3. Visita al Sol

La aparición del caballo entre Nuestro Pueblo cambió muchas cosas. Para citar un ejemplo, resultaba ahora mucho más llevadero ser mujer, ya que cuando la tribu se trasladaba no era necesario que las mujeres tirasen de los travois excesivamente pesados para que los arrastrasen los perros. Otro ejemplo lo constituye el hecho de que todo el sistema "monetario" se alteró y un hombre ya no tenía necesidad de esperar años para acumular suficientes pieles de bisonte con las que procurarse las cosas que deseaba; un caballo no sólo era más aceptable como patrón de intercambio mercantil, sino también mucho más fácil de entregar cuando se cerraba un trato.

La caza del bisonte cambió asimismo. Tres hombres podían encargarse de localizar el rebaño, cubriendo distancias inmensas, y una vez emplazado, no hacía falta que toda la tribu se entregase a una larga caminata de persecución; dieciséis cazadores, rápidos jinetes, acosaban al rebaño y, a flechazos, abatían los animales necesarios. Después se empaquetaban los trozos buenos, que se transportaban mediante travois a la sede de la tribu.

El cambio más importante fue para los perros. Ya no tuvieron que arrastrar cargas pesadas tirando de travois pequeños. Un caballo podía llevar diez veces más peso que el mayor de los perros y fue posible mantener a éstos en plan de simples animales domésticos, hasta que llegaba el momento de comérselos.

Al llevar los caballos a las Muelas del Crótalo, Nuestro Pueblo los colocó de nuevo, inconscientemente, en el punto de su génesis, donde prosperaron. Nuestro Pueblo era una tribu más benigna que sus vecinos, dotada de un aprecio innato hacia sus caballos, a los que atendía y alimentaba con mayor cuidado. Las sillas que confeccionaron los indios de Nuestro Pueblo constituían una gran mejora sobre los pesados artefactos que utilizaban los pawnees o los toscos productos de madera de los utes. Las bridas eran más sencillas, con adornos más discretos y utilitarios. Nuestro Pueblo adoptó el caballo como un miembro más de la familia y el equino demostró ser un amigo provechoso en grado sumo, porque les permitió conquistar las praderas, que ya habían ocupado, pero que en realidad no habían explorado.

Sobre ningún indio ejerció el caballo una influencia tan profunda como sobre Castor Cojo. En 1769, cuando contaba veintidós años, uno de sus padres se le acercó con intención de hablarle del asunto del matrimonio con Hoja Azul, pero comprobó que Castor Cojo estaba más preocupado por un caballo que por una esposa. Después de la incursión sobre el campamento comanche, los caballos capturados se distribuyeron conforme a un plan razonable: las monturas mejor adiestradas se asignaron a los jefes de más edad, que las necesitaban para fines ceremoniales; las aceptables fueron a parar a manos de los jefes intermedios, que se encargaban de explorar en busca de bisontes; y los caballos todavía salvajes se entregaron a los guerreros jóvenes, que disponían de tiempo para adiestrarlos.

Pese al hecho de que fue él quien ideó y dirigió la operación, a Castor Cojo le adjudicaron una yegua nerviosa y selvática y, cuando intentó montarla por primera vez, el animal le derribó violenta y pérfidamente en medio de una dudad de perritos de la pradera. Los pequeños roedores asomaron por la boca de sus madrigueras y parlotearon sorprendidos, mientras Castor Cojo renqueaba detrás de la yegua pinta, fallando en sus primeros intentos para capturarla.

Una y otra vez sudó tinta con aquel testarudo animal, no mucho más alto que él, y, repetidamente, la yegua le arrojó por encima de las orejas. Otros se ofrecieron voluntarios para demostrarle cómo había que domarla, y también salieron despedidos por el aire. Por último, un anciano dijo:

— Oí comentar una vez que los comanches lo hacen metiendo sus caballos en el río.

Era una idea tan nueva que Castor Cojo tardó un poco en captar su significado, pero después de que la yegua pinta hubiese resistido todos los intentos y esfuerzos, el indio y sus camaradas la ataron y, a la fuerza, la llevaron hasta el Platte. Al ver el agua, la yegua se retiró, temerosa, pero ellos se metieron en el río, bien sujetas las correas, asentaron los pies y empezaron a tirar y dar sacudidas, hasta el punto de que pareció que el cuello del animal iba a separarse del tronco, antes de que las tercas patas tocasen el agua. Por último, mediante un violento tirón, consiguieron hacerle abandonar la orilla y entrar en la corriente.

