426 "
512 "
— Y esos kilos más te proporcionan su equivalente en dólares. Con la misma cantidad de pasto o pienso, la res cruzada representa cerca de noventa y cinco kilos más por animal, y eso es beneficio.
Esperó a que Garrett estudiase la tabla y luego añadió en tono confiado:
— Creo que, gracias a tu estupenda reputación de ganadero, podré conseguirte un par de conejos.
— ¿Conejos?
— ¿No estás enterado del último logro desarrollado en Canadá? -Al contestar Garrett negativamente, Grebe explicó-: Como sabes, ninguna de las razas exóticas europeas puede importarse en Estados Unidos. Por la glosopeda. Así que llevamos ejemplares a Canadá y exportamos desde allí esperma congelado, en recipientes herméticos. Todos esos grandes toros que ves en los folletos viven en Canadá. No tenemos ninguno en los Estados.
"Pero un equipo de eminentes veterinarios canadienses ha ideado un sistema que francamente me maravilla. La cosa se realiza con conejos y el proceso es el siguiente: Localizan la mejor vaca Simmental del mundo. Le inyectan hormonas, para que produzca no uno o dos óvulos, sino veintenas. Luego la inseminan con el mejor semental de la raza, de forma que en vez de alumbrar un estupendo ternero al año, como una vaca ordinaria, esa hembra queda preparada para producir dieciséis o diecisiete de una vez.
"Naturalmente, su matriz no sería lo bastante grande para conseguirlo, de modo que, en cuanto los óvulos están fecundados, se abre a la vaca -una operación perfectamente inofensiva- y se sacan de las trompas los óvulos fertilizados, con lo que disponemos de cosa de una docena de terneros potenciales, producto de los dos padres más magníficos del mundo.
"Pero no los necesitamos en Canadá, los queremos en los Estados Unidos. Y en este punto entran los conejos. Tomamos conejas a punto de concebir y colocamos en sus úteros los óvulos inseminados de Simmental, que se desarrollan exactamente tan bien como lo harían en el útero de una vaca. Las conejas vuelan a los Estados Unidos, donde se las opera. Se les extraen los óvulos, los cuales se plantan en cualquier vaca sustancial que se encuentre disponible. No tiene por qué ser una hembra Simmental, puesto que las características del futuro animal se encuentran en el óvulo, no en la madre suplente.
"A su debido tiempo, la madre sustituta da a luz su retoño, que es un SimmentaI de pura raza, tan hermoso como cualquiera criado en Suiza.
Garrett se echó hacia atrás en el asiento. Tales manipulaciones en la naturaleza estaban fuera de su comprensión, y la imagen de una coneja de novecientos gramos llevando en su matriz un toro potencial de novecientos kilos resultaba absurda.
— ¿Es legal? -preguntó.
— Bueno -repuso Grebe-, puede que no lo sea durante mucho tiempo más, pero me gustaría que importases tres o cuatro de esas conejas, porque aún no te he dicho lo mejor del asunto.
Cada roedor de ésos va impregnado con dos óvulos, que se ponen dentro de la vaca madre, de modo que, de vez en cuando, lo que uno tiene no es un Simmental, sino una pareja de gemelos. Hemos descubierto un sistema para lograr que la vaca alumbre gemelos en el ochenta por ciento de los casos. Así que, con cuatro conejas, lo lógico es esperar que consigas siete terneros seguros y ocho probables.
Las ideas llegaban a excesiva velocidad para que Garrett pudiese asimilarlas, así que paseó durante unos momentos por la estancia.
— ¿Es bueno el cruce Simmental-Hereford? -preguntó por último.
— En mi opinión, es el mejor -dijo Grebe-. Claro que tal vez me deje llevar por los prejuicios. -Al observar atentamente a Garrett comprendió que había llegado el instante oportuno para repetir el argumento decisivo que necesitaba el remate de toda venta-. Lo bueno del asunto consiste en que el Simmenta1 tiene todo el aspecto del Hereford. No habrá transcurrido mucho tiempo antes de que los nuevos animales te gusten tanto como los Hereford.
— Eso lo dudo -repuso Garrett. Permaneció unos minutos con la vista levantada hacia las cabezas de alce, y luego adoptó su decisión-: Adquiriré treinta de tus mejores fotos, Grebe. Quince mitad y mitad. Y quince tres cuartos. Conservaré treinta de mis mejores toros Hereford y dividiré el rebaño. Veremos cuál resulta mejor.
— Espléndida idea -se apresuró a alabar Grebe-. ¿Quieres acompañarme a Montana para elegirlos?
— Me fío de ti, Tim.
— En tal caso, me encargaré de que consigas las condiciones superiores.
Cuando Grebe se hubo ido, Garrett fue a comunicarle a Flor:
— Ya está hecho. Venderemos la mitad de los toros Hereford.
La mujer nunca había entendido gran cosa de ganadería y no pudo apreciar la gravedad de la determinación adoptada por su marido, pero se daba cuenta al cariño que Paul tenía a los carialbos, así que dijo consoladoramente:
— Los nuevos van a encantarnos lo mismo.
Esas palabras no representaban mucho alivio, así que Garrett besó a su esposa, salió del castillo, ensilló el caballo y cabalgó hacia los prados lejanos.
"¡Cómo se repite la historia! -pensó-. Hace un siglo, millonarios ingleses destinaron parte de los beneficios que obtenían con la industria textil a la compra de extensos ranchos y a la introducción aquí del Hereford. Hoy, magnates texanos del petróleo y médicos de Chicago compran con dólares de impuestos los mismos ranchos e introducen animales como el Simmental. Siguen siendo grandes señores absentistas quienes compran terrenos en plan de inversión."
Cuando llegó a los campos donde pastaban las reses, inició la penosa tarea de seleccionar los toros que conservaría y las cabezas que iba a enviar a la fábrica de embutidos, pero después de examinar a diecinueve animales, sólo había condenado a uno e indultado a dieciocho.
— Al diablo con esto -refunfuñó-. Que haga otro la elección.
Emprendió el regreso y luego dio media vuelta para echar una última mirada a las grandes bestias de cuernos inclinados junto a los ojos. Nunca tuvieron mejor aspecto.
— ¡Dios! -murmuró Garrett-. Confío en no equivocarme al venderlos.
A primera hora de la mañana del sábado, 24 de noviembre, el gobernador remitió a Garrett, por medio de un mensajero especial, una copia confidencial, inédita, de un informe preparado por un equipo de investigadores científicos que trabajaban en Montreal (Canadá). Llevaba una nota: "¿Qué podemos hacer al respecto?" Fascinado, Garrett leyó aquel estudio. Había oído rumores de tal recopilación y se preguntó entonces qué tal quedaría su estado. Esperó que Colorado figurase en un lugar moderadamente bueno, pero los resultados le dejaron sorprendido.
Los científicos habían planteado un sencillo problema: "De los cincuenta estados, ¿cuáles proporcionan la mejor calidad de vida y cuáles la peor?" Aislaron cuarenta y dos criterios que todo ciudadano razonable aceptaría como importantes. Garrett consultó la lista y trató de valorar Colorado:
¿Cuántos odontólogos por 1.000 habitantes? ¿Cuántas camas de hospital por 1.000 habitantes?
¿Cuántos kilómetros de vía fluvial incontaminada PO!' 1.000 habitantes?
¿Cuántos libros en bibliotecas públicas por 1.000 habitantes?
¿Cuántos kilómetros cuadrados de bosque o parque nacional por 1.000 habitantes?
¿Cuántas pistas de tenis por 1.000 habitantes?
Cuando los científicos establecieron la clasificación de los estados, Garrett comprobó, con gran asombro, ¡que Colorado encabezaba la lista! En segundo lugar se encontraba California, seguida de Oregón, Connecticut, Wisconsin y Wyoming. Ocupaban los últimos puestos aquellos estados sureños que hasta hacía pocos años se negaron a dedicar fondos para parques, campos de juego y libros con destino a bibliotecas, por temor a que los negros también los utilizasen.
La valoración plantearía un serio problema a Colorado, porque en cuanto el informe se publicase en toda la nación, como iba a publicarse, miles de personas que sólo vagamente pensaron en mudarse de estado se sentirían entonces animadas a hacerlo, y se produciría una oleada de inmigrantes y el correspondiente diluvio de protestas locales.
Garrett se disponía a apartar el informe, figurándose que serían otros quienes afrontarían los problemas que presentaba, cuando observó que el gobernador había señalado una de las notas de pie de página. Decía:
La ventaja de Colorado en el cuadro comparativo sería aún mayor de no mediar el sorprendente mal uso que se ha hecho de uno de sus recursos principales, el río Platte. A su paso por Denver, esta corriente parece considerarse cloaca pública. Se encuentra en lamentables condiciones y da pie a la sospecha de que, ni en la asamblea legislativa de Colorado ni en el ayuntamiento de Denver, hay una sola persona, hombre o mujer, que se preocupe lo más mínimo del río. Recomendamos a Colorado que envíe una comisión a San Antonio (Texas), con el encargo de estudiar minuciosamente lo que ha conseguido dicha urbe en lo referente a la utilización de su insignificante río. El alarde de imaginación creadora que constituye la aldea de viejo estilo mexicano, La Villita, podría duplicarlo cualquier ciudad decidida a salva! su historia, y Denver, con sus enormes recursos, incluso podría lograr más. No deja de ser una desgracia el que permita la devastación de un río, dentro de sus fronteras estatales.
A mediados de diciembre, esta crítica sacudiría a los periódicos locales y en artículos de fondo se preguntaría por qué toleraba Colorado el continuo abuso del Platte:
Y los censores tendrán razón, Vernor. Maldita sea, tienen razón. La Tierra es algo que uno protege todos los días del año. Un río es algo que uno defiende en todo su curso, centímetro tras centímetro. Todos los hombres que intentaron salvar el río han muerto ya, ¿y qué hemos hecho los individuos como yo en los últimos veinte años? Sólo el futuro nos juzgará y los hombres como yo hemos permitido que no se cuidase el río… para desdicha nuestra.
A continuación, Garrett hizo algo que induciría a sus conciudadanos a preguntarse si estaría en su sano juicio. Decidió no asistir al partido de fútbol americano Colorado-Nebraska, ¡a pesar de que tenía entradas!
— ¡Flor! -llamó-. ¿Y si telefoneases a Norman? Dile que tenga listo el avión.
— Tenemos que marcharnos ya al campo de fútbol.
— Vamos a saltarnos el partido.
— ¿Y la merienda?
— Nos la llevaremos.
— ¿Pero y las entradas?
El ápice de la temporada social en Colorado era el encuentro futbolístico con Nebraska. Las buenas localidades podían cotizarse a doscientos dólares el par, e incluso más, si el día era espléndido, y asistir a aquel rito casi sagrado representaba para una chicana algo tan especial que hasta Flor, cuyo sentido de la vanidad era escaso, tenía que considerarse complacida. Puesto que Denver carecía de ópera, de teatro regular y de grandes bailes, toda la vida cultural se concentraba en un encuentro futbolístico y a Flor no le faltaba razón para asombrarse por el hecho de que su marido desperdiciase sus entradas.
— Llama a Sam Pottifer -dijo Paul-. Creo que se quedará con ellas de mil amores.
Mientras Garrett se afeitaba, la mujer telefoneó a Pottifer, millonario de Chicago que había comprado recientemente una extensa superficie de terreno en las estribaciones situadas al oeste de Centenario. Al hombre le maravilló la buena suerte que cayó sobre él en el último momento. Como recién llegado a la comarca, había intentado en vano conseguir un par de localidades, pero ni siquiera sus inmensas riquezas le permitieron irrumpir en el círculo mágico de quienes poseían billetes para la temporada.
Importantes familias del estado seguían con interés un pleito relacionado con dichas localidades, el cual da idea del valor de las mismas. Había pasado ya por los tribunales ordinarios y se encontraba en el Tribunal Supremo. Un hombre llamado Colson y su esposa tenían localidades sobre la línea de cuarenta yardas, cuyo abono conservaban desde unos treinta años antes. La señora Colson falleció y la Universidad decidió que Colson sólo necesitaba ya un solo asiento, por lo que, arbitrariamente, le desposeyó del otro y se lo adjudicó a alguien que llevaba once años esperando una entrada. Colson entabló demanda, solicitando un mandamiento judicial que ordenase a la Universidad la devolución del segundo asiento, sobre la base lógica de que el despojo le condenaba a la soltería, ya que "ninguna mujer que se respetase a sí misma, de la clase con la que yo puedo desear casarme, tendría en cuenta mi petición de matrimonio, al saber que sólo dispongo de una entrada para los partidos de fútbol de la Universidad".
De modo que la cesta de la merienda preparada por Flor y que estaba destinada a ser consumida a la sombra del estadio, compartida con las primeras familias del estado, fue cargada en el "Beechcraft" y, a las diez, los recién casados se hallaban en el aire, volando en dirección oeste, hacia las altas Rocosas.
— ¿A dónde vamos? -preguntó Flor, entusiasmada.
— Tengo que revisar el Platte e informar al gobernador.
— El río está por allí -dijo Flor, al tiempo que señalaba hacia el sur.
— La parte que quiero ver, no.
Por debajo de ellos no había el menor rastro del Platte; sólo las cumbres, una tras otra, en impresionante congregación. Los pasos peligrosos ya estaban cerrados por la nieve y rebaños de alces se reunían en puntos donde, poco tiempo atrás, los excursionistas veraniegos habían montado sus tiendas de campaña. Era un mundo de blancura y, si un avión se estrellase allí, cosa que todos los inviernos le ocurría a más de uno, podía permanecer invisible durante meses antes de que lo descubrieran.
El aeroplano torció hacia el sur, para entrar en la zona donde otrora florecieron pequeñas aldeas mineras y, en Fairplay, una diminuta corriente, apenas perceptible, se deslizaba a través de la nieve.
Garrett aleccionó al piloto para que siguiese aquella derivación del South Platte a través de altiplanicies situadas a dos mil cuatrocientos metros de altura y hacia las cascadas que originaba la corriente en su descenso sobre las planicies.
A lo lejos, Flor distinguió la neblina suspendida como una nube encima de Denver. Pensó que iban a adentrarse en ella, pero el piloto volvió a virar hacia el oeste y sobrevoló el valle de otro ramal. Aquella ramificación penetraba hasta las montañas más altas, una corriente minúscula perdida entre picachos.
La confluencia de los dos ramales formaba el South Platte, y durante aproximadamente una hora, Garrett y su esposa los recorrieron en ambos sentidos, sin descubrir un solo error en su utilización. Mientras aquellas vías fluviales se deslizaban por las montañas, eran puras y libres; era al mezclarse con los hombres cuando empezaba el mal uso de las mismas.
En las proximidades de Denver, el Platte se convertía en algo escuálido, comprimido entre orillas sucias; era uno de los tramos más feos de río norteamericano, no mucho mejor que el Cuyahoga, que un día se incendió en Cleveland a causa de su sobrecarga de basura y petróleo. Con la mirada fija en el río y la bruma, Garrett preguntó a Flor:
— Si Colorado es el primero de la lista, ¿cómo crees que deben estar los otros?
Al noroeste de Denver se encontraba la ciudad universitaria de Boulder. Garrett dio instrucciones al piloto para que sobrevolase el inmenso estadio gris y observó que todos los alrededores estaban rebosantes de automóviles estacionados. Miles y miles de coches. Se preguntó cómo iría el partido. Todos los años, los seguidores de Colorado prometían que aquella vez iban a derrotar a Nebraska, y todos los años sus esperanzas quedaban sin cumplir: 1970, Nebraska, 29-Colorado, 13; 1971, Nebraska, 31-Colorado, 7; 1972, Nebraska, 33-Colorado, 10…
Mientras contemplaba el frenético espectáculo que se desarrollaba a sus pies y en el que tantas veces había participado, como jugador y como espectador, Garrett se dijo que si una inteligencia superior, marciana por ejemplo, aterrizase en los Estados Unidos para estudiar durante un año su sistema educativo, ese cerebro sería incapaz de comprender el accidental desarrollo de los acontecimientos, a través del cual universidades estatales norteamericanas se convirtieron en empresas impulsoras de equipos profesionales de fútbol. A las universidades no se las juzgaba por sus bibliotecas, por sus centros de investigación o por sus cursos de filosofía, sino tan sólo por su capacidad para adquirir un equipo de fútbol americano, la mayor parte de cuyos miembros no procedían del estado que representaban, ni residían siquiera en él. A menudo, tampoco eran estudiantes relacionados con la universidad; se trataba principalmente de hombres jóvenes, dedicados a la tarea de conseguir un buen contrato con algún equipo profesional reconocido, en cuanto obtuviesen la supuesta titulación en unas instituciones pedagógicas donde en realidad nunca participaron. Garrett, que había jugado de medio en Colorado, cuando el equipo era verdaderamente aficionado, podía reírse ahora del sistema:
Es la pauta más demente que se haya ideado nunca. Ahí están ciudadanos de dos grandes estados, dispuestos a exaltarse al máximo a cuenta de un encuentro de fútbol que juegan, no muchachos de su tierra natal, sino tipos duros contratados a golpe de fajos de billetes en todos los Estados Unidos. Un alto porcentaje de esos jugadores son negros a los que no se recibiría precisamente con los brazos abiertos, en el caso de que desearan quedarse en el estado concluidos sus días de jugadores. Los miman, los pagan y los llevan en palmitas; después los despiden con una patada en el trasero. Durante una tarde de sábado, en noviembre, el prestigio de dos estados depende de la actuación de esos hombres. ¡Y todo este maldito asunto se hace en nombre de la educación!
Al norte de Boulder, cruzaron el valle del Cache la Poudre, y el avión volvió a adentrarse por las montañas, donde Garrett indicó los lagos construidos por Brumbaugh el Patata. Cuando el "Beechcraft" se elevó hasta una altitud de cuatro mil doscientos metros, Garrett señaló el túnel que los hombres de Brumbaugh habían excavado bajo las montañas, al objeto de escamotear un río de Wyoming para que el Platte fuese más fructífero.
El avión torció hacia el este y siguió la línea trenzada del Platte mientras avanzaba rumbo a la frontera de Nebraska. El río parecía una cadena infinita de islas de arbolado que bordeaban un delgadísimo hilo de agua, porque las acequias habían absorbido para el riego casi hasta la última gota. En Julesburg, cerca de la línea fronteriza de Nebraska, el Platte estaba casi completamente seco, tal como Brumbaugh el Patata proyectara, pero cuando el río atravesaba la linde estatal, las aguas tomadas por los canales de irrigación volvían a su cauce, de forma que, al final, Nebraska recibía el caudal fijado por las leyes.
— Ése es el trecho que nunca deja de fascinarme -confesó Garrett a su esposa, mientras el aparato continuaba adentrándose en Nebraska.
Señaló hacia adelante con el índice, para mostrar a Flor el North Platte y el South Platte, que se deslizaban uno junto a otro, a lo largo de unos sesenta kilómetros, cada uno de ellos resistiéndose a renunciar a su identidad. Como deseaba una transcripción fiel de lo que iba a comentar, tomó la grabadora y dijo:
Durante la guerra de Corea, aproveché un permiso en el Sudeste Asiático y fui a ver sus ríos: Brahmaputra, Mekong, Ganges, Irrawaddy. Pero puedo asegurarle que ningún río de los que he visto me impresionó como esos dos lo hacen. Miradlos: dos amantes que anhelan fundirse y, sin embargo, temerosos. ¿No es algo fantástico de veras? Y ahí, en el North Platte, donde por fin se unen, ¡qué maravilla!
El avión sobrevoló varias veces aquel paraje, mientras Flor oprimía su cara contra el cristal de la ventanilla para contemplar el enlace de los dos ríos. Luego, impulsivamente, Garrett dijo.
— Volaremos hasta el Missouri.
Y el avión aceleró hasta alcanzar su velocidad máxima, siguiendo las vueltas y revueltas del Platte. Cruzó Nebraska, dejó atrás Fuerte Kearny, donde descansaban las carretas de la Ruta de Oregón, pasó por encima de la aldea pawnee donde Pasquinel y McKeag tuvieron su primer combate con los indios y luego traficaron con ellos, y llegó a ese punto misterioso, cubierto de arbolado y pantanos, ese lugar inútil donde el Platte se entrega y se pierde en el Missouri. Imaginando escenas en las que sus antepasados debieron de haber tomado parte, en aquella confluencia remota, Garrett bajó la mirada y le dijo a Flor:
— En Colorado, nadie lo creerá, pero ese río es más excitante que el fútbol.
Había sido una semana de tensión, peto el domingo se destinó a la frivolidad. Aquel día, centenares de espectadores iban a congregarse en el espacioso rancho de Sam Pottifer, para presenciar la exhibición de appaloosas y, si bien resultaba concebible que Paul Garrett se saltase un partido de fútbol americano Colorado-Nebraska, no lo era en absoluto que se perdiese el espectáculo de los appaloosas. Si un forastero le preguntase: "Paul, ¿de qué se siente más orgulloso en la vida?", Garrett hubiera estado en situación de dar varias respuestas: del alto cargo gubernamental, de ser uno de los principales criadores de hetefords, de su trabajo de conservación de los pavos, búfalos y perritos de la pradera, pero lo más probable es que hubiese contestado: "Del hecho de haber contribuido a evitar la extinción de los appaloosas."
A Garrett le era en cierto modo muy grato haber dedicado tanto tiempo y dinero a los appaloosas, porque esa encantadora raza equina tuvo su origen en la zona de las Muelas del Crótalo, hace un millón de años, y muchos la consideran ahora la más antigua estirpe continuada de caballos. "Haber resucitado esta raza particular -escribió Garrett en un informe- es haber ayudado a la naturaleza a recordar sus mejores manifestaciones."
