LA MAYOR PEQUEÑA CIUDAD DEL OESTE
¡VÉANOS CRECER!
Brumbaugh el Patata se consumía. Era el año 1915 y el anciano contaba ochenta y ocho. El cuerpo que tanto brío derrochó mostraba síntomas de protesta y el hombre había sufrido recientemente un ataque apoplético que le paralizó todo el lado izquierdo. Resultaba patético y en cierto modo indecoroso ver a aquel anciano rechoncho, en cuyo ojo izquierdo afloraban lágrimas incontrolables, porque nunca fue hombre que tolerase la debilidad. Y verle incapacitado para andar constituía un recuerdo del fracaso esencial de todos los hombres.
Todos los días rogaba a Serafina Márquez que le situase en el prado existente delante de la casa, desde cuyo lugar Brumbaugh podía contemplar el río con el que forcejeó durante tanto tiempo, y para la mujer era evidente que, si bien el anciano apenas lograba pronunciar alguna que otra palabra inteligible, su cerebro no estaba dañado. Saltaba a la vista que se sumía en profundos pensamientos. Le gustaba que le visitasen, en especial Jim LIoyd, con el que se sentía extraordinariamente compenetrado. Permanecían sentados uno junto al otro y observaban las evoluciones de los gavilanes sobre el río, aquellas aves magníficas cuyo vuelo tan distinto era del de todas las demás. Si alguno de los gavilanes emitía su grito peculiar, el cambio de expresión en el rostro de Brumbaugh indicaba a Lloyd que el anciano lo había oído. Jim pensaba que aquel hombre tenía mucho de gavilán; era un hombre apartado de su propio curso individual, un hombre que siempre luchó por remontarse hacia las alturas aéreas.
En varias ocasiones, Jim empujó la silla de ruedas del inválido hasta la orilla del río, donde observaban a las avocetas dedicadas a explorar entre los juncos, y Brumbaugh indicó que nunca llegó a conocer bien a aquellas tímidas aves. Ahora se complacía en la contemplación de la zancuda, que introducía su inquisitivo pico curvado en los puntos más recónditos y lo alzaba de nuevo con sorprendentes obsequios alimenticios.
Una vez, con los dedos de la mano derecha, el Patata ejecutó pequeños movimientos danzantes, parodiando a la avoceta, y Jim supuso que deseaba poder ir de un lado para otro con la misma agilidad que el ave. Vio que en el ojo derecho de Brumbaugh asomaban unas lágrimas, que hicieron juego con las que brillaban de modo permanente en el izquierdo.
A Brumbaugh le afligía mucho el que su amigo Tranquilino aún estuviera entretenido en México, y a menudo llamaba a Serafina y sus dos hijos para que se sentasen con él. Experimentaba un creciente respeto hacia Triunfador, porque el muchacho había trabajado duro en sustitución de su padre, y era un bracero fuerte en el campo. Pero adoraba a Serafina, aquella mujer tranquila y augusta que con tanta dignidad sobrellevaba los accidentes de la vida. Durante tres años estuvo trabajando la remolacha, con sus dos retoños, y ahorrando el dinero que obtenía.
Contaba treinta y un años y su belleza aumentaba a medida que iba transcurriendo el tiempo. Brumbaugh pensaba que la mujer se movía con la gracia de un antílope joven.
Brumbaugh señaló más de una vez a Triunfador, al tiempo que se las arreglaba para articular:
— Colegio.
Pero Serafina respondía, en español:
— Se le necesita en la finca. El colegio es para los anglos.
No sin impaciencia, Brumbaugh indicaba que los hijos de Takemoto asistían a la escuela, pero Serafina replicaba:
— Tienen distintas costumbres.
Y se negaba a permitir que su hijo se mezclase en tales cuestiones.
Soledad, la niña, tenía entonces cuatro años, edad suficiente para ayudar en los campos de remolachas, y prometía ser incluso más agraciada que su madre. Sus ojos eran oscuros, luminosos, y su cabello, muy negro, le colgaba por detrás en dos trenzas. Brumbaugh la invitaba con frecuencia a que se le sentara en el regazo, pero como el hombre no podía gobernar los músculos de la pierna, la niña resbalaba continuamente. Soledad prefería sentarse en el suelo, a los pies del anciano, al que miraba atentamente y al que, de vez en cuando, obsequiaba con una sonrisa grave. Brumbaugh la señalaba con el índice y silabeaba con gran dificultad la palabra:
— Colegio
Pero Serafina se echaba a reír y decía:
— ¡Es una niña!
Brumbaugh hacía notar que la hija de Takemoto iba al colegio, y Serafina desdeñaba semejante necedad, refugiándose en su anterior comentario:
— Tienen distintas costumbres.
Como todos los creadores originales que se aproximan al término de su existencia, Brumbaugh se obligaba a reconocer que nunca tuvo una idea lo bastante radical. Las verdaderamente audaces; las que forman las bases de los conceptos, le habían asustado y se apartó de ellas. Ahora, en el cálido verano -de 1915, su cerebro saltaba de un pensamiento a otro. Físicamente inmovilizado, rastreaba el mundo intelectualmente y, al final de un día de sondeos, se confesaba: "Soy como un manzano viejo, demasiado exhausto para producir fruto. Se le clavan unas cuantas puntas en el tronco y el árbol empieza a rendir como uno de cuatro años." Se daba cuenta de que esa podía ser la última temporada.
Le irritaba el que hombres como él no hubiesen producido todavía una simiente de remolacha que diese, no cinco plantones, cuatro de ellos inútiles, sino solamente uno. Con una semilla así quedaría eliminada la penosa tarea del aclarado, porque toda planta que sobreviviese se desarrollaría en una remolacha, sin la competencia de cuatro vecinas superfluas.
Pensaba que era posible encontrar tal simiente. Se mira un campo de remolachas azucareras y se ve aquí y allá una mata de planta única. Esa semilla la hizo. El problema consiste en conservar la semilla y producir miles más como ella.
Le había impresionado mucho lo que consiguió aquel hombre de Des Moines, un tal Warren Gammon. Era la clase de cosas que debían hacer los hombres en todos los campos, porque sólo precisaba imaginación. Gammon había reconocido que el hereford era una animal noble; sin embargo, tenía unos cuernos largos y afilados que resultaban estupendos en la cabeza del toro -muy masculino y poderoso-, pero que presentaban dos inconvenientes: dificultaban el manejo del animal y, durante un embarque, las astas de un novillo rasgaban a menudo los costados de otro, lo que deterioraba la carne y provocaba la baja del precio del animal en el matadero. Naturalmente, los cuernos podían ver aserrados, pero lo que de verdad necesitaba el ganadero era un hereford mocho, una res que naciese desprovista de la capacidad fisiológica de desarrollar cornamenta, y aquel muchacho llamado Gammon adoptó la decisión de crearla.
"Un hombre brillante", se musitó Brumbaugh mientras su mirada atravesaba el campo para posarse en sus propios animales descornados. ¿Cómo se las ingenió Gammon para producir aquella nueva raza de ganado? ¡A fuerza de tarjetas postales! Pacientemente, fue remitiendo por correo tarjetas postales a todos los criadores de reses hereford existentes en los Estados Unidos. En ellas iba impresa la pregunta de si el receptor tenía por casualidad en su ganadería algún toro o vaca que careciese genéticamente de cornamenta.
Brumbaugh recordaba el día de 1903 en que le llegó la tarjeta de encuesta. Apreció de inmediato lo que Gammon estaba intentando y se apresuró a inspeccionar sus reses; al no encontrar ninguna mocha, se tomó la molestia de visitar todos los demás rebaños del distrito y encontró un hereford de las características requeridas en Roggen y otro en Wyoming. En todo el territorio de los Estados Unidos, Gammon sólo pudo encontrar catorce herefords sin cuernos, pero a partir de ellos consiguió crear una nueva raza de animales que ahorró millones de dólares para los granjeros.
"Tiene que haber semillas como ésa", se dijo el anciano. "Lo que pasa es que somos demasiado perezosos para dar con ellas." I
Deseaba ardientemente compartir sus ideas con alguien, así que mandó llamar a Takemoto y el pequeño y pulcro japonés entró en el patio y se inclinó. Pese a la incapacidad de Brumbaugh para hablar, los dos granjeros se las arreglaban, no obstante, para conversar.
— ¿Hijos? -preguntó Brumbaugh.
T akemoto se sacó del bolsillo las cartulinas donde se reflejaban las calificaciones escolares de sus tres hijos mayores, y aunque era incapaz de descifrar aquellos signos, sabía lo que representaban. Brumbaugh, que recordaba lo orgulloso que se sentía cuando Kurt se portaba bien en el colegio, vio las altas notas al ponerle Takemoto las cartulinas frente a los ojos.
— Semilla -silabeó Brumbaugh trabajosamente, al tiempo que indicaba con la mano derecha que debía crearse de algún modo una simiente que produjese una sola planta.
— Shinningu no -dijo Takemoto.
Shinningu era la pronunciación que daba a thinning, aclarado, y los dos hombres asintieron: con la semilla apropiada, la agotadora tarea de aclarado, doblada la espalda, dejaría de ser necesaria.
"Eres el único que honra a la agricultura", quiso decir Brumbaugh. Las palabras se negaron a tomar forma, pero la idea se manifestó. Takemoto inclinó la cabeza. Si entendía un poco los cultivos al estilo de Colorado, sólo era porque emuló a Brumbaugh.
— Octava… sección -murmuró el Patata-. Te doy… arroyo.
Aquella buena noticia la entendió Takemoto al instante, y aquella misma tarde volvió a presentarse en el patio, con un abogado y con el hijo mayor para que actuase de intérprete.
— Este buen hombre dice, Patata, que quieres regalarle la octava sección, la que está junto al arroyo -manifestó el abogado.
Si Brumbaugh hubiera podido moverse, habría abrazado al menudo japonés. Cuando un moribundo afirma que va a cederle a uno un terreno, ¡hay que conseguir que lo haga constar por escrito! La memoria de Brumbaugh retrocedió a la época en que su padre se encontraba a orillas del Volga, cuando las fuerzas zaristas arrebataban tierras a los Volgadeutsch. ¡Qué terrible resultaba para un agricultor perder un campo y qué alegría le proporcionaba recibirlo!
— Sí -dijo penosamente Brumbaugh.
Se extendió el documento ante dos vecinos a los que se llamó para que cumpliesen la función de testigos. Concluida la transferencia del terreno, el hijo de Takemoto se inclinó y dijo en tono ceremonioso:
— Ha sido usted tan magnánimo con mi familia, señor Brumbaugh, que mi padre insiste en pagar la minuta.
Brumbaugh comprendió aquella postura, porque también era hombre orgulloso.
Pero su preocupación principal la constituía siempre el río. Día tras día examinaba el Platte, viendo en é lo que realmente era: el canal que encauzaba agua de las montañas para ponerla en manos de hombres que sabían utilizarla. ¡Qué hermoso era el río! En el curso de sus viajes a Londres, Brumbaugh había visto cuatro grandes ríos -Missouri, Mississippi, Hudson, Támesis- y captó las características peculiares de cada uno de ellos. En su opinión, todos los ríos tenían responsabilidades especiales, pero ninguna era del todo como las del Platte.
Lo miraba ahora, en pleno verano. El trabajo que le costaba a un pato encontrar agua suficiente para sostenerse sobre ella. Una avoceta apenas descubría lombrices. Porque en aquella etapa el Platte se encontraba fuera de su canal. Estaba tierra adentro… dedicado a regar remolachas. Sobre el mapa, el río no era más que una línea, ahora seca y vacía, porque hombres hábiles como Brumbaugh se habían apropiado del agua. Nunca era tan útil el Platte como cuando abandonaba su canal, entraba en las acequias y trabajaba en la huerta.
Sin embargo, en los últimos años solía secarse prematuramente. No recibía suficiente caudal y Brumbaugh deseaba corregir tal deficiencia. ¿Cómo?
Había desviado de Wyoming y Nebraska hasta la última gota que pudieron conceder, y ambos estados incluso le atacaban ante el Tribunal Supremo. Había trasvasado corrientes fluviales que avanzaban hacia otros lugares, y el agua aún resultaba insuficiente.
¡Era enloquecedor! Una tierra que parecía arena abrasada podía transformarse en el Jardín del Edén, sólo con disponer de agua. Se podía trazar una raya con un lápiz: a un lado, un páramo reseco; al otro, una exuberancia de regadío.
Aquel tal Creevey estaba equivocado plenamente. Con su necia idea de que la tierra podía cultivarse sin agua estaba destrozando el suelo. Los últimos tres años fueron afortunados. Los colonos produjeron buenas cosechas, pero el índice de precipitaciones había sido superior a lo normal y, tarde o temprano, el promedio volvería a establecerse. Llegarían temporadas con lluvias por debajo de lo normal y los agricultores de secano no cosecharían nada.
"Trae mi libro registro", indicó Brumbaugh a Jim Lloyd, durante una de las visitas regulares que el ganadero le hacía. Cuando tuvo el libro en el regazo, con Jim volviendo las páginas, Brumbaugh demostró lo que estaba diciendo. El índice de pluviosidad establecido para Centenario era de trescientos treinta milímetros anuales, sin embargo, ahí había un año en el que cayeron quinientos ochenta y cinco milímetros.
— ¡Bueno… bueno! -rezongó Brumbaugh.
También se acordaba del año de los quinientos ochenta y cinco, y del de los cuatrocientos ochenta. Pero su rostro se nubló después y señaló los años atroces: ciento setenta y cinco milímetros y las cosechas se abrasaban; ciento cincuenta y nada crecía; ciento veinticinco y un Sáhara.
En ese punto, el anciano produjo un sonido sibilante, juusiing, y Jim temió que sufriera un nuevo ataque. En absoluto. Brumbaugh trataba simplemente de reproducir el ruido de los huracanes. Cómo soplaron en los años de sequía, azotando el mundo frente a ellos, levantando enormes columnas de polvo.
— Tarde o temprano, volveremos a tener ventarrones -aseguró Lloyd.
— Sólo… una… cosa.
Brumbaugh moduló las palabras mediante un terrible esfuerzo, a la vez que señalaba las montañas que se erguían claras y hermosas en el oeste. Los dos hombres hicieron una pausa para contemplar aquellos inmensos centinelas que precisaban los bordes occidentales de las llanuras, y cada uno de ellos los vio de un modo radicalmente distinto. Jim LIoyd consideraba aquellos montes entidades lejanas que nunca había llegado a conocer bien. Los visitó ocasionalmente y había subido hasta su mismo corazón aquella noche en que Brumbaugh y él persiguieron a los muchachos Pettis, pero no formaban parte real de su vida.
— ¿Se acuerda de los muchachos Pettis? -preguntó al anciano.
Los pensamientos del viejo ruso se encontraban a gran distancia de tales incongruencias. Observaba las montañas de un modo nuevo y audaz, viéndolas como lo que realmente eran, un obstáculo que se proyectaba hacia las alturas, impidiendo la circulación natural de las nubes y despojando a éstas del agua que llevaban, antes de que pudieran franquear las cumbres y derramar la lluvia sobre la vertiente oriental. Eran las Rocosas lo que originó el Gran Desierto Norteamericano; eran las Rocosas lo que había impedido a Brumbaugh el Patata llevar al Platte toda el agua que deseaba.
Ahora, casi en el mismo filo del término de su vida, el anciano reconocía en ellas el enemigo implacable que siempre fueron. No eran la escultura exquisita que aparentaban ser cuando un viajero las veía desde lejos por primera vez, desde la llanura. Eran la barrera, dura, rocosa y casi impermeable. Pero se las podía domeñar.
Brumbaugh las señaló con el índice de la mano derecha y formuló una declaración de guerra.
— Lo… que… hemos… de… hacer… es… un… túnel. Jim meditó en aquellas extrañas palabras y repitió la fundamental.
— ¿Túnel? -Brumbaugh parpadeó-. Ya están horadando un túnel -dijo Jim-. Los trenes irán…
— Agua -articuló Brumbaugh.
Se produjo un largo silencio, al cabo del cual Jim se levantó y anduvo hasta la orilla del río. Observó las avocetas durante un rato y luego volvió sobre sus pasos y empujó la silla de ruedas hasta colocar al anciano en un punto desde el que también podía ver a las aves.
— Está diciendo que deberíamos construir un túnel por debajo de esas montañas, traer el agua que cae en la vertiente occidental -el agua que necesitamos en este lado- a través del corazón de las montañas y…
Centelleó con juvenil plenitud el ojo derecho de Brumbaugh. Lloyd había captado la idea. Animado por una considerable excitación, el viejo señaló el lecho seco del Platte.
— ¿Quiere que el agua obtenida por ese sistema desemboque en el Platte?
Con un giro del brazo derecho, Brumbaugh indicó la extensa superficie de pradera oriental que podría cultivarse mediante tal proyecto. Era una imagen esplendorosa que había estado madurando en su cerebro durante el pasado medio siglo, pero que no fue capaz de formular. Ahora veía todo el conjunto del complejo sistema: agua -agua a través del corazón de la montaña-, cantidades incalculables de agua para satisfacer a las planicies sedientas.
— Pero horadar un túnel por debajo de esas montañas… -protestó Jim-. Debería tener… ¿qué longitud? ¿Veinte kilómetros? ¿Treinta?
Le aterró la sola idea de aquella obra inmensa.
Pero no ocurría lo mismo con Brumbaugh. Intentó frenéticamente expresarse mediante palabras, pero éstas se negaban a salir y el anciano sólo pudo pronunciar una, si bien lo explicaba todo:
— ¡Buuuum!
Si un hombre contaba con dinamita suficiente, y con suficiente cerebro, ningún túnel del mundo era imposible.
Jim se sintió tan impresionado por la visión de Brumbaugh que informó del asunto a un redactor del Clarion, y el joven escribió un largo artículo, ilustrado con mapas y fotografías, en el que explicaba la propuesta de Brumbaugh el Patata para desviar, desde el otro lado de las montañas, toda el agua que necesitase Centenario. Los periódicos de Denver se hicieron eco de la imagen heroica de Brumbaugh sobre una nueva agricultura en las llanuras, reseñaron la teoría y añadieron cuatro eruditas aclaraciones que explicaban por qué no daría resultado el proyecto. El argumento más importante estribaba en que las montañas eran porosas, como todo minero solía comprobar pesarosa mente cuando el agua se acumulaba en su excavación, lo que significaba que, si bien el líquido podía dirigirse hacia ellos desde el oeste, la corriente hídrica se filtraría y desaparecería antes de llegar al extremo oriental del túnel. Cuando Jim leyó en voz alta aquellas conclusiones negativas, Brumbaugh se limitó a mover la diestra de atrás adelante, como si lo desdeñase, pero al echarse a reír Lloyd, el anciano agitó la mano con más energía, hasta que, por último, el ganadero entendió: "Si hay agujeros en la montaña, se tapan con cemento."
De modo que durante los últimos días de su existencia, el porfiado ruso no apartaba la vista de las montañas. En sus largos años de vida había tropezado con muchos adversarios poderosos: cosacos, expoliadores de tierras, los muchachos Pettis, aquellos años decepcionantes de ciento veinticinco milímetros de lluvia, los gobernadores de Wyoming y Nebraska… y ahora las montañas. Era posible conquistarlas. El agua que la barrera montañosa evitaba que fuese a parar al Platte podía recuperarse a través de un túnel.
Y mientras contemplaba aquellas alturas majestuosas le dominó la misma sensación que suele apoderarse de todos los luchadores. Le encantaba que su contrincante fuera de valía. Tuvo la impresión de que las grandes masas de granito que impulsaban la cabeza para introducirla en las nubes se alegrarían de que él las horadase y las doblegara, a fin de que sirviesen a los fines del hombre.
Pero un día, a últimos de agosto, mientras permanecía sentado ante la puesta de sol y se felicitaba por haber resuelto finalmente el problema del Platte, descubrió de pronto que había pasado por alto el punto principal. El río formaba parte de un sistema completamente distinto al que había imaginado y comprender el funcionamiento de aquel otro sistema requería todo un conjunto de nuevos conceptos.
Hizo ese demoledor descubrimiento cuando reflexionaba sobre un verso de cierto poema que el sacerdote había citado durante un funeral, años atrás: "Porque hasta el río de más débil corriente, al mar consigue trasladar sus aguas." Se pronunció a guisa de consuelo, como recordatorio de que incluso la existencia más afligida por el dolor encuentra su liberación definitiva, y la imagen que ofrecía impresionó a Brumbaugh. Se había representado a sí mismo como aquel trecho del Platte desviado para que penetrase en la finca, regara los campos y volviese de nuevo a su cauce natural.. El Platte desembocaba en el Missouri, que desaguaba en el Mississippi, y al vaciarse éste en el golfo de México, regresaba tranquilamente al gran océano.
— ¡Caca! -exclamó, modulando la palabra penosamente. No era así en absoluto. Ni el poeta ni el sacerdote vislumbraron en qué consistía el asunto.
"Lo que ocurre -se dijo Brumbaugh- es que una gota errabunda del Pacífico se ve atraída hacia arriba y se integra en una nube, y esa nube se remonta y el agua se congela y se convierte en un copo de nieve, y la nube se desliza por el cielo en dirección este y atraviesa California, y cuando llega a las Rocosas los picos de las montañas la agarran y el copo de nieve cae sobre una ladera, donde se funde y desciende para meterse en el Poudre, y luego entra en el Platte y yo la aprovecho en mis regadíos, y después vuelve al Platte, de donde pasa al Mississippi y al Atlántico, y, de un modo o de otro, en el extremo meridional de América del Sur, los dos océanos se encuentran y su agua y mi gota vuelven al centro del Pacífico, y la gota asciende hasta otra nube, se transforma de nuevo en un copo de nieve que, una vez más, cae en el Poudre. Y esto se repite sempiternamente. No hay reposo, ni para el río ni para el hombre. Y el hombre sólo tiene derecho a utilizar el agua que pueda tomar prestada de este ciclo continuo. Y cuando el hombre ha concluido su labor de brega con el río, no se retira a descansar eternamente. Su cuerpo se convierte en el polvo sobre el que cae el inmediato copo de nieve, y se encuentra al final formando parte integrante del ciclo sin fin."