La yegua estaba asustadísima, pero continuaron tirando de ella hasta que su hermoso cuerpo blanco, negro y pardo quedó sumergido en su mayor parte. Castor Cojo se le acercó nadando, puso su cara casi junto a la del animal y empezó a hablarle, despacio y en tono tranquilizador.

— Tú y yo vamos a ser amigos durante años y años. Marcharemos juntos detrás de los bisontes. Conocerás el roce de mis rodillas contra tus costados y darás la vuelta cuando tire de las riendas. Seremos amigos durante todos esos años y me cuidaré de que no te falte pasto.

Cuando le hubo hablado así y calmado en parte el miedo que reflejaban los ojos del animal, Castor Cojo soltó las correas y dejó a la yegua en medio del río. Sin volver la cabeza una sola vez, nadó hasta la orilla y salió a tierra firme. La yegua le vio alejarse, hizo un medio intento de dirigirse a la ribera opuesta, cambió de idea y marchó tras de Castor Cojo, pero cuando se vio de nuevo a salvo en terreno seco, se negó a dejar1e aproximarse.

A diario, durante dos semanas, Castor Cojo llevó la yegua pinta al río, y el día decimoquinto, allí, en el agua, el animal se dejó montar. Cuando notó en torno a su cuerpo la seguridad de las fuertes piernas del jinete, la yegua empezó a responder y, finalmente, salió a la orilla y galopó audazmente hacia las Muelas del Crótalo.

A partir de aquel momento, se consideró compañera del jinete que la montaba y nada le gustó tanto como galopar en pos de los bisontes. Puesto que Castor Cojo necesitaba las dos manos para manipular el arco, la yegua aprendió a reaccionar conforme a los movimientos de las rodillas del hombre y los dos constituyeron un equipo perfectamente compenetrado. Las patas del animal eran tan seguras que Castor Cojo ni siquiera tenía que intentar guiarlo, convencido de que la yegua encontraría sola el mejor rumbo, fuera cual fuese el terreno. Y a veces, cuando la veía correr libremente con algún grupo de otros caballos, se quedaba extasiado contemplando su recto lomo y sus manchas blancas, al tiempo que experimentaba una emoción que sólo podía llamarse amor.

Por consiguiente, se sintió molesto cuando su padre le abordó un día y le dijo:

— El hermano de Hoja Azul está deseoso de que te cases con la muchacha, pero exige que cumplas tu promesa y le des tu caballo.

— Él tiene el suyo… -saltó Castor Cojo.

— Cierto, pero alega que ese caballo se lo entregó el consejo, no tú. Por Hoja Azul, pide tu caballo.

Castor Cojo rechazó de plano aquella insultante requisitoria. Seguía queriendo a Hoja Azul; desde luego, no había visto otra chica tan atractiva, pero no estaba dispuesto a pagar el precio de su caballo. Declinó obstinadamente la mera idea de tratar el asunto.

Pero entonces intervino el consejo.

— Castor Cojo prometió entregar un caballo a cambio de Hoja Azul. Muchos le oyeron pronunciar ese voto. Ahora no puede cambiar de idea y negarse a ceder el caballo. Pertenece al hermano de Hoja Azul.

Cuando Castor Cojo oyó aquella decisión, la cólera se apoderó de su ánimo y hubiera cometido alguna imprudencia de no acercársele Nariz Roja, que le habló en voz baja y tono juicioso.

— Parece que no hay escapatoria, viejo amigo.

— No renunciaré a esa yegua pinta.

— Hay otros caballos.

— Ninguno como el mío.

— La yegua ha dejado de pertenecerte, querido amigo. Se la llevarán esta noche.

El veredicto parecía tan injusto que Castor Cojo se presentó ante el consejo y exclamó:

— No entregaré mi caballo. El hermano de Hoja Azul ni siquiera cuida la montura que le entregasteis.

— Es conveniente -declaró el jefe de más edad- que los hombres se casen de acuerdo con un orden y siempre hemos ofrecido presentes a los hermanos de nuestras novias. Un caballo constituye un regalo adecuado en tal ocasión. El tuyo debe entregarse al hermano de Hoja Azul.

Al escuchar ese fallo definitivo, Castor Cojo salió rápidamente del tipi del consejo, montó de un salto en la yegua pinta y se alejó al galope, dejando atrás la aldea y dirigiéndose hacia el sur, donde estaba el río. Rodilla de Álamo le siguió, a lomos de un poney castaño, y cuando Castor Cojo se disponía a espolear a su yegua pinta para que se lanzara al río, Rodilla de Álamo le alcanzó.

— ¡Vuelve! -gritó Rodilla de Álamo con la voz de la amistad- Tú y yo podemos capturar muchos caballos más. -Nunca serán como éste -repuso Castor Cojo en tono de amargura, pero, al final, desmontó y dejó que Rodilla de Alama condujera la yegua pinta hacia su nuevo propietario.

Una sensación de angustia inconsolable se abatió sobre Castor Cojo, mientras, de pie junto al río, veía desaparecer a su caballo. Durante cinco días, estuvo vagando solo. Por fin, regresó al campamento, donde Rodilla de Alama y Nariz Roja le llevaron ante el consejo.

— Hemos ordenado al hermano de Hoja Azul que te entregue la muchacha -manifestaron los ancianos-. Ahora es tu esposa.

Se produjo un silencio y luego apareció el hermano de Hoja Azul, acompañado de su preciosa y tímida hermana. La joven se detuvo frente a los jefes, incómoda, y después vio a Castor Cojo, que permanecía de pie entre sus amigos. Despacio, Hoja Azul se le acercó, extendidas las manos y ofreciéndose a él. Pocos maridos jóvenes habían aceptado nunca con tan turbulentas emociones una esposa tan encantadora.

Castor Cojo penetró entonces en un mundo extraño, el del hombre casado, en el que cada norma de conducta estaba estrictamente definida. No podía, por ejemplo, dirigir la palabra a la madre de su esposa; eso estaba completamente prohibido, hasta el momento en que la hubiera obsequiado con algún presente significativo. En los períodos mensuales, su esposa tenía que vivir en una choza especial, junto con otras mujeres afligidas por la misma circunstancia, y, mientras residiese allí, no podía hablar con ningún hombre o niño y mucho menos maldecirlos.

La compensación consoladora estribaba en que, con el matrimonio, Castor Cojo entró en la calurosa e infinitamente amplia camaradería de la aldea india, en la que un hombre tenía tres o cuatro padres e idéntico número de madres, en la que todos los chiquillos pertenecían a todos, y donde la crianza y educación de los jóvenes era una responsabilidad común y el castigo y la recriminación áspera estaban desterrados.

Era una comunidad en la que cada miembro actuaba en gran parte de acuerdo con sus gustos y preferencias y donde los hombres a los que se llamaba jefes ostentaban el cargo, no por haberlo heredado, sino por consentimiento de sus vecinos. No había rey, ni en aquella aldea ni en el conjunto de la tribu; sólo el consejo de los ancianos, para integrarse en el cual podía ser elegido por aclamación cualquier guerrero de buen proceder. Era una de las sociedades más libres jamás concebidas, cuyas únicas limitaciones estaban representadas por la fe en Hombre-Superior, la confianza en el Tubo-Plano y las heredadas costumbres de Nuestro Pueblo. Era comunal sin las restricciones del comunismo, y extremadamente libertaria sin los excesos del libertinaje. Era un sistema de vida adaptado de forma ideal a los nómadas de las praderas, donde el espacio era infinito y las reservas de bisontes inextinguibles.

A Castor Cojo le resultó mortificante comprender que en la siguiente cacería de bisontes tendría que acompañar a pie a las mujeres encargadas del descuartizamiento, ya que carecía de montura, y observó con hirviente rabia a los cazadores inferiores a él, como su hermano político, cuando ensillaron sus caballos para la batida. Al darse cuenta de ello, Hoja Azul trató de animarle.

— Cuando la cacería haya terminado, convocarás a dos o tres compañeros de confianza, te irás con ellos al territorio ute y capturaréis caballos de los que tienen. Si lo hiciste con los comanches, puedes repetirlo con los utes.

— Los utes tienen sus caballos en las montañas -replicó Castor Cojo- y nunca he estado en las montañas.

— Hablaré con mi hermano… le ofreceré otro caballo distinto… más adelante, cuando marques nuevos golpes -dijo la muchacha, y se dirigió a la puerta del tipi.

Castor Cojo se disponía a replicar, cuando un brillante centelleo luminoso eliminó de su cerebro toda lógica. Hoja Azul no pudo verlo, porque brotó del fondo del corazón de Castor Cojo y fue una inspiración tan trascendental que iba a guiarle durante el resto de su vida.

— ¡No! -gritó, exaltado-. ¡Basta de hermanos! ¡Basta de consejo! -Apartó bruscamente de la puerta a Hoja Azul, al tiempo que anunciaba con feroz determinación-: Tendremos más caballos… después de la Danza del Sol… Muchos caballos.

El golpe que llevó a cabo aquel año no contó oficialmente, porque no hubo testigos presenciales del mismo, y como tampoco se mostró dispuesto a referir a nadie lo sucedido, ni siquiera a su esposa, la tribu tuvo que aceptarlo sobre la creencia de que se produjo un acontecimiento extraordinario, incluida tal vez la intercesión de Hombre-Superior. En los anales de la tribu lo relacionaron como "la visita de Castor Cojo al Sol" y lo aceptaron como un misterio.

Echemos un vistazo a Castor Cojo en la víspera de su empresa. Tenía metro ochenta de estatura y pesaba setenta y ocho kilos y medio, lo que le daba un aspecto enjuto, ágil y enérgico. Su cabello era negro, recogido en dos trenzas que le llegaban hasta el borde de los hombros y que estaban sujetas en la punta por tiras de cuero de bisonte decoradas con dientes de alce. Sus ojos eran muy oscuros, estaban hundidos en las cuencas y, a causa del carácter tímido del indio, no tenían nada de penetrantes. El color de la piel, ligeramente bronceado, no resultaba tan oscuro como el de los utes ni tan rojizo como el de los pawnees. Conservaba, en aquella época de su vida, toda la dentadura, pero algunas piezas, en la comisura de la boca, empezaban a dar señales de desgaste, como consecuencia de la costumbre que tenía el hombre de comer sólo tasajo durante el invierno; no le gustaba el pemmican, más fácil de masticar, porque lo consideraba comida de mujeres.

Como durante la mayor parte de su vida había recorrido a pie largas distancias, prefería los mocasines hechos con grueso cuero de bisonte a los confeccionados con la piel, más suave, de ciervo o alce, incluso aunque éstos resultasen un calzado más cómodo. Llevaba casi siempre taparrabos y, a excepción de esta prenda y de los mocasines, solía ir desnudo, si bien en el invierno le gustaba ponerse gruesas polainas cuyas costuras exteriores estaban rematadas por colgantes orlas o pequeñas plumas. Lucía también chaleco, laboriosamente pintado, y una capa ligera sobre los hombros, hecha de piel de bisonte joven.

De niño, al observar una reunión de grandes jefes, se sintió impresionado por las cintas que llevaban en la cabeza, de abalorios y plumas de águila, lo que le impulsó a fabricarse una, infantil, con pequeñas plumas que recogió en la pradera. Posteriormente, se dio cuenta de que no albergaba ningún deseo de poder, por lo que dejó a otros tales pretensiones.

Cuando experimentó por primera vez la equitación y tuvo caballo propio, se fundió con el animal armoniosamente, adaptando su cuerpo al de la montura, y hubiese podido convertirse en un jinete tan bueno como cualquier comanche, pero al verse privado de la yegua pinta, a causa de la ley tribal, abandonó toda identificación con el caballo y, en adelante, lo consideró tan sólo como un medio de transporte y no se molestó en entregarse cordialmente a su desarrollo.

Parecía un hombre frío y dueño de sí, pero no lo era. La injusticia había dejado profundas señales en su corazón y en su rostro, y era capaz de actuar con furia. No obstante, ponía buen cuidado en no dejarse llevar por la cólera delante de los demás o en situaciones en las que un acceso de enojo pudiera poner en peligro la empresa que llevase entre manos. Podía soportar grandes dosis de sufrimiento, ya fuese la falta de agua durante las prolongadas marchas estivales, o bien el intenso frío del invierno, y daría pruebas de ello hasta un grado que hubiera resultado totalmente imposible alcanzar a la mayoría de los hombres blancos que vivían en aquel período.

En cuanto a inteligencia, estaba perfectamente calificado para entendérselas con el mundo que conocía. Contaba con una memoria excelente, reforzada por una aguda capacidad de observación. Puesto que toda su existencia se desarrolló en un nivel sencillo, sólo afrontaba problemas sencillos. Puesto que nunca tuvo que molestarse en hacer acopio de datos procedentes de fuentes externas, su aptitud para el razonamiento no se vio obligada a desarrollarse hasta un alto grado. El pensamiento abstracto le era bastante ajeno y se contentaba con disfrutar de su pequeño mundo limitado por la tradición y la costumbre.

