las exhibieron junto con los dos niños. -Al observar que la revelación dejaba desconcertado al general Wade, Clark añadió-: En el teatro.
— ¡En un teatro! -rugió Wade-. Sargento Kennedy, ¿se exhibieron prisioneros indios públicamente en un teatro?
— Sí, señor -anunció un ordenanza-. En el teatro Apolo. A quince centavos la entrada.
— ¡Oh, Dios mío! -estalló el general, y la sesión de la encuesta se interrumpió por aquel día.
A la mañana siguiente, cuando Jimmy Clark apareció para continuar con su testimonio, costaba trabajo reconocerle. Era evidente que le habían propinado una paliza brutal. Sus labios presentaban varios cortes y tenía los ojos ennegrecidos. Un brazo le colgaba inerte a lo largo del costado. Cuando ocupó su sitio en el estrado, el general Wade le preguntó:
— Soldado Clark, ¿tiene Inconveniente en explicar a este tribunal qué le ha sucedido a usted desde la última vez que le vimos?
— Tuve un tropiezo, señor.
— ¿Tropezó?
— Sí, señor.
— ¿Eso es cuanto desea decirnos?
— Sí, señor.
— Taquígrafo, que figure en el acta la circunstancia de que el soldado Clark se presentó esta mañana con los labios partidos y los ojos morados -los dos-, con un verdugón cruzándole la barbilla y un brazo colgando inerte. No cabe duda de que tuvo un tropiezo.
Un silencio significativo se enseñoreó de la sala, en la que sólo pudo oírse el rasgar de la pluma.
— Sólo unas cuantas preguntas hoy -dijo luego el general Wade-. Durante el combate, ¿tuvo usted oportunidad de ver al jefe indio conocido por el nombre de Águila Perdida?
— Así es, señor.
— Díganos en qué circunstancias.
— Era hacia el final de la batalla, señor, y aquel anciano se dirigía hacia mí, y al principio pensé que se trataba de uno de los nuestros, porque llevaba uniforme del ejército, pero era un modelo antiguo, y entonces me di cuenta de que el hombre era un indio. Enarbolaba media bandera y llevaba alrededor del cuello una medalla de bronce, aproximadamente de este tamaño.
— ¿Cómo sabe que era una medalla?
— Porque, al verme, el anciano creyó que iba a disparar contra él y extendió los brazos así, con la bandera hecha jirones en una mano, y dijo: "Esto es una equivocación."
— ¿Vio usted también al jefe cheyenne llamado Antílope Blanco?
— Lo vi, señor.
— Explique al tribunal bajo qué circunstancias.
— Cuando Ben Willard y yo -Ben Willard es un guía mestizo- llegamos al centro de los tipis vimos a ese anciano, un hombre de unos setenta años. Puede que no lo crean, pero el indio estaba allí, erguido, con los brazos cruzados, mientras los soldados descargaban sus armas contra él. Y el hombre estaba cantando.
— ¿Cantando?
— Sí, señor, con voz potente. Le pregunté a Ben Willard qué era lo que cantaba y Ben me oyó y repuso: "Su canción de muerte", y el viejo. entonaba: "Sólo la tierra y las montañas, nada sobrevive, salvo la tierra y las montañas." Y entonces tres soldados se acercaron a él, le derribaron a tiros y uno de ellos le rasgó los pantalones y le cortó los testículos, y Ben Willard gritó: "¿Qué diablos estás haciendo?", y el hombre contestó: "Me agencio una bolsa de tabaco."
Esa declaración produjo otro silencio, al cabo del cual el general Wade carraspeó, como si estuviese a punto de desencadenar la parte crucial del testimonio.
— Tengo entendido que oyó usted al capitán Reed dar órdenes aquel día.
— Si, señor, tres veces. Yo estaba bajo el mando del capitán Tanner, quien se puso furioso al ver que Reed no atacaba. El capitán Tanner me ordenó: "Vete a comunicarle que se ponga en movimiento", y cuando llegué al puesto de mando de Reed, le dije: "Se espera de usted que se lance al ataque", pero el capitán Reed contestó: "Esos indios no tienen armas ni nada con que defenderse."
— ¿Qué dijo luego?
— "Quietos."
— ¿Eso es todo?
— Sí, señor, y permanecimos inmóviles.
— ¿Qué ocurrió la segunda vez?
