Capítulo 37
La convivencia en casa de los Corró se le hizo muy difícil a Joan después de la paliza que Felip le propinara. Este le pedía pequeños favores tales como que le acercara el cántaro o pasara el pan en la mesa. Se los pedía solo a él. Pero los aprendices bien sabían que eran órdenes. Utilizaba un tono desdeñoso. Joan volvía a ser un palurdo remensa al que había que aleccionar. Al ver que el chico se sometía, Felip aumentaba sus exigencias, quería dejar su autoridad manifiesta y que todos lo vieran.
Para Joan era un alivio trabajar en el piso superior con Abdalá, los modos tranquilos del musulmán le relajaban. En aquel lugar existía un mundo distinto, ordenado, donde se rendía culto tanto al alma, contenida en las letras, como al cuerpo del libro, el envoltorio imprescindible de estas. Era un nido de cultura donde el aprendiz se sentía a salvo y donde cada día acumulaba palabras y conceptos nuevos, en distintos idiomas, que atesoraba.
Abdalá no preguntó sobre las heridas y moratones de su cara, pero le observaba en silencio. Y al fin, una de las veces en que Joan estaba abstraído mojando la pluma en el tintero sin terminar de sacarla, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, muchacho?
—Nada.
—Cualquiera que sea tu angustia, no serás el primero que la sufre en el mundo —insistió el maestro—. Quizá te pueda ayudar.
Joan no dijo nada y continuó con su trabajo de copia. ¿Qué solución le podría aportar el pacífico Abdalá?
El abuso parecía no tener fin. Transcurrieron semanas, el grandullón continuaba acosándole y Joan, conocedor del castigo que le esperaba de no obedecer, se sometía. Felip no aceptaba abandonos en su banda, pero Joan se ausentaba todo lo que podía diciendo que le requerían del convento de Santa Anna. Una vez allí, buscaba ese rincón en el huerto donde, con furia, practicaba con la azcona de su padre contra un blanco que imaginaba era el cuerpo de Felip. Por alguna razón que no sabía expresar, guardaba el arma de su padre en el convento. Sentía que allí estaba más segura.
Anna no regresó a la fuente, pero él acudía a la calle Argentería a diario con la esperanza de poder verla. Y cuando lo hacía, aun sin osar acercarse, se sentía feliz. A ella se le iluminaba la cara con una sonrisa y eso hacía que el chico se llenara de gozo, aunque disimulaba para que sus padres no percibieran su intercambio de miradas; no podría soportar que la encerraran dentro de la tienda. En una ocasión en la que se enviaban aquellos mensajes mudos, Joan vio el pánico reflejado en su rostro. Y Anna entró en su casa de forma precipitada. Entonces notó un golpe en la espalda y que le decían:
—Cada vez me gusta más tu judía. —Era el vozarrón de Felip—. Ya verás lo que le hago cuando la pille la próxima vez.
Y se puso a reír. Joan se giró aterrado, los había sorprendido.
—No la dejaré escapar y me dará eso que tú quieres —añadió.
El matón gozaba con el miedo del chico y Joan no supo qué hacer ni qué decir, sentía pánico. Felip no bromeaba.
—Joan, no estoy de acuerdo ni con lo que Felip te hizo ni con la forma en que te trata —le susurró Lluís en un momento en que el matón no estaba en el taller. El chico le miró sorprendido.
—¿No? —repuso.
—No. Estoy harto de sus chulerías. A mí también me tocó soportar todo eso cuando entré. Pero era muy pequeño para defenderme y nunca me atreví a hacer lo que tú el otro día.
—Le cogiste miedo, ¿verdad?
—Sí, y con razón —repuso Lluís—. Es más fuerte y no tiene piedad.
—Yo también le temo —dijo Joan.
No durmió aquella noche; cuando parecía conciliar el sueño, se despertaba sobresaltado. La imagen de Felip forzando a Anna se le aparecía una y otra vez; su corazón se aceleraba, le faltaba aire.
—¿Qué pasó esta noche? —le preguntó Abdalá por la mañana—. Dabas vueltas y vueltas en tu jergón, no podías dormir.
—¿Y vos cómo lo sabéis? —repuso el chico—. ¿Tampoco dormisteis?
—Sí que dormí. Pero los viejos dormimos menos y yo aprovecho para cerrar los ojos y soñar despierto con mi Granada, volver a ella, recorrer sus calles. La Granada de cuando yo era niño. No hay lugar más bello en el mundo.
—Yo también sueño a veces despierto con mi aldea, con mi mar y con mi familia.
—Dime qué te pasa —le requirió con dulzura el maestro.
Y Joan no pudo resistir más y con lágrimas en los ojos le contó los abusos de Felip y el terror que le producía la amenaza contra Anna.
El viejo escuchó atentamente y después se quedó pensativo.
—El miedo nos hace más esclavos que las cadenas; el miedo y también la ignorancia —dijo al fin—. No puedes continuar viviendo con ese temor.
—Sí, ya lo sé. Eso era lo que decía mi padre —repuso el chico, desconsolado—. Pero ¿qué puedo hacer yo? Él es mucho más fuerte. Me dio una paliza, me humilló delante de todos, me robó la dignidad.
Abdalá le observó sopesando con calma sus palabras.
—Te ha quitado la dignidad, amenaza a la mujer que amas, te tiene aterrorizado… —Había un tono perentorio en la voz del viejo—. ¿Y tú se lo vas a permitir?
—¿Yo?
—Mira, Joan. Me he fijado en que ya casi eres tan alto como él.
—Pero me dio una paliza…
—Te pudo no por su tamaño, sino porque mientras tú tratabas de apartarlo de ella, su objetivo era dañarte. Y lo hizo. Además, dices que tuvo ayuda, ¿verdad? ¿Qué hubiera pasado de estar los dos solos y tú preparado para pelear?
Joan quedó pensativo.
—¿Te hubiera hecho lo que te hizo?
—¡No! —afirmó el aprendiz, seguro.
—¿Entonces? —continuó Abdalá—, ¿piensas seguir viviendo en el temor?
—Pero él es el jefe de la banda. No podré enfrentarme solo a él, están los demás.
Abdalá sonrió.
—Bien, ya empiezas a pensar que puedes, o al menos que tienes posibilidades de ganarle si está solo. Decide si quieres librarte del miedo o vivir siempre con él. Y cuando lo sepas habla conmigo. Ahora volvamos al trabajo.
Joan regresó a su tarea confuso. ¿Qué importaba lo que él quisiera? El grandullón le rompería los huesos si se enfrentaba a él. Era lógico que le temiera. Pasó el resto del día durmiéndose sobre su mesa y corrigiendo los borrones que, extraño en él, se producían en su escritura. No dejaba de rumiar las palabras de Abdalá, pero no creía que aquel pacífico intelectual le pudiera ayudar.
Tuvo que soportar otra vez en la cena el acoso constante de Felip. Y aquella noche la pesadilla del matón atacando a la muchacha le despertó varias veces.
Durante la mañana siguiente no podía concentrase en el trabajo. Al final se acercó a su maestro y le dijo:
—Abdalá. Quiero librarme del miedo.
El maestro lo miró atentamente antes de hablar.
—Para librarte del miedo deberás enfrentarte a la causa de este —dijo al fin—. ¿Y quién es la causa de tus temores?
—Felip.
—¿Sabes que si te enfrentas a él y pierdes, es capaz de matarte?
—Sí.
—Dime entonces, ¿por qué estarías dispuesto a jugarte la vida?
Joan pensó en ello. Su existencia se había convertido en algo miserable. Quería conservarla para poder rescatar a su familia y vengarse de los asesinos de su padre. Y también quería vivir para ver de nuevo la sonrisa de Anna, para llegar a leer libros con libertad, para proteger a su hermano… Había mil cosas por las que vivir. Pero sabía que para gozar de todo ello debía vencer aquel miedo punzante.
—Quiero dejar de sufrir al pensar en lo que le puede hacer a Anna, y que no me humille más.
—¿Sientes rabia recordando lo que te hizo?
—Sí, mucha. —El muchacho apretaba sus mandíbulas.
—Bien, muy bien —repuso el maestro—. Ahora escúchame con atención: es bueno, muy bueno que sientas rabia, cuanta más mejor; el miedo es fácil de trocar en odio, hazlo. Pero debes actuar con frialdad.
Y le explicó que para ganar una batalla la primera condición necesaria era el deseo inquebrantable de vencer. Su rabia y su miedo eran buenos combustibles para mantener aquel deseo. Tenía que recordar lo que el matón le hizo y la amenaza que representaba para Anna. Y cuando derribara a Felip no debía darle tregua, sino llegar a las últimas consecuencias. Sin matarlo, claro.
—Piensa en ello y vuelve cuando creas que tu voluntad de vencer es mayor que la de tu rival.
Joan ocupó sus pensamientos el resto de la mañana en repasar las humillaciones que le infligía el matón y en su miserable vida desde que este amenazara a Anna. Su miedo se transformaba en deseo de castigar al grandullón, de que cambiaran las tornas, de que le temiera a él. Conforme rememoraba los insultos, los desdenes, las humillaciones, su determinación crecía. Antes de la comida se acercó de nuevo a Abdalá y le dijo:
—Quiero darle una lección. No hay nada que desee más.
Abdalá sonrió y dijo que era el momento de bajar a comer, que ya hablarían de ello. La respuesta decepcionó a Joan, que deseaba tratar el asunto de inmediato. Aun así, las cosas habían cambiado para él. Sentía que podía enfrentarse al pelirrojo con éxito.
Después del descanso del almuerzo cada uno ocupó su mesa y empezaron a trabajar.
—¿Aún sientes que tu voluntad es mayor que la suya? —le preguntó Abdalá al rato.
—Sí, maestro —repuso Joan levantándose de su mesa para acudir a la del musulmán.
—Por mucho que sea tu deseo, Felip es todavía más fuerte —le dijo mirándole por encima de sus gafas.
—Pero ¿entonces…?
—Entonces necesitas algo más.
—¿Qué?
—Necesitas tener tu acción bien preparada y cogerle por sorpresa.
Joan calló mientras intentaba entender el significado de aquello.
—Sí, recuerda —le dijo el maestro—. Tú querías apartarle de la muchacha. Pero él te golpeó varias veces antes de que pudieras reaccionar. Te cogió por sorpresa.
El aprendiz afirmó con la cabeza. No esperaba una reacción tan violenta de Felip cuando quiso apartarlo de Anna.
—Y después ordenó que te sujetaran, él sabía que le obedecerían y le obedecieron. Dominaba perfectamente la acción de conjunto. Tú, en cambio, estabas a su merced. Ahora piensa en qué puedes hacer tú para dominar la acción de conjunto y para que el factor sorpresa esté a tu favor.
Joan regresó pensativo a su mesa.
—¡Ah! —le dijo entonces el maestro—. Se me olvidaba. Te he visto en la comida mirándole de frente, sin agachar la cabeza. ¡Te equivocas! Sigue actuando como si le temieras, no le avises.
Joan pasó de tener sus pensamientos dominados por la angustia y el temor a ocuparlos en diseñar un plan. De cuando en cuando interrogaba a Abdalá y este sonreía satisfecho al adivinar los derroteros del pensamiento del aprendiz.
—Abdalá —preguntó un día Joan—, vos me dijisteis que no erais hombre de armas. ¿Cómo sabéis de la guerra? ¿Por qué me animáis a luchar?
—No me gusta la sangre —repuso—. Prefiero las letras, pero también tuve que empuñar las armas y combatir en batallas. A veces un hombre se ve obligado a luchar por su dignidad.
—Es curioso que lo digáis vos, que sois esclavo.
—Lo soy porque eso dicen, aunque yo vivo la vida que amo.
—¿Seguro que no deseáis volver a vuestra hermosa Granada?
—Hubo un tiempo en que solo quería eso, pero ya no. Nadie me espera allí. Las luchas entre hermanos agotaron aquel glorioso reino. Granada está sitiada y no quiero ser testigo de su capitulación. Prefiero vivir con mis libros y soñarla como era.
Joan asintió e inclinó su cabeza con respeto, pero sus pensamientos retornaron de inmediato a Felip y a sus planes. Ya tenía decidido el día.