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ELEGIA

DE NOVIEMBRE

Me pasé el mes de octubre de 1973 dedicado a la búsqueda en Centenario de algún hombre o alguna mujer cuya vida compendiase la historia del Oeste. Deseaba enviar a la redacción de US en Nueva York una especie de remate a nuestro proyecto, una imagen detallada e íntima de lo que los habitantes del Oeste hacían y opinaban en aquellos críticos años anteriores a la conmemoración de nuestro aniversario nacional.

Al principio, proyecté mi atención sobre el barbero negro de Centenario, Nate Person, nieto del único jinete de color que cabalgó, en la punta de un rebaño, por la Ruta de Skimmerhorn. La historia del ascenso de esa familia hasta ocupar una posición de cierto privilegio, de liderazgo y afecto, en una pequeña ciudad del Oeste, constituía una epopeya norteamericana.

Después me volví hacia Manolo Márquez, descendiente de aquellos formidables mexicanos que se llamaron Tranquilino y Triunfador. La suya era una gesta fascinante que hablaba de lucha contra los prejuicios y triunfo representado por la sólida posición que se ganó a pulso.

Sin embargo, éstos eran casos especiales y su relación con Centenario comenzó más bien tarde en la historia del lugar. Necesitaba a alguien con raíces más profundas en la comunidad, un personaje más característico. Y entonces, el último día del mes, encontré el prototipo perfecto.

La mañana del día 1 de noviembre, muy temprano, estaba desayunando en un rincón de la gran sala del castillo Venneford. Tres cabezas de alce, a las que hacía mucho tiempo que no se les quitaba el polvo, parecían mirarme fijamente mientras conversaba con Paul Garrett, hombre alto, de cuarenta y seis años y con las sienes plateadas. Era una de las personas más sagaces de Colorado y figura principal en muchos terrenos.

Me atraía de él, especialmente, su combinación de seriedad y sentido del humor autocrítico. Por ejemplo, cuando terminé la taza de té con saborcillo a brea, Garrett comentó:

— A mi familia siempre le ha gustado horrores ese brebaje de olor extraño. Mi abuela, Estrella Tenue… era india arapaho, ya sabe… Decía que, para ella, tenía regusto a suspensorio chamuscado.

— ¿Quiénes fueron sus antecesores? -inquirí.

De su atestado escritorio sacó un libro genealógico, de modelo corriente, en el que anotaba los datos relativos a sus herefords de concurso.

— Ya he estudiado la historia de los toros del Venneford -advertí.

— Pero no la de éste.

Abrió el libro y pasó las hojas hasta llegar a la página en la que tenía las anotaciones referentes a su propia persona, como si fuese un hereford. Allí figuraban sus antepasados hasta la quinta generación predecesora, y, después de examinar lo escrito durante unos minutos, se confirmó mi inicial criterio de que aquél era el hombre que me hacía falta para completar el informe.

Los Garrett habían empezado criando ovejas, cierto, pero después tuvieron el buen sentido de cambiar y dedicarse al ganado vacuno. Entre sus ascendientes, Paul tenía militares como los Mercy y hombres de la frontera como Pasquinel. Una rama de su familia había sido inglesa, por lo que conocería ese aspecto interesante del desarrollo del Oeste, y otra rama era india.

— Garrett, Messmore y Buckland, descendían de ingleses -me informó, cuando dejé el libro-. Los Lloyd fueron una familia galesa que emigró a Tennessee y a Texas. Patrick Beeley fue un irlandés aficionadísimo a empinar el codo. Pasquinel y Mercy eran franceses y, normalmente, los escritores ignoran la influencia francesa en la historia del Oeste. Zendt, Skimmerhorn, Staller y Bockweiss fueron alemanes. Deal era holandés, pero al principio escribía su nombre de un modo distinto. Lobo Rojo y Estrella Tenue eran indios puros. Lucinda McKeag, a quien todos parecían adorar, era hija de una squaw llamada Cesta de Arcilla, sobre la que los hombres de la montaña escribían en sus diarios.

— Una mezcla bastante completa -dije.

— Condenadamente cercana a lo incestuoso -confesó Garrett. Luego cerró de golpe el libro genealógico y comentó-: Si uno sigue la historia de los sementales vacunos realmente grandes, encontrará muchos casos de interrelación de parentescos muy próximos. En el mío, sucede tres cuartos de lo mismo. Un hijo de Lucinda McKeag se casó con la sobrina de ésta, hija de su hermano. Messmore Garrett se casó con una prima carnal. Y Henry Buckland, padre de la magnífica Charlotte, de la que usted ha hablado con tanta frecuencia, desposó a su sobrina.

Antes de que tuviese tiempo de responder a esa última información, sonó el timbre del teléfono y entró en la sala una sirvienta mexicana de edad provecta, que manifestó:

— Es muy importante.

Tendió a Garrett el aparato del escritorio.

Era el nuevo gobernador de Colorado, deseoso de compartir una estupenda noticia:

— En la conferencia de prensa que celebraré a las diez de esta mañana, voy a anunciar el nombramiento de usted como presidente de nuestra comisión ejecutiva encargada de los actos conmemorativos del centenario del estado.

Se trataba de un gran honor, que cualquier forastero estaba en condiciones de apreciar, porque sólo Colorado, entre los cincuenta estados, celebraría en 1976, además del bicentenario de los Estados Unidos, el cumplimiento de sus cien años como estado.

— Eso viene de perlas -dije, al enterarme de la noticia-. Lo que me gustaría hacer, señor Garrett, es acompañarle un poco. Durante cosa de quince días. Para enterarme de cómo lleva usted sus asuntos… para poder transmitir a mis editores un informe comentado de lo que un hombre del Oeste hace en esta época. Si no tiene inconveniente, desearía que llevase usted consigo esta grabadora cuando no estuviese yo presente. Sólo por si hubiese algo que usted quisiera aliviar de su pecho…

— Hace un mes, le habría dicho que no -replicó-. No resulta fácil, Vernor, cuando muere la esposa de uno. Ni siquiera aunque uno no estuviese realmente casado, como en mi caso, según habrá oído usted comentar, seguramente.

— He oído un sinfín de cosas acerca de usted -repuse-. Y me gustaría saber más.

— Si la grabadora funciona, es posible que se entere de una barbaridad de datos adicionales.

Insistió en que me quedase a almorzar y, mientras comíamos bajo las cabezas de alce, la noticia de su nombramiento llegó hasta los más diversos rincones del estado y el teléfono empezó a repicar. Ciudadanos de la vertiente occidental de las Rocosas preguntaron si iban a participar en las celebraciones gemelas o si, como de costumbre, desempeñarían un papel secundario en las grandes concentraciones de población, situados detrás de las primeras filas.

— Claro que se cuenta con su concurso -aseguró Garrett-. Lo primero que voy a hacer mañana es cruzar las montañas para consultarle. Reúna a su grupo. Decidan qué es lo que quieren y cenaré con usted mañana por la noche… en Cortés.

El 2 de noviembre, me arrancó temprano de la cama, llenó de combustible el depósito de su "Buick" gris, en la gasolinera del rancho, y partió hacia las montañas. Habían circulado rumores en el sentido de un posible racionamiento del carburante y de que quizá se limitara la velocidad a un máximo de ochenta kilómetros por hora.

— Una velocidad imposible para el Oeste -murmuró Garrett, al tiempo que aceleraba hasta llegar a la normal de crucero del automóvil: ciento treinta.

Por la ruta que habíamos establecido, recorreríamos en el curso de la jornada unos novecientos sesenta kilómetros, pero, con las excelentes carreteras que se entrecruzaban en Colorado, ése era un viaje corto para cualquier conductor del Oeste. Salimos a la interestatal, al oeste del Venneford, tomamos el rumbo sur hacia Denver, rodeamos la ciudad y avanzamos a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora en dirección a los pasos altos.

Sólo habíamos cubierto una corta distancia cuando Garrett vio algo que siempre le gustó mucho. Demostraba el enfoque imaginativo que Colorado daba a algunos de sus problemas, porque, en la construcción de la interestatal, los ingenieros habían tenido que cortar a través de una formación geológica inclinada y, en vez de recurrir simplemente a la motoniveladora para abrir un paso en el pequeño monte, efectuaron una sección extraordinariamente limpia, que dejaba al descubierto unos veinte estratos geológicos. En torno a los bordes multicolores se había dispuesto un parque, de forma que los escolares pudiesen cruzar a pie las empinadas laderas de los cortes y tocar las rocas que se formaron allí doscientos millones de años antes. Les era posible inspeccionar la purpúrea formación Morrison en la que se encontraron los dinosaurios y comprobar cómo fueron impulsadas hacia arriba capas de depósitos marinos, cuando entraron en erupción las Montañas Rocosas.

— Ésta es una de las cosas mejores que se cumplieron en Colorado durante los últimos veinte años -decía Garrett a los visitantes-, y su coste fue prácticamente nulo. Sólo costó imaginación.

Le encantaba conducir, porque respondía al movimiento del automóvil cuando éste se ladeaba airosamente en las curvas de perfecto peralte. Había belleza kinestésica en el silencioso impulso de un automóvil a través de las montañas, y eso ayudaba a Garrett a sentir las cualidades del terreno que cruzaba. Al levantar la cabeza, vio una vez las nobles cimas de Colorado. A menudo, había sorprendido a los visitantes, con la pregunta:

— Seguramente habrán oído hablar de la cumbre Pikes. ¿Cuántas montañas de Colorado la superan en altura? ¿A ver si lo adivinan?

Muchos turistas del este ni siquiera tenían noticia de otras montañas de Colorado y siempre se mostraban asombrados cuando Garrett declaraba:

— Tenemos aquí cincuenta y tres montes que superan los cuatro mil doscientos sesenta y cinco metros… muchas, muchas más que cualquier otro estado. La cumbre Pikes no es más que una colina. Ocupa el puesto treinta y siete de la lista… sólo cuatro mil trescientos metros. Incluso el pico Longs, que su familia siempre ha llamado montaña del Castor, no es más que el decimoquinto de la relación. Nos hallamos en un estado verdaderamente majestuoso.

Mantenía el pedal del acelerador bastante apretado bajo el pie, mientras el coche zumbaba hacia el Túnel de Eisenhower, el más alto entre los túneles importantes del mundo; nos adentraría por debajo de la Divisoria Continental para, en su boca occidental, llevarnos a los que eran unos de los valles más encantadores de la Tierra. Se estaban creando allí nuevos centros de esquí y Garrett se detuvo brevemente en varios de ellos para advertir a los propietarios que esperaba que contribuyesen al esplendor del aniversario organizando alguna manifestación deportiva de altos vuelos.

En Vail, donde hicimos un alto a media mañana para tomar café, dieciséis prohombres locales se entrevistaron con Garrett y le enseñaron los imaginativos proyectos que habían elaborado con vistas al centenario. A Garrett le encantaba la gente de Vail y le impresionaba su dinamismo. Años atrás, los ecólogos temieron que la proliferación de estaciones de esquí estropease las montañas, pero él apoyó las pistas y competiciones de esquí, porque consideraba las montañas puntos de recreo, lugares en los que la gente de las ciudades podía escapar a la tensión… y estuvo en lo cierto. Un centro de esquí adecuadamente proyectado no perjudicaba el paisaje; ponía la recompensa de la naturaleza al alcance de mayor número de ciudadanos… pero sólo si se mantenían invioladas suficientes zonas primitivas. Allí donde los planes de Vail amenazaban las soledades, Garrett se oponía a ellos.

— Si quieren nuevas pistas a lo largo de la carretera, les respaldaré -prometió-. Pero si entra en sus cálculos comercializar los valles interiores, me opondré a ustedes.

Puesto que había defendido la estación invernal en anteriores solicitudes, los de Vail aceptaron su veto, y cuando nos marchábamos, Garrett les aseguró:

— Aún no hay presupuesto, pero, cuando lo tengamos, señalaré fondos para la planificación. Están ustedes en el buen camino.

Doblamos después para dirigirnos a Fairplay, hermoso pueblecito rodeado de cumbres montañosas, donde Garret animo a los dirigentes a presentar sus propias ideas. Cruzamos llego un rosario de pequeños puentes que también le complacían mucho, ya que por debajo se deslizaban aquellos minúsculos arroyuelos que constituían el nacimiento del Platte. Allí, en las alturas de las Rocosas, las corrientes claras y frescas atravesaban prados alpinos; parecía imposible que tales riachuelos pudieran fundirse para formar la cenagosa serpiente que reptaba después por las praderas.

Luego vino una de las partes más deliciosas del viaje en automóvil, una larga etapa a través de valles exquisitos, que pocos viajeros han visto, con gigantescas montañas a ambos lados y una carretera recta como una regla a lo largo de ochenta kilómetros. Garrett conducía a ciento cincuenta kilómetros por hora y su corazón se ensanchaba, mientras la cordillera Sangre de Cristo se alzaba ante nuestros ojos, por el este. Garrett conoció a Tranquilino antes de que el anciano muriese y Márquez le habló una vez de la impresión que le había causado aquella carretera del desierto, en el primer viaje que hizo hacia el norte, desde el viejo México, para trabajar en los campos remolacheros de Centenario.

— Era como si el dedo de Dios hubiese trazado un camino montañas adentro -había dicho el viejo mexicano.

Al final del valle, torcimos hacia el oeste y en seguida nos encontramos rodando en paralelo a un río que pocas veces se reconoce como una corriente del Colorado. Se trataba del Río Grande, que salta y cae en su descenso de las montañas, y, mientras contemplaba sus remolinos, Garrett reflexionó acerca del papel fundamental que su estado interpretaba en la tarea de proporcionar agua a la nación. Cuatro ríos notables nacían en las tierras altas de Colorado -Platte, Arkansas, Río Grande y Colorado- y lo que sucedía allí determinaba la vida en estados vecinos como Nebraska, Kansas, Texas, Nuevo México, Arkansas, California, e incluso el viejo México. Verdaderamente, Colorado era la madre de los ríos.

Garrett puso en marcha un invento que en los últimos años le había proporcionado grandes dosis de placer, una reproductora de cintas magnetofónicas adaptada al "Buick", en la que el conductor introducía un pequeño "cassette" de plástico que contenía noventa minutos de música grabada en cinta. En la parte trasera del automóvil, dos altavoces creaban un efecto estereofónico y, mientras el coche avanzaba en dirección oeste, hacia país español, el "cassette" vertía una oleada de sonidos deliciosos. La sensación de ir en un coche a ciento cincuenta por hora a lo largo de carreteras impecables, con gigantescas montañas observándole a uno, al tiempo que la música reverberaba dentro del vehículo, producía en el ánimo una especie de júbilo sensual.

Aquel día, como solía hacer desde algún tiempo, Garrett se dedicaba a poner canciones chicanas. Varios años antes, adquirió la costumbre de almorzar, cuando estaba en Centenario, en el "Flor de México", el restaurante propiedad de Manolo Márquez, y allí se había familiarizado con la alegre música popular que llevaron al norte los remolacheros chicanos. y cuanto más la oía, más le encantaban aquellos ritmos de exuberancia desordenada. Los ecos de "La negra", un redoble descarado y complejo, llenaron el interior del automóvil. A continuación, llegó "La bamba", interpretada por una cantante de voz provocativa que repetía gritando: "Soy capitán, soy capitán, soy capitán." Sonó después "Jesusito de Chihuahua", que había llegado a gustarle mucho, pero luego se sucedieron canciones más melodiosas, que le indujeron a reducir involuntariamente la velocidad.

"Las mañanitas", la canción de cumpleaños, con aquel insólito principio de "Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David… ", le cautivaba y siempre la coreaba.

— Debe de ser la canción de aniversario más rara del mundo -me dijo-. Y la mejor.

En cuanto a "La paloma" y "La golondrina", eran tonadas de una belleza tan antigua que se preguntaba si algún otro país hubiera compuesto tan apropiada música popular para resumir los contradictorios anhelos de la letra: "Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona." Ningún norteamericano que se respetara a sí mismo se habría atrevido a escribir semejante letra, ni a elegirla como símbolo nacional, caso de hacerlo.

El "Buick" gateaba a setenta por hora, tumbo al Paso del Arroyo del Lobo, y la cinta llegó a aquella exótica canción que en los últimos meses parecía haberse adueñado de Garrett. Ninguna otra persona de la comunidad anglo a las que había hablado estaba enterada de la existencia de la pieza y sólo unos cuantos chicanas la conocían. Se llamaba "Dos arbolitos" y Garrett la tenía en dos versiones. La primera, que en aquel momento brotaba soñadoramente de los altavoces, la interpretaba una orquesta de cuarenta violines y unos pocos instrumentos de viento; guardaba escasa semejanza con la música chicana corriente, ya que, si bien la letra refería una profunda pasión, también irradiaba dulce ternura. La melodía era sencilla, con deliciosas notas altas y bajas y giros inesperados. Se trataba de la primera canción que le hizo comprender que la música chicana era algo más que "La cucaracha" y "Allá en el Rancho Grande".

Aquella canción le sedujo, durante su primer viaje a México, cuando recorrió los desolados kilómetros hasta Chihuahua y el trayecto sembrado de flores que se extendía luego hacia el sur. Lugares como Oaxaca constituyeron una revelación para él, y volvió a casa con un par de discos de "Dos arbolitos". Uno era la versión para cuerda que emitía el "cassette" y el otro una versión a dos voces, masculina y femenina, que entonaban las sentimentales palabras:

Han nacido en mi rancho dos arbolitos, dos arbolitos que parecen gemelos…

El "Buick" había reducido la velocidad a sesenta y cinco kilómetros por hora, mientras Garrett acompañaba a los cantantes y ladeaba la cabeza, sin apenas mirar la carretera. Cuando la canción concluyó, Garrett se inclinó hacia delante e hizo retroceder la cinta hasta el punto inicial de la versión de los violines y luego pulsó el botón de arranque. De nuevo, sonaron las notas de "Dos arbolitos" y Garrett cantó con los violines.

Almorzamos tarde, en Pagosa Springs, en el lado occidental del Paso del Arroyo del Lobo, donde Garrett se entrevistó con la primera delegación de ciudadanos hispanohablantes. Dijo que deseaba hablarles en su propio idioma, pero, aunque entendía el español cuando los otros hacían uso de la palabra, los intentos de Garrett para contestarles resultaban cómicos.

— Permita que nos riamos -sugirió uno de los dirigentes chicanos, y Garrett pronunció unas palabras-. Nada convincente. Malo -repuso el chicana.

Garrett les habló de las celebraciones y les aseguró que los chicanos tendrían en ellas lugares de honor.

— Ya hemos oído antes ese disco -contestaron los chicanos, con cierta amargura.

Medio en broma, medio en serio, Montezuma y Archuleta habían iniciado un movimiento separatista, para integrarse en Nuevo México, puesto que la lejana Denver nunca prestó atención alguna a sus intereses.

— Todo eso ha cambiado -afirmó Garrett-. El propio gobernador me ha enviado aquí para que les informe de nuestros proyectos.

— El actual gobernador, sí -respondieron los chicanos-. ¿Pero qué nos dice de su sucesor?

— Los que estamos en primera línea hemos aprendido la lección. Sabemos que ustedes existen.

La impresión que causaba a los recelosos prohombres de Pagosa Springs era nula, de modo que, entrada la tarde, nos dirigimos a Durango, donde hicimos en breve alto, antes de proseguir hacia nuestro punto de destino final, Cortés, no lejos de ese histórico lugar en el que se encuentran cuatro estados, único sitio de Norteamérica donde eso sucede. Cenamos en Cortés con los dirigentes de la minoría chicana y conversamos con ellos aquella noche hasta bastante tarde.

