SHERIFF BAGLEY
Dumire permitió que el chico le siguiese pradera adelante, camino de la estación y, aunque el sheriff no era alto, parecía investido de tal autoridad que su figura grabó en la mente de Philip la imagen de cómo debía ser el aspecto de un hombre: limpio, duro, desprovisto de adornos. Durante su vida entre bastidores, Philip había visto pocos hombres como aquél.
El tren número 817 se detuvo en la estación; Dumire subió al convoy. Philip le vio, con las manos sobre los revólveres, hablar con un viajero que iba sentado. Al cabo de un momento, Harvard Joe, mucho más alto que Dumire, se apeó del tren obedientemente y se dejó conducir por las calles principales de Centenario hasta la cárcel.
Philip esperó al sheriff en la oficina y, cuando el valeroso hombrecillo de Kansas regresó, el chico dijo con radiante afecto:
— Sabe usted manejar esas armas.
— No se trata de los revólveres -repuso Dumire-. Es cuestión de saber qué ha de decirse, para no necesitarlos.
En aquel momento, un hombre al que Philip conocía como su casero, el señor Gribben, entró en el despacho y preguntó:
— ¿Puedo hablar un momento con usted, sheriff?
— No faltaba más -dijo Dumire.
— ¿A solas?
Dumire indicó a Philip que debía marcharse y el chico lo hizo, no sin antes dirigir a Gribben una mirada curiosa, durante los segundos previos a su desaparición por la puerta.
— Quiero tratar con usted, Axel, sobre un asunto muy feo.
— Los asuntos a menudo son feos.
— Deseo advertirle respecto a algo, pero tengo que señalarle, primero, que bajo ninguna circunstancia presentaré una denuncia oficial.
— ¿Sólo información?
— Exacto.
— ¿Porque los hechos le dejarían en ridículo?
— Así es, en efecto. Sheriff, los Wendell se dedican a poner en práctica el timo del apaño.
Era la pista que Dumire llevaba tiempo aguardando. Si los Wendell tenían en marcha un timo del apaño, todo quedaba claro.
— Hábleme de ello.
— Le puedo contar mi propio caso -expuso Gribben-. Y aludir a otros dos o tres posibles que he estado observando, aunque tal vez me equivoque en lo que a ellos respecta.
— Se encontró usted con la dama en una de las reuniones sociales -sugirió Dumire-. Ella le dio las gracias por la cesión de la casa. Se le arrimó en plan de darle coba. Y luego oyó usted decir al señor Wendell que se veía obligado a tomar el tren nocturno, para trasladarse a Denver.
— ¿Cómo se ha enterado?
— La pirula del adulterio sólo funciona así. La esposa pone cachondo al pardillo, el marido dice que tiene que ausentarse de la ciudad, la supuesta facilona se las arregla para atraer a su casa a la víctima y, cuando el tenorio se ha quitado los pantalones y la hembra "conquistada" está acabando de desnudarse, irrumpe allí el ultrajado esposo, enarbolando un revólver. ¿A cuánto ascendió el chantaje?
— La casa.
— ¿La qué?
— La casa. El reverendo Holly argumentó que, puesto que estaba deshabitada y los Wendell eran una familia cristiana, mi deber… Ya conoce usted a Holly. Bueno… llegaron a esto. Ahora, la casa es de ellos.
— ¿Se ha vuelto usted completamente idiota?
— Se trataba de la casa o un escándalo, y mi mujer…
— ¿Les ha traspasado la propiedad de la casa?
— Sí. Fui a Greeley con ellos y puse la escritura a su nombre. "Por un dólar y otros valiosos servicios." El miserable hijo de zorra me entregó el dólar delante de testigos. De modo que ahora les pertenece.
— ¿Qué quiere que haga? ¿Que los arreste?
— ¡Por Dios, no! -exclamó Gribben-. Mi hija va a casarse. Quiere que canten en su boda.
— Entonces, ¿qué quiere que haga?
— Que los vigile. Que los pille con las manos en la masa. Y que los eche de la ciudad.
Dumire reflexionó durante un momento y luego quiso saber:
— ¿Participaba también la señora Wendell en el asunto? Quiero decir… naturalmente, ella era el gancho, ¿pero actuaba como compinche convencido?
— ¿Ella? Rayos, a su consorte le temblaba tanto el revólver en la mano que yo hubiese podido zanjar la cuestión con cincuenta pavos. Fue ella quien impuso lo de la casa, la que llevó la voz cantante en las negociaciones. Tiene cerebro. -El señor Gribben meditó, antes de añadir con voz titubeante-: ¿No se percató de la forma en que me miraba el chico cuando entré aquí? No me extrañaría que estuviese también metido en el ajo.
Lo estaba. Pero no en la forma que sospechaba el señor Gribben. La noche en cuestión, le había despertado de su sueño una voz extraña, como otras que oyó en noches anteriores, se puso a atisbar por un resquicio de la puerta y vio a su madre desabotonar los pantalones del señor Gribben y dejar luego que el hombre le desabrochase la blusa. Se imaginó lo que iba a ocurrir a continuación, salvo que, en el momento crítico, su padre entró en la estancia, hecho un basilisco, y empezó a blandir una pistola y a declamar una vehemente perorata acerca del honor. Se produjo una larga discusión, mientras el señor Gribben se afanaba en ponerse de nuevo los pantalones y se enredaba con las perneras. Hablaron de una casa, tal vez aquella en la que estaban viviendo y, cuando el señor Gribben se marchó, entre maldiciones dirigidas al matrimonio, el padre de Philip se derrumbó en una silla y dijo con voz ronca:
— No podemos seguir con esto, Maude. Es demasiado peligroso.
Pero la madre bailó por la habitación, tocó las paredes y exclamó:
— ¡La clase de casa que siempre he deseado!
Asimilar lo que Philip había presenciado hubiera podido resultar nefasto para un niño de diez años. La escena amorosa de su madre con el señor Gribben hubiera podido representar un trauma terrible, y la exhibición del padre con el revólver hubiera angustiado a cualquier chico, pero a Philip sólo le afectó parcialmente, ya que lo sucedido no era más que una ampliación de las obras que la familia escenificaba. Ello quedó confirmado cuando examinó la pistola que empuñaba su padre: era de la compañía teatral y su gatillo producía un chasquido muy aparente, pero al arma le faltaba el percutor. Y las palabras que el padre del muchacho pronunció, tras irrumpir en el cuarto, no eran auténticas. Philip las conocía bien; incluso podía recitarlas, ya que figuraban en el libreto de una obra que representaron en Minnesota, un dramón en el que Philip interpretaba el papel de niña y se aferraba a las faldas de su madre, en el momento en que Mervin Wendell entraba de rompe y rasga en la habitación y se ponía a gritar: ¡Vergüenza, vergüenza! ¡Mi honor mancillado! No soportaré esta desgracia ni un minuto más. ¡Acabaré con el hombre causante de mi deshonra!
El ridículo parlamento no presentaba ninguna dificultad para Philip, pero aquella noche no pudo pegar ojo. Comparó al sheriff Dumire con su padre, con Mervin Wendell, y llegó a la conclusión de que prefería los hombres que llevaban revólveres de verdad y que no amenazaban a gritos con utilizarlos, sino que los empleaban cuando tenían que hacerlo. También le gustaban los hombres que hablaban con palabras de cosecha propia… con locuciones que les salían del fondo de su sinceridad.
Consecuentemente, en los días que siguieron, se mantuvo aún más cerca del sheriff. No le gustaban los hombres como el señor Gribben. Deseaba ser como el sheriff Dumire, que se erguía con dignidad, y el señor Gribben presentó una figura risible, saltando a la pata coja por la habitación, enredado en los pantalones, al tiempo que gritaba: "¡No dispare! ¡No dispare!", como si el viejo revólver hubiese estado alguna vez en condiciones de disparar.
Tras la visita de Gribben, el sheriff adoptó una actitud todavía más amistosa y manifestó un interés más profundo hacia Philip y su familia. Quiso saber qué comían, dónde compraban las cosas, y el chico se lo dijo. Dumire deseaba enterarse, particularmente, de si los padres de Philip habían tenido alguna vez invitados, hombres que fueran a cenar, o algo así.
