Capítulo 65
En la mañana del sexto día de navegación la flota divisó las costas sardas, habían llegado a mitad de camino. Sin embargo, en lugar de dirigirse al norte y cruzar por el estrecho de Bonifacio que separa Córcega de Cerdeña y seguir hacia Nápoles, la nave capitana puso rumbo sur. El día era claro y la costa se perfilaba nítida sobre el mar azul.
A primera hora de la tarde divisaban el cabo de Caccia, horadado por cuevas de enormes dimensiones, como las de Neptuno y Dragonera, donde los navegantes decían que los piratas escondían sus botines. Detrás estaba el mayor puerto natural del Mediterráneo, llamado de Conté, refugio de naves en las tormentas y lugar de reparación, y en sus cercanías se encontraban varios islotes tras los que los piratas acostumbraban a acechar sus presas.
A pesar de su situación, Joan se emocionaba viendo con sus propios ojos aquellos sitios que le eran familiares por los relatos de los marinos en las tabernas y, cuando podía, se levantaba de su banco para ver mejor la línea de la costa.
Después apareció la amplia rada de Alguer, protegida de los vientos del norte y del oeste y que se cerraba al sur con un promontorio donde se encaramaba la ciudad fortificada del mismo nombre. Los navegantes apreciaban su puerto y la consideraban casi una ciudad catalana, puesto que a raíz de una revuelta sarda fue repoblada por gentes del campo de Tarragona y después por inmigrantes de Barcelona que huían de la guerra civil. Era la capital del norte de la isla y decían que era muy bella.
—¡Es Alguer! —le dijo emocionado a Caries. Y se levantó para ver mejor, lo que le valió que Garau le gritara y le lanzara un latigazo que no dolió porque dio en el banco—. Es Alguer —repitió más bajo para que no le oyeran desde la crujía—. Y es muy bonito.
Caries le miró con una sonrisa complaciente, algo burlona, como si tratara con un chiquillo ingenuo, ilusionado por una bobada.
—¿Y qué más nos da? Nos quedaremos aquí encadenados. Da igual remar hacia una ciudad bella que hacia otra fea.
—¡Cuánto me gustaría verla! —insistió Joan.
Caries movió su cabeza incrédulo.
—Continúas sin enterarte de dónde estás —le dijo.
La ciudad recibió a la flota con salvas de artillería, que esta respondió con los mismos honores. Una comitiva de notables acudió en chalupa a la nave capitana e informaron de ataques recientes de piratas berberiscos a barcos y aldeas costeras. El almirante no tenía prisa por llegar a Nápoles y pronto la noticia corrió de boca en boca entre las filas de galeotes; la flota emprendería una operación de limpieza hacia el sur, donde esperaba encontrar a los piratas. Además de señor de Palau, en Rosas, Vilamarí era barón de Bosa, una población situada al sur de Alguer, y tenía buenos motivos para terminar con los berberiscos.
Pasaron la noche en las aguas mansas de la rada de Alguer y el día siguiente repusieron agua y provisiones. Antes de iniciar su misión, el almirante ordenó maniobras en las que se debían efectuar virajes rápidos, paradas en seco y movimientos hacia atrás.
Joan comprendió que hasta el momento había experimentado solo una plácida boga, un viaje de placer. Pronto aprendió nuevas órdenes transmitidas por los toques de corneta y conoció los distintos ritmos de boga. La nave era una enorme máquina de guerra que se movía con precisión gracias a la asombrosa sincronía de sus casi doscientos remeros. Conseguir la coordinación no era fácil en aquellos navíos donde cada galeote tenía su propio remo; la preparación era esencial.
Cualquier descuido se pagaba caro. El cómitre era el responsable de la boga y se paseaba por la crujía dando instrucciones y asegurándose de que tanto alguaciles como remeros cumplieran estrictamente su función. Y la función del alguacil o subcómitre era castigar al galeote que se retrasaba en ejecutar una orden o no ponía la fuerza precisa.
Los capitanes competían haciendo carreras con sus naves y los galeotes tenían que remar a boga viva, que obligaba a los forzados a doblar la velocidad de remo dando cuatro paladas por minuto. Era un esfuerzo agotador y cuando al terminar aquellas competiciones los capitanes y oficiales celebraban su triunfo o maldecían su derrota, Joan, Caries y sus compañeros se derrumbaban agotados y cubiertos de sudor en sus bancos.
—Ya podrían competir los capitanes corriendo en la playa, en lugar de hacerlo deslomándonos a nosotros —se quejaba Caries.
Joan no podía evitar sonreír imaginándose la escena. Le preocupaba el chico, siempre parecía al borde de sus fuerzas y le sorprendía que pudiera mantener aquel ritmo. Aun así, desfallecía y por tres veces probó el látigo de Garau, que le increpaba llamándole niña. Parecía no darle fuerte, pero Joan se mordía los labios con rabia al pensar en las violaciones que el chico había sufrido y en su horrible injusticia.
Joan terminó el primer día de maniobras con dos latigazos a su espalda y los pies arrugados y helados. Los galeotes estaban en la parte más baja de cubierta y los virajes y la mar algo picada los tenían a merced de las olas, que los mojaban con frecuencia. Su recompensa por la dura jornada fue un plato adicional de estofado de garbanzos al mediodía y doble ración de agua.
Durante la cena la noticia llegó entre susurros de bancada a bancada: uno de los galeotes había muerto por el esfuerzo. Joan se estremeció pero continuó comiendo. Él quería sobrevivir.
Al atardecer recordó que durante las prácticas se escucharon pocos disparos de artillería. ¿Para qué reservaba el almirante los cañones y las culebrinas?
Cuando Vilamarí se sintió satisfecho con la maniobrabilidad de sus buques, se celebró una misa en tierra para los oficiales y las autoridades de la ciudad. La despedida fue con timbales, trompetas y salvas de cañón.
A menos de una jornada de navegación se detuvieron en la desembocadura del río Temo, donde esperaron un par de días a que el almirante resolviera sus asuntos como barón de Bosa, población situada a poca distancia río arriba.
La flota continuó después rumbo sur y avistó a varias naves comerciales a las que inspeccionaba, recabando noticias. Al segundo día de navegación, casi al extremo sur de Córcega, encontraron las islas de San Pietro y San Antioco, que estaban rodeadas de islillas menores ideales para ocultar naves piratas. Al llegar a la primera de ellas, isla Piana, al norte de San Pietro, el almirante ordenó que las dos galeras menores la bordearan por el este mientras que la Santa Eulalia lo hacía por el oeste. De pronto se oyeron los gritos del vigía. Una fusta sarracena, que estaba oculta tras las rocas, salió huyendo a fuerza de remos al tiempo que elevaba el mástil de su única vela, que había mantenido tumbada para no delatarse. Los oficiales gritaron sus órdenes y al toque de la corneta los galeotes se levantaron de sus bancos para impulsar con todas sus fuerzas los remos al ritmo de boga viva.
—No los alcanzaremos —murmuró entre dientes Jerònim a sus espaldas—. Son más ligeros.
En efecto, cada vez que giraba la cabeza cuando se ponía de pie para empujar el remo, Joan, situado en la zona de proa, podía ver que los musulmanes primero mantenían la distancia y después, lentamente, la ampliaban. El chico se preguntaba extrañado por qué la galera no usaba su artillería.
Al comprender que no la alcanzarían, vigiló el pasadizo de crujía y al ver a un par de oficiales que se dirigían a proa, gritó:
—¡Yo le puedo dar a esa fusta con una culebrina!
Vio que los oficiales se detenían y le miraban sorprendidos, pero continuaron su camino cuando Garau, con rapidez, le envió un latigazo que le cruzó la espalda, al tiempo que le ordenaba que remara y callara.
Aun así, Joan no calló. Repitió su grito al rato, cuando el propio Pau de Perelló, el capitán, cruzó hacia proa.
—¡Joan Serra, cinco latigazos! —bramó Garau.
Poco después el capitán ordenó detener la persecución. Los remeros se derrumbaron jadeantes, cubiertos de sudor sobre sus asientos y buscaron su pellejo de agua con ansiedad. Un sentimiento de derrota parecía haber caído sobre los tripulantes, incluidos los galeotes cristianos.
Con las naves fondeadas para pasar la noche y mientras el fogón funcionaba preparando la comida de los oficiales, llegó la hora de los castigos. Garau y otro alguacil soltaron los grilletes de Joan, le quitaron la camisa y le hicieron subir a crujía. Había dos penados a tres latigazos por lentitud en el remo y Joan recibiría cinco por desobediencia. Todos a bordo —oficiales, tripulantes, soldados y galeotes— debían contemplar el castigo. Al sonar el pitido de ordenanza, la chusma tuvo que ponerse de pie, pues bogaban por debajo del nivel de la crujía y sentados no verían. Por turnos ataban a los penados al mástil de la vela, el cómitre leía la sentencia y el motivo de esta, y un alguacil procedía a administrar la pena.
Aquellos azotes fueron muy distintos a los de Barcelona. Joan creyó que le arrancaban la carne y el dolor le hizo gritar e incluso perder pie en una ocasión, quedando colgando del mástil por sus ataduras.
—Pero ¿estás loco? —le reprochaba Caries mientras ya en el banco le administraba un ungüento sobre las heridas que le dio su madre antes de salir de Colliure—. Si el alguacil te ordena algo, lo haces. Además, ¿cómo te atreves a hablarle al propio capitán?
Joan no dijo nada, pero se quejó cuando el chico le puso ungüento en la siguiente línea de sangre que marcaba su espalda. Aquella sería una noche muy larga.