Hacia las cinco, cuando Serafina acudió para empujar la silla de ruedas hasta el interior de la casa de la granja, vio que el anciano había muerto. No era mujer inclinada a lamentaciones excesivas, ya que había presenciado muchas muertes, y a juzgar por la expresión satisfecha que ostentaba el rostro de Brumbaugh, llegó a la conclusión de que ni el dolor ni la desilusión estuvieron presentes en el tránsito del viejo. Así que Triunfador y ella amortajaron el cadáver, después de lo cual el muchacho fue a la ciudad para informar a la policía del fallecimiento de Brumbaugh el Patata.
Italianos, rusos, alemanes, japoneses y numerosos mexicanos asistieron al funeral, todos ellos en deuda con el difunto, que en vida les prodigó instrucciones, favores e hipotecas. Jim Lloyd, en su calidad de mejor amigo del anciano, se hizo cargo del entierro y se sintió profundamente conmovido cuando el joven ministro dijo:
— En estos tristes momentos, no sólo hallamos consuelo en la Biblia, sino también en las palabras de nuestros grandes poetas, y el paso de un hombre lleno de energía como Hans Brumbaugh nunca se ha resumido mejor que en estas hermosas palabras de Swinburne:
Desde el exceso de amor a la vida,
Desde el libre temor y la esperanza,
Elevamos plegaria agradecida
A los posibles dioses que en el orbe haya
Porque la vida no dura eternamente;
Porque no se levanta el hombre tras la muerte;
Porque hasta el río de más débil corriente
Al mar consigue trasladar sus aguas.
"Hoy podemos imaginarnos a nuestro infatigable luchador mientras descansa, ya a salvo, en su última morada.
Durante los festejos que cubrieron las últimas semanas de 1918, cuando, como el Clarion lo expresó, "la victoria norteamericana sobre las hordas teutonas ha sido confirmada y nuestros valerosos infantes han salvado el honor de Europa", Mervin Wendell experimentó su primer augurio de muerte.
Llevaba algunos meses resentido de salud, porque durante los años de guerra había realizado esfuerzos titánicos. Como presidente en la región norte de Colorado del Comité de Bonos de Guerra, tuvo que actuar en tribunas de lugares tan distantes como Omaha y Salt Lake City. Vestía un modificado uniforme, de diseño propio, calzaba polainas y se tocaba con un sombrero estilo Teddy Roosevelt. Los temas de sus parlamentos solían ser "Nuestra intrépida aventura en el Somme" y "Somos fuertes porque estamos unidos".
En la mansión Wendell, de la Octava Avenida, Maude y él atendían a la mayor parte de los dignatarios que visitaban Colorado -el secretario de guerra Baker; los parientes del general Pershing, que residían en Wyoming; el general Barker, del ejército británico, cuyo padre había dirigido la gran hacienda ganadera de Arroyo del Caballo- y Mervin a menudo permanecía levantado hasta tarde, hablando con ellos acerca de estrategia o del último triunfo de los ejércitos aliados.
Conservaba su antiguo talento para la imitación, y cuando estaba de gira, su acento era principalmente oxoniense. Su magnífico uniforme inducía a la mayor parte de sus oyentes a considerarle oficial de los Dragones Reales Británicos, de los que hablaba con frecuencia y cierta intimidad, puesto que en cierta ocasión pasó una larga velada con un coronel de ese regimiento, conversando y pasando revista a la táctica. Recaudó una gran cantidad de fondos para el esfuerzo de guerra, mientras que Maude Wendell, como elegante dama presidente de la Cruz Roja, supervisó el enrollamiento de interminables cintas de venda.
Pero el esfuerzo fundamental de Mervin Wendell estuvo reservado a la administración de sus extensas propiedades de terreno, que totalizaban ya más de veintidós mil hectáreas de suelo, cuya calidad superaba el nivel medio, distribuidas en cuarenta y tres granjas y ranchos que había adquirido a precios de pánico. Todas sus propiedades en Campamento Avanzado estaban ahora vendidas y había promovido una nueva comunidad más al norte. Se llamaba McKinley, "en honor de nuestro gobernante mártir", explicaba invariablemente, con un trémolo en la voz. Había visto a McKinley una vez, en Chicago, y le consideraba el más destacado presidente estadounidense.
Había logrado un gran éxito financiero con la operación McKinley, ya que la experiencia de Campamento Avanzado le enseñó a no apresurarse a vender, sino a esperar a que el núcleo se hubiera establecido y su futuro estuviese garantizado. Dedicó la mayor parte de 1917 a llevar compradores en perspectiva a la colonia norteña y, como el trigo se cotizaba ya a 2,29 dólares el bushel, no encontró grandes dificultades para colocar superficies de proporciones considerables a los agricultores del este.
Su folleto sobre McKinley superaba cuanto se había ofrecido hasta entonces, ya que las ilustraciones y el texto eran francamente desvergonzados. Un grupo de fotografías presentaba la constante prosperidad del agricultor Earl Grebe, de Ottumwa (Iowa), que, en 1911, llegó a Campamento Avanzado sin una perra y que recientemente había adquirido otra media sección, con lo que sus propiedades alcanzaban ya las quinientas veinte hectáreas.
Obsérvese la mansión rural en la que viven Earl y su encantadora esposa… residencia pagada con los beneficios de un trigo cuyo rendimiento se concreta en cosechas de noventa bushels por hectárea, trigo que se cotiza a dos dólares el bushel. La pequeña construcción que aparece a la izquierda es la cabaña de tepe en la que los Grebe vivieron durante su época inicial. Prudentes custodios, los Grebe sólo utilizan ahora esta reliquia del pasado como una pieza que mostrar a los admirados visitantes del este. Las fotografías de la página contigua muestran lo que Earl Grebe ha cultivado en su finca, que está situada a menos de treinta y dos kilómetros de los terrenos que ustedes comprarán.
El trigo que se presentaba era de la finca de Grebe, sí, pero los gigantescos melones, manzanas y remolachas azucareras habían sido retratados en las tierras de regadío extendidas a la orilla del Platte.
A últimos de 1918, Mervin Wendell estaba agotado. La prosperidad coronó todos los negocios en los que puso la mano y era el hombre más rico de Centenario o de cualquier otra ciudad, hacia el norte, hasta la frontera de Wyoming. Sólo tenía ya una preocupación: cumplir su septuagésimo aniversario. Y adoptaba todas las precauciones posibles para conseguirlo.
Como su corazón se había debilitado, canceló todo compromiso para hablar en público, pero apareció en la tribuna durante la celebración de la victoria. Al volante de su automóvil, también se llegó a McKinley cuando se inauguró la nueva escuela. De vez en cuando, se le veía en su oficina de la ciudad, dedicado a aleccionar a su hijo Philip, que era ya un hombre de cuarenta años, casado y estable, sobre las complejidades de los bienes raíces. Por lo demás, cuidaba su salud, había dejado de fumar y sólo bebía en contadas ocasiones.
Se sintió encantado cuando llegó y pasó el día de Año Nuevo, porque consideraba tal fecha un hito importantísimo.
— Me hubiera fastidiado mucho morir en 1918, cuando tantas cosas estaban sucediendo -confesó a Maude, que parecía rejuvenecerse con el paso de los años.
Ella se echó a reír ante semejante declaración y le aseguró que vería también 1920.
— Ése es un año eufórico -repuso Mervin-. Me gustaría dar la bienvenida a una nueva década.
No iba a ser posible. Durante la segunda semana de enero cayó seriamente enfermo, una complicación cardíaca y una pulmonía benigna. Era precisamente la clase de dolencia definitiva que hubiese elegido, porque le permitía estar tendido en la cama, sin señales ni sufrimientos producidos por un morbo repugnante. Todas las tardes celebraba una especie de corte en su habitación, durante la cual se extendía en consideraciones sobre toda clase de temas:
"Esas personas de corazón frágil que temen que se sobrecultiven las llanuras vivirán para ver diez fincas donde hoy sólo existe una. Acordaos de lo que os digo, vivirán para ver a tres dólares el trigo que hoy vale dos… "
"La nación está padeciendo mucho a causa de la cháchara de Woodrow Wilson. En los conflictos de Ludlow debió enviar el doble de tropas de las que mandó y acabar con el doble de mineros. A Colorado le hubiesen ido las cosas infinitamente mejor… "
"El teatro no morirá nunca. Acordaos de lo que os digo, no morirá nunca. Recuerdo cuando, en 1891, vino a Centenario el gran Edwin Booth. El Union Pacific depositó el vagón particular, rojo y dorado, donde están ahora los silos de cereales y allí permaneció durante tres días, mientras el actor nos obsequiaba con Hamlet, Macbeth y Ricardo III. El vagón contaba con dos· baños -bañeras completas, quiero decir- y una biblioteca que hubiese honrado a un emperador. El Union Pacific trajo cubas de ostras en hielo y ofreció una cena pública para tres docenas de personas. A mí me invitaron, naturalmente, por ser del teatro…
"El ganadero me inspira el mayor de los respetos. Él hizo de Colorado lo que es, un magnífico estado libre. Si de vez en cuando me las he tenido tiesas con él, a causa de la política del suelo, sólo ha sido porque el ganadero intentaba en vano que la gente accediese al usufructo de los terrenos. En el pueblo, señor, es donde reside la fortaleza de una nación. Pero todos nosotros debemos al ganadero el respeto que el señor Lamson les concede en el banco. No hace mucho, me dijo: "Wendell, cuando me asomo a la puerta de mi despacho y veo cuatro hombres haciendo antesala, me resulta fácil decidir a quién recibiré primero. Al criador de reses, porque es hombre noble por naturaleza. Después, al agricultor de regadío, porque es un ciudadano digno de confianza desde hace mucho tiempo, incluso aunque pueda ser ruso. Luego, al campesino de secano, porque uno nunca sabe de dónde viene ni cuántos años va a quedarse por aquí. Y si el cuarto individuo que espera resulta que es un mexicano, le digo: 'Ya tenemos conserje'."
La noche del 16 de enero, Mervin se debilitó extraordinariamente, pero aseguró a su familia:
— Confío en superar la crisis.
Y durante el diecisiete admitió en su habitación a gran número de visitantes llenos de buenos deseos, a los que obsequió con el relato de diversas anécdotas referentes a la época en que estuvo de gira por los Dakotas con la encantadora Maude de LisIe, quien finalmente accedió a casarse con él y, a partir de entonces, había sido su fiel compañera. La emprendió con un floreado discurso acerca de las bendiciones y alegrías de la vida conyugal, durante cuya perorata su hijo abandonó la estancia.
— Es un pasaje de una obra que representamos en Minnesota -explicó Philip a su esposa-. A continuación recitará la escena del balcón de Romeo y Julieta.
Y, en efecto, hacia el atardecer Mervin contó al grupo que una vez, en Dakota del Sur, al levantar la mirada y ver la hermosura de su esposa, se quedó tan maravillado que olvidó el papel. Acto seguido, recitó la escena completa, la parte de Julieta y la de Romeo.
Falleció el diecinueve, y todos los periódicos de Colorado publicaron necrológicas en las que señalaban la inigualable aportación de Mervin Wendell al desarrollo del estado. Sus honras fúnebres fueron un acto triunfal, con asistencia de personalidades de diversos estamentos de la vida ciudadana que rindieron tributo a la capacidad para el progreso y el amor a la humanidad de que hizo gala el difunto. Muchas personas a las que había ayudado se hicieron lenguas de su generosidad, y la jornada se remató con el anuncio, por parte de una delegación de McKinley, de que la nueva comunidad deseaba que se cambiase su nombre por el de Wendell.
En Campamento Avanzado surgió el sentimiento de que aquel honor debería corresponderles a ellos, aparte de que el nombre de dos palabras no gustaba a los habitantes de la colonia, y se puso en marcha un considerable movimiento para cambiarlo legalmente antes de que lo hiciesen los de McKinley, pero, al final, la comunidad del norte ganó la batalla y McKinley se convirtió en Wendell, con la aprobación del editorialista del Clarion:
Es muy propio que la región norte de Colorado tenga una población que lleve el nombre de su hijo más ilustre, que tanto hizo en pro del desarrollo de esta parte del estado. Su percepción, al patrocinar los radicales conceptos del doctor Thomas Dole Creevey, cuando otros insistían en que la agricultura de secano nunca iba a prosperar, se convirtió, merced a su entrega, en fecunda realidad durante los años de antagonismo, cuando la zona norte de Colorado alcanzó el carácter de "granero del mundo", según la feliz expresión del propio Mervin Wendell. El próximo martes se celebrará una gran fiesta en McKinley, cuando el nombre de esta villa se cambie oficialmente por el de Wendell, y todos cuantos nos hemos beneficiado de la gestión directriz del gran hombre estamos obligados, mediante nuestra asistencia, a rendirle tributo. Se nos ha asegurado que el gobernador Gunter estará presente para honrar al hombre que, en unas elecciones anteriores, colaboró con él en calidad de presidente del comité estatal.
El gobernador saliente de Colorado, Julius Gunter, asistió a los actos, lo mismo que los Grebe, quienes opinaban, como es lógico, que Mervin Wendell había tenido gran influencia en la buena suerte de la que disfrutaban. Acudió a recibirlos a la estación, aquella mañana del otoño de 1911, cuando llegaron dispuestos a probar fortuna con la agricultura de secano, y siempre cooperó gustosamente cada vez que quisieron adquirir más tierras. Contribuyó con la cesión gratuita de un solar para edificar una biblioteca y de otro para una Escuela Dominical.
Los Grebe invitaron a Vesta y Magnes Volkema a que les acompañasen a la inauguración de la nueva ciudad, pero Vesta replicó:
— ¿En honor de ese sacamuelas? Robó el terreno que nos dio para la biblioteca, robó el terreno que os vendió y el único motivo por el cual no nos robó también nuestra finca consistió en que fui demasiado lista para él. Este chalado marido mío estuvo a punto de vendérsela y dejarnos en la calle.
— Creí que deseaban vender… -dijo Alice- y trasladarse a California.
— Sigo deseándolo -repuso Vesta- Pero no a sesenta y cinco centavos la hectárea. Y no a ese asqueroso hijo de zorra de Wendell.
Tal lenguaje no le hizo ninguna gracia a Alice Grebe, que tuvo la impresión de que la granja estaba volviendo ordinaria a Vesta. y durante las ceremonias, cuando un cuarteto mixto interpretaba "Susurrante esperanza" en honor de Mervin Wendell, la mujer lloró.
Brumbaugh el Patata no había tenido la menor intención de proporcionar a Tranquilino y su familia medios de vida. Regaló a los Takemoto treinta y dos hectáreas de tierras de regadío y hubiese hecho lo mismo con Tranquilino de encontrarse el mexicano allí durante los últimos días del granjero. Desgraciadamente, Tranquilino correteaba por el norte de México con Pancho Villa y no regresó a Centenario hasta 1917, cuando Brumbaugh llevaba bastante tiempo en la tumba.
Tranquilino volvió a una situación mísera; no podía calificarse de otra manera. Desaparecido Brumbaugh, el mexicano se encontró sin trabajo fijo en la granja y sin vivienda donde refugiarse. Tuvo que llevarse a su esposa y dos hijos, mientras aprovechaba los empleos eventuales que se le ofrecían, lo que significaba que su familia tenía que vivir en una chabola o en otra. Sus salarios eran tan bajos qué no pudo ahorrar dinero alguno y, cuando llegó el 15 de noviembre y se distribuyeron los cheques de la remolacha, recibió tan poco que le fue imposible llevar a su familia a Denver, donde al menos existía una agradable comunidad mexicana a cuyo calor podían acogerse durante los meses más crudos del invierno..
Cada mes de noviembre, en cambio, cuando les despedían de la finca remolachera donde estuvieron trabajando, cobraban la paga y se iban a alguna de las vergonzosas casuchas erigidas en el extremo norte de Centenario. Pequeño México, llamaban despectivamente a aquella zona, un grupo de viviendas tan tristes y sucias como nunca las hubo en el Oeste. Allí se ocultaban durante el invierno los indeseados braceros. Nadie podía explicarse cómo era posible que sobreviviesen a las ventiscas, porque las paredes de los tabucos eran de tablas en las que se abrían amplios resquicios al contraerse la madera, y el suelo era de barro que se helaba al filtrarse el agua por las grietas. No había instalaciones sanitarias, ni calles pavimentadas, ni colegios. Ninguna comodidad ni proyecto de crearla.
Los agricultores de Colorado, al haberse acostumbrado a confiar en la mano de obra mexicana, no sólo consideraban natural, sino incluso justo, que aquella gente analfabeta trabajase de marzo a noviembre por un jornal de hambre y luego desapareciese de la circulación durante los meses fríos, en precarias condiciones alimenticias y térmicas, bebiendo agua contaminada y en las circunstancias sociales más amargas. Los comerciantes de Centenario, al contar con los mexicanos para mantener la estabilidad agrícola de la región, y siempre dispuestos a aceptar toda moneda sobrante que los braceros tuviesen, no veían nada indecoroso en condenar a aquellas fuerzas laborales a un ghetto rural, donde se esperaba de sus integrantes que se abstuvieran de decir algo y de presentar demandas. Y si un mexicano trataba de entrar en una barbería, un restaurante o una tienda dedicada al comercio de prendas de vestir finas, se exponía a un posible castigo. Hasta las Iglesias toleraban este brutal sistema, porque ni siquiera se mantenía una misión. Las protestantes acaso pudieran tener excusa para tal indiferencia, porque, como sus ancianos decían: "Los mexicanos no pertenecen a nuestro credo", pero la actitud de los católicos resultaba menos comprensible, ya que los trabajadores mexicanos eran miembros de esa Iglesia. Naturalmente, todos los domingos se celebraba una llamada "misa mexicana", pero se decía a las seis de la mañana, cuando los católicos de las clases sociales superiores no pudieran mezclarse con ellos. Incluso esta misa estaba limitada a los empleados del servicio doméstico que asistían a las mejores familias, y si un bracero de los campos de remolacha hubiese entrado en el templo, la sorpresa del sacerdote habría sido mayúscula, dado que, en Centenario, un jornalero de la gleba era tenido por muy poco más que un animal.
Constituían una tribu de parias, con un idioma extraño y unas costumbres más extrañas aún. "Ponen a sus hijos el nombre de Jesús", reían entre dientes los chiquillos de Centenario, yeso bastaba para desacreditar a los mexicanos.
El desprecio no partía tan sólo de los habitantes de la ciudad. Todo ganadero cuya hacienda estuviese al norte tenía que pasar por Pequeño México cuando iba a la urbe. Toda satisfecha esposa de ranchero establecido en Campamento Avanzado o en Wendell tenía que ver aquel ghetto, pero nadie se preocupaba de él.
No es que se prescindiese de Pequeño México. La policía trabajaba de lo lindo allí, poniendo paz entre los residentes belicosos, y el sheriff Bogardus consideraba que su obligación principal consistía en mantener el orden durante el invierno, para que los jornaleros del campo estuviesen en buenas condiciones físicas al llegar la hora de la siembra de primavera. De hecho, el requisito primordial que se exigía en Centenario a un representante de la ley estribaba en que supiera entendérselas con los mexicanos e impidiera que éstos irritasen a sus patronos. La reducida colonia daba motivo también a reiterados comentarios en el CIarion, donde todos los reporteros probaban suerte en la redacción de notas con pretensiones de ironía desenfadada:
El viernes por la noche, como de costumbre, hubo un par de cuchilladas en Pequeño México, pero los navajazos no produjeron ningún difunto. El sheriff Bogardus arrestó a cuatro participantes en la reyerta, pero no encontró motivo para enchiquerarlos, toda vez que nuestros tribunales se encuentran ya bloqueados por el aluvión de problemas que origina esa metrópoli.
Hubo un hombre que pudo convertirse en portavoz de la comunidad mexicana, pero, desdichadamente, llegaba de Nuevo México, donde le había pervertido el movimiento penitente, aquel extraño fanatismo del desierto, tipo Juan el Bautista, cuyos devotos miembros se clavaban en la espalda pinchos de cacto como mortificación, y cuando el clérigo trató de promover tales prácticas, los cristianos respetables de Colorado del norte se apresuraron a dejar bien patente que no tolerarían esa conducta. Había modos muy apropiados de adorar a Dios, entre los cuales no figuraba el exhibicionismo penitencial.
Correspondió, pues, al sheriff Bogardus la tarea de suprimir semejantes demostraciones, porque si los mexicanos abrazaban tan incendiaria religión, el paso siguiente que iban a dar era constituir un sindicato obrero, y la matanza realizada en las minas de carbón de Ludlow constituía un ejemplo de lo que cabía esperar entonces. De forma que una de las exclamaciones más compulsivas que podían pronunciarse en la comisaría era: "¡Ya han salido otra vez los malditos penitentes!"
El sheriff y sus comisarios saltaban a sus automóviles y corrían desalados hacia los campos de la parte norte de Pequeño México, donde extáticos venerantes, con espinas clavadas en la carne, bailaban, gemían y establecían relación con Dios. Las porras entraban en acción y hombres de voz ronca gritaban:
— ¡No se puede hacer eso en una propiedad de Colorado!
Tarde o temprano, el padre Vigil se adelantaba a protestar y algún agente de la autoridad le cruzaba la boca. El cura caía al suelo, sangrante.
— ¿Por qué no pueden celebrar cultos como todo el mundo? -preguntó el sherlff Bogardus un domingo, después de que los penitentes le hubiesen procurado una tanda de complicaciones-. ¿Por qué no pueden ser anabaptistas o católicos normales?
Es curioso que un estado tan adelantado en otras direcciones se manifestara tan permanente ciego en su comprensión de los mexicanos. Colorado fue donde primero se implantaron razonables relaciones laborales, donde se crearían pensiones por jubilación, donde la enseñanza se subvencionaba con generosidad, donde las escuelas preparatorias proliferaban y las iglesias abundaban. Colorado era un estado en el que las buenas ideas florecían y, sin embargo, en lo referente a esa cuestión básica de los derechos humanos, mantuvo su ofuscada incomprensión. No podía admitir que fuese inmoral el que los patronos agricultores utilizasen en beneficio personal aquella mano de obra y luego la despidiesen sin aceptar ninguna responsabilidad. y cualquier anglo lo bastante valeroso como para sacar a relucir la cuestión, corría el riesgo de que le saltasen los dientes.
Esas condiciones prevalecieron durante más de medio siglo. Ninguna Iglesia, ningún periódico en plan de cruzado, ningún grupo de mujeres trató de corregir esa iniquidad básica y, a través de Colorado, los niños anglos, a los que otrora se les imbuía la idea de que los indios no eran seres humanos, eran educados ahora en la creencia de que los mexicanos todavía lo eran menos. Un popular libro infantil señalaba: "Cuando Billy el Niño contaba veintiún años, había matado un hombre por cada año de su vida, sin contar indios ni mexicanos."
A esa índole de Pequeño México; a finales de noviembre de 1921, se mudó de modo permanente Tranquilino Márquez con su esposa Serafina, su exaltado hijo Triunfador y su adorable hija Soledad, de trece años por aquellas fechas. Encontraron una chabola de increíble decrepitud y suciedad, que procedieron a adecentar. Serafina realizo milagros con las tijeras y la aguja, y de haber dispuesto de una máquina de coser aún se las habría arreglado mejor. Y Triunfador obtuvo, por algún medio que su padre no quiso investigar, una carga de leña para apuntalar los ruinosos costados de la construcción. Cuando dieron por concluidos los trabajos, aquello no podía considerarse una casa, ya que no brindaba prácticamente ninguna protección contra el viento o la lluvia, pero era un cobijo y la familia se instaló allí.
No eran personas que llamasen la atención, de modo que carecían de motivos para temer las incursiones del sheriff.Bogardus. Tranquilino no se inclinaba en absoluto hacia el movimiento penitente, por lo que no existía el peligro de que los comisarios le apaleasen. El problema residía en Triunfador, alto y lleno de nervio, como su padre; con dureza de acero, como su madre. Tenía ya veinte años y estaba bien instruido en los métodos de cultivo de la remolacha azucarera. No sabía leer ni escribir, pero contaba con un ingenio extraordinario y la firme voluntad de mejorarse.
Las dificultades empezaron cuando el muchacho encontré una cabaña abandonada, cerca de la Estatal 8, la carretera rural que enlazaba Centenario con Campamento Avanzado. Sin pedir permiso a las autoridades, tomó posesión de la cabaña, dispuse en el local un fonógrafo, tres mesas y unas cuantas sillas, convirtió aquello en un lugar agradable para los braceros en paro. Éstos no tardaron en reunirse allí y Triunfador empezó a despachar barras de caramelo y gaseosas.
Los granjeros de Centenario se percataron en seguida de que en "La Cantina" radicaban las semillas de la rebelión.
— Permita que esos malditos mexicanos se congreguen así -advirtió al sheriff Bogardus un cultivador ruso de remolachas- y la próxima noticia que recibirá es que se han creado sindicatos obreros y que se incuban jaleos en cantidad.
Al presentársele la segunda queja, Bogardus comprendió cuál era su deber.
Erguido en el umbral de la cabaña, con los dos revólveres asomando ostentosamente por las pistoleras, anunció:
— ¡Este local queda clausurado!
Se retiró sin pronunciar una sola palabra más, convencido de que ningún mexicano se atrevería a desafiar una orden tan clara y terminante.
Pero Triunfador no albergaba la más remota intención de cerrar, porque veía en "La Cantina" un núcleo con el que podía conseguirse una existencia mejor para su pueblo. "La raza": decía cuando hablaba con sus camaradas mexicanos. La raza: toda la raza hispana,.los hombres de Nuevo México, como el padre Vigil, y los del viejo México, como Tranquilino, su padre. Los miembros de la taza no debían vivir como animales, hibernando en sus madrigueras de invierno como sI fuesen serpientes de cascabel. Tenía que crearse algo mejor, algo que le superase incluso a las callejuelas de Denver. No cerraría.
— ¡Maldita sea! -rugió el sheriff Bogardus a la mañana siguiente, cuando otro granjero acudió a lamentarse de que "los malditos mexicanos siguen allí".
Fue rápidamente a la cabaña llevado de una clara ira.
— Os dije que este local estaba clausurado. ¡Largaos ahora mismo de aquí!
Empezó a dar patadas al mobiliario que tenía más cerca y algunos parroquianos, que ya habían experimentado la violencia del representante de la ley, se marcharon. Pero Triunfador se quedó. De piel al otro lado de su improvisado mostrador, contempló al sheriff, sin despegar los labios.
— ¡Tú!-gritó Bogardus-. He dicho que os. larguéis todos.
— Ésta es mi casa. -replicó Triunfador, con creciente énfasis en la última palabra.
— ¡Ésta es mi caaasa! -remedó Bogardus.
Fulminó con la mirada al joven que se atrevía a desafiarle y, adelantando súbitamente ambos brazos, agarró a Triunfador, tiró de él por encima del mostrador y lo arrojó a través de la puerta contra la calzada.
Aquella misma tarde, volvió con un mandato judicial en el que se ordenaba que se pusiera un candado a la cabaña, y cuando Triunfador, en contra de los consejos de su padre, arrancó el candado, un agricultor que pasaba por delante del local salió disparado a la oficina del sheriff para informar:
— Bueno, sheriff, esos mexicanos han destrozado su mandamiento judicial. Vamos a tener follón.
Bogardus y tres de sus ayudantes aceleraron por la Estatal 8 y condujeron el vehículo hasta la puerta de "La Cantina".
— ¡Tú, hijo de perra! -vociferó el sheriff-. ¿Quién diablos te crees que eres para desafiar una orden judicial?
Mandó a sus comisarios que se llevasen a la cárcel al sedicioso. A la mañana siguiente, Triunfador fue acusado ante el juez de Greeley, un hombre que también era dueño de una finca agrícola y que sabía reconocer una insurrección en cuanto se presentaba ante sus ojos. Se inclinó por encima de la mesa del tribunal y reconvino a Triunfador:
— Joven, es usted un visitante de nuestro país y debe obedecer nuestras leyes. No tiene permiso para explotar un local de entretenimiento, no tiene autorización para tocar música y, desde luego, no tiene licencia para expender dulces ni bebidas suaves. Es más, tampoco tiene derecho a ocupar esa propiedad y ha desobedecido una orden judicial. Sesenta días.
Durante su permanencia en la cárcel, Triunfador ignoró que le estaba defendiendo una mujer robusta a la que ni siquiera conocía. Agraviado por aquella sentencia, el padre Vigil hizo cuanto pudo para despertar la indignación pública, pero sus esfuerzos fueron baldíos y una noche, en una chabola de Pequeño México, reconoció su impotencia:
— El juez se niega a atender a razones. El sheriff es un matón. El periódico se ríe de nosotros. El sacerdote católico es más inútil que los ministros anglos. Ni siquiera los profesores de Greeley nos harán caso. ¿Es que en Colorado no hay nadie a quien le importe este estado de cosas?
De entre las sombras brotó la voz de un jornalero:
— Charlotte Lloyd. Un día me llevó ropa para mis hijos.
— ¡La señora Lloyd! -murmuraron algunos otros.
A la mañana siguiente, el padre Vigil estaba frente al castillo y llamaba a la imponente puerta de roble.
Al cabo de un momento de espera, le recibió una mujer formidable, Charlotte Lloyd, que tenía ya cerca de setenta años pero aún se conservaba enhiesta como un soldado. Como accionista mayoritaria de una hacienda ganadera famosa, era mujer que no aceptaba pamplinas, porque había demostrado ser capaz de manejar a los hombres tan fácilmente como a los caballos. Su rostro estaba curtido por la vida a la intemperie y su risa era cordial.
— Pase -dijo bruscamente, y condujo al padre Vigil a una sala espaciosa, desde cuyas paredes miraban cabezas disecadas de búfalos y alces americanos-. ¿De qué tontería se trata? -Antes de que el cura tuviese tiempo de responder, Charlotte Lloyd preguntó-: ¿No es usted el que anda por ahí clavando condenadas agujas en el cuerpo de la gente?
El padre Vigil estaba desconcertado, pero como adivinaba hallarse en presencia de alguien que podía ayudarle, siguió adelante.
— Recurro a usted debido a una injusticia -manifestó.
— El mundo está lleno de ellas -replicó Charlotte.
— Los mexicanos.
— Nunca me han sido muy útiles -dijo Charlotte-. ¿Qué les ocurre ahora?
El sacerdote estalló en una apasionada serie de preguntas:
— ¿Es justo que nuestro pueblo trabaje durante todo el verano y luego se les obligue a permanecer en la oscuridad, como muñecos, durante todo el invierno? ¿No tenemos derecho a disponer de una cantina en la que escuchar música?
— Todo el mundo tiene derecho a la música.
— ¿Es justo que no tengamos nada, absolutamente nada?
— Eso no parece justo. Concrete.
Lo hizo y, a medida que el padre Vigil hablaba, mayor era el furor de Charlotte.
— Esto es ultrajante -se sulfuró, al tiempo que alargaba la mano hacia su sombrero.
Acompañada del padre Vigil, visitó al sacerdote católico de Greeley, a los editores, a la junta de licencias con sede en Denver y al sheriff, y en todos los sitios a donde iba formulaba una simple pregunta:
— ¿No se avergüenzan de lo que están haciendo?
Cuando llegó a los cultivadores de remolacha la noticia de la interferencia de Charlotte Lloyd, la consternación se apoderó de ellos.
— El padre Vigil es quien la ha inducido a esto -dijeron los agricultores-. Está predicando la revolución.
De modo que los granjeros contraatacaron.
— Charlotte Lloyd no es más que una condenada estúpida. En su cabeza no hay cerebro. Pero ese padre Vigil… Tiene que marcharse.
Empezaron a circular peticiones solicitando la deportación a México del sacerdote, y cuando se presentaron las firmas al juez, éste convocó al padre Vigil ante el tribunal; por desgracia para la causa de la justicia, Charlotte Lloyd le acompañó y tuvo efecto una escena más bien agitada. JUEZ.-Sepa usted, padre Vigil, que no es más que un invitado en este país y que el sheriff Bogardus tiene atribuciones para devolverle a México, si usted no se comporta como es debido. CHARLOTTE.-Eso no se ciñe a la verdad. JUEZ.-¿Pretende contradecir a este tribunal? CHARLOTTE.-El padre Vigil es ciudadano de Nuevo México. Es norteamericano. JUEZ.-¿De veras? CHARLOTTE.-Sus antepasados han vivido aquí durante los últimos cuatrocientos años. Da la casualidad de que eché un vistazo a los antepasados del sheriff Bogardus y comprobé que llegaron aquí en 1901. Si se ha de expulsar a alguien de este país, tal vez debiera ser el sheriff Bogardus. JUEZ.-¿Puedo preguntarle, señora LIoyd, si es usted ciudadana de este país? CHARLOTTE.-¿Renunciar a mi pasaporte británico? ¿Está usted loco?
El juez se echó hacia atrás en el sillón. Le resultaba incomprensible que el padre Vigil, aquel individuo desagradable que clavaba espinas en las personas, fuese estadounidense desde mucho tiempo antes que cualquier otro de los presentes en la sala. Emig, Osterhaut, Miller… eran siervos a orillas del Volga en una época en la que los Vigil ya llevaban siglos ocupando Nuevo México y el sur de Colorado. Era de lo más desconcertante.
El juez rechazó una por una todas las demandas que presentó Charlotte, y a Triunfador se le ordenó que cerrase la cantina definitivamente. En el momento de pronunciarse la sentencia, Charlotte pareció aceptarla de buen talante y manifestó una franca compasión hacia Triunfador. El juez y el sheriff, complacidos por haberse quitado de encima a aquella inglesa difícil, se dispusieron a concluir los trámites, momento en el que Charlotte preguntó con aire inocente, aunque en voz bastante alta:
— A propósito, Harry, ¿quién es el dueño de esas chabolas?
Se ordenó precipitadamente la suspensión momentánea de la vista, y durante el alto el juez susurro:
— Sabe condenadamente bien, Charlotte, que las construyó Mervin Wendell. Ahora son de su hijo, pero se produciría una situación embarazosa por demás si ello apareciese en un periódico. Es notorio y muy conocido que Philip hace muchas cosas en beneficio de esta comunidad. Lo cierto es que nos ha prometido una nueva biblioteca.
— Entonces esperaré que, esta tarde, me venda por cien dólares la cabaña donde Triunfador tiene su cantina, y me propongo alquilársela a Triunfador por un dólar al año. Estoy segura de que el sheriff y usted pueden convencer a Philip para que venda. De no ser así, llevaré mi historia al Denver Post.
— ¡Eso es chantaje! -protestó el juez.
Charlotte sonrió y, por ese medio retorcido, Triunfador Márquez obtuvo su licencia para explotar una cantina que, como los granjeros anglos habían pronosticado, se convirtió en un centro de agitación mexicana. El alma del local era el fonógrafo con su montón de discos importados del viejo México. De haber podido escuchar los remolacheros las canciones que emanaban de aquel chirriante aparato, se habrían aterrado, porque eran canciones revolucionarias. Una de las más populares era "Adelita", aquella balada de las mujeres bandoleras que hacía latir más deprisa los corazones: Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar. Si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar.
Muchas de aquellas coplas hablaban de los años épicos en que los hombres jaraneaban a través del estado de Chihuahua, montados en trenes militares. Tranquilino se sentaba a menudo en el establecimiento de su hijo y escuchaba las canciones que aludían a esta o aquella expedición: Vuela, vuela Palomita parate en aquel Durango. Ya terminé de cantar el corrido de Durango.
Pero la canción que proporcionaba a los mexicanos más intenso placer era "El corrido de Pancho Villa", porque en sus estrofas ellos habían ganado la guerra de 1916. Sencillamente, echaron a patadas de México a los ineptos estadounidenses que llegaron allí al mando del general Pershing: México febrero veintitrés, Les mandó Wilson cien mil americanos, Diez mil cañones, quinientos aeroplanos Se pusieron a volar sobre el país. (bis)
La bulliciosa copla, entonada por un doble cuarteto de voces masculinas, contaba en profusión de estrofas de qué forma Villa amargó la vida a los americanos del Norte, tendiéndoles una emboscada tras otra hasta que tuvieron que retirarse cubiertos de oprobio, dejando a Villa victorioso. ¡Valiente, valiente Pancho Villa! ¡El conquistador y sus dorados!
En alguna ocasión anterior, Tranquilino había confesado que fue uno de aquellos guerrilleros, los dorados que recorrieron Chihuahua, Sonora y Durango. Cuando el fonógrafo desgranaba las canciones, Tranquilino cerraba los ojos y, cada vez que se oía la frase "el tren militar", levantaba los párpados y sonreía a los hombres que estaban mirándole, los cuales solían inclinar la cabeza con respeto, sabedores de que él estuvo en tales trenes y ellos no. Yo soy soldado de Pancho Villa de sus dorados soy el más fiel. Nada me importa perder la vida si es cosa de hombres morir por él.
El sheriff Bogardus mantenía una estrecha vigilancia sobre "La Cantina" y efectuaba arrestos en cuanto los cantantes se tornaban estridentes o alguien arrojaba a la calle una botella de gaseosa. Sospechaba que se infringía la nueva enmienda que prohibía el alcohol en los Estados Unidos y llevaba a cabo numerosas incursiones. Cada vez que tenía noticia de la llegada de un nuevo cargamento -porque los contrabandistas procedentes del Canadá que surtían de licor los hogares de Centenario a veces dejaban unas cuantas botellas en Pequeño México- pasaba por alto las ventas en la ciudad y detenía a Triunfador. Y el lunes por la mañana, el Clarion publicaba su nota sarcástica:
Triunfador Márquez, futuro alcalde de Pequeño México, fue detenido una vez más la noche del pasado sábado, cuando despachaba alcohol de una variedad mortífera en su apreciado emporio. Ahora está en la cárcel.
Aquellos frecuentes arrestos de su hijo ocasionaban a Tranquilino considerable angustia, porque aunque en el viejo México había sido un revolucionario activo, en Pequeño México se comportó siempre como un ciudadano ejemplar. Reprendía a menudo a su hijo.
— La última vez que estuviste en la cárcel -decía a Triunfador-, el sheriff Bogardus vino a verme y me preguntó: "¿Por qué no puede ser Triunfador un buen mexicano? Trabajar en verano y no meterse en líos durante el invierno."
Cuando se encontraba en prisión, Triunfador recibía frecuentes visitas del padre Vigil, y el muchacho descubrió, con gran sorpresa, que el sacerdote católico era hombre de profunda visión. Anunciaba que iba a llegar un día en que los mexicanos de estados como Texas y Arizona se habrían emancipado y gozarían de un nivel de vida no alto ni bajo, sino justo. Para prepararle con vistas a ese día, empezó a enseñar a leer a Triunfador y le proporcionó textos de primaria importados del viejo México. El recluso conoció a través de esos libros la historia mexicana y las tradiciones de su tierra. En otros más adelantados se enteró del modo en que el dictador Porfirio Díaz vendió al mejor postor cuanto de valor había en México, tanto si ese postor era mexicano o español como yanqui o alemán. Le encantó leer cosas referentes al general Terrazas, dictador de Chihuahua, porque Tranquilino le había contado cómo incendiaron las haciendas de Terrazas. Y Triunfador empezó a comprender lo que significaba ser mexicano.
No tenía el menor deseo de volver a su tierra natal; lo cierto es que apenas la recordaba. Era como una pesadilla, ya que se acordaba de algo que su padre le había dicho: "En los trenes, uno veía en seguida quiénes estuvieron trabajando en América del Norte, porque llevábamos zapatos." La vida era mejor, infinitamente mejor en Colorado que en Chihuahua. Triunfador amaba a los Estados Unidos, su relativa libertad y las oportunidades que brindaba a las personas. Incluso podía obtener un préstamo del distribuidor de gaseosas y había comprado a crédito la madera para la ampliación de la cantina.
Pero le indignaban algunas de las cosas que ocurrían en Norteamérica, como el incidente de octubre de 1923. Aquel verano, sus padres habían trabajado para un ruso llamado Grabhorn, en cuya finca remolachera hicieron incluso horas extraordinarias. Cuando se recolectó la cosecha, Tranquilino se contrató de cargador de remolacha con horca -trabajo al que se llamaba "el fabricante de viudas", porque uno acababa sacando las tripas por la boca a fuerza de levantar una y otra vez catorce kilos de remolachas y lanzarlos a la carreta- y el hombre justificó aquel esfuerzo adicional explicando que, cuando llegara el cheque, el 15 de noviembre, dispondría de una cantidad suplementaria que podría entregar a Triunfador para ayudarle a acrecentar la cantina.
El último día de octubre, el señor Grabhorn hizo una llamada telefónica. Todos los granjeros anglos conocían el procedimiento: Servicio de Inmigración de Denver (Colorado). Uno tampoco tenía que dar su nombre. Uno se limitaba a susurrar por el aparato telefónico: "Soy un norteamericano leal y se me revuelve el estómago al ver lo que está sucediendo en este país. En la finca de Rudolf Grabhorn, en Centenario, a once kilómetros al este, por el Empalme 17, dos mexicanos están trabajando sin poseer los documentos adecuados: Tranquilino Márquez y su esposa Serafina. Hay que reintegrarlos a México, donde les corresponde estar."
Así que tres o cuatro días antes de que llegasen los cheques, los funcionarios de inmigración irrumpieron en la granja de Grabhorn, arrestaron a Tranquilino y su esposa, y los despacharon a México. Grabhorn, naturalmente, se libró pagando el importe del viaje del matrimonio y embolsándose el dinero que tan penosamente habían ganado. Cuando llegase el próximo marzo, contrataría otra familia distinta. En cuanto a Tranquilino, una vez su esposa y él fuesen puestos al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, eran muy dueños de deslizarse aguas arriba, vadear el río Grande y regresar tranquilamente a Centenario, donde podían ponerse a trabajar en la finca de cualquier otro agricultor.
Ese extraordinario sistema gozaba de indulgencia porque ni las leyes de Colorado ni las nacionales tenían interés en afrontar el problema. A los granjeros de Colorado se les permitía emplear "espaldas mojadas", como se les llamaba, sin temor a sanciones, pero el "espalda mojada" era ilegal en sí mismo y podía sufrir castigo y deportación. Siempre que la cuestión se suscitaba ante la legislatura, se apartaba rápidamente a un lado, sobre la base de: "No nos hacen falta." Eran necesarios, pero nadie los apreciaba y, por ese motivo, se permitían las jugadas sucias como la que le hicieron a Tranquilino Márquez.
Cuando Triunfador se enteró del trato inicuo que habían padecido sus padres, bramó de rabia de un extremo a otro de su celda.
— ¡Les han robado! ¡Y el gobierno contribuyó!
Prometió que se vengaría, pero entonces el padre Vigil le habló con la máxima persuasión.
— Debes dominar tus pasiones, hijo mío. Debes controlarlas para que sirvan a tus fines. No conseguirás nada enfureciéndote, maldiciendo o lanzando amenazas. Todo el sistema judicial está ideado en contra nuestra y no hay ningún medio para combatirlo. Lo que podemos hacer…
— ¡Sí! ¿Qué diablos podemos hacer?
— Podemos someternos a la bondad de Dios.
— No creo en Dios.
— Pero debes creer en la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo -se apresuró a decir el padre Vigil-. Cuando un hombre fuerte se subordina al amor de esa alma inconmensurable, gana fortaleza.
— ¿Qué quiere que haga?
— Dominarte.
Triunfador meditó aquellas palabras durante varios días. Estaba perfectamente enterado de lo que el padre Vigil proponía: que él, Triunfador Márquez, el día en que saliese de la cárcel, perdonara la ulcerante injusticia que RudoIf Grabhorn había cometido con la familia mexicana, que perdonase la persecución a que le sometía el sheriff Bogardus y que aceptara la disciplina de Jesucristo.
— Lo haré -dijo al sacerdote.
— Sabía que ibas a hacerlo.
