PERKIN VENNEFORDS BRISTOL
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La respuesta de Finlay Perkin llegó antes de veinticuatro horas. El hombre afirmaba tener motivos para pensar que el ferrocarril no estaba en aquel momento preparado para vender, pero que podía obtenerse una opción para la compra definitiva a menos de dólar cincuenta la hectárea.
— ¡No podemos ofrecerles menos de la mitad! -protestó Seccombe.
Pero cuando Buckland y él fueron a Omaha con su endurecida oferta -el dinero de la opción se entregaría en Nueva York en el plazo de cuarenta y ocho horas, la suma total depositada en un banco de Omaha-, el ferrocarril firmó el trato a dólar veinticinco la hectárea y pareció encantado de poder desembarazarse de aquellos terrenos.
Durante el regreso a la hacienda, Seccombe preguntó:
— ¿Cómo pudo Perkin, en BristoI, saber lo que pensaban unos ferroviarios norteamericanos residentes en Omaha?
Y Buckland replicó:
— Perkin lo sabe todo.
Charlotte Buckland había acompañado a su padre en e! viaje de negocios a Omaha y ahora, mientras e! tren se deslizaba hacia e! Oeste, con los vagones de lujo repletos de personas fascinantes, la muchacha tuvo la sensación, más acentuada que nunca, de que su sitio estaba en aquel vibrante país, donde un hombre podía comprar ochenta mil hectáreas de terreno en una tarde, y empezó a examinar a Oliver Seccombe con creciente interés.
Fra un hombre bien parecido, poco más o menos de la edad del padre de Charlotte, pero infinitamente más vital. Saltaba a la vista que le hacía falta una esposa. Era bastante más viejo que ella y no viviría eternamente, pero existían otras partes del mundo que la muchacha aún no había explorado y, de ser necesario, estaba dispuesta a realizar en condición de viuda alguno de aquellos futuros viajes.
El joven Pasquinel Mercy la había cortejado con cierto entusiasmo y a ella le gustaba aquel galán, pero su aspecto era muy similar al de los rutilante s mozos que infestaban el ejército británico; las historias de Wyoming equivalían a las historias de la India, y ambas eran aburridas. Lo que la arrebataba no era la existencia en los cuarteles, sino e! ritmo lleno de plenitud de un mundo nuevo: Cheyenne, Denver, Salt Lake. Los nombres la cautivaban y para cuando su tren llegó a los límites de Wyoming, estaba convencida de que lo que deseaba era vivir en un rancho del Oeste. Al mirar a su padre, barrigudo y adormilado al sol, tuvo la absoluta certeza de que lo único que ella no quería era volver a Bristol.
En consecuencia, proyectó su atención sobre Oliver Seccombe y, antes de que el hombre se diera cuenta de lo que pasaba, ya se había enamorado de Charlotte.
Se apearon del tren en Cheyenne, entonces una próspera, limpia y joven ciudad, con las meretrices fuera y las iglesias dentro. Allí, en el hotel del ferrocarril, aguardaron la llegada de los caballos que les llevarían en su visita de inspección al Campamento Avanzado Cuatro. En el intervalo, exploraron la urbe de Cheyenne, donde encontraron buen número de atractivos ingleses que habían ido a probar fortuna en la ganadería. Una mañana, terso el aire y radiante el sol, la joven tomó la mano de Seccombe y exclamó extáticamente:
— ¡Oh, Oliver, quisiera poder quedarme aquí para siempre!
Y esperó que él dijese: "Puedes hacerlo, ya lo sabes." Pero Seccombe guardó silencio. Siguieron jornadas deliciosas, en las que visitaron a rancheros ingleses y escucharon sus eufóricas relaciones acerca de cómo iban a hacerse millonarios.
— Es fabuloso -se entusiasmaba un joven llamado Tredinnick-. De veras que lo es, Charlotte; todo lo que uno tiene que hacer es colocar el ganado en las praderas. Los toros se cuidan de las vacas, las vacas se cuidan de los terneros y, todas las temporadas, uno embarca el excedente de reses en los grandes trenes que van a Chicago y se embolsa el oro. Todo viene rodado.
— ¿Has enviado remesas al Este? -preguntó Buckland.
— Todavía no, pero, aquí, Harry, sí lo ha hecho.
Hablaron con Harry, un muchacho de Leeds, que, desde luego, había remitido ganado al Este.
— Con un beneficio regularcillo. Este año, naturalmente, con eso del pánico, los precios no pueden ser lo que se dice fantásticos. Pero es imposible que uno no gane dinero, espuertas de dinero.
Aquellos ingleses emprendedores no habían tenido que forzar las cosas para introducirse en Wyoming y Colorado; estaban allí simplemente porque los norteamericanos no disponían de reservas monetarias para promover el desarrollo de su propio país. Si había que impulsar e! Oeste, las inversiones extranjeras resultaban fundamentales. Así que los británicos, con grandes reservas de fondos derivadas del comercio desplegado en su gran imperio, se veían invitados a realizar lo que los norteamericanos eran incapaces de hacer, y Charlotte se asombraba constantemente ante la forma imaginativa en que sus compatriotas aplicaban su capital. Se sentía especialmente orgullosa de Oliver Seccombe.
Pero suponía que al hombre le asustaba la idea de casarse con una muchacha a la que llevaba tantos años, por lo que empezó a formular comentarios ingeniosos, e incluso audaces, indicando que la diferencia de edad no constituía ningún factor negativo hasta la inhabilitación. Una vez, mientras observaban el rebaño de Freddy Tredinnick, dijo sosegadamente:
— He notado que los buenos ganaderos aumentan y mejoran sus rebaños a base de vacas jóvenes y sementales de probada potencia.