Estimaba la camaradería de todas las personas y se conducía tan afablemente en casa, con los chicos, como fuera de ella con los guerreros de más edad. Adoraba la intimidad de la vida matrimonial y mantenía estrechos contactos con sus tres padres, sus tres madres y sus diversos parientes. Como la mayoría de los miembros de Nuestro Pueblo, era esencialmente apacible y evitaba toda discordia siempre que podía, aunque no dejaba de reconocer que la valía definitiva de un hombre dependía de su capacidad para marcar golpes. Aún no había matado a ningún hombre e, instintivamente, evitaba considerar las circunstancias en que algún día se viera precisado a hacerlo; prefería no pensar en ello. Afrontaría esa necesidad cuando llegase, pero no iba a acelerar la llegada de tal momento. Le torturaba el temor interno de que acaso se comportase de modo cobarde en el instante decisivo.

Se identificaba profundamente con los seres vivos. Al haber visto en cierta ocasión el salto de un pez en el río, que emergió del agua y arqueó el cuerpo en el aire, formando una preciosa curva, Castor Cojo observaba con frecuencia la corriente, con la esperanza de presenciar otra vez aquel fenómeno. Le encantaban las expediciones en busca de varas para los tipis y conocía todas las clases de árboles que proporcionaban tales postes. Entendía al bisonte y podía rastrear alces y ciervos. Sabía encontrar las madrigueras de los castores y dominaba el arte de atrapar águilas para conseguir sus plumas. Cuando su ruta le obligaba a pasar cerca de las Muelas del Crótalo, se protegía perfectamente de los venenosos reptiles, sin que ello le impidiese encontrar buenos puestos de observación para contemplar a los perritos de la pradera durante sus juegos. Le gustaban los lobos y adivinaba que añadían una clara definición a los demás seres silvestres de la llanura; a veces, se identificaba de modo profundo con el lobo y a menudo había especulado con la conveniencia de cambiar su nombre por el de Lobo del Sol, en honor de un magnífico ejemplar que se dedicaba a dirigir aullidos al Sol cuando Castor Cojo lo vio.

Era ese hombre, que aún hervía de furor por haberse visto desposeído de su yegua pinta, quien buscaba limpieza espiritual con vistas a la tarea que estaba a punto de emprender. Para llevar a cabo lo que pretendía, y solo, necesitaba el dominio de todas y cada una de sus facultades, lo que únicamente podía conseguir con seguridad ofreciéndose al Sol. Después de meditar durante varios días lo que era preciso hacer, se presentó ante su esposa y anunció:

— Cuando se celebre la Danza del Sol, ofrendaré mi persona.

Hoja Azul se estremeció. Al verlo, Castor Cojo frunció el ceño.

— Ambos debemos hacer el sacrificio -insistió, sin dignarse explicar cuál era su propósito al hacer una promesa al Sol.

Intentó consolarla, pero la mujer se retiró. Hoja Azul se daba cuenta de que, cuando un hombre se consagraba al Sol, se producían acontecimientos y nadie era capaz de prever sus consecuencias.

La Danza del Sol, tal como la observaban en aquella época los miembros de Nuestro Pueblo, era una celebración que duraba ocho días y tenía tal significado espiritual que se invitaba a participar en ella a otras aldeas, con frecuencia ubicadas a mucha distancia. Se exhibía el Tubo-Plano para que confiriese autoridad y se cumplían numerosos y complicados ritos. En el curso de la cuarta jornada, se clavaban estacas en el suelo, delimitando una zona de ceremonia, y, durante el quinto día, esa zona se identificaba como lugar sagrado.

Quedaba señalada mediante catorce postes de sauce, pintados de rojo y protegidos por una baja empalizada de ramas de álamo. Se instalaba en el centro el Tubo-Plano, flanqueado por dos enormes calaveras de bisonte, encima de cada una de las cuales descansaba una afilada broqueta de madera y cierta longitud de tira de cuero. Los mozalbetes, mientras imaginaban el día en que iban a presentarse para anunciar su acceso a la edad viril, examinaban aquellos cráneos y se estremecían.

Dos jóvenes guerreros, notables por su valor, avanzaron, se consagraron al Sol y penetraron en la empalizada, para levantar las pesadas calaveras, las broquetas y las correas. Lo presentaron todo a un grupo de ancianos expertos en la dirección de esa parte de la ceremonia y aguardaron impasibles a que los veteranos probasen las agudas puntas de los espetones.

