Capítulo 5

Mientras corrían monte abajo en dirección a Palafrugell, Joan iba rezando para que los del pueblo salvaran a su familia. Al poco se encontraron con un par de jinetes: era la avanzadilla del somatén, los voluntarios que acudían a la llamada a las armas. El chico sintió un alivio indecible. Les informaron de lo ocurrido, de dónde estaban los piratas, de que había que actuar con rapidez.

—Hay que contárselo al regidor, él decidirá —dijo el que parecía mandar, y subió a Joan a la grupa de su caballo, mientras Tomás los seguía a la carrera.

Se toparon casi de inmediato con la tropa que esperaba a menos de una milla. El regidor de Palafrugell era un eclesiástico panzudo llamado fray Dionís, que administraba el señorío en nombre del convento de Santa Anna de Barcelona. Joan le vio vestido para el combate, con un casco que le cubría su cabeza medio calva medio tonsurada, con la parte superior de una armadura que no disimulaba su barriga, y espada al cinto. Le acompañaban algunos soldados, pero la mayoría eran somatenes, voluntarios del pueblo, armados con lanzas, ballestas, arcos y espadas.

—¡Han capturado a muchas mujeres y a niños! —le gritó Joan, excitado—. ¡Hay que rescatarlos de inmediato, están a punto de llevárselos!

El regidor le dijo que se tranquilizara y que le contara todo. Joan lo hizo a toda prisa e insistió en la urgencia.

—Un arcabuz —dijo—. A tu padre le han disparado con un arcabuz. Es como un cañón, pero pequeño.

—Nunca habíamos visto algo semejante —repuso Tomás—. Nos aterrorizó.

El eclesiástico continuó preguntándoles sobre mil detalles inútiles en opinión del chico, como el aspecto de la galera y cómo iban vestidos y armados los sarracenos.

—¡Por favor, que se los llevan! —suplicó Joan, cansado.

—Soy el responsable de estos hombres. Iremos con cuidado, no quiero caer en una emboscada y tener más muertos.

Al fin fray Dionís dio instrucciones y la tropa empezó a andar sin apresurarse. Él iba al frente del grupo, a caballo junto con una decena de jinetes pertenecientes a la pequeña nobleza y burguesía rica, mientras que los demás, pueblo llano y campesinos, seguían a pie. Joan se moría de impaciencia y continuaba rezando. Al poco el fraile ordenó que se detuvieran para esperar noticias de los exploradores.

—¡Se irán con nuestras familias! —le increpó Tomás.

—Tú no sabes nada de guerra —repuso el clérigo—. ¡Cállate!

Tomás se le acercó amenazante y Joan pensó que le golpearía, pero un par de soldados se interpusieron empujándole hacia atrás.

—¡Cobarde! —le gritó Tomás—. No os paráis a esperar a nadie cuando venís a nuestra aldea a cobrar impuestos, ¿verdad?

Los soldados le empujaron de nuevo y le obligaron a callar entre amenazas. Miró a Joan con sus ojos azules llenos de lágrimas y apretando las mandíbulas con rabia, le dijo:

—Vamos tú y yo.

Y echó a correr seguido por Joan. La campana de la torre de San Sebastián sonó de nuevo, perentoria, urgente, pidiendo ayuda. El chico lo sintió como un presagio funesto. Cuando llegaron jadeando donde los aguardaba Daniel, vio que los piratas obligaban a sus cautivos a subir a las naves. Les hacían entrar en el mar para trepar a la galera por escalas de cuerda.

En aquel momento Eulalia, que se resistía a abandonar a su niña de pecho, empujó a uno de los moros y María, Elisenda y un par más de muchachas aprovecharon para librarse de las sogas que las sujetaban por el cuello y escapar.

—Tenemos que hacer algo —dijo Joan, desesperado.

—¡Vamos, Daniel! —gritó Tomás.

—No podemos hacer nada.

—¡Se llevan a mi mujer y a mi hija!

—También a mi hermana, pero no haré que me maten. El resto de mi familia me necesita.

Tomás no contestó, se limitó a salir del refugio entre los árboles y coger su ballesta para dirigirse a la playa.

—¡No vayas, Tomás!

Cuando Daniel quiso detenerle, Tomás se soltó de un manotazo y echó a correr hacia los piratas. Joan le seguía, pero Daniel le agarró y a pesar de su forcejeo, el hombre pudo con el niño.

El chico vio cómo dos piratas golpeaban a su madre con saña mientras otro la arrastraba estrangulándola con la soga. Tuvo que soltar a Isabel. Y a tirones de la cuerda la obligaron a entrar en el mar y subir por la escala. Joan gritó desesperado, luchando para seguir a Tomás, impotente ante la fuerza con que le sujetaba su vecino. Sentía en su cuerpo los golpes que le propinaban a su madre y en su interior un puño invisible le estrujaba el corazón.

Mientras, los sarracenos volvieron a capturar a las muchachas, entre jolgorio y risotadas, otra vez les pusieron las sogas al cuello y, tirando de ellas, las llevaron a la nave. La brisa trajo de nuevo el tufo intenso de podredumbre, excrementos y miseria humana que despedía la galera y a Joan se le removió el estómago. Se dijo que aquel debía de ser el olor del infierno.

—Mira, el somatén está allí. —Señaló Daniel con el dedo.

Vieron a las muchachas cuando trataban de huir pero no hicieron nada.

La tropa se encontraba al otro lado de la aldea, observando.

—¿Qué esperan? ¡Dios mío, que los salven! —murmuró el chico.

Entonces una nube apareció en la proa de la galera seguida de un trueno. Una columna de polvo y cascotes se levantó muy a la izquierda de la milicia comandada por el fraile y esta se dispersó en retirada. Y aquello fue todo. Los somatenes contemplaron a distancia cómo los piratas se llevaban a los seres queridos de los aldeanos, cómo les arrancaban a pedazos sus vidas. Sin hacer nada.

Cuando Tomás pisó jadeante la arena de la playa, los sarracenos cargaban ya a los últimos cautivos y a Joan le pareció oír un grito desde la nave. Quizá fuera Marta, su esposa.

—¡Vete, Tomás!

Pero él no desistió y con un trotecillo fatigado se puso a correr sobre la arena hacia el barco, con su arma cargada aunque sin apuntar. Estaba a menos de un tiro de ballesta de la galera cuando sonó uno de aquellos truenos y la arena saltó a sus pies. Tomás se detuvo y Joan creyó que le habían herido como a su padre. Permaneció inmóvil, como esculpido en piedra, y los musulmanes no volvieron a disparar. Todos los cautivos habían embarcado ya y los últimos sarracenos en la playa empujaban la Gaviota al mar, se la llevaban.

Tomás salió de su inmovilidad y despacio, con paso vacilante, como sonámbulo, dejó caer su ballesta al suelo y anduvo hacia la nave mientras los sarracenos levaban anclas.

—¡Marta! ¡Elisenda! —gritó desgarrado.

Alguien respondió, pero la voz se perdió entre el griterío de órdenes, los golpes y los crujidos. La marea elevaba la nave, sonó una corneta, y de pronto ciento cincuenta remos se levantaron para hundirse en el agua, todos a la vez, con un chapoteo siniestro, y el gran navío retrocedió hacia el mar, imponente.

—¡Marta! ¡Elisenda! —aulló Tomás como loco.

Joan vio cómo corría hacia la galera saltando y salpicando entre las olas y cuando el agua le obligó a nadar, lo hizo con desesperación. El hombre era algo insignificante, minúsculo, en comparación con la nave.

La galera viró y enfiló su proa a alta mar. Un mar demasiado azul y hermoso para una tragedia tan grande. Joan sintió que los sarracenos se llevaban la vida de la aldea. Le habían arrancado el corazón, nunca se recuperaría, jamás sería igual. Nadie lo sería.

También se llevaron las provisiones para el invierno y a la Gaviota, la hermosa barca del padre de Joan. Detrás dejaron llanto, desesperación y hambre.

Entonces Daniel le soltó y Joan, impotente, roto, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, vio cómo la nave se adentraba en el mar hasta desaparecer. Sobre la arena habían abandonado el cuerpecillo de Isabel, ensangrentado, que intentaba gatear. Berreaba y su llanto rompía el silencio de muerte de la aldea.

Joan corrió tambaleante hacia ella, la tomó en brazos y luego, agotado, se dejó caer con la pequeña sobre la arena. Acunaba a Isabel mirando al cielo, donde ya no había nubes, solo un azul inclemente, y se deshizo en lágrimas.

Estaba exhausto y sentía su corazón desgarrado. Jamás hubiera podido imaginar tanta pena. Su padre, su madre y su hermana. Veía sus caras y la angustia confundía sus pensamientos, que se amontonaban atropellados. Pero una ansiedad pronto superó a todas las demás: pensaba en qué decirle al pequeño Gabriel cuando le preguntara por sus padres.

Prométeme que serás libre
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