Y sobre ese punto, Philip se abstuvo de dar explicaciones. Sabía que el señor Gribben y otros hombres habían acudido a la casa, pero daba por supuesto que eso era secreto familiar y no asunto del sheriff Dumire. De modo que, cuando le fueron formuladas tales preguntas, se hizo el tonto, como en aquella obra en que interpretaba el papel de hijita del bandido generoso y el rey perverso le preguntaba el paradero de su padre. "Lo ignoro", decía la niña, y durante todo el tiempo el padre de la criaturita, el bandido generoso, permanecía escondido dentro del baúl, el mismo baúl sobre el que estaba sentada la niña.
— No lo sé -dijo Philip-. El señor Holly, el sacerdote, vino el otro día. Desea que cantemos en la ceremonia nupcial de la hija del señor Gribben. Dijo que la señora Gribben lo deseaba ardientemente y que habría cinco dólares para nosotros.
Dumire asistió a aquella boda, que se celebró en la sala de baile del "Armas del Ferrocarril", y escuchó el recital, mientras los tres Wendell cantaban y las mujeres lloraban. No le fue posible quedarse para el refresco, porque recibió un recado urgente que le obligaba a trasladarse a Greeley y, por lo tanto, no estaba en la fiesta cuando un tal señor Soren Sorenson, que se encontraba en la ciudad por un par de días y se hospedaba en el hotel, pasó por delante de la sala donde tenía efecto la reunión festiva. Al oír la música, entró allí, aunque parecía un poco fuera de lugar con su cartera negra, y se encontró de pronto junto a la señora Wendell, mujer notablemente hermosa, que le ofreció varias copas de ponche y que expresó una evidente desilusión cuando su espigado y atractivo esposo la informó de una mala noticia:
— ¡Maldita sea! Tengo que tomar esta noche el tren de Denver. Esos condenados banqueros…
Philip estaba al lado de la ventana de su dormitorio, cuando oyó a su madre y al señor Sorenson, que se acercaban por la calle Primera, charlando animadamente. Al entrar la pareja en la casa, Philip se hubiera trasladado a la grieta de la puerta para presenciar el desarrollo de los acontecimientos, a no ser porque, en el momento en que cerraban la hoja de madera de la entrada, el chico vio a su padre deslizarse silenciosamente hasta el porche, con el teatral revólver en la mano. El hombre se inmovilizó en la veranda, en espera de la señal para irrumpir en la habitación, dispuesto a defender su honor.
Philip se decidió luego a acercarse a su puesto de observación a través de la puerta. Vislumbró un forcejeo juguetón, oyó la pesada respiración del señor Sorenson y observó lo que hada su madre para animar al hombre a que la desvistiese. El niño se preguntó qué señal utilizaría la mujer para avisar a Mervin Wendell, hasta que advirtió que, durante el acalorado forcejeo, Maude encontraba la oportunidad de rozar con su blanco brazo el visillo de la ventana. Philip comprendió entonces que su padre iba a precipitarse en seguida en el interior de la estancia, que agitaría la pistola y procedería a recitar el texto de su papel.
Pero, aquella noche, algo se torció. Philip estaba mirando al señor Sorenson en el momento en que Mervin entraba y, ante la sorpresa del muchacho, el visitante no mostró temor alguno. Ni siquiera se molestó en subirse los pantalones. En vez de eso, declaró:
— ¿Qué diablos es esto? ¿El viejo timo del apaño?
Philip sabía que su padre estaba obligado a declamar su papel, pero, cuando lo intentó, el visitante le apartó a un lado.
— Baje ese juguete y déjeme salir de aquí -dijo desdeñosamente.
Alargó la mano hacia su cartera negra, y Philip vio que su padre estaba deseando obedecer, pero la madre conminó:
— ¡No permitas que se vaya!
Se produjo entonces una refriega, en el curso de la cual Mervin dejó caer el arma, y el visitante hubiera logrado escapar, de no tomar Maude la pistola y golpearle con ella en la cabeza. El hombre cayó al suelo, donde Maude siguió golpeándole una y otra vez.
El visitante quedó inmóvil sobre el piso, y Philip vio a su padre arrodillarse y le oyó decir con voz aterrada:
— ¡Dios mío, Maude! Le has matado.
Así era. Los dos Wendell, bajo la mirada impasible de su hij9, que espiaba al otro lado de la puerta, debatieron durante unos empavorecedores minutos lo que procedía hacer. Mervin se inclinaba por llamar al sheriff y acusar al muerto de haber…
— ¡Calla! -saltó Maude- Dumire lo sabría al instante.
— Entonces, ¿qué podemos hacer? -preguntó Mervin lastimosamente.
— Debemos esconder el cuerpo. Desembarazarnos de él. Nadie sabe que está en la ciudad.
Philip contempló con frío interés la escena de sus padres volviendo a subir los pantalones del hombre. Vio a su madre ayudar a cargar el inerte cadáver sobre la espalda de Mervin. El chico se acercó luego a la ventana, desde donde observó el paso vacilante de su padre, que cruzaba el patio, cargado con el cuerpo. Mervin Wendell estuvo fuera un buen rato, durante el cual Philip observó a su madre, que limpiaba la habitación y suprimía todo indicio de lucha. Trabajaba tan metódicamente como si lo preparase todo para una fiesta y, cuando su marido regresó, le preguntó en tono normal:
— ¿Qué hiciste con él?
— Le arrojé al pozo -repuso Mervin.
— ¡Jesucristo! -exclamó la mujer-. ¡Es el primer lugar que mirará Dumire!
Se contemplaron horrorizados.
En aquel preciso momento, Philip consideró por primera vez a su amigo Dumire como adversario potencial de la familia y supo instintivamente que sólo él, Philip, podía proteger a sus padres de las investigaciones del sheriff. Aquello era muy semejante a la pieza dramática El corneta de Bruges, en la que él había sido el instrumento de la salvación familiar, y mientras escuchaba la tragedia real de la estancia contigua, comprendió que su madre tenía razón. Si el cadáver quedaba en el pozo, Dumire lo descubriría. Pero Philip conocía un sitio más seguro, un escondrijo que ni quiera Dumire encontraría nunca. Era exactamente aquella escena del corneta y su padre en la que éste iba a ocultar el dinero del rey en un baúl, donde, con toda certeza, el malvado consejero lo localizaría. Era Philip, es decir, el corneta, quien pensaba en el molino.
De modo que el chico abandonó su puesto de observación, entró en el otro cuarto y recitó automáticamente su papel en aquella obra:
— Padre, yo sé dónde debes esconderlo.
Sus padres volvieron la cabeza y contemplaron aquel muchacho de diez años y pelo rizado en bucles. Estaban tan sumidos en su propio drama que no les pareció nada ridículo aceptar consejo del niño.
— Sé dónde tenéis que esconderlo -repitió Philip, y la ligera variante respecto a la frase anterior les advirtió que debían dejarse guiar, poner manos a la obra.
Mervin alargó la mano para tomar su chaqueta.
— Vamos -dijo.
Pero Philip repuso:
— No. Sólo mamá y yo.
Comprendía que, en aquella gran crisis, no era posible confiar en el padre.
— Sé dónde hay que ponerlo -insistió Philip tranquilamente, mientras su madre y él buscaban una cuerda y se encaminaban hacia el pozo-. Un lugar en el que jamás lo encontrarán.
En el pozo, subieron el cubo, que llegó seco, tal como esperaba Philip. Se metió en él y su madre le bajó al fondo del pozo, mientras el chico llevaba una cuerda suplementaria. Philip notó que el cubo chocaba contra un cuerpo blando y luego se deslizaba hacia la gravilla del fondo. El muchacho salió del cubo, ató la cuerda alrededor del torso del cadáver y por debajo de los brazos. Después puso el cuerpo cabeza arriba, para que cuando tirasen de la cuerda, desde lo alto, no se escurriese y saliera por los pies.
Hizo una señal a su madre, se metió dentro del cubo y esperó a que Maude le izase.
— Ahora debemos tirar con fuerza -dijo, cuando estuvo junto a ella.
Entre los dos, elevaron el cadáver y lo sacaron del pozo.
Cuando estuvo tendido a sus pies, la señora Wendell preguntó:
— y ahora, ¿qué?
— Hemos de llevarlo al arroyo -indicó Philip.
— ¡Dumire también mirará allí! -exclamó la madre, a dos dedos de la desesperación.
— No en el escondrijo donde yo voy a ponerlo -la tranquilizó Philip.
Cuando se disponían a transportar el pesado cuerpo, el chico advirtió:
— ¡No dejes que se arrastre! Dumire observaría las señales. Lo ve todo.
Una vez llegaron al punto donde el arroyo del Castor trazaba su amplia curva, tendieron el cadáver en el suelo y Philip se desvistió. De pie, desnudo junto a su madre, Philip manifestó:
— Ahora tenemos que meterlo en el arroyo.
Y el niño se lanzó al agua, produciendo un suave chapoteo. A la madre, sola, le resultaba un poco difícil manipular aquel peso muerto, pero Philip le dio instrucciones, desde la corriente.
— Empújalo, mamá. Un poco más, para que pueda agarrarle la pierna.
Madre e hijo se afanaron con la pesada carga y, por último, la tuvieron dentro del arroyo.
— No podrás con él -susurró Maude Wendell, dando ya muestras de pánico.
Pero Philip la tranquilizó, con la clase de conocimientos que los niños adquieren:
— Las cosas pesan menos en el agua.
Inmersa en muda ansiedad, la mujer contempló los esfuerzos de su rubio hijito, que bregó con el cadáver y, poco a poco, lo arrastró bajo la superficie.
Philip buceó hasta la abertura de la piedra caliza de la orilla, el boquete que un pequeño castor hembra había descubierto sesenta mil años atrás. Se acercó a la entrada de la misteriosa caverna que tan tiernamente amó el animal y en la que retozaron sus crías. Continuaba tal como el castor la dejara: un lugar secreto que sólo aquellos roedores conocieron y que el muchacho, en sus solitarias exploraciones subacuáticas, descubrió, ocupó y consideró como su castillo bajo el agua.
Guiado por algún instinto de conservación, como si presintiera que algún día iba a resultarle valiosa aquella gruta, Philip no habló a nadie de su existencia, ni siquiera al sheriff Dumire, la vez que le preguntó: "¿Es divertido bucear por el arroyo?" No se lo había dicho a nadie, y ahora contuvo la respiración mientras tiraba del cuerpo sin vida, rumbo a la abertura.
Al tiempo que luchaba contra la falta de oxígeno, recurrió a todas sus fuerzas para conseguir que el cadáver entrase en la caverna, pero no lo logró. Tuvo que volver a la superficie, en busca de aire, y, al emerger, oyó la voz de su madre, que preguntaba con impaciencia:
— ¿Lo escondiste?
Antes de que Philip pudiese responder, Maude Wendell soltó un chillido, porque el cadáver, aún llenos de aire sus pulmones, apareció flotando detrás del muchacho. El rostro del hombre muerto miraba acusadoramente desde el agua.
— Necesitaba respirar -explicó Philip, y sujetó el cadáver para evitar que la corriente se lo llevase-. Esta vez…
Se zambulló de nuevo, arrastrando el inerte cuerpo tras de sí y, gracias a dosificar adecuadamente las energías, llegó en buenas condiciones físicas a la entrada de la cueva. Actuando con rapidez y preciso conocimiento de lo que deseaba conseguir, obligó al cuerpo a pasar por la abertura y comprobó con satisfacción que encajaba perfectamente en la caverna, donde el reborde lo protegía de tal modo que era imposible que volviera a salir de allí alguna vez.
Con los pulmones a punto de estallar, Philip regresó a la superficie y, en aquella ocasión, su madre vio aliviada que ningún rostro le seguía en el agua.
— Ha quedado oculto para siempre -anunció Philip.
Respiró hondo. Su madre le tendió los brazos para ayudarle a salir de la corriente. Philip se agarró a las manos de Maude, subió a la ribera, se vistió y luego esparció con el pie un poco de tierra sobre el lugar donde el cadáver estuvo tendido.
— Si llueve antes de que Dumire empiece a investigar -dijo a su madre, cuando volvían hacia la casa-, todo quedará limpio. El sheriff ha ido a Greeley y, antes de que regrese, todos los rastros habrán desaparecido.
Al llegar a la casa, encontraron a Mervin sentado en la habitación donde se cometió el asesinato. Tenía sobre las rodillas la cartera negra del señor Sorenson y una sonrisa feliz decoraba su semblante.
— ¿Sabéis una cosa? -exclamó lunáticamente, cuando entraron en la estancia-o ¡Mirad esta cartera! -y del interior de ella dejó salir numerosos billetes de cinco y diez dólares, que se filtraron entre sus dedos para caer al suelo-. He contado tres mil y todavía hay más.
La cartera contenía cinco mil quinientos dólares, la pequeña fortuna que Sorenson llevó a Colorado para comprar terrenos de regadío, y que ahora pertenecía a los Wendell. -Lo que tenemos que hacer -se apresuró a decir Maude, haciéndose cargo de la situación- es ocultarlo todo. No debemos gastar un solo dólar de ésos.
A Philip le asustó la frialdad del proceso mental de su madre, porque cuando Mervin argumentó que no podían estar marcados, la mujer contraatacó:
— Probablemente, no. Pero si empezamos a derrocharlos, Dumire entrará en sospechas.
Y Philip escuchó admirado la estrategia que expuso su madre y a la que la familia en peligro debía ceñirse.
— Mervin, procurarás que en la estación de ferrocarril te vayan dando cada vez más trabajo. Por mi parte, haré correr la voz de que aceptaría un poco de ropa para lavar. Tú, Philip, deberás ganar algún dinero cuidando huertos o corrales.
El plan parecía excesivamente complicado para las entenderas de Mervin, que preguntó quejumbrosamente:
— ¿Por qué no nos limitamos a marcharnos de esta ciudad? Podemos encontrar algún sitio seguro en Dakota del Sur…
— ¡No! -se opuso Maude con firmeza-. No estoy dispuesta a seguir viajando. Tenemos un buen sitio en esta ciudad y pretendo protegerlo.
Hasta el alba, Mervin no preguntó:
— Por lo menos, dime qué hicisteis con el cadáver.
Pero Maude y Philip intercambiaron una mirada y denegaron con la cabeza.
— Es mejor que no se lo digamos a nadie -repuso Maude.
La suerte continuó sonriendo a los Wendell, porque el tercer día siguiente a la marcha del sheriff Dumire, llovió por la noche bastante como para borrar todos los indicios y limpiar los costados del pozo. Cuando el sheriff volvió, aún tuvo que transcurrir una semana antes de que alguien notara la ausencia de Sorenson. Había dejado su equipaje en el hotel, cierto, pero también había advertido al recepcionista que era posible que estuviese fuera unos días, dedicado a buscar terrenos.
Al cabo de varias semanas, sin embargo, llegó de Minnesota una solicitud de informes y Axel Dumire inició una investigación formal. El personal del hotel se acordaba de Sorenson, un sueco de edad mediana y carácter agradable, que daba buenas propinas. Llevaba el equipaje corriente, además de una cartera negra que le gustaba tener siempre cerca de sí.
Este detalle sugirió a Dumire la idea de que el hombre llevase encima una cantidad sustancial de dinero en efectivo, y un telegrama dirigido al banco de la ciudad donde residía Sorenson permitió establecer que el sueco había retirado cinco mil quinientos dólares, que tomó consigo con la esperanza de adquirir mejores terrenos si pagaba al contado, en dinero contante y sonante, según expresión propia.
Cuando los diversos datos empezaron a encajar, el sheriff Dumire se forjó una imagen bastante clara de lo que debía de haberle sucedido a Sorenson. Había ido a Centenario, había tratado de comprar, en vano, una parte de la finca de Brumbaugh el Patata, había acudido a la mujer india, la viuda de Levi Zendt, para ver si estaba dispuesta a vender algunas parcelas de las propiedades de su difunto esposo, y también había fracasado.
Probó fortuna con otros dos agricultores de regadío, quienes le sugirieron que lo intentase un poco más al este, hacia Sterling. Era lógico suponer que el hombre se había dirigido a Sterling, pero no existían pruebas de ello, absolutamente ninguna, y el sheriff empezó a preguntarse si Sorenson no habría entrado en contacto con los Wendell.
Observó atentamente a la familia, sin detectar indicio alguno de conducta sospechosa. Mervin trabajaba ahora la jornada completa en la estación y Maude efectuaba tareas de lavandería y costura para algunas damas de la localidad. Hasta Philip realizaba encargos y labores eventuales, aunque el chiquillo aún encontraba tiempo para frecuentar la oficina del sheriff.
— ¿Descargó tu padre algún equipaje para un sueco? -preguntó Dumire al muchacho un día.
— Es posible. Descarga un montón de cosas.
— ¿Habló alguna vez de suecos?
— No.
A pesar de todos sus interrogatorios, Dumire no pudo establecer ningún lazo amistoso entre Sorenson y los Wendell. De acuerdo con ello, telegrafió a Minnesota, informando de que las pesquisas efectuadas en la zona de Centenario no daban resultado positivo alguno y que lo más probable era que Soren Sorenson se hubiese dirigido al este, rumbo a Sterling. En respuesta a su telegrama le llegó la sorprendente noticia de que la señora Sorenson había recibido una carta de su esposo, con el matasellos de Centenario, en la que le decía que, si bien no había encontrado nada aún, y aunque los granjeros locales le aconsejaban que se trasladase hacia Sterling, estaba convencido de que era en Centenario donde debía instalarse y permanecería en el "Armas del Ferrocarril" hasta que encontrase algo.
Dumire redobló sus esfuerzos. Le asaltó la idea de que tal vez Sorenson se aventuró solo por las praderas y se tropezó con alguien como Calendar, un tipo renegado del que ya se sospechaba que había abatido a los muchachos Pettis. El sheriff ensilló un caballo y fue a entrevistarse con Calendar, pero éste no pudo aclararle nada.
— ¿Quién es ese mozalbete? -preguntó Dumire, al ver un chico de rubia cabellera y unos once años, en la carreta ovejera.
— Mío.
— ¿Hijo tuyo?
— Sí. Jake. Nació en Nuevo México.
— ¿Cuándo estuviste casado?
— Bueno, exactamente casado, nunca.
— ¿Cómo llegó el chico hasta aquí?
— Con algunos ganaderos.
El sheriff Dumire contempló aquel endurecido rapaz y pensó: "Si hay algún mocito capaz de abrirse camino hacia el norte, éste es." Abandonó los pastos ovejeros con el convencimiento de que Calendar no había liquidado a Sorenson.
Pero, mientras cabalgaba de regreso a Centenario, la imagen del chiquillo no se le apartaba de la cabeza y, por asociación de ideas, pensó en Philip, niño de madurez también superior a sus años, y empezó a concentrarse de nuevo en él. Algo de lo que Philip había dicho respecto a cuidar corrales condujo a Dumire a un rápido cálculo del dinero que los Wendell estaban ganando. Mervin Wendell había empezado a trabajar la jornada completa en la estación poco después de que Soren Sorenson desapareciese. Por las mismas fechas, Maude solicitó tareas. Y el joven Philip prestamente empezó a realizar trabajos sueltos.
— ¡Es una intriga! -exclamó el sheriff en voz alta-. Tan cierto como que estoy vivo, que se trata de un plan bien maquinado. De un modo o de otro, esa familia le echó mano a los cinco mil quinientos dólares, y luego se pusieron a trabajar, con objeto de poner en circulación los billetes sin despertar sospechas ni provocar comentarios.
Llevó a cabo meticulosas indagaciones en todas las tiendas, pero, con gran desilusión, sólo averiguó que los WendelI no habían aumentado sus gastos. Sus ingresos conjuntos justificaban de sobras las compras. El sheriff no descubrió nada, pero consiguió alertar a Maude Wendell, porque cuando la mujer fue a la carnicería a comprar hígado, una de las piezas más baratas, el carnicero sugirió:
— ¿No le gustaría un poco de ternera?
— Un poco cara para nuestra economía -repuso Maude.
— Eso es lo que le dije al sheriff Dumire -manifestó el hombre.
El rostro de Maude WendeIl no cambió de expresión.
— Él puede permitirse los mejores filetes.
Y el carnicero asintió:
— Sí, cobra un buen sueldo. Y le gusta la carne de ternera. Cuando Maude llegó a casa, no contó nada a su esposo, ya que, de enterarse Mervin de que Dumire andaba interrogando a la gente, el actor podía dejarse dominar por el pánico y cometer alguna estupidez, de palabra o de obra. Sin embargo, cuando Philip volvió a casa, tras escardar y hacer algunos recados para la señora Zendt, Maude le llevó a dar un tranquilo paseo por el espacio abierto próximo al pozo y le puso sobre aviso.
— El sheriff Dumire sospecha de nosotros.
— Ya lo sé -dijo Philip-. Me ha estado preguntando toda clase de cosas extrañas, pero no le he dicho nada.
— Tienes que dejar de verle -opinó Maude.
— Eso le pondría más receloso -repuso el chico.
Así que continuó visitando al sheriff. Un día, le preguntó:
— ¿No nota cómo he cambiado?
El sheriff examinó al muchacho y luego dejó caer la palma de la mano contra la superficie de la mesa y exclamó:
— ¡Te has cortado el pelo!
— Quería llevarlo corto, como usted -dijo Philip.
Cuanto más tiempo pasaba con el sheriff, mayor era su respeto hacia él. Dumire no era la clase de hombre que se mezclase en timos del apaño, ni como perpetrador ni como víctima, y en el caso de que se viera complicado accidentalmente en tal asunto, no se dejaría llevar por el pánico.
Pero, por mucho que respetase a Dumire, eso no le impedía darse cuenta de que el sheriff estaba practicando un juego, aunque en cierto sentido no se trataba de un juego. Sus padres participaban en una obra, pero que tampoco era una obra. Cosas reales y terribles estaban sucediendo, como aquel tornado que vivió en Kansas, y el chico sabía que se encontraba en el vórtice. Cosas desagradables habían ocurrido, quizá las más desagradables del mundo, y sólo él podía mantener la situación equilibrada. Ya no era un niño, ni un actor interpretando papel de chica, ni un muñeco de larga cabellera. Era responsable de su familia y nunca, nunca revelaría el más leve indicio susceptible de poner a esa familia en peligro.
El conflicto en el que estaba enredado -constante respeto hacia Dumire y necesidad de proteger a sus padres- se convirtió en algo casi insoportable. A un adulto que se hubiera desmoronado, sometido a tal presión, se le habría disculpado; Philip consiguió mantener su equilibrio gracias exclusivamente a su infantil ignorancia de las posibles consecuencias.
Así que entonces el sheriff y él se enzarzaron en un torneo que se desarrollaba a un nivel mucho más grave. Dumire tenía la plena certeza de que aquel rapaz estaba enterado de lo que le ocurrió a Soren Sorenson, y el chico sabía que era imprescindible evitar que el sheriff penetrase en aquel secreto.
A Dumire se le presentó la primera oportunidad cuando una camarera del hotel, a la que ya había interrogado cuatro veces, declaró:
— Deje ya de insinuar que yo robé esa cartera negra. El señor Sorenson la llebaba consigo cuando se detuvo a la entrada del salón donde se celebraba la boda.
— ¿Qué hizo?
— Usted estaba allí. Le vi. El señor Sorenson miró adentro, lo mismo que usted. No le habían invitado, pero la puerta estaba abierta, oyó a los Wendell cantar aquella preciosa canción…
Sosegadamente, Dumire pidió a la doncella que repitiese lo que acababa de decir, y quedó convencido de que la noche de la boda Gribben, Soren Sorenson debió de embrollarse con los Wendell.
Era cuanto le hacía falta. Estaba seguro de que Sorenson entabló conversación con la señora Wendell, oyó "casualmente" que el marido de ésta tenía que ausentarse aquella noche, en el tren de Denver, y fue presa del plan de la pareja. Por una o por otra causa, el asunto se torció y Sorenson acabó muriendo asesinado.
Durante quince días, Dumire se guardó para sí aquella deducción, mientras rezaba para que alguien hubiese visto a Sorenson abandonar la:fiesta acompañado de la señora Wendell, pero tal testigo no existía.
— ¡Maldita sea! -se lamentó, al tiempo que golpeaba su escritorio-. Llevó a aquel hombre Pradera arriba y luego por la Montaña, a las diez de una noche de luna, y nadie los vio. ¡No puedo creerlo!
