Capítulo 98
Joan comprendió que la única posibilidad de impedir que Anna desapareciera para siempre era la flota de Vilamarí. Hubiera querido evitarla, pues bien sabía el destino de las naves consideradas enemigas una vez capturadas y el de sus tripulantes y pasajeros. La peor parte era para las mujeres jóvenes como Anna. El almirante no tenía otra consideración moral que no fuera la de mantener sus naves al máximo de su poder y eficacia. Era la ley del león.
Aun así, Joan estaba desesperado; iba a perder a Anna para siempre y, a pesar de sus dudas y el enorme riesgo, decidió tomar aquella opción, la única.
Corrió hasta donde se encontraban ancladas las galeras, lejos del alcance de los cañones de Castel Nuovo. Mientras, iba pensando cómo convencer al almirante para que persiguiera y asaltara la carabela.
Joan sabía que una vez cumplida su misión de desembarcar al rey Ferrandino y sus tropas, las galeras del almirante en jefe Requesens partirían de inmediato para dar apoyo marítimo a las operaciones de Gonzalo Fernández de Córdoba en Calabria, y tenían prioridad a la hora de reponer suministros. Las vituallas escaseaban en Nápoles; se trataba de un bien estratégico crucial en la guerra y el abastecimiento de las galeras era lento. Bernat de Vilamarí tenía que esperar su turno y el almirante seguía la norma de no emprender ninguna acción sin los suministros reglamentarios tanto humanos como de comida, agua, armas y pólvora. Se contaban muchas historias de marinos que perecían de hambre y sed en una nave desarbolada y alejada de su ruta por una tormenta inesperada. Su ley de león le impedía exponer la vida de sus hombres de manera innecesaria.
Sin duda Lucca conocía que las galeras no estaban preparadas y astutamente lo aprovechaba para huir. No le sería fácil a Joan encontrar los argumentos para convencer a Vilamarí.
Cuando llegó jadeante a la Santa Eulalia, fue a la búsqueda de su amigo el capitán Solsona y lo encontró desayunando con algunos de los oficiales en la carroza de la nave.
—Deberías pasar las noches en la galera, muchacho —le dijo al verle Pere Torrent, el oficial de infantería—. El capitán te consiente demasiado. No dejas de ser un simple galeote aunque cumplas como artillero.
Torrent era el oficial de mayor rango después del almirante, aunque a bordo, solo de forma nominal, estuviera bajo las órdenes del capitán. Joan pensaba que era un bocazas, estaba habituado a sus pullas y a ignorarlas, y pidió hablar aparte con Genis.
Le contó su situación y su angustia sin ocultarle detalles. Genis Solsona era su amigo y conocía sus amores con Anna.
—El almirante pasa la noche en tierra, en uno de los palacios de la ciudad, tiene una historia galante con una viuda noble —le dijo—. No será fácil que se decida a salir. Solo pudimos reponer el agua y andamos escasos de galleta, habas, garbanzos y tocino.
—La pólvora y los suministros de artillería sobrepasan el ochenta por ciento —repuso Joan—. Y solo se trata de una carabela, deberíamos alcanzarla en pocas horas.
—No si sale con la marea y nosotros la perdemos —replicó el capitán—. En ese caso y si se mantiene el viento sur, costaría alcanzarla. Quizá incluso lograra llegar a Gaeta antes y ponerse a salvo. No creo que las propiedades de un hidalgo napolitano sean suficiente incentivo para que Vilamarí arriesgue sus galeras.
—Con que salgamos con la Santa Eulalia basta.
—Para alcanzar a la carabela sí, pero rumbo norte podemos toparnos con naves francesas y el almirante no se arriesgará a llevar solo una. Si sale, irá con las cuatro.
—Pues tendrás que decirle que esa carabela transporta un gran tesoro.
Genis Solsona dejó ir una carcajada.
—Se lo dirás tú si te atreves. Pero corres un gran riesgo si el botín defrauda. No me gustaría estar en tu piel si eso ocurre. Yo solo sé que me has dicho que un gran tesoro navega rumbo a Francia.
Mientras Joan corría hacia el palacio de la viuda situado en las cercanías del castillo de puerta de Capua, Genis Solsona preparaba la Santa Eulalia para zarpar y alertaba a sus colegas del resto de las galeras.
Joan no tuvo dificultades para que los criados del palacio le condujeran frente al almirante: este había dado órdenes de que así se hiciera si cualquiera de sus hombres lo requería, día o noche. Lo encontró en una gran mesa en el comedor del primer piso desayunando junto a la dama.
—¿Un gran tesoro? —inquirió Vilamarí, escéptico—. ¿Cómo lo sabes?
—He visto cargar los carros, señor —repuso Joan—. Son varios nobles angevinos los que viajan en esa nave.
En los ojos de Bernat de Vilamarí apareció un fulgor especial, era una tentación demasiado grande para el marino.
—¡Vamos! —dijo—. No hay tiempo que perder.
Se vistió de calle de inmediato mientras ordenaba a los criados que ensillaran un par de caballos y partió al galope hacia las galeras, seguido por Joan, que aún no se sentía demasiado seguro montando, y del criado que se haría cargo de los animales.
Las galeras zarparon más tarde de la pleamar. Cuando cruzaron frente a Castel Nuovo, la carabela ya había partido y no la divisaron hasta bastante después de rebasar Castel dell’Ovo. Joan, tenso, se aseguró de que la artillería y los mosquetes estuvieran preparados. Cuando todo estuvo en orden, se derrumbó sobre unos sacos de pólvora, en proa, lejos de los oficiales. Aquella noche había vivido la experiencia más intensa y hermosa de su vida, y después uno de sus mayores desgarros. Las horas de tensión y la falta de sueño se cobraban su precio.
La carabela cruzó el estrecho entre las islas de Ischia y Procida con las galeras siguiéndola como galgos a la liebre, pero aún a suficiente distancia para que el resultado de la persecución fuera incierto, pues el viento del sursureste la favorecía.
Hacia la mitad del camino entre Nápoles y Gaeta, la nave perseguida se hallaba suficientemente cercana para que las galeras se lanzaran sobre ella obligando a los galeotes a remar a boga viva. No estaba aún al alcance de las culebrinas, pero Genis Solsona ordenó que se disparara una salva de aviso para exigir su rendición. Joan cumplió la orden y los angevinos respondieron alzando en su mástil la bandera francesa como desafío. Después dispararon con un falconete desde su popa. Un pequeño surtidor de agua se alzó en el mar, el tiro no tenía la menor posibilidad de alcanzar a las galeras, pero era señal de que la carabela continuaría en su huida y que de ser alcanzada lucharía hasta el final.
Cuando Vilamarí dio orden de prepararse para el asalto, desconocía que las galeras francesas habían divisado la carabela y acudían a todo remo en su ayuda. Al poco los vigías de la Santa Eulalia alertaron de la presencia de las naves enemigas, pero el almirante, aunque preocupado, no estaba dispuesto a abandonar la caza. Habría abordaje.
La suerte estaba echada y los dados rodaban sobre la superficie azul del Mediterráneo.