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EL CRIMEN

La historia del Oeste tuvo una faceta tenebrosa, y más de una familia que posteriormente alcanzó relieve pudo llegar a su situación de privilegio sólo porque algún progenitor resuelto supo cuándo dar el golpe y cómo mantener la boca cerrada.

Dos hombres, de mutua amistad probada y comprobada a lo largo de mucho tiempo, entraban juntos en un valle, lanzados a la búsqueda de oro; uno de ellos volvía a salir con la concesión de la mina que ambos habían descubierto, mientras el otro quedaba allí dentro, bajo dos metros de tierra y con una bala en la espalda.

O tres hombres, socios leales en numerosas empresas difíciles, topaban con un arroyo aurífero… y uno de ellos moría asesinado, con la atractiva consecuencia de que los beneficios se dividirían en dos partes, en vez de tres.

Cosas así ocurrían también en las ciudades. En el verano de 1889, Centenario fue testigo de un suceso horripilante que afectó el rumbo del desarrollo de la urbe. El asunto empezó en Minnesota, cuando un tal señor Soren Sorenson fue a su banco, retiró todo el dinero que tenía allí, lo guardó en un pequeño maletín negro y dijo al banquero:

— Aquí hace demasiado frío. Voy a probar suerte en Colorado.

— El vaquero norteamericano es el hombre más estúpido que circula por la Tierra y el ganadero que le da trabajo todavía es peor.

Quien se expresaba así era un sheriff de cuarenta y ocho años, llamado Axel Dumire, hombre delgado y bajito, con mandíbula de perro dogo. Lucía dos fundas gemelas, para sendos Colt 45, que deseaba que la gente viera bien cuando el hombre recorría la ciudad, con andares majestuosos. Calzaba botas de estilo texano, con filigranas de plata, y se tocaba con sombrero también texano, aunque nunca estuvo en el estado de Texas. No llevaba chaqueta de ninguna clase, ya que prefería la gruesa camisa de franela roja, cuyas mangas sujetaba en lo alto del brazo mediante brazaletes elásticos, y el chaleco de cuero.

Había llegado a Centenario después de prestar sus servicios en una larga serie de poblaciones de la parte occidental de Kansas, en las que, gracias a su modo de hablar tranquilo y suave, a su carácter jovial y a su férrea determinación, se ganó el respeto, por no decir el temor, general. En muy raras ocasiones se vio precisado a desenfundar los revólveres y, cuando lo hizo, mantuvo las armas empuñadas a la altura de la cadera, avanzó con firmeza y confió en que su decisión y evidente predisposición a apretar el gatillo obligasen al adversario a rendirse. Hasta entonces, siempre lo había conseguido.

Después de la veintena de muertes en los pastos, producidas por las guerras entre criadores de reses vacunas y ovejeros, los ciudadanos de Centenario llegaron a la conclusión de que debían importar un representante de la ley que calmase las violentas aguas. Yeso fue precisamente lo que hizo Axel Dumire. Su tranquila persuasión animó a los bandos en discordia a firmar la paz y su fama de curtido y enérgico funcionario que obligaba a cumplir la ley indujo a los homicidas a dar esquinazo a la ciudad. La gran tarea estaba cumplida, pero los quehaceres de menor cuantía nunca llegaron a realizarse.

— Siempre hay un circo que viene a la ciudad -comentó Dumire una mañana de junio, mientras examinaba el programa de mano anunciador del "Sensacional congreso de heroísmo y valor, de Cartright… Numerosos animales salvajes… La función más escalofriante del mundo… Dan el Temerario y los apaches." Se dirigió a los que mataban el rato en el porche del "Armas del Ferrocarril"-: ¿Habéis visto alguna vez a Dan el Temerario? Es auténtico. El mejor tirador que han contemplado mis ojos. Ya veréis lo que hace.

— Parece que le admiras -dijo uno de los hombres.

— Así es -confesó el sheriff-. Admiro a todo individuo capaz de hacer lo que él hace.

— ¿ Y qué hace? -preguntó el hombre.

— Pasa por taquilla y compruébalo. -Continuó su conversación con los demás-. Lo que me preocupa es la chusma que acompaña al circo. Los timadores, los expertos en el monte de tres cartas y el dichoso jueguecito de los dedales. Nuestros vaqueros lanzarán sus perras por la ventana, sin la menor probabilidad de ganar nunca.

— ¿No dices siempre que los rancheros son tan tontos como ellos?

— Y lo son. Un hombre instruido acepta la responsabilidad de dirigir una hacienda ganadera que vale un millón de dólares y luego va al circo y se deja embaucar por un sujeto con pico de oro, que le coloca un tercio del Parque Yellowstone… ¿y sabes qué comprende la venta? El timador le ofrece el tercio central, donde está el agua caliente, de modo que las vacas puedan pastar durante todo el invierno sin que exista el peligro de que el lugar se congele.

— ¡Nadie es tan imbécil!

— Podría darte el nombre de uno que no anda muy lejos -dijo el sheriff, con la mirada puesta en un ganadero alto y delgado que escuchaba desde el borde del grupo-. Entró en una de las tiendas de chavalas ligeras de ropa. Vio a aquella preciosa ochavona sin nada encima. Por veinticinco centavos le permitieron darle un azote en el culo y por setenta y cinco centavos más pudo arrancarle un pelo de delante. -Los hombres volvieron la cabeza hacia el ganadero alto y soltaron la carcajada-. Sí -dijo Dumire-, estamos hablando de ti, Joe. -El hombre alto se puso como la grana, pero no trató de defenderse-. De modo que este año tengo la intención de mantener el circo razonablemente limpio, aunque me vea obligado a nombrar algunos comisarios para los próximos dos días. Necesito vuestra ayuda, muchachos. El primer hombre al que voy a llamar, puesto que tienes experiencia, eres tú, Joe.

Eso provocó risas aún más sonoras, pero el pequeño sheriff se levantó, se acercó al ganadero alto y le prendió una insignia. -Se encarga a un ladrón que atrape a un ladrón -dijo-; y no te acerques a esas tiendas.

El Circo Cartright viajaba en tren y, el sábado por la mañana, el mercancías de las seis, que transportaba leche a Denver, llevó los cinco vagones de brillantes colorines a Centenario, donde fueron aclamados por la mayoría de los chiquillos de la ciudad y buena parte de los adultos.

La gran tienda ocupaba todo un vagón. Los mozos del circo la descargaron y amontonaron rápidamente, para proceder luego a requerir la ayuda de los jóvenes de la localidad dispuestos a colaborar en la tarea de levantar la carpa en el espacio libre, situado al norte del antiguo establecimiento de Zendt. Apareció también un encargado, que se movió entre la multitud y advirtió:

— Por favor, manténgase a distancia de los otros vagones.

Duermen en ellos los más feroces animales del mundo y si los despiertan…

Dejó que los ciudadanos imaginaran lo que podía suceder.

A las ocho menos cuarto, empezaron a ocurrir cosas emocionantes. En una de las jaulas, rugió un león, las personas que se encontraban cerca pudieron notar cómo vibraba el aire, y entonces salió del primer vagón una encantadora mujer, de unos treinta años, con un savoir faire profesional que cautivó al elemento masculino de la urbe. Al tiempo que inclinaba la cabeza, dirigiendo saludos en varias direcciones, anduvo a lo largo de los vagones y entró en uno de los que albergaban animales. Su llegada originó bramidos y bufidos en gran cantidad dentro del coche, y, al cabo de unos minutos de tal estruendo, la mujer reapareció en la puerta y preguntó con voz suave:

— ¿Cabe la posibilidad de que haya en el andén algún joven al que le gustase echarme una mano con los leones?

La solicitud provocó un estallido de gritos y voces de ánimo, y, finalmente, un desgarbado muchacho que trabajaba en la granja de remolacha azucarera de Brumbaugh el Patata se adelantó. Con paso vacilante, se encaminó hacia el punto donde estaba la mujer, y ésta, cuando el muchacho levantó los dos brazos, le tomó las manos y le ayudó a subir por el estribo.

— ¿Cómo se llama?

— Milton.

— Milton es un joven muy valeroso -anunció la mujer a la muchedumbre.

Le condujo al interior y, poco después de que Milton desapareciese, un caballo o una cebra empezó a cocear furiosamente la pared del vagón, mientras el león rugía. Al cabo de un rato, Milton surgió otra vez en la puerta, con expresión radiante.

— Gracias, Milton -dijo la mujer, en un tono delicioso y bajo, y cuando el muchacho se disponía a marchar, le obsequió con un beso.

Tras observar aquel numerito con mirada experta, Axel Dumire dijo a su alto comisario:

— Los malos aún no han hecho acto de presencia.