— La lucha se encontraba aproximadamente en su mitad, cuando el capitán Tanner vio que algunas mujeres escapaban por un paso entre las rocas, así que me llamó y gritó: "Ve a decirle a ese maldito cobarde de Reed que se supone ha de impedir que huyan", de modo que atravesé el campo de batalla y le dije a Reed: "El capitán Tanner me ha ordenado que le recuerde que ha de cortar la huida a esas indias." Y Reed me contestó: "Déjalas que pasen."
— ¿Así lo hizo usted?
— Sí, señor. Y no quise continuar a las órdenes del capitán Tanner, por lo que me quedé con Reed, y al final del combate, cuando vimos lo que los otros soldados hacian a los cadáveres, el capitán Reed me preguntó: "¿Qué te ocurre, Clark?", y yo le dije: "Estoy mareado", y él añadió: "Todos nosotros deberíamos sentirnos mareados hoy."
El general Wade volvió de nuevo a carraspear y dijo en voz baja:
— Ahora, soldado Clark, a este tribunal le gustaría saber el motivo específico por el cual se sintió usted mareado.
El joven miliciano dirigía una mirada de desamparo al cuadro de oficiales que ocupaban la mesa y murmuró:
— Bueno, como dije…
— No, no lo ha dicho.
Clark apeló al general.
— No conozco las palabras… Quiero decir, las palabras apropiadas.
Wade abandonó su sillón de juez y, durante unos segundos, habló en voz baja con Clark. Después volvió a su asiento y explicó a los otros miembros del tribunal:
— Le he dicho las palabras que nosotros empleamos. -Luego se dirigió a Clark-: Díganos ahora por qué estaba usted enfermo.
— Bueno, señor, allí estaba aquel hombre, con un cuchillo muy afilado; miró a su alrededor, vio una india muerta y, con el cuchillo, le cortó las partes íntimas.
Un silencio de muerte cayó sobre la sala, hasta que la voz del general Wade preguntó en tono sosegado:
— ¿Qué hizo con ellas?
— Las puso en el pomo de la silla de montar, señor.
— ¿Cuántas veces repitió la operación?
— Se lo hizo a seis mujeres distintas.
— ¿Y usted lo vio con sus propios ojos?
— Sí, señor.
Aquella declaración parecía tan increíble que los miembros del tribunal se quedaron estupefactos. Por último, un joven coronel inquirió:
— Soldado Clark, ¿comprende usted en toda su amplitud el significado del juramento que prestó al principio de su testimonio?
— Perfectamente. Soy hombre devoto.
— General Wade, ¿puedo indicar a este hombre que repita su juramento?
— Ya se le tomó una vez.
— Me sentiría más tranquilo, dadas las circunstancias.
Así que Jimmy Clark volvió a prestar juramento y el joven coronel preguntó:
— ¿Vio usted mismo, personalmente, al coronel Skimmerhorn dirigirse a los soldados que retenían a la niña y al niño indios y le oyó ordenarles que mataran a las criaturas?
— No, señor. No dio la orden.
— En su declaración anterior, usted dijo que lo había hecho.
— No, señor, perdone, señor. Lo que dije fue que se acercó hasta los hombres y manifestó: "Las liendres se convierten en piojos", y después de eso fue cuando los hombres mataron a los chiquillos.
El testimonio de Jimmy Clark causó sensación en Denver, pero carecía de respaldo que lo corporeizase, por lo que el general Wade citó a todos los hombres que el día de la batalla estuvieron detrás del capitán Reed. Los primeros treinta milicianos se negaron a declarar o lo hicieron de modo evasivo, sin comprometerse, pero Wade llegó después a un grupo de soldados del ejército regular, quienes, no sin repugnancia, además de confirmar lo que Clark había dicho, añadieron espantosos detalles por su propia cuenta y uno de ellos incluso estalló en lágrimas, y el general Wade le preguntó en tono paternal:
— ¿Por qué no se adelantó, hijo, como el soldado Clark, para testificar en lo relativo a estos hechos? ¿Por qué me ha obligado a traerle aquí a rastras, como si fuese un criminal, y sacarle la verdad a la fuerza?
Con expresión aturdida, el hombre miró al general, se encogió de hombros, sumido en una confusión evidentemente penosa y dijo en un susurro:
— Creí que todo era un terrible error.
Concluyó la encuesta y el capitán Reed fue trasladado al Este, a una guerra más limpia, con una carta de recomendación por haberse comportado de acuerdo con los más altos niveles de conducta propios de la profesión.
