6. Cultivar más heno.

7. Debe nombrarse administrador a John Skimmerhorn. Jim Lloyd será su ayudante. El joven vaquero conocido por la denominación de Red el Texano desempeñará el cargo que hasta ahora ha venido ejerciendo Lloyd. Son hombres dignos de toda confianza, expertos y de probada lealtad. Tendremos que apoyarnos en su dirección durante muchos años.

A continuación, añadió, como llovido del cielo, un octavo precepto que, a la larga, resultaría más determinante que cualquiera de los anteriores y que convertiría el "Uve Coronada" en el rancho más famoso de los cuarenta años siguientes:

8. Creo que nuestro rancho prosperará mucho mejor si nos apresuramos a liquidar los cornilargos y cornicortos y en su lugar nos dedicamos por entero a los herefords. A juzgar por lo que he visto, nuestros pastos y su clima son muy favorables para la raza Hereford y, en adelante, será conveniente fomentar su cría, que procurará nuestro florecimiento económico. Por conducto de la Cunard y el Union Pacific, remito un semental que vi en Leominster y seis de las mejores vacas, todos espléndidos ejemplares Hereford. Skimmerhorn debe consultar con T. L. Miller, de Beecher (Illinois), y adquirir otras reses de dicha raza.

Terminaba con un resumen burocrático, una conclusión razonable alusiva al desastre de 1886-1887.

9. Hemos dado de baja en nuestros libros la cantidad de treinta mil cabezas de ganado, supuestamente muertas en la nieve. Ello representa una pérdida de setecientos cincuenta mil dólares, pero estamos dispuestos a absorberla, en la confianza de que nos recuperaremos rápidamente en esta segunda iniciación de las operaciones. Estoy seguro de que Skimmerhorn y Lloyd tienen sus propios cálculos particulares sobre el número de reses con que contamos en la actualidad. De momento, asentaré en los libros la cifra de veinte mil cabezas, pero si esta cantidad peca por exceso o por defecto, Skimmerhorn deberá informarnos inmediatamente, ya que albergamos el deseo de no volver a fiarnos nunca más de la cuenta sobre el papel.

Cuando la primera remesa de herefords llegó a Centenario, la vida de Jim Lloyd tomó un nuevo rumbo. Estaba en la estación, naturalmente, cuando llegaron, y una vez colocadas las rampas y descendidas las dos primeras vacas, al ver aquellos hermosos animales de blanco rostro, cuerpo rojizo, patas robustas y lomos largos y rectos, Jim Lloyd comprendió que por fin iba a tener a su cargo auténtico ganado.

Pero cuando bajó el toro, Jim y cuantos presenciaban la escena contuvieron la respiración y pudo oírse hasta el suspiro de una mosca, porque se trataba de uno de los animales más espléndidos que Inglaterra hubiese producido jamás, Rey Bristol de cerca de una tonelada de peso, impecable cara blanca y enorme cuerpo rojo. Los cuernos le caían en ángulo agudo, para terminar bastante más abajo de los ojos. La testuz era amplia, huesuda, recubierta de rizado pelo blanco. El hocico tenía un saludable color rosa pálido y la boca se abría como si el animal fuese de carácter hosco, mientras que de la parte posterior del cuello arrancaba una gruesa línea de ensortijado pelo blanco.

Lo que le hizo más impresionante, durante aquellos escasos minutos, hasta el punto de que en todo Colorado pronto estuvo la gente hablando de Rey Bristol, fue su majestuoso modo de andar, flexionando las rodillas de las patas delanteras, echando las pezuñas hacia atrás y luego dejándolas caer pesadamente, como si la tierra le perteneciese. Las vacas habían descendido por la rampa tanteando el terreno, un terreno para ellas nuevo y desconocido; pero el toro bajó pisando fuerte, como si se dispusiera a ocupar un imperio.

Tomó posesión del rancho y engendró terneros en cada una de las seis vacas Hereford y también en dieciocho hembras cornilargas.

De su pura descendencia Hereford nacieron cuatro machos, tres de los cuales se conservarían para el rebaño; los toros de las vacas cornilargas fueron castrados, con vistas a venderlos después para carne.

Pero las vaquillas medio cornilargas y medio herefords se mantuvieron en la hacienda, las montaron sementales Hereford y sus vástagos fueron tres cuartos Hereford y uno cornilargo; y después de cinco cruzamientos, el "Uve Coronada" tuvo vacas con treinta y una partes de Hereford y una de cornilargo, momentos en que, biológicamente hablando, los célebres cornilargos de Texas quedaron extinguidos en lo que al Rancho Venneford concernía.

¡Qué hermosos eran los herefords! Por la mañana, cuando Jim iba a echarles un vistazo en los lejanos pastizales, se extasiaba al contemplar una hilera de vacas que volvían la cara hacia él, reluciendo al sol los blancos continentes, hinchados los rojizos flancos a causa de los terneros nonatos. Ninguna res domesticada tuvo nunca tanta capacidad como la raza Hereford para despertar amor en el corazón del hombre. Eran animales limpios, fáciles de manejar, sensibles al buen trato y asombrosamente aptos para arreglárselas por su cuenta en condiciones desfavorables.

"Los herefords sobrevivirán donde otros perecerían", se convirtió en el axioma de los pastos sin protección. Además, las vacas eran madres estupendas, pero, por encima de todo, se trataba de unos animales espléndidos y bien dotados para afrontar las condiciones imperantes en el Oeste.

— Se yerguen en la pradera como si los hubiesen esculpido allí -dijo Jim a Skimmerhorn una mañana, mientras examinaban los nuevos terneros-. Un choto de un día parece presto para entablar combate con un lobo.

Pero los animales maravillosos de verdad eran los grandes toros Hereford. Rey Bristol se erigió en el semental más afamado del Oeste, y eran muchos los rancheros que le llevaban vacas, trasladándolas desde enormes distancias, con la esperanza de que tales hembras, fecundadas, alumbrasen un toro que pudiera equipararse a Rey Brístol. Éste se hizo extraordinariamente pesado, andaba como una montaña ambulante, camino de un valle a otro, y Jim no se cansaba nunca de verle flexionar aquellas macizas rodillas, echar las pezuñas hada adentro y luego impulsarlas adelante para engullir el siguiente trecho de suelo.

Sus hijos también eran toros estupendos y algunos de ellos cobraron celebridad en otras haciendas ganaderas, pero lo cierto es que ninguno podía compararse con el imponente progenitor. Era un rey auténtico, y otros rancheros, al comprar vástagos de aquel semental, permanecían inmóviles durante unos minutos, dedicados simplemente a contemplar el viejo macho y admirar su perfecta configuración, su cabeza maciza, la cornamenta inclinada hacia abajo y el grueso hocico.

— Un niño puede dirigirle -aseguraba Jim a los visitantes.

Y, a veces, permitía que Ellen Merey, nieta de John Skimmerhorn, condujese aquel toro colosal hasta la cerca. Pero lo que más complacía a Jim en los herefords era, según afirmaba, "la magnífica estampa que ofrecían en aquella tierra". Era como si los hábiles ganaderos de Herefordshire, tras iniciar su labor de cría y selección un siglo antes, hubiesen producido aquel animal único de las razas de la Vieja Inglaterra con la finalidad específica de poblar las dehesas occidentales de Norteamérica.

El rancho obtenía sus ingresos por dos conductos. Se castraban diecinueve de cada veinte terneros machos, que luego se dejaban vagar por los pastos hasta que cumplían tres años, edad en la que se vendían a los conserveros de Chicago, que pagaban el importe en efectivo. Las vaquillas se conservaban en el rancho, con vistas a la reproducción, pero todos los años acudían a Venneford hacendados de numerosos puntos del Oeste para comprar hembras del "Uve Coronada" con las que mejorar sus ganaderías, y unas cuantas se adjudicaban a precios bastante altos. Además, de cuando en cuando, el Venneford vendía toros jóvenes para que iniciasen rebaños Hereford en otras zonas. Gracias principalmente a los esfuerzos pioneros del personal del Venneford y a la escrupulosa atención de Jim Lloyd hacia la crianza honesta, el Hereford se convirtió en el animal noble del Oeste, y no eran pocos los que, como Jim, notaban que el corazón aceleraba sus latidos cuando veían los pastizales ocupados por "carialbos".

Algunas personas aseguraron después que el obispo de Chicago lo había hecho adrede, porque, como subrayaban, su padre intentó dedicarse a la ganadería bovina, en Nebraska, y el fracaso coronó su empresa. Sin embargo, parecía poco probable que un eclesiástico fuese tan malévolo.

La iglesia de la Unión, ubicada en la calle Tercera, necesitaba un nuevo ministro y el obispo de Chicago envió un informe entusiasta acerca de un joven muy formal, llamado Bluntworthy, que había realizado una gran labor en la rural Iowa. No obstante, el obispo se abstuvo de manifestar su opinión personal de que el joven Bluntworthy era uno de los clérigos más torpes e ingenuos de cuantos habían servido bajo su mandato. La congregación votó por invitarle a predicar un sermón de prueba, y un comité formado por seis miembros, entre los que figuraban John Skimmerhorn, Jim Lloyd y otros tres rancheros, recibió el encargo de acudir a la estación, conducir al reverendo a su habitación del hotel y acompañarlo al templo para el servicio dominical.

Cuanto más hablaban con aquel hombre alto y tímido, más simpático les resultaba. Su teología daba la impresión de ser sólida, su postura respecto a la labor pastoral era tranquilizadora, y le encantaban las granjas.

— Me crié en una y considero que las ciudades como Centenario, que representan lo mejor de lo urbano y lo rural, constituirán la espina dorsal de esta nación.

— No es posible que tenga usted ideas mucho mejores que ésa -dijo Skimmerhorn aprobadoramente.

Y en la iglesia, antes de que Bluntworthy empezase a predicar, los miembros del comité ya habían puesto en circulación su criterio:

— Hemos encontrado a nuestro hombre.

Y la esposa del banquero se abrió paso a través del grupo, para insistir en que el reverendo recién llegado comiese con ellos aquel día.

El hombre aceptó con una sonrisa exenta de obsequiosidad. Al iniciar el servicio, pronunció con voz firme la oración de entrada y, cuando se entonó el primer himno, su palabra fue audible, no demasiado fuerte, pero bien afinada. Quienes habían dudado de la posibilidad de encontrar el ministro apropiado se dispusieron a contribuir con generosidad adicional cuando pasasen la bandeja de la colecta… pero Bluntworthy lo estropeó todo en cuanto empezó a predicar.

— El pasaje de la Sagrada Escritura en que me baso para esta plática está junto al corazón de todo verdadero cristiano, porque compendia mejor que ningún otro el espíritu de Nuestro Señor. Procede, convenientemente, del último capítulo del último Evangelio, San Juan 21.

Un ranchero del primer banco, que conocía la Biblia, murmuró:

— ¡Oh, no!

Pero el reverendo Bluntworthy, con su voz firme y clara, articuló el mensaje:

— "Dijo Jesús a Simón Pedro… Díjole: Apacienta mis corderos." -Un murmullo recorrió los bancos-. "Le dijo por segunda vez… Apacienta mis ovejas." -Skimmerhorn y Jim Lloyd se miraron confusos-. "Le dijo por tercera vez, Simón, hijo de Juan… Apacienta mis ovejas."

A partir de ese poco afortunado principio, Bluntworthy desencadenó un sermón extraordinariamente fervoroso acerca de la oveja como símbolo del género humano, una prédica según la cual Jesús era el pastor y el mundo un inmenso prado en el que los hombres juiciosos cumplían la sagrada obligación de Apacienta mis ovejas. Utilizó quince veces como mínimo aquella exhortación, aumentando el volumen de su voz al final de la frase. Y concluyó implorando a todos los presentes en el templo que se aprestaran a convertirse en pastores.

La colecta fue una de las más escasas obtenidas jamás en la Iglesia de la Unión y en el himno de despedida sólo podía oírse la voz del ministro.

En los templos de Colorado existía la costumbre de que los miembros del comité permaneciesen con el sacerdote en el umbral de la entrada, mientras los feligreses abandonaban la iglesia, pero aquel día tres de los miembros se negaron a hacerlo.

— Ese hombre debe de estar loco -dijo uno.

Y su vecino murmuró:

— Hubiera demostrado ser más inteligente de haber utilizado para su sermón el versículo primero del capítulo 22 del Éxodo. Aquél en que Dios dice que si uno de Su pueblo roba un buey, restituirá cinco bueyes. Pero si roba una oveja, sólo tendrá que restituir cuatro. Dios entendía de esas cosas.

La esposa del banquero envió un muchacho con el recado, para Skimmerhorn y Lloyd, de que su marido acababa de recibir un aviso que le obligaba a trasladarse de inmediato a Denver y, por lo tanto, no les era posible tener al ministro a su mesa. La mitad de la congregación se marchó por una puerta lateral, para no verse en el deber de estrechar la mano del perplejo visitante, que se quedó allí solo.

Por último, Jim Lloyd ocupó su puesto junto al clérigo y pudo mantenerse cierta apariencia de compostura, pero cuando todos los feligreses se hubieron marchado, Jim se quedó a solas con el desconcertado ministro.

— Vayamos a comer al hotel -dijo Jim-. Puede usted tomar el tren de la tarde.

— Esperaba conocer a…

Jim comprendió que debía al hombre alguna clase de explicación, de modo que cuando les sirvieron la comida y mientras varias familias rancheras miraban a Bluntworthy con expresión siniestra, el vaquero manifestó:

— Es posible que el Señor sea un poco parcial a favor de las ovejas, pero ésta es una región de Herefords.

En el momento en que se pronunciaban esas palabras, el reverendo Bluntworthy se disponía a llevarse a la boca un tenedor con comida, pero el brazo derecho se inmovilizó en el aire y un gesto de aturdimiento decoró el rostro del hombre. Luego, la comprensión llegó a su cerebro, bajó el tenedor y dijo:

— No tengo apetito. La verdad es que puede que esté algo indispuesto. Le ruego me disculpe.

— Puede descansar en su cuarto -repuso Jim-. El quinientos treinta y ocho estará por allí.

Los herefords del "Uve Coronada" sufrían una de las principales fragilidades que afligieron a todos los herefords norteamericanos: tenían lo que se llamaba "nalgas de gato", y siempre que ganaderos con herefords se cruzaban fon otros colegas, especialmente con criadores de "Black Angus", tenían que soportar la misma pulla:

— Así, visto por delante, tu animal presenta un aspecto formidable, lástima que sus cuartos traseros sean de gato.

No había refutación posible, porque si bien la parte delantera resultaba robusta y voluminosa, el cuerpo se ahusaba demasiado aprisa, lo que producía unos cuartos traseros muy parecidos a los del gato, enjutos y escuálidos. Eso no sólo hacía del hereford un animal de parte anterior pesada, sino que también repercutía negativamente en las tajadas que podía proporcionar, que era donde estaba el dinero.

— Tenemos que eliminar esas nalgas de gato -dijo Jim a Skimmerhorn-. ¿Viste alguna vez un toro hereford con cuartos traseros robustos?

— No, pero deben de existir.

Así que los ganaderos iniciaron la búsqueda del macho joven que corrigiese aquella deficiencia, pero sin éxito. Después de agotar los recursos locales, Jim se dirigió a Indiana, donde el hereford era popular, pero aquellos toros tenían unas nalgas tan de gato como las de los suyos.

— Parece que no nos va a quedar más remedio que conformarnos con lo que hay -informó, a su regreso.

Pero continuó investigando y, un día, se le ocurrió una buena idea.

— ¿Por qué no escribir a la señora Seccombe, que está en Bristol? Podría visitar la región de Hereford y tratar de encontrarnos algo.

De modo que Jim escribió a la viuda y Skimmerhorn y él aguardaron con impaciencia la respuesta de la mujer.

Una tarde, en la tienda de Levi Zendt, donde Jim estaba matando el rato, el vaquero observó los andares del viejo alemán, que levantaba mucho los pies y luego los dejaba caer sobre el piso, plantándolos con recio movimiento. Jim se echó a reír.

— ¿Dónde está la gracia? -preguntó Levi.

— Anda usted lo mismo que Rey Bristol -sofocó Jim la risa.

Imitó al enorme toro y Levi entendió la broma, pero no se rió.

— Si yo fuese tú, James, y tuviese treinta y cuatro años, no me contentaría con estar enamorado de un rebaño de vacas, por muy blanca que tuvieran la cara.

Jim se sonrojó. No era el primero que se burlaba de él por el hecho de que atendiese tan cariñosamente a sus herefords.

— ¿Qué haría usted, Levi? -quiso saber.

— Buscaría una chica y me casaría.

Instantáneamente, Jim replicó:

— Si consiguiese dar con Clemma, me casaría.

— ¿Al cabo de tantos años? -preguntó Levi.

Sí, veinte años después, Jim Lloyd continuaba albergando el convencimiento de que, cualquier día, un forastero iba a llegar a Centenario con noticias del paradero de Clemma. Y Jim Lloyd se apresuraría a reclamarla. No se presentó forastero alguno, pero una tarde, el oficial militar que años antes estuvo destinado en Denver regresó a la zona y, como cortesía, se acercó a Centenario para ofrecer sus respetos a los Zendt.

— Sí -dijo expansivamente, tras informarles de sus misiones a lo largo de la frontera canadiense y de sus aventuras durante la pacificación de los indios-, lo crean o no lo crean, tropecé con su hija. La verdad es que estuve hablando con ella. Me encontraba en Chicago, a la espera del tren al que tenía que transbordar, y entré en un pequeño restaurante irlandés. Kilbride's Kerry Roost…

En cuanto Lucinda tuvo el nombre apropiadamente escrito, envió un mensajero al rancho para que informase a Jim Lloyd, quien llegó a la carrera, dispuesto a tratar la asombrosa noticia de que Clemma había sido localizada. Y, una vez más, hizo planes para ir a buscarla.

— ¡James! -razonó Levi, cuando el vaquero anunció su propósito de dirigirse en seguida a Chicago-. Durante todos estos años, Clemma supo siempre dónde estabas. Si ella hubiese querido.

— ¿Es que su propia hija le tiene sin cuidado? -exclamó Jim-. Usted no ha pensado nunca más que en su hijo. Porque está aquí, ayudándole. Bueno, pues Clemma no está aquí, y me necesita.

Levi comprendió que no tenía sentido seguir discutiendo con aquel vaquero irracional, que era inútil explicarle que pensaba en Clemma todas las noches, que incluso rezaba por ella, en alemán menonita.

De forma que Jim cogió el tren nocturno que iba a Chicago y, en cuanto se apeó en la ajetreada urbe, corrió al Kilbride's Kerry Roost, cuyo canoso y lúgubre propietario se acordaba de Clemma Ferguson:

— Bonita muchacha. Excelente camarera.

— ¿Dónde está ahora?

— El dueño de un restaurante de lujo entró aquí a tomar un piscolabis, la vio y le ofreció un empleo mejor.

E! hombre sacudió la cabeza tristemente, como queriendo indicar que la mala suerte le acosaba.

Jim encontró a Clemma en un restaurante con paneles de roble, situado cerca de la estación utilizada por el Union Pacific. Observó desde el umbral cómo atendía la mujer a los clientes, con aquella sonrisa pícara y traviesa que Jim había adorado años atrás. Clemma parecía más baja de estatura y sus ojos estaban hundidos. Era más vieja, mucho más vieja, pero, cosa extraña, no parecía estropeada.

Aguardó hasta que la mujer hizo una pausa en su trabajo y entonces se dirigió con paso firme hacia ella, al tiempo que extendía la mano.

— Soy yo, Jim Lloyd. Vas a venir a casa conmigo.

Tan alegremente como si hubiese estado hablando con Jim el día anterior, Clemma exclamó:

— ¡Jim! ¡Me encanta volver a verte!

— Vais a volver a casa -insistió él.

— Siéntate. Te traeré la carta.

Le acomodó en una de sus mesas y, al cabo de un intervalo decente, le tendió una minuta impresa, en la que se ofrecían muchos platos.

Regresó contoneándose y le trató como si fuese un cliente que hubiera entrado en el establecimiento por primera vez.

— El cordero es estupendo.

— Yo no como cordero.

— Claro que no. Aquí servimos una ternera formidable. Animales del "Uve Coronada", ni más ni menos.

Se estaba riendo de él, y antes de que Jim hubiese tenido tiempo de pedir lo que iba a tomar, la mujer ya se había alejado, para atender a otro parroquiano.

Cuando volvió, con el librito de notas a punto, preguntó:

— ¿Qué desea el señor?

Las palabras tenían un sonido tan espantoso, que Jim arrojó la carta, pero recobró los modales rápidamente.

— Tomaré la ternera.

— No se arrepentirá -dijo Clemma en tono profesional.

Cuando Jim hubo terminado la excelente comida, sin que le hubiera sido posible intercambiar con Clemma más de una docena de palabras, la mujer le presentó la cuenta. Y Jim le tomó la mano.

— ¡Por favor! -susurró Clemma-. El señor Marshall no me quita ojo.

Tomó el dinero y devolvió el cambio.

— ¿Cuándo puedo verte? -rogó Jim.

— Trabajo aquí todas las noches.

Así que, una tras otra, Jim salía de su hospedaje, cerca de la estación, se dirigía al restaurante y trataba infructuosamente de entablar una conversación seria con la mujer. La cuarta noche, empezaba ya a desesperarse cuando, por último, se le ocurrió algo que confió atravesara la armadura de Clemma.

— Tus padres no van a vivir eternamente. ¿Acaso no quieres verlos?

— Veo a montones de personas -esquivó Clemma, pero Jim se dio cuenta de que estaba afectada.

— No hay que perder demasiado tiempo, vamos -advirtió el señor Marshall, al pasar por las proximidades de la mesa.

— ¿Qué te retiene aquí? -susurró Jim, cuando el propietario se hubo alejado un poco.

— Espérame fuera -repuso Clemma en voz baja.

Le condujo a una habitación tristona, donde intentó convencerle de que el regreso a Centenario era imposible.

— Me gusta la gran ciudad. No quiero volver a aquel pueblucho.

— ¿Te gusta esto? -con un movimiento de la mano, Jim abarcó la frialdad gris del alojamiento-. Seguramente no te acuerdas de los estupendos espacios abiertos.

Le cortó:

— Aquí, en Chicago, no importa si una es india. La vida es mejor cuando nadie sabe quién es una.

La crudeza de tal razonamiento era algo tan opuesto al cariño que Jim había conocido con su madre, en aquella granja de Texas, y tan distinta a las camaraderías que vivió durante la conducción hacia el norte, con Poteet, que no pudo aceptarlo.

— Debes volver a casa. Donde la gente te aprecia -suplicó.

— Sabes que te estoy muy agradecida, Jim -replicó Clemma-. Has venido nada menos que hasta Chicago sólo para hablar conmigo.

— También fui a Saint Louis.

Durante unos breves segundos, Clemma ponderó el tenaz amor que aquel vaquero debió de experimentar siempre hacia ella y estuvo tentada de aceptar.

— Me casaría contigo… si pudiese. Lo sabes. Pero ya tengo esposo.

— ¿Ferguson? Me dijeron que te abandonó.

— Así es. Pero aún estamos casados.

— Consigue el divorcio. Eso no es problema. Mañana iremos al tribunal.

La inocente frase tuvo un efecto aterrador sobre Clemma. Se echó hacia atrás y en sus ojos apareció una mirada de auténtico horror. Sin que mediase una sola palabra más, cruzó corriendo la puerta y, durante tres días, Jim no pudo encontrarla.

Deseoso de dar con algún indicio que pudiera llevarle a la explicación de tan extraña conducta, fue al Kerry Roost para interrogar al melancólico propietario del local.

— ¿Ha estado aquí Clemma?

— No.

Jim se quedó ante el mostrador y explicó que las cosas habían ido bien entre ellos, hasta que salió a relucir la palabra divorcio y eso la impulsó a huir.

— Que yo sepa, Clemma no se divorció -dijo Kilbride.

Jim jugueteó con la cucharilla de café, mientras intentaba reconstruir la escena.

— Mencioné el divorcio… dije que podía presentarse ante un tribunal…

— Bueno -le interrumpió Kilbride-. Eso explica el asunto.

— ¿ Se refiere al tribunal?

El irlandés titubeó, como si no se decidiera a dar más aclaraciones, pero Jim alargó la mano y le agarró por una muñeca.

— ¿Compareció Clemma alguna vez ante los tribunales?

— Sólo en aquella ocasión… cuando el juez le echó un año.

— ¿Quiere decir que la condenaron a un año de cárcel?

— No fue culpa suya. Hasta el mismo juez lo reconoció. La culpa la tuvo un tal Harrigan, un individuo que le dio unos cheques falsos para que ella fuese a cobrarlos.

— ¿Dónde está ese sujeto? -preguntó Jim, al tiempo que bajaba instintivamente la mano hacia el cinto, como si llevase de nuevo el "Colt" militar de Mule Canby.

— Puso pies en polvorosa… y Clemma fue a prisión.

— ¡A prisión! -repitió Jim, con toda la angustia que hubiera sentido de haberse pronunciado contra él aquella sentencia-. ¡Dios, tengo que encontrarla!

Pero cuando se dispuso a dirigirse a la puerta, el cansino irlandés dijo sosegadamente:

— ¡Eh, mozo! Acabe su café. -y cuando Jim ocupó su taburete ante el mostrador, el viejo se inclinó hacia delante, para confiar: He visto de todo en mi vida, y he aprendido una cosa. Si a una chica se le mete entre ceja y ceja la idea de huir, no hay hombre capaz de detenerla. No pude retener a Clemma en mi restaurante y no creo que usted pueda mantenerla en su cama.

Cada palabra que pronunciaba Kilbride reproducía en el cansado y brumoso cerebro de Jim la imagen de una muchacha obstinada, de pómulos altos y mandíbula cuadrada; la joven galopaba por la pradera como si la persiguiesen guerreros de una tribu extraña, y no había forma humana de detenerla.

Dominado por un dolor tan intenso que le resultaba inimaginable, y para el que no podía buscar alivio, Jim anduvo por las calles desoladas y regresó a su pensión. Hizo la maleta y después tomó el tren de Omaha. Mientras las ruedas tableteaban a través de la oscuridad, Jim empezó a recobrar despacio el dominio de sus emociones. Se prometió: "No volveré a hacer el tonto. Siempre me queda el rancho. Y uno nunca sabe suficiente respecto a los herefords. Trabajaré. Trabajaré."

Creía haber encontrado la solución a su problema y que, por fin, se había liberado de Clemma. Pero, entonces, el rítmico traqueteo de las ruedas llevó a su memoria la risa burlona de la muchacha y todas las defensas que había erigido se desmoronaron al instante. Se cubrió los oídos para sofocar las pullas de Clemma y se confesó: "Sin duda es culpa mía. Si hubiera sido capaz de convencerla para que volviese a Centenario… " Y cuando la aurora surgió sobre la pradera, Jim vislumbró en las rutilante s nubes la figura de una muchacha india que corría y llenaba de risas el aire.

Después de que Oliver Seccombe se pegase un tiro, su joven viuda, a la que tal hecho no sorprendió demasiado, tuvo que afrontar la adopción de una serie de resoluciones ante las que se encontraba perpleja: ¿Dónde residir? ¿Cómo disponer de su castillo? y, sobre todo, ¿dónde buscar un nuevo esposo?

Desenmarañó la madeja de su confusión, como pudo haber esperado, el viejo Finlay Perkin. Anticipando las dudas de Charlotte, escribió:

Debe usted venir a Bristol. Los directores le comprarán el castillo, previa deducción de las cantidades de dinero que calculan les debe usted. En cuanto al rancho, deseo manifestarle que confío plenamente en Skimmerhorn y LIoyd, dos hombres honrados y leales a carta cabal. Se encuentran idóneamente preparados para velar por los intereses de usted.

Era una carta extraña. "Los intereses de usted." ¿Por qué se expresaba como si el rancho le perteneciese?

Lo comprendió al llegar a Bristol. El conde Venneford era un hombre.muy anciano, y había vendido todas sus acciones de la hacienda, salvo un buen paquete que pretendía legar a Charlotte, cuya madre estuvo emparentada con él. Cuando Charlotte le visitó para presentarle sus respetos, encontró un ser humano lastimosamente delgado, envuelto en paño de lana, pero de ojos vivos y brillantes.

— Eres una muchacha animosa -dijo el hombre-. Te voy a dejar mi parte del rancho. Me gusta pensar que esas hectáreas de tierra salvaje pertenecen a alguien que las apreciará. -Preguntó a Charlotte qué planes tenía y al manifestarse la mujer en tono ambiguo, le aconsejó-: Busca un buen hombre… alguien que haya servido en la India… o algún militar con experiencia africana. ¿Qué edad tienes?

— Treinta y seis años.

— La primavera de la vida. La mejor época de la mujer. Sobre todo si la belleza le acompaña y la administra con sentido común. Tú siempre fuiste guapa, Charlotte. -Luego preguntó de sopetón-: ¿Fue Seccombe quien robó allí nuestro dinero?

— Él no robó nada. Administró bien la hacienda y, si no se hubiesen desencadenado las ventiscas…

— He descubierto que las ventiscas suelen desencadenarse-repuso Venneford.

Aquella tarde, algo después, cuando Charlotte informó a su padre de que a través de la bondad del anciano conde ella era ahora propietaria de una parte sustancial del rancho, el hombre le dio otra grata sorpresa al confiarle que, algún día, iba a disponer de bastante más, puesto que había sido él quien compró las acciones que el viejo conde puso en venta. -Cuando yo muera, prácticamente tendrás casi la mitad de las acciones.

— ¿Es una buena inversión? -inquirió Charlotte.

— Excelente. Claro que nunca ganarás dinero con la cría de reses… demasiadas cuentas sobre el papel.

— ¿De dónde saldrán los beneficios?

— Del terreno. De un año para otro, esa extensa superficie incrementará su valor. No vendas nunca, ni siquiera aunque tengas que pedir prestado para pagar los impuestos, porque esa tierra es oro puro.

Le recomendó con mucho énfasis que no volviera nunca a Colorado.

— Mantente apartada de ese camino. Es una labor para hombres, y tu tarea está aquí, dedicada a confiar en Finlay Perkin y a cobrar tus dividendos.

— ¿Y si Perkin muere?

— No morirá jamás -repuso Buckland-. Se irá marchitando y encogiéndose hasta convertirse en un mantoncito de hombre, pero seguirá siendo capaz de darle a la pluma.

Cuando la mujer vio de nuevo al viejo factótum, le encontró tan pletórico de vitalidad como siempre; una menudencia humana, con una sola preocupación en la vida: conseguir que la lejana hacienda resultara productiva al máximo.

— Señorita Charlotte -saludó, en un esfuerzo para borrar el amargor que caracterizó su último encuentro-, algún día será usted propietaria de un gran rancho… es decir, de una buena parte de él. Confío en servirla tan fielmente como he servido a sus predecesores.

— Sin usted no podría arreglármelas -dijo Charlotte y, tras depositar su confianza en el pequeño escocés, proyectó su atención sobre el problema principal de cuantos tenía frente a sí.

Pasaba el tiempo inmersa en la sociedad de Bristol, renovando antiguas amistades y advirtiendo de nuevo lo agradable que podía ser la vida en la plácida parte occidental de Inglaterra. Estaba más hermosa que nunca, en cierto sentido caballuno, y como se conocía su condición de heredera, se convirtió en atrayente blanco de solteros, buenos y malos partidos, lanzados a la caza de esposas ricas.

La mayoría de ellos parecían intercambiables, como las piezas de aquellas nuevas armas de fuego, a las que uno podía cambiar culatas, cañones y puntos de mira sin que se notase la diferencia. Había un viudo de cuarenta y ocho años, procedente de la India, pero cuya vida estaba dictada por su regimiento, y cuando Charlotte fue invitada a cenar con algunos oficiales compañeros del viudo, que se encontraban en Londres, resultó dolorosamente evidente que la mujer estaba allí a prueba. El hecho de ser una estupenda amazona incrementaba las probabilidades de que la aceptasen, pero sus enérgicos puntos de vista acerca de la justicia que merecían los indios constituyeron factores negativos y, al concluir la velada, Charlotte comprendió que no había superado la prueba. No era apta para el comedor de oficiales de un regimiento destinado en la India.

Y entonces, en rápida sucesión, dos defunciones hicieron que los intermitentes amoríos de Charlotte pareciesen carecer de importancia. El anciano conde falleció apaciblemente un día, y apenas acababan de enterrarle cuando murió de súbito Henry Buckland, un hombre mucho más joven pero excesivamente obeso. Correspondió a Charlotte supervisar ambos funerales y en esa coyuntura dolorosa fue Finlay Perkin quien más y mejor la ayudó. Era un duendecillo astuto y, cuando regresaban a casa, después de asistir a las honras fúnebres de Henry Buckland, Charlotte le confió:

— He recibido de Colorado una carta desconcertante. Habla nada más que de nalgas de gato y de lo que debo hacer para evitarlo.

Enseñó al hombre la carta de Lloyd, y Perkin vio inmediatamente en aquella misiva el medio para distraer a Charlotte de su pena.

— Lo que tenemos que hacer, y en seguida, señorita Charlotte, es empezar a recorrer la región, en busca de un buen toro.

Así que la llevó de una finca a otra; encontraron muchos sementales, pero ninguno con las características que deseaban. Hasta que una tarde, cuando volvían a casa, decepcionados, Perkin sorprendió a Charlotte con una sugerencia que ni por asomo podía esperarse la mujer.

— Cuando encontremos nuestro toro, señorita Charlotte, creo que debería llevarlo usted a Colorado.

— No había pensado en ver de nuevo aquella tierra.

— Lo sé, su padre me dijo que le aconsejó a usted que se mantuviera lejos de allí. Pero me temo que le dio un mal consejo.

— ¿En qué se basa?

— ¿No salta a la vista, chiquilla? Bristol no es para usted. Los hombres con los que ha estado perdiendo el tiempo… no se casaría usted con ninguno de ellos. Vuelva a América y entable relaciones con algún inglés de los que trabajan en los ranchos de Wyoming… Son hombres intrépidos, como Moreton Frewen y Claude Barker, y encontrará uno a su medida.

Charlotte no respondió al dictamen sobre matrimonio, pero la mención del Oeste se mantuvo obsesivamente aferrada a su cerebro. En ocasiones, al dirigir la mirada hacia algún tapiado campo de cultivo inglés, lo que veía era la augusta pradera. Al caer unos copos de nieve, en la imaginación de Charlotte aparecía una ventisca. La vida en el Oeste norteamericano tenía una majestad impresionante y su recuerdo se había apoderado de Charlotte.

Y entonces, un día, Perkin y ella dieron con el toro y, nada más verlo, Charlotte adoptó su decisión. Quiso ser testigo del desarrollo de aquel animal en la pradera. Sintió nostalgia de Colorado. Aquella noche, Perkin escribió a Skimmerhorn:

Tengo la absoluta confianza de que es el semental que buscábamos. Desciende de una admirable genealogía de hembras y siempre he creído que las cualidades inherentes a un toro han de derivarse de la rama femenina. Sus cuartos traseros son de lo más pesado, como los de su progenie materna, y Charlotte le ha asignado el oportuno nombre de Confianza. Ha decidido llevarlo ella personalmente.

Cuando, acompañada de aquel excelente animal, Charlotte llegó a la estación de Centenario, no se produjo la sensación de pasmo reverencial que había acogido a Rey Bristol, porque el joven Confianza carecía de todas las características que tan predominante hicieron a aquella noble bestia, pues no era corpulento, su paso no tenía gracia soberana y faltaba espacio entre sus nacientes astas. Sólo contaba con dos cualidades distinguidas: cuartos traseros extraordinariamente considerables, sin el más leve indicio de nalga de gato, y una prepotente capacidad para transmitir a su descendencia, sobre todo a los terneros machos, los atributos físicos que poseía.

— Las nalgas de gato se han terminado -dijo Skimmerhorn, y condujo el joven semental a una carreta. Luego se volvió a la nueva propietaria-: Señorita Charlotte, al volverla a tener en el castillo, todo parecerá tan natural…

— Voy a viajar por Wyoming -repuso la mujer.

Su búsqueda de marido, por Wyoming, resultó infructuosa. La clase de jóvenes ingleses que conoció tiempo atrás ya había desaparecido, expelida por la ventisca y el subsiguiente desastre, económico. La frivolidad y las largas veladas de cróquet eran algo que pertenecía a la historia y Charlotte tuvo la desalentadora impresión de que su regreso al Oeste había sido un error.

Durante el trayecto de vuelta al Venneford comprendió, con un ramalazo de pesadumbre, que el Campamento Avanzado Cuatro, donde ella pasó tantas jornadas deliciosas, ya no pertenecía a la hacienda. Fue vendido a un comerciante de Cheyenne, que lo utilizaba varias semanas al año. Consideró la idea de comprarlo de nuevo, pero no tomó medida alguna en ese sentido, porque estaba en pugna consigo misma y era incapaz de resolverse a algo.

Un día, cuando caminaba ociosamente, con intención de echar un vistazo a Confianza, vio a Jim Lloyd, que se acercaba en dirección contraria y, por primera vez, observó lo erguido, lo ágil que era. Raramente había hablado con él, pero se acordaba de aquella mañana en que fue a informarla del suicidio de su esposo. Se mostró amable y tal vez más afectado que ella por la muerte del jefe a cuyas órdenes estuvo tanto tiempo. Aparte de eso, no sabía nada de Jim Lloyd, salvo que llegó al norte a la edad de catorce años, en una conducción de ganado y que, al correr del tiempo, estuvo más o menos relacionado con una muchacha india.

Lo cierto es que le conocía más a través de las cartas de Finlay Perkin, que le tenía en muy alta estima. ¿Cuáles eran las frases? "De absoluta confianza… gran sentido común… un magnífico elemento con los herefords."

— Hola, señor Lloyd -saludó Charlotte, al acercarse el hombre a la cerca del corral-. ¿Qué tal está el toro?

— Se comporta maravillosamente, señora -dijo Jim.

— ¿Tan bien como usted esperaba?

— Mejor. Es… es… -Charlotte se preguntó qué palabra estaría buscando y la sorprendió un poco cuando dijo-: Es voluntarioso. Se mueve adecuadamente. Ésa es una buena señal en un toro.

— Desde luego, no tiene nalgas de gato -comentó Charlotte.

Empezaron a hablar de varias cosas y la mujer se sintió un tanto impresionada por la amplitud de los conocimientos de Jim Lloyd, que había leído mucho, había estudiado economía y era capaz de expresar opiniones bien fundamentadas. La verdad es que estaba mejor informado que el señor Skirnmerhorn, que apenas podía apartarse de los temas relacionados directamente con la actividad ganadera. Pero Charlotte se percató también de que era un hombre retraído y extremadamente solitario, y adivinó que, si ella se encontraba en un período de años críticos, tratando como trataba de establecer unas normas que seguiría durante el resto de su vida, el vaquero se hallaba en una situación doblemente crucial. Para ella, encontrar un nuevo marido representaba llevar un estilo de vida; para él, tomar esposa podía constituir la vida misma, la aceptación de otro ser humano, y Charlotte supuso que ella era el único medio por el cual aquel hombre podría escapar de la cárcel de soledad en la que se había encerrado.

Así que una tarde le dijo:

— Señor Lloyd, ¿le importaría cenar conmigo esta noche?

— Me sentiría muy honrado -aceptó Jim.

Y, a las seis en punto, se presentó en la puerta del castillo.

— Creí que sería a las ocho -dijo Charlotte.

— Es que me levanto temprano para trabajar, señora -replicó Jim.

De modo que Charlotte metió prisa a la cocinera, tomaron asiento en el redondo comedor, regio y esplendoroso, y la mujer se interesó por la marcha de las ventas, tema de conversación del que pasaron a las tarifas diferenciales de transporte y a la posibilidad de que se montase en la zona una fábrica de azúcar de remolacha. Las hojas de remolacha podían utilizarse como alimento para las reses del Venneford.

De súbito, Charlotte preguntó:

— ¿Está comprometido con aquella muchacha india?

— Quise casarme con ella -repuso Jim, ruborizándose-. Pero no me aceptó.

Se estaba haciendo tarde y Jim pidió permiso para retirarse, pero, al día siguiente, Charlotte le vio en la rampa de carga y fue a proponerle:

— La velada de anoche fue muy agradable, James. ¿Podría venir a cenar hoy también?

— No -contestó Jim, y cuando la mujer puso cara de desilusión, añadió-: Porque esta vez soy yo quien la invita a tomar un bocado en Centenario.

A las seis, ya estaba frente a la puerta, con un reluciente carruaje tirado por dos bayos. Entraron tranquilamente en la ciudad y cenaron en el "Armas del Ferrocarril", donde varios habitantes de la urbe les saludaron y se alejaron en seguida, para charlar acerca de lo impropio que era el que una señora hacendada inglesa alternase con un vaquero.

La misma idea preocupaba a Jim. En años posteriores se aceptaría que ricas herederas o viudas adineradas, con ranchos legados por sus maridos, se relacionasen públicamente con vaqueros, pero en 1889 tal asociación llevaba inherente la marca del escándalo, y Jim era un hombre muy correcto. No dejaba de darle vueltas en la cabeza el hecho de que era dos años más joven que Charlotte y que la mujer tenía más dinero que él, más poder en el rancho.

Como compensación a esas dudas, estaba la belleza de la dama y su vivo interés por el Oeste. Era una persona con la que daba gusto conversar, siempre dispuesta para la aventura, y que mantenía cierta organización en su vida. Jim llegó a la conclusión de que realmente se trataba de una mujer superior y se dio cuenta de la buena suerte que tenía, al haber despertado el interés de Charlotte.

Y así, de una forma irresoluta, pasaron el templado invierno y la primavera de 1889, cenando aquí y allá, trabajando juntos, leyendo los mismos libros y revisando las mismas cifras. Aquella situación hubiera podido prolongarse durante largo tiempo, pero Charlotte había cumplido recientemente los treinta y siete años, y aunque la pradera que aprendió a querer seguía siendo expansiva, su propia existencia empezaba a estrechar sus límites. Había rechazado Bristol y no volvería allí. La India quedaba ya al margen. África, también. Todo cuanto le restaba era su futuro en Colorado, y lo mejor que podía hacer era ordenarlo.

De modo que, un día del mes de junio, preparó una excursión y, aunque ya no era propietaria del Campamento Avanzado Cuatro, Jim y ella invadieron aquel lugar, entre pinos y agujas erosionadas, y después de comentar tristemente cuánto lamentaba el que se:: hubiese concedido permiso para vender aquel paraje tan arrebatador, Charlotte manifestó audazmente:

— Si nos casamos, James, en los años venideros tendremos otras cosas que lamentar.

Jim estaba jugueteando con una aguja de pino, que retenía entre los pulgares para formar un pito. Tras emitir un largo silbido, bajó las manos y, sin mirar a Charlotte, dijo:

— Tienes razón.

— ¿Qué vamos a hacer, entonces?

— Casarnos, supongo.

Impulsivamente, Charlotte le aplicó un papirotazo en la cabeza.

— ¡Maldita sea! ¿Se te me estás declarando?

— ¡Sí! -exclamó Jim, alegremente.

La tomó por la cintura, la levantó en el aire y luego la llevó a la casita de piedra que había construido veinte años antes.

Cuando anunciaron su compromiso, las lenguas no se dieron reposo en sus comentarios acerca del taimado texano que se las había ingeniado "para dar el braguetazo". Las señoras se preguntaron cómo era posible que una dama rica de la categoría de Charlotte pudiera rebajarse hasta el punto de tomar por esposo a un pobre vaquero. No obstante, el banquero de la ciudad confió:

— Están equivocadas por completo, señoras mías. Jim Lloyd no es ningún pobretón. Me atrevería a decir que se trata de uno de los mejores partidos de esta villa.

Al inquirir las mujeres cómo podía ser así, el banquero explicó:

— Porque ahorra su dinero, ésa es la razón.

La boda iba a celebrarse en la Iglesia de la Unión, poco después del Cuatro de Julio, pero el día primero de ese mes, el tren de la Union Pacific llevó a Centenario un invitado que nadie esperaba. Era Clemma Ferguson, que sólo contaba treinta y cuatro años, pero cuyo aspecto la reducía a la condición de mujer cansada y derrotada.

En cuanto Jim se enteró de la presencia de Clemma en la ciudad, le faltó tiempo pata correr a casa de los Zendt, donde encontró a Clemma en la cocina.

— He obtenido el divorcio -manifestó la mujer en tono apagado-. Ahora estoy dispuesta a casarme contigo. '

Olvidándose de todo lo sucedido en los últimos meses, Jim la estrechó entre sus brazos y, mientras la besaba, notó que su corazón se dilataba.

— ¡No sabes lo que me alegro de que hayas vuelto a casa! -dijo.

Aquel abrazo liquidaba todos los problemas de Jim. Comprendía que estaba seriamente obligado a desposar a Charlotte y, en circunstancias normales, no hubiese hecho nada que molestase a aquella estupenda señora. Se daba cuenta también de las ventajas que le reportaría el enlace matrimonial con Charlotte y, por lo tanto, el desagrado con el que contemplada la comunidad aquella unión de una rica hacendada con un vaquero, aunque confiaba en que Charlotte no utilizaría nunca contra él semejante látigo. Era una mujer honorable y sería una buena esposa. Pero estar con Clemma representaba estar con la tierra que él adoraba, con el Oeste indio que reverenciaba. Clemma constituía una visión total de vida y, para conquistarla, cualquier sacrificio quedaría justificado.

— ¿Te casarás conmigo inmediatamente? -preguntó con gran interés Jim.

— Sí -respondió Clemma.

Comprendía por fin que, durante dos decenios, aquella sencilla opción que hubiera podido salvar su existencia la tuvo siempre ante sí, sin ser capaz de apreciarla o aceptarla. Ahora, al término de un largo trayecto, estaba dispuesta a casarse con el hombre al que debía haber desposado años antes. El evidente amor de Jim la convenció de que había obrado bien al enterrar sus temores y volver a Centenario.

Jim la abrazó de nuevo y se excusó con el comentario:

— Tengo algo que hacer en el rancho.

— Apuesto a que sí -dijo Levi, en el momento en que Jim emprendía la marcha, y cuando Clemma preguntó qué quería decir, su padre respondió-: Tiene que dar una explicación a fondo. Iba a casarse con Charlotte Seccombe la semana que viene.

Al pronunciar tales palabras, Levi observó que Clemma no manifestaba sorpresa ni remordimiento alguno, como si las obligaciones de Jim no tuviesen nada que ver con ella. "Se parece una barbaridad a la moza de Stoltzfus", se dijo Levi, y la comparación no le hizo feliz.

En el rancho, Jim encontró a Charlotte preparando el vestuario para la boda y, sin la más leve pretensión de diplomacia, anunció:

— Clemma ha vuelto.

Charlotte continuó sacando prendas del armario. No dijo nada.

— Ha vuelto -repitió Jim-. Y voy a casarme con ella. Charlotte ni siquiera palideció. No hizo más que agarrar a Jim por un brazo, tirar de él y preguntar:

— ¿Qué has dicho que vas a hacer?

— Casarme con ella. Es su única salvación.

Charlotte no inquirió: "¿Y qué me dices de mí?" En vez de eso, manifestó sosegadamente:

— James Lloyd, nuestra boda se celebrará dentro de seis días. Aprovéchalos para reflexionar. Pero métete en la cabeza una cosa: Clemma Zendt arruinará tu vida. Es una mujer a la deriva. No puede dominarse. Y tú mereces algo mejor.

Jim trató de explicar, de protestar, pero Charlotte no estaba dispuesta a escucharle.

— Por favor, retírate -dijo con voz firme, de mujer orgullosa y resuelta-. Da un paseo a caballo, James, y medita un poco.

Le acompañó hasta la puerta y se sintió inclinada a empujarle fuera de la casa, pero entonces se le ocurrió una táctica mejor. Le retuvo, tomándole la mano, le dio un prolongado beso y dijo:

— Eres un hombre que merece la pena tener, James Lloyd. y pretendo casarme contigo.

Durante dos jornadas, Jim fue a caballo hasta los rincones más lejanos de la hacienda, sumido en una fiebre de indecisión. Se llegó a la ciudad en dos ocasiones para charlar con los Zendt, y en cuanto se encontraba en presencia de Clemma, el corazón aceleraba sus latidos, y una vez, al despedirse de ella con un beso, le pareció que toda la pasión de Colorado se comprimía en aquel cuerpo femenino, flexible y poético.

Estaba decidido. Clemma era la única mujer con la que se casaría. Pero cuando cabalgaba al este de la ciudad, en dirección al vado del Platte donde la vio por primera vez, una cautivadora adolescente india de trece años, Jim comprendió repentinamente que, a lo largo de todos aquellos años se había empeñado, y conseguido, en conservarla en su cerebro con la imagen de una chiquilla de cuento de hadas. En realidad, no sabía nada de ella como mujer, ni lo que fue de su existencia en Saint Louis y Chicago.

Por último, tuvo que enfrentarse a la verdad: estaba enamorado de una obsesión que él mismo había cultivado cuidadosamente durante tantísimo tiempo.

Sin embargo, el cuarto día, aún indeciso, volvió al domicilio de los Zendt, para descubrir que Clemma había estado bebiendo, tratando de fortalecerse para soportar la acusación que circulaba por la urbe de que volvió a Centenario para quitar a Charlotte Seccombe la posibilidad de casarse con Jim. Naturalmente, la imputación era falsa, puesto que Clemma no podía conocer de ninguna manera aquellos proyectos matrimoniales, pero cuando Jim trató de explicárselo, la mujer repitió lo que le habían pronosticado en Chicago:

— En esta ciudad no quieren indios.

— ¡Eso es ridículo! Tu madre…

Clemma ya no le escuchaba. A través de la pradera, llegó el silbido del tren de la tarde y Jim observó que aquel pitido agudo atormentaba a Clemma, que había dejado de ser una princesita india de trece años, propia de un libro de cuentos, para convertirse en una trágica y ofuscada mujer de treinta y cuatro años.

La tarde del cuatro de julio, los Zendt se encontraban en la cocina de su casa cuando sonó una llamada a la puerta de persiana.

— ¡Adelante! -dijo Levi, y no le sorprendió en absoluto ver entrar a Charlotte.

La mujer saludó al mayor de los Zendt con una inclinación de cabeza y le preguntó si podía hablar a solas con su hija. Cuando todos hubieron salido de la cocina, Charlotte colocó una silla de forma que pudiera sentarse de cara a Clemma.

— Quiero que se vaya en el tren de la mañana -declaró en tono firme.

— Jim desea casarse conmigo.

— No me cabe duda de que lo cree así.

— Y yo quiero casarme con él -articuló Clemma en voz baja.

— ¿Sí? ¿De verdad?

— Debí casarme con él hace años.

— Positivamente, sí -dijo Charlotte con impaciencia-. Debió casarse con él mientras yo vivía aún en Inglaterra. Debió casarse con Jim el año de la ventisca, cuando le ascendieron. Debió casarse con él en un millar de ocasiones… pero no lo hizo.

— Siempre tuve intención de volver…

— Pero no volvió. Nunca tuvo valor para hacerlo.

Clemma se sirvió un trago y se sintió mejor después de tomárselo.

— No deseo lastimarla, señora Seccombe -dijo.

— No estamos hablando de mí -la corrigió CharIotte-. Estamos hablando del daño que causa a James Lloyd.

— ¿A Jim? -exclamó Clemma.

Y algo en el modo en que pronunció las palabras -como si el hombre fuese un objeto inanimado- hizo comprender a Charlotte que aquella mujer nunca había considerado a Jim como un ser humano con derechos y sentimientos personales. Ella, Charlotte, consideró siempre con el máximo cuidado la situación de Jim; no iba a hacer nada que lo degradase, ni siquiera casarse con él, caso de pensar que ello pudiera destruir o incluso poner en peligro su hombría.

— Sí, Clemma, estamos hablando de James Lloyd… un ser humano de verdad. Hace años, usted le hubiese destruido, si Jim llega a ser un poco más débil.

— Nunca pretendí…

— Me consta que no -dijo Charlotte suavemente-. Incluso ahora, tampoco pretende hacer nada malo.

— Pero usted es mayor que él, señora Seccombe. ¿Cómo puede amarla si…?

— No puede. Siempre la querrá a usted. Pero conmigo puede llevar una vida satisfactoria. Con usted… -Vaciló, sabedora de que lo que dijese a continuación tendría una importancia crucial-. ¿Cuánto tiempo permanecerá usted al lado de Jim?

— Pues…

— ¿Cuánto? -insistió Charlotte con gran energía-. ¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que vuelva a tomar el tren de la mañana? -No hubo contestación y Charlotte añadió-: En bien de un hombre al que por fin se le ha presentado la oportunidad de reconstruir su vida, márchese.

Dejó a Clemma sentada en la silla, con la vista clavada en el suelo y un vaso en la mano. Al salir al porche, Charlotte dijo a los Zendt mayores:

— Le he aconsejado que se vaya.

— Es usted sensata -repuso Levi.

Era ya un anciano que acababa de doblar el cabo de los setenta años y no se hacía ilusiones respecto a su hija; supuso que Clemma se marcharía por la mañana y que no volverían a verla más.

Clemma se marchó. Jim Lloyd, que estaba pesando pienso, se enteró de la noticia por boca de uno de sus vaqueros, que había ido a efectuar una entrega de novillos al tren matinal. Jim vagó por la pradera durante dos días, cabalgando hasta el punto donde estuvo situado el Campamento Avanzado Dos, para subir luego hacia la frontera de Nebraska, donde tiempo atrás registró una excelente parcela a la entrada del barranco.

Cuando se tranquilizó su turbulento espíritu, pudo comprender de nuevo la eterna pradera y su relación con ella. Se inclinó sobre la cruz de su montura y murmuró:

— Uno trabaja. Eso es lo que hace uno. Uno labora la tierra y consigue que alimente su ganado. Y después de unos cuantos años, le sepultan a uno bajo tierra y todo lo que ha sucedido en el espacio de tiempo intermedio maldito si tiene importancia. La importancia de uno sólo dura mientras uno permanece ligado a la tierra.

Con una comprensión que se prolongaría durante el resto de su vida, cabalgó de regreso al castillo y dijo simplemente: -Te he agraviado, Charlotte, y te ruego que me perdones. Si me aceptas, casémonos.

— Claro que te acepto -repuso la mujer-. He luchado por ti y juntos levantaremos algo de lo que este estado se sentirá orgulloso.

Jim le apretó la mano.

— Antes de que vayamos a ver al sacerdote, quiero que tengas este documento. Es mi regalo de boda. Lo compré hace quince días.

Cuando Charlotte examinó el papel, comprobó que se trataba de la escritura del refugio entre los pinos, en el Campamento Avanzado Cuatro. Jim había empleado todos sus ahorros en la compra de aquel terreno al hombre de Cheyenne que lo poseía.

— Es conveniente que lo tengas tú -dijo Jim-. Construí aquella casita hace años… para alguien como tú.

Advertencia a los editores de US: Por mucho que se esfuercen, no es posible que exageren el desdén de los criadores de reses bovinas hacia los ovejeros. Cuando Charles Russell, el famoso vaquero pintor, se trasladó por primera vez de Saint Louis a Montana, no pudo encontrar trabajo en ningún rancho, por lo que durante quince días tuvo que dedicarse a cuidar ovejas. Subsiguientemente, realizó más de tres mil quinientas obras de arte, en las que retrató todas las especies conocidas de animales pobladores del Oeste: liebres, conejos, búfalos, lo que quieran. Pero ni una sola vez pintó ovejas. En sus últimos años, le dio por beber y, cuando estaba borracho, no había forma de conseguir que se molestase, no se ofendía por nada, salvo si se le echaba en cara que en una ocasión estuvo apacentando ovejas. Eso no podía tolerarlo.

Presencié dos pintorescas escenas referentes a la vieja animosidad. El Club Rotary de Centenario me invitó a un almuerzo, y mi anfitrión, Morgan Wendell, me pidió excusas por anticipado. "Hoy no es precisamente un día muy oportuno para convidar a alguien", dijo. Pero no le entendí. Antes de que sirviesen la comida, el presidente se disculpó con estas palabras: "Caballeros, debemos dar muestra de nuestro sentido del juego limpio. Después de todo, un sinfín de personas comparten Colorado y todos tenemos que convivir. Una vez al año, para demostrar nuestra fraternidad, este club sirve cordero." Seis socios se levantaron de la mesa y abandonaron el comedor, entre ellos un canoso veterano que estaba sentado junto a mí. Al tiempo que salía, rezongó: "Tengo setenta años y que me aspen si algún hombre va a poder acusarme de haber comido carne de oveja." Tres hombres de mi mesa permanecieron en su sitio, pero se negaron a tocar la comida. Concluida la reunión, fueron a un restaurante y almorzaron a su gusto platos auténticos. Y Morgan WendeIl, un hombre con educación superior, figuraba entre ellos.

En otra ocasión, realizaba ciertas investigaciones en la parte más solitaria de las praderas, cuando llegué a una destartalada casucha que unos colonos habían abandonado, después de reventarse inútilmente. La ocupaba entonces un intruso anciano, que comía a base de latas de conserva. Cuando le pregunté quién vivía en el enorme rancho que acababa de dejar atrás, una hacienda que disponía de agua estupenda y de un espléndido conjunto de edificios, y cuyos moradores sin duda estaban ganando allí una fortuna, el vejete usurpador respondió: "No creo que merezca la pena que se moleste en tratarlos… Son un caso perdido… crían ovejas."

Aviso. En Wyoming, las guerras ganaderas fueron mucho más virulentas que en Colorado, pero, aunque proporcionan buen material ilustrativo, no les aconsejo que incluyan referencias a ellas. Frank Horn fue un asesino tan abyecto que, después de ahorcarle, le desollaron, curtieron la piel y confeccionaron con ella artículos que luego exhibieron jubilosamente en la droguería local. Frank Canton fue un fascinante Jekyll-Hyde; durante el día, desempeñaba las funciones de detective ganadero y era hombre que iba a la iglesia asiduamente; por la noche, se ganaba un sobresueldo actuando de asesino de los pastos, siempre al servicio de miembros del Club de Cheyenne, pero sin descuidarse nunca lo suficiente como para que le atrapasen.

Les recomendaría, sobre todo, que se abstuvieran de interesarse por la guerra del condado de Johnson, en el curso de la cual un vagón "Pullman" lleno de individuos del Club de Cheyenne se dirigió al norte, con un impresionante arsenal, al objeto de acabar de una vez por todas con el robo de ganado. Igual que un ejército invasor, los viajeros de dicho tren recorrieron la región apretando el gatillo y tachando nombres de la lista que habían preparado con anterioridad. Existen algunas magníficas fotografías de esa incursión, incluida una en la que aparece todo el ejército, mientras sus integrantes aguardaban en Cheyenne que se les sometiera a juicio. Les pusieron en libertad, naturalmente, sobre la base del histórico principio de que lo más probable era que los hombres a quienes abatieron a tiros estaban mejor muertos. Los ganaderos tenían un agravio justo; los jurados locales se negaban a dictar veredictos de culpabilidad contra sus vecinos, incluso en el caso de que se les sorprendiese en el acto de robar, y la acción de los vigilantes, parecía ser el único recurso. Hoy, en los ambientes ganaderos de Wyoming, las susceptibilidades y el mal genio suelen surgir en cuanto se saca a colación el asunto, con pruebas amañadas y suprimidas por ambos bandos, y lo más prudente es permanecer al margen hasta que el aire esté despejado de humo de pólvora, cosa que probablemente no ocurrirá antes de 1995, aproximadamente.

Regadío. La última vez que sobrevolé el Platte, al este de Centenario, no podía dar crédito a mis ojos. Era a últimos de agosto, en la parte final del período más árido del año, y el lecho del río estaba seco en un tramo de bastantes kilómetros. Ni una gota de agua. Luego, de pronto, recobraba su condición de corriente fluvial y el líquido se deslizaba durante una longitud de veinte o veinticinco kilómetros, para, acto seguido, desaparecer de nuevo el agua. Lo que estaba sucediendo allí constituía la realidad física del sueño de Brumbaugh el Patata. A decir verdad, se rebasaban las expectativas del sueño, porque, gracias al empleo de técnicas de conservación mejoradas, el Platte podía recuperar, no el treinta y siete por ciento pronosticado del agua desviada, sino casi el cincuenta por ciento. Cada gota, tal como había previsto Brumbaugh, se utilizaba seis o siete veces y, de acuerdo con el matemáticamente concebido proyecto, cuando el Platte alcanzaba por último el punto de salida llevaba exactamente los 3,36 metros cúbicos por segundo que el Tribunal Supremo decretó que Colorado entregase a Nebraska. En ningún otro lugar del mundo se aprovecha tan sabiamente hasta la última gota de agua sobre la que se tiene derecho legal.

Ventisca. Los temporales de 1887 resultaron en Montana todavía más devastadores que en Wyoming, y si desean episodios ilustrativos o grabados en madera, acerca del desastre, los hay en abundancia. Curiosamente, para la zona de Colorado situada al sur del Platte el peor año fue el de 1886 y encontrarán ustedes crónicas que lo citan como el año malo, pero no alteren el texto. En lo que respecta a la zona al norte del Platte, las cosas ocurrieron según he descrito. En el invierno de 1949, los ranchos de Wyoming sufrieron la peor ventisca de su historia, un temporal que incluso excedió al de 1887. En esa ocasión, los archivos gubernamentales y los fotográficos de los periódicos hicieron acopio de documentos sobre los sucesos. 1) Los vaqueros tenían que atarse con cuerdas antes de intentar recorrer los quince metros que separaban el barracón de la cocina; 2) un helicóptero voló más de trescientos cincuenta kilómetros, al norte de Cheyenne, sin que sus ocupantes divisaran establos ni casas, ya que todos los edificios se encontraban sepultados bajo ventisqueros; 3) el vendaval era tan furioso y los copos de nieve tan menudos, casi de nevisca, que en los hocicos del ganado irrumpían partículas de hielo que asfixiaban a los animales, y 4) algunos rancheros sólo podían llegar a sus caballos mediante la excavación de túneles que comunicasen la cocina con el establo.