Capítulo 55

El rey Fernando, la reina Isabel y el príncipe heredero Juan hicieron su entrada en Barcelona junto a su corte en octubre de aquel año. La villa en pleno se volcó en la bienvenida a los vencedores de Granada y los notables de ciudad les alabaron en sus discursos como a los gloriosos enviados de Dios. Hubo grandes fiestas y ceremonias entre las que destacó una gran recepción en la Lonja.

Hacía más de diez años que el soberano no visitaba la ciudad y esta despertó de su letargo, llenándose del dinamismo y esplendor de antaño. Barcelona se convirtió en una de las capitales de la diplomacia europea y la gente contemplaba con curiosidad las idas y venidas de embajadores extranjeros y de los delegados de los reinos de Isabel y Fernando.

Todos en el taller del maestro Eloi se unieron a los vivas y a las celebraciones. Había optimismo en el ambiente y el pueblo sentía que todo iría mejor: eran muchos los convencidos de que el rey era el Murciélago de las profecías y el paladín de la cristiandad. Tenía una alta misión que cumplir y Barcelona se sentía partícipe de ella. No importaba que unos meses antes los reyes hubieran decretado la expulsión de los judíos. Cada vez eran más los que, siguiendo los discursos de los inquisidores y la propaganda real, creían en la unidad de la fe. Desde la toma de Granada un sentimiento mesiánico recorría España, la caída del reino nazarí no era más que el inicio de la expansión a África y al Oriente. Los reyes reconquistarían Jerusalén, y el Santo Sepulcro regresaría a la cristiandad.

Era como si los astros se alinearan en el firmamento para dar mayor gloria a aquella santa misión. Pocas semanas antes, el 11 de agosto, era elegido como Papa el cardenal Rodrigo Borgia, con el nombre de Alejandro VI. Era natural de Játiva, en el reino de Valencia, y alcanzaba el pontificado desafiando a las poderosas familias romanas.

La profecía de Fiet unum ovile et unus pastor, «Se hará un solo rebaño y un solo pastor» estaba a punto de cumplirse. No había lugar para los judíos, ni para los que creyeran distinto. La gente que aclamaba a los reyes no se acordaba de la huida de sus vecinos conversos, ni de la miseria que dejó su ausencia.

En las tabernas donde Joan era asiduo también se notaba la presencia de la corte. Antes estaban semivacías, pero ahora las llenaban gentes de lo más variopinto y en ellas se oía hablar mucho más castellano, francés e italiano. Por entonces Joan entendía ya esas lenguas y las hablaba con soltura.

Pero el personaje que llamó la atención a Joan fue un forastero que apareció a principios de diciembre. Era un hombre de campo catalán, seco y enjuto de unos sesenta años. Se sentaba en una mesa con su jarra de vino y contaba viejas historias a quien las quisiera oír, con su acento rústico. Pocos querían escucharle, pero cuando dijo que era payés de remensa acaparó todo el interés de Joan. El muchacho se sentía identificado con ellos desde hacía mucho tiempo y aquel era el primero que conocía.

—Pero ya no hay payeses de remensa —objetó el chico—. Hace seis años nuestro rey Fernando firmó la sentencia de Guadalupe, por la que se abolían los malos usos y los remensas conseguisteis la libertad.

—¡Mi buen rey Fernando! —dijo el viejo levantando su vaso de vino—. Brindemos por él y porque nuestro Señor le dé larga vida.

Joan levantó su vaso, brindaron y bebieron.

—¿Y qué venís a hacer a Barcelona?

—Vengo a cobrar una deuda de sesenta sueldos.

—Bueno, espero que vuestro deudor tenga con qué pagaros —dijo Joan.

El hombre rio.

—¡Claro que tiene sesenta sueldos, y sesenta mil también!

—¿Un hombre rico?

—El rey Fernando.

—¡¿El rey?! —exclamó el muchacho asombrado. El viejo debía de estar loco.

—Bueno, la deuda era de su madre, su señoría doña Juana Enríquez.

—¡Pero si ella murió hace muchos años!

—En efecto, es una deuda muy antigua, pero el rey me espera y me ha hecho saber que me la pagará —afirmó el viejo muy seguro.

Joan le pidió que le contara la historia y el payés, que dijo llamarse Joan de Canyamars, lo hizo complacido.

—Hace treinta años, a principios de junio de 1462, la reina Juana Enríquez se refugiaba en Girona de la guerra civil que acababa de estallar. Estaba sola con el infante don Fernando, que entonces tenía diez años, porque su marido el rey don Juan II no podía entrar en Cataluña sin el permiso de la Generalitat. Esta estaba dominada por grupos nobiliarios a los que nos oponíamos tanto el pueblo llano como los payeses de remensa, que luchábamos contra los «malos usos» con los que los señores nos tiranizaban.

—¿En qué consistían esos malos usos? —quiso saber Joan.

—El principal era la prohibición al campesino de abandonar las tierras del señor, a las que estaba atado, sin antes pagar a este una suma de rescate, que precisamente se llamaba «remensa» y que era inalcanzable para un payés. Pero había otros malos usos como el derecho de los señores a maltratar a los campesinos con castigos físicos, e incluso el derecho del señor a la pernada o la primera noche con la novia si el campesino no podía pagar un canon por la boda al propietario de la tierra. Los payeses de remensa obtuvimos del rey Alfonso V una suspensión temporal de esos abusos contra los que ya llevábamos años luchando. Los señores no la aceptaron y nos levantamos en armas contra ellos.

»Cuando estalló la guerra civil entre la Generalitat y el rey Juan II, los remensas apoyamos al soberano convencidos de que este terminaría con la tiranía de los señores. La Generalitat envió un ejército a Girona al mando del conde de Pallars con el propósito de apoderarse del infante Fernando, heredero de la corona, y usarlo contra el rey. Pero el obispo de Girona, que protegía a la reina y al infante, se encerró en la Forga, la ciudadela situada en la parte alta de la ciudad, dispuesto a resistir con los voluntarios que respondieran al llamamiento de auxilio de la reina. Con el ejército a las puertas de Girona, solo cincuenta remensas al mando de Pere Joan Sala logramos romper el cerco. Otras unidades de payeses a las órdenes de Verntallat se quedaron fuera para acosar al ejército que de inmediato tomó la ciudad con excepción de la fortaleza de la Forga.

—¿Pere Joan Sala? —se asombró Joan—. ¿El caudillo remensa que ejecutaron hace siete años?

El muchacho recordaba bien la mirada de aquel hombre y su suplicio por las calles de Barcelona.

—Sí, Pere Joan Sala, el mismo. Yo era su segundo.

—¡Entonces él ayudó a nuestro rey Fernando!

—Sí. De los doscientos que defendíamos al príncipe, cincuenta éramos remensas.

—¿Quién más había?

—Los familiares del obispo Margarit, unos pocos caballeros del séquito de la reina y los judíos y conversos que vivían en la parte alta de la ciudad.

—¿Y qué pasó?

—Que resistimos mes y medio soportando continuos bombardeos, asaltos y falta de alimentos. Pero Juan II pidió ayuda al rey francés dándole como fianza los condados del Rosellón y de la Cerdaña. Y un poderoso ejército francés cruzó los Pirineos y el de la Generalitat tuvo que retirarse. Y así fue como la reina y nuestro rey Fernando fueron liberados.

Joan quedó pensativo al rememorar cómo se cebaba la Inquisición con los conversos y el reciente decreto de expulsión de los hebreos y al final dijo:

—¿Así que el rey Fernando debe su libertad y quizá su reino a un puñado de judíos, de conversos y de remensas?

—Sí, así es —afirmó Joan de Canyamars, rotundo—. Pere Joan Sala me encargó que velara por la seguridad de la reina y del infante —recordaba el payés con una sonrisa de añoranza en su faz enjuta y arrugada—. Yo tenía treinta años y el rey Fernando, diez. Fue un gran honor para un campesino como yo.

»La reina Juana era una mujer de carácter y valiente, pero recuerdo aquella vez en que las granadas cayeron tan cerca de donde estábamos que todo se llenó de polvo y fue un milagro que los cascotes solo nos hirieran levemente. La reina se desmayó y yo la llevé en brazos a su cámara, donde un médico judío le hizo recuperar el sentido. El príncipe Fernando creyó que su madre estaba muerta y fue la única vez, durante aquel larguísimo mes y medio, en el que le vi llorar.

El payés hizo una pausa y tomó un trago de vino. Joan le escuchaba fascinado y sorbió del suyo. No dijo nada, esperó a que el hombre reanudara su historia.

—Recuerdo bien aquel día 5 de junio. Los de la Generalitat simularon un ataque contra la Porta del Cali mientras unos soldados penetraban en el interior del recinto amurallado por una mina excavada en la noche. Entraron en tropel, gritando que la Forga estaba ya tomada y por un momento creímos que todo estaba perdido.

La reina corrió al lado del príncipe gritando angustiada y yo fui tras ella junto a dos caballeros de la corte y luchamos cuerpo a cuerpo con rodela y espada protegiéndolos contra los asaltantes que los buscaban. Los caballeros cayeron pero rechazamos el asalto. ¿Y sabes qué hizo el príncipe Fernando?

—¿Qué?

—Con solo diez años, sacó su daga y se puso delante de su madre para defenderla.

—¿Y os reconocerá el rey después de treinta años?

—Perfectamente —repuso el hombre, seguro—. Y también sabe que me debe sesenta sueldos. Hay cosas que nunca se olvidan. Mañana tiene audiencia en el palacio real, donde imparte justicia como cada viernes, termina al mediodía y nos encontraremos a la salida en la plaza del Rey.

Joan quedó pensativo, el hombre no parecía un farsante, pero su relato era algo incongruente.

—Así que el padre del rey Fernando ganó la guerra porque los remensas luchasteis a su favor —dijo Joan, meditabundo—. ¿Cómo es entonces que Pere Joan Sala, héroe del sitio de la Forga, defensor de la reina y del príncipe, fue ejecutado en las calles de Barcelona?

—Porque cuando el rey Juan II firmó la capitulación de Pedralbes que puso fin a la guerra, decidió ser generoso con los aristócratas de la Generalitat vencidos, y se olvidó de nosotros.

—Pero no fue hasta mucho más tarde cuando Pere Joan Sala asaltó Granollers…

—Sí —le interrumpió el payés—. Yo estaba con ellos. Nos sublevamos porque el rey Fernando, a cambio de dinero para la guerra de Granada, les concedió de nuevo a los señores los malos usos que su tío suspendió veintiséis años antes.

—¡Pero eso es traición! —exclamó Joan.

—Los reyes no traicionan, solo tienen razones más importantes —repuso Joan de Canyamars después de pensarlo un rato.

—¿Y qué ocurrió?

—Que mis señores enviaron soldados a mi casa para exigirme los pagos atrasados incluyendo los de los malos usos de los últimos veinte años. Yo no tenía el dinero. Me ataron junto a mi hijo a un árbol y nos azotaron hasta que perdimos el conocimiento. Robaron todo lo de valor que teníamos, vacas, gallinas, objetos de casa, y violaron a mi nuera y a mi nieta. Para que aprendas, dijeron.

Su expresión era triste y sus ojos cansados estaban húmedos. Llenó su vaso y lo bebió de un trago.

—¿Y qué hicisteis?

—Nos unimos a las tropas de Pere Joan Sala y al principio logramos grandes victorias contra los señores y las tropas del rey. Pero llegó la desgracia de Llerona, mi hijo murió en la batalla y yo pude escapar, aunque herido. Como no había atacado directamente a mis señores, me permitieron volver a mi vida de miseria junto a mi nuera y a mi nieta. Pere Joan Sala cayó prisionero y el resto ya lo sabes.

—Pero el rey rectificó con la sentencia de Guadalupe —dijo Joan tratando de consolarle—. Ya no hay malos usos, ¿verdad?

—El rey rectificó porque supo que jamás abandonaríamos la lucha por la libertad y que aparecería otro Pere Joan Sala, y otro más y otro más.

—Bueno, me alegro de que todo esté bien ahora y de que al fin cobréis la deuda —concluyó Joan, aliviado.

El viejo no respondió, pero levantando su vaso de vino, brindó:

—Por la libertad y por las deudas que se cobran.

El muchacho chocó su vaso con el del payés.

Joan quedó impresionado con el relato. Aquella noche escribió en su libro: «Ni siquiera los reyes tienen derecho a traicionar a quienes les son fieles».

Prométeme que serás libre
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