PROFESOR HORACE WRIG H T
CREO HABER DESCUBIERTO EN MI GRANJA COLORADO HUESO ELEFANTE PREHISTÓRICO PUNTO CAREZCO DINERO EXCAVAR PERO OFREZCO USTED PRIVILEGIO
El profesor Wright, siempre a la búsqueda de fósiles, salió disparado hacia Cheyenne en el primer tren que se le puso a tiro, y ningún otro verbo podría describir más exactamente su llegada. Entre sus contemporáneos, y sobre todo entre sus adversarios, se le conocía por el apelativo de Horace el Terrible, y era un hombre corpulento y arrogante, educado en Alemania y casado con la hija de un millonario textil de Nueva Inglaterra. Nunca visitaba un yacimiento; lo invadía, con dos ayudantes y, a ser posible, igual número de periodistas y fotógrafos. Vestía de etiqueta, con pantalones rayados, incluso cuando trabajaba con el pico, y aunque le retrataron muchas veces en diversas excavaciones espectaculares, nunca' apareció sin el sombrero de copa.
Le encantaba convocar a la prensa, dondequiera que trabajase, para anunciarles:
— Caballeros, en el día de hoy hemos descubierto uno de los más importantes secretos de la historia de la humanidad.
Sus colaboradores le odiaban y sus antagonistas de Yale le despreciaban. Era insufrible, ampuloso y brillante, e hizo más por el progreso de la paleontología que cualquier otra persona, en toda la historia de la ciencia norteamericana.
En Cheyenne, alquiló cuatro carretas y dos tiendas de campaña, contrató los servicios de un cocinero y, como un emperador, se puso en camino hacia el sur, rumbo al Risco de Creta. Levi Zendt y Jim Lloyd le esperaban allí y, cuando vieron la nube de polvo que se alzaba por el este, Jim comentó:
— Tal vez le escolta el ejército.
Pero sólo era Horace el Terrible, que viajaba de acuerdo con su estilo acostumbrado.
Ordenó al auriga que detuviese el vehículo junto al risco, y se apeó majestuosamente. A su estatura, que sobrepasaba el metro ochenta y dos, se añadía el sombrero de copa. Con seguro instinto y largas zancadas, se acercó al punto donde Levi había encontrado el hueso, al que no hizo ningún caso. Se arrodilló y, durante quince o veinte minutos, estuvo inspeccionando la base rocosa de la que se proyectaba el hueso y, al tiempo que hurgaba y sondeaba la piedra, emitía profundos gruñidos de satisfacción, como un cerdo que encontrase bellotas.
Llamó a sus ayudantes y les señaló las características de aquella base de roca, para preguntar después con notorio tono altivo:
— Bien, caballeros, ¿qué es?
— ¿Morrison? -aventuró uno de los jóvenes, titubeando.
— ¡Claro que es Morrison! -estalló el profesor-. Cabezas de chorlito, observen ese color purpúreo, las arcillas alternas, la textura. ¿Qué otra cosa puede ser, salvo Morrison?
Ni siquiera entonces se molestó en mirar el hueso. En cambio, indicó que se acercara al único periodista al que logró convencer para que bajase desde Cheyenne, y proclamó:
— Señor, puede usted informar al mundo expectante que aquí, en la propiedad de este buen hombre -colocó benévolamente su brazo derecho sobre el hombro de Levi Zendt-, he descubierto los huesos de un gran dinosaurio…
— ¿ Un elefante? -inquirió Levi.
— Infinitamente más antiguo.
— ¿Cuánto? -preguntó el periodista.
— Un millón de años… dos millones.
— Aún no ha mirado el hueso -observó el reportero.
— Mi buen señor -dijo el profesor Wright en tono condescendiente, a la vez que golpeaba con el pie la base roquiza-, esto es Morrison. ¿Comprende? ¡Morrison!
— ¿Quién es Morrison? -quiso saber el periodista.
— ¡Es una formación! -Al darse cuenta de que se estaba ganando la enemistad de la prensa, abandonó a Levi y rodeó al reportero con el brazo-. Se trata de una formación purpúrea de arcilla y roca. Existe una pequeña faja de ella que se encuentra por todo el Oeste, y donde uno tropieza con Morrison, da con dinosaurios. Por lo que se refiere a ésta…
Se dignó por fin echar un vistazo al hueso y, al hacerlo, quedó boquiabierto.
— Mi martillo -susurró. Cuando lo tuvo en la mano, empezó a golpear delicadamente la roca en que estaba empotrado el hueso, luego se deslizó a lo largo de la cara del risco y, al volver junto a sus hombres, una expresión de temor reverencial decoraba su rostro. Toda su pomposidad había desaparecido y era ya un hombre desconcertado por el golpe de suerte que acababa de recibir. Exclamó-: ¡Dios mío! Parece que tenemos un dinosaurio completo.
— ¿Sería un hallazgo… importante? -preguntó el periodista.
— Sería extraordinario -manifestó Wright en voz baja.
— ¿Cómo puedo llamarlo? ¿Qué nombre?
— Eso nos es imposible saberlo -repuso Wright.
Trabajó como un demonio. Pidió harina y periódicos viejos, con lo que preparó una espesa pasta protectora, en la que envolvió los huesos. En el curso de los días inmediatos, llegaron de todos los puntos de América informadores y fotógrafos para presenciar aquello, y todo nuevo visitante daba por supuesto, al ver el imponente risco de creta, que el dinosaurio estaba embutido allí, por lo que les sorprendía mucho que el profesor Wright trabajase en los purpúreos depósitos de la base de la escarpadura.
— La Morrison está aquí -explicaba una y otra vez. Clavó estacas para indicar la increíble extensión del esqueleto en el que estaba trabajando-. Tal vez tenga más de veinte metros -calculó, y hasta el más escéptico de los visitantes tuvo que sentirse impresionado.
Por fin, llegó el día en que se consideró en condiciones de emitir un comunicado oficial, de modo que reunió a los miembros de la prensa y a los científicos visitantes y se presentó ante ellos, vestido con un traje negro y tocado con sombrero de copa.
— Caballeros -articuló en tono grave-, tengo el honor de anunciarles que he descubierto en este lugar el esqueleto articulado de un dinosaurio, una osamenta completa, cuya longitud es de veintitrés metros y medio y su peso alcanza aproximadamente las treinta toneladas. No falta un solo hueso, por lo que esto debe convertirse en el hallazgo supremo de todos los tiempos.
Declaró después que el esqueleto, una vez desenterrado, iría a un museo de Berlín.
— Pero -preguntó alguien-, si es un descubrimiento tan importante como usted dice, y si se ha hecho en América, ¿por qué permite que se traslade a Alemania?
— El mundo de la ciencia es internacional -proclamó el profesor Wright-. Los museos de Alemania me ayudaron en mis comienzos. Ahora les ayudaré yo a ellos.
Aquello desencadenó una polémica de ciertas proporciones, a la que puso fin Levi Zendt, manifestando que el esqueleto le pertenecía, puesto que lo encontraron en su propiedad, y que estaba de acuerdo con el profesor Wright. Él, Zendt, había venido de Alemania -es decir, su familia- y no dejaba de ser apropiado que enviase un presente a su patria de origen.
— Gracias, mi buen hombre -dijo Wright-. Estaba seguro de que podía contar con usted.
Así que el notable esqueleto fue embalado y remitido a Berlín, lo que indujo a un político de Denver, que se había graduado en Yale, a manifestar:
— ¿ Qué otra cosa podía esperarse de un hombre de Harvard?
Durante el verano siguiente, en las Muelas del Crótalo, Horace el Terrible descubrió una impresionante serie de huesos de titanoterio, acompañados de esqueletos completos de camellos, mamuts y lobos. Pero lo que mayor interés despertó, en especial por parte de los ganaderos del Oeste, fue el hallazgo que hizo el profesor, en años subsiguientes, de preciosos esqueletos de cuatro de los progenitores del caballo: eohippus, mesohippus, miohippus y el crucial y determinante merychíppus.
Cuando el docto tirano dio por concluidas sus excavaciones, los hombres sabían que, en las edades pretéritas, la tierra de Colorado había sido compartida por gigantescos dinosaurios imposibles de imaginar, bisontes de cuernos inverosímiles, titanoterios y animales todavía no representados, y los hombres tomaron conciencia del hecho de que la tierra que dieron por supuesto era suya, había pertenecido también a otras criaturas.
Acaso el efecto más duradero en la localidad, consecuente a la frenética invasión del profesor Wright, lo constituyese algo que dijo casualmente a Jim Lloyd, mientras empaquetaba sus cosas después de la excavación en las Muelas del Crótalo. Había encontrado un pequeño tesoro, el esqueleto articulado de un eohippus, la diminuta criatura que se desarrollara hasta convertirse en el caballo, y, al tiempo que lo contemplaba, comentó:
— En su buena época debían de abundar tanto como los conejos.