Se puso como la grana inmediatamente después de decirlo. -Yo no soy ningún semental potente -se defendió Seccombe-. Sólo soy uno viejo.
Durante varios días, Charlotte le estuvo provocando burlonamente con aquellas mismas palabras, convencida de que Seccombe se refrenaba a causa de la diferencia de edad y sin detectar nunca la verdadera razón de su reserva. Dedujo erróneamente que Seccombe dudaba de su competencia sexual frente a una pareja tan joven, por lo que llegó a la conclusión que era un problema que sólo ella podía resolverle, de modo que la última noche de su estancia en el hotel del ferrocarril, cuando los criados negros hubieron cerrado las puertas y el sobrealimentado Henry Buckland se retiró pesadamente a la cama, Charlotte deseó buenas noches a Seccombe y cada uno se fue a su habitación. La muchacha se preparó adecuadamente, aguardó hasta que el silencio reinó en los pasillos y luego se dirigió a la habitación de Seccombe y abrió la puerta suavemente. Tuvo buen cuidado de que su silueta quedase recortada contra la encendida luz del pasillo. Al oír el jadeo de Seccombe, se acercó al lecho y murmuró:
— No es nada complicado, Oliver; cuando uno está enamorado, va como una seda.
Al día siguiente, mientras cabalgaban rumbo al Campamento Avanzado Cuatro, Seccombe no pudo por menos que felicitarse por su buena suerte al haber cazado a una chica como Charlotte Buckland: inteligente, rica, relacionada familiarmente con los Venneford y, por encima de todo, encariñada con el Oeste. Cuando vio el campamento, con sus pinos y sus pilares erosionados, exclamó:
— ¡Éste es el Colorado con el que siempre soñé!
Y Seccombe declaró secamente:
— Aún estamos en Wyoming.
Aquel cruel comentario brotó de la profunda aprensión que le producía la posibilidad de complicarse la vida de modo permanente con la atractiva joven. Charlotte se equivocaba al dar por supuesto que el hombre se retraía debido a la inquietud que le producía la diferencia de edad entre ellos. Seccombe no ignoraba que la muchacha le creía tres años más joven que Henry Buckland, que le asignaba cuarenta y ocho, cuando en realidad tenía cincuenta y cinco. Pero también se daba cuenta Seccombe de que su vitalidad era extraordinaria. Cada vez que la moza se las arreglaba para tener la oportunidad de estar a solas con él, entre los pinos o en lo recóndito del establo, cosa que hacía a menudo, el disfrute recíproco era completo.
No era pasivo el afecto de Seccombe hacia Charlotte. Le encantaba el sonido de la voz de la joven, su forma británica de cantar las palabras y de armonizar musicalmente las frases, tan refrescante después de tantos años de escuchar los lisos acentos norteamericanos. Cuando la muchacha decía: "La curva de esa colina me recuerda una cosa extraña, las hechiceras terrazas de Bristol", Seccombe contemplaba de nuevo la noble línea de casas de piedra georgianas que conoció en su infancia.
Charlotte le recordaba su condición de inglés, y aunque se había sentido contento en América y su ánimo albergaba un creciente respeto hacia la extraordinaria diversidad del país, desde Santa Fe hasta Oregón, en el fondo de su corazón se mantuvo inglés, y era bueno, en aquellos últimos años de su vida, que esa herencia de la patria se refrescase.
— Tardas mucho en decidirte, Oliver -dijo la muchacha una tarde, cuando volvían del establo-. Estoy segura de que me gustaría vivir aquí, saber que todos los veranos podríamos venir a este campamento.
— Soy demasiado viejo -repuso Oliver Seccombe, aunque acababa de demostrar que no lo era.
Se contenía, no por la edad, sino por el razonable convencimiento de que, en el caso de embrollarse demasiado con los Buckland, se enfrentaría a un desastre. Le preocupaba mucho más Henry Buckland que Charlotte, porque el perspicaz comerciante había empezado a formular las agudas preguntas que los directores de la hacienda Venneford no podían responder.
Durante algunos años, en un esfuerzo para que los inversionistas de Bristol se mantuviesen felices y satisfechos, había declarado dividendos activos que el negocio no produjo. En 1872, por ejemplo, liquidó un limpio y considerable ocho por ciento mediante la sencilla estratagema de comprar 6.626 cornilargos adultos a L. D. Kane, de Wyoming, y vender 2.493 de ellos a los mataderos industriales de Chicago, para carne de consumo. Asentó en los libros aquella venta como si fuese un beneficio neto, como si las 2.493 cabezas de la operación se hubieran criado en la hacienda. Estaban también los gastos extraordinarios relacionados con la adquisición de parcelas, partidas que no deseaba que figurasen en los libros, como la del importe de los billetes de ferrocarril para los falsos colonos de Elmwood (Illinois). Oliver Seccombe no había malversado fondos del Venneford, nunca se apropió de un solo centavo, pero sí había invertido sumas considerables en canales que ahora no podía explicar satisfactoriamente.
Al aumentar sus sospechas respecto a Seccombe, Buckland empezó a investigar de modo cauto entre los trabajadores del rancho. Un día, en el Campamento Avanzado Cuatro, enseñó a Skimmerhorn un informe que Finlay Perkin había preparado. El escocés elaboró una relación de las partidas de reses por las que los inversionistas habían pagado, tomando los datos de los registros del Venneford. La lista era impresionante.
A Henry Buckland:
Cuando llegue usted a la hacienda, deberá encontrar en la propiedad las siguientes reses: