Capítulo 43

Joan cruzó la Rambla para dirigirse al camino del Peu de la Creu. Allí, al final de la vereda continuaba aquella casa destartalada, medio oculta entre árboles, donde el pasaje moría en unos matorrales. El chico moderó su paso, jadeaba. El cielo era de un gris plomizo, amenazaba tormenta y sentía aprensión. Pero no tendría miedo, se dijo, llegaría hasta el final.

De la chimenea salía una columna de humo, aunque al llamar no obtuvo respuesta. Quizá la bruja estuviera acostumbrada a que los muchachos golpearan su puerta para echar a correr. Insistió.

—¿Quién es? —respondieron al rato.

—Joan Serra.

A eso le siguió un silencio y después oyó:

—No te conozco. Vete, estoy ocupada.

—¡No me puedo ir! Os necesito.

Esperó pero no obtuvo respuesta, parecía que la mujer daba por zanjada la conversación. El viento arreciaba y empezaron a caer gotas de lluvia. Joan se arrebujó en su capa. Al rato volvió a golpear la puerta hasta que la misma voz preguntó:

—¿Quién es ahora?

—Soy Joan.

—¡¿No te dije que te fueras?!

—Y yo dije que os necesito. Abridme, por favor.

—Estoy ocupada.

—No me iré hasta que abráis.

Hubo otro silencio y después unos gruñidos de disgusto y descorrer de cerrojos. Una mujer de unos cuarenta años con aspecto desaliñado y pelo canoso alborotado, sin cubrir con un manto como correspondía a su edad, abrió la puerta. No tenía ningún ojo de cristal en su mano y los suyos, verdes, se movían observándole. Le veía.

—Os necesito —repitió él.

—¿Para qué? —inquirió ella, huraña.

—Os necesito porque sois bruja y solo una bruja me puede ayudar.

—¿Bruja yo? ¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo lo dice.

—Pues no es verdad. Algunos mienten con mala intención y los otros se equivocan. Yo solo conozco algunos remedios y trato de ayudar a la gente.

—Dicen que vivís de eso. Traigo dinero y coral para pagaros.

La mujer se quedó pensativa y después respondió:

—Vivo de eso y si continúan llamándome bruja, también moriré de eso. ¿No serás familiar de la Inquisición?

—No, no lo soy.

—¡Júralo por la salvación de tu alma!

—Lo juro.

La bruja pareció tranquilizarse y dando unos pasos más allá del umbral de la casa lo contempló con cuidado bajo la luz gris de la tarde. Vio sus ojos enrojecidos por el llanto, las ojeras, y percibió un dolor profundo en él. Le tomó las manos en las suyas y bajó sus párpados hasta casi cerrarlos. Joan sintió unas manos huesudas pero cálidas y la observó con aprensión. Al poco unas lágrimas serenas corrían por las mejillas de la mujer. Entonces una fuerte ráfaga de aire acompañada de lluvia fría los golpeó, al tiempo que el estampido de un trueno les hacía estremecer. Ella se puso a temblar.

—Entra —dijo.

Joan se encontró en una gran habitación con una chimenea en un extremo donde el fuego calentaba un caldero que iba soltando vapor. Un vaho oloroso y picante llenaba la estancia. Del techo colgaban distintas hierbas y lo que al muchacho le parecieron pellejos y las paredes tenían anaqueles con tarros y potes. En el centro había una mesa y señalando un taburete, la mujer le dijo que se sentara.

—¿Qué quieres de mí? —le interrogó clavándole unos ojos demasiado abiertos.

—Dicen que las brujas adoráis al demonio en lugar de a Dios. Que tenéis un pacto con él.

—Yo no soy bruja.

—Y he leído en ciertos libros que el diablo no es un ángel caído, sino que es otro Dios —continuó el chico—. Y que es tan poderoso como el Dios de la Biblia.

La mujer rio mostrando una boca en la que le faltaban algunos dientes. Después repuso con sorna:

—No sé de qué me hablas. Yo no sé leer.

—El Dios de la Iglesia es injusto y de nada sirve rezarle. —Joan siguió sin hacer caso a los reparos de la bruja—. Intento seguir sus leyes pero me castiga sin motivo y daña a la gente buena a la que amo. Quiero el poder de tu dios para recuperar a mi familia, conseguir a mi amada y vengarme de unos miserables.

—La gente viene aquí a pedirme remedios para la tos, para los dolores, todo lo más un filtro amoroso… —repuso ella fingiéndose pensativa; sus labios dibujaban el inicio de una sonrisa—. Pero lo tuyo, desde luego, se sale de lo normal…

—¡Ayudadme! —gritó Joan.

La bruja no dijo nada, solo se le quedó mirando a los ojos fijamente y a pesar de su determinación, Joan sintió miedo. De no ser por la rabia y la desesperación que llenaban su corazón, hubiera salido corriendo de aquel lugar. En aquel momento sonó otro trueno tan fuerte que parecía que el rayo hubiera caído allí mismo y una lluvia intensa empezó a golpear el techo de la casucha. El susto le hizo dar un salto, pero la bruja ni pestañeó y le miraba como una serpiente a su presa. Aquello atemorizó aún más al muchacho. Quiso sostener su mirada, aunque no podía y la desviaba una y otra vez, y cuando lograba mantenérsela, veía la cara de la mujer transformándose. En una de sus mutaciones el chico vio en ella la faz del tuerto asesino y se le escapó un grito. La bruja despertó de un aparente sueño en que mantenía los ojos abiertos. Le miró con extrañeza y al fin le dijo:

—Cuéntame.

—¿El qué?

—Cuéntame todo, desde el principio. Quiero saber qué te ha llevado a renegar de Dios.

Aquellas palabras causaron otro tipo de temor en Joan. ¿Había él renegado de verdad de Dios? No se lo había planteado en términos tan duros, pero quizá tuviera razón la mujer. Y se dijo que aquello le hacía del mismo gremio que la bruja. Iba a abrir la boca para responder cuando ella le detuvo con un gesto. La lluvia arreciaba y el techo parecía querer desplomarse. Tenía múltiples goteras y la mujer había dispuesto varios cacharros donde estas eran mayores. Cada gotera daba una nota distinta en su recipiente y el concierto sonaba repiqueteante dentro y fuera de la casa. La luz que entraba por los ventanucos disminuía por momentos y los vapores del caldero formaban una neblina húmeda. Casi no se veía. La mujer cambió unos potes por otros con rapidez, desaguó los llenos, se acercó a la lumbre para echar unos troncos y regresó a la mesa con un candil encendido. La luz desde abajo proyectaba sombras deformes en su rostro y Joan se convenció de que trataba con un monstruo del diablo. Ella puso el candil sobre la mesa al sentarse y con un gesto mudo le instó a que hablara. Y el muchacho le contó su peripecia desde el paraíso perdido de Llafranc hasta la Inquisición y la huida de los Roig que le dejó sin amor y sin la posibilidad de demostrar su inocencia.

—De nada me sirvió suplicarle a Dios, una y mil veces —decía con lágrimas en los ojos—. De nada me sirvió cumplir sus preceptos.

—¡Cállate ya! —chilló la bruja, dejando ver los huecos de su dentadura.

Joan la miró atemorizado y vio en su cara una mueca. La mujer tenía una piel muy blanca y fina, solo surcada por líneas tenues en la zona de los ojos. Pero ahora su semblante se contraía, sus labios se apretaban crispados y su frente se poblaba de arrugas. A la luz del candil parecía un monstruo en metamorfosis y el chico se encogió ante el temor de presenciar la aparición del diablo en unos instantes.

—¡¿Te crees que eres el único que ha sufrido?! —le gritó.

Joan no sabía dónde meterse; se encogió un poco más.

—¿Me ves bien? ¿Me has visto?

El chico afirmó con la cabeza sin saber a qué se refería y sin atreverse a preguntar.

—Pues en el año setenta y seis yo era una mujer hermosa y feliz, muy feliz. Estaba casada con un hombre fuerte que me acunaba en sus brazos y nos amábamos. Mucho. Sobrevivimos a la guerra civil y a las hambrunas. Los dos éramos especieros de familia y nuestro negocio empezaba a funcionar, él atendía a las mezclas químicas y fabricábamos la mejor pólvora de Barcelona. Yo conocía bien las especias para las comidas, las hierbas y los remedios, y tenía las recetas guardadas de muchas generaciones de mujeres de mi familia. Éramos muy respetados en el gremio y nuestros compadres nos consultaban con frecuencia a pesar de que aún no teníamos ni treinta años. Amábamos nuestro trabajo, buscábamos en viejos tratados y experimentábamos nuevas fórmulas. Quería pasarle a mi hija más saber del que yo había recibido. Teníamos una niña de cinco años, que ya jugaba con el mortero, las hierbas y los condimentos, dos chicos de tres y dos años, y una niña a la que yo aún amamantaba. ¡Éramos tan felices!

La bruja calló y se quedó mirando hacia el infinito, con la faz relajada y una sonrisa en la boca, pero en realidad miraba hacia adentro contemplando imágenes muy queridas y oyendo voces largo tiempo añoradas. El repiqueteo de la lluvia en el tejado y el concierto de las goteras en las vasijas continuaban intensos y la bruma era incluso más espesa. En el exterior la riera de la parte trasera de la casa rugía. Joan contempló por un tiempo aquel rostro, tan cambiante al parpadeo de la luz del candil, hasta que no pudo contenerse.

—¿Y qué pasó?

Ella le miró con una expresión dura en su rostro y por un momento él lamentó haberla despertado de su ensoñación.

—Vino la peste —repuso la bruja arrastrando sus palabras—. Preparé los remedios que sabía para proteger a mi familia, pero mi hija mayor enfermó primero. Rezamos y rezamos mientras ensayábamos distintas medicinas, pero los niños también enfermaron, después los siguió mi marido y al poco murió la niña. Me sentía desolada cuidándolos a todos y me faltaba la fuerza, el apoyo y el consuelo que siempre me dio mi esposo. Le abrazaba, le hablaba, pero la fiebre le impedía contestarme. Yo rezaba suplicando para vencer a la peste y salvar a los que me quedaban. Pero los dos niños murieron uno tras otro y después murió él. Solo tenía a la pequeña.

»Mucha gente pereció aquel invierno, aunque también hubo bastantes familias donde no hubo víctimas y en otras solo una o dos… En la mía murieron todos.

La bruja sollozó y tras apoyar los codos en la mesa ocultó su cara. Esta vez el chico esperó paciente a que volviera a hablar. Lo hizo al rato.

—Cuando murió mi bebé salí a la calle con su cuerpo en brazos y grité para que todos me oyeran. Maldije a Dios, renegué de Él y de la Iglesia. Lo hice hasta perder la voz. —La bruja miró a Joan con intensidad—. Tú al menos tienes a quién culpar de tus males. A esos piratas que mataron a tu padre y se llevaron a tu familia, a ese Felip o a la Inquisición. Yo no tenía a nadie. Solo a Dios.

—¿Y qué pasó?

—Algunos querían que se me azotara por blasfema. Estaba enferma de la peste y quizá eso me salvó. Otros decían que había enloquecido y que me moriría como el resto de mi familia. Eso esperaba yo, morirme, reunirme con ellos. Me quedé sola en mi casa, ardiendo de fiebre, hablándole a los fantasmas de mis queridos muertos y no hubo vecino que me trajera ni agua, pero Dios me mantuvo con vida para que aún sufriera más. Y cuando sané, el gremio me impidió abrir la tienda, me expulsaron. Querían que me arrepintiera, que hiciera penitencia pública por mis blasfemias y que quizá algún día, si mi vida era virtuosa, me admitirían de nuevo.

—¿Y qué les dijisteis?

—Que se fueran al infierno. Teníamos este huerto donde cultivábamos plantas medicinales y aquí me vine a vivir. Unos dicen que soy bruja y que tengo un pacto con el diablo. Otros que estoy loca. Pero cada vez viene más gente a la que el médico no le sana. —Y rio—. Ya ves, cuando los rezos no funcionan, no les importa tratar con el diablo si les puede curar.

—¡Ayudadme! —insistió el chico.

—¿A qué?

—A tomar venganza.

—¿Tanto odias?

—Sí.

—¿Quieres ver al diablo? —Había algo extraño, premeditado, en los ojos de la hechicera—. ¿Te atreves? ¿Odias tanto como para atreverte a pedirle venganza a él?

Joan rebuscó en sus sentimientos. Sentía odio, rabia, deseo de venganza, aunque las palabras de la bruja le atemorizaban. Aun notando un miedo atroz, quería a toda costa poder rescatar a sus seres queridos. Deseaba conseguir la fuerza, obtener el poder para alcanzar su venganza, pero se sentía pequeño, incapaz. Quería dejar de sufrir como sufría y estaba dispuesto a pagar el precio que fuera.

—Lo veré si me ha de ayudar a demostrar mi inocencia, a recuperar a Anna y a mi familia y a vengarme de los que tanto daño nos han hecho —dijo al fin.

—De acuerdo, te ayudaré —repuso ella lentamente, arrastrando las palabras y mirándolo de nuevo con aquella fijeza de ofidio—. Pero ¿qué tendré yo a cambio?

—¿Qué queréis?

—¿Qué es lo que más aprecias?

El muchacho tragó saliva. ¿Qué le querría pedir la bruja?

—¿Queréis mi alma? —preguntó el chico con un susurro.

—¡No! —dijo la mujer después de un largo silencio—. Yo no negocio con almas. Trata eso con el diablo cuando le veas. Quiero algo que me sirva a mí.

El muchacho sacó una bolsa que llevaba en el cinto y extendió su contenido sobre la mesa. Había monedas de distinto tamaño y cuatro piezas de coral rojo.

—Eso es todo cuanto tengo —dijo—. Tomad lo que queráis. Tomadlo todo. Hay poco dinero, pero el coral es de primera calidad. Podréis obtener de tres a cuatro libras por él.

—No me das nada que necesite. Gano lo suficiente para vivir, pero aun así te cobraré lo que cobro a la gente por mis remedios.

Y rebuscó entre las monedas para quedarse solo con tres dineros de vellón, la cuarta parte de un sueldo.

—Guárdate lo demás —dijo la bruja una vez escondió los dineros en un bolsillo de su falda—. Pero lo que tú me pides es muy especial, quiero algo que yo no tenga.

—No sé qué más te puedo dar.

—¿Eres virgen?

El chico la miró atónito.

—Sí —repuso Joan observando a aquella bruja horrible.

—Quiero que me des tu virginidad. Ese es el precio.

El chico se quedó mudo de asombro. A pesar de su descuido, de la falta de dientes, de su fealdad presente, estaba convencido de que aquella mujer fue hermosa doce años antes. Muy hermosa. Sin embargo, el sufrimiento y los años la cubrieron con una pátina monstruosa. Le producía repulsión.

—Eso es lo que tienes que pagar —insistió la bruja—. Tómalo o déjalo, pero no me hagas perder más tiempo. ¿Qué dices?

Joan asintió con la cabeza. La mujer lo contempló unos instantes y soltó una risotada.

—¿Tanto odias, chico? —dijo con una mirada que le desnudaba—. ¿Odias tanto?

Prométeme que serás libre
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