Capítulo 11

La noche anterior a su llegada a Barcelona fue fría y lluviosa y mal durmieron en la barca varada en la playa de Badalona, intentando protegerse del agua con la vela de repuesto. Joan sentía el cuerpo tibio de su hermano, que se apretaba contra el suyo en busca de calor y no podía conciliar el sueño. No era solo la lluvia o los movimientos de Gabriel, sino la emoción de saber que el día siguiente vería la gran ciudad. También sentía temor. ¿Qué sería de ellos?

El día se levantó cubierto de nubes plomizas y a pesar de que el mar estaba algo picado, zarparon poco después del amanecer y al cabo de un tiempo el comerciante señaló hacia el horizonte de tierra, al frente y dijo:

—Aquello que veis allí es Barcelona.

La playa a la derecha mostraba unas construcciones lejanas, que pronto se concretaron en torres y muros.

—La ciudad está rodeada de murallas y ese es el bastión de Levante. La torre más alta que podemos ver desde aquí lleva el nombre de tu patrón, Sant Joan, y la siguiente en altura, la más próxima al mar, la de Sant Nicolau.

Y conforme se acercaban iba añadiendo detalles, mostrándoles los lejanos campanarios que se asomaban por encima de las fortificaciones, como el de Santa María del Mar. Ya frente a la ciudad tuvieron que bordear la arenosa isla de Mayans, que, unida a tierra firme por el muelle de la Santa Creu, ofrecía una somera protección contra el oleaje del norte a los barcos fondeados en la parte sur.

Continuaba lloviznando y la luz gris del día mostró al fin la realidad: la muralla del mar estaba derruida en amplios tramos y una ancha playa jalonada por bloques de piedra, que en algún momento formaron parte del muro, penetraba hasta los primeros edificios de la ciudad amenazando con engullirlos. Joan esperaba asombrarse a la vista de las grandes edificaciones, que en efecto estaban allí, pero hasta un chico de aldea podía percibir una sensación rancia de decadencia, de podredumbre.

—No siempre ha sido así —dijo Bartomeu en tono de disculpa como si hubiera adivinado los pensamientos del chico—. Hace veinte años, antes de la guerra civil y de las pestes, en los tiempos de Alfonso V, esta ciudad era otra, rica, poderosa… y ahora ni siquiera es capaz de reconstruir sus muros después de una gran tormenta.

Una vez desembarcados, Bartomeu contrató a unos mozos de cuerda llamados bastaixos, que transportarían las mercancías a sus espaldas hasta el convento de Santa Anna, en la parte opuesta de la ciudad. Ante la inquietud de Joan, Bartomeu le explicó que entregar la mercancía a aquellos mozos era dejarla en seguro. La defenderían con su vida y jamás cobrarían un sueldo por encima de las tarifas que fijaba la cofradía, una de las más respetadas de Barcelona.

Al final de la arena de la playa se encontraba un edificio, que impresionó a los chicos por su tamaño, y al que las olas debían lamer los días de temporal. Bartomeu dijo que era la Lonja. Unos pasos más allá vieron una gran plaza, también cubierta de arena y matojos. El mercader señaló los edificios que, aparte de la Lonja, la limitaban; la casa del General, el Consulado del Mar y la Aduana. Allí se dirigió Bartomeu con los porteadores para negociar las tasas de la mercancía, que serían mucho menores al pertenecer a la Iglesia.

Los chicos se quedaron mirando con aprehensión y repugnancia la horca plantada en el centro de la plaza, de donde colgaba un cuerpo medio comido por las aves.

—A ese sitio lo llaman la plaza de les Falsies, o también la plaza de los Traidores —les informó el patrón del laúd, después de lanzar un escupitajo en dirección al cadáver—. Eso de Falsies es porque aquí nos juntamos los marinos, y los burgueses dicen que exageramos y mentimos. Y lo segundo, porque aquí se ahorca tanto a traidores como a delincuentes. Eso que cuelga es la bienvenida y el aviso que nos da la ciudad a los que llegamos por mar.

Joan se estremeció ante el espectáculo de los muchachos que lanzaban piedras a los pájaros carroñeros, y que acertaban al cadáver en lugar de a las aves. A la vista del aspecto escuálido de los chicos comprendió que también había hambre en la ciudad. Notó la mano de Gabriel aferrada a la suya; miraba al muerto con una fascinada repugnancia.

El día gris, el ahorcado y su siniestro entorno produjeron una gran aprensión en Joan, pensó que era un mal presagio y tuvo miedo. ¿Qué les depararía aquella ciudad? Él era responsable de su hermano y le apretó la mano para infundirle ánimos. Se preguntaba si sería capaz de protegerle tal como prometió a sus padres.

Bartomeu regresó satisfecho de su regateo con los oficiales de la ciudad; había camuflado su propia mercancía junto a la de Santa Anna, ahorrándose así una buena suma en impuestos.

—Por allí —les dijo señalando a los mozos, que ya se habían adelantado.

Estos tomaron la calle de los Cambis Vells y allí Bartomeu detuvo la comitiva para cambiar el dinero recogido en el viaje por moneda de Barcelona. Al emprender la marcha, les explicó lo importantes que eran los cambistas, ya que con tantas monedas locales y extranjeras circulando era muy difícil aclararse. Los cambistas tenían sus mesas, que llamaban bancas, en Cambis Vells y Cambis Nous, y su honradez debía ser a toda prueba. En sus bancas lucían cizallas, unas grandes tijeras con una hoja fija, y tenían orden de destruir con ellas cualquier moneda falsa que identificaran. Si se probaba que alguno de los cambistas engañaba en sus transacciones, los oficiales de la ciudad rompían su mesa, a eso se le llamaba quedar en bancarrota pública. Si alguna vez el cambista conseguía el perdón, ya nunca podría instalarse en Cambis Vells, pero sí en Cambis Nous, y así la gente estaría advertida de sus dudosos antecedentes.