Cuando existía el puente continental entre Alaska y Asia, este caballo emigró de Colorado al viejo continente. Allí prosperó y el arte antiguo está repleto de representaciones: el hombre de Cro-Magnon pintó appaloosas en las paredes de su caverna; a los artistas chinos les encantaba reproducir este animal único; las miniaturas persas; lo muestran mejor, con los moteados cuartos traseros refulgiendo en oro y plata; y muchos de los grandes pintores de Europa, como Ticiano y Rubens, presentan al animal en escenas de batallas.
No se trataba de un caballo de enorme tamaño, pero sí vivaracho, fuerte, de gran resistencia y fácil de adiestrar. Le gustaban las personas y desde el principio disfrutó manifestándolo, ya que muchos de los lippizaners de Austria tuvieron su origen en esta raza.
Su supervivencia en América fue un milagro, ni más ni menos. Volvió a este continente de modo accidental, pues tres o cuatro de los caballos que llevaron Cortés y los primeros españoles eran appaloosas. En el Nuevo Mundo se extinguió, a excepción de un os cuantos ejemplares trasladados al norte de Arizona, donde en algún momento, alrededor de 1715, cayeron en poder de los indios nez percé de ldaho. Estos famosos tratantes de caballos se percataron de que eran animales superiores. Mediante cuidadosas manipulaciones, los nez percé produjeron gran cantidad de appaloosas, que emplearon como caballería en sus combates con el gobierno de los Estados Unidos.
Cuando los nez percé acabaron derrotados, los misioneros entrantes promulgaron tres decretos: "Tenéis que dejar de danzar, porque eso conduce al libertinaje. No debéis lucir plumas y abalorios, porque eso os recuerda la batalla. y tenéis que vender vuestros caballos moteados, porque al galopar con ellos por la pradera pensáis en la guerra." Así que los appaloosas nez percé, llamados así en honor de los indios palouse de Idaho, les fueron arrebatados a sus propietarios y se vendieron indiscriminadamente por todo el Oeste.
Durante los dos primeros decenios del siglo xx, distintos ganaderos empezaron a observar entre sus rebaños la existencia de robustos caballos con los cuartos traseros moteados, y un par de expertos se acordaron de las viejas pinturas de la frontera y supusieron que aquéllos podían ser los famosos ejemplares con manchas de los nez percé. Empezaron a comprar tales caballos en cuanto aparecían en el mercado y, a través de un proceso de meticulosa crianza, aseguraron la continuidad de la espléndida especie.
La historia no se completó hasta la década de 1950. Por entonces, diversos propietarios comenzaron a reunir grandes cantidades de appaloosas. Garrett y algunos amigos de Idaho encontraron un viejo jefe nez percé que aún recordaba el procedimiento utilizado por su tribu para criar appaloosas:
Aquel pobre anciano no tenía dientes y a duras penas podía hablar. Pero adoraba los caballos, en especial los de la raza moteada sobre cuyos lomos cabalgaron el jefe Joseph y los nez percé en sus combates contra nuestra caballería. Le recuerdo perfectamente, casi demasiado débil para mantenerse en pie, pero sacando fuerzas de flaqueza para correr detrás de una de mis yeguas y retenerla mientras aleccionaba: "Tienes que vigilar cuidadosamente la yegua preñada hasta que cumple ciento cincuenta días. Entonces la pones en un corral pintado con puntos negros. Al ver esas manchas días tras día, la yegua se las mete en el cerebro. Durante la última semana, toma un cubo de pintura negra, hunde en él la mano derecha, y luego la colocas en el anca derecha de la yegua y dices:
"Manchas, manchas, apareced, apareced." Luego, con la mano izquierda haces lo mismo en el anca izquierda y repites las mismas palabras. Si has pintado el corral adecuadamente y si las huellas que plantas en el anca son buenas, la yegua siempre parirá un potro con las marcas appaloosas. Pero he observado que estas palabras mágicas sólo surten efecto si se empieza con una yegua appaloosa."
Cuando Garrett organizó su Club Appaloosa, lo hizo llevado por su amor hacia los hermosos caballos, pero al poco tiempo de tener su recua comprendió que sus amigos y él encontraban mayores satisfacciones evocando los días heroicos en que los guerreros nez percé utilizaban aquellos monturas como corceles bélicos. En consecuencia, el club alentó a sus miembros para que adquiriesen adornos y prendas que rememorasen la vida india del siglo pasado. Garrett no aceptaría en el club a nadie que no estuviese dispuesto o dispuesta a proveerse de un auténtico atavío nez percé y remitió a cada socio en perspectiva el siguiente mensaje:
Es evidente que con los modernos tejidos disponibles en cualquier tienda de precio único un jinete puede confeccionarse una vestimenta bastante aparente. Y con los llamativos colorines con los que se fabrican hoy en día las imitaciones de cuero, podemos engalanar nuestros caballos como árboles navideños. Si bien tales efectos atrancan aplausos Durante un desfile, la verdad es que no es eso exactamente lo que este grupo pretende. Montamos nuestros appaloosas en honor del jefe Joseph y sus héroes nez percé, quienes, cuando se les permitió utilizar sus propios caballos, mantuvieron en jaque a la caballería norteamericana. Cabalgamos en honor de los grandes jinetes arapahos y cheyennes que una vez fueron dueños de la tierra que hoy ocupamos nosotros. Por encima de todo, queremos manifestar el respeto que sentimos hacia nuestra herencia nacional, así que, cuando cabalgues con nosotros, hazlo como un indio o déjalo.
Sobre esa base, Garrett obsequió a Flor Márquez con un regalo de boda: un auténtico vestido nez percé, confeccionado en Idaho por la esposa de Zarpa Rota. Cuando Paul rasgó el papel protector, Flor vio por primera vez la exquisita piel de alce gris blanco, curtida de tal modo que parecía bordada, pero infinitamente suave, decorada con púas de puerco espín, plata y dientes de alce. Cuando se lo puso, tocada con una cinta de conchas de cauri y tiras retorcidas de plata en las trenzas negras, la mujer parecía completamente india.
Al verla, Garrett se quedó sin aliento y luego la abrazó.
— Eres una auténtica princesa nez percé -susurró.
Los vaqueros del "Uve Coronada" habían cargado los siete appaloosas del Venneford en remolques en forma de U y, a las diez, se inició la corta cabalgada hacia el oeste, rumbo al rancho de Pottifer. Brillaba el sol sobre las praderas, había nieve en las montañas y, procedentes de diversos puntos del norte de Colorado, los turistas se congregaban para contemplar aquella curiosa exhibición móvil, protagonizada por dentistas, médicos, abogados y comerciantes de la región. Un periodista, enviado desde Chicago con un equipo fotográfico para cubrir la información de aquel extraordinario acontecimiento, le preguntó a Garrett por qué hombres y mujeres adultos tenían que jugar a ser indios, y yo grabé la respuesta:
Mi esposa y yo somos indios. Ahora bien, como usted ha observado, esos otros no lo son. Pero todos tenemos una cosa en común. Respetamos nuestra herencia india. No hay nada falso en ese grupo. Ni un vestido ni silla de imitación. Sin embargo, para ser totalmente sincero con usted, le diré que el secreto está en los appaloosas. Si usted no ha criado nunca ese asombroso caballo, ni por lo más remoto puede imaginarse la emoción que envuelve a una familia cuando la yegua appalo0sa está preñada. Se espera ansiosamente el momento del parto… sí, con verdadera ansiedad. ¿Qué clase de potro va a nacer?
Llevamos el equipo de cámaras a los remolques del Venneford, donde se estaban descargando los caballos de Garrett: un garañón gris con manchas negras, como un leopardo; tres yeguas color de cervato con capas de estrellas sobre las ancas; un macho grande con los cuartos traseros cubiertos de círculos rojizos, y dos delicadas yeguas de tan hermosa configuración blanca y negra que los espectadores aplaudieron cuando con paso vacilante descendieron por la rampa.
Cuando uno cría appaloosas, está tratando con el misterio de la naturaleza. Uno nunca sabe qué va a obtener, pero cuando ve caballos como éstos, cada uno distinto, cada uno magnífico a su modo… Señor, hay unos doscientos colores posibles para un appaloosa y usted me pregunta por mi combinación preferida. He hilado todo lo fino que hasta ahora me ha sido posible, en cuanto a la elección: veintisiete colores. y todas las mañanas, cuando echo un vistazo a uno de mis caballos, digo: "Ese es el color más bonito." Pero, al día siguiente, me inclino por su compañero de establo.
Montaron los jinetes, treinta y un hombres y mujeres ataviados con auténticas vestimentas nez percé, y los fotógrafos esperaron que se produjese alguna exhibición espectacular, pero no fue asÍ. Los caballistas se limitaron a pasear de un lado para otro, como podían haber hecho los indios en sus tierras doscientos años antes. Al cabo de un rato, apareció en los barrancos del oeste un grupo de veinte jinetes adicionales, cada uno de ellos a lomos de un appaloosa de pelaje distinto. Bajaron por las laderas, no como enemigos que galopasen para atacar un campamento, sino como visitantes de otra tribu, y los dos grupos se entremezclaron. De vez en cuando, algún jinete con exquisito vestido aparecía en la cresta de un monte, recortada su erguida silueta contra el fondo de las montañas. Chasqueaban las cámaras y cuando Paul Garrett y su esposa, él sobre el garañón moteado como un leopardo y ella a lomos de una yegua de pelaje blanco y negro, descendieron al trote por la falta de una colina, la multitud los aclamó.
Naturalmente, al final de aquella pausada exhibición, un grupo de quince vaqueros, con uniforme de soldados de caballería norteamericana de 1880, surgió por el sur. Disparaban sus carabinas y los nez percé emprendieron su larga marcha a través de las montañas, como hicieron en el pasado, y cuando el último appaloosa se perdió de vista, al otro lado de la sierra, la pradera quedó desierta y los espectadores tuvieron la sensación de haber participado, durante aquellos breves instantes, en la historia de su tierra.
El lunes, 26 de noviembre, Garrett recibió la visita de un profesor ayudante de la universidad, que deseaba interrogarle acerca de la funesta influencia del imperialismo británico en la pradera. El joven se había aprendido de memoria las cifras pertinentes.
— El conde Venneford de Wye reunió una hacienda de dos millones doscientas ochenta mil hectáreas. De ellas posee en la actualidad, legal o ilegalmente, sólo ocho mil hectáreas, por las que pagó, según mis cálculos, doce mil dólares en efectivo, o sea dólar y medio por hectárea. . "Por otra parte, gastó algo así como ciento cincuenta mil dólares en ganado, equipo y suministros. Ahora bien, estoy dispuesto a reconocer que sus socios añadieron después sumas adicionales en efectivo para pagar los terrenos que habían estado utilizando, así que, a la larga, los británicos desembolsaron un total de, digamos, trescientos mil dólares.
— ¿A dónde quiere ir a parar?
— Observe los beneficios que obtuvieron Venneford y su pandilla.
— No creo que fuesen una pandilla. Se trataba de un grupo de hombres de negocios que operaban dentro de las leyes de este país.