Pero en aquel preciso momento vio apearse del segundo coche cama a un par de hombres cuyo mismo aspecto indicaba astucia. Salieron al luminoso sol estival como babosas que se deslizaran desde una roca. Y lo que contemplaron les tranquilizó: un montón de vaqueros, un nutridísimo grupo de incautos que esperaban jugar, y, sobre todo, un puñado de comerciantes salidos a la caza de algo bueno.

Uno de aquellos dos hombres era delgado, de ojos rapaces. El otro estaba confortablemente grueso y sus carnes rebosaban voluminosamente de la chaqueta que vestía, dos tallas demasiado pequeña. Harry y Meurice, decían llamarse, y con la indolencia de serpientes de cascabel que abandonasen la hibernación, demasiado aletargadas aún para hacer daño, revisaron la multitud, localizaron al sheriff y se encaminaron hacia él.

— Buenos días, sheriff -saludó Meurice, el obeso-. ¿Cuáles son las reglas?

— Nada de monte, nada de fullerías, nada de ventas.

El hombre delgado esbozó una sonrisa bonachona.

— Pone las cosas más bien difíciles, mi buen hombre.

— No soy su buen hombre -replicó Dumire sosegadamente-. Y no les quitaré los ojos de encima ni un solo instante.

El gordo no alteró su actitud. Con una sonrisa que goteaba duplicidad, silabeó:

— Con la cantidad de asesinatos que se han cometido por estos andurriales, había llegado a creer que estaría usted arrastrando sus lindas botas por los lugares donde deben de estar los criminales, pero supongo que le tendrán sobradamente comprado.

Dumire no cambió de expresión.

— Así es, Meurice, así es. Pero este fin de semana me han prometido no matar a nadie, a fin de que pudiera vigilarles a ustedes.

Los dos hombres se inclinaron protocolariamente, luego Meurice tomó a Harry del brazo y empezaron a circular entre la muchedumbre.

Aquel sábado, Dumire y sus comisarios mantuvieron el circo razonablemente limpio. Se presentaron las acostumbradas denuncias de vaqueros que habían comprado cosas inexistentes y el sheriff trató de conseguir que se produjese la obligada restitución, pero en la inmensa mayoría de los casos, el vaquero demandante no pudo encontrar al hombre que le timó. Funcionaban un par de barracas de feria, que no constituían ninguna desventaja seria para nadie y sí despertaban el absoluto asombro de los vaqueros jóvenes. Hubo una aceptablemente baja cantidad de robos de carteras y a diversos rancheros crédulos se les ofrecieron algunas oportunidades de compra, pero, en términos generales, Axel Dumire dominó bien la situación.

— Es un circo bastante bueno -concedió, mientras iba a acomodarse en el asiento gratuito que le había proporcionado la empresa.

Vio al otro lado a John Skimmerhorn, demasiado cauto para que los truhanes le engatusaran, y a Jim Lloyd, acomodado a escasa distancia. En las localidades baratas, divisó a Amos Calendar, que rara vez aparecía por la ciudad y que, naturalmente, estaba solo.

Los números de la función circense se sucedieron airosamente. Los funámbulos eran excepcionales, daban la impresión de que estaban a punto de caerse del alambre y arrancaban gritos de satisfecho horror a las mujeres y los niños, pero el sheriff Dumire dijo a los hombres que ocupaban asientos contiguos al suyo:

— Si les gustan las armas, esperen a ver a Dan el Temerario.

Llegó el descanso y el sheriff avistó a Harry y Meurice, entregados a la práctica del triles, en medio de un corro de boquiabiertos vaqueros que se negaban a creer que el guisante no estuviese debajo del dedal por el que habían apostado. El sheriff sonrió y echó a andar en otra dirección.

— Hasta la fecha, no he podido entender cómo se las arreglan esos tipos para cambiar de sitio el guisante con tanta rapidez. ¿Has apostado alguna vez en ese maldito juego? -preguntó a uno de sus comisarios.

— No.

— Ya es hora de que lo pruebes.

El hombre se quitó la placa y, mientras Dumire permanecía entre las sombras, se acercó a la mesa donde Meurice hablaba como una ametralladora "Gatling", en tanto Harry movía los tres dedales y colocaba ostensiblemente el guisante debajo de uno de ellos. Dumire rió entre dientes cuando su hombre depositó cincuenta centavos e indicó el dedal que ocultaba el guisante… Tenía que estar allí, porque el comisario lo había visto debajo. Ante el fastidio de Dumire, Harry levantó el dedal… y allí estaba el guisante. Al tiempo que entregaba el dinero que el hombre de Dumire había ganado, Meurice sonrió generosamente y dijo en voz alta:

— Esta vez nos ha vencido, comisario.

Y los testigos de la escena se echaron a reír, mientras el funcionario se retiraba.

La segunda parte del espectáculo contaba con los mejores números y la excitación aumentó al tocarles el turno a Dan el Temerario y los apaches.

Se apagaron las lámparas de gas y apareció entonces el director con su megáfono.

— Damas y caballeros -anunció en tono dulzón y profundo-, presentamos ahora el número más impresionante de la historia del circo. Ni Roma, ni Babilonia, ni las testas coronadas de Europa… -Pronunció un preámbulo en creciente hipérbole, para terminar gritando con toda la potencia de sus robustos pulmones-: ¡Dan el Temerario y su tribu de apaches salvajes…¡

Hacia el centro de la pista, a lomos de un gigantesco caballo blanco, avanzó un hombre de cincuenta y tantos años, con exagerado atavío de vaquero, zahones lanudos, chaleco de brocado y sombrero con adornos de plata. Era un buen jinete y llevaba, como el sheriff Dumire, dos revólveres.

Un ayudante montado salió entonces a la pista y procedió a tirar al aire grandes bolas de cristal, que Dan el Temerario, utilizando el arma de la mano derecha, fue acertando de lleno. Era una estupenda exhibición y el público prorrumpió en aplausos.

La banda de música dejó oír un ominoso redoble de tambores, el ayudante se esfumó, y en la pista irrumpió la "imponente horda" de seis apaches que compensaba a fuerza de ruido y habilidad ecuestre la escasez de su número. Rodearon a Dan el Temerario, descargando sobre él flechas y proyectiles de armas de fuego. Dan el Temerario se enfrentó a ellos valerosamente, pero la inferioridad en que se encontraba era excesiva y una mujer soltó un alarido de auténtico terror cuando uno de los apaches enarboló su tomahawk y segó el brazo derecho del hombre blanco. La sangre, en forma de líquido rojo contenido en una bolsa, corrió por el brazo y por el rostro del indio y, en medio de una selvática cascada de trompetas y tambores, los seis apaches se alejaron, agitando en el aire el brazo que acababan de seccionar.

El silencio se abatió sobre el ámbito de la carpa del circo, mientras dos médicos del ejército, vestidos de blanco, se precipitaban para operar a Dan el Temerario y el director de pista manifestaba en tono eclesiástico:

— Siempre de guardia, siempre dispuestos a proteger a los valientes, los magníficos doctores de nuestro fiel ejército acuden en ayuda del hombre moribundo… detienen la hemorragia, cierran la herida. ¡Oh, gloria bendita, efectúan una cura milagrosa! -La voz se fue alzando en formidable crescendo-: ¡Dan el Temerario vuelve a estar en pie! -Los médicos desaparecieron y el tono del director descendió de volumen mientras explicaba-: Impulsado por un valor que pocos hombres han conocido, Dan el Temerario se niega a reconocer la derrota. Se entrega afanosamente a la tarea de aprender a disparar con la izquierda, mano que nunca había empleado para eso. Contemplen, observen cómo ese hombre animoso e indomable…

— ¡Jesucristo! -exclamó una voz, en las localidades baratas-. ¿No es Canby?

Y en los asientos más caros, al otro lado de la pista, frente al sheriff, Jim Lloyd gritó:

— ¡Es Canby!

Era Mule Canby, que había realizado casi todo lo que el director estaba diciendo. Depositado por Poteet en Fuerte Unión, durante la primavera de 1868, se encontró sin brazo derecho y sin oficio ni beneficio. Se adiestró en el manejo del arma con la izquierda, hasta convertirse en uno de los mejores revólveres del mundo, cosa que procedió a demostrar en aquel momento, con una exhibición verdaderamente notable.

Los seis apaches le atacaron de nuevo, mientras el director manifestaba:

— Pero esta vez, Dan el Temerario es un enemigo demasiado poderoso para ellos.

Y mientras los pintos galopaban en círculo alrededor del blanco, éste se mantenía impertérrito e iba derribando indios, uno, por uno, guerreros que caían hábilmente de sus monturas y rodaban por el polvo.