El general Wade y el tribunal no tenían atribuciones para castigar a Skimmerhorn, que no era responsable ante el Ejército de los Estados Unidos, pero sí pudieron pronunciar una áspera reprimenda para el que se había atribuido personalmente la condición de héroe: En la historia militar, rara vez se ha producido un parte de guerra más mendaz y autopropagandístico que el redactado por el coronel Skimmerhorn en la Granja de Zendt, al día siguiente de su ataque contra una indefensa aldea india cuyos habitantes se encontraban desarmados y dispuestos a rendirse. Cada frase de dicho comunicado merece un análisis individual, pero cuatro de ellas bastarán para dar idea del carácter del conjunto. "Una numerosa concentración de guerreros indios" resultó ser un núcleo de cuatrocientos tres hombres en edad de combatir y mil ochenta mujeres y niños. "Enfrentarse a los salvajes bajo un nutrido fuego" significa que los hombres del coronel Skimmerhorn tenían carta blanca para acuchillar a voluntad, puesto que el enemigo contaba con muy pocas armas. La "bravura excepcional que desplegó el capitán Abel Tanner" quiere decir que a los hombres bajo su mando se les permitió cometer las más espantosas atrocidades de las que este tribunal tuvo jamás noticia. "La paz queda garantizada en este Territorio" significa que las praderas están ahora en llamas y hay guerra por doquier, provocada por la intemperante acción de este hombre. Comentario especial merece la última frase del comunicado, que es al mismo tiempo pérfida e imprecisa. Las diecinueve cabelleras de blanco utilizadas para justificar el ataque, han resultado ser sólo una, muy vieja y que posiblemente no sea de hombre blanco, y no queda muy claro si el calificativo de salvajes se refiere a los indios o a los propios hombres del coronel Skimmerhorn.
El informe, cuando llegó a la calle, despertó una furia ciega, y el sargento Kennedy tuvo que advertir al general Wade que no sería prudente para él aparecer en público, ya que se hablaba de ahorcarle, pero el menudo soldado apartó al que le avisaba e, intrépidamente, se dirigió al punto donde esperaban los caballos para el regreso a Fuerte Leavenworth, mientras recordaba a Kennedy que los individuos que pudieran desear colgarle estaban más acostumbrados a entendérselas con mujeres y niños que con un soldado dispuesto a descerrajarles un tiro si intentaban el menor movimiento.
No obstante, al día siguiente de la partida de Wade, uno de los partidarios de Skimmerhorn tendió una emboscada al joven Jimmy Clark y le mató de un disparo, a plena luz del día y en un cruce de la calle principal.
Unas sesenta personas presenciaron el asesinato y vieron con toda claridad al homicida que lo cometió -un buscador de oro que estaba sin blanca y al que le habían pagado quince dólares por el crimen-, pero nadie iba a declarar contra él. En tales circunstancias, hubo que poner en libertad al asesino. Le dieron bajo cuerda otros quince dólares y no se le volvió a ver nunca más.
El triste suceso tuvo escasa resonancia porque un huracán había empezado a desatarse en las praderas. Tras la matanza en las Muelas del Crótalo, el jefe Pulgar Roto, que había escapado a la muerte por haberse negado a entrar en la reserva, asumió el mando de las dos tribus, con Jake Pasquinel como lugarteniente, y el espíritu de desquite que animaba a aquellos hombres hacía inevitable el desastre.
El comandante Mercy partió de Denver con la misión de ofrecer a las tribus cualquier concesión razonable, a cambio de que depusieran las armas y aceptasen una paz permanente, garantizada por Washington, y un gélido día, en un tipi montado al norte del Platte, se reunió por última vez con los tres jefes superiores. En el primer encuentro, Jake Pasquinel estaba sentado en el centro, envejecido y surcado de cicatrices un rostro que no expresaba el más leve aleteo de esperanza. A su izquierda se encontraba Pulgar Roto, sumido en amargo odio. A la derecha de Pasquinel permanecía Águila Perdida, empequeñecido ahora, pero aún tocado con su extraño sombrero. ¡Qué lastimoso era el aspecto de aquellos hombres, confusos restos de tribus que otrora definieron y protegieron un imperio; cuán perdidos estaban en el tiempo y qué remota era la posibilidad de su rescate!
— Demuestras tener valor, al venir aquí -concedió Jake con amargura.
— Vengo con una última oferta… paz verdadera. Jake y Pulgar Roto se le rieron en la cara.
— ¡Lárgate! -saltó Pulgar Roto.
— Estoy avergonzado… -empezó Mercy.
— ¿Avergonzado? -estalló Pasquinel-. Centenares de muertos -ancianos y niños- y estás avergonzado. Mercy, márchate antes de que te matemos.
— ¡Lárgate! -repitió Pulgar Roto.
— Águila Perdida -recurrió Mercy en voz baja-, ¿no podemos…?
— Él no tiene voz ni voto -gritó Pasquinel-. Nos traicionó. Todo lo que dijo era mentira.
Mercy apartó a Jake y anduvo hasta el anciano jefe, pero no se pronunció una sola palabra, porque Águila Perdida sólo tenía lágrimas… había pasado el momento de las palabras.
— ¿No podemos hablar razonablemente? -suplicó Merey, pero Pulgar Roto no se dignó contestarle.
Era Jake quien hablaba ahora en nombre de los indios.
— Habrá guerra… y asesinatos… e incendios… a todo lo largo del Platte.
— ¡Oh, Dios! -protestó Mercy, próximo a las lágrimas-. Esto no debe acabar así.
— Lárgate -dijo Pulgar Roto, y llamó a unos guerreros para que echasen de allí al comandante.
Pero Mercy logró desasirse, regresó ante Jake, le tomó las manos y dijo:
— Esto debería acabar de otro modo…
Jake le contempló, impasible, y declaró:
— Desde el principio estuvo destinado a concluir de esta manera.
Y los guerreros se llevaron a Mercy a la fuerza.
Las dos tribus se desbocaron, saqueando, incendiando y ganándose tardíamente la designación de salvajes. Capitaneados por Pulgar Roto o por Jake, los indios cayeron sobre granjas carentes de protección y exterminaron todo lo que tenía vida, incluidas las aves de corral.
Destruyeron la pequeña colonia de Julesburg e invadieron el fuerte militar establecido más al oeste, junto al río. La del South Platte se convirtió en una región donde imperaba el terror, donde los asaltos sangrientos se sucedían jornada tras jornada.
Quedaron también cortados los cables telegráficos, de forma que a Denver no llegaba noticia alguna, y la diligencia dejó de circular, porque por dos veces fue detenida y muertos todos los pasajeros.
Un fotógrafo de Denver se acordó de un retrato que había tomado de los hermanos Pasquinel y se distribuyeron por todo el Oeste carteles en los que aparecían los ceñudos mestizos, vestidos con indumentaria india -Jake con una lívida cicatriz en el rostro, Mike esbozando una sonrisa diabólica- y, del Atlántico al Pacífico, potenciales lectores esperaban ávidamente las últimas noticias acerca de las depredaciones de los "Monstruos Mestizos de las Praderas".
Por último, la carnicería adquirió tan desenfrenadas proporciones que se envió desde Omaha un destacamento militar para acabar con los hostiles. Las tribus se dividieron en dos grupos. Uno, conducido por Águila Perdida, se rindió al ejército en Fuerte Kearney; otro, acaudillado por Pulgar Roto y los Pasquinel, remitió. a Omaha un mensaje en el que manifestaban que lucharían hasta la muerte.
En una enconada batalla, los soldados cerraron sobre Pulgar Roto, y aunque el jefe indio pudo haber escapado por e! Platte, prefirió jugárselo todo en un terreno que tanto tiempo llevaba defendiendo. Con siete tenaces guerreros, luchó hasta que las balas acribillaron la zona y entonces se irguió y, con los brazos levantados al cielo, inició su cántico: "Sólo las montañas viven eternamente, sólo los ríos fluyen todos los días." Se apoderó de los rifles que pudo, arrancándoselos a los cadáveres que le rodeaban, y estuvo disparando metódicamente hasta que nueve balas le atravesaron el pecho.
Los hermanos Pasquinel escaparon con vida de aquel combate, y un grito general se elevó en todo el país, liberado de la preocupación de la Guerra Civil: "Hay que matar a los monstruos." Y una curiosa situación se produjo entonces. El coronel Skimmerhorn se aprestó voluntariamente a reclutar una milicia formada por sus antiguos partidarios.
— ¡Seguiremos a esos bellacos aunque su sendero conduzca al mismísimo infierno! -proclamó.
Y hombres de todos los puntos del territorio se manifestaron deseosos de cabalgar de nuevo con él. Denver en peso le aplaudió, cuando dijo:
— ¡Nuestra expedición de castigo saldrá mañana de la Granja de Zendt!
