Capítulo 91

Joan corrió hacia el puerto apartando a los grupos que discutían en las calles y a los que huían con sus pertenencias en busca de una escapatoria por mar. Al fin vio la mole imponente de Castel Nuovo, a cuyos pies se extendía el muelle y aceleró su carrera resoplando por el esfuerzo mientras soltaba nubes de vapor al aire frío de la mañana. Llegó sudando y sin aliento al inicio del embarcadero y allí se detuvo descorazonado. No estaban las galeras de la flota. Se habían ido.

Vio a unos soldados con teas encendidas que saltaban a las naves atracadas en el muelle y que prendían fuego a las velas recogidas y a todo aquello que quemara con facilidad. Acuchillaban a cualquiera que quisiera evitarlo, el rey había ordenado destruir las embarcaciones para que no cayeran en manos francesas. En unos instantes los buques, entre ellos varias hermosas galeras napolitanas, empezaron a arder como antorchas gigantes. Joan, después de una noche de insomnio y de fuertes emociones, se sentía abatido, perdido, desamparado y en su mente embotada iba penetrando la certeza de que la flota partió abandonándolo. Anduvo lentamente, anonadado, por el embarcadero hacia el mar rodeado de las llamaradas que devoraban a las naves amarradas. Comprendió que aquella galera que tanto odió cuando estuvo encadenado a sus remos se había convertido en su hogar y que lo acababa de perder. ¿Qué sería de él ahora? Los soldados le gritaban que regresara a tierra mientras los incendios crecían iluminando la mañana gris y lanzaban destellos siniestros al mar, que devolvía el reflejo de las llamas. Comprendió que si no salía de allí de inmediato, moriría abrasado y al dar la vuelta para escapar, su mirada se dirigió al lado opuesto de la ensenada que formaba el puerto de Nápoles. Allí, sobre una pequeña isla que marcaba el extremo oeste de la ciudad se alzaba el poderoso Castel dell’Ovo. ¡La flotilla, junto a un gran número de barcos de vela, se concentraba alrededor de la isla! ¡Aún no habían partido! ¡Quizá pudiera alcanzarlos! Y Joan se precipitó hacia la plaza frente a Castel Nuovo y después fue callejeando por el interior de la ciudad en un intento de llegar a la pasarela que conectaba aquella isla fortaleza con la costa. Corría con desesperación, apartando a la gente a empujones, dando tumbos, esquivando a los soldados franceses que entraban en grupos sin encontrar resistencia, a punto de caerse en ocasiones, con el alma en vilo. ¡No podía perder la galera! Era ya un desertor y si no lograba abordar la Santa Eulalia, sería ahorcado.

Castel dell’Ovo parecía listo para soportar el asedio y Joan se precipitó por la larga pasarela sobre el mar que lo unía a tierra, pero, cuando llegaba a la puerta, los centinelas le ordenaron que se detuviera de inmediato.

—¡Debo embarcar en la Santa Eulalia, soy su oficial artillero! —les gritó.

—Tenemos orden de que no entre nadie —le apuntaban con ballestas.

—¡Tengo que abordar mi galera! —insistió—. ¡Me declararán desertor!

—No puedes entrar. ¡Vete!

Joan se quedó inmóvil. La Santa Eulalia estaba atracada en el pequeño embarcadero del castillo, allí mismo, y no podía llegar a ella.

—¡Vete si no quieres que te disparemos! —le amenazaron.

—Tengo que subir a esa galera.

Los ballesteros montaron sus armas y apuntaron a Joan.

—Por última vez. ¡Vete!

Comprendió que en unos instantes le ensartarían con sus dardos, tenían órdenes estrictas. Miró al agua, ¿podría llegar a nado? Pensó que tenía una posibilidad entre diez, había una buena distancia, las aguas estarían heladas y seguramente moriría de frío antes de alcanzar la nave.

—¡Dejad que el muchacho entre!

Joan miró hacia la puerta, esperanzado, y de inmediato reconoció a quien daba la orden. ¡Era Innico d’Avalos, el noble napolitano del extraño medallón!

El joven sintió un alivio infinito al ver cómo los centinelas le franqueaban la entrada. Innico vestía armadura y su barba blanca acentuaba su semblante serio.

—Tendrás que esperar a que embarquen los monarcas —le dijo.

—Gracias —repuso Joan.

Se dirigió hasta el puerto acompañado de Innico y vio cómo el joven rey Ferrandino —junto a su tío Federico, la reina viuda Juana, hermana del rey de España, y el resto de la familia real— embarcaba en la Santa Eulalia y era recibido por Vilamarí y por Genis Solsona. Joan se escabulló hacia proa después de intercambiar un saludo con Genis. La carroza estaba repleta de realeza y no era el momento de dar explicaciones. Saludó a los marinos encargados de la artillería y se derrumbó agotado sobre unas cuerdas al pie del cañón.

A la flota de Vilamarí se habían unido diez galeras napolitanas que continuaban fieles a Ferrandino y un buen número de barcos a vela. Cuando partieron hacia la isla de Ischia, de la ciudad de Nápoles se elevaban varias columnas de humo: unas de los incendios en los palacios de los fieles a la dinastía de Aragón, y otras de las enormes llamas que consumían las naves en el puerto. Era un espectáculo estremecedor que provocaba en Joan sentimientos encontrados. Aquellas llamas, aquel humo, marcaban el fin de una época y su corazón se desgarraba pensando que pasaría mucho tiempo hasta que pudiera ver a Anna de nuevo. Por otra parte, el contacto frío y familiar de las piezas de artillería le transmitía paz y seguridad, aquel era su extraño hogar. Se dijo que de buen grado hubiera cambiado mil veces aquel insólito confort solo por la proximidad de ella. Aún guardaba el calor de su cuerpo en su pecho y para mantenerlo se hizo un ovillo. A pesar del zarandeo y lo duro de las tablas, al poco, extenuado, se entregó al sueño y por un momento su expresión se dulcificó con una sonrisa; soñaba que la volvía a abrazar.

Prométeme que serás libre
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