Jim repitió aquellas palabras a los hombres del rancho y, a veces, cuando veían alguna liebre corriendo por la parda hierba, pensaban en tiempos remotos y en otras hierbas, cuando los minúsculos caballos eran tan abundantes como los conejos.
Lo que Jim Lloyd llamaba esperanzadamente su "asunto amoroso con Clemma Zendt" no marchaba nada bien. Nunca marchó bien. Desde el principio, fue una cosa ridícula, en la que el amor apenas puede decirse que interviniese. Para hablar con propiedad, no pasó de necia obsesión, aunque más profunda de un año para otro.
Había empezado aquel día del mes de julio de 1868 en que el señor Seccombe aceptó a Jim como uno de sus nuevos vaqueros. Aquella mañana, al alejarse de la Granja de Zendt para rematar la conducción, Jim cabalgaba con la imagen de la encantadora muchacha india, que se había grabado en su cabeza, y comprendió que la necesitaba. La agotadora cabalgada desde Texas, los tiroteos que transformaron al chico en un hombre y la idea de que nunca más volvería a ver a su madre provocaron en el ánimo de Jim una enorme apetencia de amistad, por lo que, en cuanto entregó los cornilargos al Venneford, regresó a la aldea y se presentó en la tienda.
— Me llamo Jim Lloyd -manifestó con repentina turbación-. Me pregunto si…
No pudo acabar la frase. Le resultaba imposible salir con un: "Pido permiso para salir con su hija" y, por si fuera poco, se ruborizó adicionalmente cuando el hermano mayor de la muchacha cruzó el establecimiento con gran aparato ruidoso y preguntó en tono brusco:
— ¿Qué deseas, hijito?
La señora Zendt, mujer comprensiva, de tez morena y ojos sonrientes, que había observado la escena de aquella mañana y era capaz de suponer la naturaleza de la misión de Jim, acudió a rescatarle de ulteriores confusiones.
— ¿Quieres abrir una cuenta de crédito? -preguntó.
— ¡Eso es!
Jim vio el cielo abierto.
La mujer le explicó el sistema mediante el cual le reservaría una página del libro de contabilidad, y la atención solemne con que el chico escuchaba las instrucciones hizo comprender a la señora Zendt lo maduro que era aquel aparente mozalbete. "De catorce se pasa a cincuenta", algo así había dicho el señor Skimmerhorn.
Sabedora de que lo que Jim deseaba era ver a Clemma, la señora Zendt dijo como la cosa más natural del mundo:
— ¿Te gustaría tomar una taza de café… en la cocina… con mi hija?
— jSí! -se apresuró a aceptar el muchacho, y conoció a Clemma.
Qué chiquilla más deliciosa era en aquellas fechas, a sus trece primaverales años, con sus mejillas coloreadas y su mohín tímido. Cuando le vio sonreírla, durante la operación de llevar los cornilargos a través del Platte, Clemma supo que aquel vaquero la buscaría; asimismo, la chica conocía instintivamente los trucos a los que necesitaba recurrir, caso de desear que el muchacho volviera. De modo que adoptó la actitud de no manifestar interés alguno hacia él, aunque se colocaba de forma que el vaquero no pudiese quitarle los ojos de encima. Y de vez en cuando, bajo la mirada de Jim, Clemma torcía la cabeza de manera tan coquetona que la boca del joven se quedaba abierta de maravilla ante el encanto de la moza.
El señor Skimmerhorn le había dicho: "En parte, es india", y Jim comprobaba ahora que esa circunstancia aparecía en los altos pómulos y en el mentón cuadrado de Clemma. Sus ojos eran oscuros y llevaba la morena cabellera en trenzas adornadas con púas de puercoespín entretejidas, al viejo estilo. Pero había algo más, indefinible, que corroboraba que la muchacha, efectivamente, era india: la absoluta y suave desenvoltura de sus movimientos.
Lo que Jim no fue capaz de percibir era que Clemma contaba con el sentido del humor propio de la mujer india, una burlona forma de ver la vida, que había heredado de su madre y que ahora proyectaba sobre su primer pretendiente. Amargaría la existencia de Jim, pero también la haría refulgente.
En el curso de los dos años inmediatos, cada vez que Jim iba al pueblo, trataba de hablar en serio con Clemma, pero ésta siempre le desairaba, porque, para ella, no era más que un tosco vaquero, carente de atractivos, y la chica había empezado ya a pensar en algo más refinado y agradable. Estudiaba a los forasteros que, en su camino de Omaha a Denver, se detenían en la tienda, y de ese examen derivó para la muchacha la definición de lo que debía ser un caballero. En consecuencia, Jim no le parecía más que un chiquillo mucho más joven que ella.
A sus dieciséis años, Jim decidió hacer algo que la convenciese de que él era una persona formal. Eligió un domingo y, vestido con sus mejores ropas, cabalgó hasta la aldea y ató su caballo al travesaño colocado delante de la tienda. Esperó allí a que los Zendt volvieran de la iglesia y, cuando vio a Levi, se acercó a él con gesto resuelto y le preguntó;
— ¿Podría hablar con usted, señor Zendt?
El comerciante asintió y Jim le siguió al interior de la sala de estar. Cogidas las manos a la espalda, declaró:
— Señor Zendt, deseo cortejar a su hija.
Levi no sonrió. Al fin y al cabo, él se casó con ElIy cuando la muchacha apenas era un poco mayor que Clemma, por lo que la idea de un noviazgo formal no resultaba absurda. Se dispuso a tratar a Jim con dignidad, y señaló:
— James, no he observado indicio alguno de que Clemma esté deseosa de que la cortejes tú o cualquier otro. ¿Has arreglado el problema con ella?
— No, pero lo haré.
— En esta clase de asuntos, James, lo mejor es ajustar primero las cosas con la chica.
— Creí que, por respeto a usted y a la señora Zendt…
— Agradecemos tus considerados modales, y Clemma también lo apreciará.
Pero cuando Levi envió a Jim a hablar con la muchacha, ésta se echó a reír en su cara.
— ¿A quién se le ocurriría tal cosa? -se mofó, negándose a tomar en serio al chico.
Así que Jim salió corriendo del establecimiento, corrido y confuso.
Durante los tres años siguientes, Jim volvió por allí a menudo, ávido de conseguir una mirada de Clemma, pero ella insistió en seguir ignorándole. En absoluto menguó eso el ardor del joven; por el contrario, intensificó su obsesión y cuando, vencida por el aburrimiento, la chica le concedió un día el inmenso favor de permitir que la acompañase a dar un paseo entre los álamos y Jim la besó, el vértigo hizo presa en el vaquero.
A lo largo de los meses siguientes, recordaría aquel beso; atravesaba su cerebro, abrasándolo. Llegó a convencerse de que Clemma Zendt había sido creada pata él, que sólo aquella fémina podía llenarle la otra mitad de su vida.
Los demás vaqueros, una pandilla vigorosa, consideraron terca aquella conducta y le aconsejaron:
— Lo mejor que puedes hacer es olvidar a esa zagala india y buscarte algo bueno en Cheyenne.
Pero la idea le resultaba inadmisible, y sus compañeros empezaron a pensar que acaso fuera un mozo afeminado. Entonces llegó R. J. Poteet con otra consignación de cornilargos. En la conducción le acompañaba Bufe Coker, que había decidido probar suerte en Colorado.
— No subestiméis a Jim Lloyd -dijo a los vaqueros del Venneford-. A la edad de catorce años, mató a un hombre.
Y los muchachos empezaron a tratar con más respeto a aquel joven lunático.
En 1873, cuando contaba diecinueve años, Jim decidió que había llegado el momento de declararse formalmente. Tenía un buen empleo, algunos ahorros y alojamiento en el rancho, donde podía albergar una familia. De nuevo, eligió un domingo y, de nuevo, se vistió con lo mejor de que disponía, pero en aquella ocasión, cuando los Zendt regresaban de la iglesia, hizo caso omiso de Levi y de Clemma y se fue directamente a la señora Zendt.
— Creo de veras que la felicidad de Clemma depende de que se case o no conmigo -dijo solemnemente.
— Pudiera ser, Jim.
— ¿Por qué no razona con ella, señora Zendt?
— Mira, Jim, si ella no…
— ¿Es que la gente no puede darse cuenta de que soy una persona responsable?
— Claro que lo eres, Jim. Serías un marido maravilloso…
— Entonces, por favor, hable con ella.
La señora Zendt se sentía violenta, no por la torpe propuesta de Jim, sino por lo que se veía obligada a comunicarle. Lo decente hubiera sido que la propia Clemma le diese la noticia, pero la muchacha nunca tomó en serio a Jim y no se le ocurrió que debía al pretendiente aquel detalle. Así que la tarea quedó para la madre.
— Jim, el matrimonio ahora es imposible. Clemma se va a Saint Louis.
Jim permaneció silencioso en la silla. Sus ojos parecieron quedar desenfocados, como si alguien acabase de propinarle un golpe en la cabeza con la culata de un rifle. Después, como si le llegaran de la lejanía, volvió a oír las palabras.
— Se va a Saint Louis, como hice yo cuando tenía su edad.
Para recibir educación. Para convertirse en una dama. Y, lo mismo que yo, volverá.
Así ocurrió. La señorita Clemma Zendt, de dieciocho años, con un parasol sobre su persona, fue en la carreta de Jim hasta Cheyenne, donde tomó el Union Pacific, rumbo a Saint Louis. Allí, se hospedó en casa de su primo, Cyprian Pasquinel, el congresista de pelo blanco, entrado ya en años, quien la ingresó en el colegio de monjas al que había ido la madre de Clemma, en 1845. Las cartas de la muchacha a su casa fueron poco frecuentes.
Dos meses después de la marcha de Clemma, Jim se presentó en la tienda, para manifestar en tono ceremonioso:
— Si Clemma va a recibir esa buena formación educativa en Saint Louis y si yo voy a casarme con ella algún día, ¿no creen que lo mejor sería que me educase también, aquí?
A Levi y Lucinda les pareció una idea estupenda y le sugirieron que tomase lecciones de la señorita Keller, mujer de mediana edad que ejercía la función de maestra de escuela. De modo que, tres noches por semana, cuando sus obligaciones no le exigían estar en los Campamentos Avanzados Uno o Dos, Jim se dirigía a la granja de Stumper, donde vivía la señorita Keller en plan de pensión, y daba sus clases.
Aprendía historia norteamericana, matemáticas, algo de poesía y, sobre todo, asimiló cierto sentido de la continuidad del hombre y de su ilimitado potencial. La señorita Keller, una dama de Nueva Inglaterra que tendría unos treinta y cinco años, no supeditaba su mentalidad a unos horizontes restringidos; para ella, las lecciones de Roma y Londres eran tan pertinentes como las de Nueva York y Chicago, y opinaba que, con mucho, los hombres y mujeres que se fijaban con espíritu abierto una meta importante siempre llegaban más lejos que quienes se resistían a comprometerse en algo.
Gracias a la señorita Keller, Jim tomó conciencia por primera vez de las enormes injusticias que padecía el Oeste.
— Viene a ser así, Jim: Al término de la Guerra Civil, mi padre compró en Kansas una granja, por nueve mil dólares. Pagó cinco mil en efectivo y gestionó una hipoteca por los restantes cuatro mil. En aquella época, había una cifra X de dólares en circulación.
— ¿Qué significa X?
— Del álgebra. Recuerda. Una incógnita arbitraria.
— Claro.
— Bien, a partir de entonces, la población de Estados Unidos continuó incrementándose, pero la cantidad de dólares seguía estancada en X. ¿Comprendes lo que eso significa?
— Que, para pagar la hipoteca, su padre de usted tenía cada vez menos oportunidad de conseguir los dólares necesarios.
— ¡Exacto! El sistema hace que el rico se enriquezca cada vez más y el pobre sea cada vez más pobre.
Hablaba también de los ferrocarriles.
— Disponen de esa fantástica superficie de terreno otorgada por el gobierno, que en realidad es del Oeste, tuya y mía, y cuando se hayan hecho con el monopolio, nos cobrarán lo que quieran. ¿Sabes que a un granjero de Illinois le cuesta dos dólares enviar un novillo a mil quinientos kilómetros de distancia? Y a un granjero de Colorado le cuesta cuatro dólares. Ocurre lo mismo con el trigo, con la madera, con los tejidos que llegan aquí. Los ferrocarriles nos crucifican, vamos a ser sus criados.
Se refería especialmente a la plata, cosa en la que Jim nunca pensó.
— ¿Sabes por qué esta nación está cayendo ahora mismo en el pánico? Porque la gente que cuenta con dólares oro no permite que se pongan en circulación dólares de plata. No quieren que tú y yo compremos al gobierno un dólar de plata a cambio de cien centavos de nuestro trabajo. Desean obligarnos a comprarles a ellos dólares de oro, pagándolos con trabajo nuestro por valor de ciento setenta centavos. Este país tiene que hincar la rodilla. porque no hay dinero en circulación.
A veces, se indignaba al expresar alguna injusticia.
— ¿Sabes por qué los ingleses son dueños de la hacienda en la que trabajas? ¿Y por qué les pertenecen también otros grandes ranchos de Wyoming? Porque en los Estados Unidos no circula suficiente dinero en metálico. Los norteamericanos como tú y mi padre no pueden conseguir efectivo con el que adquirir tierras o criar ganado. A mi padre le hubiese encantado poseer el Rancho Venneford… de haberle sido posible obtener un préstamo de los banqueros de Chicago, tal como los ingleses lo obtienen de sus bancos de Londres.
Así que Jim estudió en los libros que la mujer le proporcionaba, textos con los que nunca hubiera tropezado por sí mismo: Sobre el origen de las especies y Descendencia del hombre, de Darwin; Selección natural, de Alfred Russel Wallace; Cultura y anarquía, de Matthew Arnold, y Vida dura, de Mark Twain.
Mediante tales preceptores, Jim se convirtió en un hombre instruido, con una idea y unos conocimientos bastante claros acerca de lo que sucedía, no sólo en Nueva York y Washington, sino también en Venneford y en el Campamento Avanzado Tres.
Las noticias que le llegaban de Saint Louis no eran buenas.
A veces, en la Granja de Zendt se detenían viajeros que regresaban a Denver, los cuales informaban de cómo Clemma Zendt le estaba robando el corazón a la ciudad pórtico:
— Nos parece que asiste a un baile u otro todas las noches. La chica es muy popular entre los oficiales jóvenes.
Una noche, después de clase, Jim entró en la tienda y dijo a los Zendt:
— Estoy preocupado. Clemma no contesta mis cartas…
— ¡Jim! -exclamó Lucinda, mientras servía café y preparaba una fuente de buñuelos-. ¡Está ocurriendo lo mismo de la otra vez! Pregúntale a Levi. -Se echó a reír y besó a su marido-. Me da en la nariz que Clemma ha pensado en no volver nunca a un villorrio como éste… después de haber conocido Saint Louis.
Una sonrisa de delicia apareció en su rostro al recordar aquellas fechas y alargó la mano hacia la de su esposo.
— Tantos jóvenes -musitó- a mi alrededor, pero volví junto a mi querido alemanito.
Clemma también volvió, en el verano de 1874, convertida en una muchacha alta y esbelta, con la negra cabellera recogida en un moño sujeto a la parte superior de la cabeza, y, salvo los altos pómulos, nada evidenciaba que fuese parcialmente india. Era ya una dama, de diecinueve años y de una belleza que en cierto sentido resultaba completamente nueva. Había adquirido una curiosa languidez y parecía algo incómoda en el establecimiento de su padre. Sin que viniese a cuento, a veces dejaba caer comentarios relativos a que había estado en Chicago y que también hizo una visita a Nueva York, para ver a la familia de un joven oficial destinado en los fuertes del sur de Saint Louis.
Jim Lloyd le parecía ridículamente estirado y un muchacho con el que no resultaba muy divertido estar, ya que se pasaba todo el rato declarándosele o aireando los conocimientos sobre cosas que había asimilado recientemente, pero que a ella no le interesaban. Clemma le preguntó una vez si bebía y el muchacho fue incapaz de comprender que le estaba insinuando que deseaba un whisky. En lugar de ponerse a la altura de las circunstancias, Jim Lloyd dijo con torpe firmeza:
— Bufe Coker bebe una barbaridad, pero es sureño.
Cuando llegó el momento de que la joven regresara a Saint Louis, al objeto de estudiar su último curso, no dio muestras de preocuparse en absoluto por los sentimientos de Jim y ni siquiera hizo intención de ofrecerle un beso, pero al ver la desesperanza que brillaba en los ojos del chico, se inclinó por encima del antepecho de la ventanilla del tren, le tomó la mano y manifestó alegremente:
— No estés tan triste, Jim. Volveré.
Durante tres meses, Jim vivió alentado por aquel jirón de esperanza, pero al llegar las Navidades ya no pudo seguir engañándose. Sentado en la cocina de los Zendt, declaró que Clemma no le había escrito una sola carta, confesión que hizo que la señora Zendt estallase en lágrimas.
— ¡A nosotros sí que nos ha escrito! -dijo amargamente, al tiempo que enseñaba a Jim una misiva.
Que rezaba: Mamá: El teniente Jack Ferguson y yo nos casamos el l0 de diciembre. Vive en Nueva York y es muy simpático. Pronto voy a tener un hijo.