Los ancianos se acercaron entonces al primer guerrero, tantearon en busca del músculo de la espalda y clavaron una broqueta por debajo de él. Apretando con fuerza, obligaron a la estaquilla a atravesar el tenso músculo y salir por el otro lado, provocando un borbotón de sangre. Tras comprobar que la broqueta se sostenía firme, aseguraron un extremo de la correa a ella y ataron el otro cabo al cráneo, que pusieron en manos del joven. Sin dar la menor muestra de dolor, el guerrero levantó la calavera hacia el Sol y después la arrojó al suelo y se mantuvo en posición de firmes mientras los ancianos repetían el ritual con el otro guerrero.

Los dos jóvenes saltaron hacia adelante. Las correas se tensaron contra los espetones. Los cráneos de bisonte se arrastraron pesadamente por la arena, casi arrancando las broquetas de los músculos de la espalda, y los guerreros danzaron, danzaron, danzaron…

Castor Cojo, que no se había brindado para aquella ofrenda inferior, se limitó a observar. Las mujeres cantaban, los ancianos animaban a los jóvenes a continuar y, durante varias horas, éstos siguieron arrastrando las calaveras por el suelo, sumidos en una especie de trance, insensibles al dolor por estar autohipnotizados. Por último, el cuerno de una calavera quedó atrapado en una mata de salvia; la correa se tensó y la broqueta desgarró el músculo de aquel bailarín. El guerrero se desplomó.

El sexto día era el destinado a la ofrenda de Castor Cojo, que fue en busca de Rodilla de Álamo y le condujo al punto donde Hoja Azul esperaba aquel terrible momento. Castor Cojo tomó la mano de su joven amigo, la colocó sobre la de Hoja Azul y manifestó en voz alta:

— Tómala. Fecúndala. Éste es mi primer sacrificio.

Retrocedió unos pasos y contempló cómo Rodilla de Álamo llevaba a Hoja Azul a un tipi levantado en un espacio lateral con vistas a aquellos fines rituales supremos. Castor Cojo había sacrificado incluso a su esposa y ello demostraba que cumplía todos los requisitos para la prueba que le esperaba.

Se colocó frente a sus tres padres y extendió hacia ellos un par de afiladas broquetas y dos correas muy largas. Su padre de más edad avanzó un paso, cogió a Castor Cojo por la blanda carne del pecho y fue palpando con los dedos hasta localizar el músculo pectoral izquierdo de su hijo. Tiró hasta tensarlo, alargó la mano hacia una broqueta y, tras la ofrenda ceremoniosa al Sol, la hundió bajo el músculo hasta que ambos extremos sobresalieron. El segundo padre hizo lo mismo con el músculo pectoral derecho, clavada la vista en los ojos de su hijo, mientras el joven soportaba sin pestañear aquel tremendo dolor.

Los padres ataron entonces las correas a ambas puntas de las broquetas e hicieron una señal hacia la multitud de espectadores. Un muchacho de cuerpo ágil se adelantó, cogió los extremos sueltos de las correas y gateó hasta lo alto de un poste plantado en el centro de la zona de ceremonias. Pasó las tiras de cuero por una profunda muesca cortada en la parte superior del poste y dejó caer los extremos. Antes de que las correas tocasen el suelo, ocho hombres vigorosos las habían asido y empezaron a tirar de ellas, levantando a Castor Cojo en el aire hasta dejarlo suspendido a unos dos metros del piso, con todo su peso soportado por los espetones que le atravesaban la carne del pecho.

Hasta aquel punto, Castor Cojo no había emitido sonido alguno, ni siquiera cuando le clavaron las broquetas, pero ahora, al quedar colgado, solo, después de que atasen las correas, notó el peso muerto de su cuerpo y murmuró:

— Esto me desgarrará.

Pero los músculos aguantaron. Durante la primera fase, mientras el Sol se elevaba hacia su punto del mediodía, Castor Cojo sintió cada uno de los constantes ramalazos de dolor y llegó a pensar en la conveniencia de gritar para que interrumpiesen la ceremonia, pero cuando el Sol brilló en su cénit, experimentó una sensación de benigno alivio, como si el astro, impresionado por la bravura del guerrero, mitigase el dolor. Y, en las últimas cuatro horas, subsistió en trance, poderoso, capaz de enfrentarse a cualquier enemigo. Inundado por una exaltación espiritual, cuyo recuerdo le acompañaría durante el resto de su vida, soportó la hora final y contempló con positiva tristeza la puesta del Sol, que le liberaba de aquella terrible prueba.

