Capítulo 89

Cuando los libros pedidos a Bartomeu llegaron de Barcelona, Joan los envió a Roma y recibió el dinero. Había más demanda para Tirant lo Blanc, pero el joven empezó a listar otras obras españolas que podrían interesar a sus clientes. Si la invasión francesa no lo evitaba, acrecentaría su negocio; vendió libros incluso a sus colegas oficiales de las galeras. El almirante no se entrometía en sus transacciones y hasta parecía aprobarlas.

«Un caballero debe ser capaz de hablar de las artes e incluso de filosofía en sus conversaciones mundanas», decía con frecuencia Vilamarí.

—Te estás convirtiendo en todo un librero —le dijo Antonello—. Si continúas así, tendré que subirte el porcentaje de comisión.

—Acepto mantener el que tengo con tal de que me dejéis ayudaros en la imprenta.

—¿Es que me quieres hacer la competencia? —le preguntó el napolitano riéndose.

—Siempre he querido ser librero —le confesó el joven, vehemente.

—Lo sospechaba —repuso Antonello con su sonrisa guasona—. Ve al taller, pero espero que seas de ayuda y no de estorbo.

Y Joan volvió a aspirar el aroma del papel nuevo y de la tinta fresca. Lo amaba. Pero la imprenta era un oficio bastante más sucio que el de escribano. Como aprendiz le tocaba limpiar la tinta de las prensas; eso no ocurría con la caligrafía, en la que los borrones, cuando los había, eran pequeños. Terminaba con las uñas manchadas, algo impropio de un caballero. Sin embargo, eso era una molestia menor para Joan, que se sentía feliz participando en el nacimiento de nuevos libros. En cuanto a las manos, afortunadamente estaban en invierno, y un caballero, como quería aparentar ser, debía usar guantes en la calle.

En las navidades de 1494 los franceses estaban a punto de entrar en Roma mientras el papa Alejandro VI negociaba para evitar ser depuesto por la fuerza de las armas. Aún residía en el Vaticano, pero el castillo de Sant Angelo, con una guardia casi exclusiva de españoles, en su mayoría valencianos, estaba preparado para un largo sitio. Mientras, las calles de Nápoles continuaban sin mostrar inquietud por lo que se avecinaba; hacía poco más de cincuenta años el reino era gobernado por la dinastía francesa de los Anjou y no creían que el regreso de estos fuera a cambiar mucho su vida.

Joan y Anna empezaron a encontrarse con cierta regularidad en la librería a partir de que ella volviera con la excusa de un regalo unos días antes de Navidad. Ella tenía veintidós años y él estaba a punto de cumplir los veintitrés. La esposa de Antonello hizo amistad con el ama, que se sentía muy honrada por las atenciones que le dedicaba una burguesa tan relevante como la librera. Deslumbrada por la cháchara brillante de esta, el ama aflojaba su vigilancia de perro de presa creyendo que la signora se quedaba sola con los libros. Pero la signora se olvidaba de los libros de inmediato para caer en los brazos de Joan tan pronto ella subía al piso superior de la casa.

Los abrazos y los besos eran tan maravillosos como el primer día, pero el tiempo volaba para los amantes y Joan quería más. En el cuarto encuentro en el despacho de Antonello se atrevió a pedirle lo que ansiaba.

—Dejadme entrar en vuestra casa por la noche. Necesito más tiempo con vos.

—¿Estáis loco, Joan? —se escandalizó ella, mirándole con ojos de asombro—. ¿Y mi marido?

—Vuestro marido viaja mucho últimamente. Los rumores dicen que es partidario de los Anjou y que está preparando la llegada de Carlos VIII a Nápoles.

Anna enrojeció.

—No os lo diría aunque lo supiera —repuso apurada—. Le debo fidelidad cualquiera que sea su posición política.

—A mí me trae sin cuidado de qué bando esté —dijo tranquilizándola—. Lo único que me importa es que os deja muchas noches sola.

—Mi casa es casi un castillo y los sirvientes están armados, Joan —continuó ella, agitada—. Es imposible que logréis pasar de la puerta y más aún que lleguéis a mí.

—No pienso entrar por la puerta.

Ella le observó interrogante.

—Soy marino, Anna. Sé trepar por cuerdas y jarcias. He tenido mucho tiempo para observar vuestra casa. Las ventanas de la planta baja están completamente enrejadas y lo mismo ocurre con la primera fuera de unas celosías que parecen fijas. Pero en la segunda las celosías se pueden abrir desde dentro. En la fachada izquierda del edificio hay un callejón, que en la noche está sumido en las tinieblas más densas. Solo tenéis que lanzarme un cabo desde las celosías del piso segundo de aquel lado y os acompañaré toda la noche hasta justo antes del amanecer.

Anna le miraba sin salir de su asombro, después sus ojos recorrieron los lomos de los libros de los estantes del despacho y por último le observó con intensidad, frunciendo el ceño.

—¡Estáis loco, Joan! —exclamó al fin vehemente, parecía indignada—. Completamente loco.

—¡Pero…!

—No os acepto ningún pero —le cortó Anna. Joan le notaba las mejillas sonrosadas—. Queréis poner en peligro vuestra vida, la mía y el bienestar de mi familia. ¡Demasiado riesgo estoy tomando al venir aquí!

—Mi vida me importa poco —se lamentó él—. Sin vos es miserable, sufro viéndoos de lejos, necesito teneros cerca, abrazaros. Y en cuanto a vuestra vida, daría la mía antes de causaros el más mínimo daño.

—Pues entonces abrazadme y no me pidáis lo que no puedo dar —le suplicó ella.

Joan lo hizo. Aquellos instantes eran demasiado preciosos para malgastarlos en discusiones. Pero al despedirse ella le dijo:

—Comprended esto, Joan. Os amo porque no puedo evitarlo, si pudiera dejaría de hacerlo y sería feliz con mi marido. Pero aunque no le ame, tengo obligaciones hacia él. Nunca le traicionaré ni política ni físicamente. Aunque nos viéramos cada noche, yo nunca os entregaría mi cuerpo.

—Me basta con vuestro amor —repuso él—. Pero necesito veros más tiempo.

Él sabía que aquello no era del todo cierto; gozaba del amor de Anna, aunque cada día la deseaba más. No pasaban de besos y abrazos, sin embargo, él imaginaba el resto. Se repetía que ya era mucha fortuna que le amara, que no debía tentar a la suerte.

Cuando le comentó su dilema a Antonello, este sonrió y le dijo:

—Mi querido amigo, tienes aún mucho que aprender sobre el amor. Cuando una dama dice que no, quiere decir quizá. Cuando dice que quizá, quiere decir que sí. Y si dice sí de primeras, entonces no es una dama.

—¡Anna no es como las demás! —le cortó Joan, enfadado.

El librero rio.

Escribió en su libro la frase de Antonello y después añadió: «¿Será eso cierto? Mi dama me rompe el corazón y ese diablo cínico me tortura. No sé cuánto más podré soportarlo. Pero no me detendrán ni los temores de mi amada ni las burlas de ese engreído que se cree sabio en amores. Insistiré, Anna, por nuestro amor, por el bien de ambos».

Prométeme que serás libre
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