Poco después de rebasar el cruce con Cambis Nous, los chicos admiraron la impresionante fachada de Santa María del Mar con su puerta de arcos y su rosetón, y recordaron los campanarios lejanos que habían visto desde la barca. Los mozos se santiguaron, pues era su patrona, pero sin detenerse como hubiera deseado Joan. Continuaron por la calle Argentería, que era donde los joyeros tenían sus talleres y exponían su trabajo en mesas.

—Hubierais tenido que ver esto hace veinte años, antes de la guerra civil —les dijo Bartomeu—. La calle estaba llena de mesas; ahora solo quedan unas pocas y sin piezas de gran valor. La mayor parte de los joyeros, al igual que los cambistas, eran judíos que se convirtieron a raíz de las matanzas de hace un siglo; a estos cristianos recientes se les llama conversos.

Joan se fijó en unos colgantes de plata y oro que engarzaban coral rojo y se detuvo un momento a observarlos: nunca había visto nada parecido y se sorprendió por el hermoso trabajo de aquellas joyas. Su atención fue a la calidad del coral y pensó satisfecho que las piezas que escondía en su hatillo eran mejores. Entonces vio a una chiquilla, quizá algo menor que él, que vigilaba la mercancía mientras el que debía de ser su padre trabajaba en una mesa cercana cincelando plata. Era muy guapa. Le hubiera gustado conocer el precio de las joyas, para tener referencia de cuánto podría valer su coral, pero no se atrevió; aquel era un mundo desconocido y se sentía inseguro. Se dijo que ya tendría mejor ocasión. Ella percibió su interés y sus miradas se cruzaron, para apartarse de inmediato. Joan volvió a contemplar los trabajos de joyería, solo que ya no pensaba en el valor del coral, sino en ella. Entonces Bartomeu, que se había adelantado con los porteadores, les gritó:

—¡Vamos, no os entretengáis, que os vais a perder!

La miró de nuevo. Vestía una elegante gonela que le marcaba una cintura estrecha, tenía la piel blanca y su cabello negro hacía resaltar unos ojos verdes luminosos. Ella le sonrió manteniéndole la mirada y unos graciosos hoyuelos aparecieron en sus mejillas. Joan se dijo que nunca había visto a alguien tan hermoso ni con tanta gracia y sintió que de repente aquella ciudad de aspecto hosco le daba la bienvenida. El chico le devolvió la sonrisa al tiempo que se sonrojaba, y tras agarrar a su hermano de la mano se fue corriendo hacia el grupo, que ya se perdía calle arriba entre la gente.

Mientras se alejaba, se sentía culpable por el placer que le produjo aquella sonrisa. Elisenda era su novia y estaba cautiva en poder de los moros junto a su madre y hermana; a ellas debía dirigir sus pensamientos. Sin embargo, no pudo evitar volver la cabeza para atrapar una última imagen de la chiquilla y así guardarla en su memoria.

Anna ayudaba a sus padres en la tienda y con algunos trabajos que no hacía la criada, como ir a por agua a la fuente, Aquella mañana, viendo cómo aquel chico le lanzaba una última mirada antes de perderse entre el gentío, quedó pensativa. Con doce años recién cumplidos ya era consciente del poder de sus ojos verdes y de su sonrisa. Por ello, y aconsejada por su madre, solo sonreía a las mujeres y a hombres de cierta edad que acudían a la tienda. Los muchachos mayores ya rondaban la calle pavoneándose frente a ella y aunque había un par que le llamaban la atención, en contadas ocasiones los premiaba con una mirada más atenta y una sonrisa. Sus padres le decían que tenía el encanto para casarse con un burgués rico o incluso con un noble y que debía esperar al candidato adecuado. Aquel chico delgaducho, de nariz recta y fuerte, ojos oscuros y pelo castaño revuelto, que el sol había aclarado, era precisamente todo lo contrario. La piel bronceada de su cara y sus manos indicaba que pertenecía a la clase baja, uno de aquellos que trabajaban a la intemperie. Vestía sobre la camisa un sayo de lana cruda que ceñía con una tira de cuero, andaba sobre unas rudas alpargatas y el hatillo, que cargaba al extremo de algo parecido a una lanza corta, le identificaba como un pueblerino recién llegado a la ciudad. Iba cogido de la mano de un niño de aspecto parecido pero de grandes ojos color miel clara.

Se suponía que Anna debería mirar a través de aquel par como si fueran transparentes, como si no estuvieran allí. Pero no lo hizo. Había algo especial en los ojos del mayor: era una mezcla de tristeza, determinación y fuerza, al tiempo que vulnerabilidad. Y sin querer le sonrió y supo de inmediato el efecto causado en él, porque sus mejillas se sonrojaron. El chico le mantuvo la mirada, le mostró una hermosa sonrisa, hizo un ligero gesto de despedida con la cabeza y se apresuró junto a su hermano calle arriba. Ella se preguntó por qué había sonreído coqueta a alguien que para sus padres sería un aldeano inadecuado.

Prométeme que serás libre
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