Capítulo 20

Al llegar a la librería el día siguiente, Joan se encontró la puerta entornada y la escoba allí esperándole. Oyó a los operarios desayunando y a Felip, que elevaba su voz por encima de los demás; no quiso entrar, temía que la tomara con él de nuevo. Terminó de abrir las puertas y se puso a barrer su parte de la calle como lo hizo Lluís el día previo.

Al rato apareció el amo y le saludó con una sonrisa satisfecha al verle tan diligente. Poco después la señora Joana bajó a preparar el mostrador de la calle.

—¿Has desayunado, hijo? —inquirió la mujer.

—Sí, señora. En el convento.

—¿Y por qué no desayunas aquí?

—El acuerdo con el señor Corró es que solo almuerzo en su casa, el resto de las comidas las hago en el convento.

—Bueno, me da igual eso —repuso la matrona, enérgica—. Estás en edad de crecer y tienes que alimentarte bien. No me fío de lo que te puedan dar los frailes. Sube ahora mismo al primer piso y que las criadas te den pan, leche y queso.

—Pero…

—No sirven los peros, obedéceme.

Joan dio las gracias y subió corriendo, siempre tenía un rincón hambriento en su estómago. Le encantaba aquella mujer. Era más gruesa que su madre, pero sus ojos oscuros y su forma cariñosa de hablar se la recordaban.

Su siguiente tarea fue barrer el resto de la tienda, almacén y taller. Allí tuvo que soportar de nuevo que Felip le llamara «remensa» y que tirara al suelo a propósito restos del papel cortado para que él los recogiera. Joan no dijo nada al principio pero se fue enfadando y cuando se disponía a enfrentarse con el grandullón, Lluís le hizo una seña para que se acercara.

—Debes soportar las novatadas antes de ser aceptado en el taller —le dijo—. Cuanto más altivo te muestres, peor te irá.

—Felip es un abusón.

—Es verdad, pero es el último con quien enfrentarse. Hasta los maestros le tienen miedo, es el jefe de la pandilla de aprendices de esta calle. Y los hay muy violentos.

—¿Eres tú de la panda?

—Pues claro. No te dejan vivir tranquilo si no estás con ellos.

Sintió un gran alivio cuando dejó el taller para ir a por agua a la fuente. De camino vio un tumulto en la plaza del Rey, frente al palacio. Una multitud gritaba indignada mientras los soldados los observaban impasibles.

—¡Fuera los inquisidores castellanos! —vociferaban.

—¡Queremos la Inquisición antigua! —chillaban otros—. ¡Que el rey respete nuestros fueros!

Joan no entendía nada de aquello y fue a preguntar a un hombre de aspecto amable.

—El rey Fernando nos quiere imponer la Inquisición al estilo castellano —le explicó—. Y eso va contra los fueros que él juró respetar. Queremos la antigua, la de la Corona de Aragón, que es tolerante, que admite la defensa de los acusados y que solo actúa en causas muy claras. La suya no, no te puedes defender y a veces no sabes ni siquiera de qué te acusan. Encierran a la gente, la torturan, la queman y se quedan con sus bienes. La nueva Inquisición actúa ya en Valencia y tenemos la ciudad llena de conversos valencianos que escapan del terror. Los de aquí tienen miedo y huirán a Francia, y como son gente de dinero y buenos oficios, su fuga traerá más ruina a Barcelona. Como si no tuviéramos suficiente miseria.

—¿Y no se puede convencer al rey?

—Los consejeros de la ciudad llevan meses enviándole cartas y embajadores, pero se niega a todo y les ordena que obedezcan. La nueva Inquisición aún no ha actuado por las trabas que le ponemos. Pero Juan Franco, el inquisidor nombrado por Torquemada, amenaza a la ciudad con el ejército del rey.

Joan se rascó la cabeza, aquello parecía muy serio. En aquel momento la turba se puso en movimiento hacia la plaza de Sant Jaume, gritando, y Joan decidió no meterse en líos y seguir su camino. Le dio las gracias al hombre y fue a por agua.

De regreso al taller, terminados los encargos de la señora Corró y la limpieza de la que era responsable, Joan estuvo ayudando en las tareas fáciles de encuadernación de libros. Al rato el maestro Guillem le dijo:

—Pídele a Pau, el oficial, que te dé la aguja cuadrada de tres puntas que cose el pergamino transparente.

Pau le indicó que la tenía Felip. Este le dio un coscorrón y le dijo:

—Creo que la tiene Lluís, remensa.

El chico aguantó el insulto y acudió donde Lluís, que dijo que la tendría Jaume y este que se la había llevado el moro Abdalá. Cuando, cansado de dar vueltas, Joan regresó con la noticia al maestro, este puso cara de disgusto y exclamó:

—¡Maldito moro! ¡Otra vez nos la ha quitado sin que nos demos cuenta! Tendrás que subir a buscarla, pero sin que lo sepan los amos. Si se enteran de que se la ha llevado, se van a disgustar mucho con nosotros. Y aunque te diga que no la tiene, no bajes sin ella, porque el moro es un mentiroso y te querrá engañar.

La tarea era delicada, porque el musulmán trabajaba en el segundo piso, el último de la casa, y Joan debía ir y volver sin ser visto para que los Corró no se enfadaran. Y era urgente porque sin esa aguja no se podía acometer el trabajo más delicado.

Joan subió con cautela, intentando que nadie le viera, con el alma en vilo, temeroso de la catástrofe que se originaría de ser descubierto. Las sirvientas estaban ocupadas en la cocina y los amos en la librería, así que superó los dos primeros tramos con éxito. El último trecho de la escalera terminaba en una trampilla que chirrió al abrirla.

La habitación era luminosa pero estaba fría. El otoño mudaba a invierno y a pesar de que las ventanas tenían cristales se notaba un airecillo fresco. Había varias mesas de trabajo, pero el moro se encontraba detrás de un escritorio que comprendía mesa, silla y un gran panel trasero que cubría parte de los laterales con una alacena, cuya misión era protegerle de las corrientes de aire. El escritorio también servía para colgar y disponer de forma ordenada distintos utensilios de escritura y tenía un brasero a sus pies.

El viejo levantó sorprendido su mirada de los papeles, se quitó un extraño utensilio con cristales que tenía sobre la nariz y después de observarle unos momentos, le dijo:

—Así que tú eres el nuevo mozo, ¿verdad?

Joan afirmó con la cabeza, la trampilla estaba abierta y él tenía medio cuerpo en las escaleras y medio en la habitación. Contemplaba aquel mundo desconocido sin terminar de atreverse a entrar.

—Me preguntaba cuánto tardarías en venir —añadió el hombre.

Joan subió los peldaños que faltaban.

—Cierra la trampilla, por favor, que pasa aire.

El chico lo hizo y se quedó mirando fijamente al moro. Ese era de la estirpe de los que mataron a su padre y esclavizaron a los suyos, algún día encontraría a los individuos que de verdad lo hicieron, pero de momento solo podía tomar venganza en alguien como él. Quería hacerle daño, aunque no sabía cómo. Tampoco deseaba arriesgarse a que el amo, que parecía tener mucho aprecio al musulmán, se enterara de ello. Era preciso actuar con cautela.

—Dame la aguja cuadrada de tres puntas —le dijo—. La que te llevaste del taller.

—¡Ah! Así que es la aguja cuadrada de tres puntas. Esa que cose el pergamino invisible, ¿verdad?

Había un tono burlón en el acento extraño de aquel hombre que irritó a Joan.

—Dámela. La necesita el maestro para un trabajo y te la llevaste sin permiso.

—¿Servirá de algo si te digo que no la tengo?

—Ya me avisaron de que eras mentiroso. No lo voy a creer.

—Pues búscala tú mismo.

Joan se quedó desconcertado. Nadie le había explicado cómo era la aguja, ni su tamaño. Parecía algo obvio, que todos conocían, y no se le ocurrió pedir que se la describieran.

—¡Ah! ¡Pero si no te han dicho cómo es! —El hombre fingía sorpresa y Joan notaba que se burlaba de él.

—No, yo no lo sé. Pero tú sí. Dámela.

—Pero ¿cómo sabrás entonces que no te doy otra cosa?

Joan se encogió de hombros, confuso. Había sido muy torpe y ahora estaba en manos de aquel hombre.

—Bueno, como eres nuevo, voy a darte la aguja cuadrada de tres puntas, esa que cose el pergamino que no se ve. Pero para la próxima vez entérate bien de lo que buscas.

Y de un estante bajo la mesa sacó un instrumento metálico y se lo dio al chico.

—¡Pero si solo tiene dos puntas!

—No cuentas la superior.

—Pero lo de arriba no pincha como una aguja, y no es cuadrada.

—No todas las puntas pinchan; además, lo cuadrado es el papel que va con la aguja.

Y después de sacar un trozo de papel y mojar su pluma en el tintero, escribió en él. Una vez la tinta estuvo seca, lo usó de envoltorio para el instrumento metálico.

—Anda, llévale esto al maestro Guillem. Y si no le sirve, dile que hable conmigo en la comida.

No le quedaba más remedio que obedecer y se fue, sin dar las gracias, con las mismas cautelas que a la subida. Todos le rodearon cuando le entregó el paquete al maestro Guillem.

Una enorme carcajada sonó al ver el contenido.

—¡Eso es un compás, tonto! ¡El moro te ha tomado el pelo!

Joan no sabía qué era ni para qué servía un compás y se sintió engañado, rabioso. Felip y los aprendices empezaron a darle coscorrones al grito de:

—¡Novato! ¡Bobo!

El maestro Guillem leyó lo que ponía en el papel, no dijo nada, y lo arrugó para después tirarlo a un rincón.

—¡Ya basta, muchachos! —Su expresión era seria—. ¡Volved todos al trabajo! —Y dirigiéndose a Joan le dijo—: Era una novatada. No existe ni aguja cuadrada de tres puntas ni pergamino transparente. Aprende, chico.

El grupo rio de nuevo y volvió al trabajo, no sin que antes Felip le diera otro golpe, que podría pasar por amistoso, pero que dolía.

—Tonto remensa —le dijo.

Mientras barría el taller, Joan recogió el papel; tenía escritas unas frases en letra gótica que le eran imposibles de entender, aun así lo guardó.

Las miradas del chico y el musulmán se cruzaron en la comida, pero ninguno hizo gesto de hablar. Joan se encontró un escarabajo en su escudilla y todos volvieron a reír: supo que era otra de las gracias de Felip. Aguantó estoicamente aquella broma y las pullas del grandullón que le siguieron, pero los ojos se le llenaban de lágrimas, era demasiada la humillación. Deseaba volver al convento.

Cuando llegó a Santa Anna, fue a la celda que compartía con su hermano para coger la azcona de su padre. Después se dirigió al huerto donde había colgado en un árbol una madera que hacía de blanco y, a pesar de su peso, empezó a lanzarla con rabia contra la diana. Imaginaba que el madero era Felip, luego pasó a ser el moro que mató a su padre y después cualquier otro musulmán. Al rato estaba exhausto y cuando se acordó de la aguja cuadrada de tres puntas, fue a la búsqueda del novicio y le pidió que le leyera en secreto lo que ponía en el papel del moro.

—«Para encontrar lo que buscas, debes saber qué es. Que no te engañe el nombre de las cosas, averigua cómo son de verdad» —leyó Pere.

Joan quedó pensativo. Entendía la relación de aquello con su experiencia de la mañana, pero sospechaba que había algo más que se le escapaba.

—¿Quién ha escrito esto? —inquirió Pere, curioso.

—¡Bah! Un infiel —repuso el chico.

Pero decidió guardar el escrito en lugar seguro.

Prométeme que serás libre
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