4. Muerte de Inmortalidad
Durante los años en que Nuestro Pueblo estuvo ocupando el territorio comprendido entre los dos Plattes, los enemigos le rodeaban y la existencia era difícil. Pero podía contar con un aliado, la tribu india más estupenda de las praderas: l6scheyennes. Eran más altos que los miembros de Nuestro Pueblo -de hecho, eran los indios más altos de América- y también más esforzados. Eran mejores jinetes y siempre estaban dispuestos a entablar combate. Eran hombres sabios y de costumbres distintas: se burlaban de la práctica de comer perros, corriente entre Nuestro Pueblo, y abominaban del hábito que éstos tenían de ofrecer sus mujeres a otros hombres; entre ellos, resultaba también más difícil marcar un golpe, porque sólo permitían hacerlo a tres de sus guerreros sobre un mismo enemigo, mientras que Nuestro Pueblo lo permitía a cuatro; y miraban con especial desagrado la costumbre que practicaban los pawnees de sacrificar todos los años una joven india virgen, capturada a otra tribu, a ser posible, o tomada de entre las de su propio pueblo, en caso de resultar necesario.
El padre de Castor Cojo -su verdadero padre- le dijo una vez:
— Las dos cosas en las que Nuestro Pueblo puede confiar son la salida del Sol y la lealtad de los cheyennes.
Hubo un tiempo en que fueron enemigos acérrimos, y no constituyó ninguna insignificancia para los cheyennes declarar la guerra a Nuestro Pueblo, quienes, pese a no ser rimbombantes y a no convertir la guerra en un rito, podían manifestarse terriblemente tenaces, aparte de que tampoco los hombres como Castor Cojo constituían una excepción entre ellos. El abuelo de Castor Cojo había combatido muchas veces contra los cheyennes, hasta que, un día, jefes principales de ambas tribus se reunieron, llamativamente pintados y luciendo plumas de águila los cheyennes, y razonaron: "Es una estupidez que nos destruyamos a nosotros mismos. Tenemos muchas cosas en común." Entonces fumaron la pipa de la paz y durante un siglo, a partir de aquel momento -en realidad, mientras los indios recorrieron las praderas-, ningún cheyenne peleó con Nuestro Pueblo, ni ningún cheyenne en apuros pidió ayuda a Nuestro Pueblo sin recibirla.
El tratado entre estas dos tribus se cumplió escrupulosamente durante un período de tiempo mayor que casi cualquier otro tratado existente en cualquier época y lugar.
No dejaba de resultar de lo más notable el hecho de que ninguna tribu supiese hablar el lenguaje de las otras. La verdad es que cada una de las tribus con las que Nuestro Pueblo tuvo contacto sólo sabía expresarse en Su propio dialecto. De modo que Nuestro Pueblo no podía hablar con sus enemigos los dakotas, utes, comanches o pawnees; ni siquiera con sus aliados de confianza.
Había, naturalmente, un lenguaje de signos que no se basaba en la palabra oral, sino más bien en ideas generalizadas, y que dominaban todos los indios de las praderas. Dos hombres pertenecientes a tribus separadas por una distancia de mil seiscientos kilómetros podían encontrarse en la orilla de un río y conversar inteligentemente por señas, y ese sistema de comunicación pasaba con rapidez de una parte a otra del país.
Nuestro Pueblo se veía aprisionado dentro del más difícil de los lenguajes indios, tan verdaderamente intrincado que ninguna otra tribu, salvo una rama de la misma, los gros ventres, aprendieron jamás a hablarlo. Se mantenía por sí solo y era un dialecto que en el mundo sólo hablaban 3.300 personas: el total de miembros de Nuestro Pueblo. Las tribus enemigas no eran mucho más numerosas: los utes contaban con 3.600 individuos, los comanches, con 3.500, y los pawnees eran alrededor de 6.000. Los magníficos cheyennes, que serían famosos en la historia, sólo eran 3.500. Los dakotas, conocidos también por el nombre de sioux, tenían muchas ramificaciones y acaso totalizasen 11.000.
En el año 1776, los jefes cheyennes enviaron un mensajero a Nuestro Pueblo, sus aliados, el cual manifestó mediante el lenguaje de los signos: "Los comanches de la región situada entre el Platte y el Arkansas están atacando y matando. Vamos a declararles la guerra y pedimos vuestra ayuda."
Aquella solicitud no tenía más que una respuesta y Nuestro Pueblo dijo: "Enviaremos, a nuestros guerreros contigo."
En consecuencia, a últimos del verano de aquel año, un ejército cheyenne, apoyado por Nuestro Pueblo, se dirigió hacia el sur, dispuesto a dar una lección a los comanches, pero apenas habían recorrido una pequeña distancia, cuando se presentaron unos exploradores con la noticia de que los comanches estaban ya enterados de la campaña emprendida por sus enemigos y se habían apresurado a pedir ayuda a los apaches, aliados suyos. Era una noticia terrible de veras, porque los comanches ya eran formidables y crueles por sí mismos, pero cuando se aliaban con los apaches eran poco menos que invencibles.
No se habló de retirada. los jefes cheyenne s dijeron:
— Si permitimos que invadan nuestras tierras, saquearán nuestras aldeas y se llevarán a nuestras mujeres. Deben recibir un buen correctivo, tanto los comanches como los apaches.
Se impuso la más rígida disciplina y los hombres avanzaron con cautela, porque caer prisionero de aquel pavoroso enemigo representaba algo peor que la muerte.
Fue entonces cuando los guerreros, por la noche, empezaron a hablar de Inmortalidad.
— Le combatí una vez. Es un comanche que tiene una profunda cicatriz en la mejilla izquierda. Cuando se acerque a la zona de la batalla donde tú estés, márchate de allí en seguida. Es invencible.
Muchos relatos daban fe de aquello. En cierta ocasión en que los pawnees trataban de robar caballos, lanzaron un simulacro de combate para distraer a los comanches y permitir así que un grupo de guerreros se acercara por sorpresa a los equinos. La maniobra hubiera salido bien de no encontrarse Inmortalidad por ahí, a lomos de su negro corcel. Inmortalidad se dio cuenta de la argucia y contraatacó él solo. Cabalgo directamente hacia los pawnees, un hombre contra once, pero el arte mágico que le protegía hizo que las flechas de los pawnees resultaran inofensivas. Ello aterró a los incursores pawnees, que volvieron grupas y huyeron, perseguidos por Inmortalidad, y cuando los pawnees del grupo principal contemplaron aquello, comprendieron que había ocurrido un prodigio de alguna clase y también emprendieron la huida. En todas las tribus que recorrían las praderas se comentaba que aquel comanche ultra valiente del caballo negro poseía un poder mágico que las flechas no lograban atravesar.
Por lo tanto, a medida que los aliados se aproximaban al río Arkansas, las precauciones que tomaban eran mayores, a la búsqueda del punto más favorable para desencadenar su ataque. Por último, los exploradores informaron de que, si cruzaban el río Arkansas y atacaban a los comanches desde el sur, cabía la posibilidad de introducir una cuña entre los grandes jinetes y sus amigos los apaches. Los jefes evacuaron consultas. Por los cheyennes intervenían Mano Rota, Lobo Aullador, Abalorio Gris y Revolcadero de Bisonte, que para el debate se ataviaron con la vestimenta de gala, con cintas en la cabeza resplandecientes de plumas de águila. Por parte de Nuestro Pueblo estaban Flecha Recta, Serpiente Saltarina y Lobo Gris. Expresándose por señas y trazando muchos dibujos en la arena de la orilla del río, prepararon un plan hábil e ingenioso, que requería sutil sincronización y enorme astucia. Dudaban de que el enemigo pudiese reaccionar con rapidez; confiaban en poder invadir el mismísimo campamento y crear gran confusión entre los comanches, antes de que los apaches llegaran en su ayuda. Se trataba de un plan que hubiese proporcionado muchos honores a cualquiera de los generales europeos que estaban en campaña durante aquel final de verano de 1776, o a cualquiera de los generales americanos también ocupados.