Sus padres le bajaron hasta el suelo y desataron las correas. Con delicadeza, retiraron los espetones y luego aplicaron sal y ceniza a las abiertas heridas, la primera para limpiarlas, la segunda para crear tatuadas cicatrices que perdurarían para siempre, significando a Castor Cojo como miembro excepcional de Nuestro Pueblo.

El séptimo día, Castor Cojo descansó en un tipi especial. Padecía una fiebre muy alta y el dolor que afectaba sus extremidades apenas le permitía moverlas, pero los ancianos que sufrieron en su juventud aquella misma tortura sabían cómo atenderle, de modo que, al amanecer del último día, el guerrero estaba preparado para la prueba final. Los diversos jóvenes que habían arrastrado calaveras de bisonte y el guerrero que había realizado el gran sacrificio se reunieron en círculo alrededor del altar donde se encontraba el Tubo-Plano e iniciaron una danza solemne. Se movieron, siempre de cara al Sol, entre el batir de los tambores y el cántico de las voces.

Danzaron así durante ocho horas, animados por sus parientes. Martirizados por la sed, continuaron bailando hasta que las piernas parecieron a punto de estallar. Les asaltaban visiones del bisonte blanco y recuerdos obsesionantes. Algunos tropezaban, otros se derrumbaban, mientras los espectadores enronquecían animándoles a continuar, a mantenerse fuertes, hasta que el Sol se ocultó por completo tras el horizonte.

Aquella noche, Castor Cojo volvió a su propio tipi, donde Hoja Azul aguardaba.

— Ahora estoy listo para partir -dijo Castor Cojo, y la mujer le preparó la comida, lavó sus heridas y le consoló por los sacrificios que había hecho.

Y antes del alba, Castor Cojo ya estaba en marcha, solo, en silencio, quedamente, sin dejar rastro alguno, rumbo a su solitario enfrentamiento con los pawnees.

Anduvo y corrió con increíble vigor hasta la confluencia de los dos Plattes, pero no encontró ningún pawnee. Continuó hacia el este y se adentró en el corazón del territorio enemigo, pero se habían marchado. Al penetrar en las aldeas permanentes de los pawnees, comprobó que también estaban desiertas.

Fue en dirección sur, hacia Kansas, y recorrió una gran distancia a lo largo del gran río Azul, pero los pawnees no se encontraban cazando por allí, y entonces captó efluvios de bisonte procedentes del oeste. La verdad es que no los olfateó, claro. Se encontraban demasiado lejos para eso, pero numerosos indicios le hicieron comprender que andaban por aquella zona, al sur del Platte y hacia el territorio apache.

Confiando en su intuición, Castor Cojo recorrió una amplia extensión de terreno, hacia el río Arkansas, y avistó un campamento de caza pawnee. Permaneció tres días oculto, practicando la más cruel disciplina, porque estaba solo y carecía de montura. Para disponer de la más remota probabilidad de éxito, necesitaba que todo le fuese favorable. Al descubrir que aquellos pawnees tenían varios centenares de caballos, la moral de Castor Cojo se levantó mucho.

El cuarto día de observación determinó que aquella noche ofrecería la mejor combinación posible de circunstancias y, si un guerrero solo contaba con alguna probabilidad, ese guerrero era él. Los cazadores pawnees habían cabalgado alejándose mucho por el oeste -demasiado lejos para los pawnees, que solían actuar en el este- y estarían cansados. El campamento llevaba tres días dedicado al descuartizamiento, y ésa era también una tarea muy pesada. Daría el golpe aquella noche.

Una vez adoptada la decisión, se entregó al sueño y durmió profundamente, para no despertarse hasta la medianoche. Brillaban las estrellas y Castor Cojo disponía de mucho tiempo hasta la llegada del amanecer, por lo que pudo elegir sin prisas una buena posición que le permitiese separar una veintena de caballos y emprender el galope con ellos hacia el Platte. El centinela se encontraría en el otro extremo del improvisado corral y Castor Cojo contaría con una breve ventaja.

Respiró hondo, evocó su devoción al Sol, se tocó las tetillas e invocó:

— Pertenezco a Nuestro Pueblo. Ayúdame, Hombre-Superior.

Se deslizó en torno al lado contrario del corral y observó con disgusto que el centinela no se hallaba donde permaneció la noche anterior, sino a la derecha, en el lugar donde podía ocasionarle mayor perjuicio. Iba a ser necesario matarle; no quedaba otra solución. Pero cuando Castor Cojo se disponía a precipitarse sobre el pawnee y seccionarle la yugular, un coyote lanzó al aire su aullido, tres notas bajas, rematadas por una aguda El centinela dirigió la vista hacia el punto de donde procedía el sonido y luego se volvió y arrojó una piedra. Tiró otra, y el coyote repitió su aullido. El pawnee se entregó con entusiasmo a la tarea de lanzar piedras rápidamente y corrió detrás del fastidioso coyote, lo que aprovechó Castor Cojo para introducirse de un salto en el corral, agarrar un espléndido caballo rojizo por la crin, montar sobre su lomo y azuzar a veintitantos animales para que emprendiesen la marcha hacia el norte.

Tardaron cierto tiempo los pawnees en percatarse de lo que Castor Cojo había hecho, pero, al comprenderlo, desencadenaron una inmediata persecución.

Jinetes pawnees, los mejores de la tribu, galoparon tras Castor Cojo durante toda aquella mañana. Salió el Sol y el rocío se evaporó de las hierbas bajas. Algunos de los animales que llevaba Castor Cojo se apartaron del grupo, pero otros continuaron corriendo con él. Los exploradores pawnees siguieron batiendo las praderas, levantando nubes de polvo y desdeñando los caballos que se desviaban del pequeño rebaño de Castor Cojo.

Le hubieran alcanzado, de no ser por un detalle: la rigurosa prueba que soportó durante la Danza del Sol era mucho más terrible que una simple persecución a través de las praderas y, cuando los pawnees tuvieron que detenerse en una pequeña corriente, para beber un trago de agua, Castor Cojo, ajeno a la sed, seguía lanzado al galope. Ni el polvo, ni la fatiga, ni la sed le desalentaron; a partir de la media tarde, mientras continuaba su carrera hacia el Platte, tuvo la sensación de que cada vez estaba más fuerte, de que ganaba vigor en lugar de debilitarse. Comprendió que, al llegar al río, tendría que enfrentarse a una crisis: ¿cómo se las arreglaría para incitar a los caballos sin jinete a que se introdujesen en el agua y llegasen a la orilla opuesta?

Le salvó la circunstancia de que Nariz Roja y unos cuantos guerreros andaban por las riberas en busca de castores. En cuanto avistaron a Castor Cojo, que cruzaba la planicie a todo correr, supusieron lo que estaba ocurriendo. Espolearon sus caballos, atravesaron el río, galoparon en auxilio de Castor Cojo, formaron en torno suyo un arco protector y reunieron a los equinos.

Cuando los agotados pawnees tiraron de las riendas y se detuvieron a cierta distancia, resultó evidente que sus cansadas monturas no podían competir con los frescos caballos de los jinetes de Nuestro Pueblo. Se retiraron prudentemente, pero no antes de que uno de los guerreros pawnees llevase a cabo un último y heroico esfuerzo. Picando espuelas a su corcel salpicado de espuma, el hombre salió disparado en línea recta hacia Nariz Roja, le tocó con la lanza y marcó uno de los golpes más extraordinarios presenciados jamás por Nuestro Pueblo. Dos guerreros intentaron derribarle cuando pasaba, pero el pawnee logró escapar y regresó junto a sus hermanos, mientras los miembros de Nuestro Pueblo le aclamaban por su valentía.

Aquella noche, Castor Cojo fue vitoreado en las Muelas del Crótalo, no sólo porque había conseguido su propio garañón rojo, sino porque también capturó otros dieciocho caballos. Regaló uno a Nariz Roja, otro a su amigo Rodilla de Alama y una yegua pinta de magnífica lámina a su esposa, Hoja Azul. Entregó los demás al consejo, casi con desdén, para que hicieran con ellos lo que gustasen.

Una vez hecho todo eso, tomó una larga cena a base de hígado y filetes de bisonte, y dijo a su esposa:

— Ahora tenemos caballos.

En adelante, los guerreros que acampaban en las cercanías de las Muelas del Crótalo siempre cabalgaron y sólo iban a pie las mujeres… salvo Hoja Azul, que poseía una yegua pinta saltarina. Pero a Castor Cojo no se le concedió ningún golpe, al no determinarse si había tocado a un pawnee. Cada vez que algún curioso le instaba a que contase cómo había capturado, él solo, diecinueve caballos, Castor Cojo replicaba:

— Fueron un regalo del Sol.