Su estrategia inicial fue draconiana. Distribuyó equipos a lo largo de quinientos kilómetros del Platte, aguardó la llegada de los días secos y ventosos, y entonces procedió a prender fuego a la pradera, creando un incendio tan extenso que abrasó todo el forraje, desde el Platte hasta casi el Arkansas. Un denso manto de humo flotó sobre toda la región y, en una superficie de miles de kilómetros cuadrados, la vida silvestre se vio amenazada. Fue uno de los peores desastres que haya sufrido jamás el Oeste, y no sirvió de nada.
Los indios vencidos ya estaban en la reserva. Los hermanos Pasquinel y sus renegados sabían deslizarse entre las llamas, de modo que, mientras Skimmerhorn prendía fuego a las praderas, los pieles rojas recorrían destructivamente el Platte, incendiando granjas y arrancando la cabellera a sus habitantes.
Pero, finalmente, Skimmerhorn fue apretando el cerco, dejando a los Pasquinel un terreno para maniobrar cada vez más reducido, y una fría mañana, junto al Platte, a unos treinta kilómetros al este de la Granja de Zendt, un destacamento de la milicia sorprendió a Jake y le inmovilizó los brazos antes de que tuviese tiempo de descerrajarse un tiro. Se despacharon rápidamente emisarios, que fueron a comunicar al coronel la formidable noticia:
— ¡Jake Pasquinel ha caído prisionero!
Skimmerhorn llegó al lugar de la escena a las dos de la tarde y, en cuestión de diez minutos, organizó un, consejo de guerra sumarísimo.
— Culpable -pronunciaron los hombres unánimemente.
Y ningún veredicto más justo había sido emitido nunca en el Platte.
Dos hombres lanzaron una soga por encima de la rama de un árbol, ataron el extremo de la cuerda alrededor del cuello de Jake Pasquinel y tiraron para dejarlo suspendido en el aire. El nudo estaba mal hecho y, durante un espacio de tiempo increíblemente prolongado, el mestizo se contorsionó y agitó las piernas, estrangulándose despacio mientras los milicianos lanzaban gritos jubilosos.
La noticia de lo sucedido llegó aquella noche a la Granja de Zendt, y Levi tomó una pala, ensilló un caballo, dio un beso de despedida a Lucinda y cabalgó hacia el este, para bajar el cadáver y enterrarlo. En cuanto se supo en la región lo que Levi había hecho, la gente de Skimmerhorn se indignó, al considerarlo una censura a su triunfo, y les encolerizó tanto que un hombre de squaw procediese de aquella forma, que se precipitaron tempestuosamente sobre el recinto de la empalizada y prendieron fuego al lugar.
Zendt observó imperturbable cómo las llamas consumían su casa y luego pasó por la amarga experiencia de que cuatro de sus vecinos le diesen con la puerta en las narices, antes de encontrar uno dispuesto a concederles albergue para aquella noche a Lucinda y a él.
Sólo Mike Pasquinel sobrevivía ahora, convertido en un mestizo regordete, de cincuenta y cuatro años, con plena conciencia de que ya no existía esperanza de ninguna clase. Manteniéndose en los matorrales que crecían en la orilla del Platte, se trasladó al punto donde su hermana había vivido y, al ver las cenizas de la estacada, supuso que Lucinda y toda la familia estaban muertos. Pero permaneció oculto por allí y, por último, vio a Levi Zendt y a Lucinda, que buscaban entre las ruinas lo que pudiesen salvar.
Cautelosamente, Mike Pasquinel se dio a conocer y, con idéntica cautela, Levi y Lucinda trataron de aconsejarle.
— En este pueblo, acabarás siendo capturado -razonaron-, así que lo mejor es que te entregues.
— ¡No! -rechazó,Mike la idea-. Procuradme dos armas. Lucharé hasta el final.
— Mike -suplicó su hermana-, pongamos fin a tanta muerte.
Durante unos breves segundos, Mike pareció vacilar.
— ¿Me ahorcarán? -preguntó.
Lucinda no se atrevió a aventurar una respuesta y se volvió hacia Levi, que articuló sosegadamente:
— Creo que sí.
— ¡No! -protestó Lucinda-. No ahorcaron a aquellos tres que se rindieron en Nebraska.
— No eran Pasquinel -repuso Mike, y la amargura anterior volvió a dominarle-. Me esconderé detrás de esa tapia. Acabaré con una decena, antes de que me acribillen.
Fue Levi quien tomó la decisión:
— No te daremos armas, Mike. Vas a entregarte ahora. Aquí viven personas decentes que se encargarán de proporcionarte un juicio justo.
De modo que prepararon tres banderas blancas con las enaguas de Lucinda, las ataron a sendos palos y, con ellas enarboladas, avanzaron despacio por la única calle de la aldea.
— ¡Rendición! ¡Rendición! -gritaron Levi y Lucinda-. ¡Traemos a Mike Pasquine!!
Cuando pasaron por delante de las oficinas del Clarion, retumbó un disparo y Pasquinel se desplomó. El coronel Frank Skimmerhorn, que desde la ventana del Clarion había observado todos los pasos de aquella rendición, le acababa de descerrajar un tiro por la espalda. Testigo presencial de la escena, el director redactó su versión del hecho: ¡Reivindicado! El coronel Frank Skimmerhorn, que en los últimos meses ha venido soportando innumerables injurias por parte del sector pusilánime de nuestra población, quedó reivindicado totalmente ayer por la tarde, cuando abatió de un solo tiro al último Pasquinel, en el momento en que el mestizo, insolentemente, trataba de cometer nuevos pillajes en esta ciudad. El coronel Skimmerhorn ya puede colgar las armas.
Una vez eliminada la amenaza representada por los hermanos Pasquine! y Pulgar Roto, las autoridades buscaron una auténtica paz. Cayeron en la cuenta de que en el comandante Mercy tenían a alguien que entendía a los indios y que posiblemente fuera capaz de poner orden en el caos de los últimos meses. Según tal idea, le enviaron al norte para que se entrevistase con Águila Perdida y los contados supervivientes que, una vez más, estaban acampados en el fatal paraje próximo a las Muelas.
Cuando Mercy vio al anciano -encorvado, recusado por su pueblo, pero dispuesto todavía a recomponer alguna clase de paz con el hombre blanco-, tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarse y evitar que las lágrimas afluyesen a sus ojos, porque Águila Perdida se presentó con un fragmento de la bandera que Abraham Lincoln le había entregado y con la medalla de Buchanan colgada del cuello.
— ¿De verdad mataron a tiros al señor Lincoln? -preguntó el anciano.
— Así fue -dijo Mercy.
— Lo lamento por todos los hombres buenos que caen asesinados -declaró Águila Perdida.
Su esposa apareció en aquel punto. Se había recuperado milagrosamente de las heridas, aunque su cabeza estaba cubierta de cicatrices, consecuencia de haberle sido arrancada la cabellera. A diferencia de su marido, daba muestras de tener la moral bastante alta.
— Aquel día, Hombre Superior velaba por mí -dijo.
Y procedieron a perfilar los nuevos planes mediante los cuales los arapahos y cheyennes supervivientes recibirían mantas y alimentos.
— Os debemos mucho -dijo Mercy.
Y, como prueba, ordenó que se trasladaran desde la Granja de Zendt varias carretas con suministros; los soldados descargaron víveres, y Águila Perdida manifestó ante su consejo:
— ¡Mirad! ¡Ha amanecido realmente un nuevo día!
Cuarenta y ocho horas después, cuando el comandante Mercy regresaba a Denver, matones de la disuelta milicia del coronel Skimmerhorn, que estaban esperándole le atacaron, llamándole "amigo de los indios", y le propinaron una paliza tan brutal que Mercy permaneció varias horas tendido en la calle, antes de poder reunir fuerzas suficientes para arrastrarse hasta su casa.
Lisette le oyó tantear en los peldaños de la entrada y bajó corriendo para rodearle con sus brazos y tirar de él hasta el interior de la casa. La mujer no lloró, ni se dejó dominar por el pánico. Con delicado tacto, le quitó los trozos de piel rasgada y le lavó las heridas. Le ayudó a meterse en la cama, le preparó un caldo que el hombre no pudo tomar por culpa de los dañados labios, y después de hacer cuanto le fue posible con bálsamos y ungüentos, manifestó en tono desafiante:
— A pesar de todo, Maxwell, hicimos lo que era justo. Y, con tal certeza, el hombre se quedó dormido.
Advertencia a los redactores de US: Ya saben, puesto que ustedes la enviaron, que Carol Endermann pasó el último fin de semana en Centenario, donde me informó de lo satisfechos que están por lo bien que marcha el trabajo, aparte la desilusión que les produce el hecho de que les mande tan escasas citas brillantes y generalizaciones sumarias. Me dio tres ejemplos de la clase de artículo que habían esperado que les proporcionase, textos que crean el espejismo de que sitúan al lector en el núcleo central del problema: Los indios triunfaron en su ocupación de la gran pradera porque fueron capaces de armonizar su limitado espacio psicológico interior, enclaustrado por la ignorancia y la superstición, con el ilimitado espacio físico exterior que los circundaba; por su parte, el hombre blanco fracasó en el intento de dominar la pradera porque no fue capaz de armonizar su ilimitado espacio interior, redimido por los descubrimientos científicos y la liberación religiosa, con el limitado espacio exterior, que había reducido a proporciones manejables, mediante la rueda, la carreta, la carretera, el tren y el fuerte permanente.
Si un estudiante no graduado en el que hubiese depositado mi fe me presentara un texto así, yo escribiría al margen: "¿Rimbombante, no?" Si lo hiciese un graduado prometedor, le anotaría: "Pretencioso." Si lo contuviera un docto periódico, en un artículo que me encargasen que, revisara, yo escribiría: "El profesor Bates nos ofrece un silogismo artificioso, cuyas dos proposiciones son falsas y cuya conclusión es vacía." Y si lo expusiera un colega de confianza, me limitaría a decirle: "Basura." El indio fue liberado por su descubrimiento del caballo, pero al carecer de filosofía básica que le aleccionase respecto al empleo de dicho animal, permitió que le condujese, en retroceso, a una servidumbre mayor que la que había conocido cuando su única máquina era el travois tirado por perros.
Esto es lo que llamamos iridiscencia sin iluminación. No fue el empleo erróneo del caballo lo que arrastró al indio a la derrota; fue la llegada del hombre blanco, montado en el caballo de hierro, superior al de carne y hueso. Pero ahí vaya parar, obrando por mí mismo, y tan neciamente irisado resulta cuando lo hago yo como cuando lo hace otro. El gran misterio de la historia de los indios no es su génesis, que cada día está más clara, ni su sometimiento supino al hombre blanco, que constituye su gran vergüenza, sino el hecho de que no pudo adaptarse, mientras que el esclavo negro sí se adaptó. Éste es el motivo por el cual vemos hoy al antiguo esclavo ocupando una posición de dominio espiritual, mientras que el indio se ha convertido en el esclavo. Creo que la razón de ello reside en el punto de origen. El indio no se trajo consigo, de Asia, ni cultura ni religión, en tanto que el negro vino de África con ambas cosas… una cultura rudimentaria y una religión equivocada, lo que no es óbice para que constituyesen una estructura sobre la que edificar y una base desde la que pudo aprender a operar en un espacio de tiempo relativamente breve.
Esto es especulativo. Curioso. A veces genera un concepto aprovechable y tiene un valor enorme si uno está encargado de escribir una columna diaria para una agencia y tiene la obligación de parecer más listo que sus lectores y que los redactores locales. Pero no es más que un juego; en muy raras ocasiones produce algo sólido y es intelectualmente indecoroso. Peor aún, el ejemplo dado constituye puro racismo.
Mi acusada aversión hacia esta clase de escritos procede del período durante el cual serví en el ejército por tierras de Corea. Yo estaba al cargo de un alojamiento utilizado por corresponsales de prensa, tanto de periódicos como de revistas y de emisoras de televisión, y todos los viernes el enviado de una importante revista trasladaba al bar su máquina de escribir y gruñía:
— Bueno, de nuevo ha sonado la hora, muchachos…
Y tecleaba el atrevido principio: "Así que, este fin de semana, el mundo libre puede estar seguro de una cosa… " Entonces nos sentábamos todos a su alrededor y nos esforzábamos en determinar la clase de pasmosa verdad con la que el mundo libre había tropezado aquella semana. Cada uno de nosotros echaba a la tolva su más rutilante vaguedad y, por último, alguna tendencia eje se destacaba y el corresponsal se dedicaba a desarrollarla. Siempre quedaba de primera y, al publicarse en la revista, parecía que sólo los redactores de aquella publicación estaban en contacto con el infinito.
Pero al cabo de dos semanas, si uno volvía la mirada sobre el sísmico descubrimiento de la quincena anterior, se daba perfecta cuenta de lo vacío que era, de lo enormemente fuera de lugar que resultó y, casi siempre, de lo erróneo que fue. La historia despliega sus reveladoras manifestaciones a un ritmo algo más majestuoso y en la mayoría de las ocasiones no nos percatamos de que se están produciendo.
Lo lamento. No me es posible escribir del modo que ustedes quieren que lo haga. Tal como concibo mi trabajo, se trata de situar los confusos datos históricos de manera que ocupen un orden formal, lo más interesante posible y que permita al usuario deducir por sí mismo las brillantes y engañosas generalidades que prefiera. Me gustaría tener la certeza de que de mis trabajos empezará a desprenderse cierto resplandor, despacio y, desde luego, sin llamaradas espectaculares, y supongo que ése es el caso de mis dos libros anteriores, que no constituyeron, al principio, ningún éxito de venta, pero que los eruditos y estudiosos comienzan ahora a citar.
¿No sería mejor que me permitiesen seguir presentando mi material en la forma que tengo por costumbre y pasárselo después a Carol, una joven endiabladamente lista, para que fuese ella quien inyectara la clase de esponjosas conclusiones que ustedes desean? Carol puede hacerlo y yo no.
En las líneas precedentes no hay sarcasmo alguno. Porque comprendo que, de haber existido la revista a la que aludo durante el período sobre el que escribo en el presente capítulo, podría haber publicado los dos párrafos siguientes, cada uno de los cuales hubiese constituido una estupenda predicción: Y así, al cerrarse el año 1861 con el descubrimiento de ricos depósitos auríferos en el Valle Azul de las Rocosas, todas las personas relacionadas con el problema indio saben con certeza una cosa: que es imprescindible arrebatar de nuevo a los indios las tierras fértiles en mineral que se les cedieron a perpetuidad mediante el Tratado de Fuerte Laramie de 1851, y que cuanto antes se proceda a la reclamación, tanto mejor será para el hombre blanco… y para los indios. Y así, cuando el año 1864 está a punto de concluir, ensangrentado por la matanza de las Muelas del Crótalo, todo hombre razonable saca la deducción de que hay que exterminar a los indios, ya que se ha demostrado que es imposible cualquier clase de coexistencia. Dentro de seis meses, la sangre correrá por las praderas y habrá que borrar del mapa a los indios o expulsarlos del suelo de Colorado, y la culpa será suya, porque se niegan obstinadamente a vivir como vive el hombre blanco, y eso no puede tolerarse.
La prensa. Es posible que deseen conceder alguna atención a Peter Held, editor del Zendt's Farm Clarion. Hijo de un impresor alemán y de una inglesa maestra de escuela, nació en Connecticut, desde cuyo lugar, con una prensa de imprenta "Columbian", se trasladó sucesivamente a Pittsburgh, Cincinnati, Franklin y Saínt Joseph, y publicó periódicos en cada uno de dichos núcleos de población. Fervoroso abolicionista, más por motivos económicos que por razones sentimentales, ya que albergaba el convencimiento de que la esclavitud no era rentable, vio a través de una neblina de alquitrán y plumas, en Saint Joseph, cómo los propietarios de esclavos arrojaban la prensa al Missouri. Peter Held la recuperó del agua y la transportó a lo largo del Platte, hasta la Granja de Zendt, donde publicó uno de los más vigorosos diarios del Territorio de Colorado. Su violenta animosidad contra los indios tenía la raíz en el hecho de que, durante el penoso peregrinaje por la orilla del Platte, los kiowas atacaron a la caravana y el hijo menor de Peter Held resultó muerto.
Hombre del "destino manifiesto", abogaba porque los Estados Unidos entrasen en guerra con Gran Bretaña, por Oregón; con México, por las tierras situadas al oeste de Texas; con Francia, por las islas del Caribe; con Rusia, por Alaska, y con España, por casi cualquier cosa. Veía claramente que estaban en movimiento irresistibles fuerzas de nacionalismo, las cuales acabarían por impulsar colonos norteamericanos a todos los rincones del continente, y pregonaba que, cuanto antes ocurriese, tanto mejor.
En las acongojantes guerras ovejeras, se manifestó, naturalmente, partidario del exterminio de los criadores de ganado lanar, pero en la batalla por la libre acuñación de plata se puso al lado del débil, ya que se daba cuenta, mejor que la mayoría de sus conciudadanos, de que el Oeste estaba siendo estrangulado por los banqueros y magnates ferroviarios del Este, que mantenían a la nación aferrada al patrón oro. Era hombre poco agraciado, arisco y vengativo, que de buena gana falseaba las noticias en beneficio de sus propios fines preconcebidos. Puede que no les seduzca mucho presentarle como ejemplo distinguido y selecto del director de periódicos del Oeste, pero hubo muchos como él.