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Cuando la Tierra era ya anciana, un cuerpo celeste que había alcanzado una edad inconcebible para el hombre, en la zona que posteriormente se conocería por el nombre de Colorado ocurrió un acontecimiento de fundamental importancia.
Para apreciar su significado, uno debe comprender la estructura terrestre y, para ello, es imprescindible empezar por el centro neurálgico;
Como el globo terráqueo no constituye una esfera perfecta, el radio que va del centro a la superficie difiere según los puntos. En los polos es de 6.356 kilómetros y en el ecuador de 6.377 kilómetros. En la época a que nos referimos, Colorado se hallaba aproximadamente a la misma distancia del ecuador que en la actualidad, y su radio era de 6.365 kilómetros. Este total se descompone de la siguiente manera:
Había entonces en el centro, lo mismo que ahora, un núcleo esférico de materia sólida, muy pesado e increíblemente cálido, compuesto de hierro en su mayor parte; su extensión era de unos 1.240 kilómetros. En torno suyo se encontraba una cobertura de 2.212 kilómetros de espesor, que no era sólida pero que tampoco podía llamarse líquida, puesto que a aquella presión y temperatura no era posible que algo fuese líquido, tal como entendemos la palabra. Permitía el movimiento, pero la fluidez no resultaba fácil. Transmitía calor, aunque no originaba burbujas. Como mejor se la describe es diciendo que tenía características con las que no estamos familiarizados; era quizá como plástico caliente.
Alrededor de este núcleo líquido o externo se adaptaba un manto de roca densa, cuyo espesor alcanzaba los 2.870 kilómetros y cuyas propiedades son difíciles de explicar, pese a que se conocen bastantes datos sobre ellas. Estrictamente hablando, esa roca se encontraba en forma líquida, pero eran tales las presiones que se ejercían sobre la misma que se mantenía más rígida que una barra de hierro. El manto era un ceñidor que absorbía presión y calor procedentes de muchas direcciones y, en consecuencia, estaba sometido a una tensión considerable. De cuando en cuando, a través de la historia, las presiones alcanzaban tal magnitud que parte de la materia constitutiva del manto se veía obligada a abrirse camino hacia la superficie de la Tierra, experimentando un cambio notable en el proceso. El cuerpo resultante del líquido fundido, llamado magma, se solidificaba después para producir la roca ígnea, el granito, pero si aún, lo hacía en forma líquida al acercarse a la superficie, el resultado era lava. Fue en el manto donde se originaron muchos de los movimientos que después determinarían lo que iba a ocurrir en las proximidades de la estructura visible de la Tierra, y aunque no aludiremos de nuevo con frecuencia al manto, debemos recordar que, bajo nuestros pies y a bastante profundidad, se acumula tensión y se genera un enorme calor, como medida preparatoria constante para la siguiente y espectacular excursión hacia la superficie. En el curso de esa actividad interna se produce el magma que luego aflorará en forma de granito o de lava.
Encima del manto, a sólo 43 kilómetros de la superficie, descansaba la corteza terrestre, donde se desarrollaría la vida. ¿Que cómo era? Cabría describirla como la espuma endurecida que se forma en la parte superior de un puchero de gachas en ebullición. Desde la lumbre, en el centro de la marmita, el calor no sólo irradia hacia arriba, sino en todas direcciones. Al principio, cuando los puches están claros, burbujean libremente y su movimiento parece producirse siempre hacia arriba, pero a medida que se van espesando, uno comprueba que con cada burbuja que asciende despacio desde el centro del recipiente, parte de las gachas se ven atraídas hacia abajo en los bordes de la marmita; este recíproco ascenso y descenso es lo que constituye la cocción. Con el tiempo, cuando ya se ha desarrollado suficiente cantidad de esta convección, las gachas que se encuentran expuestas al aire empiezan a espesarse de modo perceptible y, en el instante en que el calor interno disminuye o se interrumpe, se endurecen hasta formar una costra.
La anterior analogía tiene dos puntos débiles. La llama que mantiene en ebullición el puchero geológico no procede principalmente del centro ígneo de la Tierra, sino más bien de la estructura radiactiva de las propias rocas. Y cuando se enfría el magma líquido, diferentes tipos de roca se solidifican: los pesados y oscuros, ricos en hierro, se quedan en la parte del fondo; los más ligeros, como el cuarzo, se trasladan hacia la parte superior.
La corteza estaba dividida en dos capas distintas. La más baja y pesada, de unos veinte kilómetros de espesor, se componía de roca oscura y densa, conocida por el nombre de sima, indicador del predominio en ella de silicato y magnesio. La más alta y ligera, de unos veinticuatro kilómetros de espesor, estaba compuesta de roca más liviana y se inventó para ella el nombre de sial, palabra basada en la primera sílaba de silicato, por un lado, y alumino por otro. Los subsiguientes tres kilómetros y pico de roca y sedimentos de Colorado descansarían eventualmente sobre esta capa siálica.
Hace tres mil seiscientos millones de años, la corteza ya se había formado y el globo terráqueo se enfriaba, expuesto a la atmósfera en pleno desarrollo. Tal como entonces existía, la superficie terrestre era inhóspita. Las temperaturas resultaban demasiado altas para que sustentase la vida y el oxígeno sólo estaba empezando a aglomerarse. Lo que la Tierra había condensado provisionalmente se encontraba en una situación muy insegura y, por encima de la superficie, empezaba a soplar la furia de vientos incesantes. Enormes inundaciones anegaron las zonas emergidas y las mantuvieron en condición de parajes pantanosos, subiendo y bajando en medio de las angustias de un nacimiento que aún no se había materializado. No existían peces ni aves, ninguna clase de animal y, de haber existido, tampoco hubieran dispuesto de nada con que alimentarse, ya que se desconocían los árboles, la hierba y las lombrices.
Había, incluso en aquellas condiciones inhospitalarias, elementos como las algas, a partir de los cuales se desarrollaría después vida reconocible, pero el rumbo de su futuro desenvolvimiento estaba todavía por determinar.
En consecuencia, la Tierra se encontraba en el momento decisivo de adoptar una determinación: ¿Continuaría siendo una masa de cobertura frágil, incapaz de mantener armazones o vida, o iba a producirse alguna tremenda transformación que alterase el aspecto de su superficie básica y ampliara su capacidad?
En determinado instante, hace aproximadamente tres mil seiscientos millones de años, llegó la respuesta. En las profundidades de la corteza, o acaso en la parte superior del manto, empezó a acumularse un cuerpo de magma. Su concentración térmica fue tan grande que la hasta entonces roca sólida se fundió parcialmente. Las materias más ligeras se licuaron antes y emprendieron el ascenso a través de los materiales más pesados, a los que dejaron atrás, para ir a descansar sobre elevaciones más altas, en cantidades enormes.
Poco a poco, pero con irresistible potencia, se abrieron paso a través de la corteza terrestre y salieron a la luz del día. En algunos casos, es posible que el magma viscoso y casi cuajado estallase proyectándose hacia arriba, como un volcán cuyas cenizas cubrirían millares de kilómetros cuadrados o, si el magma era de composición levemente distinta, se filtraría entre las fisuras, en forma de lava, para extenderse de modo uniforme sobre todas las irregularidades existentes, hasta una profundidad de centenares de metros.
A medida que el magma se explayaba, las partes centrales más puras se solidificaban, convirtiéndose en perfecto granito. La mayor parte del mismo, sin embargo, quedaba atrapado dentro de la corteza, donde iba enfriándose despacio, para solidificarse y constituir un estrato rocoso a cierta profundidad de la superficie.
¿Qué espacio de tiempo fue necesario para que se completase este descomunal acontecimiento? Aunque cabe esa posibilidad, es casi seguro que no se produjo como consecuencia de un vasto y remoto cataclismo que anegara todas las anteriores desigualdades de la superficie, en un titánico forcejeo que sacudiese el mundo. Lo más probable es que los movimientos de convección del manto se desplegaran durante millones de años. El creciente calor interno se acumuló eón tras eón, y el resultante impulso ascendente aún continúa de modo imperceptible.
La Tierra se manifestaba activa, como siempre lo ha estado, y evolucionaba despacio. Miles de veces, en el futuro, esta combinación irresistible de calor y movimiento modificaría el aspecto de la superficie terrestre.
El gran acontecimiento que sobrevino hace tres mil seiscientos millones de años fue distinto a otros muchos sucesos similares por una razón destacada: introdujo macizos cuerpos graníticos que, cuando la erosión consumió las montañas que los cubrían, se erigieron en permanente base de roca. En los últimos tiempos iban a ser horadados, dislocados, comprimidos, erosionados y distorsionados ferozmente por fuerzas cataclísmicas de diversa naturaleza, pero resistirían hasta hoy. Por encima de la base de roca formada por esos cuerpos graníticos se constituyeron las subsiguientes montañas; se deslizarían los ríos a través de ella, sobre la arrugada superficie vagarían después diversos animales y en sus sólidos cimientos se asentarían caseríos y ciudades.
A una distancia relativamente corta de la superficie terrestre, por debajo de la misma, se extiende esta plataforma de antigüedad infinita, esta base permanente para la acción. ¿Cómo estamos enterados de su existencia? De vez en cuando, en ulteriores coyunturas que observaremos, bloques de este subsuelo de roca saldrán impulsados hacia arriba, donde pueden ser examinados, sondeados, analizados e incluso fechados. En otros puntos memorables, por todo Colorado, esta piedra increíblemente vieja se quebrantará a causa de fallas en la corteza terrestre y grandes bloques de la misma ascenderán para formar los núcleos de las cadenas montañosas actuales.
Es algo hermoso y digno de contemplarse, cuando yergue su cabeza a la claridad del sol… una sustancia dura, granítica, de color rosa o gris azulado, tan nítida y reluciente como si la hubiesen creado ayer. Uno la encuentra inesperadamente en las paredes de los desfiladeros, en las cimas de los montes o, en ocasiones, al borde de algún prado alto, alzada modestamente junio a flores alpinas. Es una parte de vida, casi un se dotado de ella, con su propio carácter tenaz formado en las profundas entrañas de la Tierra, en un tiempo comprimida por fuerzas titánicas y sometida a una temperatura de centenares de grados. Esta roca es un poema de la existencia, no lírico, sino épico y de una heroicidad pausada, cuyo latir se estableció a copia de eones de experiencia terráquea.
A menudo, este sótano de roca no aparece como granito, sino como gneis sin fundir, y entonces resulta todavía más dramático, porque en su estructura contraída puede uno contemplar la prueba evidente de las fuerzas demoledoras cuyo efecto tuvo que sufrir. Se ha visto fracturado, retorcido, doblado hasta quebrantarse y remodelado de nuevo. Explica la historia del tumulto interior que siempre acompañó a la génesis de la nueva tierra que se forma y nos recuerda los impactos y desgarrones que son necesarios cuando nuevas formas van a cobrar vida.
Debe comprenderse que este cimiento lítico no es una clase específica de piedra, sino que sus componentes varían de un lugar a otro. Se ha definido como el "lecho de roca debajo del cual yace la ignorancia". En algunos puntos se encuentra muy por debajo del nivel del mar; en otros señala las cumbres de montañas de cuatro mil metros de altura. En la mayor parte del territorio de los Estados Unidos permanece oculto, pero en el Canadá se encuentra a la vista en extensas zonas, formando un escudo. Tampoco se establecieron todas al mismo tiempo, ya que las variaciones en cuanto a sus fechas son enormes. En Minnesota se depositaron hace más de tres mil quinientos millones de años; en Wyoming, hace apenas dos mil quinientos millones de años, y en Colorado, sólo a unos cuantos kilómetros al sur de Wyoming, hace mil setecientos millones de años, fecha relativamente próxima.
Después de que el estracto de roca se hubiese acumulado en Centenario, con posterioridad a casi todos los otros puntos de los Estados Unidos, se dio uno de los casos más extraordinarios. Alrededor de dos mil millones de años de historia se desvanecieron sin dejar el menor rastro recuperable. Mediante el estudio de otros lugares del Oeste y a base de efectuar agudas extrapolaciones, podemos urdir varias hipótesis acerca de lo sucedido, pero no disponemos de ninguna prueba. Las rocas que deberían encontrarse a mano para referir la historia, o bien fueron destruidas hasta resultar imposible reconocerlas o empezaron por no depositarse. Esa falta de indicios nos deja sumidos en la ignorancia.
La situación no se limita a la reducida zona que circunda Centenario, aunque el vacío es allí espectacular. En ningún lugar de Norteamérica hemos conseguido encontrar una secuencia ininterrumpida de rocas que, desde el estrato inicial, llegue al sedimento reciente. Siempre está ahí la desesperante laguna. En distancias cortas pueden darse sorprendentes variaciones en tiempo y espacio; por ejemplo, durante los años perdidos masivas acumulaciones de granito que posteriormente formarían la cumbre Pikes, se amontonaron a escasos kilómetros al sur, en Centenario.
A lo largo de cientos de millones de años, Centenario debió de constituir el fondo del mar que cubría a intervalos gran parte de América. Las partículas de sedimento que la erosión arrancaba a las masas terrestres emergidas derivarían silenciosamente e irían descendiendo hasta el lecho, para componer con infinita lentitud una roca sedimentaria que, al final, tendría un espesor de más de mil quinientos metros.
En otros espacios de tiempo intermedios, el terreno de nueva formación se elevaría por encima del nivel del mar y sería azotado por las tormentas y el viento, y surcado por ríos serpenteantes, desaparecidos hace largos siglos. Este ciclo de emersión e inmersión se repitió por lo menos una docena de veces; el magma se vio impulsado repetidamente hacia arriba, a través del manto y de la corteza, para desparramarse luego por la tierra; la erosión actuó repetidamente sobre la superficie, corroyéndola y esculpiendo nuevas formas muy distintas a sus predecesoras.
¡El tiempo necesario! ¡El lento discurrir de los años! ¡Las alteraciones constantes! Centenario experimentó violentas fluctuaciones, en un momento dado parte integrante de una montaña erguida, en otro hundido en el fondo de algún mar. A causa del errante vagar de la tierra, a veces se encontraba bastante cerca del ecuador, abrasado por el sol de justicia que brillaba en lo alto; en ocasiones posteriores, podía acercarse al polo norte, con hielo en el invierno. Pantanoso durante un eón, desierto árido en el siguiente. Cuando llegase la hora del descanso, debería estar exhausto, convertido en terreno inútil, pero siempre brotaban entonces nuevas energías de las profundidades, generadoras de nuevas experiencias.
Aquellos dos mil millones de años perdidos se asientan sobre la conciencia del hombre del mismo modo que vagos recuerdos de fantasmas sobreviven en las reminiscencias de la infancia. Cuando el hombre llegara por fin a aquel escenario, se erigiría en heredero de los años desvanecidos y todo lo que hiciese estaría hasta cierto punto limitado por lo que le había ocurrido al terreno durante los siglos olvidados; porque en ese espacio de tiempo fue cuando se determinó la calidad de la región, su contenido mineral, el valor de su suelo y la salinidad de sus aguas.
Hace alrededor de trescientos cinco millones de años, se produjo lo que puede considerarse como el primer acontecimiento que dejó en Centenario una huella identificable y con el cual se inicia nuestra historia. En el interior del manto se originó un desarrollo de potencias que provocaron una penetración de la corteza terrestre. El lecho se quebrantó, formando bloques discretos, algunos de los cuales fueron empujados hacia arriba, a una altura superior al nivel circundante, para aliviar la presión generada en las profundidades.
Las montañas resultantes cubrieron una gran extensión de la zona central de Colorado, siguiendo con cierta semejanza el trazado que con posterioridad ocuparían las históricas Montañas Rocosas y, al cabo de cinco o diez millones de años, constituyeron una cordillera importante.
Su nacimiento no fue consecuencia de un cataclismo. No hubo desgarro espectacular de la superficie, a través de cuya abertura emergiesen unos montes configurados ya por completo. No se desencadenó exceso alguno de vulcanismo. Lo que sí se produjo fue un pausado e incesante encumbramiento de roca, hasta que las nuevas montañas pusieron en pie su majestad impresionante. Eran las Rocosas Ancestrales, y puesto que dejaron tras de sí rocas que podemos analizar, nos resulta factible elaborar para ellas un historial lógico.
Desde el mismo instante de su origen, participaron en una asombrosa sucesión de acontecimientos. Tan pronto elevaron sus crestas por encima de la llanura, pequeñas corrientes comenzaron a mordisquear sus laderas, de las que fueron arrancando pequeños fragmentos de piedra y arena. Intensos vendavales rasgaron sus cumbres bajas y gélidos inviernos quebrantaron y demolieron las protuberancias. Más o menos periódicamente, temblores de tierra derribaban rocas inseguras; en otros espacios de tiempo, mares interiores fustigaron con su oleaje las faldas de los montes, erosionándolos más.
Mientras aumentaba la edad de las montañas, las pequeñas corrientes se transformaron en ríos que, al incrementar su volumen, acrecentaron su capacidad de arrastre y pronto transportaron en sus aguas trozos de montaña que arrancaban a su paso y con los que luego formaron grandes abanicos aluviales a lo largo de los bordes de la cordillera.
En una estupenda interrelación, las montañas continuaron su impulso ascendente al mismo ritmo que seguían las fuerzas erosivas en su labor destructora. Si a las montañas se les hubiera permitido crecer sin ningún impedimento, habrían podido alcanzar alturas de seis mil metros; tal como se desarrollaban las cosas, el sistema de equilibrios las mantuvo a una altitud indeterminada, que quizá no llegase a superar los mil o mil doscientos metros, y luego, por alguna causa, se interrumpieron las presiones elevadoras y, en el curso de un período de cuarenta millones de años, la formidable cordillera se vio segada por la erosión hasta quedar absolutamente llana, sin que sobreviviera un solo pico como recuerdo de lo que había sido uno de los relieves orográficos más extraordinarios de la Tierra. Las fantásticas Rocosas Ancestrales, obra maestra paisajística, desaparecieron, las rocas que las componían quedaron reducidas a cascotes, que se diseminaron por las cada vez más extensas praderas del oeste de Colorado, Kansas y Nebraska. Montañas que dominaron aquella geografía se convirtieron en simples guijarros.
Después, como si fuera cuestión de aislar o eliminar todo indicio de su existencia, el terreno sobre el que se habían levantado, fue sumergido espasmódicamente, a lo largo de un lapso de ochenta a noventa millones de años, durante los períodos jurásico y cretáceo, la era de los dinosaurios. Arcilla, arena y materia sedimentaria fueron transportadas allí por los ríos que desembocaban en el mar interior, se filtraron poco a poco hasta el fondo, silenciosamente, en la oscuridad, y se acumularon en forma de suaves estratos. Pero con el transcurrir del tiempo, el peso del agua y el aplastamiento de la materia sedimentada, ésta se fue solidificando gradualmente y formó capas de roca de centenares de metros de espesor. Así, las raíces de la una vez gran cadena montañosa quedaron borradas, como si las fuerzas que primero levantaron los montes hubiesen cambiado después de idea, los eliminaran y enterrasen por último toda prueba de su existencia.
Resulta esencial comprender el significado del tiempo. Cuando una montaña de tres mil metros de altura se desvanece en el curso de un período de cuarenta millones de años, ¿qué es lo que ha pasado? Que cada millón de años ha perdido setenta y cinco metros, lo que equivale a una pérdida de siete centímetros y medio cada milenio. Pérdida que anualmente sería minúscula e imposible de detectar mientras estuviera produciéndose.
Este ritmo extremadamente lento no excluye catástrofes ocasionales, como terremotos o inundaciones, susceptibles de englobar en una convulsión las pérdidas de un milenio. Ello no quiere decir que los cascotes pudieran ser acarreados fácilmente. Aquellas montañas cubrían una extensa región, e incluso una pérdida tan nimia, en el caso de aplicarse a toda la zona, necesitaría una enorme actividad fluvial para llevarse de allí toda la materia arrancada por la erosión.
Subsiste el hecho de que una inmensa cordillera desapareció.
Puesto que esto parece una acción pródiga, un derroche extraordinario de movimiento y material, es aconsejable hacer una advertencia. Las rocas que fueron elevadas desde las profundidades del globo para formar las Rocosas Ancestrales se habían utilizado con anterioridad en la construcción de otras cadenas montañosas cuyo rastro se ha desvanecido ya. Cuando aquellas sierras antecesoras cayeron víctimas de la erosión, las materias que las componían se depositaron en grandes depresiones, situadas sobre todo hacia el oeste.
La Tierra era más bien como un hombre prudente conocedor de que dispone de una vida de duración más o menos restringida y de una cantidad determinada de energía. Empleándolas sabiamente, conservándolas en lo posible, puede disfrutar de una existencia larga y útil; pero, por mucha prudencia que aplique, no escapará a la muerte final. La Tierra utiliza sus materiales con extraordinaria destreza y no desperdicia nada; remienda y vuelve a modelar. Pero no cesa de gastar continuamente un poco de calor y al final -un día imprevisible, dentro de miles de millones de años-, el fuego disminuirá y la Tierra, como el hombre, morirá. Entretanto, sus recursos se conservan.
Mientras las Rocosas Ancestrales desaparecían, un suceso que iba a tener consecuencias visibles hoy en día estaba alcanzando su punto culminante en la costa oriental de lo que más adelante se conocería con el nombre de Estados Unidos. La época podría calcularse en unos doscientos cincuenta millones de años atrás; durante los períodos precedentes, remitiéndose a un pasado remoto, se estuvo desarrollando un proceso constructivo de espléndida complejidad. En las profundas depresiones oceánicas, al este de la ribera en plena deriva, montañas antiquísimas y prehistóricas habían depositado sedimentos que se acumularon a enorme hondura; en algunos puntos, tales sedimentos tenían doce mil metros de espesor. Con el transcurso del tiempo y a causa de la inmensa presión, se convirtieron, naturalmente, en roca. Impulsión y compresión, encumbramiento y hundimiento habían aplastado esas rocas, dándoles formas contorsionadas.
Todo estaba a punto, había sonado la hora para que se iniciase una etapa en el curso de la cual las rocas se elevarían para constituir una cadena montañosa. Ocurrió el acontecimiento al empezar a moverse despacio, hacia el oeste, la placa subterránea sobre la que descansaba la corteza que luego se convertiría en parte del continente de África. Con el tiempo, la migración de esta placa se hizo tan decidida -y acaso se viera acompañada por un movimiento semejante de la placa americana oriental- que el choque violento resultó inevitable. El antecesor del océano Atlántico sufrió una presión exprimidora tan severa que fue eliminado por completo. Los continentes entraron en contacto, de forma que los seres vivos que existían entonces pudieron ir y volver de América a África, trasladándose por vía terrestre.
Mientras continuaba la inexorable colisión, tuvo que producirse algún dislocamiento a lo largo de los bordes que soportaban lo más pesado de la carga. Parece harto probable que el borde de la placa africana se inclinase hacia abajo y que sus componentes roquizos volvieran a la corteza y quizá se integrasen incluso, de nuevo, en el manto. Sabemos que el borde de la placa americana se vio impulsado hacia arriba para originar los montes Apalaches, no unos Apalaches ancestrales, sino las raíces de las mismas montañas que contemplamos hoy.
Al cabo de unos veinte millones de años de crecimiento uniforme, los Apalaches se irguieron como una considerable cordillera más de lo que había sido la de las Rocosas Ancestrales. Constituían, con toda certeza, uno de los macizos montañosos más impresionantes del planeta, con una altitud de millares de metros.
Inevitablemente, en cuanto empezaron a emerger, se inició el proceso de fragmentación. Primero se agrietaron y separaron las placas continentales, y África y las Américas comenzaron su deriva hacia las posiciones que ocupan hoy. Empezó a formarse el océano Atlántico, tal como lo conocemos actualmente, y sus acusados desniveles proporcionaron un buen depósito para la captación de rocas y sedimentos erosionados en las alturas. Los volcanes entraban en actividad y, a intervalos, se producían enormes fracturas, lo que permitía que amplios segmentos de la cordillera se elevasen, mientras otros bajaban.
Ya cien millones de años atrás, los Apalaches -sólo un truncado vestigio de su grandeza original- empezaron a adoptar su configuración presente; ello quiere decir, pues, que constituyen uno de los rasgos geográficos más antiguos de los Estados Unidos. Por aquel entonces, los Apalaches no sufrían competencia alguna por parte de las Montañas Rocosas, porque esta cordillera aún no había emergido; a decir verdad, la mayor parte de Norteamérica, desde los Apalaches hasta Utah, no era más que un inmenso océano, del que no ascendería la tierra sustancial hasta mucho después.
Los Apalaches no desempeñan más papel en esta historia -salvo por el hecho de que un obstinado alemán que se había criado en sus laderas montó en su "Conestoga" y se puso en camino hacia el oeste para llegar a Centenario y establecerse allí-, y en su condición actual parecen insignificantes al comparárseles con las Rocosas. Ya no son altos, no constituyen ningún paisaje memorable, no dominan grandes praderas, y están empobrecidos en lo que se refiere a minerales como oro y plata. Pero son los heraldos majestuosos de la tierra norteamericana; cumplieron una finalidad importante con mucha anterioridad a la existencia del hombre y luego se mantuvieron como nobles reliquias, dispuestas a proporcionar hogar al hombre, cuando éste llegase. Son montañas de destino antiguo y moverse entre ellas equivale a establecer contacto con un período notable de la historia de Norteamérica.
Si se citan aquí los Apalaches es para aportar el debido contrapeso a los importantes sucesos que iban a producirse en el Oeste. Hace cosa de setenta millones de años, gran parte de la región occidental de Norteamérica yacía sumergida bajo un mar considerable y, de haber persistido esta configuración, la zona oriental de los Estados Unidos no habría pasado de ser una isla semejante a Gran Bretaña, pero dominada por los Bajos Apalaches.
Pero bajo la superficie del mar interior se incubaban acontecimientos trascendentales. El peso conjunto del agua y las materias sedimentarias, que ejercía su presi6n sobre una zona de cuenca relativamente débil, coincidió con un acceso ascendente de magma del manto. Como había ocurrido con anterioridad, esas presiones magmáticas de las profundidades impulsaron hacia arriba enormes bloques del lecho y curvaron los estratos rocosos más flexibles, levantándolos por encima de la litosfera hasta que estuvo erigida una masiva cadena montañosa. La cordillera, que iba desde el norte del Canadá hasta casi los límites de México, era más larga y ¡mis ancha de lo que fueron las Rocosas Ancestrales y estaba situada algo más al este. Sus elevaciones principales se alzaban a gran altura y, al ser impulsadas hacia arriba aquellas zonas, el mar interior se desecó.
La cadena de montañas se componía en parte de roca utilizada anteriormente en las Rocosas Ancestrales -razón por la cual sabemos tanto acerca de aquellos montes antiguos que nunca hemos visto- y constituyó una de las formas estructurales más importantes del mundo, condición que aún conserva.
Por lo tanto, las Rocosas son muy jóvenes y jamás se las debería considerar arcaicas. Se encuentran aún en período de desarrollo y erosión y nadie puede imaginar hoy qué aspecto presentarán dentro de diez millones de años. Tienen la extravagante hermosura de la juventud y el encanto de la adolescencia, y son montes dignos de amor.
Su historia es razonablemente clara. No todas nacieron como consecuencia del levantamiento de un bloque de lecho, ya que determinadas montañas se elevaron al ser comprimidas hacia arriba por inmensas fuerzas que actuaban lateralmente. Es posible que otras se alzasen como resultado de algún movimiento de la placa norteamericana, y contamos con pruebas evidentes de que ciertas montañas de la parte sur se configuraron mediante una acción espectacular.
Hace aproximadamente sesenta y siete millones de años, estalló en todo Colorado una actividad volcánica de intensidad y envergadura considerables. Mientras las montañas ascendían, la corteza se agrietaba y permitía a la lava subir en grandes cantidades hasta la superficie. Las corrientes de lava fueron extensivas, pero también ocurrió lo mismo con las explosiones de ceniza gaseosa, que a veces se acumulaba a una profundidad de varias decenas de metros, comprimiéndose en sí misma hasta formar por último una roca que todavía existe.
Especialmente aterradoras eran las inmensas nubes de materia gaseosa que se desplazaban hacia el este, con temperaturas internas que alcanzaban varios millares de grados. Dondequiera que pasaran, consumían el oxígeno hasta su agotamiento total y, cuando su temperatura descendía, las nubes se desplomaban también. Su contenido se solidificaba entonces, para formar roca cristalina. Cualquiera de tales nubes producía la suficiente materia como para alfombrar amplias zonas hasta una profundidad de dos metros y pico. En otras áreas, se formaron lagos que después cubrieron y condenaron las corrientes de lava procedentes de campos volcánicos.
Ahora llegamos por primera vez al río que absorberá nuestra atención durante el resto del relato. Su nacimiento coincidió con la elevación de las Nuevas Rocosas, ya que cobró forma y vida para canalizar las aguas producto de la lluvia y de la nieve fundida en las alturas. Durante millones de años, no fue el río predominante en la región; la verdad es que cinco corrientes fluviales competidoras dirigían su cauce al este de las Rocosas y sus lechos, abandonados muchos años ha, aún se distinguen en los sequedales. Perdieron su identidad a causa de cierto rasgo específico; un brazo de nuestro río empezó a cortar hacia el sur, a lo largo de la orilla de la cordillera y, con ello, captó uno tras otro a los ríos competidores, hasta que todos ellos dejaron de deslizarse en dirección este, como corrientes individuales, y se fundieron para formar el Platte.
Cuando las Rocosas eran más jóvenes y, en consecuencia, más altas que hoy, el río debía de tener unas proporciones respetables, cosa deducible por la cantidad de materiales que era necesario acarrear. La zona cubierta por sus depósitos tendría unos quinientos quince kilómetros de longitud y unos doscientos veinticinco de anchura. Según el espesor de la cobertura, el río tuvo que transportar más de veintinueve millones de metros cúbicos de cascajo.
En aquellas fechas iniciales, era amplio y turbulento, capaz de llevarse por delante peñascos enormes que desintegraba en fragmentos de gran capacidad de corte, aunque su carga principal eran arenas y materiales sedimentarios. Su corriente resultaba irregular; a veces, las aguas se extendían en una anchura de ochenta kilómetros a través de las planicies; durante períodos prolongados, se limitaría a un solo canal. Durante aquellos años, se aplicó de modo continuo a su tarea de construir las llanuras centrales de Norteamérica.
Hace alrededor de cuarenta millones de años, el proceso constructivo se vio auxiliado por un suceso cataclísmico. Hacia el sudoeste, un grupo de volcanes entró en actividad y sus erupciones fueron tan violentas que la ceniza volcánica surcó el cielo en una longitud de ochocientos kilómetros, mantenida en las alturas por enormes huracanes. Tras ennegrecer el cielo a su paso, la ceniza tapizó luego la zona sobre la que caía. Quizás en algún punto estalló un volcán entero, originando una superexplosión y dominando el éter con su carga de fuego y lava; las erupciones prosiguieron a lo largo de un período de quince millones de años y la ceniza que se abatió sobre Colorado alcanzó un espesor de centenares de metros. Mezclada con arcilla, formó una de las principales rocas de la región.
Resulta difícil comprender la violencia imperante en ese período. Veintitrés volcanes conocidos operaban en Colorado, algunos de los cuales eran mucho mayores que el Vesubio o el Popocatepetl. Evidentemente, no podían estar en erupción constante; tuvo que haber prolongados espacios de inactividad, pero parece probable que actuasen, al menos algunos, de modo más o menos concertado, movidos por una agitación común dentro del manto. Depositaron una increíble cantidad de roca nueva, que en conjunto sería del orden de los sesenta millones de metros cúbicos.
Centellearían a través de las noches, con relampagueos fantasmales que iluminaban las llanuras y montañas que estaban creando. En ocasiones, auspiciaban movimientos sísmicos y luego, por alguna razón misteriosa, posiblemente porque el magma fundido estaba exhausto, murieron, uno tras otro, hasta que no quedó ni un solo volcán activo en toda la región; sólo las claramente definidas calderas que permanecen todavía para señalar esta edad de violencia.
Aproximadamente quince millones de años atrás, la zona experimentó una dislocación masiva, en el curso de un proceso que duró diez millones de años. Toda la porción central de Norteamérica sufrió un levantamiento conjunto. Acaso la placa continental se viera sometida a un reajuste importante o quizá se produjese una alteración en gran escala dentro del manto. De cualquier modo, la cuestión es que las superficies se elevaron, tanto las montañas y valles del oeste, como las planicies bajas del este. Colorado se remontó hasta su altitud actual. Ríos como el Missouri, cuyo curso se deslizaba entonces hacia el norte, en dirección al océano Ártico, empezaron a tomar forma, y los perfiles del continente norteamericano adoptaron su presente configuración. Muchos acoplamientos ulteriores, de naturaleza secundaria, se producirían después -por ejemplo, en aquella época, América del Norte y América del Sur aún no se habían juntado-, pero las formas que conocemos ya eran perceptibles.
Hace cosa de un millón de años, la Edad del Hielo empezó a alargar sus dedos rapaces hada el sur, desde el casquete polar del norte. A causa de complejos cambios climáticos, tal vez desencadenados por variaciones en el contenido de anhídrido carbónico de la atmósfera terrestre o por acumulaciones de polvo volcánico que interceptaron las radiaciones térmicas solares, que de no ser por ello hubiesen llegado a la Tierra, monumentales láminas de hielo empezaron a acumularse en puntos donde nunca las hubo.
Los glaciares que invadieron América del Norte avanzaron tanto hacia el sur y fueron tan densos que cercaron aguas que normalmente pertenecían a los océanos, lo cual provocó que tierras ribereñas sumergidas durante los millones de años anteriores quedasen entonces expuestas al aire. El gran glaciar occidental no acabó de llegar a Centenario; se detuvo a alguna distancia, al norte. Pero en las elevaciones superiores de las Nuevas Rocosas, se formaron pequeños glaciares que llenaron los valles y, cuando descendieron lentamente a los niveles inferiores, excavaron a su paso el fondo de tales valles y labraron las rocas enhiestas, por lo que gran parte de la belleza de las Nuevas Rocosas es obra inicial de los glaciares.
Llegaron a las montañas a intervalos espaciados y el primero con cierta importancia apareció hace unos tres millones de años; el último, sólo quince mil años atrás. Pero, naturalmente, en elevadas y frías altitudes, como las cúspides de las Nuevas Rocosas, persistieron pequeños glaciares que todavía existen.
Al fundirse, los glaciares de montaña produjeron cantidades sin precedentes de agua, que crearon avenidas de proporciones gigantescas. Descendieron con implacable velocidad y sumergieron ríos tradicionales, obligándolos a multiplicar su anchura en muchos metros. Grandes cantidades de detritos fueron arrancadas de las montañas y arrastradas hacia abajo, materiales de agudas aristas y bordes cortantes, y fue esta mezcla de aguas caudalosas y rocas afiladas lo que allanó las tierras de la parte oriental.
A veces, en las alturas de las Rocosas el glaciar levantaba una barrera temporal de hielo y piedras, detrás de la cual se formaba un enorme lago. Su existencia se prolongaba allí durante décadas o siglos. Luego, un día, se escuchaba un violento crujido al agrietarse el dique, y las aguas del lago se precipitaban, rugientes, constituyendo una riada de varios kilómetros de amplitud que, cuando irrumpía en algún desfiladero angosto, se transformaba en devastador proyectil líquido, disparado con fuerza terrorífica, el cual aniquilaba a todo ser vivo y arrancaba enormes peñascos a los muros de la cañada, antes de desembocar por último en las planicies.
Una vez allí, alcanzaría el río. La muralla hídrica se extendía en amplio abanico a través de las llanuras, engullendo el río y sus afluentes. Entre remolinos, estruendo, agitación y retorcimientos, lo barría todo a su paso, rumbo al este, accionando sus feroces garras acuáticas. En el espacio de una tarde, semejante avenida podía llevarse por delante depósitos que necesitaron diez millones de años para acumularse.
El río configuró la topografía del terreno; el río la arrolló después. El río colaboraba de forma activa en el interminable ciclo de formación, desgarro y reconstrucción, utilizando los mismos materiales una y otra vez. Fue, y siempre lo sería, la alborotadora, indisciplinada y violenta arteria vitalizante.
Las características principales de la comarca extendida en torno a Centenario se encontraban ya bastante bien determinadas y poco queda por añadir. Sin embargo, había cuatro puntos especiales que, aunque su importancia en el gran esquema general de las cosas no fuese grande, estaban destinados a ser otros tantos ejes alrededor de los cuales girará la presente historia.
El primero de ellos era una escarpadura de creta de disposición norte-sur, situada a unos cuantos kilómetros al noroeste de Centenario. Sus componentes básicos se establecieron allí durante el período en el que las Rocosas Ancestrales fueron desintegradas y proyectadas al mar, cosa que tuvo efecto hace unos doscientos setenta millones de años. En el fondo de ese océano, inmensos estratos de piedra caliza se fueron acumulando en capas llanas, una encima de otra, como láminas de papel en un rimero. Esta caliza era infinitamente más antigua que las Nuevas Rocosas y constituye otro ejemplo adicional del modo en que la Tierra utilizaba sus materiales, quebrantándolos, acumulándolos, conservándolos y volviéndolos a presentar en una nueva forma.
Durante unos cien millones de años, ese lecho de piedra caliza permaneció horizontal, a veces expuesto al aire, pero normalmente en el fondo de algún océano. Después, la turbulencia interna del manto impulsó la zona hacia arriba, colocándola tan alta como algunas montañas. En cuanto alcanzó su posición elevada, sufrió los efectos de un descomunal accidente: una gran falla contorsionó la superficie del terreno, hundió la zona y cuarteó la piedra caliza a lo largo de su eje norte-sur. La parte oriental descendió cosa de veinticinco metros por debajo de su nivel anterior, mientras que la mitad occidental se levantó unos seis metros más, formando un risco blanco de alrededor de treinta metros de altitud.
Allí se irguió, hace ciento treinta y seis millones de años, un risco blanco de creta, con un bosque en su altiplanicie y una gran ciénaga a sus pies, dispuesto para presenciar los dramáticos incidentes que iban a ocurrir en sus márgenes.
El segundo lugar era un valle de montaña situado a moderada altura, al oeste de Centenario y ligeramente hacia el sur. Un arroyo se deslizaba a lo largo del valle, antes de desembocar en el río; había sido el factor que originó la existencia del valle. Éste no tenía nada de antiguo, ya que se creó en el curso de las últimas etapas de la formación de la montaña; no podía tener más' de cuarenta millones de años, pero durante su corta vida fue siempre un paraje de excepcional belleza.
Su curso corría casi al este y al oeste y su longitud era sólo de unos cuantos kilómetros. Empinadas laderas de montañas flanqueaban sus orillas y lo cercaban; no era muy ancho, las paredes de los montes tenían una separación de kilómetro y medio, y su desnivel resultaba más bien suave, con el extremo más alto ubicado en el oeste. Más que expansiva, su belleza era de piedra preciosa.
Experimentó pocos cambios durante su existencia. Había nacido en una elevación de sólo mil doscientos metros, pero el impulso ascendente que se produjo hace quince millones de años lo remontó hasta una altura de tres mil metros. La subsiguiente erosión lo hizo descender a dos mil cuatrocientos, lo bastante como para posibilitar uno de los rasgos que lo hicieron memorable.
En la pared norte, que naturalmente recibía el sol, brotó y se desarrolló una densa alameda que puso alegre animación en el lugar. Los árboles anunciaban la llegada de la primavera, cuando ésta se disponía a aparecer, y sus pequeñas hojas verdes y grisáceas brillaban al acariciarlas los rayos solares. En el verano, las hojas eran exquisitas, unidas a las ramas de una manera muy peculiar que les permitía aletear libre y constantemente; el más leve soplo de brisa hacía estremecer todo aquel conjunto de álamos temblones, de forma que, a veces, la pared norte del valle daba la impresión de estar bailando. Era en otoño, no obstante, cuando los álamos alcanzaban su verdadera magnificencia, porque entonces cada una de las hojas adquiría un tono áureo luminoso y todo el árbol semejaba un estallido de maravilla vibrante. Durante el otoño, el valle era un paraje de hermosura sin par en todo el continente.
Pero, curiosamente, el valle tomaría su nombre de una especie de árbol muy distinta, que se arracimaba en la oscura pared sur, donde el sol no llegaba. Eran coníferas. Había muchos tipos de conífera en las Nuevas Rocosas; pueden considerarse árbol simbólico de la región, pero la que crecía en este valle era distinta, porque su color no era verde, sino de un espectacular tono azul. Era la picea azul, un árbol de proporciones dignas y espléndida tonalidad. Alcanzaba mayor altura que su vecino del otro lado de la corriente y tenía también más corpulencia. Y no era caducifolio, por lo que al final del otoño, cuando el álamo temblón se quedaba desnudo, desaparecidas una tras otra todas sus hojas doradas, la gloria de la picea azul rutilaba con luz propia. En el invierno, cuando la nieve cubría los abietáceos, dejando al descubierto tan sólo algunos trozos de enramada azul, el valle constituía un paraje de ensueño, tan tranquilo y encantador que hasta los animales transeúntes se refugiaban instintivamente en él. A lo largo del equilibrio del año, las altas piceas mostraban un colorido noble, que iba desde el azul blanquecino hasta el definido añil.
En tiempos históricos, al lugar se le bautizó con el nombre de Valle Azul. Era un marco notable, proporcionado en todas sus cosas. No se encontraba entre lo más alto de las montañas, ni se escondía en el fondo. Su corriente contaba con bastante volumen acuático, pero nunca fue turbulenta y, aunque a veces la nieve cubría el suelo del valle, raramente caía de modo tan intenso como para que el propio valle resultase inaccesible. Bajo ninguna circunstancia hubiera llegado a ser importante este delicioso valle, con sus árboles dorados y azules, pero dos acontecimientos se encargaron de que alcanzase renombre.
En cuanto empezó a formarse hielo permanente en los valles montañosos más altos, ya sólo fue cuestión de tiempo el que algún glaciar introdujese su hocico gélido en el Valle Azul. Finalmente, ocurrió lo inevitable y el frente del glaciar excavó los suelos del fondo, amplió la base del valle y barrió las laderas de las montañas que lo encerraban. Como es lógico, todos los árboles del valle fueron destruidos, pero siglos después, cuando el hielo retrocedió, los árboles renacieron y volvieron a establecerse allí como si nada grave hubiese interceptado su desarrollo, y el valle resultó entonces mucho más agradable de lo que fue antes, ya que el glaciar abrió un espacioso prado, cubierto de álamos temblones en la orilla norte y cuajado de piceas azules en la parte sur.
Ulteriores glaciares ensancharon el prado y volvieron a cambiar de sitio las rocas. Cada uno de ellos mutiló los árboles, pero con esa magnífica determinación que tan característica es de su naturaleza, volvieron a crecer y, hacia el año 15000 antes de Cristo, el valle había asumido ya su aspecto actual y era un paraje de incrementada belleza.
El segundo acontecimiento sucedió mucho antes de que los álamos temblones y las piceas azules confiriesen al lugar el carácter que tiene, y para comprenderlo debemos retroceder mucho en el tiempo. Aproximadamente treinta y cinco millones de años atrás, una presión muy profunda en el manto impulsó cantidades relativamente pequeñas de magma líquido, obligándolo a explorar las capas superiores, a temperaturas muy altas.
Ese magma líquido buscó cualquier punto débil que presentase la estructura de la roca y se sintió especialmente inclinado a introducirse por las grietas y fisuras donde los planos se adosaban, ampliándolas y llenándolas hasta cubrir el resquicio más remoto. Esto ya había sucedido a menudo en ocasiones anteriores, como puede observarse en cualquier acumulación de roca montañosa: invariablemente, la piedra mostrará los puntos por donde la materia ígnea penetró en los intersticios. Es algo que ocurrió en lugares de todo el planeta.
Lo que da a esta incursión carácter excepcional es el hecho de que el flujo de magma que nos ocupa contenía un alto porcentaje de materias minerales, algunas de ellas en estado puro, y galena, plata y cobre llenaron las hendiduras. La roca líquida que se deslizó en la gran chimenea del subsuelo del Valle Azul contenía una gran proporción de oro sin mezcla.
El extremo superior del invadido conducto quedaba a sólo veintisiete metros por debajo de la superficie del valle, a lo largo de su flanco norte. Durante cerca de cuatrocientos metros, descendía en un ángulo de cuarenta grados. No era una chimenea grande y, por lo tanto, no podía incluir lo que se dice una cantidad fantástica de oro, pero ésta era bastante sustancial y llenaba todos los resquicios.
Permaneció más de treinta millones de años sin que nada lo alterase. Cuando la zona se elevó, la chimenea se elevó también. Cuando se produjeron fallas de menor cuantía, fue ajustándose a ellas. Y cuando el terreno descendió, el conducto dorado bajó asimismo, todavía acomodado bajo la orilla norte del arroyo. Con el tiempo, las raíces de los áureos álamos temblones formaron una red encima de la chimenea.
Cuando el primero de los grandes glaciares invadió el valle, le despojó de unos quince metros de cubierta protectora del extremo superior de la chimenea, pero no se produjo ningún otro cambio. Cada uno de los glaciares sucesivos fue arrancando un poco más de aquella protección, hasta que llegó el último. En determinado momento, alrededor del año 15000 a. c., ese último glaciar arrambló con el suelo, profundizando hasta casi dos metros en la chimenea, y diseminó el oro que contenía el tubo, oro que se esparció por el fondo de la corriente a lo largo de unos doscientos metros de distancia.
El mismo glaciar, naturalmente, depositó grava sobre la expuesta boca del conducto, como para que no resultase fácil detectarla y se mantuviesen ocultas las pepitas de oro que reposaban en el lecho del arroyo. Después volvieron los árboles y el oro quedó enterrado nuevamente, pero, al llegar el otoño, cuando giraban las hojas de los álamos temblones, el valle era doblemente dorado.
El tercer punto llamaba la atención, fuera cual fuese la dirección desde la que se le mirase; pero a pesar de ser llamativo y espectacular, lo que resultaba característicamente importante en él estaba oculto y no lo conoceremos hasta más adelante.
Hace unos sesenta y cinco millones de años -poco después de que surgieran las Nuevas Rocosas-, la corriente fluvial empezó a arrastrar un extraordinario volumen de roca, grava y arena que depositó en densa capa sobre las lisas planicies del Este. Hemos observado con anterioridad este fenómeno, por lo que no es necesario insistir sobre el caso, salvo para señalar que en el lugar al que nos referimos, un emplazamiento situado al norte de Centenario, un poco desviado al este, el depósito llegó a alcanzar más de sesenta metros de espesor.
Cuando este proceso quedó concluido, hace treinta y ocho millones de años, las planicies orientales estuvieron así rematadas, entremezcladas armoniosamente con las estribaciones de las Nuevas Rocosas, creando una extensión encantadora que prolongaba su ininterrumpida belleza varios centenares de kilómetros, y adentrándose en Nebraska y Kansas. Esta simetría no perduró, ya que las Nuevas Rocosas experimentaron un levantamiento masivo que las elevó por encima de la extensión suavemente ondulada. Como resultado de ello, el río descendió ya en pendiente más pronunciada, desde lo alto de las montañas, cargadas, sus aguas con multitud de rocas cortantes. Su curso se agitaba en dirección este y, durante doce millones de años, dominó los montes bajos, a los que fue cercenando, y arañó los montículos, para depositar en las llanuras nuevas capas de suelo que se caracterizaban por su contenido roquizo e infértil.
El gran mar interior que un tiempo señoreó aquella zona se había desvanecido largos años atrás, por lo que la formación de esta nueva roca tuvo que efectuarse a cielo abierto. El río se encargaría de acarrear los depósitos, que se extenderían en abanico. El sol y el viento ejercerían su acción sobre ellos y nuevos depósitos los cubrirían. Poco a poco, dispares componentes empezaron a solidificarse y, cuando se acumularon encima formas más pesadas, las del fondo se integraron para constituir conglomerados.
De un año para otro, las planicies fueron elevándose, un poco más estables sobre su base. Hace aproximadamente once millones de años, recibió la aplicación de los toques de acabado, cuando una piedra arenisca la tapizó sellando toda la región. Esta última roca tenía una característica peculiar: en el lugar del que estamos hablando, al norte de Centenario, se produjo alguna variación en el cemento que mantenía aglomerados los elementos granulares. Era distinto del cemento que actuaba en las regiones próximas y quizá se había formado a base de la ceniza volcánica que el viento arrastró hasta allí; sea como fuere, creó una capa impermeable de roca que protegió después la piedra arenisca, más débil, que reposaba debajo.
Por fin, la inmensa tarea de formación estuvo terminada. Desde el período en que las Nuevas Rocosas soportaron el levantamiento secundario, unos cien metros de tierra y roca sólida permanecieron extendidos, resguardados bajo la capa de roca, y si un observador se hubiese encontrado allí en aquellas fechas, cabría disculparle el llegar a la conclusión de que lo que presenció entonces, hace ocho millones de años, constituía la estructura definitiva de las planicies.
Pero el río continuaba decidido a ser él quien determinase el aspecto que presentaría la superficie del terreno y, una vez más, empezando hace ocho millones de años, descendió de las montañas con fulminante velocidad y entre remolinos cortantes, para desparramarse luego a través de las llanuras. Estaba empeñado en una tarea ciclópea, la de eliminar hasta el último vestigio de la enorme cantidad de tierra que habían aportado las Nuevas Rocosas. En algunos puntos, tuvo que retirar hasta trescientos metros de carga; en amplias zonas extensivas, tuvo que excavar y llevarse el material de cobertura en una profundidad de por lo menos cien metros. Pero lo consiguió… salvo en lo que se refiere a aquella capa de roca extradura que protegía su monolito.
El monolito resistió el ímpetu furibundo de los agitados torrentes que descendieron de las montañas y el relampagueo convulsivo de las riadas que inundaban la pradera después de un diluvio tempestuoso. Cubría una superficie no mayor de cuatrocientos metros de longitud y doscientos de anchura, pero aguantó con éxito todos los asaltos del río. Durante millones de años, ese extraño y solitario monolito mantuvo su integridad.
Las capas de piedra arenisca de los alrededores empezaron a quebrantarse y, cuando hubieron desaparecido, el río no tuvo dificultad alguna en acabar con las zonas más suaves que antes protegía la arenisca. Los vientos colaboraron también; las aguas resultantes de la fusión del hielo ocasionaron el daño correspondiente; y, a medida que transcurrían los eones, el río completó la tarea: todos los restos de tierra depositada por las Nuevas Rocosas fueron arrastrados lejos de allí, con la excepción del solitario monolito.
Quedaron dos pilares, a unos cuatrocientos metros de distancia, ambos de forma un tanto alargada; el occidental medía más de ciento cincuenta metros de longitud y sesenta y cinco de anchura, el oriental sólo ciento quince de largo y sesenta de ancho. La columna occidental era más alta, se erguía cosa de cien metros por encima de su frontón; la oriental, sólo ochenta y cinco.
Aquellos dos centinelas de las planicies eran algo extraordinario. Visibles en muchos kilómetros de distancia, desde cualquier dirección, guardaban un imperio yermo y silencioso. Constituían las únicas reliquias restantes de la vasta planicie que depositaron las Nuevas Rocosas; cada palmo de terreno que aquellos centinelas custodiaban tenía una existencia cuyo nacimiento se remontaba a una época remota, anterior a la creación de las montañas.
Resulta un tanto embarazoso mencionar el cuarto paraje especial, después de sacar a colación esta serie de riscos fracturados, valles enriquecidos por el oro y altos monumentos de integridad; pero once mil años atrás, cuando los rasgos principales de la zona de las Nuevas Rocosas ya llevaban largo tiempo determinados y el aspecto del terreno era muy semejante al que presenta hoy, una corriente pequeña, fangosa y errabunda fue a integrarse en el río, exactamente donde con posterioridad estaría Centenario. Llegaba del norte y, en su día, debió de ser un eficaz agente colaborador del río padre en la tarea de barrer los cascotes despedidos por, las montañas. Era una corriente insignificante, que llevaba poquísima agua y que tenía más de conducto de desagüe que de arroyuelo.
Pero en su orilla occidental, no lejos del punto donde desembocaba en el río, sus dedos exploratorios habían penetrado recientemente en una bolsa de piedra soluble que se encontraba a unos dos metros por debajo de la superficie del terreno. Formó allí una gruta secreta de un metro ochenta de longitud y sólo ciento veinte centímetros de anchura. A duras penas se hubiese advertido su existencia, a no ser por un dramático suceso que, relacionado con ella, ocurriría en esa concavidad natural, once mil años después de que la crease el serpenteante arroyo.
Y así se estableció el escenario. Mil setecientos millones de años de actividad, incluida la formación de por lo menos dos altas cadenas montañosas y el alumbramiento de extensos mares, produjeron un terreno que ya estaba dispuesto a recibir seres vivos.
No es una tierra hospitalaria, como la que se halla más al este, en Kansas, o la de las proximidades de los Apalaches. Es pobre, arenisca y dura de trabajar. Carece de una capa superficial adecuada para el arado. Está desprovista de árboles y no ofrece ninguna clase de abrigo. Una familia podría recorrer esta comarca durante semanas, sin encontrar madera suficiente para construir una casa.
No dispone de agua… ¡Dios mío, a qué extremos llega la falta de agua! En Centenario, la precipitación acuosa es sólo de doscientos milímetros anuales, cuando cualquier agricultor sabe que, para producir trigo o maíz, incluso el de peores condiciones, se necesita un mínimo de trescientos cincuenta milímetros. Las temperaturas extremas pueden ser insoportables, desde los cuarenta y cinco grados centígrados en agosto, hasta más de quince bajo cero en febrero.
Es una tierra sometida a los más extravagantes caprichos de la naturaleza. A veces transcurre una veintena de años sin que apenas caigan unas cuantas gotas de lluvia, de forma que las cosechas se pierden y la sociedad organizada se ve en peligro. A intervalos de sesenta o setenta años, vientos imprevisibles azotan las praderas, dejando exhausta la tierra y todo cuanto en ella crece. Tormentas de arena más violentas que huracanes y todavía más persistentes barren la región durante meses, llenando de polvo todos los resquicios. Por si esto fuera poco, en ocasiones inesperadas y por motivos inexplicables, gigantescas plagas de langosta brotaban de súbito, llegando desde el oeste y oscureciendo el cielo durante tres o cuatro días seguidos. Hervían en el aire, ocupando una extensión más amplia que las nubes de tormenta y, de vez en cuando, a su capricho, descendían y devoraban todo lo verde que hallaban a su paso. Luego volvían a remontarse, reanudaban misteriosamente su vuelo, aterrizaban y comían unas cuantas veces más y, por último, se desvanecían tan inexplicablemente como aparecieron.
Sin embargo, esta tierra tiene algo que se sale de lo corriente. En teoría, puede cultivarse. Es rica en sustancias minerales. Es la heredera de dos grandes cadenas de montañas; durante varios centenares de años, conservó depósitos remitidos por las montañas y le corresponde por derecho propio la riqueza que posee. La temporada de cultivo se presta adecuadamente a la mayoría de los productos agrarios, pues la última escarcha suele desaparecer hacia el 10 de mayo, la primera se presenta el 27 de septiembre, con un promedio de ciento treinta y nueve días libres de heladas, entre una y otra fecha, para el agricultor prudente. La regla de gobierno es sencilla.
"Si uno consigue traer agua a esta tierra, podrá cultivar cualquier producto."
"Bueno, no intentaría cosechar manzanas o naranjas, ¿verdad?"
"No, pero sólo porque eso puede hacerse mejor en otros sitios."
¿Maíz y trigo? Magníficos. ¿Sorgo? El mejor. ¿Hortalizas? Inmejorables.
"Como digo, uno puede cultivar cualquier cosa. Pero hay dos que se crían aquí mejor que en ningún otro punto de la Tierra."
"¿Cuáles son?"
"Melones de todas clases. La que usted diga. Y grandes remolachas azucareras, jugosas y estupendas."
El suelo clama pidiendo agua. La zona más pelada y desértica, incluso las mustias tierras que circundan los dos pilares, florecería como un jardín si fuese posible llevar agua allí para regarlas. En consecuencia, el problema crucial de ese terreno lo constituirá el esfuerzo del hombre para conducir líquido elemento a esa comarca intratable. Si logra hacerlo, si llega a conseguirlo, tendrá un paraíso a su disposición.
Y por último, está el río, una insignificancia de río, tristón y desconcertado. Casi nunca lleva gran cantidad de agua y, cuando lo hace, da la impresión de no saber a ciencia cierta a dónde ha de conducirla. Ninguna embarcación puede navegar por él, ni siquiera una canoa, con razonables garantías de seguridad. Es el blanco de más burlas que cualquier otro río del mundo y la mayor ironía de todas es.la de que precisamente se le llame río. Es un lecho arenoso, una ocurrencia tardía, un enojo inútil, una frustración y, cuando uno ha dicho todo eso, va el río y se engalla de pronto, sus aguas alcanzan una anchura de mil seiscientos metros, inunda las cosechas y cubre de desperdicios los campos de las granjas.
Su nombre es tan llano como su apariencia, el South Platte (Bandeja del Sur), pero durante cierto tiempo fue vía imperial. Era el curso fluvial de la aventura emocionante y el medio gracias al cual los aventureros vivían. Lo bastante poderoso, en un tiempo, para contribuir a la formación de un continente, ahora no pasa de ser una molestia vil y pestilente.
"Juro ante Dios que, a veces, sólo localizando los chopos que flanquean su ribera puede uno adivinar dónde está ese maldito río."
"Tiene usted razón, yesos árboles inútiles absorben más agua de la que les corresponde."
Advertencia a los editores de US. El pasado mes de abril, cuando emprendimos este proyecto, ya les di a entender, por teléfono, la posibilidad de que mis investigaciones me obligaran a extenderme y alejarme bastante del punto inicial señalado en el terreno. Lo que no podía imaginarme era hasta qué extremo iba a resultar provocativa la historia de esta pequeña ciudad, el absorbente interés que iban a despertar en mí la tierra, los animales y las personas. Y, desde luego, me era imposible prever que, para informarles adecuadamente, necesitaría comenzar por el origen del planeta.
Cuando uno afronta el problema de datar ese origen, por fuerza tiene que arriesgarse. Los datos que les he dado se basan en una edad de la Tierra calculada en 4.750.000.000 de años, cincuenta millones de años más o menos. Ésta es la última estimación específica que he conseguido descubrir y se fundamenta en los sumarios estudios de G. R. Tilton y R. H. Steiger, que efectuaron un trabajo analítico sobre el escudo canadiense, utilizando isótopos de plomo.
He consultado con los principales científicos de la Escuela de Minas de Colorado, la Estatal de Colorado y la Universidad de Colorado, quienes tienden hacia una edad algo inferior. No creo que se equivoquen mucho si emplean la edad de 4.600.000.000 de años. Puede que les resulten útiles los cálculos históricos principales:
La hipótesis que he llegado a formarme consiste en que es posible que dentro de poco tenderemos hacia una fecha próxima a los seis mil millones de años, pero no les recomendaría que volvieran la cabeza en esa dirección hasta que se hayan realizado más estudios. Mis cifras resultarán más consistentes si se ciñen ustedes a los 4.750.000.000, edad que apoyan los datos recientes aportados por la Luna.
En lo que se refiere a mis datos de los períodos geológicos clásicos, he seguido las fechas más conservadoras y generalmente aceptadas. No es probable que tengan dificultades al utilizarlas, ya que los científicos de todo el mundo aceptan, en términos generales, las fechas relativas. Ogden Tweto, máximo experto en orogenia laramide, cree que las Nuevas Rocosas empezaron a emerger hace setenta y dos millones de años, y que el proceso concluyó hace unos cuarenta y tres millones de años. Otros han preferido inclinarse por fechas de inicio situadas entre ochenta millones y sesenta y cinco millones de años atrás y de conclusión datadas hace treinta y nueve millones de años.
Pero, en lo que concierne a las relaciones específicas entre las eras geológicas, sistemas y series, no puede haber ninguna objeción lógica. El período silúrico sigue inmediatamente al ordovicense, y la época del mioceno sigue a la del oligoceno con la misma seguridad con la que el miércoles sigue al martes. No podemos establecer con certeza la longitud precisa de cada unidad y el momento en que se inició, pero sí podemos estar absolutamente seguros de las relaciones interdependientes.
Es exactamente lo mismo que si en el remoto futuro, cuando los testimonios escritos se hayan perdido, desearan los científicos determinar el momento en que comenzó el gobierno constitucional norteamericano. Supongamos que lo único de que disponen para trabajar es una placa de mármol con los nombres de los dieciséis primeros presidentes, el hecho de que Lincoln concluyó su mandato en 1865 y la ley de que el presidente se elige para un período de cuatro años.
Empleando estos datos, los científicos multiplicarían dieciséis por cuatro y restarían a 1865 la cantidad resultante; deducirían así que los Estados Unidos de Norteamérica nacieron como país en 1801, fecha demasiado tardía.
Imaginemos ahora que uno de los más perspicaces científicos descubre que Jefferson, Madison y Monroe desempeñaron la presidencia durante ocho años cada uno. Podría llegar a la conclusión de que todos hicieron lo mismo y decidir que la nación comenzó en 1737, fecha demasiado temprana.
Sigamos conjeturando: otro erudito averigua que dos generales, Harrison y Taylor, murieron poco después de salir elegidos y, por lo tanto, no deben contar en la serie. Habría así catorce presidentes nada más, cada uno de los cuales ostentó el cargo ocho años, le que daría la fecha inicial de 1773, que resulta más aproximada, pero aún distante de la verdadera, 1789.
No obstante, al margen de los conceptos erróneos que se formulasen los científicos durante su camino a través de los datos, tendrían la secuencia correcta y depurarían sus juicios. La democracia constitucional norteamericana, conforme, a esos datos, empezó en algún momento hada finales del siglo XVIII y no cabría posibilidad alguna de que hubiese comenzado a fines del XVII.
Los Apalaches eran incontrovertiblemente viejos cuando surgieron las Nuevas Rocosas; la parte central de la nación norteamericana permaneció millones de años sumergida bajo las aguas de un mar inmenso, y los volcanes del sudeste de Colorado expulsaron rocas que añadieron al terreno cerca de sesenta millones de metros cúbicos. Sobre estos materiales establecidos podemos esperar futuras depuraciones de juicio, pero no revocación. El terreno de Centenario tuvo un desarrollo que muy poco puede diferir de tal como se ha indicado.
Cualquier fragmento de Tierra -la Luna, por ejemplo puede resultar interesante por sí mismo, pero su significación primordial debe residir en la vida que sustente.
Una tarde de primavera, hacia el anochecer, ciento treinta y seis millones de años atrás, un animalito peludo, de unos diez centímetros de longitud, oteó cautelosamente desde los cañaverales bajos que crecían en la orilla del lago tropical que ocupaba buena parte de lo que iba a ser Colorado. Observaba la superficie del agua, como si esperase que alguna criatura surgiera de las profundidades, pero nada se agitó.
Entre los helechos de la izquierda se produjo cierto movimiento y, fugazmente, el animalito dirigió la vista en aquella dirección. Abriéndose paso bajo las inclinadas ramas y provocando un' ruido considerable en su desmañada aproximación al lago para beber agua, apareció un dinosaurio de tamaño medio. Caminaba sobre las dos patas posteriores y volvía el corto cuello de un lado a otro, como si temiese que anduviera por allí algún animal de mayor tamaño que pudiese atacarle.
Tendría unos noventa centímetros de altura, hasta el nivel del lomo, y no sobrepasaría el metro ochenta de longitud. Evidentemente, era un animal terrestre y se acercó al agua con sumo cuidado, sin dejar de sacudir su corto cuello con movimientos indagatorios. Al prestar tanta atención a los posibles peligros de tierra firme, olvidó la amenaza real que aguardaba en el agua, puesto que al llegar al lago empezó a bajar la parte delantera del cuerpo, para beber. En aquel momento, un tronco caído que flotaba recatadamente entre dos aguas, se puso en acción con brusco impulso hacia adelante.
Era un cocodrilo, bien acorazado con sus fuertes escamas y poseedor de poderosas mandíbulas dotadas de afilados dientes. Se precipitó hacia el dinosaurio, pero inició la maniobra con excesiva anticipación. Su calculado mordisco a la pata delantera del reptil falló por milímetros, ya que el dinosaurio se las arregló para retirarse con tal rapidez que las chasqueantes mandíbulas no se cerraron sobre el hueso de la pata, como pretendían, sino que sólo rasgaron la blanda carne que lo arropaba.
Se produjo el correspondiente sonido de carne desgarrada y un agudo graznido gutural, la respuesta al dolor por parte del lastimado dinosaurio. Luego se restableció la paz. Durante unos minutos se oyó al dinosaurio en retirada. El decepcionado cocodrilo engulló el mísero bocado de carne que había conseguido y volvió a su camuflaje de tronco de árbol. El animalito peludo retornó a su anterior preocupación, clavada de nuevo la vista en la superficie de la laguna.
Su atención estaba mal dirigida porque, mientras observaba el agua, se percató de pronto, con una oleada de terrible pánico, de la presencia inopinada de un aletear en el penumbroso cielo. En el último segundo, el animalito se arrojó tras la protección del tronco de un gingko, se aplastó allí y contuvo el aliento, mientras un gigantesco reptil volador descendía casi en picado, abierta la boca de agudos dientes, y fallaba el blanco por muy poco.
Aún aplastado contra el húmedo suelo, el animalito observó empavorecido cómo el inmenso reptil se ladeaba, volando bajo sobre el lago, y volvía al ataque mediante lo que en otras circunstancias hubiese podido parecer hermoso vuelo. En esa ocasión se lanzó directamente hacia el agazapado animalito, pero luego, de modo brusco, tuvo que desviarse por culpa de las raíces del gingko. Inclinándose sobre un ala, trazó en el aire un círculo lleno de gracia y descendió hacia otra pequeña criatura que se encontraba cerca del cocodrilo, sin protección de árbol alguno.
Diestramente, el reptil volador cerró de golpe el pico y capturó a su presa, la cual emitió penetrantes alaridos mientras era remontada a las alturas. Durante unos momentos, el pequeño animal resguardado tras el gingko contempló el vuelo de su enemigo, que planeó y surcó el cielo, como una hoja desprendida de la rama, para perderse finalmente de vista con su presa.
El pequeño observador volvió a respirar. Era distinto a los grandes reptiles, ya que por el organismo de éstos circulaba sangre fría, mientras que la de él era caliente. Los hijos de los reptiles salían de huevos incubados; los suyos, en cambio, del vientre de la madre. Era un pantoterio, uno de los más primitivos mamíferos y progenitor de especies posteriores, como la del opossum. En los pantanos disponía de escasa protección. Sin dejar de mantenerse a la expectativa, por si acaso regresaba el rapaz volador, se aventuró hacia adelante para reanudar su inspección del lago. Al cabo de una pausa, localizó lo que había estado aguardando.
A poco más de veinticinco metros, aguas adentro, había asomado una protuberancia por encima de la superficie. Apenas era mayor que el animal que la observaba, con un diámetro de unos quince centímetros. Parecía estar flotando en la superficie, suelta, sin encontrarse unida a nada, pero se trataba del extraño apéndice nasal de un ser que tenía las ventanas de la nariz en la parte superior de la cabeza. La bestia descansaba en el fondo del lago y respiraba de aquella ingeniosa manera.
Después, mientras el vigilante animalito se mantenía a la expectativa, la protuberancia comenzó a emerger despacio del agua. Iba asociada a una cabeza de tamaño nada extraordinario, pero que evidentemente pertenecía a un ser bastante mayor que el primer dinosaurio o el cocodrilo. No podía decirse que la cabeza fuera hermosa, ni tampoco que derrochase gracia, aunque no tardó en manifestar a la luz tales atributos.
Porque la cabeza continuó elevándose fuera del lago, ganando cada vez más altura en espléndido arco, hasta alcanzar unos siete metros y medio por encima del agua, suspendida en el extremo del largo y airoso cuello. Era Como una pelota que se extendiese interminablemente hacia arriba sobre una frágil longitud de cable. Cuando alcanzó su "techo", sin que fuera visible el cuerpo que la soportaba, la cabeza se volvió con delicado movimiento circular, como si examinase la totalidad del mundo extendido abajo.
La pequeña cabeza y el cuello enorme permanecieron en esa posición durante varios minutos, describiendo elegantes arcos exploratorios. Todo daba a entender que los diminutos ojos, a ambos lados de la sobresaliente nariz en lo alto del cráneo, se sintieron tranquilos al contemplar el panorama que se les ofrecía, porque sucedió a continuación una nueva clase de movimientos.
Empezó a surgir despacio, de la superficie del lago, una inmensa constitución, que aparecía centímetro a centímetro, mientras el agua fangosa resbalaba por el cuerpo ascendente. Lenta, muy lentamente, el ser del lago fue mostrándose, hasta dejar al descubierto el monstruoso prisma de carne oscura al que estaba unido el cuello prensil.
El cuerpo del gran reptil parecía tener cerca de cuatro metros de altura, pero resultaba prácticamente imposible discernir hasta dónde se extendía por debajo del agua; lo más probable era que alcanzase bastante profundidad. Mientras el animalito peludo observaba desde la orilla, la impresionante forma empezó a moverse, lenta y rítmicamente. En el punto donde el cuello se unía con el voluminoso cuerpo oscuro comenzaron a brotar pequeñas ondulaciones que después se deslizaron por los costados de la bestia. El agua goteaba desde la parte superior del lomo, al tiempo que el gigantesco animal avanzaba pesadamente a través del pantano.
Mientras el cuello exploraba los alrededores, trazando giros cimbreantes para mirar en todas direcciones, el reptil parecía estar nadando, pero lo cierto era que caminaba por el fondo, ocultas bajo el agua las enormes patas. Luego, al aproximarse a la orilla y penetrar en una zona más profunda, se produjo un instante de notable belleza y elegancia. De la estela que el animal dejaba tras de sí, brotó una cola desmesurada. Más larga que el cuello y dispuesta en líneas de mayor delicadeza, la cola se extendía cosa de trece metros y medio y se agitaba ligeramente sobre la superficie del lago. Desde la cabeza del monstruo hasta la punta de su cola, el reptil medía casi veintisiete metros de longitud.
Hasta entonces, había dado la impresión de ser una larga serpiente que se debatiera en el lago, pero la verdad estaba a punto de revelarse, porque, cuando el reptil avanzó más, se hicieron visibles las macizas patas que lo soportaban. Eran enormes, cuatro pilares de gran solidez acoplados al torso por articulaciones de construcción tan tosca que, aunque la criatura era anfibia, había de resultarle muy difícil sostenerse en tierra firme, donde el agua no la ayudaría a mantenerse a flote.
A copia de zancadas lentas y vacilantes, el reptil se trasladó hacia un río de aguas claras que desembocaba en el lago pantanoso. Todo el animal quedó a la vista. Su cabeza se levantaba más de diez metros y medio; la espaldilla tenía una altura de cuatro metros sobre el suelo; la cola se arrastraba unos quince metros, a partir del cuerpo, y en conjunto, el animal pesaría cerca de treinta toneladas.
Se trataba de un diplodoco, que no era el mayor de los dinosaurios y, desde luego, tampoco el más temible. Aquel espécimen particular pertenecía al sexo femenino, contaba setenta años y, por lo tanto, se encontraba en la primavera de la vida. Vivía exclusivamente de vegetales, que en aquel momento buscaba entre las aguas de la marisma. Con reconcentrada atención, su pequeña cabeza iba de una especie botánica a la siguiente y arrancaba tanto alimento como conseguía encontrar. La tarea no le resultaba fácil, puesto que su boca era extremadamente pequeña, dotada de ínfimos dientes semejantes a clavos y desprovista de molares con los que masticar. Parece incomprensible que, con una dentadura tan exigua, pudiera recoger comida suficiente para nutrir un corpachón tan monumental, pero lo lograba. Era ese problema de la masticación lo que le había inducido a acercarse a la orilla, esto y otro extraño impulso que aún no podía identificar. Atendió primero a la masticación.
Después de acabar con todas las plantas que se pusieron a su alcance, se adentró por el canal. El mamífero, aún agazapado entre las raíces del gingko, vio con satisfacción cómo el reptil pasaba de largo. Había temido que plantara en la madriguera una de sus macizas paras, como hizo otro dinosaurio una vez arrasando la madriguera y la cría que albergaba. A decir verdad, el diplodoco dejaba bajo el agua unas huellas tan profundas que los peces las usaban como nido. Su anchura era varias veces mayor que la longitud del mamífero.
El diplodoco se alejó de la laguna y del aprensivo observador. Mientras continuaba su marcha, constituía una de las más encantadoras criaturas que se vieron sobre la faz de la Tierra, un perfecto poema de movimiento. Asentaba cuidadosamente cada uno de sus pies, sin ninguna clase de prisa, asegurándose siempre de que por lo menos tuviese dos bien plantados en el fondo, y avanzaba como una montaña animada, sin dejar de mantener en todo momento al mismo nivel el bulto principal de su cuerpo, mientras el gracioso cuello oscilaba con suavidad y la cola larguísima permanecía flotando en la superficie.
Los variados movimientos de su inmensa anatomía eran siempre armoniosos; hasta el pesado caminar de las cuatro patas gigantescas tenía una cadencia cautivadora. Pero cuando se sumaba la gracia ondulante del cuello y de la larga cola, el enorme reptil era un compendio de la belleza del reino animal, tal como existía entonces.
Buscaba una piedra. Durante cierto tiempo, había comprendido instintivamente que le faltaba una piedra importante y eso le angustió. El nerviosismo se apoderó del animal, a causa de la carencia de esa piedra, y ahora estaba decidido a solventar la cuestión de maneta definitiva. Mantuvo la cabeza baja, mientras exploraba el lecho de la corriente, pero seguía sin encontrar piedras adecuadas.
Eso le obligó a continuar avanzando río arriba. El fondo de la corriente se elevaba ligeramente y el reptil adaptó a ese piso en ascenso los primorosos movimientos de la andadura. Tropezó con un amplio surtido de piedras, pero la prudencia le advirtió que eran demasiado irregulares para su propósito, por lo que las pasó por alto. Se detuvo una vez, dio la vuelta a una piedra con la roma nariz, y luego la desdeñó. Demasiadas aristas cortantes.
Su búsqueda estéril irritó al animal, hasta el punto de que le pasó inadvertida la aproximación de un dinosaurio de base más bien terrestre, que andaba sobre dos patas. Distaba mucho de tener el tamaño del diplodoco, pero era de movimientos más rápidos y cabeza mayor, con una bocaza dotada del sanguinario complemento de una afilada e irregular dentadura. Era un carnívoro, siempre al acecho de los gigantescos dinosaurios de base acuática que se aventuraban acercándose demasiado a tierra firme. No era lo bastante grande como para entablar batalla con un animal de las proporciones que tenía el diplodoco hembra, de encontrarse éste en su propio elemento, pero había comprobado que, normalmente, cuando los reptiles gigantescos se adentraban por la corriente, algo raro les ocurría y, en dos ocasiones, el dinosaurio carnívoro consiguió abatir uno.
Se fue aproximando al diplodoco lateralmente, andando cauteloso sobre sus potentes patas posteriores, con las dos delanteras, más pequeñas, levantadas como manos dispuestas a agarrar la presa si ésta demostraba encontrarse en situación de debilidad. Ponía buen cuidado en mantenerse fuera del alcance de la cola del diplodoco, única arma que poseía la víctima potencial.
El diplodoco hembra continuó ajeno a la presencia del posible atacante, absorto en la búsqueda de la piedra adecuada en el fondo del río. El dinosaurio carnívoro interpretó como síntoma de debilidad el hecho de que aquel desmesurado reptil llevase baja la cabeza. Se abalanzó hacia el punto donde el vulnerable cuello se unía con el torso, sólo para descubrir que la supuesta presa no estaba precisamente incapacitada, sino que, al ver llegar al atacante, se retorció con presteza y habilidad, presentando el ancho y fuerte costado. Éste rechazó al carnívoro, que salió despedido hacia atrás, dando tumbos. Entonces, el diplodoco se adelantó un poco y, lentamente, movió la cola, cuyo arco poderoso golpeó al asaltante con tal violencia que le hizo perder del todo el equilibrio y lo proyectó contra la maleza, entre chasquidos de ramas quebrantadas.
A consecuencia del impacto, el carnívoro se fracturó una de las pequeñas patas delanteras y de lo más profundo de la garganta le brotó una larga serie de auk, auk, auk, mientras ponía tierra de por medio. El diplodoco no le prestó más atención y continuó su búsqueda de la piedra conveniente.
Por fin, encontró lo que deseaba. Debía de pesar poco más de kilo y cuarto y sus lados eran lisos, planos y redondeados. La tocó dos veces con el hocico, quedó satisfecho y convencido de que convenía a su propósito, se la introdujo entonces en la boca, alzó la cabeza hasta el máximo de su majestuosa altura, se tragó la piedra y dejó que se deslizara suavemente por el largo cuello, del que pasó al esófago y después a la molleja trituradora, donde se reunió con otras seis piedras, más pequeñas, las cuales entrechocaban y se frotaban unas contra otras de modo sosegado e incesante cuando el animal se movía. Así masticaba el diplodoco su alimento: las siete piedras sustituían a los molares que faltaban en su boca.
Con desmañados aunque atractivos movimientos, se acomodó a la nueva piedra y notó que ésta encontraba su sitio entre las demás. Se sintió mejor y encogió los omóplatos; después contorsionó las caderas y flexionó la larga cola.
Cerraba la noche. El ataque del dinosaurio más pequeño recordó al diplodoco que debía emprender el regreso hacia la seguridad del lago, donde otros catorce reptiles formaban un grupo protector, pero le mantenía en el río una vaga sensación anhelante que había experimentado en varias ocasiones anteriores, aunque no le era posible recordarla con claridad. Como todos los miembros de la familia de los diplodocos, aquella hembra tenía el cerebro extraordinariamente pequeño, apenas con la capacidad imprescindible para enviar señales a las diversas partes remotas de su cuerpo. Por ejemplo, activar la cola constituía un problema de suma importancia táctica, puesto que la orden originada en la distante cabeza necesitaba cierto tiempo para llegar a los efectivos músculos del apéndice posterior. Ocurría lo mismo con las pesadas patas, a las que era imposible poner en acción instantánea.
El cerebro tenía unas dimensiones demasiado reducidas y era excesivamente indiferenciado para permitir cualquier clase de razonamiento o memoria; la fuerza de una costumbre profundamente arraigada en su ser le advertía de los peligros y sólo el empleo instintivo de la cola le protegía de los ataques como el que acababa de sufrir. En cuanto a explicarse en términos específicos la turbadora inquietud que experimentaba en aquel momento y el motivo cardinal por el que se alejaba de la seguridad del rebaño, su pequeño cerebro no podía ofrecerle ayuda alguna.
Por lo tanto, anduvo con ondulante gracia en dirección a un punto situado a cierta distancia, corriente arriba. ¡Qué preciosa era su figura mientras avanzaba a través de la creciente oscuridad! Todas las partes de su enorme y hermoso cuerpo parecían conectadas con un impulso central: el ondulante cuello, la robusta estructura media, las poderosas patas de impresionante lentitud en sus movimientos y la delicada cola, cuya prolongación casi resultaba infinita y que equilibraba el conjunto anatómico. Se necesitarían bastante más de cien millones de años de experimentos, antes de que fuese posible contemplar de nuevo algo semejante.
El diplodoco se encaminaba hacia un blanco risco cretáceo que ya conocía de antes. Se alzaba a alguna distancia del lago, con la cumbre a unos dieciocho metros por encima del nivel del río que se deslizaba a sus pies. Los remolinos habían formado allí una especie de remanso pantanoso y, cuando se aproximaba a aquella zona protegida, el diplodoco percibió una gran sensación de seguridad. Volvió a encoger las espaldillas y ajustó las caderas. Al tiempo que trazaba airosos arcos con la larga cola, tanteó el borde del pantano con una de las macizas patas delanteras. Como le gustó el tacto de aquello, avanzó despacio, hundiéndose cada vez más en las oscuras aguas, hasta encontrarse totalmente sumergido, con la excepción de la nudosa parte superior de la cabeza, que dejó al aire para poder respirar.
No se quedó dormido, como debiera haber hecho. La atormentadora insatisfacción le mantuvo despierto, incluso a pesar de que notaba cómo la nueva piedra rumiaba el follaje que había consumido durante la jornada y a pesar de que los insectos diurnos ya no zumbaban, signo indicador de que la noche estaba a punto de cerrar. Deseaba dormir, pero no podía conciliar el sueño, así que, al cabo de unas horas, el minúsculo cerebro envió señales a lo largo de las diversas ramificaciones de los sistemas nerviosos y el diplodoco se puso en movimiento a través del pantano, entre ruidosos sonidos de succión. No tardó en encontrarse de nuevo en el canal del río, buscando aún, vagamente, algo que no podía definir ni localizar. Y así pasó la larga noche tropical.
El diplodoco podía maniobrar con tanta suficiencia por tres razones. Cuando estaba en la ciénaga del pie del risco, una zona que habría representado la muerte para la mayor parte de los animales, podía salir de allí gracias a que sus macizos pies poseían una curiosa propiedad; aunque la huella que estampaban al plantarse en el lodo era de muchos centímetros de anchura, cuando llegaba el momento de levantar la pata podía retirarla sin que se le adhiriese légamo alguno, porque el pie se comprimía hasta la anchura de la pata delantera, de forma que, para el diplodoco, alzar sus enormes extremidades era tan sencillo como arrancar un junco del barro de la orilla del marjal. De este modo no había nada a lo que pudiera aferrarse el lodo, y la pata se liberaba, prontamente con sibilante rumor.
Al diplodoco, "vigas dobles", se le asignó tal nombre porque dieciséis de las vértebras de su cola -doce a través de veintisiete detrás de las caderas- estaban constituidas con pestañas emparejadas que protegían la gran arteria situada a todo lo largo de la parte inferior de la cola. Pero las vértebras tenían otro conducto en la parte superior, que iba desde la base del cráneo hasta el segmento más fuerte de la cola. En este canal se encontraba un tendón grueso y potente, sujeto al hombro y a la cadera y que podía activarse desde una y otra posición. Así, el largo cuello y la majestuosa cola son los antecesores de la grúa que, mucho después, elevaría objetos extraordinariamente pesados, mediante el hábil dispositivo de pasar un cable por una polea y contrapesar el conjunto. La polea que empleaba el diplodoco era el canal constituido por los rebordes emparejados de las vértebras; su cable, el fuerte nervio del cuello y la cola, y el contrapeso lo proporcionaba el bulto de su torso. Todo funcionaba con sencillez pasmosa. El cuello estaba equilibrado tan estupendamente que, de haber dispuesto de una dentadura poderosa, el diplodoco hubiese podido levantar en el aire al dinosaurio que le atacó, del mismo modo que el gancho de una grúa bien diseñada puede elevar un objeto de peso muchas veces superior al que parece tener la misma. Sin ese avanzado sistema de cable y polea, al diplodoco le habría resultado imposible activar el cuello y la cola, por lo que no hubiese podido sobrevivir. Dotado de tal mecanismo, constituía una máquina aparatosa, tan perfectamente adaptada a su método de vida como cualquiera de los animales que pudiesen sucederle en generaciones futuras.
La tercera ventaja del diplodoco era bastante notable y sugiere diversas interrogantes acerca de cómo llegó a. desarrollarla. Los fuertes huesos de las patas, que permanecían sumergidas en el agua gran parte del tiempo, eran de la más robusta construcción, proporcionando así el necesario lastre, pero los de la parte superior del cuerpo tenían un volumen más ligero, no sólo en cuanto a peso, sino también en cuanto a composición ósea, y esta delicada estructura permitía al cuerpo sostenerse dentro del agua y casi flotar.
Eso no era todo. Numerosas fenestraciones, espacios abiertos como ventanas, perforaban las vértebras del cuello y de la cola, reduciendo así su peso. Esa complicada osamenta, con sus canales superior e inferior, estaba tan exquisitamente lograda que sólo puede compararse a los arcos y ventanas de una catedral gótica. El hueso sólo se utilizaba cuando hacía falta ejercer presión. Ningún fragmento se abstenía de añadir su peso, aunque pudiera prescindirse de él, y, no obstante, todos los arcos necesarios para la perfecta estabilidad se encontraban en su sitio. Los enlaces estaban tan magistralmente articulados que el largo cuello podía girar en cualquier dirección, aunque las pestañas bajo las cuales se deslizaban los tendones eran tan fuertes que no sufrían daño alguno en el caso de que se colocara un peso importante en el cuello o en la cabeza.
Aquella maravilla de ingeniería animal, aquella máquina orgánica infinitamente compleja, que se había desarrollado recientemente y que florecería durante otros setenta millones de años, era lo que flotaba a lo largo de la orilla del lago, un ser que permaneció allí toda la noche, y al amanecer, cuando el pequeño mamífero salió de su madriguera, le vio retorcer el cuello hacia el lago y después hacia tierra adentro, en dirección al risco de creta. Por último, el diplodoco dio media vuelta y se encaminó a la laguna tendida al pie del risco. Al llegar allí, husmeó el aire en todas direcciones y, al percibir un efluvio que le pareció familiar, anduvo de modo resuelto hacia los helechos del otro extremo de la ciénaga, de entre los cuales surgió el diplodoco macho que la hembra había estado buscando. Se acercaron el uno al otro, despacio, accionando las pértigas de sus patas sobre el fondo del pantano, y, al encontrarse frente a frente, se frotaron el cuello recíprocamente.
La hembra se aproximó más al macho y el pequeño mamífero contempló el espectáculo de aquellas dos gigantescas criaturas copulando en el agua, entrelazados sus imponentes cuerpos en una madeja de increíble complejidad. Cuando el macho alcanzó la oportuna graduación de incontinencia, se montó encima de su compañera, cerró en torno a ella las patas anteriores y concluyó su apareamiento en siete segundos. Los dos reptiles permanecieron trabados la mayor parte de la mañana.
Cuando dieron por terminada la sesión, se separaron y cada uno de ellos fue por su propio camino a reunirse con el rebaño. Éste lo componían quince miembros de la familia de los diplodocos, tres grandes machos, siete hembras y cinco ejemplares jóvenes. Se movían juntos, manteniéndose en aguas profundas la mayor parte del tiempo, aunque sin desdeñar adentrarse por el río en busca de alimento. En el agua, se impulsaban con las patas, apenas tocando el fondo, ondulantes las largas colas, conservado el equilibrio mediante la sutil configuración ósea que, mientras la parte más pesada se mantenía cerca del fondo, permitía a la más ligera flotar en la zona superior.
La familia no se entregaba a ninguna clase de juegos, como harían después animales posteriores de distinta estirpe; los diplodocos eran reptiles y, como tales, perezosos. Como quiera que su sangre era fría y su metabolismo extremadamente lento, no necesitaban ejercicio ni abundancia de comida; un poco de movimiento les bastaba para un día, un poco de comida les bastaba para una semana. A menudo, yacían inmóviles durante varias horas seguidas y sus minúsculos cerebros sólo entraban en acción cuando tenían que afrontar algún problema específico.
Al cabo de cierto tiempo, el diplodoco hembra experimentó otra sensación apremiante, irresistible de verdad, y avanzó a lo largo de la orilla hasta un trozo de playa arenosa, no muy distante del risco de creta. Agitó allí la cola de un lado para otro y aclaró un espacio, en medio del cual hundió el hocico y las torpes patas delanteras. Cuando hubo formado un declive, se aposentó encima y, durante un período de nueve días, depositó treinta y siete grandes huevos, cada uno de ellos con su correspondiente y correosa cáscara protectora.
Una vez cumplida aquella misión en tierra, dedicó un buen rato a la tarea de cubrir el nido, utilizando la cola para proyectar arena encima de él. Luego tomó con la boca ramas y hojas caídas y las fue colocando sobre el mismo punto, con el fin de ocultar el escondrijo a los animales susceptibles de molestar la incubación. Por último, regresó pesadamente al lago. La tarea ya estaba realizada. Si los huevos producían jóvenes reptiles, estupendo. Si no, el diplodoco hembra ni siquiera tendría conciencia de la omisión.
Era el momento que había estado esperando el animalito peludo. En cuanto el diplodoco se sumergió en el lago, el pantoterio abandonó su madriguera para ir a examinar el nido, y en seguida encontró un huevo que no fue debidamente enterrado. Era mayor que el propio mamífero, pero éste no ignoraba que contenía alimento suficiente para una buena temporada. La experiencia le había enseñado que su festín resultaría más suculento si aguardaba unos días, hasta que se endureciese la parte interior del huevo, de forma que se limitó a inspeccionar su futuro banquete y luego echó un poco más de tierra, para que ningún otro animal pudiera localizarlo.
Después de que los treinta y siete huevos se hubieron estado cociendo durante cuatro días en aquel horno de arena recalentada, el animalito peludo volvió allí con tres compañeros y el cuarteto empezó a atacar el huevo, aplicando los incisivos a la dura cáscara. No se salieron con la suya, pero dejaron el huevo más al descubierto.
En aquel punto, un dinosaurio mucho más pequeño que cualquiera de los que habían aparecido hasta entonces, pero al mismo tiempo mucho mayor que los mamíferos, localizó el huevo, rompió la cáscara por uno de los extremos y engulló el contenido. Los pantoterios no se sintieron muy decepcionados al contemplar aquella escena, puesto que sabían que entre los restos iba a quedar suficiente comida para ellos. De modo que, cuando el pequeño dinosaurio se alejó de la zona, se deslizaron basta el lugar donde estaban los trozos de cáscara rota y comprobaron que aún quedaba lo bastante para una buena comilona.
Con e! tiempo, los otros huevos, incubados exclusivamente por la acción solar, se abrieron y de su interior brotaron treinta y seis crías de reptiles que olfatearon e! aire, comprendieron de modo instintivo dónde estaba e! lago y, en fila india, iniciaron la marcha en dirección a la seguridad del agua.
La columna sólo había recorrido unos pocos metros, cuando el reptil volador que estuvo tratando de capturar al mamífero localizó a los diminutos diplodocos y, con experto pl\lneo, descendió, cogió a uno con e! pico y se lo llevó para alimentar a su hambrienta cría. El reptil volador efectuó rápidamente tres viajes más, en cada uno de los cuales atrapó certeramente otro pequeño diplodoco.
A su vez, el dinosaurio que había comido e! primer huevo divisó entonces la columna y se precipitó sobre ella, con ánimo de llenar el estómago. Mientras devoraba a seis de los jóvenes diplodocos, los demás se dispersaron, si bien el instinto los impulsó a desplazarse siempre en dirección al lago, aunque no fuese la ruta más corta. Los treinta y siete iniciales habían quedado ya reducidos a veintiséis y éstos no dejaron de sufrir ataques continuos por parte del rapaz volador y del dinosaurio carnívoro. Sólo doce reptiles consiguieron llegar por fin al agua, pero cuando se introdujeron en ella para escapar, un enorme pez de ósea cabeza e hileras de dientes afilados se comió a siete. Un poco más adelante, otro pez vio al diezmado grupo de crías de diplod9CO que nadaban por encima de él y se tragó una, de forma que sólo quedaron ya cuatro posibles supervivientes de la puesta de treinta y siete huevos originales. Los cuatro, con instinto seguro, continuaron su travesía a nado para ir a reunir-' se con la familia de quince diplodocos adultos, que ignoraban por completo de dónde podían proceder aquellos jóvenes reptiles.
Mientras los pequeños se desarrollaban, ningún indicio advirtió al diplodoco hembra que eran hijos suyos. Se trataba simplemente de reptiles que se habían integrado en la familia y la madre compartió con otros miembros del rebaño la tarea de enseñar a los pequeños las triquiñuelas de la vida.
Cuando los cuatro hubieron crecido 10 bastante, estirado ya 10 suyo el delgado cuerpo de serpiente, el diplodoco hembra decidió que había llegado el momento de enseñarles el río. Acom- pañada de uno de los machos adultos, emprendió la marcha con los cuatro jóvenes.
Apenas llevaban un rato en e! río, cuando el macho emitió un agudo bufido, produjo un chasqueante rumor con la garganta e inició el regreso alIaga, alejándose con toda la rapidez que le fue posible. El diplodoco hembra alzó la cabeza, para encontrar frente a sus ojos la visión más aterradora que podía ofrecer la selva tropical. Sobre el grupo cargaba una monstruosa criatura bípeda, de unos cinco metros y medio de altura, enorme cabeza, cuello corto y espeluznantes filas de fúlgidos dientes.
Era un alosaurio, rey de los carnívoros, con mandíbulas capaces de partir en dos el cuello de un diplodoco. Cuando la gigantesca bestia entró en el agua para atacar al diplodoco hembra, éste agitó la cola y el violento latigazo alcanzó al alosaurio y le obligó a desviarse ligeramente en su embestida. A pesar de todo, las horribles garras de quince centímetros de longitud que remataban las prensiles patas delanteras rasgaron e! costado derecho del diplodoco.
El ala saurio dio un traspié, recobró el equilibrio y se dispuso a lanzar su segunda acometida, pero el diplodoco hembra anduvo listo y la potente cola volvió a alcanzar con su trallazo al atacante, rechazándolo lateralmente. Durante unos segundos, el ala saurio pareció a punto de caer, pero se recuperó, salió del río y se retiró presuroso en una nueva dirección. Eso le llevó rectamente a la retaguardia de! diplodoco macho y, a pesar de que éste huía hacia el lago con toda la ligereza que le era posible, la velocidad del alosaurio era tal que logró alcanzarlo y hacer ptesa en el punto donde el cuello se unía con el tronco. Con un pavoroso chasquido de las mandíbulas, los dientes del alosaurio se hundieron en el cuello de su víctima, atravesando incluso las vértebras, y el diplodoco se tambaleó y cayó de todillas. Relampagueó la larga cola, pero inútilmente. El cuerpo se contorsionó en un frenético esfuerzo para librarse de aquellos dientes como dagas, peto sin éxito.
Mediante una gran presión, el ala saurio consiguió derribar contra el suelo al gigantesco reptil y después, sin soltar la ensangrentada presa, empezó a retorcer y a dar tirones, hasta que los dientes superiores se unieron con los inferiotes y un enorme pedazo de carne se vio arrancado del cuerpo. Sólo entonces se apartó el alosaurio de su víctima. Levantó el mentón en el aire, se ajustó el trozo de carne dentro de la boca y dislocó las mandíbulas de forma que el descomunal bocado pudiera deslizarse al interior de la garganta, por donde pasaría al estómago para ser digerido después. Le dio otros dos buenos tientos al cadáver, arrancando otros tantos pedazos de carne, que siguieron el camino del primero, esófago abajo. El alosaurio permaneció luego un buen rato junto al cuerpo sin vida del diplodoco, como si meditase acerca de lo que le convenía hacer. Se acercaron algunos cocodrilos dispuestos a sacar tajada, pero el alosaurio los puso en fuga. Atraídos por el acre olor de la sangre, reptiles voladores acudieron en pos de la carroña, pero también fueron rechazados.
Allí erguido, desafiando tanto al lago como a la selva, el alosaurio representaba un maravilloso ejemplo de evolución zoológica, tan complejamente desarrollado como el diplodoco. Las mandíbulas eran ciclópeas, de extremos posteriores accionados por músculos de quince centímetros de espesor y tan poderosas que, cuando se contraían en direcciones opuestas, desplegaban tal fuerza que podían atravesar de parte a parte troncos de árbol.
Los filos de los dientes estaban tan espléndidamente formados que lo mismo cortaban que aserraban o desgarraban; ciento cuarenta millones de años después, aparatosas máquinas imitarían su principio.
Aquellos dientes eran únicos en otro aspecto. En la mandíbula del alosaurio, empotrados en el hueso, bajo los alvéolos, se encontraban siete juegos de repuesto para cada pieza dentaria. Si, al clavarse en los huesos del cuello de algún adversario, el alosaurio perdía un diente, el contratiempo no era para preocuparse. Pronto brotaría el sustituto y, tras éste, otros seis permanecerían en línea, a la espera de que se les necesitase. Y si tal reserva se acababa, otros ocuparían su puesto, en las profundidades del maxilar.
El alosaurio agitaba ahora su corta cola, al tiempo que emitía gruñidos de protesta. Había inmolado aquella montaña de comida, pero no le era posible consumirla. Aparecieron otros depredadores, incluidos los dos dinosaurios más pequeños que visitaron la playa anteriormente. Todos se mantuvieron a respetable distancia del alosaurio.
Tomó un grueso bocado más del cadáver, pero no pudo engullirlo. Lo escupió, fulminó con la mirada a sus espectadores y luego volvió a intentarlo. Rebozada con arena, la carne estuvo varios minutos en la boca del alosaurio, antes de deslizarse garganta abajo, por el extendido cuello. Con un belicoso auh, auk, que salió del fondo de la faringe, el alosaurio arremetió ineficazmente contra los mirones y después anduvo con paso lento e insolente hacia terreno más alto.
En cuanto hubo desaparecido, los devoradores de carroña se aproximaron: reptiles del cielo, cocodrilos del lago, dos clases de dinosaurios terrestres y los inadvertidos mamíferos de las raíces del gingko. A la caída de la noche, el diplodoco muerto, la totalidad de sus treinta y tres toneladas, se había desvanecido y sobre la playa sólo quedaba su colosal esqueleto.
El diplodoco herido y los cuatro jóvenes dinosaurios, que presenciaron la carnicería, nadaban ya de regreso al lago. En los días que siguieron, el diplodoco hembra empezó a experimentar la incipiente última sensación apremiante que iba a conocer en su vida. Agudos ramalazos de dolor irradiaban despacio del punto donde el alosaurio había desgarrado la carne. Ya no encontraba placer alguno en la convivencia con los otros miembros del rebaño. Una fuerza inexplicable le impulsaba a volver a la ciénaga tendida al pie del risco de creta, no con el objetivo de incrementar la familia de la que formaba parte, sino por una acucian te razón que barruntaba por primera vez.
Durante nueve días, retrasó su marcha hacia el pantano, contentándose con dormitar en el lago, con impulsarse perezosamente, medio sumergido, de un punto tibio a otro, pero el dolor no disminuía. De un modo vago, deseaba flotar inmóvil bajo el sol, aunque se daba cuenta de que, si lo hacía, el sol iba a destruirlo. Era un reptil y carecía de medios para regularizar la temperatura del cuerpo; de permanecer expuesto a los rayos solares durante el tiempo suficiente, herviría en sus propios líquidos internos y no tardaría en morir.
Finalmente, el décimo día entró en el río por última vez y avanzó con paso mayestático, como una reina saturada de gracia. Se detenía ocasionalmente para ramonear en la enramada de algún árbol y, al levantar la cabeza, formaba un arco esplendoroso, sobre el que relucía el sol vespertino. Llevaba la cola extendida y, cuando la movía' ociosamente, le brillaba como una cimitarra adornada con piedras preciosas.
Soberbio era su aspecto mientras recorría aquel penoso trayecto, increíble la elegancia con la que coordinaba sus movimientos al deslizarse hacia el risco de creta. Se desplazaba como si la tierra le perteneciese y ello le indujera a derramar gracia. Constituía la impresionante suma final de millones de años de desarrollo. Despacio, balanceándose a un lado y a otro con majestuosa delicadeza, cubrió todo el recorrido hasta la ciénaga del pie del acantilado.
Titubeó allí y retorció el enorme cuello como si deseara lanzar una última ojeada a su imperio. A treinta metros de altura, sobre el nivel del suelo, la pequeña cabeza ejecutó una sacudida final rumbo al cielo. Después inició el descenso con lentitud; despacio, el airoso arco fue viniéndose abajo. La cola se arrastró por el fango y las macizas rodillas empezaron a doblarse. Impulsado por un último arrebato de determinación, se dirigió a un profundo remolino, caminando pesadamente y sin gracia alguna.
Las enlodadas aguas treparon poco a poco por las patas del diplodoco, que nunca más volverían a ser impulsadas como cañas; aquélla era la última conquista. El flanco desgarrado cayó debajo; la cola se sumergió definitivamente y, al final, hasta el encantador arco del cuello desapareció. La nudosa protuberancia que albergaba la nariz permaneció elevada unos minutos, como si el animal deseara aspirar por última vez aquel denso aire tropical, y luego se hundió también. El diplodoco hembra se había ido a descansar y su imponente estructura quedó aprisionada en el barro que la envolvería ceñidamente durante ciento treinta y seis millones de años.
No dejaba de ser irónico que el único testigo de la muerte del diplodoco fuese el pequeño pantoterio que contemplaba la escena desde su refugio en un árbol cicadáceo, ya que, de todas las criaturas que aparecieron por la playa, era la única que no pertenecía a la familia de los reptiles. Los dinosaurios estaban destinados a desaparecer de la Tierra, mientras que el pequeño animal sobreviviría a través de sus descendientes y colaterales, quienes poblarían todo el mundo, primero con mamíferos prehistóricos también condenados a la extinción -titanoterios, mastodontes, eohippus- y posteriormente con animales que el hombre conocería, como el mamut, el león, el elefante, el bisonte y el caballo.
Naturalmente, ciertos reptiles menores, como el cocodrilo, la tortuga y la serpiente, sobrevivirían también, pero, ¿cómo es que éstos y el pequeño mamífero se perpetuaron, cuando los grandes reptiles se han desvanecido? Es algo que sigue constituyendo uno de los supremos misterios del mundo. Hace unos sesenta y cinco millones de años, mientras emergían las Nuevas Rocosas, murieron los dinosaurios y todos sus parientes próximos. La desaparición fue total y sabios y eruditos aún no se han puesto de acuerdo para ofrecer una explicación satisfactoria. Lo único que sabemos con certeza es que esas bestias gigantescas se desvanecieron.
Efectivamente, el triceratops con su fruncido cuello; el tiranosaurio de terribles dientes; el anquilosaurio, tanque acorazado ambulante; el tracodonte, monstruo manso con hocico en forma de pico de pato… todos se eclipsaron.
Se han aventurado ingeniosas teorías, algunas de ellas cautivadoras por su derroche de imaginación, pero que no han pasado de ser simples hipótesis. Sin embargo, como el enigma es tan absoluto y tiene tanta importancia para el hombre, todas las ideas merecen que se las examine. Se incluyen en tres grupos principales.
El primero se relaciona con el mundo físico y cada argumento tiene su mérito. Dado que la muerte de los dinosaurios coincidió con el nacimiento de las Nuevas Rocosas, es posible que hubiera alguna conexión causal con el hecho de que desapareciesen las extensas ciénagas de las tierras bajas. O tal vez las temperaturas ascendieron hasta un grado que acabó con la vida de los enormes animales. O acaso la flora se alteró tan rápidamente que los dinosaurios murieron de inanición. O el desvanecimiento del inmenso mar interior modificó las relaciones hídricas y desecó los lagos. O la orogénesis entrañó de algún modo pérdida de oxígeno. O una combinación de cambios en el alimento vegetal sentenció a los reptiles. O una sola y catastrófica llamarada solar abrasó vivos a los dinosaurios, mientras los mamíferos lograron sobrevivir gracias al aparato de adaptación térmica existente en su organismo.
La segunda teoría es más difícil de juzgar, porque en ella intervienen factores psicológicos que, aunque puede que se aproximen a la verdad, son tan esotéricos que resulta imposible valorarlos cuantitativamente. Las clases de animales, como los hombres, imperios e ideas, tienen predestinada una longitud de vida, al cabo de la cual envejecen y mueren. O bien los dinosaurios se especializaron en' exceso y llegó un momento en que no les fue posible acomodarse a los cambios del medio ambiente, o bien alcanzaron un tamaño desmesurado y cayeron víctimas de su propio peso. O bien se reproducían con demasiada lentitud, o acaso sus huevos resultaron infértiles. Tal vez los dinosaurios carnívoros devoraron a los vegetarianos a un ritmo tan rápido que estos últimos carecieron de tiempo para reproducirse y, después, los carnívoros se murieron de hambre al no tener alimento. O bien, por alguna razón desconocida, perdieron su impulso vital y se dejaron dominar por la apatía respecto a todos los problemas de la supervivencia.
El tercer grupo combina todos los motivos inherentes a una guerra entre un declinante mundo reptil y un mundo mamífero en auge. Los mamíferos empezaron a consumir los huevos de los dinosaurios a tal velocidad que los reptiles no pudieron producir los suficientes como para asegurarse la supervivencia. Cabe también que mamíferos de proporciones cada vez mayores mataran a los reptiles más pequeños y los devoraran. O los mamíferos se enseñorearon de los terrenos donde se alimentaban los dinosaurios. O acaso los mamíferos, merced a su sangre caliente y a su menor tamaño, pudieron adaptarse mejor a los cambios introducidos por la formación de las montañas u otras alteraciones del entorno. O bien surgió una epidemia a escala mundial que afectó a los reptiles, aunque no a los mamíferos.
Para cada una de estas teorías existen obvias refutaciones y los sabios las han expuesto. Pero si rechazamos estas sugerencias, ¿en qué punto nos encontramos en nuestra intención de averiguar por qué desapareció esta notable estirpe de animales? Debemos saberlo, para que no amanezca el día en que repitamos sus errores y nos condenemos a la extinción.
Lo mejor que puede decirse es que se produjo una compleja interrelación de cambios, que englobaba diversos aspectos de la vida, y que los grandes reptiles no consiguieron acomodarse a ella. Todo cuanto sabemos con seguridad es que en rocas de todas las partes del mundo hay un estrato inferior, cuya fecha se remonta a setenta millones de años atrás y en el que uno encuentra copiosa diversidad de huesos de dinosaurio. Por encima de dicho estrato existe una capa de muchos palmos de espesor en la que no se descubre ninguna clase de huesos. Y sobre ésta aparece un nuevo sedimento abarrotado con frecuencia de huesos de mamíferos predecesores del elefante, del camello, del bisonte y del caballo. La muerta extensión de roca relativamente estéril, que representa el óbito de los dinosaurios, aún no ha podido explicarse.
Mucho después de que desapareciesen y luego de que el hombre evolucionase hasta el punto de estar en condiciones de encontrar los fosilizados esqueletos de los dinosaurios, se pondría de moda tomarse a broma el caso de aquellos grandes reptiles que se desvanecieron por culpa de alguna chifladura a la que sin duda se entregaron. Las pesadas bestias adquirirían una imagen ridícula, la de algo que se malogró, la de inventos que no salieron bien, la de que un cerebro minúsculo en un cuerpo gigantesco hace imposible la supervivencia.
Los hechos demuestran precisamente lo contrario. Los colosales reptiles dominaron la Tierra durante ciento treinta y cinco millones de años; el hombre ha sobrevivido sólo dos millones y la mayor parte de ese tiempo en condiciones muy deficientes. Los dinosaurios fueron algo así como sesenta y siete veces más constantes de lo que el hombre ha sido hasta ahora. Se mantienen como una de las creaciones más logradas del reino animal que la naturaleza haya proporcionado jamás. Se adaptaron a su mundo de forma maravillosa y desarrollaron todos los mecanismos precisos para la clase de vida que llevaban. Se les respeta como una de las especies de más prolongada permanencia viva sobre el mundo e imperaron a lo largo de su amplio período temporal de apogeo, lo mismo que el hombre domina en el suyo, relativamente breve por ahora.
Hace cincuenta y tres millones de años, mientras aún estaban formándose las Nuevas Rocosas y el diplodoco ya había desaparecido mucho tiempo atrás, en la zona de las planicies, donde se configuraban los pilares gemelos, empezó a desarrollarse un animal que en épocas muy posteriores prestaría al hombre importantísima ayuda, satisfacción y movilidad. El progenitor de este inapreciable bruto era una curiosa criatura de pequeño tamaño, un mamífero cuadrúpedo, porque la edad de los reptiles ya había pasado, de sólo dieciocho o veinte centímetros de altura hasta la cruz. Pesaba poco, su cuerpo se cubría en parte de piel y en parte de pelo y daba la impresión de estar destinado a no llegar a convertirse más que en un animalito sin trascendencia.
No obstante, tenía tres características que determinarían su potencial futuro. Los huesos de sus cuatro cortas patas eran completos, independientes y susceptibles de dilatarse. Cada uno de los pies contaba con cinco pequeños dedos, el número misteriosamente perfecto que había distinguido a la mayor parte de los antiguos animales, incluidos los grandes dinosaurios. Y la dentadura estaba compuesta por cuarenta y cuatro piezas, cuya disposición carecía de precedente: delante, unos cuantos dientes en forma de gancho tan débiles como los del diplodoco; luego, un notable espacio abierto; a continuación, en la parte posterior de la mandíbula, numerosos molares encargados de rumiar.
En su época, aquel animalito no resultaba nada impresionante, puesto que a su alrededor vivían mamíferos de tamaño mucho mayor, destinados a seguir trayectorias como las del rinoceronte, el camello y el perezoso. Ponía buen cuidado en mantenerse en los puntos sombríos de aquellos bosques, mientras se desarrollaba y se alimentaba ramoneando las hojas de los árboles y las tiernas plantas de la marisma, ya que sus dientes no eran fuertes y se los hubiera destrozado de obligarlos a masticar un sustento áspero, como era la hierba que en aquella época empezaba a nacer.
Si alguien hubiese observado el conjunto de mamíferos de ese período y tratado de calcular las probabilidades que cada uno de ellos tenía de llegar a algo, no habría colocado a aquella pequeña y tranquila criatura en los primeros lugares de la lista de progenitores significativos; a decir verdad, entonces parecía una bestia indecisa, susceptible de evolucionar en cierto número de modos distintos, ninguno de ellos digno de memoria, y no habría producido sorpresa alguna el hecho de que subsistiera durante unos pocos millones de años, para desaparecer luego tranquilamente. Sus probabilidades de supervivencia no eran muchas.
Lo curioso de este menudo precursor de grandeza es que, aunque tenemos la absoluta seguridad de que existió y estamos intelectualmente convencidos de que debió poseer determinadas características, nadie ha visto jamás el menor asomo de evidencia física que corrobore su presencia. Hasta la fecha, hay que encontrar todavía el primer hueso fósil de esta pequeña criatura; disponemos de toneladas de huesos de diplodocos y de sus parientes reptiles, todos ellos desaparecidos, pero de este insignificante prototipo de una de las grandes familias zoológicas no nos ha llegado recuerdo material alguno. Lo cierto es que ni siquiera se le ha asignado todavía un nombre, aunque estamos totalmente familiarizados con sus atributos; cuando por fin se descubran huesos suyos -que se descubrirán-, tal vez la denominación adecuada fuera "paleohippus", el hippus del paleoceno. Cuando cruce centelleante por el mundo la noticia de que tales huesos se han encontrado, eruditos y profanos de todos los países se sentirán encantadísimos por haber entrado en contacto con una de las razas más distinguidas, a la que todos los hombres han apreciado y de la que la mayoría ha obtenido provecho.
Es posible que trece millones de años después del esplendor del "paleohippus", y cuando había empezado a formarse la tierra que iba a contener los pilares gemelos, el segundo en la cadena evolutiva y primero que se conoce de esta familia animal surgió y se hizo tan numeroso que el terreno en torno a las futuras columnas se vio sembrado de centenares de esqueletos que, al final, quedaron asentados en la roca, para que los científicos llegasen posteriormente a conocer a este pequeño animal de un modo tan íntimo como conocen a sus propios bichos domésticos.
Se trataba del eohippus, un atractivo animalito de unos treinta centímetros de altura hasta el lomo. Tenía más aspecto de perro afectuoso que de cualquier otra cosa, con pequeñas orejas alertadas, cola que se agitaba para ahuyentar a los insectos, piel un tanto peluda y cara alargada, condición necesaria para acomodar las cuarenta y cuatro piezas dentarias que conservaba. La dentadura seguía siendo débil, por lo que la criatura tenía que contentarse con comer hojas y otros alimentos blandos.
Pero lo que distinguía al eohippus, e inducía a suponer que esta familia de animales tal vez avanzase en alguna dirección importante, eran los cascos. En el corto pie delantero, no adaptado aún para realizar movimientos rápidos, los cinco dedos originales se habían reducido a cuatro; uno acababa de desaparecer y los huesos que en un tiempo lo sustentaron se desvanecieron en la pata. Y en el pie posterior había ahora tres dedos, al agostarse los otros dos en el curso de la evolución. Los dedos supervivientes eran ya cascos minúsculos.
Nadie podía vaticinar aún adónde iba a llegar aquel modesto animalito y parecía muy improbable que ocupara el segundo lugar en el proceso de creación de un animal noble, desarrollado a lo largo de sesenta millones de años. El eohippus parecía más apropiado para el papel de animalito doméstico familiar que para el desempeño de una función distinguida y útil.
Y entonces, hace alrededor de treinta millones de años, cuando la tierra que iba a configurar los pilares gemelos se disponía a asentarse, apareció el mesohippus, de unos sesenta centímetros de altura en la cruz y con las características básicas de sus antecesores, salvo la circunstancia de que sólo tenía tres dedos en cada pie. Era un animal lustroso, del tamaño aproximado de nuestro perro pastor o del zorro rojo. Las cuarenta y cuatro piezas dentarias mantenían su rostro alargado y esbelto. Las patas empezaban a estirarse, pero los pies tenían aún cascos almohadillados y pequeños.
Luego, hace cosa de dieciocho millones de años, se produjo un espectacular avance que resolvió el misterio. Surgió el merichippus, un animal de lo más elegante, tridáctilo, de algo más de un metro de altura, crines erizadas, rostro extendido y barras protectoras detrás de las cuencas oculares.
Contaba con un adelanto adicional que capacitaría a la familia de los caballos para sobrevivir en un mundo cambiante: las piezas dentarias adquirieron la notable facultad de crecer desde el alvéolo, cuando se desgastaba la corona. Eso permitió al protocaballo dejar de ramonear las hojas, puesto que descubrió que le era posible pastar la hierba nueva que estaba desarrollándose en las praderas. Porque la hierba es un alimento peligroso y difícil; contiene sílice y otras sustancias duras que destrozan la dentadura encargada de masticarla y prepararla para la digestión. Si el merichippus no hubiese desarrollado esos molares autorrenovables, el caballo que conocemos no habría podido evolucionar ni sobrevivir. Pero, dotado de ese equipo casi mágico, estuvo preparado.
Estas profundas transformaciones tuvieron lugar en las planicies que rodeaban el emplazamiento de las columnas gemelas. Allí, sobre aquellas tierras llanas que conocieron diversos climas, desde el tropical hasta el subártico, según estuviese localizado el ecuador en una u otra fecha, la singular especie zoológica fue pasando por los innumerables cambios precisos para llegar a la condición de caballo consumado.
Una de las variaciones más importantes en los predecesores del caballo se produjo hace unos seis millones de años, cuando el pliohippus, el último de la estirpe, evolucionó con un solo dedo en cada pie y eliminada la almohadilla sobre la que habían galopado sus ascendientes. Era ya un monodáctilo. Este animal era un hermoso caballo de talla media en casi toda la acepción de la palabra y cualquiera lo habría reconocido como tal, incluso a considerable distancia. Sucederían después refinamientos menores, principalmente en la dentadura y en la forma del cráneo, peto el caballo de los tiempos históricos estaba ya prefigurado.
Llegó convertido en equus hace cosa de dos millones de años, un animal tan espléndido como las edades podían producir. A partir del misterioso e invisible "paleohippus", la especie se había ido adaptando, de modo inconsciente y con gran tenacidad, a todas las alteraciones que la Tierra presentaba, ciñéndose siempre a cuanta mutación ofrecían las mayores probabilidades de desarrollo futuro. "Paleohippus" de diversas aptitudes, eohippus de forma sutil, merichippus con aspecto de caballería, pliohippus de casco único… esos atributos se mantuvieron; hubo docenas de otras variaciones igualmente interesantes, las cuales expiraron porque no contribuían a la forma definitiva. Hubo posibles caballos de todo género, algunos dotados de las más ingeniosas novedades, pero no sobrevivieron al no conseguir acomodarse al terreno tal como se desarrollaba; desaparecieron porque no eran necesarios. Pero el caballo, con su notable conjunto de virtudes y ajustes, sobreviviría.
Hace aproximadamente un millón de años, cuando los pilares gemelos estaban bien formados, un caballo macho de pelaje color canela y cola ondulante vivía en aquella zona, integrado en un rebaño de unas noventa cabezas. Tenía tres años y estaba dotado de patas especialmente vigorosas que le capacitaban para correr a más velocidad que la mayoría de sus congéneres. Era un pilluelo y se había separado de su madre antes que cualquiera de los otros machos de su generación. Siempre se adelantaba a los demás cuando había que examinar a algún recién llegado a la pradera y tenía la mala costumbre de capitanear a cualquier grupo de caballos dispuestos a ir de excursión por desfiladeros o a recorrer dilatados barrancos.
Una luminosa mañana de verano, este caballo alazán encabezaba una partida de seis compañeros inclinados a la aventura, con los que había emprendido una breve incursión, apartándose del rebaño principal. Los llevó a través de las praderas que se extendían más allá de los pilares gemelos y luego, avanzando hacia el norte, se adentró por una serie de estribaciones montuosas cuajadas de angostos pasos por los que galoparon en fila, agitando libremente las colas mientras corrían. Era una carrera estimulante y, al término del desfiladero principal, torcieron en dirección este, rumbo a una llanura que se abría invitadoramente. Pero mientras galopaban, vieron obstruido su camino por dos mamuts de extraordinario tamaño. Las enormes criaturas de piel tersa se elevaban impresionantes frente a los caballos, porque eran gigantescas con una altura de cuatro metros y cuarto en la cruz y monstruosos colmillos blancos que, desde la cabeza, se curvaban en descenso. Las puntas de los colmillos alcanzaban casi cinco metros y. si cogían a un adversario, podían lanzarlo a bastante altura. La pareja de mamuts resultaban animales imponentes y, de haber sentido animadversión hacia los caballos, tal vez hubiesen producido estragos entre ellos, pero eran apacibles por naturaleza y no tenían intención de hacer daño.
El alazán detuvo a su tropa y luego la condujo al paso en torno á los mamuts. Pasaron muy cerca de los grandes colmillos y después se lanzaron al galope y llegaron a las praderas orientales, donde pastaba un rebaño de camellos, inclinados torpemente hacia adelante. Los caballos no se dignaron mirarlos, porque un poco más allá se erguían unos cuantos antílopes que daban la impresión de esperar un desafío. Los siete caballos pasaron de largo, a toda velocidad, con lo cual, los rápidos antílopes, cada uno de los cuales lucía en la cabeza una corona de cuatro grandes astas, entraron en acción y salieron disparados en pos de los equinos.
Durante unos minutos, los dos grupos de animales se enzarzaron en una emocionante carrera, con los caballos ligeramente destacados, pero los antílopes aceleraron la marcha, adelantaron a sus rivales y, antes de que transcurriese mucho tiempo, los caballos sólo vieron polvo. Había sido una competición deliciosa, sin más objetivo que el de probar la rapidez.
Junto a la zona de pastos en la que los antílopes estuvieron alimentándose, descansaba una familia de armadillos, criaturas semejantes a ratas encajadas en armaduras plegables. Los caballos se percataron vagamente de su presencia, pero no se preocuparon en absoluto, porque el armadillo era un animal lento y pacífico que no causaba daño alguno. Pero los esféricos mamíferos dejaron de buscar babosas y, súbitamente, adoptaron una posición defensiva, convirtiéndose en bolas. Algún enemigo, invisible para los caballos, se acercaba por el sur. Apareció al cabo de breves instantes; una manada de nueve terribles lobos, el azote de las praderas, con largos colmillos y patas veloces. Corrieron con soltura por la colina que perfilaba el horizonte, mirando hada la llanura y olfateando el aire. El lobo que actuaba en plan de explorador detectó los armadillos y se los indicó a sus acompañantes. Los depredadores apretaron el paso, llegaron hasta los armadillos, inspeccionaron las redondas bolas acorazadas, las empujaron con el hocico y después se apartaron. Allí no había comida.
Con cierta aprensión, los caballos observaron a los nueve enemigos que atravesaban la pradera y albergaron la esperanza de que su camino les llevase lejos, por el este, pero no iba a ocurrir así. El lobo que acaudillaba al grupo, una espléndida bestia de lustrosa piel grisácea, localizó a los caballos y se lanzó a una veloz carrera, seguido instantáneamente por sus ocho compañeros de cacería. El alazán resopló y, en una fracción de segundo, comprendió que no debía conducir a sus seis congéneres al interior de los desfiladeros que habían recorrido poco antes, porque era posible que los dos mamuts les obstruyesen la salida, lo que permitiría a los temibles lobos alcanzar a algún caballo que se rezagase, precipitarse sobre él y despedazarlo.
Por lo tanto, con hábil salto lateral, echó a correr por la pradera en la misma dirección tomada por los antílopes y llevó a sus huestes lejos del terreno que constituía su hogar. Galoparon resueltamente, porque aunque los hambrientos lobos no estaban aún muy cerca, habían adivinado el rumbo que seguirían los caballos y se desviaron por el oeste para atajarlos. El alazán, al percatarse de la maniobra, condujo a sus compañeros hacia el norte, lo cual abrió un considerable espacio entre ellos y los lobos.
Mientras corrían en busca de su propia seguridad, dejaron atrás a un grupo de camellos que se movían con lentitud bastante mayor. Las grandes y torpes bestias observaron con aprensión el veloz paso de los caballos y se asustaron, aunque todavía ignoraban la causa del peligro. Se produjo una oleada de confusión en la pradera, nubes de polvo enturbiaron el aire y, cuando el polvo volvió a posarse, los caballos se encontraban ya casi a salvo del todo, pero los camellos quedaban directamente en medio de la ruta que seguían los nueve lobos. Los pesados rumiantes aceleraron su carrera cuanto les fue posible y se disgregaron con el fin de desviar el ataque, pero ello sólo sirvió para que las alimañas identificasen al más lento del grupo y se concentraran sobre el desdichado animal.
Acometiéndole por todos lados con sus formidables dientes, los lobos iniciaron el acoso. El camello moderó el paso. Inclinó la cabeza. No tenía defensa frente a aquellos feroces enemigos y, unos segundos después, uno de los lobos había saltado ya sobre el descubierto cuello del rumiante. Otro le clavó los dientes en el flanco derecho y un tercero le desgarró el vientre. El camello emitió un grito angustiado y se derrumbó, dobladas las torponas patas bajo el peso de las alimañas. Los nueve lobos cayeron encima del pobre animal en un abrir y cerrar de ojos y, antes de que los caballos hubiesen abandonado la zona, el camello estaba ya descuartizado.
Al trote corto, los caballos se alejaron en dirección sur, hacia las colinas que los separaban del terreno en el que se erguían los pilares gemelos. Pasaron por delante de un gigantesco perezoso que olfateaba el aire estival, medio enterado de la presencia en las cercanías de los lobos merodeadores en busca de presa. El enorme animal, cuyo tamaño era el doble que el del mayor de los equinos, comprendió, a juzgar por el aspecto de los caballos, que éstos habían tropezado con una manada de lobos, lo cual le impulsó a retirarse desmañadamente hacia una zona protegida. Con sus poderosas zarpas delanteras y su pesada corpulencia, un perezoso podía plantar cara a un lobo y derrotarlo, pero si le atacaba una partida de ellos, sus posibilidades de triunfo eran escasas, de modo que había que evitar el enfrentamiento.
El alazán adentró sus huestes por las estribaciones montuosas, recorrió una quebrada y salió a los llanos de su medio ambiente natural. A lo lejos, los pilares gemelos -blancos en la parte inferior asentada en la pradera, rojizos hacia la cumbre y blancos de nuevo en la punta recubierta de casquete protector- se alzaban tranquilizadores, como indicador hogareño, y cuando los siete caballos dejaron atrás el paso, emprendieron un apacible trotecillo para ir a reunirse con los miembros del rebaño principal. Su ausencia había sido notada y varios caballos viejos se les acercaron a acariciarles con el hocico. La manada tenía un desarrollado sentido de la comunidad, como si todos formasen parte de la misma familia, y cada uno de ellos se sentía complacido al ver regresar sano y salvo a algún integrante del rebaño que estuvo alejado del mismo durante cierto tiempo.
Entre los seis ejemplares que acompañaron al alazán en su correría figuraba una yegua joven, de pelaje pardo, que en el curso de las últimas semanas se había mantenido cerca de él, y viceversa. Evidentemente, sentían cierta atracción recíproca, una responsabilidad mutua, y, en circunstancias normales, se habrían dedicado ya a la práctica de la reproducción, pero se inhibían a causa de un peculiar conocimiento instintivo: la vaga certeza de que pronto iban a ponerse en marcha. Ninguno de los animales de más edad había indicado, de una manera o de otra, que estaban a punto de abandonar aquel agradable terreno dominado por los pilares gemelos, pero los caballos albergaban el extraño convencimiento de que estaban destinados a trasladarse… a ponerse en camino hacia el norte.
Lo que iba a ocurrir constituiría uno de los principales misterios del mundo animal. El caballo, aquella espléndida criatura que se desarrolló en la zona de los pilares gemelos, abandonaría su patria ancestral y emigraría a Asia, donde la especie iba a medrar mientras otros animales ocupaban las amenas praderas de la doble columna. Luego, unos cuatrocientos mil años después, el caballo volvería de Asia para reclamar los pastizales extendidos a lo largo del río, pero hacia el año 6000 a. C. se extinguiría en el hemisferio occidental.
Los caballos se disponían a emigrar hacia el norte y se daban cuenta de que no les era posible complicarse la vida con un montón de potros, de forma que el alazán y la yegua se contuvieron. Pero una fresca mañana, después de haber correteado ociosamente por las praderas como si desafiasen a los lobos para que se atrevieran a atacarles, se encontraron solos en la entrada de un desfiladero donde el sol rutilaba brillantemente y el caballo montó a la yegua. Ésta, a su debido tiempo, alumbró un precioso potrilla.
Fue entonces cuando el rebaño emprendió su lenta peregrinación hacia el norte. En tres ocasiones, el alazán trató inútilmente de detenerlos, a fin de que el potro pudiera descansar y tuviese oportunidad de mantenerse a la altura de los otros. Pero un profundo impulso instintivo obligaba al rebaño a alejarse de su tierra natal y el potro no tardó en quedarse rezagado. La yegua de color pardo se esforzó al máximo para mantenerlo junto a sí y el pequeño corría con sus patas desgarbadas, tratando de acercarse. La yegua observaba con satisfacción que el potro se manifestaba cada día más fuerte y que sus extremidades se movían con mayor firmeza y seguridad mientras avanzaban hacia terrenos más altos.
Pero durante la quinta semana, cuando se aproximaban a una parte fría de su trayecto, la comida empezó a escasear y la conveniencia de aquel viaje se hizo problemática. El rebaño tuvo entonces que diseminarse para buscar forraje, y un atardecer, cuando el alazán, la yegua y el potro olisqueaban entre la maleza para detectar indicios de hierba, un grupo de lobos hambrientos les atacó. Instintivamente, la yegua ofreció su cuerpo a los lobos, en un intento para proteger al potro, pero las feroces alimañas grises no se dejaron engañar por aquel ardid, dieron la vuelta por detrás de la madre y lanzaron salvajes acometidas al pequeño. Eso encolerizó al alazán, que se precipitó contra los lobos, accionando los cascos centelleantes, pero sin resultado positivo. Implacables, los lobos derribaron al potro. Los lastimeros chillidos del pobre animal se elevaron durante un momento y luego se sofocaron en un angustioso gorgoteo, al ahogarse el potro en su propia sangre.