— Supongamos que así pudiera ser -dijo el profesor-. Calculo que Venneford sacó de este estado no menos de treinta mil dólares anuales, durante treinta años. ¿Qué representa eso? Alrededor del millón de dólares. Al término de ese período, vendió ciento veinte mil hectáreas de su propiedad, a unos veinticinco dólares la hectárea, lo que equivale a tres m1llones de dólares, más otro millón por ganado y equipo.
— Ha realizado una investigación extensa y a fondo -dijo Garrett, no sin admiración.
— Así que, con una inversión original de trescientos mil dólares, los británicos obtuvieron un beneficio limpio de cuatro millones setencientos mil dólares, nada menos que un 1.566 por 100.
— Eso parece cuadrar -dijo Garrett-. Pero uno de mis antecesores en ese período invirtió más bien liberalmente y sus beneficios distaron mucho de ser tan sustanciales, como puedo a testiguar.
El profesor pasó por alto la observación.
— Y la ganadería no fue la única forma de inversión. Los ingleses poseían minas de oro y de carbón, canales de regadío, empresas ferroviarias y compañías de seguros. De hecho, Colorado era una colonia de Europa, y continuó siéndolo hasta 1924. Años tras año, miles de dólares controlados por europeos entraban en las llanuras, mientras que los que hadan el viaje de vuelta a Europa eran millones de dólares de beneficios. Un ejemplo de imperialismo económico en su peor manifestación.
— ¿Ah, sí? -preguntó Garrett.
— Los hechos hablan por sí mismos.
— Me pregunto si dicen lo que usted cree. Colorado recibió en préstamo dinero europeo y pagó unos intereses crecidos, pero, en definitiva, el conde de Venneford tuvo sus dólares y nosotros un estado. En mi opinión, Colorado pudo haberse permitido pagar a Venneford diez veces más por el empleo de sus fondos y el estado aún habría salido ganando. Los hombres de Londres que construyeron los canales de regadío obtuvieron sus dividendos, año tras año, pero un millar de agricultores explotaron tierras que, gracias al agua, produjeron infinitamente más. Me atrevería a decir que la mejor inversión que Norteamérica haya hecho nunca fue la de permitir a los ingleses desarrollar las planicies para nosotros. Ningún precio sería demasiado alto para pagar las líneas ferroviarias, las minas y los regadíos. En el negocio con Venneford, que conozco muy bien, quien consiguió el beneficio financiero de verdad fue el estado de Colorado.
— ¿Pero qué me dice del control económico? ¿Del imperialismo?
— Venneford intentó marginar a los ovejeros y fracasó. Pretendieron impedir el establecimiento de agricultores y no lo lograron en absoluto. Se esforzaron en retener dos millones doscientas ochenta mil hectáreas y cada año fueron perdiendo más tierras. Ningún buque de guerra inglés navegó Platte arriba para acabar con los rusos y los japoneses que degollaban a los británicos.
— ¿Rusos? ¿Japoneses?
Paul Garrett casi nunca soltaba una palabra más alta que la otra, pero en aquel momento no pudo reprimirse.
·-¡Maldita sea, profesor! No me haga perder el tiempo si no ha hecho sus deberes. ¿Quién diablos cree que escamoteó la tierra al Venneford?… ¿La Iglesia metodista?
Aquél era un non sequitor tan inopinado que el profesor titubeó durante un momento.
— Lo que… lo que quiero decir es que no hubo ninguna inversión tusa o japonesa importante.
— ¿Brumbaugh el Patata? ¿Goro Takemoto? Fueron los imperialistas más insidiosos que jamás hayan llegado a esta parte de la floresta. Casi tan perversos como Triunfador Márquez, ese maldito chicano. -El profesor puso cara de sorpresa-. No se preocupe, doctor. Estoy casado con su nieta.
La entrevista concluía de un modo confuso y Garrett pensó que necesariamente debía proporcionar al hombre algunos datos seguros.
— Me parece, profesor, que dos hechos sobresalientes nos salvaron en Colorado. Europa se encontraba muy lejos y Norteamérica era una nación fuerte y con gran confianza en sí misma. No permitimos ninguna guerra diplomática. No flaqueamos ante las amenazas militares europeas. Los 'pequeños países actuales no cuentan con esa seguridad y a veces abusan de ellos. Existe eso que se llama imperialismo, pero en Colorado no funcionó.
"La otra ventaja de que dispusimos consiste en que somos un pueblo con un sistema educativo libre y gratuito. El inteligente británico podía llegar aquí, administrar haciendas ganaderas, construir canales de regadío y hacer todo lo demás, pero no podía impedir que nuestros brillantes jóvenes aprendiesen todos los trucos del negocio. La inversión europea nos compró tiempo para que aprendiésemos lo que teníamos que aprender. Fueron grandes maestros, hombres como Oliver Seccombe…
— ¿Quién era?
Garrett se interrumpió, disgustado. Aquel sabihondo conocía todas las cifras, todos los estadillos de la cuenta de pérdidas y ganancias, pero no conocía a un solo hombre. ¿Qué podía decir Garrett acerca de Seccombe, aquel inglés lúcido y dispar? ¿Que montó un inmenso rancho? ¿Que introdujo los herefords en el Oeste?
— Un hombre que se descerrajó un tiro, a la edad de sesenta y nueve años, en ese campo de ahí.
La entrevista le dejó mal sabor de boca, y cuando el visitante se hubo marchado, Garrett se sirvió un buen trago, 'pese a ser contrario a tomar bebidas alcohólicas durante el día. Se lo estaba echando al coleto cuando entró Flor y anunci6 que su hermano acababa de presentarse inesperadamente e insistía en hacer unas preguntas a Paul. Antes de que éste tuviese tiempo de inquirir sobre qué, irrumpió en la estancia un fogoso muchacho de veintitrés años.
— ¿Qué vais a hacer? -gritó a su cuñado.
— ¿Sobre qué? -preguntó Garrett en tono tranquilo.
No acababa de caerle simpático el hermano de Flor y se sentía disgustado por el modo en que el chico abandonó el colegio universitario al cabo de una semana de ingresar, con la queja de: "No hay un solo profesor adecuado."
— ¡Me refiero a la Raza! -voceó el vehemente joven.
— ¡No chilles, Ricardo! -saltó Paul, y lamentó al instante haber perdido un poco los estribos.
— ¿No me vas a ofrecer un trago?
— Está ahí.
La entrevista iba a resultar más fastidiosa aún que la mantenida con el profesor, y Garrett no lograba imaginar ninguna excusa válida para evitarla. El joven Ricardo llevaba una temporada buscando camorra, de modo que habría que dársela.
— He venido a advertirte de que a este estado no se le permitirá celebrar ninguna clase de conmemoración del centenario, a menos que la Raza tenga voz y voto en lo que se haga. Después de todo, este estado nos pertenece… históricamente.
— No le falta sentido común a tu solicitud -concedió Garrett-. ¿Te han informado de que lo primero que hice, nada más recibir el nombramiento, fue visitar Cortés? ¿E invitar a dos chicanos a que formasen parte de la comisión?
El joven Márquez pasó por alto aquel intento de conciliación.
— Exigimos que tu reaccionaria comisión haga unas declaraciones a la prensa, en las que reconozca que los principios de Aztlán presidirán todos los actos conmemorativos.
— ¿Cuáles son los principios de Aztlán?
— Aquí los tengo. -Paul alargó la mano para tomar el papel, pero el joven revolucionario se echó hacia atrás, porque quería leerlos en voz alta-: "Aquellos que han despojado a la Raza de la tierra de Aztlán -los estados de Texas, Nuevo México, Arizona, California y Colorado- confiesan su crimen y admiten que el pueblo moreno del continente es propietario de dichos estados y por derecho debe gobernarlos.
"Los falsos propietarios que vinieron de naciones como Rusia, Inglaterra, Italia y Japón para robar esas tierras a la Raza confiesan su delito y renuncian a ellas como reparación. Si la Raza decide que pueden continuar en Aztlán, deben entregar todo control político a la Raza y vivir aquí en calidad de inmigrantes, sometidos a las leyes de Aztlán."
El muchacho siguió leyendo, enardecido por la belleza de sus propias palabras y la sencillez de las soluciones que esbozaban. Cuando hubo terminado, Garrett le preguntó:
— Comprendo que tu plan pueda tener cierto atractivo en Arizona y Nuevo México, ¿pero crees de verdad que los anglos de Texas van a marcharse y dejaros el estado a vosotros?
— Se les permitirá quedarse -dijo Ricardo-. Pero sólo si se manifiestan dispuestos a acatar nuestras leyes. -¿Podréis reunir un grupo capaz de escribir las leyes?
— Tenemos inspiración -replicó Márquez.
— Siéntate -invitó Garrett.
— Prefiero seguir de pie.
— Entonces dispénsame si me siento yo. Ricardo, ¿no te parece extraño que tu pueblo haya pasado por alto, una tras otra, todas las oportunidades de autoeducación?
— La educación anglo no es apropiada.
— El otro día estuve haciendo comparaciones. No, escucha. Tal vez te parezca interesante. La familia Takemoto llegó aquí aproximadamente por las mismas fechas en que vino la familia Márquez. Los cinco Takemoto de esta generación han tenido noventa y siete años de educación gratuita. Eso representa casi veinte años para cada uno de ellos. Como resultado, son médicos, legisladores y odontólogos. La familia Márquez cuenta también con cinco miembros en esta generación y entre todos tuvieron treinta y ocho años de enseñanza. Yesos años han estado aguardando ahí, gratis.
— Los Takemoto son esclavos del sistema -dijo el joven despectivamente-. Los chicanos no queremos ser dentistas serviles y toda esa mierda.
— Entonces estudiad para abogados -propuso Garrett-, a fin de poder luchar por vuestro pueblo.
— Todo el sistema judicial es una mierda -gritó Márquez.
— Baja la voz, Ricardo. Lo que me gustaría es costear tu educación universitaria. Me interesa…
— Tratas de comprarme. De subvertir la revolución. Sé que mi abuelo estuvo esclavizado en vuestros campos…
A Garrett le parecía más que extraño que un joven cuya hermana acababa de casarse con un anglo, se empeñara en tratar a aquel anglo como un enemigo de la raza. Demostraba un proceso mental retorcido, pero en el fondo de su cerebro, Garrett supuso que, de encontrarse en lugar de Ricardo, se sentiría tentado a comportarse de forma muy parecida a la del muchacho. Experimentó una auténtica identidad afectiva con su cuñado.
— Aprende sus métodos, Ricardo. Golpéales con ellos en la cabeza. Estoy de tu parte, ya lo sabes.
— Eres el enemigo -repuso Márquez-. Y te lo advierto ahora. Vamos a destrozar vuestra conmemoración, si intentáis organizarla sin nosotros.
— No me escuchas. Ya te dije que tengo dos chicanos en la comisión.
— ¡Ah! ¡Ésos! Los fieles viejos bizcochos.
— ¿Qué significa eso de… bizcochos?
— Tostados por fuera. Blancos por dentro. Traidores a la Raza.
— ¿A quién puedo nombrar? Dime alguien que te resulte aceptable.
— Los jefes de la revolución, a ésos.
— ¿Accederían?
— Sí.
— Bueno. Me entrevistaré con ellos el primero de diciembre y los nombraré. Díselo.
— Pero insistiremos en hacernos con el control de Texas.
— Ricardo, mi querido hermano político, eso será dentro de mucho tiempo. El problema es: ¿qué podemos hacer ahora, tú, tu hermana y yo? Porque Flor y yo queremos que vivas con nosotros.
— ¡No puedes comprarme, Garrett!
Abandonó la casa y lanzó su viejo "Ford" sendero abajo.
El jueves, Garrett se despertó a cal Isa de unos gritos que siempre le hacían sentirse estupendamente.
— ¡Jenny se escapa hacia el norte!
Llegaba del patio situado debajo de su ventana y significaba que, una vez más, tendría que empuñar su escopeta con las balas de goma.
— Vamos, Flor. Jenny se larga hacia el norte.
Se vistieron a toda prisa, sin dejar de reírse, y, al atravesar la cocina, cada uno de ellos tomó una escopeta y un puñado de proyectiles especiales. Hacía falta apostarse con bastante determinación para obligar a Jenny a dar media vuelta; mantenerse firme y no vacilar a la hora del disparo, la primera descarga de la escopeta nunca conseguía el propósito requerido.
En 1960, Garrett había comprado sesenta búfalos a los criadores de Canadá. Los transportó en camión y los soltó en los pastizales. Jenny, una hembra que pesaba más de media tonelada, había destrozado a coces los costados de tres camionetas, antes de que los canadienses le aplicasen los tranquilizantes para el viaje al sur, y cuando se vio libre en las hectáreas del Venneford intentó vengarse, derribando a dos hombres.
Parecía tener en su interior un radar proyectado sobre su antigua patria canadiense, ya que todos los años, al llegar la época en que tradicionalmente emigraban los búfalos, Jenny se plantaba en mitad de la pradera, venteaba en varias direcciones y luego se ponía en marcha hada el norte, sin hacer caso de cercas, carreteras, vías de ferrocarril y fronteras estatales. El único modo de obligarla a regresar consistía en colocarse frente al animal, a unos siete metros y medio de distancia, y disparar una descarga de proyectiles de goma contra la testuz.
Con el primer tiro no se conseguía nada. Jenny se limitaba a parpadear, bajaba la cabeza y seguía adelante. Los disparos segundo y tercero, que parecían iban a volarle la cabeza, lograban por fin convencer al búfalo hembra. Se detenía, agitaba la cabeza como si algo la molestase, daba media vuelta y regresaba a casa.
— Aún sigue hacia el norte -dijo uno de los vaqueros, cuando los Garrett llegaron al pastizal, y allí estaban las cercas rotas, a través de las cuales había pasado Jenny con su acostumbrada insolencia.
— Podemos adelantarla al norte de la carretera -propuso el vaquero, y condujo el jeep a buena velocidad. en la direcci6n seguido por el fugitivo búfalo.
Avistaron a Jenny al cabo de veinte minutos; avanzaba despacio, baja la cabeza, obedeciendo a algún antiguo impulso. Observaron al animal durante unos minutos y bromearon a costa de su determinación. Al llegar ante una valla, el búfalo apenas hizo una pausa, aplicó su ingente volumen y la derribó.
— Tendremos que salir a la otra carretera -voceó Garrett.
De modo que se alejaron más hacia el norte y tomaron posiciones directamente delante de la pesada y vieja hembra de búfalo. Jenny debió de verlos, pero continuó avanzando.
Paul hizo fuego, apuntando al rostro del animal, que se limitó a mover la cabeza de un lado a otro.
— ¡Dispara, maldita sea! -gritó Garrett a su esposa.
Y Flor alcanzó a Jenny con un segundo disparo. El búfalo titubeó, y el proyectil del vaquero también le dio de lleno. Jenny sacudió la cabeza, miró en torno y luego, resignadamente, dio media vuelta e inició el regreso a los pastos del "Uve Coronada", donde los otros búfalos rumiaban pacíficamente.
Tim Grebe mantuvo su palabra. Concertó la venta de los toros de Garrett a una fábrica de embutidos, pero cuando el carnicero telefoneó para arreglar los detalles, Garrett se descorazonó y dijo:
— Lo siento, he cambiado de idea. No podría venderle los toros.
Llamó después a su mayoral.
— Tiene que haber por aquí algún rancho pequeño al que quizás le vinieran bien treinta buenos toros -le instruyó-. Véndeselos por lo que puedas sacar. Si no te queda otra alternativa, regálaselos.
Ni aunque le matasen iba a vender sus herefords selectos para que los convirtiesen en carne para bocadillos.
Cuando el mayoral se fue, Garrett bramó por todo el castillo, en un estado de enorme inquietud. Había adoptado una decisión importante y ya le estaba obsesionando. En un momento dado, me agarró por el brazo y dijo, muy serio:
— Se da cuenta de mi situación, ¿verdad, Vernor? No puedo administrar este rancho conservándolo en plan de pasatiempo. Y si los Simmental producen más dinero, he de tenerlos en cuenta.
Asentí.
Garrett chasqueó entonces los dedos y avisó a Flor:
— En esta época es cuando suelo visitar a la familia. Algunas de las mejores ideas se me ocurrieron cuando estaba allá arriba.
Al cabo de un cuarto de hora, Flor y él lo tenían todo a punto y partimos a gran velocidad hacia el norte, rumbo a la reserva de la parte occidental de Wyoming donde permanecían aislados los restos de la tribu arapaho.
Todos los años, desde su infancia, Garrett visitaba a sus parientes indios, a los que llevaba regalos. La mayoría de sus amistades de Colorado pasaban por alto el hecho de que era parcialmente indio: cinco treintaidosavos, si uno seguía el rastro en su libro genealógico.
— Nunca he sido un defensor profesional de los indios -me explicó mientras rodábamos velozmente por las desérticas carreteras de Wyoming- y siempre he procurado contenerme a la hora de sacar partido a esa herencia, con fines políticos, pero a veces me siento como un auténtico indio. Al menos, simpatizo con sus problemas y, si tuviese veinte años menos, supongo que sería uno de esos activistas armados.
A medida que nos acercábamos a la reserva, se tornó hosco y observé que lamentaba ya su impulso. En su anterior visita había encontrado a sus diversos tíos y tías sumidos en el abatimiento, y ahora, al entrar en las tierras indias, declamó en tono de oración:
— Dios, confío en que esta vez estén en mejores condiciones.
No era así. Tía Augusta, anciana y amargada, desencadenó su doliente retahíla en cuanto llegamos:
— El gobierno dice que podemos tener una sala de recreo, pero los malditos shoshones la quieren en su terreno y nosotros en el nuestro, así que es posible que tengamos que ir a la guerra contra ellos.
El viejo antagonismo arapaho-ute seguía tan enconado como en 1750. Los shoshones eran una rama de los ute y alimentaban la animosidad que siempre existió entre las dos tribus, convertida en permanente por aquel desdichado error cometido en 1873, cuando el presidente Arthur concedió el oportuno permiso para que los arapahos que quedaban compartiesen la reserva ocupada anteriormente sólo por los shoshones. Había tierra bastante para dos tribus, más que suficiente, pero no cuando esas dos tribus eran enemigas mortales.
A pesar de su continuo lamento, tía Augusta le encantaba a Garrett, y la anciana exponía ahora la razón:
— Todas nuestras dificultades tienen sus raíces en la oficina de Asuntos Indios. ¿Sabías que el agente nos tiene tanto miedo que por nada del mundo dormiría en la reserva? Duerme en la ciudad. -Refirió varias ultrajantes historias acerca de la oficina india y luego dijo-: Todo empezó cuando el general Custer se encargaba de los Asuntos Indios.
Di por supuesto que su mente desbarraba. Que yo supiese, la tarea de Custer consistió en combatir a los indios, no en gobernarlos, pero entonces la taimada vieja dama hizo un guiño y declaró:
— En 1876, el general Custer salió de su oficina, para partir camino de Little Big Horn, y dijo: "No hagáis nada hasta que yo vuelva."
Sucedió una larga pausa y luego Flor comprendió lo que quería decir la vieja y estalló en una carcajada.
— ¡Eso es! -exclamó la anciana-. No volvió nunca más y desde entonces no han hecho maldita la cosa.
A continuación, reanudó sus quejas.
— ¿Te enteraste, Paul, de lo que le pasó al chico de Sam Loper?
Durante el trayecto a la chabola de Loper, Paul explicó:
— Es primo mío, por una parte o por otra. En realidad, se llama Antílope Blanco, pero el gobierno consideró que era una bobada que un hombre adulto tuviese nombre de animal, así que lo dejaron en Lope y añadieron una erre al final. Un caso parecido es el de Harry Saltamontes. Lo cambiaron a Harry Montes.
Sam Loper era un hombre de edad, y su hijo, como muchos indios jóvenes, se había entregado a la bebida. Una semana antes, cuando se dirigía a casa dando tumbos, tras una juerga que duró toda la noche, se cayó en una pequeña acequia, que no tendría sesenta centímetros de profundidad, y se ahogó.
Su padre estaba ahora sentado en la desordenada cocina, bebiendo café y cerveza. Y a Flor se le saltaron las lágrimas mientras escuchaba al viejo:
— El chico deja esposa y tres hijos, pero la mujer bebe mucho. No pasa serena un día entero. Los chicos… ¿dónde diablos están?
Hicimos un alto en la Misión de Jesucristo y preguntamos al joven director:
— ¿No se puede hacer nada por la familia Loper? El hombre se encogió de hombros.
— Lo espantoso del problema estriba en que ninguna muchacha de Norteamérica, e insisto en lo de ninguna, recibe mejor educación que estas zagalas indias. A sus diecinueve años, todas y cada una de ellas provocan sin duda la sonrisa de satisfacción de Dios al contemplar Su obra. Estudian aquí, en la misión, y son limpias, devotas, abstemias… rebosantes de alegría de vivir. Y entonces se casan. ¿Y quiénes se casan con ellas? Los hombres jóvenes, apuestos, altos y bien parecidos de la reserva…
— ¿Se ha casado alguna vez una arapaho con un shoshone, o viceversa?
— Inconcebible. ¿Y qué sucede con esos prometedores muchachos que a los diecinueve años tan estupendamente juegan al baloncesto? Empiezan a ir a la deriva. Pierden interés. No tienen futuro, ni esperanza. Así que empiezan a beber y, a menudo, cuando nace el primer hijo, el profundo caos de sus vidas les resulta insoportable. Comienzan a pegar a sus jóvenes esposas. Sí, las chicas acuden a mí con horribles hematomas y dientes rotos. De modo que el único contacto que la esposa puede mantener con su marido consiste en acompañarle en la bebida, y familias enteras permanecen ebrias semana tras semana.
— Todo eso ya lo sé -dijo Garrett, impaciente, porque había oído aquella lamentable historia con demasiada frecuencia-. ¿Pero qué podemos hacer respecto a la viuda de Loper?
— Nada -dijo el misionero-.. Es una alcohólica perdida y ni siquiera puedo acercarme a ella.
— ¿Y los niños?
— El chico acabará por ser como su padre. Las dos muchachas, si las recuerdo bien, serán tan hermosas como su madre y, a los veintiocho años, alcohólicas sin esperanza.
Como en todos sus viajes a la reserva, Garrett pasó los últimos momentos en el pequeño cementerio donde estaba enterrada Sacajawea, y en aquella ocasión la visita sería doblemente significativa, porque deseaba que Flor viese la tumba de la mujer india más reverenciada de la historia de Norteamérica, la espigada y bonita shoshone que condujo a Lewis y Clark hasta Oregón. Pero Garrett no estaba preparado para afrontar el castigo emocional que le esperaba, porque, mientras Flor contemplaba el monumento, Paul anduvo hacia otra parte del camposanto, y allí vio una nueva tumba, la de Hugh Bonatsie, fallecido durante la primavera. En la losa figuraba grabado un mensaje: "Vivir en los corazones que dejamos detrás es no morir." Las palabras quizá fuesen vulgares, pero el cincelado que las acompañaba no lo era. Sobre la superficie plana de la losa, elegida por su tono rojizo, aparecían dibujadas las cosas que Bonatsie más había amado en su vida: un carialbo toro hereford y dos vacas.
De regreso hacia el sur, desde la reserva, Garrett condujo despacio, porque se veía asaltado por una angustia compleja y deseaba reservármela fielmente:
La forma en que reaccionamos respecto a los indios será siempre la neuralgia moral única de esta nación. Puede parecer un problema inferior al de nuestros negros, y menos importante, pero lo cierto es que otras muchas regiones del mundo tuvieron que solventar la cuestión de la esclavitud y sus consecuencias.
No existe ningún paralelo con el trato que hemos dado nosotros a los indios. En Tasmania, los colonos ingleses solucionaron el asunto limpiamente matando a todos los indígenas, el último de los cuales fue eliminado allá por 1910. Australia trató de mantener degradados de modo permanente a sus aborígenes… lo que fue mucho más cruel que cualquier cosa de las que nosotros hicimos con nuestros indios. En Brasil, por el estilo. Sólo en Norteamérica hemos demostrado un confusionismo total. Un día tratamos a los indios como naciones soberanas. ¿Sabía que mi pariente Águila Perdida y Lincoln fueron fotografiados juntos como dos jefes de estado? Al año siguiente, los tratamos como bestias sin civilizar, dignas sólo de ser exterminadas. Y esta pavorosa dicotomía continúa aún.
Mire esa reserva tal como existe ahora… ¿Qué diablos puede decir un hombre? Parece evidente que el indio nunca intentó adaptarse a los estilos de vida del blanco, así que nuestros grandiosos planes para "acomodado en la sociedad blanca" estaban de antemano condenados al fracaso. Formó una masa indigerible en el estómago del progreso y hubo que vomitarlo. Lo mismo que Jonás, salió tan bien como había entrado. Parece inevitable que tuvieran que desposeerle de sus tierras. El hombre blanco estaba en movimiento, el indio no. Todo el impulso de nuestra vida nacional nos colocaba en franca oposición a sus necesidades, e incluso aunque firmamos los tratados con la mejor intención del mundo, el más prudente de los blancos sabía, en el mismo instante de la firma, que aquellos documentos eran papel mojado. Aún no se había secado la tinta, cuando el indio ya estaba expoliado.
Viajamos en silencio durante un rato, a través de las grandes praderas dominadas otrora por los antepasados de Paul y, por último, Flor comentó que, cuando su marido hablaba del problema indio, en especial cuando se excitaba intelectualmente, se refería siempre a sí mismo como parte del sistema blanco que había cometido aquellos crímenes contra la parte india de su herencia:
¡No! Cuando vengo a Wyoming y me pierdo en estas praderas vacías… creo que esta parte, aquí mismo, es la sección más hermosa de Norteamérica. ¡Mire! Ni una casa, ni una cerca, ni una carretera, salvo ésta por la que circulamos. Cuando estoy aquí, soy un arapaho. Y le confesaré una cosa: me siento enormemente impresionado por la persistencia cultural de mi pueblo. Es posible que descubramos, y muy pronto, que si el hombre blanco quiere sobrevivir en la pradera, tendrá que volver a los valores permanentes del indio. Respeto por la tierra. Cuidado de los animales. Existencia armónica con las estaciones. Alguna clase de relación básica con el suelo. Una barbaridad tremenda del progreso del hombre blanco se vendrá abajo cuando se presente el próximo período de sequía.
El silencio volvió a reinar dentro del automóvil, y Flor trató en vano de imaginarse cómo hubiera sido su vida en aquellas fechas. Probablemente llevaba en sus venas una proporción de sangre india mayor que la de Garrett y, sin embargo, sus tradiciones le eran totalmente ajenas, mientras que Paul podía convertirse fácilmente otra vez en indio. El ensimismamiento de Flor quedó interrumpido cuando Paul apartó ambas manos del volante y las dejó caer sobre el botón de la bocina, enviando oleadas de frenético sonido a través de la pradera;
Este viaje ha merecido la pena, Vernor. Puede que no sepa qué pensar acerca de Nixon, Agnew o Watergate, pero al menos sé lo que pienso respecto a los indios. Deben cenarse todas las reservas de esta nación. Habría que distribuir la tierra entre los indios, y si algunos de ellos desean continuar viviendo en comunidad, debería alentárseles, como ocurre con los pueblos de Nuevo México. El resto tendría que integrarse en la cultura dominante, hundirse o mantenerse a flote, según determinara su talento. Como mi familia tuvo que hacer. Como hizo la de Flor en el viejo México. Se perderán muchas cosas buenas, pero las mejores subsistirán… en leyendas, en la forma recordada de hacerlas, en nuestra actitud hacia la tierra. No puedo seguir soportando un sistema que mantiene aparte a los indios, como si fuesen fenómenos de la naturaleza. No son grullas ululantes, a las que hay que conservar hasta que muere la última. Son parte de la corriente principal y ahí es donde les corresponde estar.
Al anochecer del 28 de noviembre alquilamos habitaciones en un motel de Douglas, patria del fabuloso lepolope, medio liebre y medio antílope. Los taxidermistas de la localidad eran tan hábiles en la manipulación de colocar pequeños cuernos de ciervo en la cabeza de liebres disecadas que muchos visitantes, incluida Flor Garrett, creían en la existencia del mutante. Una enorme estatua, en la plaza de la ciudad, confirmó la creencia de Flor, y cuando preguntó dónde podía verse un lepolope vivo, Paul estalló en carcajadas.
— ¡Eres preciosa! -dijo-. Una turista típica. Lo que deben hacer ahora mismo los Estados Unidos es reunir todo el dinero que nos estamos gastando en el Sudeste asiático y en cohetes espaciales y tender una cerca de alambre espinoso alrededor de todo el estado de Wyoming. Declararlo tesoro nacional y permitir la entrada de sólo quinientos visitantes anuales. Cuando franquee el portillo, el funcionario le pondrá alrededor del cuello un pequeño transmisor de radio, como hacía Floyd Calendar con sus osos, y así le seguirán la pista a uno Al cabo de siete días, se emitirá un mensaje: "Paul Garrett conduce un "Buick" de color gris y va acompañado de una guapa chicana. Lleva dentro una semana. Echadlo al patadas."
Flor observó que si bien poco antes había deseado disolvel una pequeña reserva india, ahora quería promover una inmensa reserva con Wyoming, lo que a ella le parecía contradictoria por demás. Pero Garrett contestó:
— En absoluto. A los seres humanos no se les puede mantener en estado de conservación, pero a los recursos naturales insustituibles, sí. Yo digo: "Declaro Wyoming parque nacional y que se le trate como tal."
Después de la cena, compró a Flor un pequeño lepolope y, a ofrecérselo protocolariamente, anunció a los comensales de restaurante que Flor era la protectora de aquella rara criatura
El jueves, 29 de noviembre, nos dirigimos al lugar que mis amaba Garrett de toda Norteamérica, el que visitaba por lo menos dos veces al año. En realidad, su importancia era escasa y, aunque en determinado momento desempeñó un papel especifico en historia estadounidense, tampoco fue trascendental pocos norteamericanos habían oído hablar de él. Pero el paraje había sido conservado de modo tan inteligente que se alzaba como ejemplo de restauración casi impecable.
Era Fuerte Laramie, todavía erguido silenciosamente en el punto donde el rápido y oscuro río Laramie desembocaba en el North Platte. Pavos silvestres rondaban por los prados donde los indios acamparon durante el Tratado de 1851, y a veces se divisaban alces en la sierra donde habían cazado los sioux oglala. En la blanda piedra caliza del suelo de la parte occidental del fuerte, aún podía verse las profundas rodadas que dejaron las carretas cubiertas de los esforzados participantes en la carrera del oro de 1849.
Los viejos edificios habían sido conservados, si sus muros eran sólidos, o reconstruidos si sólo quedaron los cimientos, y no resaltaba allí ninguna nota falsa. No había cañón impresionante ni murallas repletas de soldados de mentirijillas disparando contra inexistentes.indios. No se utilizaron más que materiales disponibles en las décadas de 1860 y 1870, y en el almacén de intendencia donde los emigrantes habían comprado sus últimas provisiones, antes de dirigirse hacia Oregón, aún se vendía café Arbuckle's y unidades de aquellas hermosas mantas blancas de la. Compañía de la. Bahía de.Hudson.
No acudían muchos visitantes a Fuerte Laramie, ya que no era espectacular en ningún sentido, pero veintenas de hombres y mujeres amantes del Oeste efectuaban peregrinajes a sus pulcras y bien ordenadas hectáreas, pata volver a captar el realismo de la colonización norteamericana:
Allá abajo es donde Pasquinel y McKeag establecieron sus cuarteles de invierno. Castor Cojo y sus arapahos pasaron un invierno allí. Levi Zendt y aquella.notable muchacha, Elly Zendt… esa cuyos diarios.leyó usted. Las carretas bajaban por esa colina y acampaban en la otra orilla del Laramie. La gran concentración sobre la que usted ha leído… 1851, cuando vinieron los indios aquí. Los crows procedentes del noroeste por allí. Debió de ser un espectáculo tremendo, toda Ia nación crow a caballo. Y en ese edificio de ahí es donde McKcag y Cesta de Arcilla tuvieron su tienda. Ahí los conoció mi tatarabuelo Maxwell Mercy. Esa otra estupenda construcción… Old Bedlam lo llaman todavía. Ahí sirvió mi antepasado Pasquinel Merey, antes de partir nada Little Big Horn con el general Custer.