Triunfador abandonó la prisión un sábado por la tarde y aquella noche ayunó. El domingo por la mañana se levantó temprano y se encaminó a los campos situados al norte de Pequeño México, donde se había congregado una gran multitud. Allí se desnudó de cintura para arriba y dejó que el padre Vigil le insertase espinas de cacto bajo los tendones de la espalda, mientras Soledad le clavaba cuatro en la piel, junto a las sienes. Sangrando por varios puntos y estremeciéndose de dolor, Triunfador se agachó para levantar una pesada cruz, réplica de aquella en que Cristo fue crucificado, y con ella sobre la ensangrentada espalda emprendió el largo camino hacia su Gólgota. . No había recorrido más que un corto trecho, cuando un grupo de granjeros anglos entraba precipitadamente en la ciudad, con la aterradora noticia:
— Esos malditos mexicanos han vuelto a las andadas. Ya tienen a otro burro arrastrando una cruz monte arriba.
El sheriff Bogardus y sus hombres salieron apresuradamente del casco urbano y avanzaron a toda velocidad por la Estatal 8, hacia la procesión que ascendía serpenteante por un monte muy parecido al que Jesús tuvo que subir en Jerusalén. Agitando las porras, los representantes de la ley se abrieron paso a golpes hasta el núcleo central de la muchedumbre, donde un comisario apaleó a Triunfador y lo arrojó al suelo. Al chocar con el piso, las espinas se hundieron en la frente del mexicano, lo que hizo que brotara gran cantidad de sangre, pero el muchacho no sintió el dolor.
"Yo soy uno", murmuró para sÍ. Ignoraba qué quería decir eso o cuáles podían ser sus ramificaciones espirituales, pero adivinaba que, a partir de aquel afligido momento, iba a ser un hombre más importante de lo que había sido hasta entonces.
Y lo fue. Alcanzó esa maravillosa estabilidad que consiguen algunas personas cuando encuentran el equilibrio entre cielo y tierra. Se mantenía más erguido, miraba a los ojos al sheriff, al juez o a los ministros anglos que tardíamente trataban de obrar respecto a él adecuadamente y los consideraba en plan de igualdad. La gente del distrito empezó a decir, cuando surgía algún problema: "Pregunta a Triunfador. Tiene una buena cabeza sobre los hombros."
Cuando sus padres regresaron del viejo México, Triunfador ya les tenía preparada una cabaña, pero antes de permitirles que se comprometiesen con algún cultivador de remolachas, buscó consejo. Aguardó en la puerta de la cantina hasta que divisó un cupé "Dodge", flamante, que descendía por la carretera, procedente del Rancho Venneford. Entonces corrió a la calzada e hizo señas al vehículo para que se detuviera.
— Señor Garrett -pidió excusas al conductor-. Necesito su consejo.
— ¿Ya te has vuelto a meter en otro lío? -preguntó el administrador del Venneford.
— No se trata de mí, señor Garrett -dijo Triunfador-, sino de mi padre.
Explicó lo sucedido con Rudolf Grabhorn en octubre.
— Lo creo -repuso Garrett-. Es un hijo de Satanás con corazón de piedra.
Al preguntarle Triunfador en qué granjero podía confiarse, Garrett dijo:
— Klaus Emig. Honrado donde los haya.
De modo que aquella temporada, la familia Márquez no sólo trabajó para Emig, sino que también cobró su paga.
Una cosa preocupaba a Triunfador: su hermana Soledad. Contaba ya dieciséis años y era muy bonita, con ojos negros y largas trenzas. Cuando Triunfador estaba ocupado con otros menesteres, la chica a veces supervisaba la cantina y ponía discos para los clientes, y los hombres empezaban a alargar la mano hacia ella y el muchacho se preguntó qué podía pasarle. En un lugar como Pequeño México, era harto probable que se encontrase en serias dificultades.
Y entonces, un caluroso día de julio, mientras Triunfador estaba ausente, recogiendo alguna carga en la estación ferroviaria de Centenario, el "Dodge" del Venneford se detuvo ante la cantina. Esa vez no era Beeley Garrett, sino un hombre alto, más joven, de magnífica planta, que entró en el café y se presentó:
— Soy Henry Garrett. Mi padre quería saber si los viejos se contrataron para trabajar en la finca de Emig.
— Así es -repuso la esbelta muchacha, recelosamente, desde el otro lado del mostrador.
— Hace calor. Necesito un trago fresco.
— No despachamos licor de contrabando -saltó la chica.
— Me refería a un refresco -se excusó Garrett-. O algo por el estilo. -Mientras bebía, escuchó el fonógrafo-. Una canción algo descaradilla -comentó-
— ¿Cómo se llama? -"Serían la dos" -replicó Soledad-. No es más que una canción popular.
Dos chiquillas mexicanas tarareaban una serie de palabras rítmicas que, aparentemente, no eran más que sílabas sin sentido, porque cuando Garrett preguntó a Soledad qué significaban, la joven escuchó un momento y luego se encogió de hombros.
— ¿Esa tontería? ¡Cualquiera sabe!
Garrett se inclinó para oír las palabras con más claridad, ya que entendía un poco el español, y cuando alzó la cabeza observó que Soledad le estaba sonriendo.
— Esa parte dice: "Las muchachas de hoy en día no saben comer tortillas. En cuanto pescan marido piden pan con mantequilla."
Soledad se echó a reír ante aquella letra y, al instante, Henry Garrett se dio cuenta de lo estéril que había sido su existencia, hasta qué punto estuvo desprovista de risas. Y se quedó a escuchar la música. Era el primer anglo que entraba en la cantina en calidad de cliente.
Por aquellos años, el Rancho Venneford continuaba siendo una de las empresas ganaderas mejor dirigidas del Oeste. Jim Lloyd, que sabía tanto de herefords como cualquier hombre vivo, se encargaba de supervisar el conjunto, pero las tareas administrativas cotidianas corrían a cargo de Beeley Garrett, poseedor de un sólido sentido ganadero, y de su hijo, Henry Garrett, que aprendía deprisa. El rancho no rendía unos dividendos tan crecidos como hubiesen podido desear la mayor parte de los accionistas de Bristol, pero, como Garrett les aseguraba en el informe de cada ejercicio anual: "El valor del terreno no cesa de aumentar y, por el mero hecho de conservar sus hectáreas, se enriquecen ustedes más de un año para otro. Aparte de que -añadía- el rebaño mejora constantemente y sigue habiendo una demanda animada de toros del Venneford."
Charlotte Lloyd dedicaba la mayor parte de sus energías a la inspección del nuevo mobiliario de su juguete, el castillo de Venneford, y una vez dejó asombrados a sus vecinos al importar de Francia un órgano enorme, que instaló en la sala circular donde celebraba sus fiestas. Éstas, a las que asistían invitados de Denver y Cheyenne, compendiaban la gracia del antiguo Club de Cheyenne. Seguía siendo una dama inglesa que visitaba temporalmente el Oeste y que en cualquier momento podría emprender el regreso a la patria, y que atendía con meticuloso cuidado la educación de sus múltiples sobrinos y sobrinas mientras progresaban titubeantes por los mejores colegios ingleses.
Le encantaba tenerlos de visita en Colorado y nada la complacía más que aquellas jornadas en que acumulaba encima de varias carretas a todo un rebaño de niños y los conducía al Campamento Avanzado Cuatro, donde tan dichosa había sido ella con dos hombres tan distintos, Oliver Seccombe y Jim Lloyd.
— Vi por primera vez este delicioso lugar el año 1873 -decía a los chicos-. Su aspecto era casi el mismo que presenta hoy, y yo tenía una carreta con dos caballos, igual a la que tenéis vosotros.
Contaba setenta y dos años, pero sus entusiasmos volaban a tanta altura como cuando contempló aquellas espléndidas llanuras por primera vez y decidió hacerlas suyas. Sólo cierto motivo de enojo estropeaba su supervisión del rancho. Jim Lloyd y ella empezaban a discutir acerca de los herefords, y ambos se mostraban obstinados, cada uno a su modo.
Charlotte consideraba aquellos nobles bovinos, que al fin y al cabo se crearon y desarrollaron no lejos de su casa en el oeste de Inglaterra, como los ejemplares más estupendos del reino animal, y se enorgullecía al exhibirlos en ferias y exposiciones ganaderas por toda la nación. En consecuencia, deseaba que los limpiasen bien, los cebasen y los dejaran lustrosos, a fin de que su presencia tuviera la máxima espectacularidad. Llevó criadores especialistas del condado de Hereford y les dio instrucciones para que produjesen un animal más compacto, de osamenta más apretada y cabeza más atractiva.
Aquellos hombres realizaron maravillas. Tomaron herefords originales del "Uve Coronada", una raza ágil y fuerte, y crearon a partir de ellos las formas más hermosas, que conquistaron cintas en todos los lugares del país. Un "Uve Coronada" era sinónimo de lo mejor, y a Charlotte la cautivaba asistir a las exposiciones, vestida con preciosos modelos de lanilla, y dejarse retratar con aquel toro impresionante o con el novillo campeón. A veces la llamaban "La reina del Oeste" y, dondequiera que iba, se suscitaban animados debates en los que las virtudes del hereford se defendían frente a las de razas inferiores, como el angus y el cornicorto.
A Jim Lloyd no le entusiasmaba que se exhibieran sus herefords para ganar cintas. Había empezado a sospechar que todo aquel asunto de las exposiciones era simple vanagloria que, de persistir, tal vez acabase por aniquilar la raza hereford. Dudaba especialmente de la competencia profesional de los criadores ingleses que estaban allí de visita, quienes, en opinión de Jim Lloyd, conducían los herefords por todas las direcciones equivocadas habidas y por haber.
— Están empequeñeciendo los animales -se lamentaba-o Les obsesiona tanto la hermosura de la cabeza que olvidan la robustez del cuerpo. Me gusta que los animales de mis pastos sean grandes y fornidos, resistentes y capaces de alimentarse por sí mismos durante los inviernos crudos. No quiero ninguna maldita reina de belleza y me aterran esas cintas azules porque están animando a los ganaderos a hacer mallas cosas en todos los sentidos.
Cuando reflexionaba sobre el asunto se veía obligado a confesarse que lo que realmente le irritaba era una fruslería; los criadores ingleses, que estaban llevando a cabo una magnífica labor obteniendo premios, llamaban a sus animales Her-ri-fuds, con tres exóticas sílabas, en vez de emplear la honesta denominación texana de Hur-ferd. A Jim le mortificaba oír a un criador exultante: "Nuestros Herrifuds 'ganaron otro rosetón azul en Kansas City." Lo que Jim deseaba era Hurferds grandes y fuertes que cumpliesen sus obligaciones procreadoras en los más lejanos pastizales del rancho.
Perdió la discusión. En octubre de 1924, uno de los criadores ingleses se enteró, a través de un amigo de las proximidades de Bristol, de que acababa de nacer el siguiente de los grandes toros de la línea, Emperador IX, y quienquiera que lograra hacerse con él probablemente dominaría la raza durante años, tal como hicieron en el curso de su generación respectiva Ansiedad IV y Confianza.
A Jim le parecía poco plausible que un hombre mirase un ternero de cuatro meses y pudiera formular semejante augurio, pero dio el visto bueno cuando Charlotte decidió comprar aquel animalito por el astronómico precio de nueve mil dólares. Y cuando Emperador IX descendió por la rampa, tras su largo viaje desde Inglaterra, y miró a derecha e izquierda, como un auténtico emperador de la vida real que tomara posesión de un reino derrotado, se ganó la voluntad de todo el mundo.
Era un animal pasmoso, un macho prepotente con la preciada capacidad de estampar sólo sus mejores cualidades en la progenie que originaba. Se pasó seis meses del año cubriendo vacas que le traían de ranchos lejanos y el semestre restante ganando más cintas azules que cualquier otro toro del siglo xx. Se convirtió en una mina de oro para el Rancho Venneford y, como Charlotte señalaba repetidamente:
— No nos hubiera permitido obtener un centavo de ingresos, de no establecer sus credenciales en el círculo de la exposición ganadera. Cada vez que gana una cinta más, su cuota sube.
Pero Jim estaba observando algo que a los demás les pasaba por alto. Emperador IX, con todo lo espléndido que era, no dejaba de producir toros ligeramente más pequeños que él, y a Jim le parecía, incluso, que esos machos producían a su vez retoños de aspecto maravilloso, pero una fracción de centímetro más bajos de lo que deberían ser.
Llamó la atención de los criadores ingleses sobre ese detalle, pero éstos le rechazaron casi con desprecio.
— Lo que buscamos es precisamente un animal más bajo, más compacto, que producirá mejor carne. Emperador IX es justamente el semental que necesitamos y los resultados de su actuación superan' con creces lo que habíamos esperado.
El Emperador y sus vástagos continuaban dominando en las exposiciones, seguían cosechando cintas azules para sus propietarios y nadie se sentía más feliz que Charlotte por aquellos triunfos, que justificaban su enorme fe en el rancho. Desde luego, Charlotte era la ganadera número uno de América y si a Jim le hubiese interesado participar en el juego, habría podido convertirse también en uno de los principales ganaderos, pero se apartó del señuelo de los concursos y nunca se retrató junto a sus reses ganadoras. Prefería atender diariamente a los herefords que pastaban en el campo.
— Jamás, en toda mi vida, he visto nada tan precioso como una fila de carialbos caminando por la cumbre de un monte, dirigiéndose al abrevadero.
Había confiado en tener un hijo que compartiera su instinto por el ganado de pastizal, "las reses que verdaderamente fabrican carne" pero su único descendiente fue una hija a la que el rancho no le importaba gran cosa.
Buscó el apoyo de Beeley Garrett, pero Beeley estaba preocupado con el problema.financiero de mantener en condiciones de solvencia una gran hacienda ganadera y, en lo referente a las reses en sí, se tendía ante Charlotte. El hijo de Beeley, Henry Garrett, que algún día iba a hacerse cargo del rancho, no era más que un hombre de negocios con escaso sentido del ganado, de modo que lo único que hacía viable la hacienda, los animales, quedaba en manos de Jim.
Decidió forzar una confrontación con Charlotte y sus consejeros ingleses, porque consideraba criminal tomar una bestia espléndida como el hereford e ir mermando conscientemente las características que la hacían grande… y llevarlo a cabo s6lo para satisfacer a unos cuantos jueces porfiados. Mientras se reunían en el corral para mirar a los toros, Jim preguntó:
— ¿Es que no os dais cuenta de que estáis destruyendo la raza?
— Emperador IX es el hereford cimero de la historia -saltó Charlotte.
— Emperador IX es un renacuajo. Llegará un día en que los ganaderos escrupulosos extirparán de sus rebaños todo carácter de ese toro.
— ¿Qué tonterías estás diciendo? -inquirió Charlotte, y se volvió hacia sus criadores, en husca de ayuda.
— El criterio general es el de que Emperador está salvando la raza… al configurarla de acuerdo con las necesidades modernas.
Jim respiro hondo, no porque le hiciera.falta reunir valor, sino porque le faltó aire súbitamente.
— Me fastidia ver que se altera la naturaleza para adaptarla a una moda transitoria. No me gusta contemplar cómo la raza a la que he amado… -Tuvo la sensación de que el término amado podía parecer ridículo en aquel contexto, pero después de reflexionar brevemente llegó a la conclusión de que era la palabra que deseaba-. No puedo quedarme quieto mientras presencio cómo echan a perder una raza a la que siempre he amado. Creo que deberíamos dejar en paz a los animales… y también a la tierra…
Hizo una pausa para respirar hondo otra vez, porque se estaba sulfurando.
— Tengo el profundo convencimiento, mi querida Charlotte, de que lanzar al mundo una generación de enanos es para este rancho…
Alargó las manos hacia el portillo del cotral, no llegó a agarrarse a él y se desplomó en contraído montón. Desde el suelo intentó protestar por última vez, pero las palabras no salieron de su boca, y antes de que pudieran trasladarle al castillo ya estaba muerto.
Después del funeral, Emperador IX ganó cintas azules en Denver, Kansas City y Houston, confirmando su superioridad en ese terreno. Llegó a representar la lustrosa configuración que los jueces habían decidido patrocinar, la apariencia física compacta que el nuevo tipo de ganaderos deseaba para sus rebaños.
Se reconoció que era el toro del futuro.
Pareció como si, con el fallecimiento de Jim Lloyd, que había protegido la tierra, la suerte abandonase aquella región. El año anterior, 1923, fue desastroso para los agricultores de secano, ya que las precipitaciones sólo alcanzaron los ciento cincuenta milímetros de lluvia, lo que significaba que incluso los mejores campos sólo produjeron unos cinco bushels por hectárea, rendimiento triguero insuficiente para cubrir los gastos de labranza, y los campesinos pobres, como Earl Grebe, descubrieron que apenas disponían de lo justo para liquidar la cuenta de la tienda.
No fueron mejor las cosas en 1924, porque, aunque la lluvia caída casi alcanzó los doscientos treinta milímetros, la sequía del año anterior hizo sentir sus efectos y los campos buenos produjeron menos de diez bushels por hectárea.
Una sensación de derrota se extendió por toda la zona, porque si tales condiciones se prolongaban muchos agricultores tendrían que abandonar la explotación de sus fincas. Éstas no rendirían ni siquiera lo suficiente para pagar los intereses de las hipotecas, cuyo derecho de redención anularían los bancos. Por carecer de unos pocos dólares, uno estaba expuesto a perder una granja que valía muchos miles. Era un sistema insensato, ideado por necios y administrado por banqueros, pero Norteamérica se regía así y el agricultor individual no podía hacer nada.
La espantosa palabra hipoteca golpeaba en el corazón de la familia Grebe. En la época floreciente, cuando el dinero abundaba, compraron a Mervin Wendell una media sección y se consideraron muy listos al convencerle para que les concediera una hipoteca de mil dólares, al cinco por ciento anual.
— Es como encontrarse dinero -había dicho Earl con entusiasmo.
Con ciento sesenta hectáreas sembradas de trigo, vendido a dos dólares el bushel, los Grebe disponían de una mina de oro, y cuando llegó el dinero edificaron lo que el folleto llamaba "su mansión". Liquidaron también la hipoteca, pero en cuanto estuvo finiquitada, Mervin Wendell se presentó con la buena noticia de que podía venderles un terreno colindante de ciento treinta hectáreas. Tuvo también el gesto de brindarles otra hipoteca de mil dólares, pero al extender los documentos no se limitó a la parcela que acababa de vender: aplicó la hipoteca a toda la granja.
Ahora, en los años malos, debían mil dólares al hijo de Mervin Wendell, Philip, en una época en que sencillamente no había dólares en circulación y, desde luego, ni uno solo rodaba en su dirección. El interés no era más que de cincuenta dólares al año y si continuaban pagándolos, nada malo les ocurriría; no necesitaban reducir lo principal. Pero estaban obligados a pagar los intereses, a pesar de que la deuda fue contraída cuando había abundancia de dólares y tenían que afrontarla cuando éstos escaseaban.
— ¡Es tan injusto! -dijo Alice Grebe a su familia, cuando se reunieron para tratar de la amenaza suspendida sobre su hogar-. Trasladó la hipoteca desde la tierra, que podíamos devolvérsela si no hubiese más remedio, hasta la casa, que constituye nuestra sangre vital. Earl, debes hacer algo al respecto.
Earl visitó a Philip Wendell en su despacho próximo a la estación del ferrocarril y explicó el error.
— Su padre, al extender la hipoteca, seguramente se refería a la tierra -dijo.
Pero el nuevo rector de Fincas y Haciendas Wendell se mostró inexorable; cortés pero inexorable.
— Estoy completamente seguro, señor Grebe, de que mi padre jamás cometió tan negligente equivocación. Al llegar la mala época, usted mira hacia atrás y da la vuelta al asunto del modo que mejor conviene a sus intereses. Pero tengo la certeza de que lloverá de nuevo por estas comarcas y todo lo que tendrá usted que hacer es rescatar la hipoteca. Y esta desagradable cuestión se olvidará.
Aquella noche, Earl Grebe convocó a su familia y les dirigió la palabra en tono áspero y grave. Su esposa, Alice, contaba aquel otoño treinta y cinco años y parecía preparada para afrontar con éxito las pruebas que el destino pudiera reservarle. Continuaba siendo una mujer erguida y tensa, cuya energía aún no flaqueaba. Etham, el hijo mayor del matrimonio, era un muchacho inteligente que duplicaba muchas de las cualidades del protagonista novelesco de la señora Wharton, tenía doce años y grandes deseos de trabajar. Victoria, la hija, era una' muchacha alta y tranquila, como la madre; pero Tiro, el pequeño, que contaba dos años, era una criatura bulliciosa y alegre. Se sentó en el regazo de la madre cuando comenzó la conversación.
— Se propone quitarnos esta granja -declaró Grebe-. Lo leí en sus ojos. En todo lo que hizo.
— ¿Tan duro fue?
— Ya se ha apoderado de tres fincas, al extinguirse el derecho a redimir la hipoteca, Alice, y piensa hacer lo mismo con la cuarta, con la nuestra.
— ¿No está dispuesto a transferir la hipoteca a la tierra?
— Me miró a los ojos, sin parpadear, y afirmó que estaba seguro de que su padre nunca cometió tal equivocación., -Deberíamos, ir a un abogado -opinó Alice, al tiempo que se mordía el labio para evitar un lamento.
— No creo que se necesiten abogados cuando uno trata con un hombre honrado.
Earl estaba sudando.
— Victoria, prepara un poco de limonada -dijo Alice.
— ¡Quieta donde estás! No habrá más limonada. Esta familia se va a alimentar de hierba, si no hay más remedio, pero vamos a reunir esos mil dólares y a rescatar la hipoteca. Nuestra vida depende de ello. Empieza, Alice. Dinos ahora mismo cómo podemos ahorrar dinero.
— ¡Oh, querido! -gimió Alice con voz vacilante.
Llevaba ya algún tiempo administrando el hogar todo lo frugalmente que era posible. Estuvo a punto de decir que no podía economizarse más, pero vio el austero semblante de su marido, hasta cuya superficie afloraba la bondad del carácter de Earl, y comprendió que aún debía esforzarse más.
De modo que empezó a enumerar las pequeñas cosas que podían hacerse:
— No compraremos ropa para nadie. Ni juguetes en Navidad. Nada de caramelos. Comeremos gachas a todo trapo, como hacíamos en la choza. Y no necesitamos cortinas, escobas ni nada semejante. Me sentiría mejor, Earl, si no me dieses un solo centavo, porque a lo peor se me iría la mano. Compra tú las cosas y lleva las cuentas.
Cada uno de los dos chicos mayores indicaron a lo que él o ella iban a renunciar y, cuando le llegó el turno a Earl, dijo en tono áspero:
— Venderé los dos bayos.
— ¡Ah, no! -protestó su esposa-. Son el alma de la granja.
— Tengo que venderlos -insistió el hombre.
La perspectiva de que Earl vendiese los dos bayos fue más de lo que Alice podía resistir y estalló en lágrimas, agachando la cabeza hasta apoyarla en la mesa y estremeciéndose como hiciera años atrás. Sus hombros se contrajeron durante unos minutos, a impulsos de los sollozos.
— Consuélala -dijo Earl a Victoria, y prosiguió con su relación de los gastos que suprimiría.
Cuando hubo terminado, su esposa rogó débilmente:
— Por el amor de Dios, Earl, no vendas los caballos. No tenemos por qué dar nada en la iglesia. Victoria puede… -Lo soportaremos, Alice. Aguantaremos todos. Liquidaremos esta deuda injusta. La culpa es mía, pero debemos compartirla.
Así que los Grebe se sumieron en un régimen de vida tan espartano que sólo los vecinos en idéntica situación eran capaces de comprender. Recibieron ánimos por parte de dos acontecimientos inesperados. Vesta y Magnes Volkema, que nunca hipotecaron nada de lo que poseían, se presentaron llenos de buena voluntad, y Vesta ofreció:
— Tenemos algunos ahorros. Si ese miserable bastardo recurre al sheriff para ejecutar la hipoteca, pagaremos vuestros intereses.
— Me alegro de que hayáis reducido gastos, Earl -dijo Magnes-. Con sólo que llueva un poco, saldréis a flote.
El otro apreciado visitante fue el doctor Thomas Dole Creevey. Por su propia cuenta, estaba, girando una visita a las zonas de secano más perjudicadas por aquella falta absoluta de lluvia que duraba dos años. Distaba mucho de darse por vencido. En el auditórium de la escuela, manifestó con su voz potente de bajo:
— ¡No os descorazonéis! ¡No hagáis caso a los ganaderos cuando se refocilen con su "Ya os lo habíamos advertido"! En toda la historia de este estado, jamás se dieron tres años malos seguidos. ¡Muchachos! ¡Mirad las estadísticas! Región tras región, a todo lo largo y ancho de este país, dos años malos siempre fueron seguidos por cinco buenos. ¡Mirad los hechos comprobados!
Mientras garabateaba en el encerado las tranquilizadoras cifras, recuperó su vieja personalidad evangélica. Montana, dos años malos, seguidos de seis buenos. Dakota del Norte, dos años malísimos, a los que sucedieron cinco espléndidos. Utah, donde conservaban minuciosos registros, lo mismo.
— Dentro de cinco años -prometió-, estaré hablando en algún lugar de Kansas y escribiré en la pizarra: "Colorado, dos años malos en 1923-24, seguidos de cinco años excelentes." Es la ley de la naturaleza.
Visitó la finca de Earl Grebe y efectuó en ella numerosas perforaciones con la sonda de tierra, las cuales demostraron que existía un residuo de humedad en las capas profundas.
— Este suelo está listo para la nieve, Earl. Tiene la superficie preparada para aceptarla. Por el amor de Dios, cuando empiece a nevar, pase el disco en seguida y atrape la humedad ahí. Dispone de una granja estupenda, Earl, y volverá a cosechar setenta y cinco bushels de trigo por hectárea. Se lo prometo solemnemente.
Y dos días después de que se marchara, empezó a nevar, y luego cayó más nieve, y después más todavía, hasta que resultó evidente que la sequía había terminado. Vesta Volkema, que con la edad se tornaba cada vez más gruñona y quimerista, dijo a los Grebe durante una cena familiar:
— Nuestro pequeño bastardo Creevey advirtió a Dios que se apartara un poco y dejase que la nieve circulase…
Antes de que las dos familias empezaran a comer, Alice Grebe preguntó si podía iniciar la cena con una oración. Los otros cinco inclinaron la cabeza y Alice comenzó:
— Señor, desde lo más profundo de nuestros corazones, te agradecemos…
No pudo continuar, porque la dominó un acceso lacrimógeno y Vesta tuvo que llevarla momentáneamente fuera del comedor.
Llegó la humedad y se salvaron las cosechas, pero en la parte final de la primavera de 1925 sucedió algo que pasó inadvertido a todos los habitantes de la población, excepto a Walter Bellamy, a la sazón administrador de Correos en la ciudad, al haberse cerrado las oficinas del registro de la propiedad. Era un día de mayo, frío y borrascoso como suele proporcionarlos en Colorado la primavera, y BelIamy miraba hacia las montañas cuando notó que una ráfaga de viento anormalmente intenso barría la pradera en dirección este. Soplaba procedente de una dirección que imponía su paso a lo largo de los campos labrados, sin que hubiese ningún obstáculo o franja de terreno sin arar que atemperase su fuerza, y, mientras avanzaba, empezó a levantar del suelo pequeñas partículas de tierra y puñados de trozos de hierba seca y de cardos rusos que habían llegado con el "Turkey Red". Al observar cómo los lanzaba a través de Campamento Avanzado, Bellamy pensó que, si tales vientos se hacían frecuentes, en especial durante años con escasas nieves, podían resultar perjudiciales de veras.
Saturado de creciente aprensión, Bellamy convocó una asamblea de labradores del distrito e invitó a un experto del Colegio Agrícola de Fuerte Collins, para que explicase cÓmo podían proteger los campos tanto del viento como de posibles lluvias torrenciales de verano, mediante el procedimiento de arar las tierras de forma distinta, pero aquel año las precipitaciones habían alcanzado los trescientos ochenta milímetros, de modo que nadie prestó mucha atención a lo que el profesor expuso. Sin embargo, Bellamy insistió, señalando que el nuevo arrendatario que cultivaba la tierra que él, Bellamy, había adquirido al este de Campamento Avanzado empezó a labrarla según el nuevo sistema y aunque todos rezongaron contra las "peregrinas ideas de individuos que nunca trabajaron la tierra", accedieron a labrar sus campos a lo largo de los contornos, pero como no hubo viento ni riada, todo fue inútil y, en el otoño de 1925, Bellamy comprobó con disgusto que habían vuelto a los surcos largos y rectos, colina arriba y colina abajo. Cualquier fuerza que quedase en su argumento se volatilizó en el mes de octubre, cuando su arrendatario ganó el concurso de arada con una serie de los surcos más rectos y regulares que ningún juez viera jamás.
El 31 de diciembre, Earl Grebe tuvo la satisfacción de llevar setecientos dólares en efectivo a la oficina de Philip Wendell.
— Esto deja la hipoteca reducida a trescientos dólares -manifestó con cierta adustez.
— Ya le dije el año pasado que tendríamos lluvia -repuso Wendell apaciblemente-. Y el próximo se anuncia igualmente favorable.
·-Si es así, liquidaremos la hipoteca.
— Estoy seguro de ello -dijo Philip-. Mi padre sentía un gran respeto por usted y Alice.
No deja de ser un misterio el por qué familias como la de los Grebe y otras semejantes se aferraron a aquella tierra y bregaron por permanecer alli. Podían darse cuenta de que Campamento Avanzado había alcanzado su punto máximo e iniciaba el declive hacia la muerte. En 1924, el periódico local ya no se publicaba, y en 1925, un año venturoso, cerraron dos importantes establecimientos comerciales. El alto silo blanco estaba medio vacío y la línea ferroviaria que teóricamente iba a llegar a la ciudad quebró sin poder dejar un solo metro de vía tendido.
Alice Grebe, que tanto hizo para conseguir que la urbe fuese habitable, figuró entre las primeras personas que se percataron de que la ciudad estaba sentenciada, y en dos ocasiones rogó a su marido que abandonase ya, vendiera las propiedades y se trasladasen todos a California. Pero los hombres como Grebe eran incapaces de reconocerse derrotados.
— ¡Bueno, Alice! -alegó-. Dispongo ahora de más de cuatrocientas hectáreas. Tenemos esta casa tan estupenda. Cuando las cosas mejoren…
Alice sospechaba que era posible que nunca mejorasen. Por razones que no hubiese podido explicar, comprendía que las ciudades de la pradera como Campamento Avanzado estaban destinadas a convertirse en núcleos fantasmas, poblados sólo por ráfagas de viento, pero se veía impotente para actuar.
— En fin, sacaremos el máximo partido -dijo, con muy pocas esperanzas, puesto que no se le escapaba que los Grebe y los Volkema, a través de la ilusión y la vanidad, se habían enclaustrado en una tierra moribunda y en una ciudad que se desvanecía.
A finales de 1925, dos tiendas más echaron el cierre y la población quedó reducida a menos de cien habitantes.
La reclusión en Campamento Avanzado resultaba especialmente amarga para Vesta Volkema, que veía disiparse, transformarse en polvo, su hermosa imagen de California. Una vez, en casa de los Grebe, llegó al borde de las lágrimas cuando confesó:
— Magnes tenía razón aquella vez en que quiso vender nuestras malditas hectáreas a sesenta y dos centavos y medio cada una. ¡Rayos, cuánto mejor nos habrían ido las cosas de haberlas liquidado entonces!
— Aún están a tiempo de hacerlo -animó Alice en tono excitado-. Todos podemos todavía vender las tierras y marchamos.
— No -replicó Magnes-. Uno se ve atrapado por estos campos. Es como si alargaran los brazos y le inmovilizaran a uno.
Luego, como si se tratara de someter a prueba el valor de los inmigrantes, los años 1926 y 1927 se manifestaron todavía más despiadados y el producto agrícola descendió de tal modo que pareció que los Grebe iban a morirse de hambre en las ricas tierras que poseían. Durante dos largos años, no aparecieron por la sala de proyección cinematográfica de Greeley ni asistieron a ninguna cena de la iglesia, porque eran demasiado indigentes para pagar el cubierto. Eran lo que se dice pobres de solemnidad, más incluso que la familia de Pequeño México que menos tuviese, y Alice llegó a preguntarse si volverían alguna vez los años providenciales de los que disfrutaron a raíz de la roturación del suelo.
A pesar de todo, durante aquellos años penosos el cariño que sentía hacia su marido no hizo más que aumentar, le dio dos nuevos hijos, un tercer hijo y una segunda niña, y la carga de proporcionarles un razonable punto de partida vital recayó exclusivamente sobre los hombros de la mujer. Pasó días enteros sin probar bocado, para asegurar la alimentación que necesitaban las criaturas. Asimismo, las vestía con algo más que decoro, confeccionándoles prendas cuya primera materia proporcionaba la ropa que llevaron los hermanos mayores. Cosía mucho, trabajando a menudo hasta que se le cerraban los párpados, y pasaba horas enteras jugando con los tres pequeños en la vieja choza, donde les hablaba de sus primeros años allí y de la colaboración de toda la familia en los trabajos.
Su único consuelo era la iglesia, que le representaba un poderoso apoyo. A veces, cuando el ministro llevaba un orador del colegio de Greeley y Earl se encontraba demasiado exhausto para asistir; Alice recorría sola, a pie, el sendero de Campamento Avanzado, formulaba oportunas preguntas y después regresaba a casa, también sola, con una pequeña linterna eléctrica para iluminar el camino. En ocasiones, el señor Bellamy organizaba reuniones, como aquella en que una actriz de Denver fue a dar cuenta de las obras que se representaban en Nueva York y reseñó una muy especial, The Creat Cod Brown, en la que había interpretado uno de los papeles. A petición del público, recitó algunas escenas de dicha obra. Era una joven encantadora e inteligente y Alice pensó en lo adecuado que sería el que el señor Bellamy desposara a aquella muchacha.
Y entonces, en 1928, todo se confabuló para ayudar a los Grebe: el índice de precipitaciones fue alto, hubo mucha nieve y la primavera se mostró cálida. Earl cosechó la asombrosa cantidad de cien bushels por hectárea y vendió el trigo a 1,32 dólares el bushel. Se rescató la hipoteca y cada Grebe hijo recibió un nuevo equipo de indumentaria. Etham, que ya contaba dieciséis años, estrenó sus primeros pantalones largos.
Una noche de aquel otoño, los Volkema y los Larsen fueron a cenar a casa de los Grebe, y una vez concluida la carne pero antes de que Victoria entrara con el postre, Earl Grebe carraspeó y pidió a su esposa que sacara la botella de champán. Llenas las copas, Earl dijo a Etham que trajese un cubo y cuando el recipiente quedó colocado encima de la mesa, ante él, Earl se sacó del bolsillo el documento de la hipoteca y una caja de cerillas.
— La familia Grebe ha pasado una época peligrosa -manifestó Earl-. Muy bien pudimos haber perdido nuestra granja, pero la salvamos gracias al apoyo que nos prestaron nuestros vecinos… Sin embargo, todo eso pertenece al pasado.
Encendió una cerilla y aplicó la llama a la parte inferior de la hipoteca y todos los que estaban sentados a la mesa Contemplaron con fascinación cómo se quemaba el temible papel.
Cuando estuvo convertido en cenizas, Alice Grebe alzó su copa y brindó:
— De ahora en adelante… sólo prosperidad… para todos nosotros.
El principio de la primavera, en las grandes llanuras, es la temporada más informal que se conoce en los Estados Unidos. Cae la nieve húmeda y, durante largos días, el termómetro chirría en torno al punto de congelación, a veces por debajo, a veces por encima. Ninguna flor alegra el borde de los caminos, y las aves lo bastante valerosas como para desafiar al tiempo se agazapan entre la hierba, con las plumas encrespadas, porque, a menudo, abril y mayo ofrecen una temperatura ocho o diez grados inferior a la de febrero y marzo.
Era un tiempo criminal, y la dama de Utah que escribió la canción acerca de la primavera en las Rocosas residía, evidentemente, en la ladera occidental de las montañas. Sólo el mirlo de alas rojas otorga alguna distinción a ese período. Hay mucha verdad en el aforismo: "Colorado sólo tiene tres estaciones… julio, agosto e invierno."
Un nuevo infortunio se abatió sobre Colorado en 1931. Durante la última semana de marzo, empezó a soplar un viento del noroeste que continuó a lo largo de cinco días. No era la primera vez que se presentaban vientos así, pero aquél era ominoso, porque se mantenía muy bajo, pegado al suelo, como si pretendiese absorber la poca humedad depositada en la tierra por las impropias nieves de aquel año. Tras estudiar la dirección y fuerza del viento, Walter Bellamy predijo:
— Si se mantiene durante otra semana, será como perder ciento setenta y cinco milímetros de lluvia.
Se mantuvo. Peor aún, provocó un sonido ululante que reverberó a través de las praderas vacías. Era bajo y lúgubre, como el lamento de un coyote herido, y persistió día y noche. Sus decibelios no eran muchos; no se trataba de un viento rugiente que ensordeciese, pero tenía unos matices penetrantes que ponían los nervios de punta, de forma que en cualquier instante inesperado, un labrador o, con más frecuencia, su esposa, gritaba de súbito:
— ¡Maldito viento! ¿Es que no va a parar nunca?
En junio, el constante alarido remitió y los ocupantes de las casas solitarias diseminadas por la pradera empezaron a reconocer, con torva ironía, cómo les había afectado y la forma en que reaccionaron.
— La verdad es que me crispaba los nervios -confesó Jenny Larsen-. ¿No era extraño el modo en que sonaba, día tras día, continuamente?
Alice Grebe, a quien iba dirigida la pregunta, no dijo nada, porque hubo momentos, en mayo, en que llegó a pensar que podía enloquecer, y estaba asustada.
Los hombres se pasaron el mes de junio introduciendo las sondas para calcular los daños ocasionados por el viento, y sus conclusiones fueron pesimistas.
— Si no se nos viene encima una buena arroyada -pronosticó Magnes Volkema-, nos vamos a ver en serios apuros.
No la hubo. En cambio, a últimos de junio volvió el viento, esa vez con terribles consecuencias.
Alice Grebe trabajaba en el patio, esforzándose en ignorar el silbido, cuando alzó la cabeza, dirigi6 la vista hacia el oeste, hacia las montañas, y allí, avanzando en línea recta rumbo a ella, se alzaba un monstruoso nubarrón de mil doscientos metros de altura y tan ancho que llenaba el cielo.
— ¡Earl! -gritó la mujer, pero su marido se encontraba en los campos distantes, dedicado a esparcir una capa de hierbas y paja, por si acaso llegaban las lluvias.
Mientras contemplaba la embestida, Alice se sintió feliz por una parte, ya que el agua empaparía la tierra, y asustada por otra, ya que los ventarrones serían violentos.
— Señor, no permitas que causen mucho daño -rezó.
Su oración fue innecesaria, porque no se trataba de ninguna tormenta perjudicial. Nada de lluvias torrenciales, ni de vientos demoledores; en cambio, llevó algo que Alice Grebe no había visto en su vida: un universo de polvo remolineante, una negrura que borraba el sol, un sedimento asfixiante que lo impregnaba todo, que se filtraba a través de ventanas y paredes.
Cuando la imponente tormenta de polvo, silenciosa y aterradora, la envolvió, Alice creyó que iba a morir asfixiada. Mientras escupía aquella ceniza por los resecos labios, corrió al interior de la casa para proteger a sus hijos, a los que encontró tosiendo. Permaneció dos horas sentada con ellos, dos de las horas más extrañas que había vivido jamás, porque, aunque era mediodía, el cielo estaba tan tenebroso como si fuese de noche y una lobreguez sobrenatural cubría la tierra.
Por fin, la tormenta pasó, no sin dejar montones de polvo por todas partes, y, al cabo de rato, Earl volvió a la casa, escupiendo y dando patadas en el suelo.
— ¡Ésa sí que fue furibunda! -exclamó al entrar en la cocina.
— ¿Qué era? -inquirió Alice, perpleja de verdad.
— Una tormenta de polvo.
— Algo aterrador. Como un tornado sin viento.
— No soplaba mucho viento, ¿eh?
Los vecinos se reunieron aquella noche para tratar del fenómeno, y Walter Bellamy asistió a la asamblea.
— Es posible que tengamos que afrontar auténticas dificultades -dijo-. Ayer recibí un periódico de Montana. Se desencadenaron por allí una serie de tormentas como ésta.
— ¡Oh, Dios, no! -exclamó Alice involuntariamente.
— Vamos, Alice -la tranquilizó su marido-. No es granizo, ni tampoco un tornado; supongo que podemos sobrevivir.
Eso empezó a resultar dudoso cuando se presentó la siguiente tempestad gigante, negros e inmensos nubarrones de polvo que incluso barrieron del cielo a los mirlos y gavilanes. Fue una tormenta paralizadora… sin viento, sin gemidos, sin lluvia, sólo la terrible presencia del polvo que se introducía en todos los resquicios, que irritaba todas las membranas.
"No puedo soportarlo", murmuró Alice para sÍ, pero se abstuvo de manifestar sus temores, para no asustar a los niños.
— ¿Qué ocurre, mamá? -preguntó la niña de cinco años, cuando el polvo invadía la cocina.
— Es una tormenta, tesoro, una tormenta que pasa.
Aquélla duró cinco horas y, cuando se hubo alejado, los ciudadanos de Campamento Avanzado se sorprendieron al ver las consecuencias, porque, en el exterior, se habían acumulado contra las paredes y las cercas montones de polvo de más de veinte centímetros de espesor y, dentro de las casas, una película de polvillo, de unos tres milímetros, se había filtrado por las paredes y las ventanas cerradas.
Nada había escapado. Vesta Volkema aseveró:
— Abrí la puerta de la nevera y, allí dentro, todo estaba cubierto de polvo.
Aquel verano, nueve de aquellas tormentas pasaron por Campamento Avanzado. Los habitantes de la zona nunca habían vivido tan espantoso acontecimiento y los hombres empezaban el día dirigiendo la mirada hacia el oeste. Al amanecer, el cielo estaba claro. A las once de la mañana, una tenue sombra aparecía en la parte baja de los montes. Hacia las tres de la tarde, la forma inmensa, gigantesca y silenciosa surcaba el cielo, acarreando polvo de Wyoming, para depositar parte de él sobre los campos, aspirar polvo de Colorado y trasladarlo al interior de Kansas.
Hacia finales de aquel año, empezó a circular una historia macabra: si un hombre asesinaba a su esposa durante una tempestad de polvo, no se le procesaría, porque su acto sería comprensible.
A muchas campesinas les resultaba imposible la vida con aquel polvo yen Campamento Avanzado y la zona de Wendell hubo varias a las que fue preciso enviar a instituciones mentales, ya que no era cosa fácil estar sola en alguna remota cabaña, escuchar el suave gemido del viento y sentir el sofocante polvo que se deslizaba, cubría los zapatos y las medias, se posaba en el delantal, obstruía la nariz… y todo ello en pleno día, con la salvedad de que imperaba una lobreguez semejante a la de la noche.
— ¡Auxilio! ¡Sálvenme! -había chillado la señora Lindenmeier a lo largo de los seis kilómetros y pico de pradera que cubrió corriendo.
Irrumpió como una salvaje en la cocina de Vesta Volkema, y Magnes se vio obligada a atarla y conducirla a Greeley.
Aquel año fue un desastre en todos los aspectos. Hasta Earl Grebe, reconocido como el mejor granjero del distrito, apenas pudo cosechar quince bushels por hectárea, que vendió a treinta y tres centavos el bushel, aproximadamente la mitad del precio más bajo que se había cotizado antes en lo que iba de siglo.
— Lo voy a vender a ese precio -dijo a su familia, y sin darles tiempo a que despegasen los labios, añadió-: ¿Qué otra cosa podemos hacer? No nos es posible comérnoslo todo.
En 1933, ningún agricultor del distrito obtuvo un solo hushel de trigo, y lo mismo puede aplicarse a 1934. En una granja tras otra, no hubo un centavo de ingreso durante dichos dos años y, en algunas, sus habitantes estuvieron muy cerca de morir por inanición. Los granjeros sacrificaban el ganado al carecer de forraje para alimentarlo, pero luego descubrían que no existía mercado para la carne, porque nadie tenía dinero con que adquirirla.
Y las tempestades de polvo continuaban presentándose, una detrás de otra, en impresionantes, altas y henchidas oleadas que barrían el mundo ante sí. El polvo se convirtió en una presencia constante, que sofocaba y asfixiaba. Los niños se ponían mascarillas en la nariz para ir al colegio y muchas mujeres de granjeros llevaban cofia noche y día, para evitar que el polvo impregnara sus cabellos.
Pero incluso en el tercer año de implacable calamidad, granjeros cuya vida se estaba destrozando lentamente aún eran capaces de tener rasgos de humor bastante negro. Los visitantes que llegaban a la granja de Magnes Volkema se sorprendían al ver el arado puesto en lo alto del tejado del establo, con la reja hacia arriba.
— Es la única forma en que puedo ganar algún dinero -explicaba el agricultor-. Como la tierra de los campos de Colorado sale volando, la labro así para sus nuevos propietarios de Kansas.
— El poco dinero que obtenemos -decía Vesta-, nos lo gastamos en canela.
Eso parecía tan absurdo que las personas que lo escuchaban solían retroceder un paso para examinar a Vesta.
— La mezclamos con el polvo y aparentamos comer tostadas de canela.
En el almacén de Campamento Avanzado hablaban de pollos y gallinas que pensaban que era nieve lo que les cubría y se autosugestionaban hasta morir congelados. Otro agricultor vio un mirlo de alas rojas cuyo vuelo a través de la tormenta lo aprovechaba un gavilán para ir tras él, porque el mirlo le apartaba el polvo de los ojos. Cuando llegaba la hora de que un granjero pagase su hipoteca, el hombre alegaba quejumbroso:
— No sé a dónde ir. El papel está en la caja de caudales de Philip Wendell, en Centenario, pero mi granja se encuentra en Nebraska.
El problema de las hipotecas, sin embargo, no era divertido. Por no disponer de cuarenta dólares para cubrir los intereses, más de un agricultor perdió tierras que valían miles de dólares, y el gobierno parecía impotente para evitar tal tragedia. Philip Wendell ejecutó diecinueve hipotecas en Campamento Avanzado, quedándose con otras tantas granjas; el sheriff vendió otras dieciséis para cobrar impuestos atrasados, deuda que en algunos casos sólo ascendía a unos cuantos dólares. Mediante tretas legales, a menudo muy turbias, algunos hombres y mujeres de Norteamérica, de los más esforzados y laboriosos, vieron cómo se les desposeía de sus tierras. De las diecinueve fincas cuyo derecho de redención de hipoteca extinguió WendeIl, el precio medio que sus propietarios tenían que pagar era de cuarenta centavos por hectárea.
En casi todos los aspectos, 1934 fue el año infernal. La cosecha de trigo fue nula. En la granja de Grebe, aquellas tierras extensas y ricas que tan espléndidamente mantuvieron a sus colonos, una familia de seis hijos y dos adultos tuvo que subsistir con dieciséis dólares al mes, y no fueron pocos los días en que sólo pudieron hacer una comida. Los niños más pequeños carecían de leche y vitaminas. Los mayores se encontraban en pleno período educativo y tuvieron que suspender los estudios; a veces, la madre lloraba hasta quedarse dormida, mientras contemplaba la ruina de aquellas brillantes vidas jóvenes.
Pero la mayor congoja la sentía respecto a su segundo hijo, Timmy, que contaba doce años, edad en la que un muchacho, al entrar en la adolescencia, empieza a descubrir la infinidad de cosas que le gustaría hacer. Y no le era posible disponer de un centavo… nada… nada…
— ¡Oh, Dios! -lloró Alice un día glacial, mientras le observaba alejarse rumbo a la escuela-. ¿Cómo puede permitir esta nación que sucedan tales cosas?
Y entonces, durante el otoño de aquel año, el señor Bellamy, alto y enjuto como siempre, se enteró de una buena noticia. Convocó a todos los muchachos pobres de la comarca y les informó de una estimulante manifestación que se celebraba en Denver.
— En la exposición ganadera de enero va a haber un nuevo acontecimiento: "Tómalo y quédate con él."
— ¿Qué es eso? -preguntó Timmy Grebe.
— No es para pusilánimes -advirtió Bellamy-. Veinte chicos… poco más o menos como tú… entrarán en la enorme pista de la arena, mientras miles de espectadores les contemplan. y lo único que tenéis que llevar es un ronzal con una cuerda de tres metros. Sonará un clarín y soltarán diez terneros. Y vosotros, los chicos, si contáis con bastante suerte para efectuar la maniobra, perseguiréis a esos becerros, los derribaréis y el muchacho que ponga el ronzal en la cabeza de uno y se lo lleve sin ayuda de nadie, habrá ganado el ternero.
— ¿De verdad? -inquirió Timmy.
— Se llevará el ternero a casa, lo alimentará y el invierno próximo volverá con él a la exposición ganadera, y si gana la prueba, el animal se subastará y el dinero, una buena cantidad, será para el muchacho.
Once chicos permanecieron sentados en silencio, soñando despiertos con tal acontecimiento, pero el señor Bellamy apagó un poco su entusiasmo al decir:
— De modo que el problema fundamental es: ¿dónde podemos obtener en préstamo algunos becerros con los que practicar?
Las familias locales no tenían ninguno, pero uno de los muchachos brindó una sugerencia lógica:
— La señora Lloyd ayuda a la gente.
Y todos convinieron en pedir a la señora Lloyd que les dejara entrenarse con algunos de sus terneros.
Seis chicos se hacinaron en el automóvil del señor Bellamy y se trasladaron al Venneford, donde la señora Lloyd los recibió ceremoniosamente en el salón decorado con cabezas de alce americano.
— ¿A qué debo este placer?
Se había acordado que Timmy Grebe se encargaría de la presentación del asunto, de forma que el chico tosió, se inclinó hacia delante en el asiento y expuso todo lo relativo a los becerros.
— ¡Una idea espléndida! -exclamó la severa y anciana dama. Acto seguido, llamó a Henry Garrett y le dijo que entregase cuatro robustos terneros en la granja de Grebe-. Los chicos deben ser activos -manifestó a sus visitantes, mientras les servía bocadillos y bollos de canela.
Al verlos devorar como lobos aquellos alimentos, pensó: "¡Dios mío! ¿Es posible que realmente tengan tanta hambre?" Con los cuatro terneros del "Uve Coronada", Bellamy enseñó a los chicos la forma de bregar, dominar, derribar a los fogosos animales y ponerles el ronzal. Era una tarea difícil, y puesto que el muchacho necesitaba pesar cierta cantidad de kilos para conseguir que el becerro quedase en el suelo, el hombre empezó a considerar si Timmy Grebe, un año más joven que los otros, no sería demasiado liviano.
— Tal vez fuese mejor que esperara hasta el próximo año -comunicó Bellamy a Alice Grebe, pero ésta le rogó que permitiese al chico intentarlo.
— No puede imaginarse lo que representa para él, señor Bellamy.
— Lo supongo. Bueno, si se empeña en probar…
A la noche siguiente, Timmy no compareció a la mesa para cenar, pero sus padres sospecharon dónde estaba. Le habían visto dirigirse hacia la granja de los VoIkema y comprendieron que se encontraría en una casilla del establo, forcejeando con un joven novillo que pesaba el doble que los terneros que se utilizarían en la prueba.
¡Zas! El novillo le proyectó contra las tablas, pero Timmy se levantó para intentarlo de nuevo.
¡Pumba! Los cuartos traseros del novillo centellearon y Timmy salió despedido, dando vueltas a lo largo de la pared, pero volvió a incorporarse, se subió los pantalones e insistió una vez más.
El animal acorraló en un rincón al adolescente de doce años. Con la mano derecha apoyada en la testuz del bovino, Timmy trató de obligarle a retroceder.
Luego, con rapidísimo impulso, Timmy se aferró al bicho, con el cuerpo en torno al cuello y la cabeza del novillo y, durante dos minutos frenéticos, chico y hereford rodaron y patearon por la casilla del establo. Armaron tanto ruido que Vesta Volkema salió con un farol a comprobar qué pasaba. Al ver a Timmy ensangrentado, a causa de varias rozaduras producidas por la madera, y al aturdido novillo, que sacudía salvajemente la cabeza, para quitarse al muchacho de encima, la mujer se echó a reír y, con una horca, obligó al hereford a retirarse a un rincón, donde Timmy pudo soltarse y retroceder a salvo.
— ¡Anda, lárgate a casa de una vez! -dijo Vesta VoIkema, tras cerciorarse de que el chico no tenía ningún hueso roto.
Timmy regresó a casa, a través de la noche de noviembre, tan contento como siempre. Sobre su cabeza, en el claro cielo, vio la constelación de Orión, entre el Can y el Toro, y mientras la observaba oyó una bandada de gansos del Canadá que volaban hacia el sur y se lanzaban señales uno a otro, mientras la múltiple V iba de aquí para allá. Cuando entró en la cocina, cubierto el rostro de cardenales y hematomas, el muchacho dijo a su madre:
— Puede que no consiga un ternero, pero te aseguro que no me voy a asustar.
En enero, el señor Bellamy seleccionó a Timmy y al chico de los Larsen para la prueba, y los condujo a Denver en su propio automóvil. La ciudad era magnífica, con sus edificios oficiales decorados con luces rojas, verdes y anaranjadas, los ganaderos formando grupos en el Hotel Albany y sus aledaños y los famosos campeones de rodeo, de estados tan distantes como Texas y Oregón, contoneándose por los vestíbulos.
No había nada en Norteamérica comparable a la Exposición Ganadera Nacional de Denver, porque allí se determinaba la calidad de la industria más importante del Oeste. Naturalmente, se celebraba un rodeo diario, pero también había reñidas competiciones de "Hereford" y "Black Angus", y del comportamiento del toro de un hombre en tales pruebas podía depender el éxito o el fracaso de su rancho. Algunos ganaderos pedían a su esposa que les prestara los rizadores para adornar a los animales y empleaban betún para dar brillo a las pezuñas de los bóvidos.
Mañana, tarde y noche solían darse exhibiciones, funciones, carreras, competiciones y concursos de horno, pero lo que aquel año más deseaba presenciar el público era la prueba "Tómalo y quédate con él".
Cuando veinte muchachos aguardaban en las oscuras entrañas del circo, como gladiadores de Roma a punto de enfrentarse a las fieras, un veterano héroe del rodeo vio a Timmy y se acercó a hablar con él.
— Eres el más joven y el más ligero, ¿verdad? Te apuesto algo a que sé lo que estás pensando. En correr como una centella hacia uno de los terneros más pequeños. Pero ésa no es una buena idea, porque todos esos chicos mayores que tú harán lo mismo, y te dejarán sin bicho que agarrar. Así que, cuando suene el silbato, lánzate hacia el becerro mayor, porque es el modo más seguro de que tus competidores te dejen en paz. -Miró a Timmy-. No tienes miedo, ¿verdad?
— No.
— Entonces dirígete al mayor.
Timmy escuchaba atentamente y fue una suerte que lo hiciera, porque, como auguró el veterano del rodeo, todos los chicos se precipitaron hacia los terneros más pequeños y los muchachos de más edad hicieron prevalecer su fuerza y dejaron a los más jóvenes sin animales a los que agarrar. Mientras se desarrollaba la refriega por aquellos becerros, Timmy se disparó sobre un corpulento hereford y comprobó, encantado, que conseguía derribar al sorprendido animal. Aquel ternero era mucho más pequeño que el novillo con el que se había ejercitado en el establo de los Volkema… ¡qué fácil iba a resultarle!
Pero no era fácil. Ningún ternero hereford se dejaba manejar fácilmente, ni siquiera por un hombre adulto, y cuando Timmy estaba en el suelo, con la cabeza de la res ceñida por sus brazos, comprobó con desánimo que, para mantener al hereford inmovilizado, necesitaba recurrir a todo su peso humano y, si aplicaba todo su peso, no tenía posibilidad alguna de poner el ronzal al bicho. "¡Oh, Jesús! Permíteme conservarlo", rezó.
Pero se dio cuenta de que se debilitaba por momentos, en tanto que el ternero carialbo tenía cada vez más fuerza. Los' otros nueve terneros ya estaban fuera de la arena y la mirada de todos los espectadores se proyectaba sobre la épica lucha que mantenía aquel chiquillo con el ingobernable ternero.
— ¡Sujétale, chico! -empezó a rugir la multitud.
Y el veterano del rodeo se deslizó a lo largo de la barrera y gritó:
— ¡Pásale la pierna por el cuello! ¡Chico! ¡Échale la 'pierna encima!
Con un titánico esfuerzo, Timmy intentó colocar la pierna izquierda a través del cuello del ternero, pero el robusto hereford era demasiado vigoroso. Poco a poco, muy despacio, el forcejeante animal fue soltándose. Timmy imploró: "¡Oh, Jesús! No permitas que se me escape. ¡Lo necesito!"
Pero el peso inexorable del ternero era demasiado y, entre los gruñidos de miles de adultos, Timmy notó que la res se desasía y se alejaba, momentáneamente libre. El chico permaneció tendido en el polvo, mientras otro muchacho, de los mayores; lidiaba con el rebelde carialbo, lo sometía y se lo llevaba.
— ¡Mala suerte, chaval! -gritó un hombre, mientras Timmy se ponía en pie e iniciaba el largo camino hacia la salida, sin ternero.
Se dirigió a un rincón de la zona de espera y se mordió el labio para evitar las lágrimas. Alzó al aire su pequeña barbilla y dio una patada a la madera del callejón. "No estaba asustado", se dijo, pero en ello no encontró consuelo alguno. Tuvo un ternero atrapado, pero se le había escapado.
— Si tienes ganas de llorar -aconsejó una voz-, suelta las lágrimas.
Era el veterano del rodeo, que se sentó junto a Timmy y le habló de las incontables veces en que salió despedido contra la barrera y perdió el premio.
Estaban allí sentados cuando llegó de la arena un enorme clamor. El vaquero del rodeo, temiendo que alguno de sus amigos hubiese resultado herido por un toro "Brahma", corrió hacia la entrada, permaneció allí unos segundos y luego regresó hacia el punto donde Timmy continuaba sentado, mordiéndose el labio.
— Es por ti, chico -dijo el jinete-. Reclaman tu presencia.
— ¿Mi presencia?
— Sí. Anda, sal de aquí.
Condujo a Timmy basta la arena, donde otro rugido brotó de la muchedumbre, mientras el joven Timmy estaba allí aturdido, aún conteniendo las lágrimas.
Entonces oyó el estallido de un altavoz y le deslumbró el brillo de un proyector enfocado sobre sus ojos.
— Como has luchado tan esforzada y terriblemente, Timmy Grebe, Charlotte Lloyd, del rancho "Hereford Uve Coronada", desea recompensarte con un ternero. -El gentío prorrumpió en una estruendosa aclamación cuando sacaron a la pista un pujante carialbo-. Llévatelo a casa, Timmy. Te lo has ganado.
Mientras el chiquillo conducía el ternero a través de la arena, miles de espectadores aplaudían y, al llegar a la salida, el hombre del rodeo estaba allí para felicitarle.
— Voy a llamarle Rodeo -declaró Timmy.
El triunfo de Timmy proporcionó a la afligida comunidad de Campamento Avanzado tema de conversación, pero no aportó dinero alguno al hogar de los Grebe. La salvación llegó de un punto inesperado por completo. El conductor del autobús escolar se vio afectado por una hernia, pues el hombre había estado desempeñando tres empleos para mantener a su familia. La plaza le fue adjudicada temporalmente a Ethan Grebe; el sueldo no era gran cosa, pero pagaban en efectivo y ese dinero permitió a la familia adquirir más comida.
A Earl y Alice les dolía tener que aceptar dinero de su hijo, cuando lo propio era que el chico estuviera educándose en un instituto, pero, como el hombre dijo a su esposa:
— Los tiempos están tan revueltos que debemos adaptarnos a todo. Un día de éstos volveremos a cultivar trigo.
Pero no aquel año. Las tempestades de polvo continuaban y Timmy tuvo que construir un cobertizo especial para proteger a Rodeo de la asfixia. Las cercas eran especialmente vulnerables. La terrible fuerza enviaba a través de un campo una cantidad infinita de trozos de hierba; éstos quedaban aprisionados en alguna cerca y, cuando llegaba la siguiente tormenta, las hierbas captaban tanto polvo que las cercas se desvanecían y el ganado podía vagar a sus anchas y alejarse hasta más de treinta kilómetros.
Lo que más afectaba a Alice Grebe era el ruido constante… el espantoso gemido del viento cuando barría las praderas. En algunos momentos, la intensidad sonora era tan alta que Alice se ponía frenética, y Vesta propuso que se trasladara a Denver, para sacarla de la pradera antes de que sufriese una crisis nerviosa. A Earl le hubiera gustado hacerlo, pero los Grebe no tenían dinero. Literalmente, estaban sin blanca, aparte los escasos dólares que Ethan llevaba, y durante las vacaciones de verano ni siquiera lo tenían.
Y entonces, Alice llegó al límite. Fue un árido día de agosto, cuando la abrasada, la reseca tierra se cuarteaba. Alice oyó que Betsy, la más pequeña de sus hijas, producía un ruido muy curioso. Corrió al patio, sin imaginarse qué podía ocurrir, y vio horrorizada que una enorme serpiente de cascabel había descendido de las muelas, en busca de agua. Sólo estaba a unos cuantos palmos de la niña: un crótalo monstruoso, de casi dos metros de longitud y grueso cuerpo, con una cabeza de aspecto diabólico y una lengua negra que se proyectaba repetidamente hacia adelante, tanteando la zona. Tenía la piel de color oscuro y llena de señales, y los anillos que remataban su cola eran ásperos. Mientras Alice contemplaba la escena, el reptil avanzó hacia la criatura.
La mujer nunca podría explicar cómo y de dónde sacó el valor, pero lo cierto es que empuñó una azada y se colocó de un salto en el espacio intermedio entre su hija y la serpiente de cascabel. Mediante desmañados golpes de azada, apartó al enorme crótalo, obligandolo a retroceder y a desviarse cada vez que intentaba atacarla. Con una furia desconocida en ella hasta entonces, Alice combatió al reptil durante varios minutos, respondiendo a las embestidas con salvajes porrazos de la azada, hasta que, por último, tras un rápido ataque de la venenosa cabeza, que en un tris estuvo de alcanzar la pierna de Alice, la mujer cortó al reptil en dos y observó aterrada las dos mitades, que se retorcían como si cada una de ellas tuviese vida propia, como si juntas pudiesen todavía lanzarse contra Alice y su hija.
La mujer permaneció apoyada en la azada, incapaz de moverse. Oía los balbuceos de la niña, que estaba a su espalda, pero no le era posible apartar los ojos de la serpiente muerta. Seguía allí, como una estatua, cuando Earl volvió de los campos.
— ¿Qué estás haciendo, Alice? -preguntó el granjero, mientras se acercaba a la mujer.
Ella no pudo responder… sólo continuar allí. Y luego, Earl bajó la mirada y vio a la serpiente, tan espantosa muerta como lo había sido en vida.
— ¡Oh, cariño mío! -susurró Earl, y tomó en brazos a Alice, como si fuera una niña.
La acostó en la cama, y aquella noche Vesta Volkema, después de atenderla, dijo:
— Earl, voy a llevármela a mi casa. Ya no aguanta más.
— ¿Y qué voy a hacer con los chicos? -preguntó Earl.
— ¡Lo que vamos a hacer con todo, maldita sea! -voceó Vesta-. Tu esposa se está destrozando. Tú cuidarás de los chicos.
Pero no les dejaron solos. Al día siguiente, Victoria avisó desde la ventana:
— ¡ Viene un coche!
Y por el camino se acercó un enorme automóvil negro conducido por una señora muy entrada en años a la que las chicas no conocían. Cuando el vehículo se detuvo, la dama se apeó y sacó dos cestas del coche.
— Soy Charlotte Lloyd -manifestó-. La policía me ha dicho que mi amigo Timmy Grebe estaba aquí sin madre.
— Tenemos madre -repuso Timmy.
— Claro que sí -se apresuró a decir Charlotte-. Pero se ha ausentado por cierto tiempo, ¿no? -Antes de que el muchacho tuviese tiempo de responder, la mujer le abrazó y dijo-. Eres el campeón de derribo de novillos, ¿verdad?
Sacó de una de las cestas una gran bandeja de bollos melosos, de color pardo.
Se comportó como si fuese miembro de la familia, sacando de las cestas cosas que los chicos no habían visto en muchos años. Entre las golosinas había una lata de ostras en conserva, que los más pequeños no se atrevían a tocar.
— Probadlo todo -animó la señora, y les demostró cómo se colocaba aquella extraña comida sobre las rebanadas de pan.
Durante tres semanas, visitó la granja diariamente, atendió a los niños y los entretuvo con relatos de lugares extraños que ella había visto..
La señora Lloyd tenía ochenta y tres años aquel verano, pero su dinamismo y vivacidad eran los mismos que cuando cruzó Nebraska por primera vez, con la expedición de caza en la que participaba el gran duque. La agricultura aún le interesaba y reprendió a Earl Grebe por la forma en que labraba los campos.
— Tienen aquí, en Campamento Avanzado, un hombre que conoce la solución -dijo.
— ¿Quién es?
— Walter Bellamy. Le oí pronunciar en Centenario una conferencia estupenda, el invierno pasado.
— No podría trazar un surco recto con el arado -protestó Grebe.
— Exacto, ésa es su virtud -repuso la señora Lloyd, y arregló las cosas para que Bellamy acudiese a la granja y se invitara a los Volkema y otros labradores, a fin de que escuchasen al jefe de correos, que explicaría una vez más dónde estaba el error.
— Desde las montañas hasta la frontera de Nebraska… el terreno está labrado en toda su extensión. El viento inicia su tarea en cuanto desciende de las colinas, empieza inmediatamente a levantar en el aire el suelo gradado. Aumenta su intensidad y continuamente arranca más tierra de los campos, hasta que la mitad del estado se encuentra en el aire.
— ¿Qué podemos hacer? -inquirió Magnes.
— Sujetar el suelo. Tienen que asegurarlo.
— ¿Cómo?
— No aren líneas rectas. No labren nunca siguiendo el desnivel de la tierra. Tracen de través los surcos. No labren todo el terreno. Dejen franjas de hierba y, por el amor de Dios, quemen sus gradas. Dejen el suelo en terrones lo bastante grandes como para que el viento no pueda levantarlos.
Los agricultores empezaron a comprender que tenía razón, que si un pasillo infinito de tierra labrada y gradada se extendía al paso del viento, éste levantaría las partículas que formaban el suelo, kilómetro tras kilómetro, y se las llevaría como un ladrón. Pero si la superficie de los campos se sujetaba, de un modo o de otro, el viento pasaría de largo por encima de ella, como antes, sin acumular nada.
— Esta tierra volverá -insistió Charlotte.
Organizó un simposio, cuyos gastos sufragó de su propia bolsillo, que se celebraría en Campamento Avanzado. Al volante de su automóvil negro, acompañada de los hijos de Grebe, se dirigió a Centenario para ir a buscar al conferenciante contratado. Los agricultores que habían inmigrado desde Ottumwa se quedaron estupefactos al verle, porque se trataba de Thomas Dole Creevey, que ya era un anciano que había vivido para contemplar la desolación de la que era progenitor. Pocos hombres hubiesen tenido agallas para volver al escenario que refutaba sus acariciadas teorías, pero él lo hizo. Quería comprobar por sí mismo en dónde residía la equivocación; deseaba determinar los pasos correctivos que sus seguidores debían dar.
Ya no estaba tan gordo, pero sus ropas, que le caían muy mal, presentaban un aspecto todavía más desaliñado. Se irguió ante los hombres a quienes había inducido al equívoco y les dijo:
— Les di diez principios, de los que sólo uno era erróneo, el séptimo. "Hundan el arado por lo menos veinticinco centímetros. Después, pasen el disco. Luego, la grada." Todo equivocado. No pude prever los grandes vientos. En todo lo demás, mis teorías no han dejado de ser correctas y los años venideros verán estas praderas rebosantes de mieses.
— ¿Qué debemos hacer ahora? -preguntó Earl Grebe.
— Rezar para que llueva. Prescindir de la grada. No volver nunca más a desplegar una cadena sin fin de campos labrados a los que pueda afectar el viento.
— ¿A qué profundidad deberíamos arar?
— A unos ocho o diez centímetros. Pero mantengan el suelo cubierto.
— ¿Está en explotación su granja de Goodland?
— Se la llevó el viento -confesó Creevey-. Cuando regresen las lluvias, volverá. -Dijo que, pese a cuanto se había abatido sobre las praderas, él continuaba creyendo en aquellas formidables palabras que Dios manifestó al hombre, durante su primer encuentro en el Paraíso: "Henchid la tierra y sometedla." y concluyó-: Para hacerlo, hemos de estudiar el suelo más de lo que lo hicimos hasta ahora. Debemos tener más cuidado para adaptarnos a sus eternidades. Si un periodo produce grandes vientos, tenemos que aprender a convivir con ellos.
Aseguró al auditorio que las praderas no estaban destinadas a convertirse en un desierto y que los trigales volverían a ondular en ellas.
Charlotte Lloyd le llevó en el coche hasta la estación de Centenario, donde el hombre tomó el tren que iba a conducirle al encuentro de otros agricultores atribulados por la devastadora sequía. Durante el camino de regreso a Campamento Avanzado, cuando el automóvil negro coronó un monte desde cuya cima la señora Lloyd pudo contemplar las marchitas llanuras que una vez formaron parte del Rancho Venneford, la mujer experimentó una enorme sensación de vértigo, las praderas y el cielo constituyeron una unidad y Charlotte LIoyd levantó el pie del acelerador y dejó que el vehículo abandonase despacio la carretera, para entrar en los campos resecos, donde la encontraron a la mañana siguiente, con las manos aún aferradas al volante.
El inagotable optimismo del doctor Creevey sirvió de poca ayuda a los hombres cuyas granjas tenían que venderse para pagar los impuestos, y Philip Wendell realizó impresionantes negocios gracias a aquellas ventas forzosas. Hubo fincas que se liquidaron a dos dólares y medio la hectárea… a dólar y cuarto la hectárea… y en algunos casos se trocaron por un coche de segunda mano que ni siquiera podía trasladar a su nuevo propietario hasta California.
En la granja Grebe sonó una nota brillante. En noviembre, Alice regresó muy mejorada. Las actitudes más o menos fastidiosas de Vesta Volkema la atormentaron hasta obligarla a volver a la realidad, y como Ethan volvía a conducir el autobús escolar, por lo menos algo de dinero entraba en la economía familiar. De hecho, Earl dijo que las cosas empezaban a permitirles levantar cabeza.
Luego, en marzo, una ventisca se desencadenó por la llanura y la nieve se amontonó sobre las carreteras; y, lo que era peor, de las montañas descendió un vendaval ululante que no llevaba nieve. Los granjeros gritaron a sus esposas: "¡Ventisca de superficie!" Lo que significaba que la nieve caída azotaría las praderas abiertas sumergiendo todo lo que encontrara a su paso.
Ethan Grebe había iniciado ya su trayecto vespertino, rumbo al norte, para llevar los niños a Wendell, cuando la ventisca se presentó. No había ningún modo lógico de escapar a ella. El muchacho pensó en dar media vuelta y regresar a Campamento Avanzado, pero la carretera se encontraba en condiciones demasiado traidoras para intentar semejante maniobra. Por lo tanto, siguió adelante, satisfecho por disponer de suficiente gasolina para que los chicos estuviesen calientes, aunque tuviera que hacer un alto de un par de horas.
Pero los vientos impulsaron una cantidad aterradora de nieve a través de la llanura y, en cuestión de minutos, el costado de barlovento del autobús se vio cubierto por una densa capa blanca. Las ruedas no pudieron seguir girando.
Ethan mantuvo el motor en marcha durante tres horas, mientras confiaba en que o bien los granjeros de Campamento Avanzado, o bien los de Wendell, organizasen alguna partida de rescate. Dirigió el improvisado coro de niños, a los que hizo cantar y permanecer acurrucados juntos. Cuando la aguja indicadora de la reserva de gasolina descendió a cero y la noche cayó, resultó evidente que el autobús no tardaría en quedar sepultado, por completo bajo la nieve, sin posibilidad alguna de que los chicos continuaran calientes.
Al tiempo que se mordía el labio inferior, Ethan miró los diecinueve rostros asustados y adoptó una decisión.
— Sé dónde estamos -silabeó despacio-. A cinco kilómetros de la granja de Rumson. Ellos nos proporcionarán ayuda. Veamos, Harry, ¿qué vas a hacer mientras yo estoy ausente?
— Cuidarme de la puerta -respondió el niño.
— Muy bien. Nadie tiene que marcharse. Esperad todos aquí.
Y salió a vérselas con el núcleo de la ventisca de superficie. Diecinueve niños estaban a su cuidado y tenía que hacer cuanto estuviese en su mano para salvarlos, tanto si parecía un acto razonable como si no. No llevaba más de tres minutos bregando con la tempestad cuando comprendió que aquella ventisca era arrolladora. No amainaba, y los vientos rugientes se precipitaban contra él con tal fuerza que apenas le era posible avanzar, pero continuó paso a paso. Recorrió los cinco espantosos kilómetros y, al llegar al portillo de los Rumson, estaba tan cerca de la muerte que no podía abrirlo, pero recurrió a sus últimas energías para originar ruido, y un perro le oyó y se puso a ladrar, y se salvó a los niños.
El propio presiden te Roosevelt envió un comunicado a los Grebe, en el que les elogiaba por haber criado un muchacho como aquél, y Alice lo conservó como un tesoro, pero a menudo, cuando leía el mensaje, se preguntaba por qué el gobierno no tomaba medida alguna para ayudar a los agricultores que procreaban y educaban a tales jóvenes.
— No nacen por casualidad, ya sabe usted -dijo al señor Bellamy.
En los meses que siguieron al fallecimiento de Charlotte Lloyd, hubo que tomar decisiones referentes al Rancho Venneford. La mayoría de los copropietarios residentes en Bristol pagaban tanto como cualesquiera otros las consecuencias de la depresión a escala mundial y no disponían de reservas de fondos para enterrarlas en una distante aventura que nunca rentó dividendos sustanciales. Habían visto reducirse la superficie de la hacienda desde dos millones doscientas ochenta mil hectáreas hasta algo así como treinta y seis mil hectáreas, y en cada merma sus administradores norteamericanos les aseguraban:
— Con una explotación menos extensa podremos empezar a conseguir beneficios reales.
Pero tales beneficios no llegaron nunca.
En 1887, fue la gran ventisca; en 1893, el pánico que reinó a lo largo y ancho de la nación; y, en 1923-24, la primera sequía. En 1925, los accionistas escribieron a Beeley Garrett, que actuaba como administrador suyo:
Parece que, en el Oeste, el negocio ganadero siempre va a prosperar al año siguiente, siempre y cuando las condiciones se mantengan estables, pero no se han conocido condiciones estables desde que la explotación empezó. Todo emisario que hemos enviado de Bristol a Venneford ha vuelto siempre con bonitas historias acerca de lo estimulante que resulta la vida en los pastos y lo formidable que es el toro Emperador IX, por lo que hemos llegado a la conclusión de que esa inmensa industria está en funciones para placer de reses y vaqueros, sin que se tenga en cuenta para nada a los inversionistas.
Y ya, en aquel verano de 1935, se habían hartado. Deseaban vender los valores que tenían en cartera y se los brindaban. Charlotte Lloyd había sido la accionista principal en América, por lo que resultaba lógico que se ofreciera a sus herederos la primera opción de compra, aunque ahí surgía un problema. Charlotte y Jim sólo tuvieron un descendiente, una hija, Nancy, que se había casado con el nieto del comandante Maxwell Merey, el congresista. Nancy y Paul formaban una pareja magnífica, pero eran un tanto temerarios, como lo fue el viejo
Pasquinel, del que Paul descendía, y en un intento de sobrevolar las Rocosas con un pequeño aeroplano, se estrellaron cerca del valle Azul y resultaron muertos.
Dejaron tras de sí una hija frágil y delicada, Ruth, de la que cuidó su abuela Charlotte, y durante cierto tiempo pareció que aquella muchacha desmañada nunca llegaría a casarse, porque sus gestos nerviosos y amanerados desanimaban a los hombres. Sin embargo, el año antes de su defunción, Charlotte llamó un día al chico de Garrett, se lo llevó a un aparte y le expuso llanamente:
— Si esperas empuñar alguna vez las riendas de este rancho, joven Henry Garrett, lo mejor que puedes hacer es casarte con esa chica. Es un consejo.
Y el muchacho lo siguió. Para demostrar su satisfacción, Charlotte hizo a la joven pareja un regalo de boda: sus acciones del rancho. Y en el testamento les legó el dinero suficiente para que compraran las que aún estaban en poder de los accionistas de Bristol y, cuando esos valores llegaron al castillo, Beeley Garrett manifestó:
— Por primera vez en la historia del Venneford, la hacienda está controlada por norteamericanos, que debieron gobernarla siempre, desde el principio.
Beeley continuó desempeñando las funciones de administrador del rancho, pero las tensiones producto de la sequía, el viento y la depresión le afectaban extraordinariamente y empezó a indicar, cada vez con mayor frecuencia, que deseaba renunciar al cargo y retirarse a Florida. En eso le apoyaba su esposa, Estrella Tenue Zendt, que tenía un sesenta y dos y medio por ciento de india y era tan encantadora como todas las mujeres de su familia. Había contraído una profunda animadversión contra los inviernos del norte, pero Beeley le dijo:
— Seguiremos aquí sólo unos años más. Tal vez en ese tiempo Henry y Ruth consigan unificarse con más solidez de lo que parecen estarlo ahora. No se puede dirigir un rancho con una pareja insegura en el puesto de mando.
En el otoño de 1935, Beeley se enfrentó a una decisión difícil. Con el precio de las reses más bajo de cuanto había visto jamás, tuvo que determinar si era conveniente o no el embarque de un cargamento de novillos a Chicago, con la ciega esperanza de obtener un beneficio de dólar por cabeza, aunque esa posibilidad no parecía muy clara. El contable le presentó un informe con cifras descorazonadoras:
Los mejores herefords americanos que se hayan producido nunca se venden en Chicago a 14 dólares la cabeza. Según nuestros datos, el coste de la crianza de cada cabeza asciende a 11 dólares. Esto representa un margen de 3 dólares por unidad, lo que no está mal, dados los tiempos que corren. Pero el embarque de los animales a Chicago nos cuesta 6,10 dólares por cabeza, de forma que cada hereford que vendamos constituirá una pérdida de 3,10 dólares. Y cuantas más reses vendamos, más dinero perderemos.
Garrett no podía creer que aquella situación absurda se fuera a prolongar durante mucho tiempo. Recordaba los años buenos, como el de 1919, cuando hasta un hereford mediocre representaba 58,75 dólares. En un año relativamente malo, como el de 1929, vendió sus novillos a 55,35 la cabeza. El descenso a plomo de los años treinta era desmedido e irrazonable, y la nación sin duda se estaba volviendo loca si creía que los ganaderos iban a continuar llevando sus reses al mercado y perdiendo dinero con cada cabeza. Vender carne selecta a cincuenta centavos el kilo era ridículo y estaba seguro de que para los rancheros el precio subiría de un momento a otro.
En consecuencia, decidió arriesgarse y enviar a Chicago doscientas cabezas de primera calidad, con la esperanza de que, para cuando llegasen al matadero, el precio habría alcanzado los 30 dólares, cota en la que debía estar. Habló con algunos vecinos, a los que convenció para que corrieran la misma aventura y se organizó un tren ganadero, con reses de puntos tan distantes como Fuerte Collins y ranchos del sur de Cheyenne.
Tan pronto se filtró por el distrito la noticia de que se estaba preparando un tren ganadero, los hacendados que participaban en la operación se vieron asediados por las ofertas de mano de obra que volcaron sobre ellos los jóvenes de la comarca. Beeley Garrett, cuyo cuartel general estaba situado no lejos de Centenario, donde se formaba el convoy, era especialmente vulnerable. Desde el alba hasta la medianoche, desgarbados muchachos llamaban a su puerta, con el sombrero en la mano.
— Me he enterado de que va a enviar usted algunas reses al Este. Le aseguro que me gustaría colaborar.
— ¿Cómo te llamas?
— Chester.., Soy nieto de Otto Emig.
— Conocí a tu abuelo. ¿Has probado con los Roggen? Otto mantenía buenas relaciones con ellos.
— No hay nada que hacer. Me mandaron aquí.
— Tomaré nota de tu nombre, Chester. Eres un joven estupendo y tal vez podamos emplearte.
Uno tras otro, los juveniles vaqueros llegaban a la puerta para suplicar un trabajo por el que no cobrarían nada e incluso tendrían que llevar su propia comida. Naturalmente, les proporcionaba la oportunidad de visitar Chicago, pero lo que más les atraía era que, una vez hecha la entrega del ganado, cada vaquero recibía un billete gratis para volver a casa en "Pullman".
Pero no fue ese aliciente lo que impulsó al doctor Walter Gregg, joven profesor del colegio mayor de Greeley, a solicitar un empleo.
— Me es imprescindible ir a Chicago -explicó a Garrett-. Para asistir a una reunión profesional.
— ¿Lo considera tan importante?
— Es crucial. Me han pedido que lea un trabajo. Podría cambiarlo todo para mí… para mi carrera, eso es.
— Si tiene tanta importancia, ¿por qué no toma el tren?
— Porque no dispongo de dinero.
— Me gustaría ayudarle, doctor Gregg, pero la idea de que un profesor de colegio mayor… en un tren ganadero…
— Por favor -imploró el hombre-. Las personalidades más destacadas de mi especialidad estarán allí. Todo mi futuro depende de ello.
— Tomaré nota de su nombre, profesor. Puede que reciba noticias mías.
El día en que iba a tomarse la decisión, Beeley recibió la visita de un candidato insólito, Cisco, el hijo de Jake Calendar, un joven taciturno y delgado, de pelo pajizo. Probablemente era el mejor vaquero entre todos los aspirantes, pero hacía gala de una actitud hosca que irritó a Garrett.
— Me han dicho que anda usted buscando un par de peones para ir en los vagones ganaderos -articuló de forma susurrante.
— A la inversa, muchacho. Un montón de gente ha venido aquí buscando ese empleo.
— Añádame a la lista -dijo el mozo en tono insolente, sin molestarse en retirar el cigarrillo de la boca.
Beeley experimentó un apremiante y casi ingobernable deseo de propinarle un puñetazo, pero se contuvo porque Calendar tenía un aura de absoluta autenticidad. Saltaba a la vista que se trataba de una persona que adoraba los pastos y conocía a los animales. Era una especie de desafío humano y, por algún motivo que Beeley no hubiera podido explicar, se sintió atraído hacia el joven. Acaso fuera porque Calendar representaba el verdadero Oeste, una reversión hacia los días grandes.
— Vamos a hacer una cosa -dijo Garret impulsivamente-. Te aceptaré. Ahora acércate al colegio mayor, busca al profesor Gregg y dile que el tren sale esta noche a las seis.
— No tengo coche.
— Toma el mío.
Observó mientras el joven se dirigía al "Ford", subía, cerraba la portezuela de golpe y ponía el motor en marcha. En cuestión de segundos, el vehículo rugió, las ruedas despidieron gravilla y el vaquero partió rumbo al colegio.
En el tren, el profesor Gregg se mostró tan pródigo en sus manifestaciones de agradecimiento que Garrett se sintió avergonzado y pensó: "¡Qué tiempos más infames! ¡Todo un profesor universitario sin dinero para pagarse un viaje!"
No le sorprendió ver que el doctor Gregg llevaba una enorme maleta, pero sí se quedó atónito al observar que Calendar iba cargado con una bolsa de papel, dentro de la que iba una camisa limpia y los útiles de afeitar, y con una gran guitarra. Nunca supuso que los Calendar, aquellos parias de la pradera, tuviesen sensibilidad musical.
El profesor Gregg, del departamento de sociología, y Cisco Calendar, aspirante a guitarrista, pudieron viajar en el tren de ganado gracias a la Ley de las 36 horas. Esa ley decretaba que todo ganadero que embarcara reses vivas hacia un punto de destino situado a distancia considerable del de partida tenía que proporcionar ayudantes que se encargasen de abrevar y mover a los animales, si la duración total del viaje sobrepasaba las treinta y seis horas.
Dicha ley fue aprobada por las asambleas legislativas merced a la presión de las sociedades protectoras de animales, cuyos agentes aportaron informes acerca de lo sucedido en la horrenda época comprendida entre 19lo y 1928. Los criadores de reses hacinaban ingentes cantidades de cabezas en vagones sin ventilación y los consignaban a Chicago. Si todo iba bien, el tren ganadero llegaba a los corrales de descarga dentro del plazo de treinta y seis horas, que era el espacio máximo de tiempo que las reses podían sobrevivir sin agua. Pero si por alguna causa el convoy tenía que desviarse a un apartadero y permanecer en una vía muerta durante dos o tres días, sin que nadie lo atendiese, bajo un sol de justicia o un viento gélido, las reses, carentes de agua y sin la posibilidad de moverse, morirían a puñados.
De acuerdo con la Ley de las 36 horas, el doctor Gregg y Cisco Calendar viajarían en el furgón y, durante el trayecto normal, no verían una sola vez a los animales que teóricamente estaban cuidando. El ferrocarril contaba con todos los incentivos para llevar el tren a Chicago conforme al horario previsto y la perjudicial costumbre antañona de dejar los convoyes en vía muerta, sin preocuparse del bienestar de los animales, era ya algo olvidado. Naturalmente, en caso de producirse un retraso inevitable, Gregg y Calendar cobrarían importancia, porque entonces tendrían que bajar a los animales, pasearlos y suministrarles agua.
— De cada veinte viajes, en diecinueve no ocurre nada -aseguraron los ferroviarios a los guardianes-. Poneos cómodos y disfrutad del viaje.
En el amplio furgón iban nueve hombres, con literas para cinco posibles durmientes. Cuatro miembros regulares del personal que formaba el equipo del tren y cinco voluntarios como Calendar. En torno a este joven sombrío se agrupaban todos los demás, porque cuando tomaba la guitarra y empezaba a cantar, todo el mundo escuchaba. Tenía voz aguda que hablaba de reuniones alrededor de la fogata del campamento en el Oeste y conocía todas las canciones que entonaron los antiguos vaqueros -"Aura Lee", "Buffalo Gal", "Old Blue", "Old Paint"- y las dos nuevas tonadas que tan populares eran en la radio: "El último rodeo" y "Ruedas de carreta". Pero las canciones que cautivaban a los hombres apenas podían considerarse tales; eran fragmentos de experiencia humana, profundas y conmovedoras.
La primera se refería a un domador de potros que confesaba que no había caballo en el mundo que él no pudiese montar. De modo que el patrón le ofreció diez dólares para que probara suerte con un ruano color fresa, un jamelgo nativo de aspecto malvado y maltrecha estructura:
Tiene patas de hinchados corvejones, deditos de pichón,
Un par de ojos porcinos, larga nariz de halcón,
Orejas diminutas, con las puntas cortadas,
Muy anchas las caderas, parte central delgada…
Lo que maravillaba de aquella canción era su íntimo conocimiento de hombres y caballos, la forma en que expresaba la auténtica nostalgia de la vida en los pastos, y Cisco extraía toda la esencia interior de aquellas relaciones. Era un vaquero de verdad, probando suerte con un caballo real, y acababa ganando el caballo.
Después pierdo el estribo y también el sombrero,
Y ciego como un topo empiezo a soltar cuero,
Y rumbo al firmamento el jaco da otro salto,
Me lanza por los aires, del cielo a lo más alto.
— Me parece que es la mejor canción del Oeste que he oído en 1á vida -dijo el profesor Gregg.
Le interesaba mucho el Oeste y albergaba la intención de escribir algún día sobre él. Pidió a Cisco que entonase de nuevo la letra y anotó varios pasajes en un cuaderno.
— Una canción como ésta lleva sus propias credenciales -comentó sin que Cisco tuviese idea de lo que significaban tales palabras.
Los ferroviarios propusieron que Cisco cantase la melodía que más les gustaba, "Valle del río Rojo", y cuando el muchacho desgranó los primeros acordes, los oyentes se arrellanaron con gesto aprobador. Era un tema sentimental, el lamento de un vaquero que había conocido durante un breve espacio de tiempo a una chica que debía marcharse del valle. Resultaba difícil averiguar de qué modo un joven como Calendar podía comprender la añoranza que experimentaba un hombre entrado en años respecto a una mujer, pero el muchacho hada suya la canción. Volvió a ser, no un cantante, sino un hombre que había trabajado en los valles y que conoció a una mujer atractiva, acaso la única que se cruzó en su vida:
Ven, siéntate a mi lado, si me quieres un poco.
No tengas prisa alguna por lanzarme tu adiós.
Acuérdate tan sólo del valle del río Rojo
Y del pobre vaquero que tanto te adoró.
Nadie despegó los labios. Todos los miembros del auditorio guardaron silencio, mientras comparaban la canción con su propia experiencia; no hada falta ningún comentario adicional.
Al cabo de un momento, el doctor Gregg manifestó:
— Deberías cantar en plan profesional.
— Eso pretendo.
— Deberías comprobar qué puedes hacer en Chicago.
— Eso pretendo.
— La verdad es que me han impresionado tus posibilidades -confesó el profesor-. Tu voz tiene cualidades de excepción… autenticidad. -Como Calendar no replicase nada, el profesor continuó-: Para alcanzar el verdadero éxito, Calendar, tienes que determinar qué es lo que deseas transmitir. Cantarás para personas que nunca han visto un campamento vaquero. Has de comprarte un "Stetson"… botas de estilo texano… un pañuelo rojo.
— No dispongo de dinero para ello -repuso Cisco.
— Sé de un sitio, en Chicago, donde te lo darán a crédito-dijo Gregg-. En arte, tienes que procurarte todas las ventajas.
Chirriaron los frenos del tren, el convoy se detuvo y, fuera del furgón, se oyeron voces que gritaban.
— Este maldito tren está infestado de vagabundos.
Y los ferroviarios se agruparon, con bates de béisbol, y empezaron a apalear a quienes salían por debajo de los vagones. Gregg miró por la ventanilla y vio pasar corriendo a un hombre por cuyo rostro resbalaba la sangre y, durante un segundo, el fugitivo alzó la cabeza y suplicó ayuda con la mirada, pero Gregg no podía hacer nada.
Cuando el tren reanudó su ruta hacia el este, a Gregg le fue imposible probar' bocado. Los cuatro hombres que se encargaban del furgón no eran malas personas, pero cuando salieron a por los vagabundos agitaron los bates con verdadera alegría, como si aporrear en la cabeza a hombres indefensos fuese un deporte. Era repugnante.
Calendar fue el único que comprendió lo que le pasaba a Gregg y le ofreció medio bocadillo, pero el profesor aún no podía comer.
— ¿Qué le ocurre? -preguntó Cisco-. ¿Es que no había visto nunca apalear a un hombre?
Tomó la mano de Gregg y la pasó por su cabeza, para que el profesor notase las cicatrices que había en ella.
— Hay momentos espantosos -dijo Gregg.
— Los hemos tenido peores -replicó Calendar, y volvió a cantar.
El tren frenó en los corrales durante la hora número treinta y cuatro y, por primera vez, el doctor Gregg tuvo ocasión de comprobar lo malos que eran los tiempos, porque cuando los herefords del Venneford fueron descargados y subastados, al día siguiente, observó que aquellos estupendos animales alcanzaban la baja cotización de 13,87 dólares por cabeza.
Cuando llegó a Centenario la noticia de aquella operación ruinosa y los criadores de reses descubrieron que prácticamente habían entregado sus animales por nada, sin obtener ningún beneficio por sus años de trabajo -el empacado de heno, las cabalgadas con tiempo glacial, el cuidado de las vacas preñadas, los rodeos entre polvo-, un ambiente de hosca aflicción se abatió sobre la comunidad. Los hombres se tornaron testarudos y prometieron vengarse de un sistema que tan dolorosamente les había defraudado.
Amaneció un gélido día de noviembre de 1935 en que la familia Grebe tuvo que admitir que ya no le era posible conservar su granja. Cierto que habían rescatado la hipoteca, pero debían una acumulación de impuestos atrasados; el banco les apremiaba para que devolviesen un préstamo que se vieron obligados a solicitar para adquirir alimentos, y el garaje ya no les fiaba gasolina. Las deudas arrojaban un total de no mucha importancia -menos de mil dólares-, pero liquidarlas les resultaba de todo punto imposible. Earl Grebe no disponía de un solo dólar y, sin gasolina para el tractor, estaba completamente incapacitado para cultivar y obtener cosechas, incluso aunque las tempestades de polvo dejaran de presentarse.
Algunos días, la familia se alimentaba tan parcamente que su supervivencia constituía un misterio, y si Vesta VoIkema no les hubiera llevado comida, los Grebe habrían muerto de inanición, o casi. Pero esa generosidad creaba su propio problema y una noche, cuando Alice vio a su vecina acercarse a través de la pradera, estalló en lágrimas y protestó, dirigiéndose a su marido:
— ¡Oh, Earl! ¡Es tan terriblemente injusto! Vesta puede ayudarnos porque robó sus tierras y conservó su dinero. Nosotros adquirimos nuestros campos honradamente y gastamos en ellos todos nuestros fondos.
El esposo de Alice no se mostró dispuesto a tolerar semejante acusación contra la bondadosa Vesta.
— Es la única persona de este mundo en quien podemos confiar -dijo-… Si nos suceden estos terribles desastres, debe de ser la voluntad de Dios.
Y cuando Vesta entró en la cocina, encontró a los Grebe y a sus hijos rezando arrodillados.
Así, pues, la familia estaba preparada cuando el sheriff Bogardus llegó para clavar el aviso en la puerta frontal: "Se vende, por orden del sheriff, para cobrar los impuestos."
— ¿Cuánto podrá sacarse? -preguntó Grebe.
— Si el subastador tiene un día inspirado… si acude mucha gente… las granjas como ésta han estado dando… quizá mil quinientos dólares.
— ¡Santo Dios! -exclamó Grebe-. Después de pagar las deudas, no me quedará casi nada.
— Así son las cosas en estos tiempos -repuso Bogardus.
Sorprendentemente, Alice Grebe fue quien manifestó más fortaleza en aquella crisis. Permaneció dentro de la casa mientras el sheriff notificaba el motivo de su presencia allí, pero la mujer sabía lo que estaba ocurriendo. Las tierras que su esposo había cultivado tan cuidadosamente se habían perdido. La choza en cuyo interior tanto cariño conocieron había desaparecido para ellos. La nueva casa, con sus alegres cortinas, había dejado de existir. Se venderían los animales y los aperos y herramientas que les fue posible comprar a costa de ahorros y sacrificios. Y, lo que era peor, los chicos se verían obligados a abandonar el único hogar que habían conocido. Recogerían sus cosas y se marcharían de aquel lugar…
"¡Oh, Dios! -murmuró para sí, antes de que Earl entrase en la cocina-. ¿Qué será de este hombre bueno?" Se daba cuenta de que ella podría adaptarse a la derrota, ¿pero cómo le iba a afectar a él aquella catástrofe?
Se acercó al fregadero y fingió fregar platos, para aparecer compuesta cuando Earl entrase en la estancia, porque Alice estaba firmemente decidida a prestarle apoyo y consuelo, pero cuando el hombre cruzó la cocina, arrastrando los pies sobre el linóleo, con el penoso andar de la persona totalmente derrotada, Alice en un impulso incontenible se arrojó en sus brazos y rompió a llorar.
— ¡Hemos trabajado tanto! -sollozó-. Jamás nos permitimos el menor derroche. -Le besó amorosamente y le condujo a una silla. Le sirvió una taza de café y dijo en voz baja-: Me pregunto si me atreveré a quitar ese letrero antes de que los chicos lo vean.
— No -dijo Earl con firmeza-. Es la ley. Debemos el dinero y no hay salida.
— ¿Cómo puede una nación apoyar una ley que despoja a un hombre de su granja? Sobre todo cuando es la nación la que marcha mal, y no nosotros.
— Hay que pagar al banco.
— Pero los bancos se niegan a poner en circulación su moneda.
Alice no estaba en plan de discutir; simplemente, se sentía desconcertada por aquel salvaje giro.
Cuando los chicos llegaron a casa y vieron el aviso, se echaron a llorar y Alice consideró que era su deber protegerlos del dolor tanto como pudiera.
— Viviremos en cualquier otro sitio -manifestó en tono optimista, mientras preparaba tostadas y chocolate.
Del vacío estante sacó el último tarro de mermelada y merendaron en medio de una atmósfera lúgubre, después de lo cual Alice sugirió que fuesen todos dando un paseo hasta la casa de los Volkema, para tratar de lo que debía hacerse.
— Poneos las bufandas -aconsejó la mujer-. No quiero que os congeléis. -Al oír aquella desafortunada palabra, Victoria se acordó de Ethan y volvió a prorrumpir en lágrimas, pero su madre le tomó la mano y dijo-: Vamos, Vicky. Encárgate de los pequeños y atravesaremos los campos.
Sin embargo, apenas dejaron atrás el establo, Timmy se separó y corrió hacia el punto donde Rodeo estaba cebándose. Pasó los brazos en torno al espléndido hereford y permaneció allí hasta que su madre consiguió apartarlo.
— No quiero desprenderme de Rodeo -murmuró el chico.
— No será necesario -repuso Alice quedamente-. Encontraremos una solución.
Una comitiva triste era la que formaban a través de las preciosas colinas bajas que separaban su casa de la de los Volkema: Earl delante, avanzando con paso lento; Alice detrás; luego Victoria y las dos niñas; a continuación Larry, y, por último, Timmy, que de vez en cuando volvía la cabeza para mirar hacia donde quedaba su novillo. Gavilanes invernales les acompañaban en el cielo azul y, por el norte, vieron un pequeño rebaño de antílopes.
Cuando llegaron a la granja de los Volkema, soltaron la noticia de sopetón.
— El sheriff nos embarga -anunció Alice en tono normal, y Vesta rompió a llorar.
Magnes no. Quería luchar, destruir algo. Empezó a soltar juramentos y, cuando su mujer trató de acallarle, no le hizo caso y gritó:
— ¡Conozco al hombre que nos hace falta! Jake Calendar.
— Manténte apartado de Jake -le advirtió su esposa.
— Si alguien tiene el valor que se necesita para plantar cara a esos bastardos, ése es Jake.
— No quiero ir a la cárcel -protestó Grebe-. Ya es suficiente con quedarme sin la granja.
— ¡Hay que poner coto a eso! -voceó Magnes. Grebe intentó tranquilizarle, pero la sensación de ultraje era tan intensa que ningún razonamiento surtió efecto-. Voy a ver a Jake Calendar, y voy a hacerlo ahora mismo -dijo el indignado agricultor, y se marchó.
Vesta preparó un piscolabis para sus turbados vecinos y se esforzó en consolar a los chicos. Observó que el fracaso sufrido por la familia afectaba profundamente a Timmy e intentó distraer su atención hablándole de Rodeo.
— Se porta bien -dijo el muchacho, pero la conversación concluyó ahí, porque Victoria tuvo la poca diplomacia de preguntar:
— Si nos echan de la granja, Timmy, ¿qué vas a hacer con Rodeo?
Y el chico salió corriendo de la casa, para evitar el estallido de llanto.
El día señalado para la venta, el sheriff Bogardus y tres comisarios llegaron para mantener el orden. En los Dakotas, durante el desarrollo de tales ventas por expropiación forzosa habían ocurrido cosas muy desagradables y Bogardus estaba decidido, por desdichada que le pareciese la operación, a que todo transcurriese sin incidentes. Cuando recorrió los edificios y hubo mirado uno por uno a los torvos agricultores, tratando de intimidarlos, dijo a sus seguidores:
— Todo va a salir bien. Creo que podemos dominarlos, sea lo que fuere lo que estén tramando.
— ¡Hummm! -gruñó uno de sus ayudantes-. Me parece que se ha precipitado al hablar.
Y todos volvieron la cabeza para mirar a un individuo de ojos astutos, próximo a los sesenta años, que acababa de entrar en el patio para echar un vistazo al equipo que Earl Grebe había reunido a, lo largo de los años. Le acompañaban dos jóvenes tan enjutos y hoscos como él, y el trío no prestó atención al murmullo que se elevó entre la multitud.
— Son los Calendar. Todo va bien.
— Hola, Jake -saludó el sheriff Bogardus, con innecesaria efusión-. ¡Precioso día para la subasta!
— De lo mejorcito -repuso Jake, mientras continuaba su lenta inspección.
— Hola, Cisco. ¿Qué tal estaba Chicago?
— Estupendo -contestó el más joven de los muchachos, al tiempo que propinaba un puntapié a uno de los neumáticos del tractor.
La noticia de la puesta en venta de la granja se había difundido extensamente, y de Kansas y Nebraska acudieron compradores, porque existía allí la oportunidad de adquirir quinientas y pico de hectáreas de estupendas tierras de labor, con la perspectiva de ganar dinero de verdad, cuando la lluvia volviese a las praderas.
El subastador era un experto en tales menesteres: Mike Garmisch, de Fuerte Collins. Era poseedor de una zalamería especial para meterse a la gente en el bolsillo y acosar a los licitadores, induciéndoles a ofrecer más de lo que en principio pretendían.
— Un día espléndido para una granja espléndida -manifestó a guisa de preámbulo y, tras unos cuantos chistes que alejaron de la atmósfera la tragedia de la jornada, la expropiación de una finca, por carecer su propietario de unos pocos dólares, fue al grano, al negocio de la venta-: Tenemos aquí una buena casa, un establo muy sólido y quinientas diez hectáreas de magníficas tierras de secano. Amigos, un año con la suficiente cantidad de lluvias y estos feraces campos conocidos de todos constituirán una espléndida mina de oro… Una verdadera mina de oro, repito.
Citó como punto de partida la cifra de mil dólares, y un corredor de fincas con residencia en Kimball (Nabraska) ofreció mil quinientos. Poco a poco, se fue subiendo hasta llegar a tres mil doscientos. Entonces, un inversionista de Kansas ofreció tres mil cuatrocientos, y la puja se detuvo.
— Tres mil cuatrocientos a la una…
En ese punto, Jake Calendar y sus hijos se abrieron paso a codazos entre la multitud, hacia el licitador de Kansas, que se estaba llevando el gato al agua, y mientras avanzaban despacio, como serpientes de cascabel, el sheriff Bogardus observó que un chiquillo se dedicaba a lanzar su pelota contra la pared del establo. Dispuesto a aprovechar aquello como excusa para eludir un enfrentamiento con los Calendar, el sheriff dijo en voz alta:
— No podemos permitir que ese chaval dé al traste con nuestra subasta.
E hizo una seña a sus tres comisarios, quienes le siguieron en silencio, para cortar por lo sano aquella peligrosa acción del tunante.
Una vez alejados los representantes de la ley, Jake Calendar cayó sobre el pujador de Kansas y le agarró por el cuello.
— ¿Es usted el que hizo la última oferta? -preguntó Calendar con torvo susurro.
— Sí.
Inmovilizando al hombre con la mano izquierda, Jake empuñó con la derecha un enorme pistolón. Apoyó la boca del arma en la sien del hombre de Kansas y pronunció su ultimátum:
— Si no retira ahora mismo esa oferta, voy a levantarle la maldita tapa de los sesos.
El de Kansas palideció y buscó con la mirada al sheriff. Al no localizarle, trató de dar con los comisarios, pero éstos también habían desaparecido. Sólo estaba allí aquel monstruoso revólver apoyado en su cabeza.
— Supongo que quiere usted reconsiderar su puja -silabeó Calendar suavemente.
— Claro. ¡Oh, desde luego que sí!
— Desea que le concedan permiso para reconsiderar su oferta -anunció Calendar a la multitud-, Floyd, Cisco, acercaos y ayudad al subastador.
Los dos jóvenes Calendar, desenfundadas las pistolas; se abrieron paso hasta el estrado, donde fulminaron a Mike Garmisch con la mirada durante unos segundos. El subastador dijo con voz temblorosa:
— Caballeros, tengo entendido que el licitador de Kansas sufrió alguna clase de error. ¿No es eso?
— ¡Sí, verdaderamente! -se apresuró a confirmar el inversionista de Kansas-. Di por supuesto que los aperos y herramientas estaban incluidos en el trato.
— Ciertamente, no lo están. Así reza en el aviso.
— En ese caso, retiro mi oferta.
— Caballeros, deseamos que esta subasta se desarrolle del modo más correcto posible y si este buen hombre cree que ha sido de alguna manera…
Los dos Calendar jóvenes le dieron sendos empujoncitos y el hombre interrumpió su palabrería.
— El caballero de Kansas retira su oferta. ¿Desea mantener la suya el caballero de Kimball (Nebraska)?
Un floreo del revólver de Jake Calendar convenció al inversionista de Kimball de que también él había entendido mal las condiciones de la operación.
— Caballeros, lo único correcto que procede hacer es empezar de nuevo -dijo Garmisch, cuya garganta estaba muy seca… -¿He oído una oferta?
— Cinco dólares -sonó la clara voz de Vesta Volkema.
— Cinco a la una, cinco a las dos, cinco a las tres… ¡adjudicada! A la señora Volkema, por cinco dólares.
Las palabras le salieron todas de sopetón.
Cuando el sheriff Bogardus y sus comisarios oyeron el golpe de mazo, soltaron al rapaz transgresor de la ley y volvieron al punto donde se celebraba la subasta. Un representante del banco se precipitó hacia Bogardus y empezó a quejarse de que la entidad bancaria se había visto defraudada, privada de su dinero.
— En cierto sentido, eso es verdad -convino Bogardus-.
Tienen ustedes derecho a percibir el total que produzca la venta, después de que se cobren los impuestos.
— Pero como la granja sólo ha producido -¿cuánto fue cinco dólares…
El sheriff se encogió de hombros. No tenía la menor intención de hostigar a cuarenta agricultores furiosos, la mayoría de los cuales llevaban armas de fuego ocultas, y menos cuando los Calendar les capitaneaban.
— ¿Dónde diablos estaba? -preguntó al sheriff el subastador Garmisch, al que también le habían escamoteado sus honorarios.
— Haciendo cumplir la ley -repuso Bogardus, al tiempo que señalaba al pilluelo de la pelota.
Con todo lo difíciles que fueron aquellos años, no estuvieron desprovistos del humor zaragatero que siempre había caracterizado la vida en el Oeste.
En 1935, la buena sociedad de Denver se vio deslumbrada por la visita de lord Codrington, anunciado como vástago de una familia de rancia nobleza, relacionada desde mucho tiempo atrás con la ganadería de Colorado. Era un hombre encantador, de Oxford, dijo, cuyos modales rebosantes de gracia le permitieron ser recibido en las más altas esferas de la sociedad de Denver, donde galanteó a diversas solteras adineradas y proporcionó regocijo y dignidad a los mejores clubes. Contrajo algunas deudas, pero no muchas; recomendado por sus anfitriones, encargó trajes a varios sastres, aunque no en número excesivo, y al final se descubrió que era todo un impostor, un marinero cockney de la Cunard Line, que dominó su acento oxoniense a fuerza de estudiar películas de Ronald Colman, mientras el barco navegaba por el Atlántico.
Su caída constituyó un portento que en seguida dejó de serlo, con la prensa local presentando a la crema de la sociedad como un hatajo de tontos. Las fotografías tomadas anteriormente por aburridos periodistas gráficos obligados a llenar la página de las notas de sociedad, aparecieron ahora en primera plana, en la 'parte superior y en el centro: "La señora de Charles Bannister, primera figura de la buena sociedad de Denver, presenta lord Codrington a los Delmar Linner, durante la Fiesta de Marzo."
El asunto tomó entonces un giro típico de Colorado. En Denver, nadie se mostró dispuesto a presentar demanda judicial contra lord Codrington. Como la señora Bannister dijo, en el curso de una entrevista que provocó algunas risitas y cierto sentido de restaurado decoro:
— ¿A quién perjudicó? Era un hombre delicioso en grado superlativo que, durante un período de nuestras vidas más bien tedioso, animó el ambiente y nos hizo sentir alegría a todos. A mí no me ha lastimado.
Su esposo, Charles Bannister, se manifestó prácticamente en los mismos términos:
— Desde luego, no pienso presentar ninguna denuncia contra un hombre que se hizo tres trajes a mi costa. En estos días, pago mucho más dinero del que eso representa, sin conseguir a cambio ni la mitad de diversión.
Cuando la policía se apresuró a expulsar de la ciudad al vagabundo lord, con la advertencia de que jamás volviera a dejarse ver por las cercanías, un mínimo de dos docenas de personalidades de la sociedad elegante de Denver acudieron a despedirle mientras el hombre subía al tren que le iba a trasladar con toda rapidez a Chicago y a la deportación. Tres muchachas hicieron caso omiso de las bombillas relámpago de los fotógrafos y le dijeron adiós con sendos besos, y Delmar Linner, padre de una de las jóvenes y banquero importante, declaró a los chicos de la prensa:
— Vestido con ese traje, tiene un aspecto condenadamente mejor que el que yo haya tenido jamás.
Por aquellas fechas, Centenario alcanzó gran ebullición gracias a la travesura de un grupo de estudiantes de bachillerato que llevaban algún tiempo quejándose de la deficiente comida que se servía en la cantina. Colocaron encima de las puertas del local un letrero que indignó a algunos y provocó hilaridad en otros. Por desgracia, todos los autores del desaguisado eran vástagos de familias republicanas y el asunto desencadenó un lamentable alboroto político, pese a que nadie había pretendido tal cosa. El cartel rezaba: