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LOS CAZADORES

Dos de las aportaciones más significativas a la explotación agrícola de Colorado las proporcionó, en 1859, un ruso de treinta y dos años. Se trataba de un buscador de oro que atendía por el muy germánico nombre de Hans Brumbaugh, y que era ruso porque, en el año 1764, su bisabuelo, un agricultor alemán, escuchó a Catalina la Grande, la princesa teutona que gobernaba Rusia, cuando formuló una de las promesas de colonización más tentadoras de la historia: "Cualquier súbdito alemán que acceda a establecerse en mi Rusia recibirá tierras prácticamente gratis y se le garantizarán libertad de culto, exención de impuestos, autonomía dentro de su propia colonia alemana y dispensa perpetua del servicio militar."

Los Brumbaugh leyeron esta rutilante invitación, colocada en la puerta de su pequeña iglesia de Hesse, donde las cosechas se habían malogrado durante seis años consecutivos y la guerra llevaba siete asolando la campiña. Se encaminaron al puerto báltico de Lubeck, tomaron un barco hacia San Petersburgo y descendieron luego por el Valga, hasta encontrar, en Saratov, un tesoro de tierra cultivable. A partir de entonces, aquello se llamó el Volgadeutsch y, durante treinta y cuatro años, disfrutaron de una prosperidad y de una libertad mayores de lo que se habían atrevido a esperar. Sufrieron las dificultades corrientes de todo inmigrante -aprender ruso, dominar los sistemas agrícolas locales, evitar que sus hijas se desposaran con rusos-, pero fueron felices y muy pocos hubiesen vuelto a Alemania de haber dispuesto de la oportunidad de hacerlo.

Pero ni siquiera las emperatrices viven eternamente y, cuando Catalina falleció en 1796, las promesas hechas a las colonias alemanas cayeron en el olvido y, con el tiempo, el Volgadeutsch se integró en los regimientos rusos, lo mismo que otros campesinos, sus escuelas fueron nacionalizadas y el antiguo concordato se convirtió en papel mojado. Fue entonces cuando los labradores resueltos, como Hans Brumbaugh, empezaron a suspirar por la libertad que se les había escamoteado.

A los dieciséis años comenzó a transformarse en un incordio para las autoridades rusas, hasta el punto de que su madre se vio obligada a advertirle:

— Ten cuidado, Hans. Los hombres del zar te ahorcarán.

A los diecinueve años formaba parte de un grupo que atacó un convoy militar, y aquella misma noche abandonó el Valga, huyó de Rusia como pudo y volvió a Alemania. A los veintiséis tuvo la mala suerte de comprar en lllinois una granja a un hombre que no era dueño de ella y, cuando el propietario legal de la misma obligó al sheriff a despojar de la finca a Hans Brumbaugh, éste decidió marcharse de aquel Estado.

En enero de 1859, se enteró del descubrimiento de oro en el Territorio de Jefferson, como se denominaba Colorado a sí mismo, y atravesó a pie Missouri y Nebraska. Un hombre robusto, de hombros caídos, testarudo y dotado de una fuerza de voluntad que le permitía soportar inclemencias atmosféricas que habrían acabado con cualquier peregrino corriente. Lo mismo que otros millares de transeúntes, se detuvo brevemente en el puesto comercial de Zendt para adquirir provisiones con vistas a la última etapa de su trayecto hasta la cumbre Pikes. Le complació encontrar en Levi un compañero alemán y hablaron en ese idioma durante buena parte de dos días; la prolongada estancia de Levi en Pennsylvania había corrompido su lengua materna tanto como el exilio en Rusia de la familia Brumbaugh había alterado la pronunciación de Hans, y un purista se hubiera estremecido al oír lo que ellos consideraban alemán) pero cada uno se hizo entender por el otro.

Durante su charla, Brumbaugh se lamentó de lo caros que vendía Levi los artículos, pero el comerciante explicó:

— Lo que traigo de Saint Louis tiene que ser caro. Pero lo que cultivo aquí lo encontrará barato.

Y Brumbaugh comprobó que eso era cierto. En el curso de su último día en el puesto, echó un vistazo a la parcela que Levi trabajaba junto al Platte.

— Buena tierra -comentó.

— Donde hay agua -replicó Levi, observación que originó el que Brumbaugh examinase los bancos algo más lejanos del lecho del río y que escuchara con atención mientras Levi explicaba-: En este punto no se ha cultivado nunca nada, ya que está lejos del río, pero si uno consiguiera subir el agua hasta aquí, tengo el convencimiento de que esta tierra demostraría ser tan fértil como la de la orilla del río.

Brumbaugh continuó hacia los yacimientos auríferos, se perdió en el frenesí de la cumbre Pikes y no encontró ni siquiera una pepita de oro. Al cabo de tres meses, agotados sus víveres, con el estómago vacío y la paciencia a punto de consumirse, tuvo la primera de sus ideas trascendentales. Estaba sentado con un grupo de once mineros que se esforzaban en distraerse unos a otros contando anécdotas, y entonces se le ocurrió que si hablaban con tanta avidez era porque trataban de apartar su atención del hecho de que tenían un hambre enorme.

Disponían de dinero. No les faltaba vigor. Pero, sencillamente, no había alimentos, salvo harina a veintidós dólares el barril y tocino a seis dólares sesenta centavos el medio kilo, y cuando uno de los hombres tuvo la audacia de abrir la última lata de judías y la pasó entre los famélicos mineros, Brumbaugh se dijo: "¡De locura! Los hombres están más obsesionados con el oro que con los alimentos. El dinero de verdad está en la agricultura." Aquella noche abandonó la cumbre Pikes, uno de los lugares más tristes que había visto en la vida, y tres días después doblaba la curva del Platte donde retoñaba la ciudad de Denver. En el curso de la quinta jornada estuvo de regreso en la Granja de Zendt.

— ¿Cómo puedo agenciarme algo de tierra? -preguntó.

— ¿Para cultivarla?' -preguntó Levi.

— Sí.

Y sucedieron aquellas intrincadas operaciones que iban a resultar corrientes de un punto a otro del Oeste.

Levi explicó cómo estaban las cosas en 1859:

— Es difícil determinar quién posee la tierra. McKeag y yo señalamos con estacas unas parcelas, hace mucho tiempo, pero seguimos sin encontrarnos en un terreno legal. De acuerdo con la ley, aún pertenece a los indios, así que uno no puede instalarse en él y decir: "Esta tierra es mía", porque no es suya. Es de ellos.

— Usted tiene tierra -observó Brumbaugh.

— Conforme. Una tierra que pertenecía a la madre de mi mujer. Arapaho de pura raza. Me dio un papel, que registré en Saint Louis, el cual certificaba que le pagué una cantidad por esa tierra.

Levi se interrumpió para recordar el día solemne en que se efectuó la transferencia. A Cesta de Arcilla le pareció ridícula la idea, pero el viejo Alexander McKeag, que no sabía leer ni escribir, tenía una reverencia de escocés hacia los documentos legales e insistió en que se extendiese la escritura, la legalizara un testigo y se registrase oficialmente, aunque por aquellas fechas no existía ningún sitio apropiado para ese registro. McKeag la llevó personalmente a Saint Louis, hizo el depósito en la oficina de un funcionario del gobierno de Missouri y se encargó de que actuase de testigo Cyprian Pasquinel, el congresista.

— De modo que tengo registradas unas trescientas veinte hectáreas -concluyó Levi- y dispongo de un documento legal que lo demuestra, pero ignoro si se me reconocerá ese derecho de propiedad cuando las cosas se organicen.

— ¿Qué puedo hacer yo? -preguntó Brumbaugh.

— Puede establecerse en terreno de los indios y confiar en que, cuando la ley se presente, el título de propiedad pase a usted; o puede comprarme una parte de mis tierras y confiar en que, algún día, se haga honor al documento que yo le entregue.

— ¿A cuánto la hectárea?

Levi reflexionó durante unos minutos y luego dijo, en plan de tanteo:

— Las tierras buenas que bordean el río, donde me consta que los cultivos se dan estupendamente, a veinticinco dólares la hectárea. El suelo árido de los bancos altos, a cinco dólares.

— Lo que vaya hacer -replicó Brumbaugh- es comprarle a usted ocho hectáreas de las buenas, por doscientos dólares, y tomar prestadas a los indios otras dieciséis.

Así fue como se inició la granja de Hans Brumbaugh y, en la primavera de 1859, ya estaba plantando hortalizas, incluida una gran cosecha de patatas. Efectuaba la recolección lo más temprano posible, vendía una parte de sus productos a Levi Zendt y acarreaba el resto a Denver, donde obtenía más dinero en efectivo del que hubiese logrado ganar buscando oro. En adelante, se le conocería por Brumbaugh el Patata, el astuto ruso que había abandonado los yacimientos auríferos para dirigirse allí donde estaba el dinero de verdad.

El segundo hecho significativo que realizó tuvo unas consecuencias de alcance mucho más amplio. A mediados del mes de mayo de aquella primera temporada, cuando ya era evidente que la tierra resultaba espléndida en cuanto a hortalizas, se encontraba cierta tarde en el almacén cuando pasó por allí el último contingente de mineros, deseosos de adquirir alimentos. y los hombres hablaban tanto de la inminente guerra civil que Brumbaugh tuvo una repentina visión de lo que probablemente sucedería.

— Levi -dijo, al marcharse los mineros-, va a desencadenarse una guerra al este del Mississippi y de aquí saldrá muy poca preciosa comida. Si me vendes más suelo ribereño, podré obtener una cosecha suplementaria. Obtendré el doble y ganarás una fortuna vendiendo esos productos.

— No tengo tierra sobrante a la orilla del río -manifestó Levi, con pesar.

Braumbaugh, hombre compacto y resuelto, se sentó, inclinado el cuerpo, sobre el extremo de un cajón y trazó dibujos con la yema del índice.

— Me han contado -aventuró cautelosamente- que tienes centenares de hectáreas de las que no has dicho nada.

— Así es -confesó Levi francamente-. Por la zona del risco de Creta. Tan reseca que ni siquiera crecen hierbajos.

— ¿Cómo la conseguiste?

— De los indios. El padre de mi esposa… -decidió no meterse en la complicada red-. Si quieres, puedes disponer de suelo allí arriba, pero no podrás cultivar nada en él.

— ¿Y dices que se ha acabado toda tu tierra situada junto al río?

— La mía, sí. Los indios aún tienen algo.

— ¡Ah, no! Si tengo que destrozarme los riñones tanto como me los destrozo, quiero ser dueño del huerto. Y tener el título de propiedad. Ya me estafaron una vez.

— Tendrás el título cuando nos convirtamos en un territorio legal.

Brumbaugh no le escuchaba. Con un dedo sucio había trazado encima del cajón los contornos del río Platte y la proyección de su parcela junto a la corriente, y casi al mismo tiempo que las líneas quedaban garabateadas en el polvo, asumían realidad, como sucede cuando contemplan mapas los hombres enamorados de la tierra. Aquél era el río, aquélla era su huerta y, poco a poco, entre la penumbra del anochecer, la superficie del cajón cobró vida y sobre ella hubo agua, hierba y cosecha de hortalizas, bajo la mirada de Brumbaugh el Patata, que contemplaba el milagro: todo el maravilloso diseño que transformaría el Gran Desierto Norteamericano en feraz terreno agrícola.

A la mañana siguiente, se levantó antes del amanecer, examinó el trecho del Platte que pasaba por sus tierras y se convenció de que podía realizarse. Pero, para estar más seguro, señaló un punto de referencia de altura en el tronco de un álamo que se alzaba en el extremo oriental, se retiró hasta el extremo occidental y observó atentamente mientras caminaba despacio por la orilla del río. ¡Sí! La corriente descendía de modo imperceptible en su deslizamiento más allá de las tierras de Brumbaugh. Su osado proyecto podía ponerse en práctica. Corrió a su cabaña, tomó el pico y la pala y puso manos a la obra.

Partiendo de la punta del extremo occidental, empezó a cavar una acequia por la que correría el agua del Platte, no hacia su parcela baja, que ya estaba bien regada, sino al primer banco, que era árido. Conduciría aquel pequeño brazo fluvial, hecho por la mano del hombre, hasta el centro del banco, triplicando así la superficie cultivable de su granja, y en el extremo oriental permitiría que el agua sobrante encontrase de nuevo su camino de regreso al Platte.

Así, Brumbaugh aprovechó el río y nutrió la tierra. Y, en el caluroso verano de 1860, produjo una enorme cosecha de hortalizas que el mercado de Denver consumió en su mayor parte. El otrora estéril suelo del banco demostró ser excepcionalmente fértil en cuanto se le llevó agua, y la granja de Brumbaugh el Patata se convirtió en la maravilla del Territorio de Jefferson. Tal como había adivinado aquella gélida noche en la cumbre Pikes, era el agricultor que ponía en explotación hectáreas que no se consideraban productivas, pero que podían cultivarse mediante inteligentes procedimientos, el destinado a procurar riqueza para el futuro estado.

Al retirar agua del Platte, Brumbaugh se erigió inconscientemente en el primer hombre que utilizó dicho río con fines de irrigación, de forma que un siglo después, cuando los jueces del tribunal supremo de Colorado, o incluso el Tribunal Supremo de la nación, tuvieron que adjudicar derechos concernientes al río -derechos de valor incalculable-, no les quedó más remedio que retroceder hasta una consideración básica: La prioridad en el uso del agua derivada del río Platte se remonta a Hans Brumbaugh, que en el año 1859 construyó el primer canal de regadío. Deben respetarse sus derechos a esas aguas, así como los derechos de todos los propietarios de sus tierras en el inextinguible futuro y, por la presente, se declara subordinada a la suya toda demanda posterior.

Al concluir la recolección de 1860, Brumbaugh el Patata fue al puesto comercial y puso doscientos dólares encima del mostrador.

— Levi, ¿puedes enviar esto a Saint Louis y encargarte de que el banco lo remita a mi esposa, que vive en Illinois? Quiero que venga a reunirse conmigo.

Cuando su mujer y los chicos estuvieron en el extremo occidental de la finca, cerca del punto donde Brumbaugh había cavado la acequia, se sintieron algo abrumados por las proporciones de la finca que el hombre les señaló. Parecía más ex tensa que un condado de lllinois, y cuando la pisaron por primera vez, fue una suerte que no pudieran concebir los increíbles obstáculos con que iban a enfrentarse para intentar conservarla.

Las relaciones de un hombre con sus tierras nunca son sencillas. Se trata, quizá, de las relaciones más nobles del mundo, después de las que se mantienen con la familia y, desde luego, las más remuneradoras. Pero la tierra ha de ganarse, ha de reverenciarse, ha de defenderse.

La tarde de 1868 en que John Skimmerhorn entregó sus dos mil novecientas treinta y seis cabezas de ganado al naciente Rancho Venneford, sucedió que, al dirigir la vista por encima del conjunto de cornilargos y tropezar sus ojos con el joven Jim Lloyd, que aún cabalgaba de zaguero, pero que ya tenía más de hombre hecho y derecho que de muchacho larguirucho, se le ocurrió que, si iban a encargarle el gobierno del ganado del "Uve Coronada", necesitaría la colaboración de algún chico de eficacia bien probada para que cuidase las zonas más lejanas de la hacienda.

Conforme a esa idea, espoleó su montura y se acercó al punto donde Oliver Seccombe estaba observando sus nuevos cornilargos.

— Señor Seccombe -dijo Skimmerhorn-, si adquiere la tierra…

— Ya he adquirido una buena extensión. No estuve cruzado de brazos mientras pateabas la ruta.

— ¿Tiene ya toda la superficie que había calculado?

— Y algo más.

— Entonces van a hacerle falta unos cuantos elementos de confianza, y ninguno mejor que ese mozo que vino al norte con nosotros.

Skimmerhorn hizo señas a Jim para que se reuniese con ellos, y Seccombe se sorprendió al comprobar la juventud del chico.

— ¡Aún eres un crío! -protestó.

— Si uno conduce ganado desde Jacksborough, a través del Llano -manifestó Skimmerhorn-, deja de ser un crío.

Seccombe meneó la cabeza y se disponía a rechazar la idea cuando Skimmerhorn añadió:

— Este muchacho combatió a los forajidos de Kansas y mató a un jefe comanche.

— ¿De veras? -preguntó Seccombe, incrédulo-. ¡Pero si no puede tener más de catorce años!

— Su edad puede oscilar entre los catorce y los cincuenta -dijo Skimmerhorn-. La circunstancia de que su ganado esté aquí, señor, se debe en parte al valor de este chico.

— Está contratado -decidió Seccombe.

El primer recorrido de Jim Lloyd a través de aquel inmenso dominio al que permanecería ligado durante el resto de su vida fue un reconocimiento en extensión, iniciado la mañana en que Skimmerhorn y él partieron hacia el oeste para establecer la situación de los campamentos avanzados. Un gavilán por encima de ellos, emitiendo repetidos y bravíos "scri, scri, scri" en las alturas celestes, mientras surcaba el aire según tres patrones distintos: ascendiendo vertiginosamente, sobrevolando para examinar el terreno a sus pies y lanzándose en picado a terrible velocidad en cuanto localizaba alguna pequeña víctima. Ningún ave del mundo, ni siquiera el águila o el halcón, era más majestuosa que el gavilán del Oeste, siempre desplazándose sobre la pradera.

Skimmerhorn había llegado a la conclusión de que, para gobernar la hacienda adecuadamente, se necesitarían cinco campamentos avanzados, cada uno de ellos con su correspondiente barracón para que pernoctasen seis hombres, además de un establo de piedra para las caballerías, y deseaba numerarlos de este a oeste. Seleccionó un punto yermo y solitario, al norte del risco de Creta, y dijo:

— Éste será el Campamento Avanzado Cinco.

Respaldado por las montañas, dominaba una enorme vastedad de superficie desierta. Señaló con estacas un espacio protegido, al que Jim volvería después con la brigada de construcción.

— No te costará nada localizarlo -dijo Skimmerhorn-. Te basta, para orientarte, mirar ese pequeño castor de piedra que trepa por la ladera del monte más alto.

Skimmerhorn quería que el Campamento Avanzado Cuatro se encontrase convenientemente cerca del nuevo Ferrocarril Union Pacific, lo que obligaba a adentrarse en el Territorio de Wyoming. Al principio, aquel terreno parecía idéntico al que habían dejado atrás, completamente vacío, pero al anochecer de un día divisaron por el este algunos pinos que, de un modo o de otro, lograron fijarse allí, a pesar del viento y de la sequía; salpicaban la tierra con atractivos puntitos de color verde oscuro. Su forma era retorcida, su altura escasa y su número tampoco bastaba para constituir un bosque, pero creaban un escenario de gran belleza natural.

— Ése será un sitio estupendo -dijo Jim en tono aprobador.

Pero Skimmerhorn retrasó su decisión, porque, al ponerse el sol, su mirada se vio atraída por algo que había vislumbrado a cierta distancia, por el este. Antes del alba, ya estaba en la silla y, cuando salió el sol, Jim y él entraban en una de las zonas más notables del rancho: una ladera cubierta de pinos y punteada por pináculos erosionados por el viento que semejaban gnomos salidos de un cuento de hadas germánico. En la orientación sur, protegido del viento y dominando una infinita superficie de pradera, Skimmerhorn ubicó su campamento.

— Todos los vaqueros querrán que se les destine aquí -pronosticó-. Pero no por la belleza del lugar. -Mientras hablaba, resonó por el norte el silbido de un tren de la Union Pacific y Skimmerhorn se echó a reír-. Cuando construyamos este campamento, Jim, costará Dios y ayuda mantener a los hombres distanciados de Cheyenne.

Aquella noche, el extender los sacos de dormir, Jim distinguió al oeste las luces de aquella tumultuosa ciudad ferroviaria.

Dejaron el pinar y cabalgaron hacia las Muelas del Crótalo, al oeste de las cuales situaron el Campamento Avanzado Tres. Sería uno de los favoritos de aquellos vaqueros, porque allí podrían escalar los rojos cerros y disfrutar de la contemplación de una Je las más escabrosas zonas del Oeste.

Pero fue en las vastas extensiones orientales, mientras buscaban puntos idóneos desde los que fuese posible controlar las inmensas praderas, donde Jim captó una vez más la sensación de inactiva grandeza latente en Colorado. Había experimentado por primera vez esa sensación durante la mañana que siguió a la lucha con los forajidos de Kansas, cuando la magnitud de la pradera estalló ante él. Entonces, el vacío constituyó una nueva sensación; ahora estaba en casa.

En cuanto partieron hacia el este y alcanzaron aquellos horizontes sin límites, sin un árbol ni un camino a la vista, presintió que había encontrado su universo y dijo:

— Señor Skimmerhorn, cuando usted asigne los lugares de trabajo, quisiera que me destinase aquí.

— ¿Te gusta esto? -rió Skimmerhorn.

Ubicaron el Campamento Avanzado Dos a medio camino entre la frontera de Nebraska y el Campamento Avanzado Uno, a la entrada de un desfiladero, en una zona tan inhóspita y lúgubre que sólo alguien como.Jim podría apreciarla.

— Traeremos aquí las reses más fuertes y las dejaremos que se arreglen por su cuenta -sugirió el muchacho.

Pero Sldmmerhorn, que se había arrodillado para examinar la vigorosa hierba que cubría el suelo, respondió:

— No, esta hierba es tan nutritiva que hará maravillas con nuestro ganado más débil. Tan pronto regresemos al cuartel general, Jim, quiero que vayas a Denver y registres un título de propiedad en este sitio, de acuerdo con la Homestead Act. Señala ahora tus límites.

Y Jim lo hizo, utilizando piedras amontonadas para señalar las esquinas de la parcela de sesenta y cinco hectáreas, aproximadamente, sobre las que conseguiría el título, caso de que lograrse mentir con éxito respecto a la edad que tenía. Un júbilo considerable brotó en él cuando colocó la última piedra del último montón.

— ¡Ésta va a ser mi tierra! -exclamó.

— Exactamente, no -corrigió el señor Skimmerhorn-. Serás el colono que la registre a su nombre, pero cuando.lleguen los documentas de propiedad definitiva, entonces la venderás al rancho.

— ¡No quiero el dinero! -protestó Jim-. Quiero esa cañada.

— Es la norma -explicó Skimmerhorn, tras un carraspeo- que nuestros vaqueros registren a su nombre las parcelas estratégicas, como si fueran a colon izarlas y trabajarlas; después la escritura revierte a la empresa.

— Siempre he deseado poseer mi propia tierra -dijo Jim, obstinado.

— Y yo también -confesó Skimmerhorn-. En los años en que mi padre iba de un lado para otro…

— Usted ya la tiene.

— Veinte áreas -articuló Skimmerhorn desdeñosamente-. Yo quería una superficie como ésta. -Abarcó con el brazo una gran extensión y luego dejó caer la mano-. Las personas como tú y yo, Jim, conseguiremos nuestra tierra gobernándola en nombre de otros.

Volvieron a casa cabalgando a lo largo del Platte y, por primera vez, Jim llegó a darse cuenta de lo que representaba aquel río extraordinario. En algunos tramos le recordaba el Pecas y dijo a Skimmerhorn:

— El viejo Rags lo saltaría.

Pero en otros parajes vio su capacidad, su fortaleza y su andrajosa magnificencia.

— En el momento en que uno cree que lo comprende -dijo-, va y cambia por completo. Debe de ser el único río del mundo que tiene más islas que agua.

En una de las islas, Jim descubrió el ave que, mejor aún que el alto gavilán, resumiría para él aquella extraña tierra nueva. Era un animal frágil, que caminaba delicadamente por la marisma, con sus delgadas patas amarillas. Tenía un colorido atrayente, con pinceladas ambarinas y pardas y motas grises, pero lo que la distinguía era su notable pico, largo y curvado en la punta. Jim nunca había visto un ave como aquélla y rió de puro placer mientras la observaba caminar de puntillas por el borde del río, agachando de vez en cuando la cabeza para introducir el curvo pico en los agujeros que albergaban gusanos.

— ¿Qué es eso?

— Una avoceta.

— La primera noticia de que existiese.

— Patrullan por el río -dijo Skimmerhorn.

Y estuvieron contemplando las piruetas del ave, hasta que cayó la noche.

Una mañana, Jim se levantó temprano y volvió la cabeza hacia el oeste para observar las montañas. El día era tan límpido que podían distinguirse las Rocosas desde una distancia que Skimmerhorn calculó en unos doscientos cuarenta kilómetros.

— Eso es lo bueno de este territorio -comentó Skimmerhorn-. Uno no encuentra un aire así en Saint Louis.

De modo que Jim LIoyd regresó a la Granja de Zendt y se dispuso a registrar su sección a la entrada del desfiladero donde iba a erigirse el Campamento Avanzado Uno, pero cuando llegó a la oficina del catastro encontró allí a otros tres vaqueros del Venneford, enzarzados en el papeleo burocrático previo a la adquisición de las fincas seleccionadas.

— ¿Vais a registrar, como colonos, las tierras para el rancho? -les preguntó.

— Chissst -susurraron los hombres-. Que no te oiga nadie decir eso. Es ilegal.

Jim sabía que todo el asunto era ilegal, pero, lo mismo que los otros, necesitaba el empleo.

Desde el momento de su llegada a Colorado, Oliver Seccombe no dejó de trabajar entre quince y dieciocho horas diarias, dedicado a reunir pieza a pieza un rancho cuya marca "Uve Coronada" conseguiría gran respeto a lo largo y ancho del Oeste. Durante los seis meses que Skimmerhorn estuvo ausente, Seccombe aglutinó las parcelas cruciales y ahora, con una inversión relativamente modesta de capital británico, había consolidado su imperio.

Fueron necesarios bastantes más terrenos que los diecisiete que confiadamente supuso que le harían falta pata llevar a la práctica la artimaña, y hubo de dedicar más dinero del que había previsto para comprar propiedades abandonadas, pero sus vaqueros habían registrado para él algunos de los puntos estratégicos y luego estaba aquel golpe de suerte que tuvo en Elmwood (Illinois).

En 1871 había vuelto a Illinois para comprar unos cuantos toros británicos de buena raza, cornicortos y Angus, y convenció a dos granjeros para que fuesen al Oeste con sus animales, trasladándolos por ferrocarril hasta Cheyenne. Mientras los hombres se encontraban en la región, a Seccombe se le ocurrió pedirles que solicitasen para él dos fincas, acogiéndose a la Homestead Act. Los granjeros no vieron nada malo en ello y se mostraron de acuerdo a venderle las propiedades, una vez se les asignaran definitivamente. Cuando hubieron firmado los documentos -ni siquiera llegaron a ver las tierras que adquirían-, Seccombe concibió la idea de proponer que, como gesto de buena voluntad hacia sus parientes y amigos de Elmwood, invitaran a sesenta o setenta de ellos a efectuar un viaje por tren al Oeste, por cuenta de Seccombe, con la pequeña condición de que cada uno de ellos registrase una parcela en beneficio de la hacienda Venneford. Las buenas gentes de Elmwood, ávidas de ver el Oeste, partieron en tropel de su pueblo, para una excursión de pocos días, y regresaron también en tropel, no sin antes pasar por las oficinas catastrales de Denver, a fin de registrar sus supuestas granjas. De esa manera poco ortodoxa, Seccombe se hizo con un grupo adicional de sesenta y nueve propiedades estratégicas.

Para 1872, el imperio Venneford estaba bastante completo -aún necesitaba unas pocas granjas junto al Platte- y se prolongaba doscientos cuarenta kilómetros de este a oeste y ochenta kilómetros de norte a sur, con una superficie total de más de dos millones trescientas treinta mil hectáreas. Pero no era correcto decir que el Rancho Venneford poseía tanta tierra; sus propiedades eran más bien moderadas: 17 parcelas compradas definitivamente…