Nuestra visita terminó con un detalle desabrido, porque cuando Garrett se disponía a abandonar el fuerte vio en el tablón de avisos un anuncio por el que se indicaba que toda carta que se entregase allí al correo se franquearía con el bonito sello de tres centavos emitido en honor de Francis Parkman, y si había un hombre en las letras norteamericanas al que Garrett despreciase, ese hombre era Parkman:
¡Honrar a semejante persona! Envileció la Ruta de Oregón con uno de los más inconsistentes libros históricos que jamás se hayan escrito. No comprendió en absoluto lo que la ruta significaba, no tuvo compasión alguna por los indios que la recorrían, ni la menor generosidad con los emigrantes que la usaban, Es posible que supiese engarzar frases con cierto arte, pero en lo que se refiere a entender al ser humano fue lamentablemente deficiente Se burló de los mexicanos, ridiculizó a los indios, acumuló injurias sobre los laboriosos granjeros del Medie Oeste, careció de toda comprensión respecto a la cultura católica y, lo peor de todo, no consiguió entender la pradera. Midió toda existencia por el más mezquino rasero de Boston y casi todas las generalizaciones que hizo sobre el Oeste fueron equivocadas.
Algunas de sus frases las conservo en la memoria como úlceras enconadas. A uno de los indios más equilibrado de Norteamérica, el jefe Pontiac, lo tildó de "salvaje di los pies a la cabeza, para quien la traición parecía ser lo justo y honorable, el Satanás de su paraíso forestal". Recuerdo un pasaje en el que censuraba a los granjeros el tránsito, considerándolos poco menos que animales y concluyendo: "La mayoría de ellos eran de Missouri." Pero lo que mejor resume su miserable punto de vista respecto a la vida es el hecho de que dividió el género humano en tres categorías, "clasificadas, según sus méritos, por el siguiente orden: hombres blancos, indios y mexicanos, y hasta duda de que a [os mexicanos pueda concedérseles el honroso título de "blancos". Le advierto una cosa, Vernor, si alguna vez remite una carta franqueada con sellos de Parkman, la quemaré sin abrir. No quiero a ese individuo en mi casa. Lo que más me molesta es que, al haber publicado primero su libro, ahuyentó del lema a otros escritores infinitamente más calificados. Jamás contempló las praderas, ni el PIatte, ni a los arapahos, ni al castor, ni al "coureur de bois", ni al bisonte. Desde luego, hablo como arapaho, pero le prometo una cosa: si alguna vez me lo tropiezo en los Felices Terrenos de Caza, arrancaré la cabellera a ese hijo de zorra.
Cuando cruzamos la frontera estatal y entramos en Colorado, Canea respiró hondo.
·-Resulta estupendo encontrarse en casa -dijo.
Nos dirigimos por carreteras polvorientas a la ruinosa población de Campamento Avanzado, donde sólo se mantenían en píe el elevador de grano y los dos edilicios de piedra construidos por Jim Lloyd más de cien años antes. ¿Dónde estaba aquel jactancioso letrero de ¡OBSÉRVENOS CRECER!? ¿Dónde estaba la agencia de tractores que solía vender sesenta de aquellos vehículos anualmente? Y, lo que era aún peor, ¿dónde estaban las casas tan trabajosamente construidas, tan penosamente: sustentadas durante los años de sequía?
Habían desaparecido, se desvanecieron hasta los bloques de los sótanos. Una ciudad que había tenido un periódico y una docena de prósperos establecimientos comerciales, se volatilizó por completo. Sólo quedaban las dolientes ruinas de una.esperanza y sobre esas ruinas volaban los gavilanes de otoño.
Nuestro automóvil se detuvo frente a uno de los bajos edificios de piedra y Garrett se apeó y llamó a la puerta. Durante un momento, pareció que allí no había nadie. Luego surgió en la entrada un anciano de descolorido pelo rojizo y hundidos ojos. Contaba ochenta y seis años, pero se movía y hablaba con entusiasmo juvenil, casi como si los alicientes excitantes de la vida estuviesen empezando.
— ¡Paul Garrett! ¡Pasa! Tim Grebe me dijo que te habías casado con una chicana preciosa y ya veo ahora que es tan guapa como dijo. ¡Entren! ¡Entren!
Nos condujo al despacho en el que años atrás había otorgado a los colonos setenta y seis mil hectáreas de tierras de secano, y desde el que vio a los derrotados abandonar los campos. Era el único superviviente. Habló con voz firme de aquellos años lejanos, de los espléndidos índices de lluvia, de las temporadas calamitosas. Su memoria era aguda y se acordaba de casi todas las familias.
— ¿Qué fue lo peor que ocurrió en aquellos años? -preguntó Garrett.
En toda conmemoración organizada en Colorado para celebrar su aniversario, Paul Garrett insistía en que se rememorasen también los tiempos trágicos, puesto que formaban parte de la historia y no debían rechazarse.
Bellamy meditó la pregunta durante largo rato, mientras miraba a través de la baja ventana de la casa de piedra. Estuvo tanto tiempo así que llegué a suponer que no había oído lo que dijo Garrett.
— ¿Fue la tragedia de los Grebe? -insistió Paul.
— ¡No! -replicó Bellamy con destemplanza, como si ya hubiera descartado esa posibilidad-. Aquello fue un accidente, sin causa ni consecuencia. En cambio, hubo un momento terrible. Los agricultores se morían de hambre. El polvo se amon· tonaba dentro de las casas. Todo el mundo se despedía de sin esperanzas. Y entonces, el doctor Thomas Dole Creevey vine a visitarnos. ¡Qué hombre más santo! Visitó a todos los granjeros a quienes había convencido para que se trasladasen aquí Recorrió los campos y nos aseguró que volverían los años prósperos. Reconoció sus errores y se mostró especialmente atento con las esposas, a las que infundió valor.
— ¿Qué fue lo terrible de todo eso? -quiso saber Garrett
— Cuando las reuniones terminaron, el doctor Creevey vino aquí, solo. Se derrumbó en esa silla en la que estás sentado me pidió un trago de agua. Cuando puse el vaso encima de la mesa, delante de él, Creevey se estremeció. Luego, sin tocar e vaso, dejó escapar un grito penetrante y se cubrió el rostro con las manos. Al cabo de un momento, alzó la cabeza y susurró: "Ruego a Cristo que me perdone por lo que hice a esos hombres y mujeres." Después se recobró y la señorita Charlotte le condujo a Centenario, pero él se negó a tocar el agua.
Durante el corto trayecto de regreso al Venneford, Garrett observó los extensos y ondulantes campos sembrados de trigo invernal. Comprobó que se habían cumplido todas las predicciones hechas un siglo atrás por el doctor Creevey. El trigo florecía en el. Gran Desierto Norteamericano, y granjas inmensas como la de los hermanos Volkema producían enormes beneficios, ya que sus propietarios habían aprendido a no labrar profundamente y a no pasar nunca la grada.
Había con tribuido también una nueva ley: si un agricultor se daba cuenta de que, a Causa del modo defectuoso de trabajarlos, los campos de su vecino empezaban a volar impulsados por el viento, con la consecuencia inevitable de que otros campos irían desapareciendo también, el labrador' que observase tal circunstancia tenía derecho legal a arar correctamente el campo de su vecino. El coste de esa tarea se cargaría a los impuestos del granjero negligente. Si algún agricultor insistía en mostrarse descuidado en ese aspecto, se le desposeería de las tierras, porque representaba un peligro para todo el distrito. No volvería a permitirse que el viento se llevase los campos.
El viejo sistema bipartito que prevalecía a finales del siglo XIX -ganadero y regante- era ahora una cooperación tripartita, pues el ganadero utilizaba la áspera pradera alta, el granjero de regadío continuaba en las tierras bajas y el agricultor de secano labraba los campos ondulados intermedios, perdiendo un año el dinero de la sementera y ganando al siguiente una fortuna, según se manifestasen las lluvias. Era un sistema imaginativo, que requería tres tipos distintos de hombre, tres diferentes actitudes frente a la vida, y Garrett tenía el honor de haber encontrado para su beneficio una buena posición dentro de él.
¡Qué pujante era la tierra! Continuamente, los hombres efectuaban actos extraños y destructivos para ella y, no obstante, la tierra lo resistía. Era el factor que limitaba lo que los hombres podían lograr; determinaba la producción de los campos de regadío y el número de vacas que podían pastar en una sección. Incluso cuando los hombres paseaban por la Luna, permanecían unidos a su Tierra natal por impulsos eléctricos ya la Tierra debían volver.
Garrett se daba perfecta cuenta de que estar comprometido en la protección de aquella tierra, como lo estuvieron Brumbaugh el Patata, en su prolongada brega con el río, y Jim Lloyd, en su vigilante cuidado de los pastos, era una ocupación honrosa, porque cada generación tenía el deber de dejar la tierra en situación de defenderse a sí misma frente a la generación siguiente.
Mientras el automóvil se aproximaba al castillo, Garrett reflexionaba sobre la gran circularidad de la historia. En aquel monte que se alzaba al oeste, las buenas personas de Centenario habían aporreado a los Penitentes Chicanos por sus prácticas extrañas y, otro día, una multitud de jóvenes de la ciudad apaleó a los Portentos de Jesús porque actuaban de modo distinto al de los decentes metodistas y anabaptistas. La semana anterior, un juez de Denver anunció en el tribunal que, si en Colorado hubiese hombres con sangre roja en las venas, se echarían a la calle y azotarían a los Hare Krishna, que, con sus túnicas amarillas y sus escandalosos platillos, representaban una ofensa para los ciudadanos que cumplían las leyes.
Encontramos en el castillo a Arthur Skimmerhorn, que paseaba bajo las cabezas de alce.
— Perdóname por haberme tomado la libertad de colarme aquí, Paul, pero es que tenía que verte. -Sin esperar contestación, preguntó con viveza-: ¿Has vendido ya tus toros hereford?
— ¿Por qué?
— Quiero comprarlos.
— Le dije al mayoral que se desembarazara de ellos.
— ¿Los ha vendido?
— En seguida lo averiguaremos.
Skimmerhorn escuchó aprensivamente, mientras Garrett telefoneaba al capataz:
¿Qué hay de esos treinta toros que te encargué que vendieses?… ¿Que un hombre de Kansas está tratando de decidirse?.. ¿Te comprometiste con él en algún sentido?… No tiene que estar por escrito… ¿Le concediste alguna opción?… ¿Hasta cuándo?… ¡Ah! ¿De modo que quedó en contestarte ayer y no se molestó en llamar, eh?… Telefonéale ahora mismo y dile que los hemos vendido ya a Skimmerhorn, de Colorado. -Colgó el auricular y se dirigió a Skimmerhorn-: Tuyos son. No sabes lo que me alegro de que se queden cerca de casa, donde yo pueda verlos.
— Gracias, Paul.
— Pensé que habías cambiado al Charolais.
— Lo hice. Y obtuve los resultados que dijeron. Mayores terneros. Más cuartos. Conseguirás lo mismo con tus simmentals. Esos fantásticos muchachos no mienten.
— ¿Entonces por qué tenías tantas ganas de comprar mis herefords?
— Bueno, verás… -Se apreciaba cierto tonillo sarcástico en la voz del joven ranchero-. Me dijeron la verdad, pero no se consideraron obligados a que fuese toda la verdad. Observa mis números.