Nadie los había visto. Recorrió a pie la distancia una veintena de veces, esforzándose en imaginar por dónde y cómo se movieron. Intentó después el paseo a lo largo de las vías del tren, para doblar luego por la calle Primera, pero comprendió que la señora Wendell nunca hubiera llevado a Sorenson por una zona desierta, ya que eso habría resultado sospechoso. No, maldición, tenía que haberlo conducido por calles principales, y nadie reparó en ellos. Era increíble.
Así que volvió a concentrarse en el muchacho, sobre el que empleó los más astutos y retorcidos circunloquios, sin sospechar en ningún momento que Philip se anticipaba mentalmente a todas las preguntas e intenciones del interrogador. Hasta que un día, bastante tarde, al interpelar al chico acerca de algo trivial, Philip miró al sheriff del mismo modo inquisitivo con el que había mirado al señor Gribben aquella mañana. ¿Qué fue lo que dijo Gribben? "¿No se percató de la forma en que me miraba el chico?" Al recordar Dumire aquellas palabras, todo le resultó claro.
Se levantó despacio de la mesa y apuntó a Philip con el índice de la mano derecha.
— ¡Lo sabes! -acusó en voz baja-. Lo sabes todo. Lo has sabido desde el primer momento. Estabas enterado del caso del señor Gribben.
Philip se limitó a mirarle con fijeza. Ni la contracción de un párpado, ni la más leve aceleración del ritmo respiratorio traicionó el tumulto interno de Philip, que alzó hacia el sheriff sus inocentes ojos azules y preguntó:
— ¿De qué está hablando?
Durante unos segundos, Dumire quedó desarmado. Luego reaccionó gritando:
— ¡Sabes perfectamente de qué estoy hablando, maldita sea! Estabas allí y lo viste todo.
La expresión de Philip no cambió. Sentado recatadamente, con las manos sobre el regazo, repitió la pregunta:
— ¿De qué está hablando, señor Dumire?
— ¡Asesinato!
Ante aquella palabra, Philip puso cara de pasmo. Inclinó la cabeza para poder ver mejor al exaltado hombre erguido sobre él y preguntó:
— ¿Asesinado el señor Gribben? ¡Pero si le he visto esta mañana!
— ¡Pequeño bastardo! -Dumire no había introducido el nombre de Sorenson, con la esperanza de que el niño lo pronunciara y atraparlo así, pero Philip era demasiado listo para caer en la trampa. El señor Sorenson no existiría hasta que el sheriff Dumire dijese que existía-. ¡Lárgate! -ordenó, rechinando los dientes.
— Pero si le he visto -insistió Philip, mientras se levantaba.
— ¿Viste al señor Sorenson? -gritó Dumire.
— ¿Quién es? -inquirió Philip, derrochando candor.
— ¡Lárgate! -repitió el sheriff, y abrió la puerta de un puntapié.
Philip no contó a nadie aquel diálogo. Enterarse del mismo hubiera asustado a sus padres, quienes tenían programado cantar aquella noche en la iglesia. La familia acudió temprano a disfrutar de la cena, después de la cual el reverendo Holly rezó unas oraciones y presentó al coro, que entonó varios himnos.
— Y ahora -anunció el sacerdote, con evidente placer-, ¡lo que todos estábamos esperando! Los Wendell van a deleitarnos con una de sus hermosas interpretaciones.
Explayó una sonrisa radiante, mientras los Wendell ocupaban su sitio junto al piano. Saludó con una inclinación de cabeza al sheriff Dumire, sentado al fondo del templo, y volvió a sonreír alegremente, en tanto Philip aplicaba su voz de soprano infantil a las exquisitas estrofas iniciales: Dulce como la Voz de un Ángel, Que Lección inaudible susurrara…
Cuando Mervin, que debía de ser quien cometió el homicidio, entró con su sonora voz de barítono, aquello resultó demasiado para el sheriff Dumire. Se marchó antes de que terminasen las oraciones.
Al día siguiente, por la mañana temprano, se dirigió al palacio de justicia de Greeley para consultar al juez Leverton, un hombre desabrido que se puso furioso al enterarse de la naturaleza de la visita de Dumire.
— ¿Cómo se atreve a comparecer ante mí con míseros detalles de un caso que no puede demostrar? ¡Y hacerme confidente de algo que con posterioridad podría presentárseme en la sala del Tribunal! Debería meterle en la cárcel.
Dumire pasó por alto la reprimenda.
— Sólo pido su consejo, señor.
— En busca de consejo, los sheriffs van al fiscal del distrito.
— Usted sabe de Leyes más que él.
— Le informaré de algo. Su actitud constituye un desacato al juez.
— Sólo una pregunta: ¿Me dará usted una orden de registro?
— ¿Sobre la base de qué pruebas? Me enjuiciarían.
— Juez Leverton, sé que tienen el dinero.
— ¿Sobre qué posible evidencia?
— La de que es la única solución lógica.
— ¡Salga de aquí! Antes de que ordene que le arresten.
En el camino de vuelta a Centenario, el reprendido sheriff empezó una vez más a pasar revista a los hechos; reapareció en su mente algo que el juez Leverton había dicho: "Rayos, Dumire, sin corpus delicti usted no tiene derecho ni siquiera a sugerir la comisión de un asesinato. Sorenson podría estar en Texas, disfrutando de la vida."
Ése era el problema fundamental. Encontrar el cadáver y luego demostrar la culpabilidad de alguien. ¿Pero dónde lo habrían escondido?
Proyectó ahora toda su atención sobre el territorio que circundaba la casa de los WendelI y se preguntó: "Si lo mataron ahí, ¿cómo dispusieron de él?"
Una mañana, cuando Maude Wendell salía para ir a entregar una cesta de colada, observó con cierta inquietud que un hombre merodeaba por el terreno situado frente a la casa. Al mirar hacia allí con más atención, la mujer comprobó que se trataba del sheriff Dumire, quien medía distancias en pasos y se aproximaba cada vez más al viejo pozo.
Al verla salir de la casa, el hombre saludó a Maude con una inclinación de cabeza, y ella le devolvió el gesto y echó a andar, calle Primera adelante, como si Dumire no se encontrase allí. "¡No vuelvas la cabeza! ", se ordenó a sí misma en tono firme. Pero cuando regresó, al mediodía, encontró a Mervin en la habitación frontal, atisbando a través de los visillos y temblando de miedo.
— ¡Mira! -susurró Mervin, aterrado, e indicó el punto donde Dumire y dos de sus ayudantes se aprestaban a llevar al pozo una larga escalera.
El actor continuó junto a la ventana y fue informando a su esposa de los progresos que hacían el sheriff y sus hombres.
— ¡Dios mío! -gritó-. Dumire está bajando al pozo.
En aquel momento, Philip entró ruidosamente por la puerta trasera.
— ¿Qué tenemos para almorzar? -preguntó.
Al no obtener respuesta de su madre, entró en la sala delantera. Observó que Maude y Mervin se habían quedado de piedra, en la ventana, y se llegó junto a su padre, a tiempo de ver cómo desaparecía la cabeza del sheriff pozo abajo.
Philip se echó a reír y aseguró a su padre: -No encontrará nada.
— ¿Cómo puedes decir tal cosa? -gritó Mervin, al tiempo que se apartaba del chico y alargaba el brazo, en busca de la mano de Maude.
— Porque lo sé -repuso Philip-. ¿Dónde está la comida?
Sus padres no podían separarse de la ventana y no tardaron en ver a Dumire salir del pozo e indicar con un encogimiento de hombros que en el fondo no había nada fuera de lo normal. La señora Wendell exhaló un suspiro y se perdió lo que sucedía inmediatamente junto al pozo, porque, a espaldas de la mujer, un golpe sordo anunció que Mervin Wendell se había desmayado.
Pero el sheriff Dumire había descubierto algo, un trozo de tela que llevó triunfalmente al "Armas del Ferrocarril", donde lo puso ante los ojos de las camareras, animado por la esperanza de establecer que procedía de alguna prenda que Sorenson hubiese vestido. Intento inútil. El trozo de tela había sido rasgado de la camisa que el joven Philip Wendell llevaba cuando descendió en el cubo y, aunque Dumire poseyese aquella prueba, nunca lograría relacionarla con la camisa del muchacho, porque después de que éste siguiese al sheriff hasta el hotel y averiguara gracias a un mozo la naturaleza del interrogatorio de Dumire, comprendió al instante lo que el sheriff pretendía establecer.
De modo que salió disparado hacia su casa y quemó la camisa rota.
Al día siguiente, Philip experimentó su único momento de terror. Había estado jugando con otros chicos en la parte este de la ciudad y, cuando regresaba a casa, observó cierta conmoción en el puentecito que prolongaba la Montaña por encima del arroyo del Castor.
— ¡Toda la ciudad está allí! -gritó uno de los galopines, y corrieron a ver qué pasaba.
— ¡El sheriff Dumire tiene algo entre manos! -anunció una mujer-. Creo que ha encontrado al sueco desaparecido.
Y Philip vio con desaliento que el pequeño arroyo rebosaba embarcaciones desde las que numerosos hombres dragaban el fondo con garfios. En la barca de cabeza iba el sheriff Dumire, dirigiendo las operaciones, y mientras Philip miraba con horrorizada fascinación, los botes pasaron cerca del punto donde se encontraba la subacuática entrada de la gruta sumergida.
— Comprobad si el cuerpo puede encontrarse debajo de los rebordes -aleccionó Dumire, y largos bicheros tantearon sin éxito la orilla de la corriente.
— Probad aquí abajo -indicó Dumire.
Y cuando su embarcación se deslizaba a favor de la corriente, alzó la cabeza para mirar a lo alto del puente, donde un chiquillo de rostro ceniciento mantenía la temblorosa barbilla apoyada con fuerza en la baranda.
— ¡Hola, Philip! -saludó el sheriff.
— ¿Qué están buscando? -preguntó el niño.
— Cosas -replicó Dumire.
Su barca pasó de largo y dejó atrás la entrada reveladora de la gruta. Durante unos segundos, el chico temió desmayarse de un momento a otro, pero entonces una mujer que estaba a su lado gritó:
— No han encontrado mucho, ¿verdad, sheriff?
Y las embarcaciones desaparecieron por debajo del puente. Una vez superado aquel día crucial, Philip pudo dirigir toda su habilidad interpretativa a la tarea de recobrar la simpatía del sheriff, y se dio tanta maña en sus persuasivos halagos que, pocos días después, ya estaba entrando y saliendo alegremente de la oficina del sheriff. Al atardecer, solía escuchar con franca admiración las explicaciones de Dumire acerca de los acontecimientos ocurridos en la ciudad durante la jornada.
— Tiene usted que cuidarse de muchas cosas distintas -declaraba el chico, maravillado.
En cierta ocasión, preguntó al sheriff si tenía hijos propios.
— Uno -respondió Dumire, y eso fue todo lo que dijo. Saltaba a la vista que no quería que le interrogasen más sobre aquel tema,
— Me gustaría ser su hijo -manifestó Philip.
Dumire no demostró haber captado el cumplido, pero le complació que aquel chico simpatizase con él y con su trabajo. Hubo otras personas a las que no les ocurrió lo mismo. Tiempo atrás, en Kansas, su esposa había preguntado en tono quejumbroso:
— ¿Qué importancia tiene el que un hombre consiga escapar?
— Toda la del mundo, si uno es el sheriff -replicó él.
Y seis días después, cuando volvió a la ciudad, llevando a un homicida esposado, descubrió que su mujer y su hijo se habían ido. No los volvió a ver.
Con repentina ternura, Dumire preguntó:
— ¿Qué vas a ser cuando seas mayor, Philip? ·
— Sheriff -contestó Philip al instante.
— ¿Por qué?
— Un sheriff tiene que ser valiente y pensar en las cosas.
— Eso es verdad -confirmó Dumire, alentador-. He estado pensando una barbaridad, y ¿sabes qué he descubierto?
— ¿Qué? -se interesó el chico, inocentemente.
— Creo que el señor Sorenson fue a tu casa, hizo a tu madre algo que no estaba bien y tu padre le mató. Luego, tu padre se asustó y arrojó el cadáver al pozo. -Hizo una pausa, para que el efecto dramático tomase cuerpo, y después preguntó-: ¿Sabes qué he averiguado respecto al pozo?
— ¿Qué pozo? -inquirió Philip.
— En el travesaño que sujeta.la polea donde va la soga, vi señales de una segunda cuerda. Tu madre te bajó en el cubo hasta el fondo del pozo, ¿verdad?, tú ataste la cuerda alrededor del cuerpo del señor Sorenson y entonces ella te volvió a subir en el cubo. Una vez arriba, la ayudaste a sacar el cadáver. Me consta que sucedió así, Philip, porque la cuerda dejó su marca. Y, claro, cuando tu madre te subía, una piedra te enganchó la camisa y rasgó este pedazo de tela.
Dumire sacó del escritorio un trozo de tela roja y gris. Philip lo miró sin pronunciar palabra. Nunca había llevado puesta aquella camisa en ninguna de las visitas a la oficina del sheriff, por lo que, mientras contemplaba el tejido, no experimentó la más leve inquietud. Dumire recogió la tela, con brusco floreo de la mano derecha, y la guardó de nuevo en el cajón.
— No voy a registrar tu casa en busca de la camisa, Philip, porque es muy probable que a estas horas ya la hayas quemado.
Ambos adversarios se miraron con fijeza el uno al otro y Dumire interrogó reposadamente:
— ¿Dónde lo escondiste, Philip?
El niño contempló al sheriff, sin despegar los labios. Dumire cometió entonces un error, un grave error.
— Puedes decírmelo, Philip -sugirió-, porque no eres más que un niño. El juez no puede hacerte nada.
Philip miró serenamente al hombre adulto, proyectada hacia delante la resuelta barbilla, y sus labios permanecieron inmóviles mientras en sus ojos aparecía una expresión dolida. Le consternaba que Dumire pudiera pensar que guardaba silencio para protegerse. Si el sheriff sabía tanto y era tan listo, ¿por qué no se daba cuenta también de que él no intentaba salvaguardarse, sino encubrir a sus padres? Los ojos del chico se clavaron en los de Dumire y el sheriff captó la censura que se le dirigía.
— Mira, Philip -dijo sin convicción-, no pretendo insinuar que un muchacho deba acusar a sus padres para librarse él. No aconsejaría eso… nunca. -Philip siguió mirándole y Dumire preguntó-: ¿No existe alguna posibilidad de que hagamos un trato?
— A pesar de todo, continúo deseando ser sheriff -replicó Philip-. Tienen que pensar constantemente… como usted. Y salió corriendo hacia su casa.
Pero al día siguiente volvió a la oficina del sheriff y allí estaba cuando Dumire recibió el telegrama de aviso que le remitieron desde Kansas: TRES ANTIGUOS MIEMBROS DE LA BANDA PETTIS SE DIRIGEN A LA DEMARCACIÓN DE USTED PARA MATAR A CALENDAR.
El sheriff puso manos a la obra inmediatamente. Despachó telegramas a las ciudades situadas a lo largo de la línea del Union Pacific y desde Sterling le comunicaron haber visto apearse allí a tres hombres cuya descripción correspondía a los datos transmitidos. Los tres individuos alquilaron sendos caballos y partieron hacia el Oeste.
Dumire estaba proyectando las medidas que iba a tomar cuando llegó a la ciudad Jim Lloyd, procedente del Campamento Avanzado Tres, seguido del chico de Calendar, a lomos de un caballo gigantesco.
— ¡Sheriff! -gritó el muchacho-. ¡Están intentando matar a mi padre!
— El chaval se presentó esta mañana en el campamento -explicó Lloyd-. Tratamos de reunir una partida para ayudarle a usted.
— ¡Vamos! -exclamó el sheriff, y reclutó en Centenario a Brumbaugh el Patata, siempre dispuesto a integrarse en una patrulla, y a dos buenos jinetes.
Dejó con Philip al chico de Calendar, mientras pensaba en lo similares que eran las pautas de aquellas dos jóvenes vidas: a edad temprana, cada uno de ambos mozalbetes se veía obligado a afrontar y superar situaciones difíciles. Tal vez por eso los hombres del Oeste se desarrollaban vigorosos y enérgicos. Empezaban a luchar siendo muy jóvenes.
Cabalgaron en dirección este hasta llegar a la asediada carreta ovejera de Calendar, donde encontraron al robusto texano, enrojecidos los ojos por la falta de sueño y con un "Sharps" para búfalos en las manos. En el altozano que dominaba el barranco yacía el cadáver de uno de los pistoleros de Kansas.
— ¿Cómo atravesó tu hijo el cerco? -preguntó Dumire.
— A caballo -rezongó Calendar, y Dumire pudo imaginarse los cautelosos preparativos, el subrepticio deslizamiento a través de la oscuridad, el súbito impulso para subir a la cabalgadura y el demencial galope tendido por la pradera.
— ¿Dónde están los pistoleros? -inquirió el sheriff.
— Siga el rastro de sangre. Acerté a uno en la pierna.
— ¿Qué dirección tomaron?
·-Oeste. Tratarán de tomar un tren y largarse lejos de aquí. Dumire condujo la partida de nuevo hacia Centenario y entraron en la urbe a tiempo de interceptar a los dos asesinos, que pretendían tomar el tren nocturno de Denver. Cuando llegó la patrulla, los pistoleros habían abandonado sus monturas y estaban escondidos cerca de la estación de ferrocarril. En cuanto Dumire y sus hombres aparecieron, Philip se plantó de un salto en mitad de la calle, para avisar a gritos:
— ¡ Están detrás de ese almacén!
Sin vacilar, Dumire espoleó su caballo y avanzó en línea recta hacia los dos bandidos. Silbaron los proyectiles a su alrededor, pero continuó adelante y dejó tendido al pistolero de la pierna herida. El otro escapó.
Una caza del hombre ocupó entonces a toda la dudad y vecinos armados empezaron a recorrer con precaución las calles, una tras otra. Por último, en el cruce de la calle Cuarta y la Quinta Avenida, hacia el establecimiento de Zendt, Philip localizó al fugitivo, al tiempo que observaba con horror que el sheriff Dumire iba a meterse a ciegas en una trampa. Dos pasos más y el bandido tendría un blanco imposible de fallar. Lo cierto era que ya levantaba el arma.
Philip titubeó durante un segundo. Si Dumire moría, el secreto de Soren Sorenson desaparecería con él, porque nadie más en Centenario compartía las sospechas del sheriff. Muerto Dumire, habría paz para los Wendel quienes podrían empezar a gastar poco a poco su montón de billetes. Pero era inconcebible que Dumire muriese.
·-¡Sheee… riff! -vociferó el chico con toda la fuerza que pudo poner en sus pulmones.
Dumire saltó hacia atrás y abrió fuego. Mató al forajido, pero, al hacerlo, encajó una terrible andanada que le destrozó el pecho.
Durante tres días, la población de Centenario vivió pendiente de las noticias del hospital.
No podía ocurrir de otra manera, porque todos los vecinos sabían que Axel Dumire representaba una sólida y positiva potencia para el bien de la ciudad y, con aquel exterminio definitivo de la banda Pettis, podían albergar la esperanza de que hubiese llegado por fin la paz que aquella región merecía.
El viernes se rezaron plegarias y el reverendo Holly, con voz temblorosa, anunció que, como remate del servicio religioso, había pedido a los Wendell que interpretasen aquella divina canción de esperanza.
— Porque hay esperanza -dijo-. En tanto Dios ame a los hombres justos, hay esperanza.
De modo que los Wendell ocuparon sus sitios de costumbre junto al piano y sus dulces voces se fundieron en aquel cántico de esperanza rural.
Quedó para todos muy claro que nunca cantaron mejor, pero hacia el final, cuando Philip entonaba los arabescos vocales que sus padres habían creado para él, la voz de soprano del chico se quebró, como si se le aproximase la edad viril, y se cubrió el rostro con las manos para que los feligreses de los primeros bancos no vieran que estaba llorando.
— ¡Dios, no permitas que muera! -rezó.
Aquella noche, el sheriff Dumire dijo al médico que deseaba ver al joven Philip, por lo que se envió un comisario al domicilio de los Wendell.
— ¿Ha muerto? -preguntó Mervin, dominado por intensa excitación.
— No durará mucho -repuso el comisario-. Quiere ver a Philip.
El chico salió de la casa. Su madre le había precedido y le tomó de la mano; le hubiera besado o animado con alguna frase, pero el muchacho no necesitaba que ella le fortaleciese. Se soltó y echó a correr hacia el hospital.
Allí, en una pequeña habitación, yacía Axel Dumire, atendido por dos enfermeras y un médico. Indicó que deseaba que les dejasen solos y luego articuló roncamente:
— Me estoy muriendo, Philip… ¿Dónde escondiste el cadáver?
El niño le miró, rezumando la misma inocencia de siempre, y el sheriff se enojó.
— Eso no puede ya perjudicar a nadie, maldita sea. ¿Dónde lo escondiste?
Al oír una voz más alta que otra, el médico se apresuró a entrar en el cuarto, pero Dumire le hizo señas de que todo iba bien y volvieron a quedarse solos.
— Tengo derecho a saberlo -imploró Dumire-. Es mi obligación.
Philip no dijo nada.
Una extraña luz de recuerdo brilló entonces en las pupilas del moribundo.
— ¡Por Dios, ahora me acuerdo! -exclamó débilmente-. Aquel día… Nadabas en el arroyo del Castor. Solo. Sin duda encontraste algo… un escondrijo…
Philip contempló al sheriff, que bregaba para dominar una tos asfixiante. El chico vio que el cuerpo de Dumire se contraía de dolor mientras el herido trataba de retener las últimas gotas de vida durante unos minutos cruciales.
— ¡Tenía que estar en el arroyo! -susurró Dumite en tono bajo. Se le iluminaron los ojos, al colocar en su sitio las piezas finales del rompecabezas-. Llevaste arrastrando el cadáver desde el pozo hasta la orilla de la corriente. Eras demasiado listo para limitarte a cargarle con algún peso y arrojarlo al agua. Sabías que yo iba a dragar el arroyo para buscarlo. Pero en algún lugar… en algún punto desconocido por todo el mundo… quizás en la orilla…
La tristeza que le producía a Philip ver a aquel hombre agonizante, que luchaba con la muerte y la verdad, hizo que la sangre abandonara el rostro del chico, y cuando Dumire observó aquel semblante ceniciento, recordó automáticamente al niño asustado que había visto en el puente.
— ¡El día en que dragábamos el arroyo! Te asustaste mucho al verme tan cerca de la orilla. Philip, ¡ya sé dónde está el cadáver!
Emitió las palabras en tono triunfal, porgue, al fin, todas las piezas encajaban en su sitio.
— No tienes que hablar, hijo. -Era la primera vez que llamaba hijo a Pnilíp-. No traicionarás a nadie. Sólo inclina la cabeza si estoy en lo cierto… dime… dime…
Su ruego se convirtió en un gemido suplicante que llevó a la habitación al médico y las enfermeras.
Encontraron a Dumire muerto y, apretándole con fuerza la mano, a un niño de cabello dorado, que sollozaba…
A partir del fallecimiento de Dumire, la buena estrella de la familia Wendell empezó a brillar espectacularmente. El empleo de jornada completa condujo a Mervin a un ascenso. Las tareas de lavado y zurcido de Maude desembocaron en la modistería y en unos sólidos lazos de amistad con las mejores familias de la región. Y la diligencia con que Philip cumplía los recados y trabajos sueltos que le encomendaban abrió el camino hacia el trato afectuoso del director del instituto de enseñanza media y, posteriormente, hacia una beca para la universidad.
Mejor aún, muerto Dumire, no quedaba nadie que pudiese relacionar a los Wendell con la desaparición de Soren Sorenson, y eliminado ese temor básico, Mervin tuvo libertad plena para introducir en su economía los fajos de billetes que adquirió al apoderarse del maletín negro. Lo fue haciendo de modo circunspecto, uno de cinco dólares esta semana, uno de diez el mes siguiente, y las cantidades eran tan reducidas que de ningún modo parecían no estar en consonancia, rebasar los límites del conjunto de ingresos que percibía la familia por sus actividades laborales.
Y, lo mejor de todo: en el fondo del maletín lleno de dinero de Sorenson, Mervin había encontrado una carta que, evidentemente, el sueco intentaba enviar a su esposa:
Una opción provechosa podría constituirla alguna pequeña finca de regadío próxima a Centenario, a la que se añadiesen unas dos mil hectáreas de secano, contando, claro está, con que un día de estos aprenderemos a cultivar trigo en ellas. Estoy convencido de que puede hacerse. De modo que considero seriamente la conveniencia de comprar, por unos tres mil dólares, la hacienda de Karpitz con sus dieciséis hectáreas de regadío. Y adquirir después todas las tierras de secano que necesitemos, a sesenta y cinco centavos la hectárea.
Antes de quemar la misiva, un acto prudente, Marvin copió los datos importantes de la misma y, cuando el sheriff
Dumire ocupó su última morada, bajo tierra, el antiguo actor cabalgó hacia el norte para echar una parrafada con Adam Karpitz, al que encontró deseoso de vender. Mervin no era ningún entendido en terrenos y no podía juzgar, pero confiaba plenamente en las conclusiones de Sorenson respecto a las posibilidades de la finca. Y se atuvo a las recomendaciones del sueco en cuanto al precio.
La oferta inicial de Mervin fue tan baja que Karpitz se echó a reír, pero, poco a poco, los dos hombres fueron llegando a lo que sería un acuerdo. Sin embargo, antes de cerrar el trato, Mervin consultó con el reverendo Holly.
— Usted conoce las cotizaciones que rigen por aquí -le preguntó-. ¿Cree que Karpitz pide un precio justo?
Holly examinó las cifras y dijo:
— Yo mismo estaría encantado de comprar a ese precio… si tuviese el dinero.
— Tampoco yo tengo ese dinero -confesó Mervin-. Pero se me ha ocurrido solicitar una hipoteca en el banco.
— Cualquier habitante de esta ciudad estaría dispuesto a concedérsela, Mervin. Pocos hombres han causado tanta impresión en Centenario como usted. Su labor en la iglesia y todo lo demás… -Fue entonces cuando el reverendo Holly dio a Mervin la idea que le iba a permitir empezar con buen pie-. ¿Por qué molestarse con el banco? ¿Por qué no prueba a ver si el propio Karpitz le concede el crédito? A un interés más bajo.
Así que Mervin volvió a Karpitz con la proposición y el granjero dijo:
— Usted me cae bien, Wendell, desde la primera vez que le oí cantar en la iglesia. ¿Cuánto dinero puede entregar de entrada?
Mervin citó una cantidad moderada.
— Una cifra demasiado pequeña -dijo Karpitz-. Hagamos una cosa. Me gustaría conservar la granja hasta el año que viene por estas fechas. Eso le permite a usted disponer de un año para aumentar la cifra en mil dólares. Pida limosna, solicite préstamos o robe, lo que sea, menos cometer un asesinato.
Los dos hombres se echaron a reír, y Mervin hizo correr la voz de que su familia se había empeñado en la tarea de ahorrar mil dólares para emplearlos como pago inicial a cuenta de la finca de Karpitz. Y cuando los habitantes de Centenario se enteraron, resultó asombroso el número de oportunidades que se.le ofrecieron a la familia WendelI. Durante once meses, día tras día, trabajaron horas extraordinarias y toda la comunidad siguió con interés la marcha progresiva de los ahorros de los Wendell.
Los miércoles por la noche, sin saltarse uno solo, se reunían en la iglesia de la Unión y escuchaban al reverendo HoIly, cuya fe en ellos les había puesto en el camino de la 'prosperidad. Con frecuencia, el sacerdote les pedía que entonasen su vieja canción preferida, porque, como el hombre decía: "Una familia siempre tiene derecho a la esperanza".
La interpretación era ahora un poco distinta, ya que sólo cantaban Maude y Mervin, y con toda la maravilla de sus voces deslizándose escala arriba y escala abajo, no dejaba de echarse de menos el obligado de Philip. Fueron muchos los que preguntaron por qué no cantaba el niño; la verdadera explicación es que, la noche que sucedió al funeral del sheriff Dumire, el muchacho advirtió a sus padres:
— No voy a cantar agudos nunca más.
Mervin dijo extraoficialmente a la congregación:
— Ya saben lo que ocurre cuando se muda la voz. Philip empieza a sentirse un hombrecito.
Advertencia a la redacción de US: Es posible que las leyes; sobre difamación o el sentido de decoro les impidan utilizar esta historia. A ustedes les corresponde decidir. Por mi parte, afirmo que es correcta, incluso aunque pueda parecer que incide en detalles de lo más íntimo. ¿Cómo me enteré de los hechos relativos a esta macabra narración? Dos días después de acompañar a la señorita Endermann a Denver, donde tomó el avión de Nueva York, tropecé con.la cueva en la que había sido enterrado el cadáver ochenta y cinco años antes. Al descubrirse la caverna, accidentalmente, vi a Morgan Wendell salir corriendo hada allí, descender a la cueva y recoger lo que me pareció era un hueso humano. Durante mis subsiguientes trabajos en Centenario, escuché diversos rumores acerca de los antecedentes de Wendell y efectué algunas investigaciones en Denver sobre la pareja de actores teatrales que llevaron la familia a Colorado. Realicé algo muy semejante a lo que hizo Axel Dumire; fui reuniendo pequeños datos y, cuando tuve un expediente bastante completo, visité a Morgan WendelI, con el que había trabado un conocimiento amistoso, aunque superficial y despreocupado. Al exponerle mis descubrimientos, observé que estuvo a punto de desmayarse. Primero creyó que me proponía extorsionarle en un momento decisivo de su cartera política; recuerden que era a principios de octubre de un año de elecciones. Cuando le aseguré que no pretendía tal cosa, supuso que me enviaban ustedes con vistas a realizar una tarea destinada a tirar por los suelos su reputación y que el reportaje destructor se publicaría en el número de noviembre, en vísperas de la jornada electoral. Después de explicarle que una revista necesitaba un gran margen de tiempo, le convencí de que nada de lo que yo había averiguado iba a imprimirse hasta por lo menos dos meses después de las elecciones. Una vez satisfecho sobre ese punto, se derrumbó en una silla, se sirvió una barbaridad de whisky y me habló durante tres horas. Yo no tenía grabadora, pero tomé un sinfín de notas, ninguna de las cuales lo bastante sólida para defenderles en un caso de difamación, si ustedes deciden airear la historia. Lo más importante de sus declaraciones es esto: "Mi padre, Philip Wendell, responsable de la fortuna familiar, era un hombre con agua helada en las venas. Nunca le vi ponerse nervioso, nunca le oí levantar la voz y, que yo sepa, nunca se desvió un ápice del asunto que llevase entre manos. Era casi despiadadamente honesto y de una modestia incomparable. Llegué a pensar que carecía de sentimientos, pero cuando, en 1951, le sorprendió la enfermedad que iba a acabar con él, se tornó extraordinariamente locuaz y durante cinco días, en el curso de una borrasca de diciembre, insistió en hablarme, sólo a mí, en una habitación glacial, de la época en que formaba parte de la compañía teatral ambulante, del crimen que su familia había cometido y del único auténtico gran hombre que conoció, un sheriff pueblerino llamado Axel Dumire."
Teatro. Si ilustran este capítulo u otro por el estilo, no se dejen engañar por la penuria de la Compañía Teatral de Maude y Mervin WendeIl. Puesto que Centenario se encontraba en la línea principal del ferrocarril de Omaha a Denver, tuvo la oportunidad de ver en su pequeño teatro a la mayor parte de los actores y actrices importantes de aquellos días. En la temporada de 1889, actuaron en su escenario Lillie Langtry, Sarah Bernhardt, Helena Modjeska, Edwin Booth y Thomas Keene. Se ofrecieron nueve dramas distintos de Shakespeare, cuatro de ellos protagonizados por Booth, pero la joya artística de ese período fue la divina Sarah en Camille. El crítico del Clarion dijo de ella:
La Bernhardt se desvaneció como una delicada flor herida de muerte por algún tizón letal, exhalando hasta el último segundo una fragancia radiante. Hay muertes sobre el escenario que resultan hermosas en su disolución gradual. Otras llegan como el suave atardecer que acaba desembocando en la noche de verano. Pero ninguna muerte tan sublime y conmovedora como la que exige esta tuberculosa siempre esperanzada y optimista.
Poco después de que se disolviera la Compañía WendeIl, Centenario recibió la visita de una compañía italiana de ópera, con un repertorio completo y tres estrellas de primera magnitud: Adelina Patti, Madame Albani y Francesco Tamagno. Las mayores ovaciones, sin embargo, estuvieron reservadas para la imperecedera obra El conde de Montecristo, interpretada en su papel principal por James O'Neill, el dipsómano padre del futuro dramaturgo.