Capítulo 62

Los alguaciles de la galera obligaron a Joan a quitarse los calzones con que se cubría, exponiéndole a la vergüenza de la desnudez pública, y el médico le hizo una rápida inspección física que incluyó el estado de su dentadura. Como no podía ser de otra forma, el galeno le declaró apto para cumplir su pena.

El muchacho notó la cálida sensación del sol de primavera en su piel y quiso llenar sus pulmones de aire de mar, tan querido y que tantos recuerdos le traía, pero el tufo de la galera le privó de aquel placer. Después, aún desnudo, llegó el rapado de todo el pelo de la cabeza y la cara. El rasurado se hacía cada quince días y no solo servía para evitar piojos, sino que identificaba a los forzados en caso de fuga. Un escribano anotó en detalle sus características físicas, la pena por cumplir y fecha de inicio de esta. Era otra de las medidas de seguridad por si huía. Joan empezó a comprender que el castigo de galeras iba a ser muy distinto a los azotes simulados que recibió en la ciudad.

La flotilla comandada por Vilamarí constaba de tres galeras, la mayor de las cuales era la Santa Eulalia, con veintiséis bancos por costado con tres remeros por banco, además de dos espacios vacíos entre los galeotes que se destinaban a la cocina a cielo abierto en un lado y a la chalupa en el contrario. Contaban con un mástil con vela latina y las galeras menores tenían veintitrés bancos por costado.

Aquellas eran naves pensadas para el combate y desembarco rápido de tropas y su característica más apreciada era la velocidad. Se evitaban cargas superfluas en su estructura y se vivía prácticamente al aire libre; por esa razón y por su vulnerabilidad frente a los temporales, salvo en casos excepciones, solo operaban de mayo a octubre. Sus bordas eran bajas para que los remos llegaran con facilidad al agua y su capacidad de almacenaje pequeña. Eso hacía que no pudieran desplazarse largas distancias sin repostar. Sobre todo agua, cuyo consumo era muy elevado dada la cantidad de hombres que precisaba para su movimiento.

El peso era la gran decisión que determinaba las capacidades de la nave. Podían ser ligeras y rápidas, como las que usaban los piratas berberiscos, o pesadas, como las cristianas, que cargaban más cañones y de mayor tamaño. Las galeras españolas, como las de Vilamarí, eran aún más robustas en su proa, ya que montaban una estructura adicional llamada «arrumbada», que facilitaba el abordaje de naves enemigas y protegía a artilleros e infantes de los disparos.

Joan recibió la indumentaria de reglamento para un galeote. Dos pares de camisas, dos de calzones, un gorro rojo y unos calcetines. Se apresuró a vestirse, cubriéndose de inmediato con el gorro. El sol y el aire le producían una extraña sensación de frío en su cabeza rasurada. También le dieron una bolsa de lona encerada para mantener su contenido lo más seco posible, un cazo y una cuchara de madera. Guardó en la bolsa su nuevo libro, las plumas, el frasco de tinta, ropa y algo de dinero.

Observó con curiosidad y temor aquel entorno extraño, mientras andaba por la crujía, el pasillo central elevado, situada entre los bancos de remeros. Un alguacil le precedía y otro le seguía. Los forzados dormían sobre los bancos o charlaban entre ellos, alguno le miraba con curiosidad y la mayoría se mostraba indiferente. Joan calculó que debía de haber más de ciento cincuenta hombres, cada uno frente a un remo. Cuando llegaron al décimo banco del lado de estribor, le ordenaron sentarse en el centro de este, mirando a popa, entre dos galeotes, y allí le encadenaron la pierna izquierda y el brazo derecho.

—Ya puedes empezar a escribir —se mofó el alguacil que antes se burló de él y al que llamaban Garau—. Y entérate de que el que mataste era mi amigo.

Joan sintió deseos de responder, pero su prudencia le aconsejó callar.

—No le contestes —oyó que le decía el muchacho a su derecha—. Y cuídate de él, es un mal bicho.

Cerró los ojos. Ojalá aquello fuera una pesadilla, pensó. Sin embargo, el peso de los hierros, la dureza del banco y el tufo persistente que despedía aquella muchedumbre encadenada le recordaron la implacable realidad. Dos años, se lamentó. Dos años tendría que sufrir aquello. Abatido, apoyó sus manos en la empuñadura de su remo y en ellas su cabeza. ¡Cuán lejos estaba de lo que su padre le pidió! Luchar por su libertad y la de su familia. Había fracasado en todo.

Recordó a Abdalá diciéndole que la verdadera libertad estaba en el interior de cada uno y que el hombre podía ser libre en su pensamiento aunque no lo fuera físicamente. Se prometió que, en memoria de su padre, seguiría las enseñanzas de su maestro. No se dejaría someter, no se dejaría robar la dignidad.

Abrió los ojos para enfrentarse a lo que le rodeaba. Un hombre en la bancada anterior a la suya se bajó los calzones y defecó allí mismo. El ruido de sus cadenas se mezcló con el de sus gases malolientes. Joan sintió asco al tiempo que comprendía que nadie le iba a liberar a él de sus grilletes cuando tuviera necesidad.

—Al final te habitúas —le dijo el chico de su derecha.

Joan le miró sin responder. No superaba los dieciocho años y tenía facciones delicadas, sin indicios de barba, era delgado y sus enormes ojos azules destacaban sobre unas marcadas ojeras. Su presencia en aquel lugar se le antojó extraña y dejó de compadecerse para apiadarse del chico. ¿Cuánto podría aguantar en aquella bancada?

—Soy Joan —se presentó.

—Y yo Caries —repuso el otro—. Y te aconsejo que cuelgues tu bolsa de lona en los ganchos que hay bajo el banco si no quieres que se llene de porquería —le dijo con una sonrisa.

Joan vio los excrementos que continuaban sobre cubierta y se apresuró a buscar los ganchos. Terminada la operación, dirigió su mirada hacia el hombre que tenía a su izquierda. Era robusto y de piel curtida por el sol, daba la impresión de llevar mucho tiempo atado a los remos. Sus miradas se cruzaron y se sintió obligado a hablarle.

—Hola. Soy Joan —le dijo.

—Amed —repuso el otro al rato.

El joven pensó que aquel hombre no quería hablar y después de afirmar con la cabeza se giró interrogante a Caries.

—Es musulmán y no habla nuestra lengua —le contó el chico sin esperar a que le preguntara; tenía una forma rara de hablar—. Es prisionero de guerra, en cada banco hay uno y no ponen más para evitar motines. Este es berberisco, aunque también los hay turcos. Dicen que los norteafricanos como Amed son peligrosos porque nunca sabes cuándo te pueden atacar, pero son grandes marinos y los mejores remeros. Por eso, y porque es fuerte, a él le dan el remo más largo y pesado. A mí, como puedes ver, me sientan al lado de la borda y tengo el remo más ligero.

Joan agradeció aquella información, le era muy útil para situarse. Sin embargo, percibió en Caries algo extraño. Sus movimientos y su forma de hablar, con un marcado acento del norte de Cataluña, resultaban amanerados, casi femeninos. Sintió recelo de su amabilidad y temió que perteneciera a esa clase de hombres que buscaban a otros. No había tratado nunca antes con ninguno de ellos, pero se decía que provocaban la lujuria en otros hombres, en especial en lugares en que no había mujeres. Sintió repulsión por él y también temor a que llegara a tentarle. La pena por sodomía era la muerte. Por ello, y por el desprecio de la gente, intentaban pasar desapercibidos. Aun así, Joan se dijo que aquel chico no podía ocultarse por mucho que lo intentara e instintivamente se apartó de él, aunque las cadenas le impedían distanciarse. Caries percibió el gesto y calló.

De pronto Joan sintió una palmada en su espalda y un vozarrón que le decía:

—Eh, ¿qué pasa? ¿No te gusta nuestra niña? ¡Pues a nosotros sí!

Y después las carcajadas de un grupo de hombres. Uno de ellos manoseó a Caries.

—¡Déjame! —exclamó este, levantándose de un salto e intentando alejarse del individuo todo lo que sus cadenas le permitían.

Los del banco de atrás volvieron a reír. A Joan no le pareció gracioso pero los saludó presentándose. Dos eran cristianos y el que llevaba la voz cantante, un tal Jerònim, remaba justo detrás de Caries. El tercero era un musulmán que apenas hablaba y que no participaba en el acoso.

En aquel momento sonaron cornetas y tambores afuera. El cómitre empezó a gritar órdenes alertando a los alguaciles y a los galeotes.

—Serán los representantes de la ciudad y del regente que despiden a la flota —comentó Caries—. Estamos a punto de zarpar.

—¿Qué tengo que hacer? —inquirió Joan, intranquilo—. Nadie me ha explicado nada.

—Los forzados aprendemos los unos de los otros y si no, del látigo del alguacil —repuso Caries—. Las órdenes se dan con toques de corneta y los hay distintos dependiendo de si son para todos o solo para babor o estribor, proa o popa. De momento haz lo mismo que yo haga, pero recuerda el toque y la maniobra. —Y añadió melancólico—: Ya ves, yo aprendí de quien se sentaba donde tú estás y tú aprendes de mí.

—¿Qué le ocurrió?

—Lo que a todos. Murió.

—¿De qué?

Caries se encogió de hombros.

—No sé —dijo—. Quizá lo envenenó la mierda que nos rodea, o lo mató la poca y mala comida, o los latigazos, o el agotamiento, o quizá fue el sol. Llevaba tres años atado a este banco, estaba muy delgado, tuvo diarrea y ya no podía con el remo. Los alguaciles le daban con el látigo, pero aún se movía más lento. Al final lo sacaron para llevarlo bajo cubierta. Dicen que el cura pudo confesarle antes de morir. Lo pusieron en un saco con una piedra dentro y una vez cosido, lo lanzaron al mar pasadas las islas Medas, en el camino desde Salses a Barcelona.

La mención de aquellas islas donde iba a pescar coral rojo hizo que los ojos de Joan se llenaran de lágrimas. Recordaba como si fuera ayer el mar azul, el agua transparente, el sol, a la Gaviota con su padre sonriendo y a sus buenos compañeros. ¡Qué hermoso tiempo! Solo ahora era capaz de apreciarlo con plenitud. También recordaba que de regreso a Llafranc, en especial cuando la pesca había sido buena, los hombres cantaban. Viejas canciones, viejos recuerdos. Y empezó a tararear una.

El cómitre gritó órdenes y al primer toque, los forzados se pusieron en pie y tendieron los brazos y el cuerpo a su frente, a popa, sacando la pala del remo fuera del agua y elevándola lo más posible en dirección contraria, hacia proa. Joan se apresuró a imitarlos. Vio cómo los alguaciles, látigo en mano, se paseaban por la crujía observando amenazantes los movimientos de los galeotes. Gritaron otra orden, pero todos permanecieron inmóviles con los remos en alto.

—Es la señal de boga general, pero hay que esperar —murmuró Caries.

Cuando se oyó un segundo toque, los galeotes, todos a la vez, hundieron los remos en el agua mientras apoyaban los pies en la peana y se dejaban caer con todo el peso de su cuerpo sobre el banco. La nave se movió majestuosa.

Un sonido grave y rítmico procedente de un bombo sincronizaba a los galeotes, que se incorporaban una y otra vez para dejarse caer, al mismo tiempo, sobre el banco.

Bogaba mirando a popa y al ver alejarse Barcelona y con ella a su hermano Gabriel y a sus amigos, sintió una profunda nostalgia. Las lágrimas surcaron sus mejillas en un llanto mudo y vio que Caries le observaba en silencio.

¿Le permitiría el destino regresar algún día? Su condena le acercaba precisamente al lugar al que él ansiaba ir: Nápoles. Pero a la vez le alejaba de sus sueños.

Tiró con rabia de su remo buscando en el esfuerzo alivio a la pesadumbre que le atormentaba. Joan era alto y su fuerte cuerpo de veintidós años acostumbrado a mover moldes y piezas de fundición hizo que el madero se curvara.

—Tranquilo —le dijo Caries—. No tengas prisa, que cada palada nos acerca más a la muerte.

Prométeme que serás libre
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