Pero el consejo no podía dejar de tener en cuenta a Inmortalidad y, después de debatir largamente ese imponderable, Lobo Gris presentó una sugerencia:
— ¿Cuentan entre sus jóvenes cheyennes con tres hombres de gran bravura? -Naturalmente que sí, por lo que Lobo Gris prosiguió-: Designaremos tres de nuestros jóvenes que hasta ahora se han portado bien, mi hijo Castor Cojo, Nariz Roja y Rodilla de Álamo, y los seis no tendrán más que una misión. Combatir a Inmortalidad e impedir que siembre el terror entre nuestros guerreros.
— ¿Será suficiente? -preguntó Revolcadero de Bisonte, con escepticismo.
— Obligará a ese terror a estar sólo en un sitio -razonó Lobo Gris, y el plan fue adoptado.
Lobo Gris reunió a los tres jóvenes guerreros de su tribu y los aleccionó respecto al plan, mientras Revolcadero de Bisonte instruía a sus cheyennes. Por último, los ocho hombres se congregaron en asamblea y Revolcadero de Bisonte dio sus consignas, hablando por señas.
— Pase lo que pase durante la batalla, lo único que tenéis que hacer es quedaros atrás hasta que aparezca Inmortalidad. Gran caballo negro, profunda cicatriz en la mejilla izquierda, normalmente se viste de negro para el combate. Hay que pillarle por sorpresa. Debéis rodearle y mantenerlo ocupado… sólo a él.
Lobo Gris añadió entonces su parecer, expresándose también en el lenguaje de los signos:
— Es inútil dispararle flechas. Es inútil tratar de clavarle una lanza. Hay que aporrearle hasta que muera. Eso no se ha intentado aún.
De modo que los seis guerreros dejaron a un lado sus armas y cogieron garrotes. Castor Cojo empuñó una maza bien equilibrada, de madera dura y llena de nudos. Cuando la blandió en el aire, produjo un suooooosh muy sugestivo y todo indicaba que su golpe resultaría mortal. Castor Cojo se sintió satisfecho.
El proyecto de la gran operación empezó a ponerse en práctica. El primer paso requería atravesar el Arkansas, que en aquel punto era un río profundo y oscuro. Las dos tribus lanzaron sus caballos al agua y emplearon una táctica que habían aprendido de los pawnees: se mantenían a lomos de la montura hasta que sólo la cabeza del animal asomaba por encima del nivel del agua, y entonces se deslizaban por detrás de la grupa y cubrían el resto del recorrido agarrados a la cola del caballo. Una vez en la otra orilla, los jefes principales condujeron el grueso de sus tropas hacia el este, a lo largo de la ribera, hasta que empezaron a aproximarse al campamento comanche. Un grupo más reducido se desvió hacia el sur, para interceptar a los apaches si avanzaban por aquella zona, mientras Castor Cojo y su fuerza especial se separaban de los demás. Cada uno de estos seis guerreros estaba interiormente aterrado por la perspectiva del encuentro con Inmortalidad.
Los exploradores regresaron para informar a los aliados de que el aspecto que presentaba todo era satisfactorio. El campamento comanche no se había movido. Los apaches aún no ocupaban su posición.
— ¿Qué hay de Inmortalidad? -preguntaron los jefes.
— No se ha dejado ver -respondieron los exploradores.
Así que se emprendió la gran batalla y, en cuanto se dio la señal inicial, se evaporaron todas las primorosas estratagemas que los jefes habían planeado, porque en la guerra india cada hombre era su propio general y cada unidad un comando independiente. Los cheyennes se pusieron en marcha hacia la aldea comanche, pero, por el camino, tropezaron con un comanche que montaba un caballo lento y todo el mundo se precipitó sobre él, con ánimo de marcar un golpe, y cuando el comanche hubo muerto, atravesado por once flechas, la aldea era algo ya olvidado, porque se avistó otro comanche que galopaba en dirección opuesta.
Las cosas no fueron mejor para los aliados del sur. Los apaches recibieron el aviso de que debían moverse con rapidez para ir en auxilio de la aldea, y hubieran obrado así a no ser porque en el último minuto localizaron una pequeña partida de cheyennes que se habían extraviado durante la persecución de un comanche. Toda la tribu apache se desvió para aniquilar a aquella pequeña banda.
Sólo Castor Cojo, Nariz Roja y Rodilla de Álamo se ciñeron estrictamente al plan original; sus tres compañeros cheyennes divisaron a un apache que se había separado del contingente principal y se lanzaron en su persecución. Tras recorrer cierta distancia, al final lograron matarle. Jadeantes, regresaron junto a los tres indios de Nuestro Pueblo, a los que, mediante el lenguaje de los signos, acusaron de falta de valor. Castor Cojo se echó a reír y replicó:
— Todo aquel que se enfrenta a un apache es verdaderamente valeroso, pero estamos aguardando a Inmortalidad. -También nosotros le esperamos -dijo el cheyenne, pero, entretanto, vieron a otro apache y se alejaron de nuevo.
En esa ocasión, sin embargo, no lograron alcanzarlo y volvieron casi sin resuello, aunque satisfechos por la batalla. Castor Cojo se preguntó si representarían alguna ayuda en el caso de que tuvieran que vérselas en seguida con Inmortalidad. Aquellos guerreros se comportarían valerosamente… pero estaban exhaustos.
La batalla había degenerado en una refriega tumultuosa y caótica, en la que los invasores parecían llevar una ligera ventaja, pero Inmortalidad no había hecho aún su aparición. Entonces se presentó un pequeño grupo de comanches capitaneados por un hombre gigantesco y sombrío, que montaba un caballo negro. Aquél era Inmortalidad, y su llegada alentó de tal modo a sus aliados que desencadenaron un contraataque, dirigido a los cheyennes, dando por supuesto que, si lograban aterrorizar a esos guerreros, Nuestro Pueblo emprendería la retirada automáticamente.
Pero la presencia de Inmortalidad no surtió aquel día su efecto acostumbrado, porque cuando se aprestaba a sembrar el terror entre los cheyennes, Castor Cojo y sus cinco compañeros espolearon sus corceles hacia él y se produjo una violenta pelea, subrayada por los feroces gritos bélicos de los cansados cheyennes, que anticipaban un alboroto memorable. Inmortalidad era tan potente como le pintaban, pero no empavoreció a los seis guerreros. Los tres miembros de Nuestro Pueblo dedicaron todos sus esfuerzos a llegar hasta él, pero los selváticos cheyennes, que disfrutaban con el combate en sí, iban alocadamente de un lado a otro de la batalla, hasta que los acompañantes de Inmortalidad descargaron una lluvia de flechas sobre ellos y mataron a uno.
Inmortalidad supuso que aquella baja desmoralizaría a los demás y trató de dirigirse al centro del generalizado combate, pero Castor Cojo se interpuso en su camino, mientras los dos cheyennes restantes, sin hacer caso de las flechas, le golpeaban con sus mazas. Inmortalidad ordenó a sus tropas que eludiesen a aquellos molestos atacantes, dando un rodeo al galope, maniobra que hubiera salido bien de no haber espoleado también Castor Cojo a su montura que, a toda velocidad, penetró en el núcleo del grupo del jefe comanche al que Castor Cojo aporreó en la cabeza, para echársele luego encima, derribarle del caballo y lanzarlo al suelo.
Al caer ambos guerreros, Castor Cojo descubrió por sí mismo que Inmortalidad era realmente distinto a los demás hombres. Su cuerpo no parecía ser humano, sino hecho de hierro, y, cuando chocó contra el suelo, con Castor Cojo encima de él, dejó oír un sonido metálico. Era una criatura espeluznante y Castor Cojo llegó a temer que Inmortalidad le destruyese de algún modo mágico.
Castor Cojo había perdido su garrote y se sintió inerme, incapaz de herir a aquel terrible comanche, pero cuando Inmortalidad hacía acopio de fuerzas y se preparaba para acabar con la vida de Castor Cojo, éste recordó las palabras de Lobo Gris: "Sólo las rocas viven eternamente", y adoptó la firme decisión de luchar con aquel comanche hasta la muerte. Unió ambas manos para formar con ellas un puño potente, amartilló los codos y disparó aquel puño hacia el rostro de Inmortalidad. Aturdido por aquel golpe inesperado, el comanche cayó hacia atrás y Castor Cojo siguió castigándole una y otra vez. Oyó el crujido de los huesos que se quebrantaban en la cabeza del comanche, descargó un golpe final y contempló la inmovilidad de aquella cabeza, en un ángulo imposible respecto al tronco. Se hubiera desmayado, a no ser porque en aquel momento se acercaron sus compañeros cheyennes, que reían y chillaban, proclamando la victoria. Arrodillado en el suelo, Castor Cojo. señaló con el índice a su tendido adversario y manifestó por señas:
— Magia poderosa. Se acabó.
Los cheyennes gritaron alborozados.
A la mañana siguiente, los vencidos jefes comanches y apaches solicitaron celebrar una conferencia con los cheyennes, quienes insistieron en que Nuestro Pueblo participase también en las conversaciones. Los derrotados presentaron la propuesta de que se dejase en libertad a todos los prisioneros. Así se hizo. Manifestaron que perdonarían la destrucción de los dos campamentos y los miembros del consejo cheyenne asintieron. Ofrecieron a los cheyennes veinte caballos a cambio de la camisa de hierro que el gran caudillo de los comanches había llevado durante tanto tiempo y que dos cheyennes quitaron del cadáver.
La prenda se expuso, para maravilla de todos: una coraza de hierro y plata, hecha siglos atrás en España y exhumada de la tumba de un explorador español que murió en aquellas tierras desconocidas, el año 1542. Constituía el gran tesoro de los comanches. Aguas Profundas, jefe comanche, declaró en el lenguaje de los signos:
— Para vuestros guerreros, no representaría nada. Para nosotros es la gran medicina mágica de nuestra tribu.
Sucedió un momentáneo titubeo, interrumpido por Castor Cojo al señalar sin que nadie le autorizase:
— Sesenta caballos.
Sin un segundo de pausa, Aguas Profundas prorrumpió en gritos y luego dijo por señas:
— Ochenta caballos.
Y se cerró el trato.
En esta gran batalla, que estabilizó la frontera del sur durante cerca de cuarenta años y por lo tanto fue la más sobresaliente en medio siglo, intervinieron ciento trece comanches y sesenta y siete apaches frente a noventa y dos cheyennes y treinta y nueve guerreros de Nuestro Pueblo. La confederación sureña perdió veintiocho hombres, incluido Inmortalidad; los indios del norte, dieciséis, incluido Lobo Gris.
Los aliados victoriosos regresaron a sus territorios con ochenta caballos de los comanches, más otros diecinueve capturados a los apaches. Los golpes marcados estuvieron contándose muchas noches, ninguno de ellos tan notable como el que obtuvo Castor Cojo cuando luchó a brazo partido, sin más armas que sus manos, con Inmortalidad y descubrió el secreto de su poderosa medicina mágica.