El 4 de noviembre, que era domingo, realizamos varias largas excursiones con los anglos de Cortés, quienes nos expusieron sus planes para la celebración de una ceremonia en Four Corners, yermo punto del desierto pero dotado, sin embargo, de gran atractivo emocional.

— No me cuesta nada imaginarme enormes cantidades de norteamericanos deseosos de emprender este camino -dijo Garrett-, siempre y cuando tengamos algo que ofrecerles para cuando lleguen aquí.

El 5 de noviembre iniciamos el regreso a Centenario por la ruta del norte, y una vez más el automóvil zumbó por espaciosas autopistas, mientras la música chicana tronaba desde los "cassettes". De nuevo, Garrett redujo la velocidad cuando llegó el momento de corear "Dos arbolitos", pero al cabo de un momento apagó el aparato y, durante el largo trayecto desde Grand Junction hasta Glenwood Springs, trató el difícil problema con el que iba a enfrentarse al día siguiente.

Era jornada electoral y Colorado sería el primer estado de la nación en afrontar el futuro, porque iba a ser elegido un funcionario de nuevo cuño. Tenía un título altisonante, Comisario de Recursos y Prioridades, y su tarea estribaba en asesorar y dirigir al estado en la toma de decisiones sobre aspectos industriales y ecológicos. Resultaba conveniente que fuese Colorado el estado que experimentara en tales conceptos, ya que sus habitantes se distinguieron siempre como individuos de tipo pionero, deseosos de apoyar todo cambio. Colorado orientó a la nación en lo referente a pensiones de vejez, fondos para educación, leyes laborales más generosas, y también fue el estado que rechazó la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976, por considerarlos perjudiciales para el medio ambiente.

Cuando uno pensaba en los colonizadores de los primeros tiempos, personas como el arapaho Castor Cojo, Levi Zendt de Pennsylvania, Brumbaugh el Patata, de Rusia, y Charlotte Buckland, de Inglaterra, no le extrañaba que se hubiesen establecido las tradiciones del individualismo. Ahora el estado dirigiría a la nación en el intento de definir un uso aceptable de sus recursos.

El nuevo funcionario ya había recibido el apodo de "el zar" y al día siguiente iba a ser elegido el primer hombre que ocuparía el importante cargo. Como la mayor parte de los habitantes de Colorado, Garrett albergaba el sentimiento de que el partido Republicano representaba los consagrados valores de la vida n9rteamericana Y podía confiarse en él, con la seguridad de que colocarían en el departamento a hombres y mujeres probos, que se mantendrían por encima de toda tentación. Cada vez que se descubría algún chanchullo turbio realizado por un funcionario republicano, lo que solía ocurrir año tras año, Garrett explicaba el asunto considerándolo un accidente.

Por otra parte, creía que, en época de crisis, cuando se necesitaba verdadera inteligencia para salvar a la nación, lo mejor era situar demócratas en los puestos administrativos, dado que normalmente demostraban más imaginación. Y cuando un demócrata tras otro se manifestaban colosalmente estúpidos, Garrett calificaba también de accidente aquel fracaso.

Siempre estaba dispuesto a dividir su papeleta, ya que no deseaba ser como el viejo cultivador de remolachas de Centenario, que decía: "Yo voto por el hombre, no por el partido: Harding, Coolidge, Hoover, Landon, Willkie, Dewey, Eisenhower, Nixon, Goldwater." Por ejemplo, Garrett había votado por John Kennedy y por Lyndon Johnson, pero al volver la mirada atrás, tenía la impresión de haberse equivocado en ambas ocasiones.

La noche anterior, mientras contemplábamos la televisión en su cuarto del motel, se dio cuenta de que su política se hacía confusa.

Apareció en la pantalla Julie Nixon Eisenhower, defendiendo a su padre. "Lucha, lucha, lucha. Mi padre no dimitirá", proclamó la atractiva joven, y Garrett consideró que era impropio de un padre emplear a su hija de un modo tan poco digno.

— Si quiere defenderse -refunfuñó ante el televisor-, que lo haga él mismo… que no se esconda detrás de las faldas de su hija.

Garrett había votado por Nixon, se lo encontró dos veces en Denver y le cayó bien, pero ahora me dijo:

— Empiezo a preguntarme si ese hombre será capaz de salir de la ciénaga en que se ha metido.

Garrett se vio igualmente irresoluto cuando consideró por quién debía inclinarse el martes. Los demócratas proponían para el cargo de comisario a un hombre grisáceo de la vertiente occidental, y costaría muy poco votar contra él, salvo que los republicanos habían elegido a un hombre de Centenario que para Garrett resultaba sencillamente inaceptable.

El candidato era Morgan Wendell, nacido el mismo año que Garrett y graduado en la misma clase de la Universidad de Colorado. Se trataba de un hombre rico, cuyo padre había ganado mucho dinero con el trigo durante la segunda guerra mundial y, en lo referente a relaciones mercantiles, podía confiarse totalmente en él. En el colegio se las había arreglado bien y sirvió al estado en diversos cargos. Todo indicaba que ganaría sin dificultad, por lo que el hecho de que Paul Garett votase a su favor o en contra de él tenía poca importancia.

Pero Garrett estimaba en mucho su voto. Le parecía el rito más noble de la vida norteamericana y nunca dejó de votar, ni emitió su voto de modo negligente.

El "Buick" disminuyó perceptiblemente la velocidad cuando se preguntó: "¿Cuál es la razón por la que no me fío de Morgan Wendell?" Desechó el rumor secreto que había circulado entre la familia Garrett. El abuelo de Paul Garrett, Beeley Garrett, contó a la familia, estando Paul presente, que, antes de morir, un tal señor Gribben le confió que Maude y Mervin Wendell le robaron a él, a Gribben, la primera casa que tuvo el matrimonio, que expoliaron mediante el timo del adulterio.

— ¿Qué es el timo del adulterio? -había preguntado Paul.

— Se da cuando sorprenden a un hombre sin pantalones en la alcoba de alguna otra persona y teme confesarlo. -El abuelo Garrett continuó con la parte de la historia que intrigaba a Paul-: Por aquellas fechas llegó a la ciudad un sueco, un hombre llamado Sorenson, el cual desapareció. y también desapareció una suma importante de dinero que llevaba. Algo que el sheriff Dumire me dijo por entonces me hizo pensar que sospechaba que los Wendell se habían cargado al sueco. Lo que sí sé con toda seguridad es que Dumire andaba detrás de algo, pero antes de que pudiese descubrirlo y establecer los hechos, murió en un tiroteo callejero.

Eso no era más que un rumor y Paul lo rechazaba porque, además, había ocurrido más de ochenta años antes. ¿Qué más daba ya? Pero el siguiente cargo no era ningún rumor, sino una acusación bastante seria. El propio padre de Paul había relatado los detalles, cuando d chico tenía doce años.

Ocurrió el primer día de la segunda guerra mundial, allá en 1939. Los Garrett estaban tomando su acostumbrado desayuno cuando sonó el teléfono. Era Philip Wendell, el agente de fincas, y llamaba para informar al padre de Paul de que el trato que habían acordado -Henry Garrett adquiría de nuevo mil seiscientas hectáreas del terreno que en otro tiempo perteneció al "Uve Coronada"- quedaba anulado.

— ¡Pero si cerramos el trato con un apretón de manos! -protestó Henry Garrett. Hubo un breve silencio, al cabo del cual el hombre dijo-: Sí, claro. No hay nada firmado. No me trajiste el, documento. ¿Pero es que tu palabra no significa nada? -Otro silencio, seguido por el grito de Henry Garrett-: ¡Miserable hijo de zorra! -y colgó el teléfono de golpe.

Volvió a la mesa, se agitó durante unos segundos y luego miró a Paul y le aconsejó:

— En tu vida tengas trato alguno con un Wendell. Se vuelve atrás, después de haber dado su palabra.

— ¿Eso qué quiere decir? -había preguntado Paul.

— Me estrechó la mano, prometió hacer un negocio conmigo al precio que convinimos. Pero ha debido de suceder algo que sin duda le permitirá ganar un poco más de dinero y; en consecuencia, se niega a cumplir su palabra.

— ¿Qué puede haber ocurrido? -preguntó la madre de Paul, pero su marido hizo caso omiso y la mujer salió de la estancia.

Henry Garrett se volvió hacia su hijo, le estrechó la mano con gesto formal y dijo solemnemente:

— Si acuerdas una cosa con alguien, Paul, estrechándole la mano, y luego no cumples tu palabra, no me importaría no volver a verte. La relación entre hombres se funda en el honor y ningún Wendell ha comprendido nunca esa verdad básica.

— ¡Henry! -llamó su mujer-. ¡Escucha lo que dice la radio!

Al conocerse la noticia del estallido de la guerra, se comprendió por qué Philip Wendell había renunciado a cumplir su promesa.

— Si siembra de trigo toda esa tierra -manifestó Ruth Garrett-, será muy rico… caso de que la guerra continúe.

— Se lo regalo -silabeó su marido con furia incandescente-. Nunca ganes así tu dinero, Paul. No merece la pena.

A partir de aquel día; Paul Garrett observó a los Wendell con profundo interés, y llegó a la conclusión de que su padre estaba en lo cierto. Los Wendell, ninguno de ellos, no tenían el menor sentido básico de responsabilidad. En la universidad, Morgan Wendell hizo cuanto estuvo de su mano para congraciarse con las personas que ostentaban algún cargo o mando -profesores, entrenadores de atletismo, jefes de hermandades, a todos les aduló con servil pelotilleo-, pero nadie supo nunca en qué principios creía o defendía, y prosperó sobre ese programa.

Y durante su existencia adulta había continuado prosperando. Ahora se encontraba en los umbrales de un cargo importante, podía convertirse en alto funcionario de un gran estado, y tal vez Paul Garrett era excesivamente receloso al preguntarse si podía votar por un hombre así. Mientras avanzábamos hacia el este, rumbo al Túnel Eisenhower, Garrett puso en marcha la grabadora y empezó a dictar, como si estuviese decidido a que yo tuviese una relación exacta de lo que revelaba:

No me fío de él, Vernor. Así de sencillo. No se trata de las cosas que pudieran haber hecho sus abuelos… y no le he contado a usted toda la historia porque en realidad no hace al caso. Tampoco es porque su padre fuera un trapacero con pocos escrúpulos, ya que no creo que los pecados del padre tengan que caer sobre la cabeza de los hijos. Se trata tan sólo de que es un individuo bajo y sin principios. Es un técnico. Puede cumplir perfectamente. Sabe cómo impedir que las cosas se embrollen. Pero, en una crisis, carecerá de base desde la que operar. No cree en nada. En la Universidad, nunca asistió a clases donde tuviera que pensar. Jamás ha forzado el cerebro, porque nunca ha afrontado… ni hechos… ni el futuro. Y yo opino que la democracia no puede funcionar si no la dirigen hombres y mujeres que se conozcan a sí mismos. ¿Cómo va a resolverse una ecuación si no se despeja x?

Cuando llegamos a la interestatal que conducía de regreso a Greeley, Garrett puso el automóvil a ciento setenta y me dijo:

— Mañana me levantaré con el alba y solucionaré este asunto. Ensillaré a "Cofia", daré un paseo y echaré un vistazo a los herefords.

El martes, 6 de noviembre, Garrett no fue al colegio electoral hasta muy tarde, porque, cuando volvió al castillo tras su larga cabalgada, estaba profundamente inquieto. Permaneció solo durante un rato, sentado, con la cabeza entre las manos, reflexionando, no sobre la elección, puesto que ya estaba bastante decidido acerca de eso, sino respecto a la penosa disyuntiva que se le presentaba referente a sus amados herefords. Cuando divisó aquellos robustos animales en los lejanos pastos y los vio avanzar despacio hacia él, rostros blancos que destacaban sobre el pelaje rojo, notó como una cuchillada de dolor, mientras recordaba las vicisitudes que su familia y él tuvieron que superar con aquella noble raza. Los Garrett siempre, habían obrado de buena fe en lo relativo a los herefords. El bisabuelo Jim Lloyd los quiso casi tanto como a su propia hija, y el rancho compró siempre los mejores sementales, pero en algún punto las cosas se desviaron por un camino equivocado y ahora era cuestión de corregirlas.

— Preferiría que me cortasen la mano -dijo Garrett, y hablaba en serio.

Se disponía a pedir una conferencia telefónica con Montana cuando oyó ruido de pasos en el porche. Alzó la cabeza y, con gran asombro por su parte, vio que estaba allí Morgan Wendell, el presunto zar.

— Tenía que ir temprano a votar -explicó Wendell.

Su agente le había recomendado: "Preséntate a las siete. Tendré los fotógrafos a punto y nos encargaremos de que tu imagen aparezca en todos los periódicos vespertinos." Morgan Wendell posó allí, junto a la máquina de los votos, acompañado de su esposa, sonrientes ambos.

— Confío en que vayas a votar, Paul.

— No fallo nunca.

— Espero que votes por mí.

— ¿No es un poco tarde para la campaña electoral?

— No estoy haciendo propaganda. Parece que voy a ganar con holgura y, por lo tanto, tu voto me tiene sin cuidado.

Garrett no había invitado a Wendell a entrar en el castillo, lugar que el agente de fincas raramente visitaba, pero aquella réplica aguda le llamó la atención.

— ¿A qué se debe tu visita, Morgan?

— Se trata de algo muy importante, Paul.

El candidato titubeó.

— Pasa -dijo Garrett, con una contrastante resolución.

— Gracias -repuso Wendell.

Cuando Garrett le condujo al amplio salón decorado con cabezas de alce, Wendell dijo de pronto:

— Paul, tú y yo no hemos hecho nunca buenas migas y supongo que, cuando vayas a depositar tu papeleta, votarás por Hendrickson. -Garrett se encogió de hombros, sin despegar los labios-. He venido a decirte que necesito tu ayuda… la necesito desesperadamente.

— Acabas de afirmar que te tiene sin cuidado.

— El voto… ¿qué importa eso? Pero al día siguiente de ser elegido -y creo que saldré elegido- me van a hacer falta caletres de primera clase para que me ayuden a salir adelante. No, no me interrumpas. El intelecto no es mi fuerte. Pero captar lo que sucede en el mundo… equivale a prever lo que preocupa a la gente.

— ¿Cómo me afecta eso a mí?

— Del modo más directo. El gran problema del decenio que viene, en Colorado, será salvar el estado. Sé lo que digo. Salvar los bosques, las truchas, los alces… y sobre todo cosas como los ríos y el aire que respiramos.

Paul Garrett se echó hacia atrás y observó a su visitante. -¿Sabes una cosa, Morgan? Por primera vez en tu vida, hablas con sentido común.

— He aprendido de hombres como tú -repuso Wendell-. El primer nombramiento que quiero anunciar a la prensa es el de mi delegado, Paul Garrett.

— Un cargo que tendría que aceptar… si me lo ofreciesen.

— Sabía que ibas a decir eso.

— Pero, Morgan, no lo aceptaré para proporcionarte una fachada. Cuando hablas de ecología, empleas la palabra popular, el argumento sobre el que actuar políticamente. Y no tengo nada que oponer, porque los hombres han de salir por elección. Pero cuando yo utilizo esa palabra, resume toda mi vida. Puede que yo no sea hombre con el que resulte fácil convivir

— Eso lo comprendo -dijo Wendell-. Expongamos así tomarás todas las decisiones en lo que se refiera a nuestros recursos naturales, de acuerdo con tu leal saber y entendimiento cuando te conviertas en un ser completamente intolerable largaré con una carta de agradecimiento por los servicios prestados y te sustituiré por alguien un poco más simpático. Calculo que podremos tolerarnos por lo menos durante tres años y, en ese espacio de tiempo, la tarea básica puede estar ya en marcha.

— Parece factible -dijo Garrett. Después se le ocurrió algo que tal vez lo echase todo por tierra-. Ya sabes, Morgan, que esta semana voy a declarar en el proceso de Calendar. Eso puede provocar una situación violenta.

Wendell bajó la cabeza, porque aquélla era una noticia desagradable, El juicio de Calendar iba a alterar a los votantes de todo el estado y el hecho de que su delegado tomase partido resultaría perturbador para Wendell.

— ¿No puedes rehuir eso, Paul?

Garrett se echó a reír.

— Ya ves, antes incluso del nombramiento, me dices que me retire. Morgan, el proceso de Calendar se encuentra en el meollo de todo lo que hemos estado hablando. Claro que no puedo eludirlo. Claro que vaya crearte dificultades.

— Quizá pueda retrasar el anuncio de tu nombramiento. Eso sería razonable.

— Todo es razonable -convino Garrett-. En este mundo de Dios, a todo se le puede dar una razón. Pero, si lo retrasas, no aceptaré el cargo. ¿Es que no te das cuenta, Morgan, de que siempre seré una espina en tu costado? La protección de este estado indignará invariablemente a las personas a quienes deseas aplacar. Va a ser una lucha enconada por cada palmo de terreno. Nos consta. La cuestión es, ¿podremos soportarla?

Wendel1meditó en aquella franca declaración de diferencias.

— Tu tarea consistirá en proteger todas las cosas buenas que la naturaleza tiene en este estado. La mía estriba en conseguir que la industria disponga de buenas oportunidades, para que haya empleos y declaraciones de impuestos, Tú conserva el agua. Yo deseo hasta la última gota que me sea posible obtener para las nuevas ciudades y las nuevas fábricas. Será difícil y quieres empeorado mezclándote en el asunto de Calendar… enfureciendo a todos los cazadores del estado.

— No vendrías a buscarme, Morgan, si no estuvieses comprometido en tales cuestiones.

Frente a la primera decisión difícil de su futuro cargo administrativo, Morgan Wendell respiró hondo y dijo algo que pilló a Garrett completamente desprevenido.

— Paul, ¿sabes quién es mi norteamericano favorito de todos los tiempos? Warren Gamaliel Harding. Porque llegó en un período próspero de nuestra vida nacional, cuando contábamos con un confortable margen para el error. Y demostró lo espantoso que puede ser un funcionario electo. Constituyó un aviso para todos los políticos. El día en que tomamos posesión de un cargo oficial, todos pensamos en el presidente Harding y nos decimos: "Bueno, no me permitiré ser tan pernicioso como todo eso." Gracias a Harding, el partido de pelota se mantiene dentro de los límites del juego limpio y, por lo tanto, le considero uno de los estadounidenses más útiles que hayan vivido jamás. No voy a ser el Harding de Colorado.

— Pienso almorzar en la ciudad -dijo Garrett-. En casa de Márquez. Acompáñame.

De modo que la primera aparición pública del ~ar tuvo efecto en el "Flor de México", con un hombre cuya frialdad hacia su candidatura era conocida y notoria. A Wendell le favoreció mucho en el distrito, pero, político sagaz como era, aquel día observó algo que aún le iba a ser de mayor ayuda. Wendell poseía el extraordinario don de percibir lo que pasaba en torno suyo y, al entrar con Garrett en el restaurante, se dio cuenta de que Paul titubeaba un poco en el umbral, miraba en todas direcciones y luego se encaminaba a la mesa, mientras su rostro denotaba una evidente decepción.

Durante la comida, Wendell no dejó de vigilarle por el rabillo del ojo, hasta advertir que se iluminaba el semblante del futuro delegado. Al mirar hacia la cocina, Wendell vio que pasaba la hija de Márquez, cargada con un montón de platos. La gente sabía que se casó en Los Ángeles, pero que, al cabo de quince días, estaba de vuelta en casa, con una cicatriz en la parte lateral inferior del rostro y motivos legales suficientes para obtener el divorcio. Morgan Wendell se dijo: "¡Vaya! ¡El viejo Garrett, con toda su sangre azul, y una joven chicana! Eso podría hacerme muy popular entre los votantes chicanos del sudoeste. ¡Que me aspen!"

Aquella tarde, cuando Paul Garrett entró en el secreto recinto de la cabina de votación y miró los dos nombres situados frente a sus ojos -Charles Hendrickson, hombre que carecía de las aptitudes que a veces se daban en algún demócrata, y Morgan Wendell, hombre sin las características básicas que se esperaban en los republicanos-, sintió una gran náusea. "Maldito sea si puedo votar por cualquiera de ellos", decidió. Y después de accionar la palanca correspondiente a uno de los chicos Takemoto, que se presentaba para la junta escolar, y la correspondiente a una mujer alemana, abandonó la cabina sin votar para zar en ninguna de las dos papeletas.

Al día siguiente emprendió su serie de giras de inspección, aquellas breves expediciones durante las cuales se limitaba a echar una ojeada a la tierra que iba a proteger. Sus viajes por el este, a través de los sequedales, ponían a veces lágrimas en sus ojos, al rememorar aquella crónica de una esperanza perdida, pero incluso le afligió más profundamente la contemplación de los pastos que se extendían desde Cheyenne hasta la frontera de Nuevo México:

Cuando yo era niño, teníamos un viejo libro, Journey West (Viaje al Oeste) de John Brent, de Illinois. Su autor pasó por aquí en 1848, y recuerdo que escribió en su diario que, una mañana, cuando se encontraban todavía a ciento setenta y cinco kilómetros de las Rocosas, les era posible ver las montañas con tanta claridad que casi localizaban los valles. ¡Y mírelas ahora! Estamos a quince kilómetros y no distinguimos nada… sólo ese velo de suciedad, esa cortina de niebla perpetua. ¿Qué ha de haber en el cerebro de unos hombres que se complacen en asfixiar toda una cordillera, envolviéndola en basura atmosférica? Indudablemente, éste es el panorama más triste de América.

Al sur de Cheyenne, a través de Colorado, flotaba en el aire un continuo manto de contaminación suspendida. Las capas parecían tener doscientos metros de espesor, compuestas de desechos industriales, en especial procedentes de automóviles. Semana tras semanas, aquello -se mantenía allí, estancado. De encontrarse aferrado al suelo, hubiera puesto en peligro la respiración humana y se le habría tratado como la amenaza que era, pero puesto que permanecía en las alturas, simplemente ocultaba el sol y soltaba partículas de ácido que provocaban escozor en los ojos durante las veinticuatro horas del día.

La montaña del Castor ya no era visible desde Centenario y transcurrían jornadas enteras sin que los vaqueros del Venneford pudiesen ver la sierra majestuosa que años atrás constituyó el telón de fondo occidental. Los hombres que solían plantarse en el cruce de la Montaña y la Pradera, para contemplar las Rocosas y determinar el tiempo que iba a hacer, ahora tenían que conseguir esa información a través de la radio.

A Garrett le inquietaba de modo especial lo que le sucedía a Denver, otrora la capital más espectacular de América, urbe situada a mil seiscientos metros de altitud, con las más nobles cimas de las Rocosas observando su activo movimiento, disfrutando de la espléndida prosperidad que le concedían el oro y la plata producidos por las montañas. Ahora no pasaba de ser una trampa de bruma fabril, con una de las peores atmósferas de la nación y sin que se vieran ya las montañas.

No faltaba algún que otro día, naturalmente, en que unas ráfagas de brisa intrusa aclararan la contaminación y volvieran a hacer visibles las cumbres durante unas horas. Entonces, la gente miraba con nostalgia las altas montañas y decía a sus hijos:

— Así era antes casi siempre.

En el curso de los últimos diez años, Paul Garrett había experimentado a menudo la desalentadora sensación de que, en Denver, a nadie le importaba un comino. El estado había sucumbido al automóvil y cualquier intento para disciplinarlo hubiera parecido inútil. Año tras año, los vehículos de motor causaban un promedio de dos muertes diarias en el estado, pero nadie hacía nada para poner coto a esa matanza. Los conductores borrachos eran culpables de más de la mitad de tales muertes, pero el cuerpo legislativo se negaba a castigarlos. Se reafirmaba que un hombre de sangre roja en el Oeste tenía derecho a su coche y a su arma de fuego, y lo que hiciera con uno y otro artilugio no era asunto de los demás.

El Oeste se había rendido al automóvil, mientras que años atrás se negó a rendirse al indio, y, en cambio, el automóvil mataba en un año más colonos de los que sacrificó el piel roja en toda la historia del territorio. Las cintas de asfalto y hormigón devoraban el paisaje y penetraban hasta los lugares más recónditos. Y si por casualidad algún valle lograba permanecer inviolado, el coche de las nieves zumbaba y se abría paso hasta él, en persecución de los alces, hasta que estos animales morían por agotamiento. No había lugar sagrado, ningún paraje se conservaba tranquilo, en ningún valle permanecía la nieve intacta.

Al reflexionar sobre tales problemas, durante las primeras fechas de noviembre, Paul Garrett se hizo una serie de promesas: "Como delegado del comisario de Recursos y Prioridades, voy a utilizar un coche pequeño. Conduciré más despacio. Combatiré día y noche la neblina industrial de Denver. Proscribiré el coche de las nieves en todos los bosques del estado." A pesar de todo, temía que tales medidas llegasen demasiado tarde y murmuró sardónicamente:

— Dentro de muy poco, si uno quiere contemplar la grandeza natural de Colorado, tendrá que ir a Wyoming.

El viernes, 9 de noviembre, Paul Garrett tuvo que afrontar una tarea de lo más desagradable. Se afeitó meticulosamente, se puso un traje de calle discreto a todo serlo y, con la navaja de afeitar, eliminó algunas de las canas de los alrededores de sus orejas. Sería su primera aparición en público desde que le nombraron para el nuevo cargo y deseaba causar buena impresión.

Condujo hasta el Tribunal Federal de Denver, donde iba a iniciarse la vista de la causa contra Floyd Calendar. El juez era un hombre avisado y menudo, con reconocido sentido del humor y los juristas que iban a enfrentarse eran individuos que tipificaban las fuerzas en litigio en aquel caso. El fiscal del distrito, que representaba al elemento conservador del país, había sido un atleta al que ni por lo más remoto podía tildarse de corazón blando, mientras que el abogado defensor era un hombre famoso y acostumbrado a la vida al aire libre, célebre cazador y ganadero.

El acusado constituía otra Clase de persona. Floyd Calendar era delgado, de poblada barba, aspecto mezquino y poco más de sesenta años de edad. No llevaba corbata y su traje parecía varias tallas mayor de lo que necesitaba, pese a ser un hombre alto. Le faltaba un diente, lo que daba a su fisonomía, hosca de por sí en circunstancias normales, un aire casi siniestro. No obstante, representaba a los cazadores, individuos que amaban la existencia al aire libre, y a los rancheros, que pretendían proteger sus reses.

Calendar estaba complicado en dos delitos graves: disparar desde un aeroplano sobre águilas blancas americanas, ave nacional, y matar osos, especies en peligro de extinción, de "forma cruel y desleal".

El primer testigo del ministerio público fue Harold Emig, de Centenario. La acusación deseaba utilizarlo para establecer la clase de hombre que era Floyd Calendar.

— Desempeñaba la profesión de guía -declaró Emig-. El primer empleo público que tuvo fue el de reunir partidas de caza para disparar contra los perritos de la pradera.

— ¿Son comestibles los perritos de la pradera? -preguntó el fiscal.

— ¡Oh, no! Se dispara sobre ellos sólo por el placer que proporciona, por diversión. Floyd conocía la situación de todas las ciudades de perritos de la pradera. Hoy ya no quedan muchas, como ya saben. Ya cambio de un dólar por barba, nos llevaba allí y nos apostábamos en la linde de la ciudad de perritos de la pradera. En el oeste, ¿comprenden?, para que el sol diera en los ojos de los bichos. Floyd tenía tambores y silbatos y sabía cómo arreglárselas para que los animalitos asomaran la cabeza y, cuando una aparecía, se la volábamos.

— ¿Cuántos perros se mataban?

— Bueno, durante una jornada en la que se nos diera bien la cosa, cuando los silbatos de Floyd funcionaban, cada miembro de la partida se cargaba a diez, veinte… sin contar los probables.

— ¿Qué hacían ustedes con ellos?

— Nada. Un perrito de las praderas no sirve para nada. Uno no puede comérselo. Sólo era por pasar el rato, por disfrutar viendo cómo asomaba la cabecita por el agujero y uno la destrozaba con un disparo certero.

— ¿Dirige aún el señor Calendar esas cacerías?

— No, señor. Al cabo de cierto tiempo, los perritos casi habían desaparecido del todo. Entonces se dedicó a las liebres. Se reunía a sesenta o setenta hombres armados de estacas y se empezaba a batir una zona bastante amplia, siempre cerrando el círculo, y al final uno lo pasaba en grande… todo el mundo matando liebres a estacazos.

— Tengo entendido que eso se acabó hace años.

— Sí. La revista Life coló un fotógrafo en una de las partidas de caza de FIoyd y nos tomó varios retratos… yo estaba en medio de una de aquellas instantáneas. Bueno, parece que el asunto indignó a un sinfín de mujeres del Este… ya saben, hombres de pelo en pecho arreando palos a las pobres liebres indefensas… Pero no sabían el daño que una liebre puede causar.

— ¿Qué hizo entonces el señor Calendar?

— Bueno, nos salió con una idea realmente estupenda. Montones de hombres en camionetas y con perros de caza especiales nos íbamos a la pradera, lejos de todo, y, cuando descubríamos algunos coyotes, los perseguíamos durante cosa de quince kilómetros y luego soltábamos la jauría, dirigida hacia uno de los coyotes.

— ¿Y después qué?

— Los perros lo destrozaban. -Hubo una pausa en el tribunal, y Emig añadió-: Era necesario, claro, porque los coyotes devoran ovejas.

— ¿Sus ovejas?

— No.

— ¿Las ovejas del señor Calendar?

— No. Sólo lo hacíamos en plan de diversión.

El ministerio fiscal llamó a otro testigo, Clyde Devlin, un dinamitero.

— Como ya no quedaban perritos de la pradera y lo de los coyotes nos aburría, Floyd decidió idear otro deporte y su mente cayó en la cuenta de los crótalos que anidaban en las muelas. Compramos cartuchos de dinamita y los arrojamos dentro de los nidos de serpientes de cascabel. Matamos así una barbaridad de ellas, pero lo que tenía verdadera gracia era permanecer por allí con escopetas y acribillar a las supervivientes que salían arrastrándose, huyendo de la quema.

"No obstante, la razón principal por la que la gente pagaba el espectáculo de la dinamita la representaba el número de Floyd entendiéndoselas con los reptiles. Consistía en capturar a la serpiente con un palo ahorquillado, levantarla por la cola y sacudirla con un látigo. La cabeza del crótalo salía volando por los aires.

Yo le vi azotar así a dieciséis serpientes de cascabel en un día, y ningún otro tenía agallas para intentarlo. ¿Yo? Ni siquiera me acercaba.

El fiscal abordó ya la primera acusación grave. Llamó al estrado de los testigos a Hank Garvey, piloto de la avioneta estacionada en Fuerte Collins.

— En su opinión -preguntó-, ¿cuándo proyectó el señor Calendar su atención, por primera vez, sobre las águilas, señor Garvey?

— Un día, hace cinco años, estábamos volando y vimos a lo lejos un águila que se remontaba desde un árbol seco. Ambos la contemplamos durante un rato, mientras surcaba el aire, y Floyd dijo: "Rayos, Hank, si uno se aplica a ello adecuadamente, podría colocarse en la cola de esa águila y eliminarla del cielo." De modo que dedicamos una semana entera a volar en plan de experimento, a ver si nos era posible localizar águilas y acercarnos a ellas, y comprobamos que era bastante fácil. Las águilas no vuelan ni la mitad de rápidas de lo que nos presentan las películas de dibujos.

— La idea, ¿cuándo…? Quiero decir, ¿a quién se le ocurrió la idea de comercializar esa actividad?

— Surgió de un modo natural. FIoyd y yo sabíamos mucho acerca de los cazadores -él era guía y tal- y estábamos enterados de lo que le cuesta a un cazador cobrar un águila. Muchos buenos rifles lo intentaban durante años, sin acercarse siquiera a una, y mucho menos alcanzarla. Yeso les torturaba, porque en las paredes de su casa tenían la cabeza de un rinoceronte de África y de un tigre de la India, pero no iban a conseguir su propia ave nacional. Había un puesto vacío en la pared y estaban ávidos de hacer algo al respecto, porque nada resulta más decorativo, cuando el montaje es perfecto, como un águila blanca americana.

— ¿Cuándo empezó ese aspecto comercial del asunto? ¿Su primer cliente, quiero decir?

— Un día, cuando volábamos en plan de adiestramiento, nos acercamos tanto a un ejemplar enorme que Floyd exclamó: "¡Hay que decidirse! Uno ni siquiera tendría que apuntar. Sólo echarse el arma a la cara, apretar el gatillo… y ya se habría hecho con un águila." Y estaba aquel lechuguino de Bastan. En su sala de trofeos de caza lo tenía todo, menos un águila. Hasta un oso kodiak tenía, y se le hacían la boca agua con sólo pensar en la posibilidad de agenciarse un ejemplar de águila.

Antes de que despegáramos, le dijo a Floyd: "No creo que pueda conseguirse un águila mediante este sistema, pero si me coloca una delante, le daré quinientos dólares." Después se volvió hacia mí y dijo: "También habrá algo para usted." De modo que salimos en busca de un águila.

— ¿La localizaron?

— Volamos un poco al oeste de Fuerte Collins y no encontramos nada. Así que nos desviamos por el Parque Nacional de las Montañas Rocosas y, al cabo de un rato, apareció un ave hermosísima y gigantesca. El pisaverde quiso disparar en cuanto avistamos al águila, pero malditas las ganas que teníamos nosotros de abatirla encima del parque, ya que al aterrizar para hacernos con ella podíamos vernos en apuros.

"De forma que situé el aparato al sur del ave y la fuimos empujando hacia el norte, fuera del parque. Cuando estuvimos encima de tierras de labor, me acerqué de verdad al águila.

"El águila y el avión volaban prácticamente a la misma velocidad, por lo que casi era como si el ave estuviese quieta. Y ahí fue donde cometimos nuestro gran error, en el primer intento. Me había acercado más de la cuenta. Caray, uno podía matar aquella águila a escobazos.

"Así que cuando el petimetre le dio al gatillo, desintegró prácticamente al animal. Pasamos cerca de una hora reuniendo los diversos trozos y, cuando se lo llevamos todo a Gundeweisser, el taxidermista, el hombre se quedó mirando el montón y preguntó: "¿Cómo queréis que resulte este trabajo? ¿Os hago un pato o un águila? Puedo recomponeros una cosa u otra."

"Realizó una obra maestra. Alas extendidas, garras desplegadas, ojos de cristal centelleantes. El lechuguino se mostró encantado y nos remitió ese retrato que tienen ustedes ahí. Cuando se lo enseñé a Gundeweisser, comentó: "Esa águila tiene dos terceras partes de plástico, pero nunca lo sabrá." De modo que en adelante me mantuve un poco más distanciado, para que el tiro no destrozase al ave.

— ¿Cuántas mataron desde su plataforma del cielo?

— Algo así como cuatrocientas, pero ni Floyd ni yo disparamos una sola vez. Siempre había algún deportista deseoso de decorar su pared con nuestro pájaro nacional.

El taxidermista Gundeweisser confirmó aquellas cifras.

— Los muchachos me llevaban sus águilas porque yo había perfeccionado el truco de hacer que pareciesen superferoces… con las garras extendidas. Logré darles esa expresión porque sólo compraba ojos de cristal alemanes de primera calidad… un cristal extraduro, de fulgor amarillo. Monté unas cuatrocientas águilas disecadas y nadie quiso nunca que el ave se encontrase en postura natural. Siempre tenía que estar en el momento de matar, con las garras extendidas.

Se convocó a uno de los naturalistas del estado, quien declaró que sus colegas y él estuvieron observando a Floyd Calendar durante cierto tiempo.

— La publicidad a escala nacional que sobre las águilas se desencadenó hizo que se asustara y abandonase esas actividades, por lo que no volvimos a ver la avioneta. Dirigió su atención hacia los osos. Había casi tan buen mercado para los osos como para las águilas, e inventó un sistema de disparo seguro para ayudar al cazador del Este a cobrar un oso.

— ¿Tiene la bondad de explicarlo?

— Aprendió a atrapar osos. Probablemente sabe más acerca de esos plantígrados que ninguna otra persona de los Estados Unidos. Al principio de cada temporada ya tenía capturados ocho o diez; magníficos ejemplares, ocultos en jaulas situadas en lo más profundo de los bosques. Cuando se presentaba un cazador, Floyd le pedía cien dólares por la excursión cinegética, y doscientos si cobraba un oso. Llevaba al deportista a una de las diversas cabañas de los bosques, a cuatrocientos metros de la cual tendría uno de los osos enjaulados. A las cinco de

Faltan las 1359 y 1360

— De mi albergue protegido. En cuanto vi la carta, aposté uno de mis hombres para que vigilase los pavos y, desde luego, no tardó en presentarse Floyd Calendar con un cazador de Wisconsin que empezó a disparar contra mis aves.

— Veamos, señor Garrett, circulan rumores referentes a lo que hizo usted entonces. ¿Le importa declararlo ante el tribunal?

— Me enfurecí mucho y esperé hasta que vi a Calendar entrar en el "Flor de México", ese restaurante regido por Manolo Márquez, y entonces me acerqué a él y le dije algo así como… -Eso de "algo así como" resulta muy ambiguo. ¿Qué le dijo?

— Que recuerde, fue: "Calendar, si vuelve a poner los pies en ese criadero de pavos, le mataré. Si no me encuentro allí cuando llegue usted, lo haré aquí. Si no le veo colarse, porque lo hace a hurtadillas, entraré en este restaurante y me lo cargaré mientras come."

— ¿Le dijo usted, señor Garrett, que iba a cargárselo mientras comía?

— Sí. Estaba muy furioso.

Aquella temprana confesión de su garganta quitó bastante hierro al contrainterrogatorio, pero el abogado defensor sacó bastante partido al hecho de que un hombre que trabajaría con deportistas, en su nuevo cargo, había amenazado con matar a uno de ellos en un restaurante público. Cuando concluyó el interrogatorio, Garrett no presentaba muy buen aspecto.

El último testigo de la acusación era un hombre de Centenario que había tenido varios choques con Calendar, y su declaración fue devastadora:

— Para Floyd Calendar, matar se ha convertido en un fin en sí mismo. Odia todo lo que se mueve: perritos de la pradera, crótalos, antílopes y, como ustedes han escuchado, osos y águilas. Creo que si a Floyd se le diese carta blanca, cuando hubiera acabado con todo el reino animal empezaría con los negros, los mexicanos, los chinos, los católicos y cuantos no fuesen exactamente como él. Odia cuanto opina que estorba en esta parte del mundo y considera su deber borrarlo del mapa. Llamarle deportista es obsceno. Ese hombre es un desastre ecológico individual.

El abogado defensor, naturalmente, protestó por aquella parrafanda y el juez ordenó que se la suprimiera en el atestado.

Cuando apareció el primer testigo de la defensa, resultó claro el tono general que iba a seguir el proceso, porque encabezaba lima serie de cazadores y ganaderos que declararon que las águilas blancas americanas se llevaban sus corderos y, por lo tanto, había que exterminarlas. Testificaron también que Floyd Calendar era uno de los hombres más estupendos del Oeste -ni uno sajo dejó de afirmar que se portó muy bien con su madre- y, sobre esa nota edificante, el tribunal suspendió la sesión por todo el fin de semana. Un ranchero, al abandonar la sala, le dijo a Garrett.

— Mira que tienes valor, al declarar contra un auténtico norteamericano!

Y a Paul le alivió saber que no tendría que subir otra vez al estrado de los testigos para declarar.

El sábado, 10 de noviembre, trabajó en el rancho y cabalgó hacia el norte para echar una mirada a los pavos silvestres, Eran unas aves de lo más espléndido, hermosas, grandes. Siempre daban Ha impresión de que los Peregrinos se aprestaban a cazarlas con sus armas de largo cañón para el Día de Acción de Gracias, de 1621, y PauI se sentía encantado de que compartiesen el rancho con él.

Se dirigió también a una esquina del pastizal, que había separado con destino a una ciudad de perritos de la pradera. Poco a poco, los animalitos iban restableciéndose, compartiendo sus madrigueras con los búhos de la arena. Su regreso no constituía una bendición sin desventajas, ya que uno de los caballos de Garrett se rompió una pata al pisar uno de los agujeros y hubo que rematarlo de un tiro. El capataz del rancho quiso meter la motoniveladora y arrasar la ciudad, pero Garrett le negó la autorización para ello,

— Uno no conserva nada sin encontrar inconvenientes. Si mantenemos esta ciudad de perritos de la pradera, algunos caballos se fracturarán extremidades y volverán por aquí las serpientes de cascabel. Pero en el cuando de conjunto las cosas se equilibrarán, tal como ocurría hace dos mil años. La cuestión consiste en preservar el equilibrio y pagar el precio que cuesta.

La circunstancia de haber ido en busca de la compañía de los pavos y perritos de la pradera le recordó hasta qué punto se sentía afectado por la permanente enfermedad norteamericana. Le asaltó una profunda depresión, que podía identificar, pero no explicar, la terrible desazón de la soledad:

Nunca he comprendido por qué tantos norteamericanos se someten al aislamiento. Me consta que también es condición de mi familia. Cuando Alexander McKeag, al que igualmente podría considerarse antepasado mío puesto que mantuvo unida a la familia de Pasquinel, pasó el invierno de 1827 solo, en una cueva, sin hablar con nadie, estaba sucumbiendo a nuestra enfermedad.

Y cuando mi otro antecesor, Levi Zendt, dio la espalda al arroyo del Castor y eligió ese terrible aislamiento del Risco de Creta, estaba comportándose como un norteamericano típico.

Ovejeros como Amos Calendar optaron por vivir a solas. Al igual que su arquetipo Daniel Boone, prefirieron llevar una existencia retirada antes que "alternar con todas las demás personas".

Sólo los norteamericanos blancos obraban asÍ. Los arapahos siempre convivieron en grandes sociedades comunales. Los trabajadores ferroviarios chinos vivían en colonias, lo mismo que los peones remolacheros chicanos. Los japoneses se aferraban a sus comunidades, igual que los rusos. Tenía que ser el norteamericano quien edificara su rancho lejos de todo, su granja donde nadie pudiese verla. ¿Por qué?

Garrett había recopilado diversas teorías acerca de esa preferencia norteamericana por el retraimiento. Al verse arrojado a la costa, en Plymouth, el Peregrino se vio frente a la absoluta soledad y, a partir de ahí, cada hombre tuvo que forjarse a golpes su propio y pequeño reino. Obligado a bregar con la soledad, aprendió a vivir en ella y a superarla. Si no lo lograba, no podía sobrevivir. Caminar con desgana para asistir a la reunión que se celebraba en el pueblo no era la característica básica de la existencia en Nueva Inglaterra; sí lo era el posterior regreso al retiro solitario de la casita de campo propia.

Sucedió lo mismo con todas las fronteras subsiguientes. Si, en su interior, un hombre temía a la soledad, contaba con escasas probabilidades de adaptarse al terrible aislamiento del bosque de Kentucky. La predisposición a vivir a solas con uno mismo se convirtió en requisito poco menos que indispensable para la supervivencia en Norteamérica. Garrett pensaba que, incluso en la actualidad, pocos lugares del mundo son tan solitarios como una ciudad estadounidense media.

La pradera intensificó el reto, porque el vacío era ineludible; hasta faltaba el abrigo de los árboles. Una familia que se trasladase hacia el oeste tenía que prever cincuenta jornadas de viaje sin encontrar el menor indicio de habitación humana, la esposa cuyo marido adoptaba la determinación de establecerse en Wyoming tenía que afrontar una infinita extensión de desierto.

Y aún quedaba otro extremo en cuanto a aislamiento: el montañés aprisionado por la nieve, que pasaba los inviernos en algún punto remoto, dejando que los ventisqueros le cubriesen durante los meses silenciosos, sin leer nada, sin conversar siquiera con los animales, ya que éstos se encontraban también en hibernación. Ésta era una forma de exilio difícil de entender, pero siempre había hombres que la buscaban.

Los únicos héroes que tuve de chico eran seres solitarios. Los aislados defensores de El Alama. Nathan Hale, que actuaba individualmente y aceptaba el castigo solo. La madre pionera que defendía la carreta "Conestoga" después de que el marido cayese asesinado. El jinete del "Pony Express", que dirigía el hocico de su caballo hacia el oeste y galopaba en solitario. Aquéllos fueron mis símbolos.

Ello no dejó de ejercer su influencia sobre todos los aspectos de la vida norteamericana. Un hombre valeroso construía su retirada cabaña de troncos y la llamaba hogar Cualquier familia que se respetara a sí misma debía vivir aparte… por su cuenta… en su pequeña cabaña, y todo desdichado que no consiguiera alcanzar esa independencia personal se veía compadecido o ridiculizado. La hermana mayor soltera se convertía en centro de lástima, porque tenía que vivir con otros. Cualquier hijo político que se viera obligado a vivir con los padres de su esposa era objeto de burla.

Cuando se abrió el Oeste, la gente no vivía en comunidades. La casa de un rancho se alzaba a cincuenta kilómetros de la siguiente. Durante el período de las incursiones indias, a nadie se le ocurría poner como un trapo al remoto colono que prefería arreglárselas por su cuenta. Se le aclamaba por ser lo bastante valiente como para plantar cara a los indios, sin ayuda ajena.

Como resultado de todo esto, el norteamericano ha terminado por ser el pueblo más solitario que existe sobre la faz de la Tierra. Somos incluso más solitarios que los esquimales, que viven en unidades compactas. Somos mucho más solitarios que los mexicanos, que ocupan el mismo tipo de terreno, al sur, porque los mexicanos conservan la familia amplia y numerosa, en cuyo seno conviven en razonable armonía personas de todas las edades.

Garrett tenía que admitir que tampoco faltaban compensaciones. Vivir solo significaba que los hombres debían aguzar el ingenio, lo que fomentaba la inventiva. Era cosa de abandonar las viejas pautas, al objeto de que se aceptaran más fácilmente otras nuevas y revolucionarias. Mirar hacia delante con ojos progresistas conducía al desarrollo del hombre enérgico, resuelto y dinámico. El mundo le necesitaba, pero ese hombre tenía que pagar por su evolución un terrible precio de soledad.

Garrett también se daba cuenta del alto coste social. Los norteamericanos eran despilfarradores y crueles con sus ancianos, especialmente con las mujeres de edad. Primero, en todas las naciones, las mujeres tendían a vivir unos cinco años más que los hombres. Segundo, la costumbre establecida alentaba al hombre a casarse con una mujer algo más joven que él. Tercero, la tradición norteamericana obligaba al hombre a trabajar hasta el fin de sus días para mantener a la esposa, por lo que muchos hombres fallecían prematuramente. Sumando estos datos, la esposa media podía calcular que le esperaban unos quince años de viudedad.

Otras civilizaciones habían hecho frente a ese fenómeno. Los indios norteamericanos que solían residir en las Mudas del Crótalo resolvieron el asunto privando a la viuda de todo, incluido el albergue, e induciéndola a morirse de hambre. Los indios asiáticos adoptaron una solución todavía más cruel: se esperaba de la viuda que subiese a la pira funeraria de su marido y muriera abrasada. Las naciones árabes idearon el razonable sistema de esposas múltiples. En Norteamérica, según lo veía Garrett, los supervivientes se veían condenados al achaque y la soledad.

Los hombres lo soportaban ligeramente mejor. Algunos de los individuos más solitarios que Garrett había conocido eran presidentes de sociedades anónimas, hombres opulentos que no confiaban en nadie y que llevaban una existencia de sosegada desesperación, cada uno de ellos encerrado en el interior de su propio castillo.

"¿Qué diablos hago yo viviendo en un castillo?", se preguntó durante el regreso al cuartel general de la hacienda. Desde la muerte de su esposa, había llevado una vida tremendamente solitaria, sin sentirse mejor que las viudas y magnates a los que estuvo compadeciendo. Tenía un rancho estupendo, una profesión que adoraba y ahora un cargo gubernamental de responsabilidad, pero eso no le compensaba su creciente sensación de aislamiento.

Hacia las tres de la tarde, tomó una ducha, se afeitó y subió a su automóvil. Al dejar la hacienda no hubiera podido decir a dónde se dirigía. Deseaba vagamente oír a Cisco Calendar algunas de sus buenas canciones del Oeste, porque Cisco era el mejor de su ramo y se encontraba en casa de nuevo, tras su programa en la televisión de Chicago. También deseaba asegurar a Cisco que la declaración que él, Garret, había formulado en el juicio contra Floyd no representaba ningún resentimiento.

Pero Cisco no constituía la razón principal de su viaje a la ciudad. Lo que realmente necesitaba era ver a Flor Márquez, decidirse respecto a aquella divorciada de piernas largas y cabellera negra. Le había llamado la atención durante sus primeras visitas al restaurante del padre de la joven para tomar algunos platos chicanos. No podía decirse que hubiera visto crecer a la muchacha, puesto que estaba demasiado preocupado con otros asuntos para reparar en una zagala chicana, pero sí sabía que Flor se casó con un apuesto mozo de Los Ángeles y, naturalmente, también se enteró del escándalo general que produjo la vuelta a casa de la chica, con una cicatriz cruzándole la mejilla izquierda.

Flor Márquez sólo había aludido una vez a su matrimonio: -¿Cómo puede adivinar una muchacha que un tipo es un zalamero acabado y falso?

La joven estaba en el restaurante cuando Garrett llegó.

— Vamos a ver si Cisco quiere cantar esta noche -sugirió Garrett, y Flor se apresuró a poner una excusa para abandonar el establecimiento.

Anduvieron en dirección oeste por la Montaña, torcieron después por la Pradera y avanzaron a lo largo de las vías del tren, rumbo al punto donde vivía Cisco, en una casa de chilla. Estaba sentado en el porche, como solía hacer por las tardes, dedicado a la simple tarea de ver pasar cosas. Lo mismo que su hermano mayor, era alto y enjuto, espigado, con el rostro del hombre acostumbrado desde mucho tiempo atrás a la vida al aire libre.

— ¡Hola, muchachos! -saludó amistosamente, sin levantarse.

— He venido a decirte que lamento la sacudida que le he dado a Floyd… en el tribunal, eso es.

— Es un bicho. Sea lo que fuere, lo que dijiste ¡probablemente será cierto.

— Sólo declaré respecto a los pavos.

— ¿Qué tal van?

— Les eché un vistazo esta mañana. Allí están, frescos y gordos.

— Ven a casa esta noche -pidió Flor-. Ofrécenos algunas canciones.

— Precisamente eso pienso hacer -aceptó Cisco.

Sabían que era innecesario decir más. Si Cisco tenía ganas de hacerlo, se presentaría en el "Flor de México" alrededor de las diez y entretendría a sus convecinos. Flor no ignoraba que, en lugares como Cleveland y Birmingham, el muchacho cobraba mil dólares por actuar una noche, pero cuando estaba en casa le gustaba alternar con las personas de quienes había aprendido sus canciones, los chicanos y los vaqueros.

Garrett y Flor regresaron dando un paseo hasta el "Armas del Ferrocarril", donde entraron a tomarse un par de cervezas. Tenían conciencia de que los habitantes del pueblo les observaban y de que se había hablado mucho de ellos. Según algunos rumores, Flor era la amante de Garrett, pero una camarera que conocía a la muchacha dijo:

— Esa preciosidad no permitiría que un hombre se le metiese en la cama, de no haber sacado antes la licencia matrimonial.

La camarera estaba equivocada. En varias habitaciones de diversas ciudades, Flor Márquez y Paul Garrett habían sido amantes. Llevaban algún tiempo siéndolo, cada uno de ellos receloso del otro, cada uno de ellos inseguro de lo que podía reservarles el porvenir. Aquella tarde, cuando la sensación de soledad empezó a angustiarles, se despidieron en el hotel, para volverse a encontrar en un motel, al que llegaron por distintos caminos y en el que permanecieron durante el resto de la tarde.

Hacia las nueve, se marcharon, en distintos momentos y por diferentes lugares, para reunirse conmigo en el restaurante. Flor llegó primero e inmediatamente ayudó a su padre en el servicio de las mesas ocupadas por clientes que acudían a cenar.

Al cabo de un rato, se presentó Garrett y, como siempre solía hacer, puso en marcha la gramola automática.

Se produjo cierta conmoción a las diez.

— ¡Ahí viene Cisco! -gritó un muchacho que estaba en la puerta.

Y entro el larguirucho cantante con su guitarra. Saludó inclinando la cabeza a varios amigos, se abrió paso hasta el lugar donde Garret y yo estábamos sentados, y luego invito a Flor a reunirse con nosotros. Estuvo cosa de una hora bebiendo cerveza y respondiendo a las preguntas de los camaradas deseosos de saber algo acerca de Nashville y Hollywood. Por último, tomó la guitarra y punteó unas notas.

Sin previo anuncio, rasgueó una serie de rápidos acordes y luego depositó la guitarra encima de la mesa.

— ¿Qué te gustaría escuchar, Paul?

En realidad, poco importaba eso, ya que cualquier cosa que Cisco Calendar evocaría el Oeste. Si cantaba algo sobre los desolladores de búfalos, sugeriría imágenes de su propio abuelo durante la gran matanza de 1873, con "Sharps" del 50 disparando hasta que se recalentaban demasiado para poder seguir. Si el tema de su canción era el cuenco de polvo, recordaría a los oyentes la persona de Jake, el padre de Cisco, que se había arruinado en 1936 después de ver cómo el viento se llevaba su granja; en vista de que su mujer no paraba de fastidiarle, la quitó de en medio de un escopetazo y se pasó un año en la cárcel.

Y si Cisco cantaba sobre los vaqueros, el auditorio captaba en su queja aguda y nasal el impulso de las matas de salvia arrastradas por el viento o la áspera disonancia de una serpiente de cascabel enrollada en un sendero arenoso. Podía cantar al gavilán, al águila y al pinto indio y conseguir que el oyente contemplase en su imaginación a esas criaturas, porque el estilo de Cisco tenía un terrible realismo, era el arte de un hombre que había asimilado una cultura y descubierto su esencia.

— Me gustaría escuchar la "Malagueña" -dijo Garrett, y Cisco se le quedó mirando.

— Ésa es bastante difícil para empezar.

— No dije que fuera fácil.

Cisco cogió la guitarra e interpretó los acordes de esa canción de amor única, tal vez la más deliciosa de las que se hayan escrito en América del Norte en los últimos cincuenta años. Era difícil de cantar, ya que requería un dominio del falsete en español, pero Cisco la respetaba como la mejor de su repertorio chicano:

Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas; debajo de esas dos cejas qué bonitos ojos tienes.

Los chicanos presentes en el restaurante aplaudieron al final del pasaje en falsete. Cisco dejó la guitarra encima de la mesa y se inclinó ante los que aplaudían.

— Esta canción está dedicada a mi buen amigo Paul Garrett y a mi apreciada amiga Flor Márquez, quienes están enamorados.

Recobró la guitarra, continuó con el tema de la pieza y su voz adoptó matices saturados de ternura en la parte final:

Yo no te ofrezco riquezas, te ofrezco mi corazón a cambio de mi pobreza…

… que eres linda y hechicera, que eres linda y hechicera como el candor de una rosa.

Con las últimas palabras, rasgueó las cuerdas suavemente y volvió a inclinarse. Evitó los escollos populares como "Agua fría", "Jinetes fantasmas en el cielo" o "No me entierres en la pradera solitaria", excusándose:

— Son canciones para muchachos con voz fuerte. Yo voy detrás de algo distinto, completamente distinto.

Al desenredar trozos y frases de las canciones que realmente le gustaban, trazaba el retrato de un Oeste que ya no existía pero que los hombres deseaban recordar. Simples locuciones evocaban a menudo toda una época: "Redobla el tambor despacio y toca el pífano en tono bajo." O "A lomos de un caballo de diez dólares, sentado en una silla de cuarenta, salgo a conducir ganado de Texas", o "En un billar la esposa murió en un altercado". O "Nubes por el oeste, parece que va a llover. Los malditos impermeables en la carreta otra vez".

Estuvo cantando durante varias horas… el último de los auténticos vaqueros, el último cazador de búfalos. Había gozado de gran popularidad en Europa, así como en las ciudades del Este, pero se sentía más a gusto en el restaurante de Manolo Márquez, que le dio de comer gratis durante los años difíciles. Allí había aprendido la mayor parte de las preciosas canciones chicanas que interpretaba, como su aceptadísimo versión inglesa de la "Balada de Pancho Villa", que los auditorios estadounidenses apreciaban por su indignante nacionalismo.

Pero el punto culminante de cualquier actuación de Cisco Calendar siempre se producía bastante entrada la noche, como en aquella ocasión. Hizo una seña con la cabeza a Garrett y Flor y tocó las notas iniciales de la pieza que estaban esperando. La letra era tan tensa como la de los poemas de Homero y pretendía el mismo efecto: el principio de una epopeya memorable:

Fue en la ciudad de Jacksborough, el año setenta y tres.

Un tal Crego se me acerca y me saluda cortés:

"¡Hola, joven camarada! ¿No te gustaría un verano en el pastizal del búfalo, disfrutando por lo sano?"

La canción tenía pinceladas excelentes… el aroma del Oeste, los indios, la intensidad dramática del relato, los presuntuosos vaqueros: Ahora que hemos cruzado el Pease, muchachos, nuestros [problemas van a empezar. El primer búfalo que desollé, ¡Dios, vaya cortes que me hice en el [pulgar!

Cisco se transformó entonces en algo más inmenso que la vida, en una figura épica que elevaba su voz en medio de unos días libres y agrestes, desaparecidos ya. Sentado muy erecto, moviendo las manos lo menos posible, empezó a atacar la parte final de la canción, cuyo fatalismo tenía sus raíces en la tragedia griega:

La temporada se acaba, va y nos dice el viejo Crego.

Todos fuimos manirrotos y le debíamos dinero.

Suplicamos y halagamos, pero en cobrar se empeñó, Así que en el pastizal del búfalo dejamos sus huesos [blanqueándose al sol.

"Los desolladores de búfalos" se titulaba esta espléndida canción. ¿Su compositor? Nadie lo sabía, pero la música repicaba como el batir de las pezuñas de búfalo sobre la pradera. ¿El autor de la letra? Algún anónimo vaquero texano, en apuros económicos, que probó suerte con el desuello de búfalos el año de la última gran cacería.

— Bueno, ya está -dijo Cisco Calendar-. Si yo fuese vosotros dos -añadió sosegadamente, dirigiéndose a Flor y Garrett-, me casaría y al diablo con todos.

El domingo no vi a Garrett, porque pasó el día con Flor, tratando seriamente de los problemas que suscitaría su posible matrimonio. Él era episcopaliano y ella católica, pero eso carecía de excesiva importancia para cualquiera de los dos. Garrett tenía dos hijos, que estaban en una edad difícil… bueno, todas las edades son difíciles cuando un viudo trata de volver a casarse, porque los chicos raramente dan su aprobación, sea quien sea la mujer que elija el padre. Los jóvenes Garrett ya habían manifestado que no les gustaba la idea de tener una madrastra chicana. Naturalmente, la defunción, en febrero, de la madre de Paul, Ruth Merey Garrett, eliminó el obstáculo principal. Fue una mujer rígida y antipática, que siempre estuvo enterada del prolongado asunto amoroso de su marido con Soledad, tía abuela de Flor, y que por esta causa despreciaba a los chicanos. Cuando supo que Paul veía a Flor Márquez, que además era divorciada, organizó una escena espantosa 'Y acusó a su hijo de tratar de amargarle la vida, de matarla a disgustos. La mujer se mostró tan poco racional que Paul no quiso debatir la cuestión con ella, pero creyó sinceramente que su madre sufriría un ataque cardíaco si él se casaba con Flor, sobre todo después de que Ruth Merey Garrett le gritase:

— ¡Eres igual que tu padre! ¡Sigues con esa lagarta chicana sólo para fastidiarme, lo mismo que hacía él!

La madre de Paul había desaparecido ya y nadie deploraba su tránsito, ni siquiera los nietos de la mujer, a quienes ella trató de mimar, pero que no dejaron de darse cuenta de cómo era: un ser desdichado, que se compadecía y destruía a sí mismo.

Uno de los impedimentos reales lo personificaba Manolo Márquez, porque veía escasas probabilidades de éxito en un matrimonio anglochicano. Los pocos que conoció tuvieron un resultado desastroso y dudaba de que Flor y Paul saliesen mejor librados. Flor respetaba el criterio de su padre, puesto que, cuando la muchacha preparaba su primera boda, Manolo Márquez auguró que aquel enlace no duraría dos meses, y se vino abajo al cabo de sólo once días.

— Es un macho de relumbrón -había advertido Manolo a su hija-. Pero tú desconoces el tipo porque no has frecuentado las salas de billar.

Ninguna otra descripción podía retratar mejor a su malhadado primer marido, un postinero supuesto héroe cuyas ideas acerca de los derechos masculinos en el matrimonio eran tan peregrinas que a nadie podían resultarle siquiera divertidas. Flor se sentía humillada por su propia incompetencia para juzgar la conducta humana y confiaba muy poco en su hipótesis de que Garrett fuera distinto.

Pero todas las dudas se volatilizaban ante el hecho de que Paul y ella se querían, se deseaban mutuamente y preferían estar solos a encontrarse en compañía de los demás. La cuestión sexual con su primer marido siempre le resultó una experiencia lamentable, en la que Flor no encontraba afecto ni satisfacción, pero compartir una cama con Paul Garrett era totalmente grato y placentero. Al hombre no le asustaba lo más mínimo confesar cuánto la necesitaba.

Aquel domingo, por ejemplo, después de que volviesen al motel, Garrett dijo:

— Me siento tan abandonado que a duras penas puedo soportarlo. Estoy allí, en el castillo, rodeado de hectáreas de tierra vacía que me aíslan de todo. Si no pudiera verte en el restaurante, acabaría chalado.

Era evidente, tanto para uno como para otro, que debían casarse. ¿Qué diablos se lo impedía? Sencillamente, que en Colorado no existía la costumbre de que los anglos se casaran con chicanos. Desposarse con un indio era aceptable, pero ¿un chicana? ¡No!

Paul pasó el lunes apartado de Flor, tratando de ordenar sus convicciones. Se aplicó a la tarea de poner en funcionamiento la comisión del centenario y, como figuraba en sus proyectos un amplio empleo de la radio, consideró imprescindible enterarse de lo que se hacía en dicho medio de comunicación. Cuanto más escuchaba, sin embargo, mayor era su disgusto. Había solicitado una cinta grabada con el programa más importante emitido al mediodía por la emisora local, y allí estaba la transcripción completa: PRIMER LOCUTOR MASCULINO.-Bueno, compañeros, están sonando las doce del mediodía, el tren de Poison Snake entra ya en la estación y el sheriff Gary Cooper espera en el andén. SEGUNDO LOCUTOR MASCULINO.-Ha sonado la hora de las noticias, de todas las noticias, de las noticias veraces, sin temores ni favoritismos, las noticias que desean, en el momento que las desean. CUARTETO FEMENINO (cantando con bastante armonía):

Del norte y del sur, del este y del oeste, traemos la primicia, la servimos mejor. PRIMER LOCUTOR MASCULINO.-Sí, señor… Como las chicas acaban de decir, le servimos mejor. Recuerden que lo escucharon primero en el programa "Estallido del Oeste". CUARTETO MASCULINO Y FEMENINO (mezclándose):

¡Noticias, noticias, noticias!

Aquí llegan las noticias. SEGUNDO LOCUTOR MASCULINO.-Pero antes, un breve mensaje que seguramente les interesará. (Seguían dos minutos de guía comercial cantada.) PRIMER LOCUTOR (jadeante).-Berlín occidental (Alemania). El canciller Willy Brandt anunció esta mañana un cambio radical en su gabinete. SEGUNDO LOCUTOR (gravemente).-Oakland (California). En una conferencia de prensa, convocada esta mañana especial y apresuradamente, la directiva de los incursores de Oakland anunció que Chu-Chu Chamberlain estaría -insisto en lo de estaría- en condiciones de jugar el domingo contra los Broncos de Denver. CUARTETOS MASCULINO Y FEMENINO (mezclándose):

Estalle el hecho cuando estalle, si usted nos sintoniza, lo oirá antes que nadie. PRIMER LOCUTOR MASCULINO.-Mantenga nuestra sintonía si quiere enterarse de todas las noticias, las noticias en profundidad, las noticias que hay detrás de las noticias. CUARTETOS MASCULINO Y FEMENINO (mezclándose): Todas las noticias, las que usted precisa. Sí, naturalmente. Las tendrá en primicia. PRIMER LOCUTOR MASCULINO.-Nuestro próximo servicio informativo completo se transmitirá dentro de una hora. SEGUNDO LOCUTOR MASCULINO.-A menos, claro, que suceda algún acontecimiento importante en cualquier Jugar del mundo. Si es así, ya saben que lo emitiremos instantáneamente, aunque tengamos que interrumpir el programa. Porque el "Estallido del Oeste" siempre es el primero. Todas las noticias, las noticias en profundidad.

Resignadamente, Gatrett se inclinó hacia delante y apagó el receptor. La radio y la televisión podrían haber sido unos sistemas de comunicación extraordinariamente educativos; en cambio, la mayor parte de sus espacios eran tan asombrosamente malos que una persona razonable apenas podía soportarlos. En una sola temporada, el invierno anterior, la televisión había ofrecido los episodios de un automóvil parlante, un ama de casa que era bruja, un tonto de pueblo con poderes pata avanzar y retroceder en la historia, y dieciocho detectives complicados en cuarenta y siete asesinatos. Cuando una emisora se dispuso a pasar la serie de la B.B.C. "Las seis esposas de Enrique VlII, el periódico anunció el primer episodio como si fuera un "western": Catalina de Oregón.

La misma incultura abrumadora se manifestaba en todos los aspectos de la vida. Un restaurante local exhibía un enorme letrero que anunciaba su especialidad: "Ternera de Parma John." Otro proclamaba: "Café Tambor Roto. Nadie puede batido. Nuestro pollo tiene ese auténtico sabor a ave de corral." Un tenderete de refrescos se llamaba "El último reducto de Custard", mientras el letrero luminoso de un motel centelleaba, queriendo ensalzar sin duda la calidad de sus camas: "Un poco más lechal."

Le dejaba perplejo la enorme laguna cultural existente en Colorado. El estado carecía de un programa importante de publicaciones y, aunque su historia era tal vez la más variada y vital del Oeste, pocos libros locales existían para celebrarla. Lo más notable consistía en que cada lino de los dos estados contiguos, Nebraska y Ok1ahoma, contaban con sendas imprentas universitarias que producían volúmenes verdaderamente estupendos sobre temas del Oeste; a Garrett le complacía mucho el que le suministrasen los 'libros que necesitaba, pero le parecía deplorable que Colorado, un estado más rico y con más cantidad de material sobre el tema, no publicase casi nada, como si se avergonzara de su historia.

No propuso ningún movimiento radical en ese sentido, porque años atrás se había pillado los dedos cuando trató de modificar los gustos del Oeste. Denver tenía un Edificio Municipal y Condal situado frente al capitolio de cúpula dorada, del que le separaba una encantadora plaza; juntos formaban uno de los más atractivos centros oficiales de América. Resultaba ya tradicional decorar el edificio por Navidad con una espantosa colección de bombillas rojas, anaranjadas, verdes y levemente purpúreas, que luego se dejaban aquí para la exposición ganadera de enero. Un arquitecto francés, al que preguntaron qué le parecía aquella decoración, exclamó:

— La florescencia definitiva de los primeros.lupanares de Shanghai.

Después del absoluto ridículo acumulado sobre aquel alarde, Garrett promovió un intento de sustituir la exhibición con algo más apropiado, y un decorador neoyorquino de campanillas y altos honorarios llegó en un vuelo para hacerse cargo de la tarea. Su gusto internacional le obligó a quitar todo aquella luminaria chillona y reemplazarla por colores más discretos yue se fundían con las oscuras Rocosas que elevaban al fondo sus moles majestuosas, pero cuando los ganaderos de diversos puntos del estado bajaron a la ciudad y echaron de menos las luces a las que estaban acostumbrados, armaron un alboroto impresionante, interrumpieron una sesión de la asamblea legislativa e informaron a la ciudad de que "si Denver no nos tiene la consideración suficiente como para decorar el edificio tal como debe hacerse, trasladaremos nuestra exposición a Omaha". Dominados por el pánico, los padres de la urbe arrancaron la nueva iluminación y volvieron a instalar las horripilantes bombillas anteriores, de modo que Denver tuvo otra vez una de las pocas manifestaciones lumínicas navideñas de Norteamérica. Centelleante mente llamativa, hasta más allá de todo intento de descripción, no sugería el más leve espíritu de Navidad, pero ejemplificaba una exposición ganadera, y todo ranchero de Colorado sabía cuál de esas dos celebraciones era más importante.

Dondequiera que Garrett dirigiese la mirada, veía aquella carencia absoluta de arte, aquella ausencia total de gusto. Se preguntó que tenía el estado que fuese digno de ensalzarse, aparte las supercarreteras. Hasta se maltrataba a las montañas. Sobre Denver se cernía todas las noches una gigantesca cruz luminosa de neón que ocupaba toda la cara de un monte. Era un anuncio colocado allí y a la mayoría de los habitantes de la ciudad les gustaba, porque, según decían, "hace que la montaña tenga una utilidad práctica. Además, nos recuerda que somos una nación sometida a Dios".

Una de las primeras decisiones que la comisión de Garrett tendría que tomar se relacionaba con la solicitud de un grupo entusiasta que pedía permiso para esculpir en la ladera frontal de la montaña del Castor las imágenes de Buffalo Bill a caballo y de Kit Carson disparando sobre un indio. Las figuras cubrían todo el costado del monte. El proyecto estaba generando considerable apoyo popular, sobre la base de que "si las montañas están ahí, debe sacárseles partido útil". Garrett confiaba encontrar, entre el elemento joven del estado, respaldo suficiente para oponerse a tal proyecto, incluso aunque se viera impotente para quitar la cruz situada ya encima de Denver,

A veces creo que en el Oeste no hemos producido más que dos obras de arte capitales: la punta Clovis, tallada con tan patente amor por el hombre primitivo, hace doce mil años, y ese maravilloso ateo tendido en el puerto de Saint Louis.

Cuanto más examino la punta Clovis, mayor es mi convencimiento de que fue creada por un artista de verdad. Su trabajo básico estaba predeterminado por el sentido práctico, peto las fases finales se ejecutaban con gran cariño. No deja de ser a todas luces evidente que, si el acabado de la punta hubiese sido más tosco, el arma como tal habría seguido siendo capaz de matar a' un mamut. Pero el productor fue mucho más lejos de lo que requería el instrumento y lo convirtió también en una obra de arte. La Clovis posee tanta gracia como el ala de una mariposa y resultaba tan mortífera como una ametralladora "Thompson". Aquellos primeros hombres establecieron normas muy altas para quienes les hemos sucedido, que muy pocas veces logramos alcanzar su nivel.

Ese arco de Saint Louis sí lo consigue. Es apropiado que se yerga como puerta del Oeste. Muchos de nuestros antecesores desembarcaron en ese punto, en su ruta hacia Colorado -Levi Zendt, Lisette Pasquinel, el comandante Mercy, Frank Skimmerhorn- y el arco representa las fuerzas espirituales que los impulsaban. No logro concebir cómo es posible que la ciudad de Saint Louis tuviese la fantasía imaginativa o la determinación necesaria para erigir tal monumento. Es perfecto. Un símbolo encumbrado de la mejor vida americana y supongo que, si la obra se hubiera puesto a votación, el proyecto habría salido derrotado: "¿A quién le hace falta un arco?"

Todos necesitamos un arco. Precisamos símbolos que sean mayores que nosotros. Nos hacen falta indicaciones emocionales que nos recuerden quiénes somos y qué representamos. Confío en que Dios ilumine a nuestra comisión, a fin de que para 1976 podamos crear algo que induzca a rememorar nuestro sencillo pasado… la huella de pies a través de la pradera.

Durante a4uel noviembre de 1973, el país se encontraba sumido en triste confusión. El asunto del Watergate, el racionamiento de la gasolina, una Alianza Atlántica que se desmoronaba, la confrontación abierta con los árabes y una inflación galopante, con el trigo a 5,78 dólares el bushel, como consecuencia de un mal llevado acuerdo con Rusia, crearon una tremenda desorientación. En ningún otro lugar era más evidente el caos que en el seno de la comisión encargada de planificar el bicentenario del país. Tan incompetente era la administración de Washington que parecía que Norteamérica estaba temerosa de celebrar su aniversario por miedo a que los ciudadanos se congregasen en la calle; sólo la energía y entusiasmo de ciertos dirigentes estatales podía salvar la conmemoración, y nadie presentó una propuesta más imaginativa que la de Paul Garrett, presidente de la comisión de Colorado.

— ¿Cuál es nuestra principal aportación al arte mundial? -preguntó a su comisión, cuando los miembros de la misma se reunieron la tarde del 13 de noviembre-. La cinematográfica. ¿Y qué clase de películas sabemos hacer mejor que nadie? Las del Oeste mítico.

Procedió a exponer un plan que costaría poco y produciría mucho.

— Lo que vamos a hacer -explicó- es volver a los archivos y sacar treinta o cuarenta de nuestras mejores películas del Oeste. Organizaremos un festival por todo lo alto en cada una de las ciudades que tengan sala de proyección. El precio de la entrada quizá no sobrepase los cincuenta centavos. Animaremos a todos los habitantes del estado a ver el repertorio completo de cintas. Y enseñaremos más sobre el espíritu del Oeste que con cualquier otro sistema.

Insistió en que su comisión le acompañara en una excursión a Cheyenne, para ver una película que la crítica francesa había puesto por las nubes. Ninguno de los demás miembros tenía noticia de la existencia de aquella cinta, pero mientras avanzábamos a toda velocidad, a través de la noche estrellada, con la abierta pradera extendiéndose a ambos lados del automóvil, Garrett habló con entusiasmo de lo que se conseguiría con el festival.

— Debo advertirles que tengo ideas muy firmes acerca de las películas. El mejor "western" heroico que he visto en toda mi vida es Red River ("Río Rojo"). Lo estropeaba un poco aquella ridícula intriga que obligaba a Montgomery Clift a sacudir a John Wayne, en la pelea inicial, pero, aparte de eso, es una obra maestra.

También le gustaba The Covered Wagon ("Caravana de Oregón") y otros clásicos que pocos habían visto. Cuando llegó él los filmes recientes, empezó a tener dificultades. Por ejemplo, quiso asegurarse de que McCabe and Mrs. Miller ("Los vividores") se proyectase durante la primera semana para establecer en seguida una norma de franqueza que caracterizase al festival, pero dos integrantes de la comisión, que la habían visto, la consideraban insultante.

— No salen más que putas y estafadores -se lamentó uno.

A lo que Garrett replicó:

— ¿Y qué clase de personas cree que pueblan nuestras ciudades importantes?

Otro de los miembros señaló que John Wayne había puesto serias y repetidas objeciones a la película, sobre la base de que impugnaba los tipos peculiares del Oeste.

— Honramos a Wayne como actor, no como crítico -repuso Garrett.

Recomendó especialmente dos películas sobre indios que ningún otro miembro del comité había visto.

— En cuanto a esas dos, pueden fiarse de mÍ. Son representaciones maravillosas. Cheyenne Autumn ("El gran combate") trata de la larga marcha hacia el norte, rumbo a Fuerte Robinson, realizada por la tribu cheyenne y de lo que ocurrió allí en 1878. Les romperá el corazón. y quiero que la gente vea A Man Called Horse ("Un hombre llamado Caballo"). No fue un gran éxito de taquilla, pero está más cerca de la vida india que cualquier otra cosa que yo haya visto.

El comité necesitaba cierta preparación para lo que iban a presenciar en Cheyenne, porque el patrocinio que hacía Garrett de "Los vividores" les preocupaba.

— No tengan miedo -dijo Garrett-. Les llevo a ver ahora una obra maestra.

Y cumplió esa palabra. Se trataba de Monte Walsh, película de presupuesto reducido, protagonizada por Lee Marvin, Jack Palance y Jeanne Moreau, que desarrollaba su argumento con tal sencillez, con un realismo tan desgarrador que entre los espectadores se impuso un curioso estado de ánimo. Los que tenían algún conocimiento del viejo Oeste permanecían en el asiento transfigurados por los recuerdos que la película engendraba, pero quienes conocían la regi6n sólo a través de informes de segunda mano se sentían irritados y consideraban que estaban perdiendo la noche. Las obras maestras son así; requieren una participación activa y 1lo ofrecen nada a aquellos que niegan su aportación.

Monte Walsh causó su efecto principalmente sobre Garrett; a éste le desconcertó un poco la integridad del vaquero que interpretaba Marvin y no dejó de impresionarle la obsesionante tragedia de su amor por la vividora, papel que representaba Jeanne Moreau. Garrett se mostró nervioso durante el trayecto de regreso al Venneford.

El miércoles por la mañana, me dijo:

— ¡Maldito sea todo, Vernor; ella es chicana, así que lo haremos al estilo chicano!

Aguardamos hasta la noche y entonces nos dirigimos a Denver, donde Garrett eligió un club nocturno que había traído una orquesta mariachi del viejo México. Hizo cierta propuesta al director, que repuso:

— ¿Por qué no?

Y todo estuvo arreglado.

El conjunto musical estuvo tocando en la sala de fiestas hasta las tres de la madrugada y luego compartió una cena a base de tamales, en la mesa de Garrett, que pagó la cuenta. Bebieron unos tragos de buena cerveza mexicana y, a las tres y media, Garrett puso en el autocar que había alquilado a los catorce integrantes del mariachi.

Faltaba poco para la autora cuando llegamos a Centenario, y el conductor aparcó el autocar en una zona donde el vehículo no llamaría la atención. Los miembros de la orquesta se reunieron luego en la estación de ferrocarril, donde el director comentó, dirigiéndose a Garrett:

— En México nunca hizo este frío.

— Cuando empiecen a tocar, la atmósfera se caldeará -aseguró Garrett.

En la ciudad, nadie había reparado aún en la orquesta, pero el director hizo una seña y, con un estallido sonoro, los mariachis atacaron "La cucaracha", la canción de la pobrecita cucaracha que no podía caminar, porque no tenía, porque le faltaba, marihuana que fumar.

Las luces empezaron a encenderse en todas las calles que conducían a la pradera, cuando los mariachis emprendieron la marcha en dirección norte, para desviarse después hacia el este, por la montaña, donde interpretaron la ensordecedora "La bamba", seguida por "La negra". Para cuando llegaron a la calle Tercera, dos miembros de la policía galopaban ya en pos de la orquesta.

— Todo está bien -les garantizó Garrett-. Escuchen y nada más.

Los mariachis llegaban ya al "Flor de México" y, bajo la dirección de Garrett, formaron un amplio semicírculo y la emprendieron con "Las mañanitas", la canción de cumpleaños interpretaron media estrofa sin voces, y después seis de los músicos mezclaron armoniosamente sus tonos vocales en aquella canción saturada de gracia y ternura:

Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David.

A las muchachas bonitas se las cantamos aquí.

Las estrofas de la canción eran cuatro y los hombres las entonaban con tal deleite que parecía una verdadera serenata cantada por un galán a la dama de sus sueños. Al concluirse "Las mañanitas", Garrett hizo una seña al director, que agité el brazo derecho dos veces, y los mariachis empezaron su deliciosa versión de "Dos arbolitos". Se iluminó una de las ventanas superiores y Flor Márquez bajó la mirada hacia la calle

— ¿Qué ocurre aquí? -preguntó el periodista del Clarion porque los ruidosos músicos habían despertado ya a media población.

— Doy una serenata a la muchacha con la que me voy casar -respondió Garrett.

— ¿Es un anuncio de boda? -inquirió el reportero excitado.

— Pregúnteselo a ella.

De modo que el periodista fue a colocarse debajo de la ventana.

·-¿Puedo dar la noticia de que el señor Garrett y usted van a casarse? -preguntó.

Flor tenía los ojos arrasados en lágrimas, porque no sucedía a menudo que a una mujer se le ofreciera una serenata con una orquesta de catorce músicos, peto replicó con esa encantadora frase cuajada de insolencia chicana:

— Sí, ¿por qué no?

La mañana del jueves, 15 de noviembre, Garrett se reunió con algunos rancheros del extremo nordeste del estado que deseaban tratar la administración de los pastos. Se despidió de ellos, dejándoles dedicados a reflexionar acerca de las lamentables guerras ovejeras que asolaron la zona a principios de siglo. Se perdieron muchas vidas defendiendo la teoría de que allí donde pisaba una oveja, ninguna vaca podía pastar después, pero, hoy en día, la mayor parte de los ganaderos que ocupan tierras pertenecientes otrora al Rancho Venneford crían reses vacunas y lanares, unas junto a otras, y todos prosperan.

Tomemos, por ejemplo, a Hermann Spengler. Su abuelo Otto mató a un ovejero en 1880, y ningún jurado de la comarca pudo considerarle convicto porque la opinión general mantenía que la muerte por arma de fuego era un fin demasiado clemente para cualquier hombre que llevase ovejas a los pastos abiertos. Actualmente, Spengler dispone de setecientos herefords y dos mil ovejas. Pastan juntos en los mismos campos y se complementan recíprocamente de maravilla; el áspero estiércol de los bovinos se mezcla con los excrementos más concentrados de las ovejas para conservar la lozanía floreciente de la hierba grama. . A pesar de todo, aún tiene vigencia en el distrito una peregrina costumbre. Un propietario puede contar con cinco mil ovejas, pero si tiene un mínimo de seis novillos puede considerarse ganadero (porque sólo es ganadero el criador de reses vacunas), y en toda la zona que circunda Centenario hay miles de ovejas, pero ni un solo ovejero. El de ovejero es un calificativo oprobioso y ningún hombre sensato lo aceptaría.

Al acercarse el mediodía, Paul Garrett empezó a sentirse inquieto, porque aquél era el tercer jueves del mes, día en que los ganaderos de la región se congregaban para almorzar juntos en el comedor de viejo estilo que tenía el "Armas del Ferrocarril" en el primer piso. Se llamaban a sí mismos el Círculo del Solomillo y al reunirse creaban un ambiente de bien ensamblada grandeza, los últimos de su estirpe. Allí estarían el zar Wendell, Hermann Spengler y Dade Commager; y el joven Skimmerhorn, que criaba un gran rebaño de "charolais" franceses. Yo asistiría en calidad de invitado especial.

La estancia de la reunión estaba decorada con fotografías de figuras históricas de la región: el conde Venneford de Wye, derrochando elegancia con su traje de paño escocés, había sido retratado en la estación de ferrocarril; Oliver Seccombe aparecía sentado en su carricoche, durante una gira de inspección en el Campamento Avanzado Cuatro, entre los pinos; la fotografía de los muchachos Pettis los presentaba acomodados en mecedoras en la galería del hotel; y Otto Spengler estaba erguido, con las piernas separadas, sosteniendo una escopeta de dos cañones. Una de las mejores imágenes mostraba a R. J. Poteet cuando vadeaba el río Platte, con Nate Person cabalgando detrás. Era una sala dedicada a los ganaderos, y el hotel no tardaría en ser desmantelado, puesto que los viajeros modernos preferían moteles asépticos, situados en los aledaños de la ciudad.

A Paul Garrett nunca le habían aceptado por completo en el Círculo del Solomillo, dado que uno de sus antecesores fue responsable directo de la introducción de ovejas en la zona y, aunque dedicó toda su vida a los herefords, el olor contaminante jamás podría eliminarse del todo. Ahora que era público su compromiso con una chicana, podía reavivarse la inveterada antipatía hacia los mexicanos, y Paul experimentaba no pocas aprensiones respecto a la recepción que iban a ofrecerle.

Temores injustificados. Cuando entró en la estancia, los ganaderos le aclamaron y Dade Commager le abrazó, le palmeó la espalda y propuso un brindis:

— Por Paul, que está haciendo lo que debió hacerse años atrás.

Convencido de que el matrimonio de Garrett con, una chicana sería muy popular en Denver y las zonas del sudeste del estado, Morgan Wendell ofreció también su brindis:

— Por Paul Garrett, extraordinario servidor público.

Y todos bebieron.

Empezó el rito. A las doce y cuarto en punto, ocupamos nuestros asientos ante tres mesas cubiertas de hule y empezaron a circular vasos de "canal": aguardiente de maíz yagua del Platte. Wendell alzó su vaso y gritó:

— ¡Caballeros, por los pastos abiertos! Brindaron todos, y Hermann Spengler propuso: -¡Por los herefords!

Entraron varios camareros con enormes cestos de patatas fritas, que descargaron en el centro de cada una de las tres mesas, hasta formar doradas pirámides, sobre las que espolvorearon puñados de sal. Las puertas se abrieron y entraron otra vez los camareros, cargados con grandes fuentes. Colocaron frente a cada comensal un plato crepitante en el que sólo había un monstruoso solomillo, cortado de algún superternero en los cebaderos de Brumbaugh.

Carne y patatas, comida de hombres de verdad. Las manos se alargaron hacia los dorados montones, para coger patatas, y los cuchillos se hundieron en los tiernos filetes. Durante unos minutos se pronunciaron pocas palabras; después, Wendell recordó aquella ocasión en que el Círculo había invitado a un senador de Rhode Island. Los miembros del círculo se mostraron muy atentos con él, porque el hombre retenía su voto en una cuestión de importancia vital, y todo parecía desarrollarse prometedoramente… hasta que se sirvieron los solomillos. Con voz sosegada, el senador preguntó:

— ¿Hay salsa de tomate?

Se produjo un pavoroso silencio. Para aquellos hombres, poner salsa de tomate encima de un solomillo era como echar la ceniza de un cigarrillo en una pila de agua bendita. Nadie supo qué decir, pero todos estaban inexorablemente decididos a impedir que un tarro de salsa de tomate deshonrara aquella mesa, aunque quien lo solicitaba fuese un senador que disponía de un voto decisivo. El punto muerto fue salvado por el padre de Wendell, hombre de ojos acerados, que rompió el silencio:

— Senador, como usted sabe, su voto es crucial para nosotros y no hay nada en el mundo que no hiciésemos por usted. Creo que le hemos dado pruebas irrefutables y numerosas de ello. Pero preferiría que rociasen mi filete con orines de caballo, antes que ver esta mesa profanada por un tarro de salsa de tomate.

— ¿Les dio su voto?

— Era un buen deportista. No permitió que el proyecto de ley saliese del comité.

Los filetes habían desaparecido ya y uno de los rancheros se volvió hacia Garrett y le presentó resueltamente una cuestión embarazosa.

— Me han dicho, Paul, que piensas modificar tus herefords.

Hazme caso, no cometas una tontería así.

— Aún no he decidido nada -repuso Garrett.

De los dieciocho hombres sentados a las mesas, dieciséis criaban herefords y la deserción de un ganadero tan importante como Paul Garrett acarrearía graves consecuencias a todos ellos, porque si empezaba a circular la noticia de que el "Uve Coronada" no estaba satisfecho con sus carialbos, todo el mercado se trastornaría.

Reaparecieron los camareros, con café y pastel de manzana. Cuando el almuerzo concluyó, Hermann Spengler apoyó la mano en el hombro de Garrett y dijo:

— Me sentiría muy honrado, Paul, si pudiese asistir a la boda.

Al oír aquel comentario, otros varios expresaron un interés similar, de modo que Garrett indicó:

— Nos casaremos mañana, a las dos… en el restaurante de su padre.

— Allí estaremos -prometieron los rancheros.

Al día siguiente, todos estábamos reunidos en el "Flor de México", mientras el padre Vigil, ya un anciano que hablaba susurrando, oficiaba la ceremonia. Cuando Garrett colocó el anillo en el dedo de Flor, le invadió una oleada de ternura hacia su hermosa novia y, al finalizar el acto religioso, abrazó a Manolo Márquez y le dio las gracias por haber criado una hija tan espléndida.

No vi a Paul ni a Flor durante el fin de semana, porque se habían ido a pasar la luna de miel en Campamento Avanzado Cuatro, pero Garrett me telefoneó el sábado para darme una noticia increíble.

— ¿Vernor? ¿Se ha enterado de la decisión del caso Floyd Calendar?

Hablaba con voz agitadísima y era indudable que estaba furioso.

— ¿El jurado le consideró culpable? -pregunté.

— Le absolvió en cuanto a las acusaciones importantes -se exaltó más Garrett-. La ley del Oeste: "Ningún hombre es culpable de nada, a menos que sea indio." ¿Pero a que no adivina de qué le consideraron culpable?

Como no tenía ninguna experiencia en lo relativo a jurados del Oeste, me abstuve de toda opinión, por lo que Garrett continuó:

— De explotar un zoo sin tener permiso. Retuvo a osos encerrados en jaulas durante períodos superiores a treinta días. -Garrett soltó un rosario de palabrotas y luego añadió-: A ver si adivina ahora a cuánto asciende la multa. Por matar cuatrocientas trece águilas blancas americanas, doscientos osos con aparato emisor de sonidos y ochenta y uno de mis pavos… una multa de cincuenta dólares.

— Vuelva a su luna de miel-le recomendé.

Se echó a reír y colgó.

En el curso de la tarde, debió de encender la televisión, porque a su regreso a la ciudad, me entregó una cinta magnetofónica que deseaba que oyese:

Cuando el presidente Nixon se dispuso a dirigir su alocución a los directores de periódico, me encontraba bastante animado y le dije a Flor: "¡Magnífico! Eso era precisamente lo que tenía que hacer. De haber explicado todo el asunto hace seis meses, nos habríamos ahorrado el Watergate." Peto después le oí decir al público norteamericano: "El pueblo debe saber si su presidente es o no un malhechor. Pues, bien, no soy ningún delincuente. Me he ganado todo lo que tengo." Me sentí enfermo. ¡Qué indigno! ¡Qué condenadamente espantoso! Apagué el televisor y permanecí sentado, con la cabeza entre las manos. El mundo parecía saltar en pedazos. Escasez de gasolina. Inflación desenfrenada. Fábricas de Denver que cierran por falta de primeras materias. Spiro Agnew, un hombre en el que confié, despedido a patadas, a causa de su mala conducta. Y ahora, el presidente proclamando que no es un criminal.

Le dije a Flor: "Ningún hombre del mundo debería nunca juzgar necesario hacer tal declaración en público. Es como si un médico asegurase a los habitantes de Centenario que no aplica estricnina a sus pacientes. ¿Quién diablos dijo que lo hiciese? Todo un presidente de los Estados Unidos convocando a un puñado de directores de periódico y manifestándoles: "No soy ningún delincuente." ¿Quién dijo que lo fuera? y Flor repuso: "Tienes que admitir que ya empezaba a circular el rumor."

A primera hora de la mañana del lunes, Paul y Flor regresaron a Venneford, donde Bradley Finch, uno de los más capacitados expertos norteamericanos en suministro de aguas, aguardaba para llevar a Garrett a una reunión de la Junta Hidrológica. Iba a celebrarse en la planta de investigación próxima a la cabecera del Cache la Poudre.

— Creo que al profesor Vernor le interesaría ser testigo de lo que estamos haciendo -dijo Garrett.

— Que nos acompañe -aceptó Finch-. Lo mismo da empezar a preocuparse ahora que más adelante.

Al preguntarle qué significaba eso, me contestó:

— Nuestros ciudadanos parecen más bien intranquilos por el racionamiento de la gasolina. Eso será un juego de niños comparado con lo que va a ocurrir cuando empecemos a racionar el agua.

— ¿Llegaremos a eso? -inquirí.

— Ya estamos en ello. Cuando vea nuestro patrón analógico, lo comprenderá.

— ¿Qué es un patrón analógico? -pregunté verdaderamente interesado.

— Es más sencillo demostrarlo que explicarlo.

Cuando ascendíamos por la preciosa cañada del Poudre, Fínch se dirigió a Garrett:

— Ésta va a ser tu primera aparición como miembro de la Junta, Paul, y será decisiva. Esperamos que tomes las riendas. Tendrás que adoptar algunas decisiones drásticas y no es cosa de que des muestras de flaqueza.

— Lo presentas como algo ominoso -dijo Garrett.

— Lo es. -Mientras estacionábamos el automóvil ante un edificio bajo, oculto por altos árboles de hoja perenne, Finch concluyó-: Tú y yo tendremos que decidir quién vivirá y quién no vivirá. Tan grave como eso.

Antes de que tuviese tiempo de añadir algo más, otros miembros de la Junta Hidrológica divisaron al nuevo delegado y se apiñaron para felicitarle.

— Ni siquiera entiendo las preguntas, así que mucho menos voy a conocer las respuestas -protestó Garrett.

— Para la hora del almuerzo, ya te habrás enterado -aseguró Welch.

Nos reunimos en un salón austero, una de cuyas paredes estaba pintada de blanco. Bradley Finch, como presidente de la junta, explicó brevemente:

— Nuestros técnicos trabajaron a toda máquina durante la semana pasada para tener a punto, en tu honor, Garrett, esta sesión de diapositivas, y creo que será mejor empezar con ellas cuanto antes.

Apagó las luces de la sala y una joven, a la que presentaron como la doctora Mary White, de Cal Tech, manifestó:

— Me encargaré de la exposición, señor Garrett, y si tiene alguna pregunta que formular, oprima el botón que hay en su mesa.

A continuación, la doctora Mary White desplegó la espectacular historia, del agua, en lo referente a todos los estados occidentales. Diapositiva tras diapositiva o el tema inevitable no dejaba de desenvolverse: población, agricultura e industria se desarrollaban con tanta rapidez que las disponibilidades de agua para mantener el suministro necesario no podían sostener aquel ritmo. Estados como Colorado, Atizona y Utah afrontaban permanentes condiciones de sequía.

Garrett pulsó el zumbador y las diapositivas se interrumpieron.

— Ha repetido continuamente el término estrato acuífero. ¿Podría definírmelo?

Se encendieron las luces y Finch dijo:

— Doctor 'Welch, tengo entendido que es usted una autoridad en la materia. ¿Le importaría aclararnos esos puntos?

El doctor Welch se llegó a un encerado y trazó en él una gruesa y firme línea, de izquierda a derecha. En un extremo, escribió "Montañas Rocosas" y en el otro "Nebraska". Debajo de la raya, puso con letras gruesas "Río Platte".

— Aquí estamos.

Trazó con tiza roja tres llamativas líneas que se separaban del Platte, partiendo de él. La primera llevaba el rótulo de "Poblaciones y otros usos sociales". A la segunda le puso el rótulo de "Agricultura". La tercera fue rotulada con la palabra inevitable: "Industria".

— Éstos son los agentes que quieren nuestra agua y, en conjunto, están ahora mismo en disposición de tomar mucha más de la que podemos proporcionarles.

Finch, ingeniero del I.T.M., intervino:

— Lo que sitúa ante tus ojos, bastante claramente, el problema básico, Garrett. Las tres salidas superan ya las diversas entradas. Tu tarea… es decir, la tarea de nuestra comisión… Bueno, tenemos que distribuir el agua disponible.

— ¿Qué es el estrato acuífero? -insistió Garrett.

— En realidad -tomó de nuevo la palabra el doctor Welch-, la única afluencia que tenemos son los trescientos cincuenta y cinco milímetros de precipitación que caen en las praderas. Lastimosamente poco. Apenas lo suficiente para que la vida continúe. Y los montones de nieve que se acumulan en las montañas. Van a parar al Platte… al Arkansas… o a alguno de nuestros otros ríos.

"Ahora bien, cuando el agua desciende por el sistema fluvial, ocurren varias cosas. Parte de esa agua es visible… como el Cache la Poudre que tenemos ahí fuera, cerca de este edificio. Parte se desvía hacia presa y canales de regadío. Y parte de ese líquido desviado se filtra en el suelo y, subterráneamente, va a parar al Platte.

— Eso suena como una teoría de Brumbaugh el Patata -comentó Garrett.

— Pero lo que ni siquiera él tuvo en cuenta -dijo Welch- fue el agua que no podemos ver. Y al escapársele ese detalle, se quedó exactamente sin la mitad de la ecuación.

Trazó con destreza las diversas afluencias que concurrían en el gran sistema: la nieve, el agua de lluvia, -las presas, las acequias. Luego, con amplio movimiento de la tiza, marcó dos líneas límite, a unos ocho kilómetros al norte y al sur del río, con rápidos trazos, cubrió el espacio intermedio, de modo que quedasen ocultos el río y sus complejas interrelaciones.

— Ahí tiene su estrato acuífero -declaró-. Subterráneo e invisible. Hace cuatro millones de años, cuando se estaba labrando el Platte a través de los sedimentos desprendidos de las Rocosas, se encontraba este fondo impermeable de esquisto y piedra caliza. Sobre ese basamento fueron depositándose capas de arena y grava, muy permeables, que en algunos puntos alcanzaron sesenta metros de espesor y, como ve, hasta dieciséis kilómetros de anchura. Durante millones de años, esta zona de captación estuvo oculta, cubierta por el manto superficial que fue presentándose después. Ahora forma una lente cuyos intersticios pueden llenarse de agua. Constituye un impresionante depósito subterráneo y actúa como elemento equilibrador de todo el sistema del Platte.

Se apagaron las luces y sobre la pared se proyectaron varías diapositivas que ilustraban acerca del funcionamiento de aquel misterioso fenómeno. Mientras seguía la complicada forma en que el agua se filtraba hasta el estrato acuífero, para escapar después por arriba mediante manantiales, filtraciones y pozos artesianos -la constante ida y venida del agua sustentadora de vida-, Garrett no pudo evitar el recuerdo del viejo Brumbaugh el Patata, que se había pasado toda su existencia sentado encima de la inmensa cisterna, sin darse cuenta de que estaba allí, ni de cómo funcionaba. Sondeó todos los secretos, salvo el más importante.

— Debemos considerar el estrato acuífero como la permanente contrapartida invisible del río visible. Si lo hubiésemos dejado en paz, nos habría servido eternamente, pero, por desgracia, empezamos a excavar pozos hasta él y ahora se encuentra en grave peligro.

La doctora White tomó el relevo con sus diapositivas, las cuales mostraban cómo rancheros, igual que Paul Garrett, habían excavado pozos artesianos hasta el estrato acuífero y estaban extrayendo millones de litros de agua que deberían dejarse en la cuenca subterránea.

— Este invento -dijo, a la vez que proyectaba sobre la pantalla la fotografía de un ingenioso aparato de regadío- ha causado al río Platte más daño que ninguna otra cosa de la historia, porque casi ha destruido el estrato acuífero.

En la pared surgió la vista de un praderío liso y desprovisto de árboles. En medio se alzaba una torre de acero, que descansaba sobre ruedas autopropulsadas. Al ingenio llegaba electricidad yagua, se movía en círculo incesantemente, mientras despedía finísimos chorros de líquido por el conjunto de pulverizadores colocados en la parte superior. Aquella torre podía estar dando vueltas las veinticuatro horas del día, regando una extensa zona.

Aquello no era todo. De ocho a trece de tales torres podían unirse, una junto a otra, cada una con su propio motor, cada una girando en círculo a la velocidad apropiada. Esa combinación de torres formaba un enorme brazo que podía extenderse cuatrocientos metros y regar una superficie de cincuenta hectáreas. Aquéllos eran los círculos "mágicos" que vi durante mi primer paseo en el avión de Garrett.

Las luces se encendieron y Finch dijo:

— De modo que ése es nuestro estrato acuífero. y está en peligro. No sólo la demanda actual lo está reduciendo, sino que la demanda futura amenaza con agotarlo. En lo que respecta a ese frente, Detlev Schneider tiene algunos datos.

Diplomado en demografía en Oxford, Schneider era hombre robusto, con un sentido del humor que podía calificarse de afectuoso. Mientras Schneider hablaba, Garrett reflexionó sobre uno de los aspectos más tranquilizadores de Colorado; siempre iba en busca de ayuda a las mejores fuentes del mundo: Oxford, Cal Tech, LT.M., Harvard, Stanford.

— Nos enfrentamos a algo formidable de veras -decía Schneider-. Porque Colorado es un estado tan popular que cincuenta mil almas desean trasladarse a él, anualmente. Nos gustaría acogerlos, pero no disponemos de agua suficiente. Y, dentro del propio estado, veinte mil vecinos de zonas rurales quieren, anualmente, establecerse en Denver. Nos encanta tenerlos, pero no hay agua. Hay también veintenas de industrias deseosas de afincar su sede aquí. Los ejecutivos quieren esquí instantáneo y nosotros necesitamos los dólares de sus impuestos. Pero sencillamente no tenemos el agua.

Harry Welch terció para informar de que la asamblea legislativa de Colorado había preparado un proyecto de ley para negar permiso a cuantos, con domicilio fuera del estado, querían mudarse a Colorado.

— Estableceremos puntos de control en las fronteras y les obligaremos a volver -dijo.

— Completamente anticonstitucional -replicó Schneider-. Todo ciudadano estadounidense puede trasladarse a donde guste.

— Pero no a Colorado -dijo Finch-. El patrón analógico se cuida de ello.

En una pequeña habitación de la parte de atrás del edificio había un tablero de clavijas, de doce metros de anchura y metro y medio de altura, que duplicaba, a escala y con minucioso detalle, todos los aspectos del sistema del Platte. Un grueso alambre de cobre representaba al río. Se unían a él otros alambres más pequeños, que correspondían a los afluentes. Soldados a ellos había miles de resistores eléctricos de diversa longitud, que duplicaban las propiedades de resistencia al agua de la región. Igual que las rocas obstruían el movimiento acuático a través del estrato acuífero, los resistores regulaban la corriente eléctrica en el panel.

Cada enlace de cuatro resistores iba unido a un condensador, que almacenaba electricidad del mismo modo que las rocas porosas y las presas almacenaban agua. En pleno funcionamiento, el complejo sistema eléctrico reproducía todos los atributos del río y del estrato acuífero, y cualquier afluencia de agua que llegase a la cuenca se reflejaba en el patrón analógico.

— ¿Qué hay de las pérdidas y del desagüe? -preguntó Garrett.

— ¿ Ve estas bombillitas claras esparcidas por el panel? -explicó Schneider-. ¿Yesos pequeños resistores? Sueltan electricidad lo mismo que los canales de regadío y los pozos retiran agua.

Mientras Garrett inspeccionaba aquella reproducción, Finch dijo:

— Refleja el Platte, tal como está hoy. Pero también puede mostrarte su situación dentro de cinco años, si continúa aumentando la demanda de agua. Veamos el aviso que tiene Harry Welch para nosotros con sus salidas en rojo.

La entrada de electricidad, que representaba la precipitación acuosa, se mantuvo constante, pero se encendió una gran bombilla, que simbolizaba la creciente demanda de las comunidades de nuevos habitantes.

— Observa el osciloscopio -dijo Finch.

Allí, sobre una pantalla situada a un lado del panel, se reflejaban gráficamente los efectos de la nueva demanda: una línea sombreada que representaba la uniforme corriente del río descendió espectacularmente hacia el fondo de la pantalla y formó una profunda depresión.

— Eso demuestra lo que auguramos -dijo Finch-. Mira corriente abajo. Verdadera escasez de agua, pero aún tenemos río.

— Añadamos ahora el incremento de la demanda para la industria -manifestó Schneider, y encendió varias bombillas.

La línea del osciloscopio bajó ominosamente, acercándose a la parte inferior de la pantalla.

— En este punto, la agricultura las está pasando negras -dijo Finch.

— Veamos qué ocurre si sufrimos cinco años de sequía -observó Schneider-, como los hemos tenido a menudo.

En vez de añadir nuevas bombillas para simular aumento de demanda, se disminuyó la corriente en las montañas, indicando así poca precipitación de nieve y se interrumpió el paso de otra corriente, para señalar la carencia de lluvias. La línea del osciloscopio se desvaneció; el Platte dejó de circular.

Apagaron el patrón analógico.

— Ahí lo tienes -dijo Finch-. Si alentamos el incremento de pobhtd6n en Colorado, invitamos a más industrias a establecerse aquí y se continúan reduciendo las existencias del estrato acuífero con la extracción para fines agrícolas, destruiremos el estado. Tu tarea, Garrett, consiste en evitar que eso suceda.

— ¿Nos quedan todavía otras opciones? -preguntó Garret.

— Sí, pero debes explicárselas a los ciudadanos. Por ejemplo, si seguimos escamoteando agua de nuestras granjas, las cebollas costarán a diez dólares la unidad.

Durante el trayecto de regreso a casa, un Garrett mucho más serio reflexionó sobre su nuevo cargo de protector de los recursos naturales.

— Creía que la misión estribaba en proporcionar aire sano para los pulmones de los habitantes de Colorado. Ahora tengo que encargarme de que no les falte agua para beber. Y cuando los expertos del suelo hayan acabado con su adoctrinamiento, mucho me temo que mi tarea principal va a consistir en garantizar la existencia de terrenos de cultivo. Esta nación se está quedando desprovista de todo. Olvidamos el hecho de que siempre estuvimos en equilibrio inestable y, si ahora no protegemos todos los componentes, nos derrumbaremos. No llegué a conocer a mi bisabuelo, Jim Lloyd… murió antes de mi época. Pero he oído a mi abuelo Beeley comentar hasta qué punto Lloyd amaba la tierra y su rotunda negativa a hacer algo que alterara su equilibrio. Nunca hubiese permitido que un novillo de más pastase en un campo susceptible de resultar perjudicado por la "siega" de la hierba a ras del suelo. Tenemos que volver a ese sentido de responsabilidad hacia la tierra. Cuando pienso que a la gente de este estado le importó un ardite que Floyd Calendar matase águilas blancas, osos y pavos… sólo por causar daño, sólo para que unos cazadores del Este gozasen de ciertas emociones…

El martes, 20 de noviembre, les tocó a los agricultores y financieros pasar el mal trago. La reunión culminante de la Central Remolachera se celebró en Denver y, como miembros de la junta, asistieron a ella Paul Garrett y Harvey Brumbaugh, quienes recibieron en silencio las descorazonadoras cifras que se presentaron.

— La industria remolachera -zumbó el presidente- pasa por malos momentos. Son tantas las personas que codician nuestras tierras, para destinarlas a nuevos fines, que el agricultor no puede reservarlas para el cultivo de remolachas. Tiene que venderlas a las urbanizadoras, que construyen nuevas ciudades para personas del Este. Pero incluso aunque conservara los campos, no encontraría mano de obra que los trabajara y recogiese la cosecha de otoño. -Prosiguió con su lastimosa letanía, hasta llegar a la evidente conclusión-: De forma, caballeros, que no nos queda más alternativa que la de cerrar nuestra fábrica de Centenario. No perderemos dinero, puesto que una urbanizadora de Chicago nos ha hecho una oferta de lo más atractivo. Quiere construir noventa y siete casas de tipo colonial.

Harvey Brumbaugh fue el primero en reaccionar. Como propietario de un gran cebadero, donde se concentraban novillos jóvenes para su engorde, había dependido de la pulpa y la melaza de la remolacha azucarera, alimento muy apropiado para las reses. Ahora tendría que ir a buscarlas a otro sitio y hacer frente a los gastos de transporte.

El presidente escuchó su queja y luego dijo:

— Es posible que esté a la vuelta de la esquina del calendario el momento en que la industria ganadera se vea obligada a abandonar Colorado. Es tan bonito nuestro estado que mucha gente quiere venirse a vivir aquí, y me temo que rancheros como Paul Garrett descubrirán que les resulta imposible seguir criando ganado en explotación económicamente rentable. Se desvanece en el aire todo un patrón de vida, caballeros. Nosotros somos los primeros en pagar las consecuencias.

El presidente no lo dijo, pero cuantos asistían a la reunión comprendieron que en alguna asamblea posterior, tal vez en el plazo de tres años, el primer tema de la agenda sería: "¿Debemos disolver la sociedad?"

A Garrett le era incomprensible que aquella gran institución, que otrora dominaba la existencia en Colorado -"Tenemos que vivir y respirar según los dictados de la Central Remolachera", habían dicho los agricultores-, estuviese al borde del derrumbamiento. Incluso por las fechas en que Garrett era niño, allá por 1936. In Central Remolachera imponía los nombres para las juntas escolares y bancarias y para las oficinas de sheriff. Para miles de granjeros y comerciantes pueblerinos, la Central Remolachera era Colorado y resultaba doloroso verla caer desde aquel alto estado.

— ¿Qué fue lo que se torció? -preguntó Garrett a Brumbaugh, cuando volvían juntos a casa.

— No prestamos suficiente atención a las relaciones entre la tierra y la gente -repuso Brumbaugh-. Vislumbré algo del problema mientras desarrollaba la idea del cebadero. Sacar a las reses jóvenes de los pastos, meterlas en corrales y engordarlas con vistas al mercado. Bueno, el proyecto parece haber seguido su curso hasta el final. ¿Sabes en qué estoy pensando ahora?

Garrett volvió la cabeza para mirar al hombre que iba a su lado. Como su bisabuelo el Patata, Harvey poseía un cerebro de largo alcance, siempre deseoso de investigar nuevas posibilidades. En aquel momento, Brumbaugh decía:

— Tengo la sospecha de que no tardaremos en criar ganado vacuno con los mismos procedimientos que se emplean en las granjas avícolas modernas. Sin tocar el campo. Desde su nacimiento hasta su muerte, vivirán en corrales higienizados. Los vaqueros serán muchachos de ciudad, con título académico, que trabajarán con delantal. Embarcarán el estiércol en píldoras disecadas.

Estimulado por su visión del futuro, no obstante pronosticarle dificultades, Brumbaugh continuó:

— Llegará un momento en que ni siquiera podremos permitirnos el lujo de tener vacas en Colorado. Primero las trasladarán a Wyoming y Montana, pero también allí está subiendo el precio de los terrenos. ¿Sabes qué va a ocurrir?

Garrett llevaba algún tiempo pensando que, en Colorado, la ganadería estaba sentenciada, pero no había colegido dónde se establecería el negocio, por lo que escuchó con fascinado interés cuando Brumbaugh dijo:

— Dentro de muy pocos años criaremos la mayor parte de nuestras reses en tierras pobres y apartadas de estados como Indiana… cerca de los centros de suministro de pienso. Por otra parte, he leído algunos buenos informes sobre panes de semilla de algodón para alimento de herefords. Puede que traslade mi negocio de cebaderos a Georgia… o tal vez a Alabama.

Garrett estaba impresionado por la facilidad con la que Brumbaugh podía saltar de una alternativa a la siguiente, sin permitir que la menor sombra de sentimentalismo se inmiscuyera allí donde su utilidad fuese nula. A Garrett, eso le resultaba imposible. Si llegaba el momento en que no pudiera seguir criando ganado, su vida quedaría destrozada. Dominado por tales sombríos pensamientos de cambio futuro y de nuevo curso del rumbo de la vida, dejó a Brumbaugh en los cebaderos y continuó hacia el norte.

El miércoles, Paul tuvo que plantar cara a una necesidad desagradable, que durante varias semanas había estado aplazando. Ahora debía reunirse con las personas interesadas y comunicarles la mala noticia.

Al hacerse público que iba a ser presidente de la Comisión de Centenario, una delegación del Valle Azul situado en el corazón de las Rocosas, fue a visitarle con un detallado plan para convertir aquella zona histórica en centro de la conmemoración. Al echar un vistazo a la propuesta, Garrett se sintió molesto por su chabacanería y la forma en que se recargaba la coba sobre todo factor básico de la historia de Colorado, pero con el transcurrir de los días fue enterándose de más pormenores y acabó sublevado. Los hombres y mujeres de Valle Azul parecían ignorar que, en 1976, un gran estado y una nación mayor aún iban a celebrar sus respectivos aniversarios y que lo que se necesitaba era una rededicación a los principios que les permitieron alcanzar' la excepcionalidad. En Valle Azul querían una feria carnavalesca.

De mala gana, condujo su automóvil hacia las altas montañas, dispuesto a visitar la población más fea de los Estados Unidos. Al llegar a la cima de una empinada cuesta, bajó la vista sobre el valle y se consideró obligado a grabar en cinta lo que pensaba:

Éste solía ser uno de los parajes más encantadores de América del Norte. Esa corriente era cristalina y estaba repleta de castores. Los árboles cubrían aquellas riberas ahora desnudas. Abundaban los ciervos y los alces, y las montañas se erguían como centinelas protectores. Mis antepasados descubrieron el lugar, y ese viejo indio del que le he hablado encontró oro aquí.

Bueno, ningún sitio del mundo, por precioso que sea, puede resistir el descubrimiento de oro… o petróleo. Mire esa cosa repugnante: sin árboles, la corriente llena de suciedad, ni el menor rastro de vida silvestre salvo los perros que, para que se muriesen, abandonaron los visitantes estivales. El teatro de la ópera se pudre, los caballetes del tendido ferroviario se caen a trozos… ¡y esas malditas luces de neón!

Antes de que se hubiese inaugurado la primera alcantarilla por el centro de la calle Mayor, la urbe de Valle Azul ya era una vergüenza. En cuanto a pura destrucción, se llevaba la palma en una estado que con tanta frecuencia profanaba sus más espléndidos tesoros. Ni un solo rasgo redentor se creó en la ciudad, y los que sobrevivieron al destrozo se alzaban como recuerdo de la codicia y la insensibilidad del hombre.

— Deberían quemarse hasta los cimientos de toda esta maldita desgracia -murmuró Garrett cuando entraba en el casco urbano.

Pero en seguida aplicó los frenos y volvió a examinar el problema, al tiempo que localizaba aquí y allá algún viejo edificio que podía restaurarse para que los turistas se quedasen boquiabiertos:

Las ruinas inducen al hombre a la especulación, y los cuadros de Hubert Robert que muestran la desolación de Roma o los oscuros y vigorosos aguafuertes de Piranesi que reproducen castillos sombríos en plena decadencia excitan nuestra imaginación. Quizás el comité tuviese razón. Acaso pudiera salvarse algo que recordase el pasado al visitante de la ciudad.

Contempló desconsolado las horribles excrecencias modernas que monopolizaban la población: los tenderetes de perros calientes construidos en forma de perros calientes, los moteles musulmanes, los gigantescos letreros de luces de neón, la porquería en el arroyo, la absurda arquitectura y, por todas partes, atentados contra el buen gusto y el sentido común. Hasta la pista de esquí, construida a fuerza de copiosas inversiones, estaba contaminada. En invierno, la nieve aparecía sembrada de envoltorios helados de caramelos. En verano, los papeles se mezclaban con latas de cerveza y botellas rotas:

Ya no tiene solución. Todo está echado a perder. Observe la autopista, que cruza y vuelve a cruzar estúpidamente el río, al que ya no es posible ver. La única salvación de este paraje estribaría en contratar gigantescos helicópteros dotados de enormes dragas para que sobrevolasen el lugar, día tras día, y llenaran de tierra todo el valle, con la esperanza de que, en un par de siglos, la acción erosiva de la corriente creara de nuevo algo encantador.

A Garret, lo peor le aguardaba en la propia ciudad, donde un grupo de representantes de bares y moteles se había congregado para esbozarle sus ideas acerca del centenario.

— Hemos pensado -expuso el portavoz- en la representación de escenas que resultarán muy sugeridoras para el visitante y los harán sentir el viejo Oeste. Vamos a tomar ese edificio de la calle Mayor y lo transformaremos en estación de la Wells Fargo. Todos los días, a las doce, una banda de forajidos -podemos contratar ocho vaqueros, cuyos honorarios estamos en situación de pagar- asaltará la diligencia, y después habrá una pelea a tiro limpio que durará cosa de cinco minutos. Jeff, háblale del ahorcamiento.

— Bueno, hemos calculado que, por un gasto inferior a cien dólares, podremos levantar un patíbulo ahí, en la zona de aparcamiento, y todas las tardes, a las tres, representaremos la ejecución de Louie el Sucio y la Bella Beagle. Sabemos que el ajusticiamiento tuvo efecto a unos seis kilómetros, corriente arriba -la acusación fue de asalto armado, y ella era una prostituta y todo eso-, pero suponemos que nadie se quejará si trasladamos el asunto a la ciudad.

"El número estelar lo presentaremos a las siete de la tarde. Vamos a rebautizar la taberna con el antiguo nombre de "El cubo de sangre" y, con la puesta del sol, se interpretará la escena de la muerte a tiros de los muchachos Pettis. Nos hemos puesto en contacto con Floyd Calendar, que ha accedido a encargarse del papel de su abuelo Amos Calendar, el hombre que los abatió…

— Un momento -interpeló a Garrett el gerente de un motel-, ¿no intervino en el tiroteo un pariente de usted?

— Si. Y uno de Harvey Brumbaugh.

— ¿ Cree que para estas representaciones del aniversario podríamos contar con usted y con Brumbaugh? Acompañando a Calendar, avanzarían calle Mayor abajo dándole al gatillo… Dispondríamos de la televisión y conseguiríamos que todas las emisoras de la región lo transmitiesen.

Los tenebrosos proyectos continuaron exponiéndose: la prostitución, el asalto a mano armada, el atraco al banco, la huida de la diligencia acosada por los bandidos. Mientras escuchaba, Garrett se preguntó si aquellos hombres comprenderían algo de la historia del Oeste. ¿Pensaban que sólo hubo asesinato y mutilación? ¿Sabían que también se establecieron en el Oeste hombres y mujeres normales y que la mayor parte de ellos deploraban los mismos excesos que aquella comisión deseaba festejar? Jim Lloyd había dejado un breve recuerdo escrito de su incursión por las montañas en busca de los muchachos Pettis:

Desde entonces, no he vuelto a tocar un revólver. Siempre me ha parecido odioso matar a tiros una serpiente de cascabel y recomiendo a todos mis descendientes que se mantengan apartados de las armas de fuego, porque me he dado cuenta de que causan más daño a los hombres buenos que a los malos.

A la hora del almuerzo, el comité presentó su única idea acertada.

— Hemos dejado esto para lo último -dijo el presidente-, porque sabemos que le gustará. Colocaremos un enorme letrero en todas las carreteras principales que conduzcan al estado. Diremos a los turistas: "Venga a Valle Azul y coma lo que comían los pioneros."

Chasqueó los dedos y entraron los cocineros, para servir pan de masa ácida, judías y cebolla, tortas de maíz; harina, huevos y leche, y carne de alce.

Era un propósito imaginativo y Garrett se sintió poco dispuesto a desanimar a los hombres. Una comida así, servida sobre un hule de cuadros rojos y en un ambiente tosco resultaría popular entre los turistas. Los otros proyectos eran insultantes y Garrett no deseaba tener arte ni parte en ellos, pero no le quedó más remedio que reconocer que aquellos hombres no ocasionarían al valle más daño del que le habían causado ya sus predecesores.

— Si consiguen arañar cuarenta o cincuenta mil dólares -dijo Garrett a regañadientes-, con los que limpiar esta ciudad… y construir algunos frontispicios…

— ¿Interpretará entonces el papel de su abuelo en el gran tiroteo?

Garrett sonrió.

— Como presidente de la comisión a escala estatal, no puedo mostrar ningún partidismo.

— Claro. Llamaremos a nuestro espectáculo "La ciudad fantasma vuelve a vivir".

— Ignoraba que hubiesen sido alguna vez una ciudad fantasma.

— Bueno, alteramos la historia… un poco, aquí y allá.

El jueves, 22 de noviembre, Garrett llevó a Harvey Brumbaugh a un aparte, antes de que empezara la sesión del comité, y le dijo:

— Valle Azul nos ha hecho una oferta que no podemos rechazar. Tenemos que llevar revólver, bajar al acecho por la calle Mayor y cargarnos otra vez a los muchachos Pettis.

— La impaciencia me consume -repuso Brumbaugh, dejando a un lado la superficialidad-. Vayamos con tu partida de linchamiento. -Se sentó muy erguido en la silla reservada para él, puso ambas manos encima de la mesa y manifestó-: Supongo, caballeros, que han llegado ya a una conclusión, ¿no?

— Así es -repuso el presidente-. Harvey, por mucho que me duela… Bueno, el problema sanitario… el olor… los planes futuros para Centenario… Lo hemos analizado todo y sólo podemos llegar a una conclusión.

— ¿Quieren que saque de aquí mis cebaderos?

— Eso es -confirmó el presidente en tono pacificador-. Ahora bien, no deseamos que los traslades demasiado lejos. Cosa de quince o veinte kilómetros. Podrán seguir contigo los empleados del cebadero.

— ¿Qué plazo tengo? -preguntó Brumbaugh fríamente.

— No vamos a meterte prisa. Ocho… nueve meses.

— Nos hemos enterado -terció con viveza un miembro de la comisión- de que adquirió una opción sobre algunas tierras de los Volkema, en Campamento Avanzado. Eso sería formidable.

Brumbaugh se separó de la mesa para examinar cuidadosamente a los ecólogos que le estaban apartando de su negocio, y cuando sus ojos tropezaron con los de Garrett, hizo a éste un leve guiño.

— Caballeros -articuló despacio-, puede que tenga una sorpresa para ustedes.

Su aspecto era imponente aquella mañana: cincuenta y seis años, mente porfiada como la de Brumbaugh el Patata, y uno de los ganaderos más adinerados del Oeste. Prosperó gracias a encontrarse preparado en todo momento para adoptar las decisiones más desagradables. Los ciudadanos de Centenario le tildaron de loco cuando vendió las tierras bajas que poseía a la orilla del Platte, pero es que se había dado cuenta antes que nadie de que la remolacha azucarera era un producto moribundo. Le auguraron el fracaso cuando ideó su plan de adquirir novillos jóvenes y cebarlos científicamente, exponiéndose a los peligros del mercado fluctúan te, de forma que, si los precios subían, ganaría una fortuna… que perdería fácilmente si los precios bajaban. Era el nuevo tipo de hombre del Oeste, el negociante revolucionario y emprendedor, y llevaba ya cierto tiempo anticipando la fecha en que las consideraciones ecológicas le obligarían a abandonar sus extensos cebaderos. A decir verdad, el cierre de la fábrica de azúcar de remolacha, con la consiguiente pérdida de la pulpa, provocaría un cambio en la localización deseable de sus instalaciones, por lo que, oportunista en el buen sentido de la palabra, Brumbaugh recibió favorablemente la decisión del comité.

Garrett no había podido prever las intenciones futuras de su viejo amigo, de modo que escuchó atentamente cuando Brumbaugh tomó la palabra:

— Desde hace algunos meses he estado sopesando las ventajas de un traslado y la decisión que me comunican esta mañana me obliga a actuar. Creo que sería mejor que avisaran a la prensa.

El presidente emitió una tosecita nerviosa.

— ¿Estás seguro de que es el momento oportuno? -inquirió sosegadamente.

— Completamente seguro -replicó Brumbaugh. Dirigió otro guiño a Garrett y, mientras aguardaban la llegada de los periodistas, preguntó-: ¿No has sopesado por tu cuenta algunas decisiones que pueden afectarte, Paul?

Garrett se sonrojó, antes de reconocer:

— Que yo sepa, no.

Lo cierto es que estaba perplejo respecto a algunos puntos, pero no pensaba discutirlos con sus vecinos.

— Me refiero a tus herefords. -Garrett no manifestó emoción alguna y Brumbaugh prosiguió-: Me enteré el otro día, en Montana, de que Tim Grebe se dirigía hacia aquí y, en nuestro negocio, cuando Tim Grebe aparece, eso sólo significa una cosa.

— Tal vez se dirija a Denver -dijo Garrett, evasivo.

— Me dijeron que su destino era Venneford -dijo Brumbaugh, con la vista fija en Garrett.

Empezaron a entrar los periodistas y Brumbaugh se dirigió a ellos:

— Desde hace algún tiempo, los ciudadanos de Centenario se oponen, y creo que con razón, a que mis cebaderos continúen en los arrabales de la urbe. Se alegan motivos de salud, higiene y olor, con todo lo cual estoy de acuerdo. Caballeros, me encuentro en condiciones de anunciar que iniciaré de inmediato el traslado.

El presidente!e interrumpió, para manifestar.

— El señor Brumbaugh se lleva los cebaderos a Campamento Avanzado. De modo que en realidad no nos perderemos los beneficios de su explotación, sólo el olor.

Aquellas palabras hicieron que se dibujasen algunas sonrisas, que eliminó Brumbaugh con un anuncio que sorprendió a sus oyentes:

— Voy a dividir los cebaderos en dos mitades. Una parte la estableceré al oeste de Ottumwa (Iowa). La otra la instalaré al nordeste de Macon (Georgia).

— ¿Sobrevivirá Centenario? -inquirió el reportero del Clarion-. Perder la Central Remolachera el martes y los Cebaderos Brumbaugh el jueves…

— Centenario siempre sobrevivió -dijo Brumbaugh-. Se adaptará a esta nueva situación. -Tras una pausa para que asimilasen aquella áspera conclusión, añadió-: Los periódicos y las emisoras de radio tendrían que ir preparando a la gente para cuando llegue el momento, tal vez no muy lejano, en que los famosos ranchos ganaderos de esta zona se vean obligados a echar el cierre. Uno no puede criar herefords en unos terrenos que valen cinco mil dólares la hectárea. Sobre todo si se agotan los estratos acuíferos y hay que importar el heno. Por mi parte, traslado los cebaderos a lugares donde suele llover con frecuencia… donde abunda el heno. Si se me priva de la pulpa de remolacha, tengo que ir al pan de semilla de algodón.

Para Centenario, aquélla fue una noche sombría, porque no eran pocas las familias perjudicadas por la doble pérdida. -¿Está acabada la ciudad? -preguntaron los descendientes de los pioneros-. ¿Vamos a seguir el mismo camino que Campamento Avanzado y Wendell?

El banquero de Centenario, que veía desvanecerse dos cuentas sustanciales, le dijo a su esposa;

— Es posible que todas las operaciones importantes de respaldo bancario que hagan falta en esta ciudad se realicen desde Greeley o, incluso, desde Denver. Todo lo que nos va a quedar son las de valores en cartera, que nunca me han seducido mucho. Me parece que será conveniente reconsiderar aquella oferta de empleo que me hicieron en Chicago.

El 23 de noviembre se abatió sobre Garrett el golpe más violento de todos. A primera hora de la mañana, un gran Cadillac rojo salió de Cheyenne en dirección sur, rodó velozmente y se detuvo en el Rancho Venneford. Lo conducía Tim Grebe, opulento tratante en ganado, residente en Montana, que contaba ya cincuenta y un años y era un hombre elegante, de rostro rubicundo. Tras la muerte de todos los miembros de su familia, Tim Grebe había vivido con Walter Bellamy, el antiguo registrador de la propiedad, quien le envió a la escuela agrícola de Fuerte Collins, donde se graduó entre los primeros de la clase. Un importante ganadero de Wyoming, dedicado a la cría de herefords, contrató sus servicios. Pocos años antes, Grebe abandonó ese empleo para desempeñar las funciones de socio director en un enorme rancho de Montana montado por un magnate del petróleo, de Texas. Tim Grebe ganó fama de innovador y en los últimos años había viajado de un extremo a otro del Oeste, ayudando a los ganaderos a revitalizar sus rebaños e introduciendo nuevos métodos y nuevos tipos de exóticas reses europeas.

Se había adiestrado para convertirse en un maestro de la persuasión y, mientras posaba la taza de té, miró a Garrett cara a cara y habló con aquel tono suave y convincente que le había llevado a ocupar un puesto de privilegio en el ramo.

— Paul, también yo soy un viejo profesional de los herefords.

No se me ha olvidado el trauma psicológico que representó para mí tener que abandonar mi rebaño y sé hacerme cargo de lo que experimentan los hombres cuando por fin deciden protegerse.

Sacó de entre sus papeles aquella célebre fotografía periodística tomada en 1936. La llevaba en una funda de plástico y en ella aparecía un Timmy de catorce años abrazado a un hereford.

— Me acuerdo de eso -dijo Garrett-. Yo tenía nueve años.

Y recordaba también los otros acontecimientos de aquel día fatídico.

Por esa misma razón, Tim Grebe explotaba también su fotografía; cuando los rancheros rememoraban las muertes espantosas acaecidas en Campamento Avanzado, adoptaban una actitud más receptiva hacia Grebe. Éste dejaba de ser el formidable ganadero de Montana, de ideas audaces y cuenta bancaria de un millón de dólares en Texas. Se convertía en un muchacho del campo que había sobrevivido a su propio infierno.

— De modo que al venir a razonar contigo, Paul, lo hago como un amigo que ha pasado lo suyo. Permíteme explicarte -acentuó ligeramente la sílaba te- cuál es tu verdadera situación…

Y empezó a enumerar los problemas que habían estado preocupando a Garrett.

— Primero, tus herefords no se han librado por completo del enanismo introducido por Charlotte Lloyd y sus fantasiosos expertos. Os mantuvisteis aferrados demasiado tiempo a la línea de Emperador. Toros grandes para exhibirlos en vestíbulos de hoteles durante las ferias ganaderas. Fatal en lo referente a la cría. Para eliminar los errores que inculcó Emperador, tendríais que haber incorporado sangre nueva.

"Segundo, tus primales Hereford no pesan lo suficiente. Ya has visto ganaderos que cambiaron a razas exóticas y que embarcan sus novillos rumbo al mercado ocho semanas antes que tú, con el ahorro de alimentación que eso supone.

"Tercero; aunque esto no es de importancia capital, debido a su ligera pigmentación, el Hereford ha estado siempre sometido al cáncer ocular y a la quemadura de ubres. Ambos defectos pueden eliminarse mediante un simple cruce.

"Cuarto, cuando alumbran terneros, tus vacas nunca producen leche suficiente para criarlos.

Hizo una pausa y levantó su taza vacía.

— ¿Quieres un poco más de té? -preguntó Garrett sosegadamente.

Grebe había identificado con suma habilidad todos los puntos flacos que Paul estuvo ponderando.

— Es un té estupendo. Como ahumado. ¿Qué tiene?

— Mezcla especial bebida por mi familia a lo largo de generaciones. Tratada con alquitrán. -Tomó un sorbo de su taza y luego dijo con torpe sinceridad-: Me alegro de que hayas venido.

— Observemos tu problema desde un punto de vista distanciado… Créeme, PauI, puedes consultar a quien te parezca y, si es honesto, te dirá lo mismo que yo, poco más o menos. Así que te invito a que compruebes cuanto te digo.

Tomó un largo trago de té caliente y continuó:

— Si te empeñas en seguir con los herefords puros, Paul, tardarás años en revitalizar tu ganadería e, incluso, no progresarás en lo que se refiere a grandes ejemplares, los que representan dinero. De forma que te lo digo sin tapujos: "Recurre al cruce, a los híbridos." Tienes que introducir sangre nueva en nuevos sistemas, por dolorosa que pueda resultarte la idea.

— Estoy preparado.

— Bueno. Puedes hacerlo de dos formas. La gente de Curtiss tiene algunos sementales verdaderamente estupendos y te venderán esperma para inseminación artificial. Elige la raza adecuada y el toro apropiado, y en cosa de cinco años habrás renovado el rebaño. El primer año tendrás reses mitad y mitad. El segundo, tres cuartos. El tercero, siete octavos. Y el cuarto serán de quince dieciseisavos, lo que en nuestra profesión se considera raza completa. He utilizado inseminación artificial y funciona. Uno fecunda más vacas y lo hace en el primer estro o período de celo, lo que representa cuarenta y tantos kilos más por ternero al término de la temporada de cría, en comparación con el de la vaca que sólo queda preñada en el cuarto estro.

Se echó hacia atrás y concedió tiempo a Garrett para que digiriese los argumentos de la competencia.

— Si prefieres inclinarte por la inseminación artificial, puedo ponerte en contacto con dos elementos estupendos que trabajan para Curtiss, quienes tendrán el semen a tu disposición en el momento en que lo desees. Pero te encarezco que aceptes mi consejo y consideres mi sistema.

— Para eso te pedí que vinieras -dijo Garrett.

— Bien. Paul, voy a sacudirte con una ventisca de ideas revolucionarias, así que abróchate el cinturón del asiento. Quiero que me compres, si te gusta la raza que he elegido, sesenta toros jóvenes, treinta de ellos mestizos mitad y mitad a cuatrocientos cincuenta dólares la cabeza, y treinta de tres cuartos, a seiscientos dólares cada uno. Eso hace una inversión inicial de treinta y un mil quinientos dólares, que parece mucho, pero permíteme demostrarte cómo puedes amortizarla de la noche a la mañana. Quiero que vendas hasta el último de tus herefords a los fabricantes de embutidos… Son los que más pagan hoy en día, porque quieren carne fuerte, sabrosa. Puedo conseguirte un contrato bueno de verdad y, cumplido, me deberás menos de diez mil dólares, para los que te concederé un plazo de más de tres años.

— ¿En qué razas específicas has pensado, Tim?

— Todo está aquí, en el librito -dijo Grebe, y tendió a Garrett un folleto ilustrado con numerosas fotografías que mostraban los resultados de los cruces de vacas Hereford con sementales de diversas razas europeas importadas al Canadá. Pero antes de que Garrett tuviese tiempo de hojearlo, Grebe añadió-: Uno de los mejores cruces, naturalmente, lo conoces muy bien: Hereford y Black Angus. La pigmentación oscura elimina el tumor ocular y la quemadura de ubres. Y uno tiene un ternero precioso, de cuerpo endrino como el Angus y nívea cara blanca como el Hereford.

Dejó que Garrett pasase las páginas.

— Brevemente, la historia de los europeos es ésta: el animal de mayor tamaño es el Chianina, de Italia, un toro blanco, pero a mí no me gusta el tono de los terneros Hereford-Chianina, y no creo que a ti te gustase tampoco. El más popular ha sido el Charolais, que con el Hereford da un tostado muy bonito, pero tiene muchos puntos débiles. El más temperamental de los nuevos ejemplares es el Maine-Anjou, un animal francés, blanco y negro, estupendo en lo concerniente a producción lechera y cárnica. Pero el bicho que más me gusta -y respaldo mis palabras con el hecho de haber expuesto mi dinero- es el Simmental, esa enorme res rojiza del valle de Simme, en Suiza. No voy a cantarte sus alabanzas, porque lo puedes leer en ese texto, pero como antiguo profesional del Hereford puedo decirte una cosa… Como el pelaje básico del Simmental es tan parecido al del Hereford, uno puede cruzar ambas razas y los terneros conservarán un cuerpo rojo y una estupenda testuz blanca.

Enseñó a Garrett fotografías en color de dieciséis de tales cruces, en las que los terneros presentaban un aspecto tan semejante al de los Hereford que, en algunos casos, Garrett no pudo detectar el cruce.

— No me preocupa el color -mintió Garrett-. ¿Qué más puede hacer el cruce por mí?

— Introducirá vigor híbrido. Cualquier cruce mejorará una ganadería Hereford en un diez por ciento. Un cruce con europea selecta mejorará el rebaño en un catorce por ciento, simplemente porque introducirá nuevos esfuerzos de resistencia. Y el mejor Simmental producirá una mejora del dieciocho por ciento.

"Tus vacas darán más leche. Disminuirá el cáncer ocular y la escaldadura de ubres. Pero la gran diferencia consiste en que el Simmental nunca se ha criado para impresionar con su magnífico aspecto, para exhibirse en los vestíbulos hoteleros. Es un animal robusto, grandote y tosco, yeso se refleja en los terneros. ¡Mira estas cifras! Base Hereford Cruce de Simmental Peso del ternero al nacer 32 Kg 40 Kg Peso a las 205 días