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El ferrocarril recibió las secciones de número impar, dieciséis en cada municipio, mientras el gobierno federal retenía las de número par, excepto la 16 y la 36, que el Estado podía vender o arrendar para allegar fondos con destino a las zonas escolares.

Ahora, en 1873, el ferrocarril se disponía a vender las secciones impares, de su pertenencia, desde Omaha hasta Utah, y Henry Buckland, durante sus visitas a Nueva York y Chicago, echó los cimientos para una compra en masa de esas secciones. Disponía de plazo hasta finales de agosto, para determinar si sus compañeros de Bristol deseaban adquirir noventa y seis kilómetros seguidos de terreno situado en el lado sur de la vía del ferrocarril, una longitud que se extendía desde el Campamento Avanzado Dos hasta Cheyenne. Como el terreno tenía dieciséis kilómetros de anchura, la superficie en cuestión era de algo más de mil quinientos kilómetros cuadrados. Comprando tan sólo las secciones impares, unas setenta y ocho mil hectáreas en total, los del Venneford adquirirían también el control físico de las pares, o sea, que dispondrían de cerca de ciento sesenta mil hectáreas aseguradas. Si los hombres de negocios de Bristol lograban reunir el dinero, la permanencia de la operación ganadera quedaría garantizada para las décadas futuras.

Así que Buckland efectuó, con Seccombe y Skimmerhorn, una serie de profundas e inquisitivas revisiones.

— Tenemos un imperio al alcance de la mano -manifestó-. Vamos a ver si podemos agarrarlo bien.

Los tres hombres se inclinaron sobre mapas y cifras, hasta que se aprendieron de memoria todos los datos y, consecuentemente, Skimmerhorn volvió a un punto básico:

— Si tenemos seguras las aguas del Platte, como así es, y conseguimos apoderarnos de esta tierra del norte, controlaremos todo el espacio intermedio. Tenemos que lograrlo, cueste lo que cueste.

A Buckland le atormentaba el hecho de que el terreno ofrecido no llegase hasta el Campamento Avanzado Uno.

— Quedaría sin protección este extremo -se lamentó.

Skimmerhorn le indicó otras circunstancias.

— Ahora también se encuentra esta zona sin protección. Las montañas nos dejan indefensos. Dentro de poco, señor Buckland, los colonos empezarán a registrar esas parcelas. Sólo disponemos de unos años más, muy pocos, de pastos abiertos.

— ¡La tierra es nuestra! -protestó Buckland.

— Sólo porque nosotros lo decimos.

— Tenemos ganado en ella. La cuidamos.

— Pero se acerca el momento, señor Buckland, en que se acabarán los pastos abiertos. Cuando fui a Indiana, con motivo de ese último cargamento de sementales, un hombre llamado Jacob Haish me enseñó algo que había inventado. Una cerca.

— Las reses atravesarán cualquier cerca -dijo Buckland.

— Ésta, no -repuso Skimmerhorn, y lanzó encima de la mesa un trozo de tosco alambre espinoso, no el producto perfeccionado que inundaría después el mercado, sino un artículo primitivo, con pinchos mortíferos.

— Los agricultores como Brumbaugh el Patata se apresurarán a cercar sus tierras con alambre de esta clase -pronosticó Skimmerhom-. Y los colonos del límite de Nebraska cercarán las suyas…

— Y, al final, tendremos que cercar las nuestras -le interrumpió Buckland.

— Si las tenemos -dijo Seccombe.

— Debemos tenerlas -saltó Buckland-. Tantas como podamos.

Y entonces los dos administradores tuvieron conocimiento de un hecho que iba a dominar el resto de su vida profesional. La hacienda Venneford no estaba regida por Oliver Seccombe o por John Skimmerhorn. Lord Venneford tampoco pintaba mucho, ni los hombres prósperos como Henry Buckland. El negocio lo dirigía un empleado sin rostro, llamado Finlay Perkin, y, hasta que este caballero diese el oportuno permiso para que el rancho norteamericano adquiriese las tierras del ferrocarril, la compra no podía efectuarse.

— ¿Cómo es? -preguntó Skimmerhorn, mientras Buckland preparaba la comunicación que se iba a dirigir a Perkh

— Es escocés.

— Eso es todo lo que necesitamos -comentó Seccombe-. Un escocés llevando las riendas de un rancho inglés.

— En Escocia tienen un proverbio -explicó Buckland-. Si eres padre de tres hijos, y uno es extraordinariamente brillante y con carácter, déjale en Edimburgo, porque la competencia es allí tan feroz que necesitará todo el nervio de que disponga. Si el segundo hijo es inteligente, pero le falta carácter, envíalo a América, donde todo marcha. Y si tu tercer hijo tiene un carácter tremendo, pero carece de cerebro, mándale a Inglaterra donde ese defecto no se notará nunca. Finlay Perkin es un hijo tercero. Fue a Bristol.

El nuevo cable transatlántico constituía ya una rápida conexión con la Madre Patria y los tres conjurados pasaron largo rato redactando su mensaje, cuyo objetivo principal estribaba en resultar seductor a un empleado administrativo de Bristol: