Capítulo 7

No fue hasta el día siguiente cuando Joan empezó a comprender el tamaño de la desgracia que los abrumaba. Tomás fue a vivir con los chicos, trasladando alguno de sus enseres. Decía que su casa estaba llena de recuerdos y vacíos insoportables. La de Joan también guardaba felicidades truncadas en tristezas, cada objeto le recordaba un pasado feliz y no podía dejar de pensar en sus padres, en su hermana y en Elisenda. En cuanto a Isabel, la habían llevado al pueblo de Palafrugell: en la aldea no había mujer que le pudiera dar el pecho. Vivía en casa de una nodriza que la amamantaba a cambio de unos dineros que pagaba el regidor, pero apenas comía; no se recuperaba de los golpes recibidos en el asalto.

Vagaban los tres de la casa a la playa y de la playa a la casa. Ya no tenían la Gaviota, no había nada que hacer, estaban abrumados, apáticos y Gabriel ni siquiera quiso jugar cuando Joan se lo propuso. No eran los únicos en la aldea. Los sarracenos dejaron atrás las tres barcas pequeñas, pero entre todas no pescaban ni una cuarta parte de lo que pescaba la barca de Ramón. Joan se decía que si al menos les hubieran dejado la Gaviota, la cuadrilla volvería a trabajar y las nueve familias que vivían de ella tendrían un futuro. El chico recordaba con nostalgia la nave.

La Gaviota se construyó en la misma playa de Llafranc dos años antes. Habían tenido una buena temporada de pesca, y el padre de Joan decidió, con los ahorros y la venta del coral rojo guardado durante varios años, hacer una barca mayor, de ocho remos y con una buena vela latina. Ramón era patrón y propietario, por lo que cuando había buena pesca y sobraba, esta se dividía en once partes, a él le tocaban tres y al resto de los pescadores una. Pero si la pesca era escasa, entonces se dividía solo entre nueve y Ramón se llevaba una parte como los demás.

Contrató a un reputado carpintero de ribera de Palamós y la llegada del maestro una mañana de finales de invierno fue un acontecimiento. Toda la aldea ayudó a desembarcar las herramientas y unas piezas de madera llamadas plantillas, que después supieron que eran los modelos de lo que sería la quilla y las cuadernas.

La nueva barca empezó siendo solo unas marcas en el suelo que el maestro carpintero trazó en un lugar no muy lejano de la orilla del mar, pero lo suficiente para que las olas no pudieran alcanzarla ni aun en los días de peor tormenta. Todo el mundo colaboraba y los carpinteros del pueblo de Palafrugell participaron con su trabajo y suministrando la madera de roble, para las cuadernas y quilla, y de pino para el chapado. Fue entonces cuando Joan, imitando a los carpinteros, empezó a tallar con los trozos de madera sobrante primero pequeñas naves que hacía flotar en el mar y después animales. El chico veía crecer admirado la barca. Al principio le recordaba el esqueleto de una ballena varada en la arena donde las cuadernas eran las costillas y la quilla la espina dorsal. Poco a poco la nave tomó su forma definitiva.

Una mañana Tomás le dijo a Joan, en nombre de la tripulación, que ya tenía edad de empezar en el oficio, pero para ser admitido tendría que traerles un gato. Una barca de pesca precisaba de un minino para mantenerla limpia de restos de pescado y de bichos, roedores en particular. Aun así, los marinos no aceptaban a un felino cualquiera: para que les trajera suerte debía ser robado. Era una costumbre inexcusable. Joan no hubiera sabido cómo cometer tal delito, pero Elisenda, la hija de Tomás, le ayudó. Ambos lograron cazar a un pequeño felino leonado que pocas semanas antes parió la gata del zapatero de Palafrugell. Elisenda tenía su misma edad y los ojos azules de su padre, pero era más alta que él, corría más y parecía saber de todo, nada se le escapaba. Los padres de ambos niños eran como hermanos, y todos pensaban que cuando llegara su momento Elisenda y Joan se casarían. Habían crecido juntos, eran algo más que compañeros de juegos y sus familias no se inquietaban si se retrasaban entre las rocas de la playa.

Poco después tuvo lugar la fiesta de botadura y a partir de entonces, cuando el mar estaba tranquilo, Joan salía a faenar en la barca. Al finalizar su primer día, a la hora del reparto, Tomás ofició una ceremonia cargada de reverencias y aplausos, y le entregó al niño una sardinita plateada. Le dijo que era el sueldo del primer día de un pescador, y con otra reverencia le dio al gatito una sardina igual. Todos rieron, pero Joan corrió a su casa orgulloso para que su madre la cocinara. Era su primer salario. Tenía diez años.

Habían transcurrido solo dos veranos desde aquel día, pero todo había cambiado de forma trágica.

La inactividad era lo peor. La gente se reunía en corros para compartir su angustia por la suerte de los heridos y de los cautivos, los miedos por un futuro sombrío y su añoranza por un pasado que antes les parecía duro, a veces, pero que ahora recordaban como el paraíso.

—¿De qué viviremos cuando llegue el invierno? —preguntaba una mujer—. Esas barcas traen muy poco, y si se les da mal, ni sus dueños podrán comer.

—¡Y los moros se han llevado todo lo que guardábamos! —se lamentaba otra.

—Fray Dionís nos tiene que ayudar —intervino uno de los de la cuadrilla del padre de Joan—. Bien que nos cobraba impuestos sobre la pesca.

—Tampoco tienen mucho en el pueblo —dijo Daniel—. Las cosechas no han sido buenas y hay hambre atrasada desde la guerra civil.

—¿El regidor? —preguntó Tomás despectivo para escupir a continuación al suelo—. ¿Qué ayuda podemos esperar de ese cobarde que dejó que se llevaran a los nuestros?

—A ti sí que no te auxiliará —le dijo una de las mujeres—. Después de lo que hiciste en la iglesia, no te dará nada.

—Volvería a hacerlo —repuso él con rabia—. Y si pudiera, le rebanaba el cuello. Antes me muero de hambre que aceptar algo de ese miserable. Para ocultar su cobardía hace que las víctimas seamos los malos y él se erige como el juez que interpreta la voluntad de Dios.

—No te falta razón —concedió Daniel, y la mayoría de los hombres asintió—. Pero piensa en esos chicos que ahora tienes a tu cargo. Al estar excomulgado ya no perteneces a la Iglesia y sabes que nos prohíben hablar contigo. Nadie te puede ayudar.

—Pídele perdón —intervino otro—. Aunque solo sea por los chicos. Si están contigo, no recibirán nada del regidor.

—¡No, no lo haré! —gritó colérico Tomás—. No me importa lo que me pase, y me apartaría de los chicos antes de hacerles daño. Pero fray Dionís es un indigno. ¡Hagámosle saber al abad de Santa Anna cómo se comportó ese cobarde! ¡Que lo sustituya!

Los demás callaron y se miraron entre ellos, furtivos, para terminar desviando la vista hacia el mar.

—¿Qué decís? ¿Me ayudáis?

—Lo siento, no es el momento de enfrentarnos al regidor —dijo al fin uno de ellos—. Le necesitaremos para sobrevivir este invierno.

Aquello fue como la señal para que el grupo se dispersara. Tomás se quedó solo, mirando el lugar por donde se fue la galera con su mujer y su hija a bordo.

En los días siguientes, Tomás y los chicos se concentraron en conseguir comida. Comer era importante, pero mantenerse ocupados y dejar de pensar lo era incluso más. Recorrían el monte cercano a la aldea en busca de setas y pifias; también se desplazaban más al interior donde había castaños y encinas, aunque las bellotas aún estaban verdes. No obstante, cogían algunas para molerlas y hacer tortas con su harina. Sabían amargo. Lanzaban sus cañas desde los roqueros y las horas transcurrían esperando a que algún pez picara. Después exploraban los rompientes: almejas, algún que otro cangrejo, erizos de mar… Nada que fuera comestible se les escapaba. Sin embargo, la mayoría de los supervivientes hacía lo mismo y lo encontrado no saciaba a nadie.

Todos esperaban a las tres barquichuelas por si habían tenido suerte y sobraba algo de pesca. Del pueblo llegaba pan, siempre insuficiente, a lomos de una mula y custodiada por cuatro soldados del regidor.

—A Tomás no le podemos dar nada, y mientras los chicos estén con él, tampoco a ellos —dijeron el primer día.

A partir de entonces ni Tomás ni los chicos se acercaron más a la mula. Desde lejos veían a los vecinos repartiéndose las hogazas y solo después, al alejarse los soldados, las vecinas les daban pan a escondidas a los pequeños.

El dolor parecía crecer conforme pasaban los días y la noticia de la muerte de la pequeña Isabel empeoró aún más las cosas.

Joan recordaba su cuerpecillo cálido y ensangrentado cuando la recogió de la arena para acunarla. Quería que dejara de llorar pero fue él quien terminó acompañándola con su llanto. Y la recordó antes, tan graciosa, cuando reía desdentada en brazos de su madre. Y cómo esta la miraba a ella y después le sonreía a él.

La noticia llegó con los soldados que traían el pan y corrió en cuchicheos entre los vecinos. Al final fue Clara quien encontró el valor para decírselo. Gabriel no paraba de llorar y Joan trataba de ser fuerte y animar a su hermano, pero no conseguía ni lo uno ni lo otro. Solo quedaban ellos de su familia.

Tomás era incapaz de consolar a los chicos, que con frecuencia le sorprendían llorando también a él y cuando no lo hacía, le veían apretar las mandíbulas con rabia.

—Volverán —repetía Joan para animarle—. Un día iremos a buscarlas y las traeremos de vuelta.

—No. No volverán —respondía Tomás, terco—. No las veremos más.

—Que sí, que cuando yo sea mayor me haré soldado, seré muy fuerte, e iré a buscarlas. Te lo prometo.

El hombre le miraba con un asomo de sonrisa, parecía creerle por unos momentos, pero después negaba con la cabeza, en silencio.

El pescador odiaba más cada día: a los malditos sarracenos y al clérigo ruin que no hizo nada para ayudar a los cautivos. Su rabia era contagiosa, y Joan comprobó que el odio mitigaba la pena y el dolor, y aprendió a apretar las mandíbulas como Tomás, a odiar y a maldecir.

Prométeme que serás libre
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