Capítulo 36
Joan mantuvo su rutina de visitar las tabernas en busca de información. Se sentaba solitario en una mesa desde donde pudiera ver toda la tasca, observaba y escuchaba. Si la conversación merecía la pena, era todo oídos; si no, escogía interlocutor para charlar y si el marino era extranjero, Joan trataba de comunicarse en su lengua, lo que le convertía en amigo. En ocasiones no podía evitar beber al ser invitado y después de un par de borracheras y de vomitar en la calle, el chico alcanzó un excelente conocimiento de sus límites. No iba a las tabernas a beber, sino a saber y aunque era apodado Bebe-poco, los taberneros le apreciaban, pues era un cliente asiduo y nada problemático.
El episodio de Sitges le cambió. Su rencor crecía destilando un componente frío, de violencia contenida; aunque ahora sentía que estaba sobre la pista correcta. Llegó a la conclusión de que su familia se encontraba en Italia, pero la información que precisaba solo la podía obtener de los marinos del almirante y aguardaba ansioso el regreso de la flota. Y mientras estuvieran lejos, combatiendo a los turcos, él se centraría en marinos italianos. Se interesaba por la situación política y la económica, y en particular por los circuitos de trata de esclavos. Fijaba en su memoria todo tipo de datos, en especial vocabulario y los distintos acentos de las lenguas italianas. Encontraría a su familia y cumpliría al fin la promesa hecha a su padre.
Días después preguntaron por él en la librería. Era el fabricante de campanas.
—Me ha costado mucho encontrarte, muchacho —le dijo poniéndole una mano en el hombro—. Os fuisteis sin que os pudiéramos dar las gracias.
—No necesitábamos las gracias. Cuando preguntamos en el hospital y nos dijeron que todos se salvaron, tuvimos una gran alegría.
—Sí, gracias a san Eloy, a ti y a tu hermano, todo ha quedado en unos huesos rotos que se curarán.
—Me alegro.
—Estamos en deuda con vosotros. Si en algo os podemos ayudar, solo tenéis que pedirlo.
Joan quedó pensativo. La cofradía de los Elois, que comprendía a casi todos los gremios que trabajaban con el metal y el fuego, era muy poderosa, pero no se le ocurría en qué forma podrían ayudarlos en la búsqueda de su familia. Después pensó en Gabriel y le dijo:
—¿Podríais tomar a mi hermano como aprendiz? Le fascinan las campanas. Dice reconocer al primer toque cualquier campana de Barcelona.
—Las campanas tienen voces distintas, lleva razón tu hermano —repuso el hombre sonriente—. Su sonido depende del tamaño, de la forma y de la aleación de bronce con la que estén hechas. Fabricamos campanas, aunque pocas. Somos fundidores de grandes bloques de bronce que en su mayoría son piezas de artillería. De hecho, a nuestro gremio le llaman el de los cañoneros.
—No creo que a mi hermano le importe hacer cañones si alguna vez puede fabricar una campana.
—Entonces dile que venga mañana a verme. Le trataré como a un hijo.
Cuando Gabriel lo supo, dio saltos de alegría. ¡Cuando fuera mayor haría la campana con el sonido más bello del mundo!
El inquisidor Espina, ya con plenos poderes, eligió el viernes 14 de diciembre de 1487 para representar el primer gran espectáculo de la nueva Inquisición.
Quiso celebrar un acto de desagravio a Dios y de perdón para los humanos errados, reconciliándolos con la Iglesia. Los penitentes eran conversos que, atemorizados por las terribles noticias llegadas de Valencia, se presentaban voluntarios inculpándose de recaer en prácticas judaicas.
Los aprendices acudieron a ver la gran procesión que partía desde la iglesia de Santa Caterina hacia la catedral.
Abría el desfile un fraile con el pendón de la Inquisición, representando a la cruz, con una espada a su derecha que simbolizaba el trato que se había de dar a los herejes y a la izquierda un ramo de olivo en promesa de reconciliación a los arrepentidos. Le seguían un grupo de monaguillos cantando y fray Espina junto a cuatro soldados de la propia Inquisición. Después otro fraile portaba una gran cruz y tras él un grupo de cincuenta «penitenciados», que eran los arrepentidos que pedían clemencia. Había entre ellos gente conocida, en general artesanos, desde sastres a barberos, aunque la mayoría eran mujeres y entre ellas varias viudas de escribanos reales. Cubrían sus ropas con el sambenito, una especie de escapulario con orificio para la cabeza y que caía sobre pecho y espalda. Era amarillo con grandes cruces rojas delante y atrás. Sus cabezas estaban tocadas por el cucurucho, un capirote cónico amarillo y rojo al igual que el sambenito. Desfilaban también cantando y alguno se azotaba la espalda con un látigo tipo escoba. Era un espectáculo nuevo y extraño, las gentes señalaban con el dedo a los conocidos y alguno se mofaba de su aspecto ridículo.
—Estos se librarán del castigo —comentó Felip decepcionado.
Joan se dijo que demasiado castigo era aquella vergüenza para quien confesó y se arrepentía.
A los penitentes los seguía un fraile dominico con otra cruz y un numeroso séquito de escribanos, alguaciles, notarios, comisarios y familiares de la Inquisición.
Al llegar a la catedral, fray Espina se colocó en lo alto de las escalinatas y cuando toda la procesión estuvo reunida, dio su prédica, admitiendo al final de esta a los arrepentidos en el seno de la Iglesia.
Pero la penitencia no terminaba aquel día. Los arrepentidos tendrían que desfilar en otras dos procesiones y no podrían quitarse los sambenitos ni de día ni de noche durante un año. Así serían vigilados por los demás ciudadanos para constatar que no cayeran de nuevo en herejías.
Además, ya nunca podrían lucir oro, plata, perlas, piedras preciosas, ámbar, coral, ni tampoco vestidos lujosos de seda, de lana fina, ni de color rojo. Se les prohibía ejercer oficios públicos, no podían ser médicos, cirujanos, tenderos, especieros, procuradores, cambistas, notarios, ni escribanos. Tampoco podrían montar a caballo ni llevar armas.
—Hacen todo lo posible para humillar a los penitentes en público —observaba Bartomeu al preguntarle Joan.
—Más que perdonados, parecen castigados.
—Y además, la Inquisición les obliga a pagar dinero como penitencia.
—Pero ¿no se acogieron voluntariamente a la gracia dentro del plazo establecido?
—Sí —repuso Bartomeu—. La ciudad envió embajadores al rey Fernando en protesta por el abuso, aunque no conseguirán nada; fray Alfonso Espina continuará haciendo lo que le plazca.
—El poder de ese fraile es increíble.
—Es la persona más poderosa de Barcelona —afirmó Bartomeu—. Incluso el obispo ha delegado en él sus poderes. Pero no es la autoridad del rey o del Papa lo que le hace tan temible, sino el poder que posee de aterrorizar, de hacer que nadie se sienta seguro. El miedo es su mejor arma. Usa a los miedosos para intimidar al resto. ¿Has visto a todos esos que desfilaban con sambenitos y capirotes?
—Sí.
—¿Te crees que fray Espina los perdonó solo a cambio de dinero, de la vergüenza pública y de la humillación?
Joan se encogió de hombros.
—¡Pues no! —Bartomeu estaba indignado—. ¡Tuvieron que acusar a otros! ¡Son delatores! El inquisidor no perdona si no le dan nombres.
El muchacho consideró aquello y le pareció horrible.
—Si te quieres salvar, debes denunciar a tu amigo, a tu vecino, a tu esposo…
Joan movió consternado la cabeza.
—Además, las denuncias son secretas, no sabes quién te acusa ni de qué —continuó Bartomeu—. Y por lo tanto no te puedes defender, estás en manos del inquisidor. ¿Te imaginas el pánico que sentirías de tener algo que ocultar? Por eso muchos se entregan antes de que los denuncien. Y a su vez tienen que acusar a otros.
Joan miró al comerciante sin saber qué decir y este sentenció:
—Intentamos resistir a esa Inquisición por todos los medios posibles. Pero perdimos. Como en otras ciudades, el terror se abate sobre Barcelona; se convertirá en una ciudad de delatores.
Aquella noche, Joan anotó en su libro: «Miedo. Una ciudad de chivatos».
Al día siguiente, una nave de un tal Gelabert zarpó del puerto de Barcelona, contra las órdenes del inquisidor, con doscientos conversos que huían y corrió la voz de que fray Espina tuvo un ataque de cólera. Amenazó incluso a los consejeros de la ciudad.
Unos días después el fraile orquestó su segundo gran espectáculo público. Del monasterio de los dominicos salió una procesión con los pendones y crucifijos. La novedad era que los penitenciados cubrían sus caras con velos negros y a pesar del frío de diciembre llevaban sus espaldas desnudas. Se azotaron todo el trayecto hasta la iglesia de Santa María del Mar. Allí oyeron misa y el sermón de fray Espina, para regresar después al monasterio del mismo modo, disciplinándose por las calles.
A los pocos días una galera salía hacia Italia con más conversos.
Fray Alfonso Espina dio otra demostración de poder poco después. El 25 de enero de 1488 se celebró el primer acto de fe en la plaza del Rey. El inquisidor dio su sermón y al terminar condenó a cuatro reos a morir en la hoguera junto a otros acusados prófugos. En el Canyet, cerca del mar y del lugar de las batallas de piedras, los condenados fueron quemados vivos junto a las efigies de los huidos.
Felip, Joan y los demás asistieron al espectáculo. La gente se agolpaba para verlo, pero a diferencia de otras ejecuciones, en esa ocasión el silencio fue tal que los gritos de los quemados se pudieron oír en las casas de la ciudad cercanas al Portal de Sant Daniel.
Cuando regresaron, Barcelona era otra. El frío y el miedo la hacían lúgubre y cerrada. Los pocos transeúntes en las calles miraban a sus vecinos con suspicacia y temor. Fray Alfonso Espina había vencido y Joan se preguntó cuántos se convertirían en delatores a partir de aquel día.