— ¡Sí, Canby! -gritó Calendar en la oscuridad, con Jim Lloyd coreándole, mientras el auditorio en pleno se levantaba para aclamar a su resucitado héroe.

Era tradicional, cuando un circo daba su función en Centenario un sábado, que se quedase allí el domingo y colaborase con las iglesias locales en la celebración de un oficio religioso conjunto, que se desarrollaba en la noche dominical. La banda del circo interpretaba himnos. Cantaba un coro formado por hombres y mujeres del circo, y las damas de la localidad servían una cena a la que estaban invitados todos los miembros de la plantilla del circo.

A primera hora de la mañana del domingo, el sheriff Dumire se presentó en el tren del circo para declarar que iba a meter en la cárcel a Harry y Meurice, donde los retendría hasta que el convoy emprendiese la marcha aquella noche. Los dos hombres le acompañaron pacíficamente. Dumire les permitió actuar a gusto durante el sábado, sin coartarles para nada, y comprendían que el sheriff no deseaba que estropeasen las cosas el domingo.

Jim invitó a Calendar y a Mule Canby a dar un paseo a caballo con él por la comarca y John Skimmerhorn también quiso acompañarles, de modo que los cuatro antiguos compañeros de la conducción marcharon hacia las Muelas del Crótalo y, mientras cabalgaban despacio, bajo un calor de horno, Canby les contó retazos de su vida, a raíz de la pérdida del brazo.

— Poco más o menos, es como dijo el muchacho del megáfono. -Empezó a añadir detalles, pero se interrumpió-. Bueno, ya lo oiréis esta noche. Pronuncio un discurso muy sugerente. No todo lo que digo es cierto. El muchacho lo escribió para mí. Pero la mayor parte sí que es verdad.

Les habló de Inglaterra y sobre todo de Alemania, donde la gente se volvía loca por los indios y el Oeste.

— El propio emperador quiso saber cómo disparo tan certeramente con el brazo derecho.

— Cómo lo haces? -preguntó Jim-. Es de madera, ¿no?

— Se trata de un secreto -eludió Canby-. Tardé cuatro años en ponerlo a punto. Si te lo digo, es posible que lo cuentes cuando llegue aquí el próximo circo y entonces todo el mundo podrá hacerlo.

— No lo contaré -prometió Jim.

— Es un secreto.

— Dime una cosa -intervino Skimmerhorn-. Cuando sostienes el arma en el brazo de madera, eres tú quien dispara, ¿no? ¿No es otra persona al que se carga las bolas?

Canby miró con desaliento a su viejo compañero de ruta.

— ¿Crees que permitiría que alguien disparase por mí? -Sonrió severamente-. Supongo que también dudas de mi habilidad con la mano izquierda.

Volaba por allí un gavilán, una de aquellas espléndidas aves que anidaban en las muelas, y Canby dejó las riendas sobre el pomo de la silla y tiró de revólver con la mano zurda, pero Jim se le acercó y le obligó a bajar el arma.

— No lo mates.

Y los cuatro hombres contemplaron al gavilán, que trazó una curva en el cielo y se alejó como un guía que dirigiese su rumbo a través de la pradera. Los antiguos lazos de camaradería que existieron durante la larga conducción hacia el norte volvieron a establecerse y Canby preguntó a Calendar:

— ¿Cómo es posible que un vaquero se convierta en pastor de ovejas?

— Me gusta trabajar solo -replicó Calendar.

Ascendieron por la ladera del altozano que llevaba a las muelas y, en la cumbre, bajaron la mirada hacia unos ciento cincuenta herefords carialbos y de todos los tamaños, que pastaban bajo el sol estival con sus cuerpos rojizos fundiéndose con la parda hierba. Canby se dio cuenta de que Jim se sentía muy orgulloso.

— No cabe duda de que su presencia es mucho mejor que la de los cornilargos que nosotros cuidábamos -dijo.

Desmontaron ante las muelas, donde Canby hizo una exhibición de tiro al blanco, matando con la izquierda unas cuantas serpientes de cascabel. Después regresaron a casa, a lo largo del Platte, donde Jim enseñó a Canby los marjales donde se ocultaba la avoceta, y el texano dijo que era la primera vez que veía semejante ave y quiso que Jim se llevase una para guisarla.

— No, déjala marchar -le cortó Jim, cuando Canby ya tenía el revólver en la mano-. Anda a la caza de gusanos. -No te veré esta noche -dijo Calendar-. Ya llevo dos días ausente de mis lares.

Estrechó la mano de Canby, alargando primero torpemente el brazo hacia la derecha, para corregir después el gesto y desviarlo hacia la izquierda. Evidentemente, deseaba añadir algo más, pero no encontró las palabras adecuadas y acabó por alejarse en silencio rumbo al este, en dirección a sus ovejas.

Cuando Calendar se encontró distanciado, Jim se colocó aliado de Canby y manifestó, titubeante:

— Hay una cosa que no ha dejado de atribularme… desde el día en que empezamos a cruzar el Llano Estacado.

— También me ha preocupado a mí -dijo Canby.

— ¿Te refieres a los diez dólares que te debo?

— Al Colt de reglamento. Nunca olvido un arma.

— Bueno, tengo el dinero para ti. Siempre lo he tenido aparte.

Jim sacó de un profundo bolsillo un billete de diez dólares y se lo tendió a Canby.

El texano lo examinó cuidadosamente:

— Hubo un tiempo, años atrás, en que me preguntaba si algún día iba a tener diez dólares propios.

Se guardó el billete en la cartera.

De modo que concluyó la larga jornada, y Jim y Skimmerhorn dormían, a las dos de la madrugada, cuando les despertó el griterío que sonaba en la calle, vieron el resplandor de las llamas y oyeron las voces que daba el sheriff:

— ¡Abajo todo el mundo! ¡El tren del circo se ha incendiado!

Cuando Jim llegó al tren, era poco lo que él o cualquiera podía hacer. En el segundo coche cama se había prendido fuego y, al no haber nadie despierto para tocar la alarma, el impulso del viento se encargó de convertir aquello en un infierno.

— ¿Hay alguien en ese vagón? -gritó Jim.

— Algunas personas se encuentran en la parte de atrás, luchando para salir -chilló uno de los hombres del circo.

Jim y él trataron de aproximarse al llameante vagón, pero fueron incapaces de arrostrar el fuego que brotaba por las ventanillas delanteras. El empleado del circo, haciendo gala de una intrepidez que dejó confundidos a los espectadores, se precipitó por el espacio existente entre el vagón incendiado y el que le seguía. Las llamas azotaban aquel hueco, pero, trabajando frenéticamente, el hombre consiguió desenganchar los dos coches. Luego hizo señas al maquinista y, cuando la locomotora avanzó despacio, los vagones posteriores quedaron atrás, fuera de peligro.

En cuanto el maquinista echó los frenos, los hombres del circo se abalanzaron a través de las llamas y desengancharon el otro extremo del vagón sentenciado. Esa vez, cuando el maquinista puso en marcha la locomotora, el primer coche cama estuvo también fuera de peligro.

El vagón fatal quedó aislado y, durante unos terribles segundos, Jim y el sheriff Dumire vislumbraron en una de las ventanillas, como una luna borrosa tras el cristal, el rostro redondo y torturado de Meurice. Permaneció allí fugazmente y luego se desplomó hacia atrás y las llamas lo engulleron. Cuando desapareció, otro semblante enloquecido le sustituyó momentáneamente.

— ¡Canby está ahí dentro! -chilló Jim.

Se apartó de la muchedumbre, tomó una chaqueta, se cubrió con ella la cara y se abrió paso hacia la puerta trasera. Con una fuerza que nunca había manifestado antes, echó la puerta abajo y se lanzó entre el humo y las llamas. Le siguieron denodados ciudadanos y entre todos sacaron del vagón a cuatro hombres inconscientes, pero Canby no figuraba entre ellos.

El fuego crepitaba ya a lo largo de todo el vehículo, elevando columnas de luz retorcida, y el sheriff Dumire, auxiliado por dos comisarios, arrastró y puso a salvo a Jim, cuyas cejas estaban consumidas por el fuego y cuyo pelo chamuscado humeaba.

La tragedia causó un efecto profundo sobre Centenario. De los catorce muertos, doce, incluido Mule Canby, recibieron sepultura en el cementerio de la ciudad, al no poderse localizar a los posibles familiares de los difuntos. El reverendo Rally, de la iglesia de la Unión, se brindó para oficiar las honras fúnebres y luego convocó una reunión piadosa en la que, después de los rezos, ensalzó el espíritu de los faranduleros que visitaban pueblos y ciudades pequeñas.

— Con sus trucos y juegos de ingenio, esas anónimas personas, a pesar de las dificultades de su existencia, nos traen alegría y solaz. Nos asombran con su audaz destreza y tardaremos mucho en olvidar cómo un hombre, manco del brazo derecho, se adiestró para disparar de un modo tan certero. En la época de Jesús y Pablo, circos como el que hemos visto recorrían el Imperio Romano, llevando diversión al pueblo. Agradezcamos a estos finados el habernos entretenido. Es apropiado que descansen entre nosotros.

Sus palabras recordaron a los habitantes de Centenario la dura existencia que aquellos trotamundos conocieron y, consecuentemente, los ciudadanos se sintieron predispuestos a recibir con especial cariño a la Compañía Teatral y Espectáculo Dramático de Maude y Mervin Wendell, cuando llegó, a últimos de julio.

Desde el mismo instante en que Mervin Wendell apareció en la puerta de un vagón del tren de Omaha, reconocieron en él a un actor, y probablemente un actor importante. Se quedó inmóvil en el escalón superior del estribo, con el brazo izquierdo a la espalda y el derecho cruzado sobre el pecho. Tenía las piernas ampliamente separadas y su hombro derecho era mucho más alto que el izquierdo. Un ancho sombrero cubría su cabello moreno, cuyos rizos asomaban junto a las orejas, y su mirada era imperial, con un matiz de aventura 'y temple entusiasta, como si proclamase: "¡Una nueva ciudad! ¡Una nueva oportunidad!"

El efecto de su formidable llegada quedó un tanto empañado por un revisor de semblante colorado, que le puso una maleta en la mano y le advirtió:

— No vuelva a intentar eso conmigo.

Mervin no efectuó intento alguno de disimular o explicar la conducta del revisor. En vez de prestarle atención, bajó los escalones majestuosamente y luego alzó la mano derecha, para ayudar a una preciosa dama de unos cuarenta años, al tiempo que decía:

— Vamos, querida. Veo nuestro hotel ahí mismo.

Maude Wendell aceptó con elegancia la cortesía de su esposo y luego dirigió su mirada hacia el interior del vagón, del que salió su hijo, un niño de larga y áurea cabellera y piel rubicunda. Puesto que representaban escenas de Shakespeare, era necesario que el pequeño interpretase lo mismo papeles de chica que de chico.

Cuando los tres estuvieron en el andén, con dos maltrechas maletas, Mervin Wendell se volvió hacia un hombre y una mujer regordetes, que se habían apeado de otro vagón y se encargaban de cuidar las grandes cajas que contenían el vestuario de la compañía.

— Ándate con ojo, Murphy -recomendó Wendell, como si el hombre y su esposa precisaran ayuda para identificar los bultos.

Wendell se encaminó al punto donde los mozos habían descargado las cajas, las golpeó una por una, imperiosamente, con la puntera del zapato, y aleccionó a Murphy:

— Llévalas al teatro.

Dicho eso, dio la espalda a su ayudante, para encontrarse frente al sheriff Dumire, al que había conocido en Kansas, en condiciones desfavorables.

— Buenas noches, señor Wendell -saludó Dumire con estudiada corrección.

— ¡Ah! -exclamó Wendell, dando la impresión de que le encantaba tropezarse de nuevo con aquel viejo amigo-. ¡El sheriff Dumire! Acépteme un pase para la función de mañana.

Sacó del bolsillo una tarjeta decorativamente ornamentada, la cual daba derecho al portador a asistir gratis a una representación de la Compañía Teatral y Espectáculo Dramático de Maude y Mervin Wendell.

Los Wendell se proponían brindar una muestra de su talento a los ciudadanos de Centenario, en dos esplendorosas veladas. La primera constaba de una selección de once escenas de obras de Shakespeare, arregladas a tono con las virtudes histriónicas de la compañía; la segunda era una gala variada, a base de recitados, solos e imitaciones. Philip Wendell declamaría "El fiel tamborcillo de Rappahannock" y, vestido de niña, el conmovedor "La muchacha ciega habla a su arpa".

A Maude Wendell se la vería en una serie de declamaciones elegidas entre sus mayores triunfos teatrales en Europa y Estados Unidos, específicamente la "Exposición de Parcia ante el Tribunal", de El mercader de Venecia de Shakespeare; "Despedida de la madre parta a su hijo cuando se dispone a luchar con las fieras salvajes en el Coliseo romano"; y "Trozos selectos de "Mazeppa", por lord Byron".