Extrajo del bolsillo una hoja doblada que resumía la historia completa:
"Vaca Hereford-toro Charolais. Terneros tan grandes que sólo pudieron nacer mediante cesárea: quince por ciento. Terneros tan grandes que hubo necesidad de utilizar fórceps: diecinueve por ciento. Terneros muertos dmante el parto o poco después: catorce por ciento."
— Lo que significa -dijo Skimmerhorn- que uno obtiene más dinero al vender los animalitos, pero se gasta esos beneficios en cuentas del veterinario. De modo que he pensado que, si tengo que trabajar un poco más y luego se me va todo en albéitar, ¿por qué no criar la clase de reses que me gusta? -Aceptó el trago que Garrett le ofrecía y se dejó caer en uno de los asientos situados debajo de las cabezas de alce. Mientras le daba vueltas al vaso, confesó-: Me ha ido bastante bien con los charolais. No tengo motivo de queja y conservaré algunos de esos grandes sementales… para vigorizar el rebaño, pudiera decirse. Pero cuando tenga en mi rancho tus treinta toros Hereford y haya elegido en las ferias de Nebraska unas cuantas buenas vacas carialbas… bueno, volveré a sentirme un hombre como es debido.
— Brindo por eso -dijo Garrett.
El último día de noviembre, los gritos de un vaquero despertaron temprano a Paul Garrett:
— ¡Ya han llegado los simmentals!
Allí, esperando junto al establo, se encontraban los camiones que habían transportado desde Montana, en viaje ininterrumpido, los treinta toros rojos y blancos. Al principio, Garrett no quiso tomar parte en la introducción de los animales en su nuevo hogar, porque aquél era un país de herefords y ellos eran intrusos, pero después se sintió avergonzado de sí mismo.
— Si vamos a experimentar con simmentals, vamos a hacerlo bien -me dijo, y bajó para colaborar en la descarga.
Los nuevos sementales eran grandes y fuertes, y daban la impresión de ser capaces de cuidarse, pero parecían algo fofos, más semejantes a vacas lecheras que a herefords de dehesa.
— ¡Muu, vaca, muu! -dijo suavemente uno de los vaqueros.
Pero luego vio al jefe y trató de escabullirse.
— ¡Pete! -le llamó Garrett-. Ven aquí. Puede que parezcan vacas de granja, pero servirán para pagarte el sueldo. Respétalos un poco.
De modo que se descargaron los simmentals y Garrett pudo comprobar que Grebe le había enviado treinta toros robustos. Se las arreglarían bien en las tierras del "Uve Coronada", medrarían y, posiblemente, el balance de situación presentaría resultados más favorables en un par de ejercicios. Pero cuando los animales avanzaron para tomar posesión de unos pastos sobre los que durante un siglo habían reverberado las pezuñas de los herefords, Garrett notó un nudo en el estómago y, aquella tarde, se fue solo a Centenario y empezó a beber en el bar del "Armas del Ferrocarril". Al año siguiente, el establecimiento también habría desaparecido.
Mientras bebía, Garrett se fue dejando dominar por una creciente tristeza pesimista respecto al destino de Centenario. La población disfrutó de cien años estupendos y ahora perecía. La fábrica de azúcar de remolacha, los cebaderos, las fincas ganaderas de herefords… todas las viejas pautas de vida se estaban disolviendo.
Depositó de golpe el vaso encima de la mesa y agarró a un desconocido.
— Ésta era una buena ciudad, una ciudad magnífica -le voceó Garrett-. ¿Sabe usted que en nuestro teatro actuaron Edwin Booth y Sarah Bernhardt? William Jennings Bryan se detuvo aquí, y también James Russell Conwell y Aristide Briand.
Evidentemente, el forastero no estaba familiarizado con esos nombres y se alejó.
Un tren de mercancías, uno de los pocos que aún pasaban por Centenario, emitió su quejumbroso silbido, que despertó en la mente de Garrett una nueva serie de recuerdos. Garrett se levantó de la mesa y se acercó al desconocido.
— Oiga eso, muchacho -dijo compulsivamente-. Es el Union Pacifico Recuerdo el día, este mes hace treinta y cuatro años, en que Morgan Wendell… en enero tomará posesión del cargo…
Las frases se quebraban, inconexas y estropajosas, pero no los recuerdos. Salió del bar y, en el porche, el aire fresco concretó en su cerebro la evocación de aquella lejana fecha. Morgan Wendell había ido al rancho y le propuso:
— ¡Vamos hoy a verlo!
E hicieron autostop hasta un punto, junto al Platte, situado a unos cuantos kilómetros al este de Centenario. Esperaron a la orilla del río: dos chavales de doce años entretenidos en el viejo juego de hacer saltar piedras planas sobre la superficie del agua y en la contemplación de los gavilanes.
Después, Morgan consultó el reloj que le habían regalado por su cumpleaños y dijo:
— Ahora estará saliendo de La Salle.
De modo que se alejaron del río y se colocaron lo más cerca posible de las vías del tren.
Oyeron por el oeste el ronroneo de un gato gigantesco, el raudo avance de alguna criatura inmensa que atravesaba la pradera. No se parecía a nada que hubiesen escuchado antes, una susurrante y cantarina ráfaga de aire, y Morgan avisó:
— ¡Ahí viene! ¡Paul!
Era el "Ciudad de Denver", el majestuoso y aerodinámico tren plateado-dorado que salía de Denver todas las tardes, a las cuatro y cuarto, para dirigirse veloz y casi directo, sin paradas, a Chicago. Se precipitaba hacia ellos, con el zumbido de sus potentes mototes. Estaba construido sin una sola protuberancia, como un ingenio bruñido y perfecto. Sus treinta vagones no podían diferenciarse, porque puertas flexibles cubrían lo que antes era espacio abierto entre los coches. Aquel enorme vehículo cuchicheante y encantador rodaba como una unidad, veloz e increíblemente silencioso.
— ¡Oh! -susurró Margan, mientras el tren parecía abalanzarse sobre él, a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora, como una centella de oto lanzada hacia Chicago.
El muchacho suspiró, mientras el vagón de cola pasaba y se perdía en la distancia.
Era el tren más espléndido que jamás había circulado, una maravilla de gracia y funcionalismo. Pero sólo fugazmente dominó la pradera. Constituía la forma más civilizada de viajar que se había ideado hasta entonces, pero tres decenios después su elegancia ya no se apreciaba y ahora no servía más que para acumular óxido.
Garrett miró hacia el otro lado de las vías y allí, en la ribera opuesta del Platte, vio una cadena ininterrumpida de zumbantes automóviles ocupados por hombres y mujeres que aquella misma mañana habían salido de Omaha y que dormirían aquella noche en Denver, fantasmas de la Interestatal, la mayoría de ellos cadáveres ambulantes que recorrían las autopistas a más de ciento cuarenta kilómetros por hora ignorando todo lo demás de América, salvo las grandes ciudades, donde el motel de una noche era completamente indistinguible del de la anterior.
— ¡Mira esos imbéciles bastardos! -articuló Garrett, sin dirigirse a nadie-. Ni siquiera han visto Grand Island, donde se unen los ríos; ni Ogalalla, donde se amotinaron los vaqueros; ni Julesburg, donde un tercio de millón de emigrantes inundan el Platte…
Permaneció unos minutos contemplando aquella incesante riada por la Interestatal. Los conductores y pasajeros no tardarían en estar a salvo en Denver y, de un año para otro, la ciudad sería mayor, más desagradable y menos acogedor y simpática.
— A esos desnaturalizados les aterraría la idea de dar un rodeo de una hora para visitar Campamento Avanzado -musitó-. Les asusta verse contemplados por la historia norteamericana. -Comprendió que, a causa de aquel éxodo continuo, Centenario iba a convertirse pronto en la siguiente ciudad fantasma. Asestó un puntapié a las medio podridas tablas del porche y silabeó en tono sombrío-: Bueno, hemos disfrutado de cien años espléndidos. Tal vez dentro de otros cien años a la gente le dé por regresar a ciudades como ésta.
Hacia las nueve de la noche, unos amigos informaron a Cisco Calendar de que Paul Garrett estaba borracho como una cuba en el "Armas del Ferrocarril", de forma que Cisco me avisó y nos hicimos cargo del asunto. Dando tumbos, llevamos a Garrett al "Flor de México", donde le obligamos a comer un plato combinado de chile -bollo tostado, hamburguesa de cebolla, todo embebido en granos de pimientos y cubierto de queso fundido-, después de lo cual Garrett se serenó un poco y pidió a Cisco que cantase "El desollador de búfalos".
— No tengo aquí mi guitarra -dijo Cisco.
— Que te traigan ese maldito instrumento -replicó Garrett, y enviaron un muchacho a buscar la guitarra.
Entonces, los comensales guardaron silencio y Cisco cantó el tema de Jacksborough (Texas), en la primavera de 1873. Interpretó otras muchas canciones, tan dolorosamente saturadas de recuerdos del Oeste que Garret bajó la cabeza sobre la mesa, por temor a que sus vecinos vieran que tenía los ojos enrojecidos.
Al final, Cisco apartó la guitarra y le dijo a Garrett:
— Sé lo que sientes, Pau!… Yo podría vivir en cualquier parte de América… en cualquier parte del mundo, supongo. Todo lo que necesito es una guitarra y un catálogo de la Sears Roebuck para adquirir un nuevo par de pantalones vaqueros de vez en cuando. Y, sin embargo, vivo en esa vieja casucha de tablas que construyó mi abuelo. ¿Sabes por qué?
"Un hombre necesita raíces. Especialmente un cantante que intenta llegar al corazón de la gente. Le resulta imprescindible saber dónde trabajaba su padre y a qué familias lavaba la ropa su madre. Cuando pasea calle abajo, tiene que ser su calle. Los muchachos desarraigados que protagonizan mis canciones sólo son interesantes si han perdido un sitio y andan buscando otro. Como dicen, Paul, un hombre brota del suelo, pero no salta muy lejos.
"Vivo en Centenario porque, por la noche, cuando he terminado de trabajar, puedo montar en mi coche y plantarme en el interior de las Rocosas en cuestión de una hora… montar la tienda en el valle Azul, o más arriba de ese basurero, junto a una auténtica corriente de agua, y despertarme con árboles en los ojos y, quizás, en la región alta, con un alce contemplándome. Paul, eso es algo formidable… formidable de verdad.
"Pero lo que todavía me gusta más es dirigir mi cacharro hacia el este, porque, al cabo de un cuarto de hora, ya estoy perdido en la pradera, sin nada visible, absolutamente nada, hasta la línea del horizonte, salvo quizás un reactor que vuela a diez mil metros de altura, en su crucero de Nueva York a Los Ángeles. Monto la tienda tal como los hombres han venido haciéndolo allí durante diez mil años. Y cuando uno hace eso y está solo… ¡Hombre, estás solo! A uno se le filtra en el alma algo que, sencillamente, no puede atrapar en Chicago o en Dallas.
"Vivo en Centenario porque posiblemente sea el mejor lugar de América… incluso es posible que sea el mejor lugar que queda en el mundo.
— Puede que sí -manifestó Garrett-. ¡Maldito si no puede serlo!