Los momentos culminantes de la representación, sin embargo, estaban reservados para Mervin Wendell. Al final de la primera parte, "el señor Wendell, solo en medio del escenario y sin acompañamiento alguno, imitará un tren de mercancías de la Union Pacific, que parte de Centenario y entrega su cargamento en Denver. Oirán ustedes los preparativos de los maquinistas, el resoplar de la locomotora al pasar por un túnel, el silbato, la aplicación de los frenos y la llegada del convoy a su destino. Acto seguido, toda la compañía pondrá en escena un cuadro conmovedor que representará a los difuntos miembros del Circo Cartright en el momento de entrar en el cielo".

La apoteosis final de la segunda parte prometía ser aún mejor, porque "Mervin Wendell, acompañado por su hijo Philip en el triple tambor, pondrá en escena la Batalla de Fredericksburg, con los piquetes disparando, el ataque de las tropas norteñas, el tableteo de la fusilería del Sur, el rugido de los cañones de ambos bandos, la metralla de los proyectiles pesados y, con la participación de la totalidad de la compañía, el clarinazo de las cornetas y la carga triunfal hacia la victoria".

La totalidad de la compañía consistía en los tres Wendell, los dos Murphy y un joven de angélica belleza, llamado Chisholm, que daba la impresión de que el céfiro iba a llevárselo en cuanto soplase.

— Yo he visto antes a ese Chisholm -advirtió el sheriff a sus comisarios-. Mantenedlo apartado de los vaqueros y, sobre todo, de los ovejeros.

No es que Axel Dumire desdeñase las artes. Le gustaba Shakespeare y tenía intención de presenciar la función de la primera noche, sobre la razonable base de que ni siquiera Mervin Wendell podría destrozar demasiado al Bardo.

— Es muy bueno en el papel de sepulturero dirigiéndose a Yorick -reconoció Dumire-, pero no le quitéis ojo. No creo que tenga un centavo y, cuando se encuentra en esas condiciones, es capaz de intentar cualquier cosa.

Discretas averiguaciones en el "Armas del Ferrocarril" revelaron que el propietario quiso que la compañía lo pagase todo por adelantado y que Wendell propuso una solución de compromiso, pagando la mitad en el momento de inscribirse y la otra mitad cuando hubiese cobrado los ingresos correspondientes a los dos contratos, como él los llamaba. El hotelero dijo que estaría en la taquilla la primera noche y se haría cargo de la recaudación, procedimiento que en semejantes circunstancias le parecía aconsejable. La experiencia le inspiraba tales medidas. El señor Wendell se avino graciosamente a ello.

— No puedo imaginar una política más justa -dijo.

La primera noche, el público no acudió en gran cantidad, ya que el ciudadano medio de Centenario no sentía por Shakespeare el mismo entusiasmo que animaba al sheriff Dumire. A cincuenta y setenta y cinco centavos la entrada, los ingresos totales llegaron justo para cubrir el derecho de retención del hombre del hotel, pero Wendell distó mucho de sentirse alicaído.

— Una representación espléndida -aseguró a su compañía. La segunda noche, la sala se llenó y los aplausos fueron fervorosos. Los tres Wendell respondieron a ello con magnificencia.

— La verdad -manifestó Wendell, exultante, en el intermedio de dos números-. Rara vez he actuado ante un público tan incondicional. ¿No fue soberbio, Maude?

La señora Wendell, que tenía cuarenta y dos años y se había pasado los nueve últimos yendo de un pueblo a otro y de una ciudad de proporciones medias, como Omaha o Salt Lake, a la siguiente, logrando conservar intacta su frágil familia, asentía cuando Mervin, dos años más joven que ella, se entusiasmaba ante algún triunfo insignificante. Al mismo tiempo, la mujer se preguntaba qué intentarían a continuación. Hubo una época en la que fueron primeros actores en buenas compañías -la de Langrishe, de Denver, por ejemplo- y durante un breve período disfrutaron de éxitos rurales en las Black Hills de Dakota, donde se les consideró como la primera pareja de la escena norteamericana. Pero en el curso de los últimos años, a duras penas conseguían sobrevivir; sus baúles habían sido confiscados una docena de veces, y ahora el sheriff enseñaba a la señora Wendell, como miembro responsable de la compañía, un telegrama que se acababa de recibir: