Capítulo 104

Joan se sentía ansioso por abrazar a Anna, pero a la vez le invadía una suave nostalgia que le hacía demorar el momento maravilloso del encuentro. Abandonaba la Santa Eulalia para siempre y recogió sus cosas remolón, intentando asentar sus pensamientos. Le costaba digerir lo ocurrido en la vorágine de las últimas horas, convencerse de que lo que vivía era cierto, que no se trataba de un hermoso sueño del que despertaría de un momento a otro.

Miró al cielo de la bahía de Nápoles, era un día esplendoroso, oyó los graznidos de las gaviotas y las vio volando bajo las nubes y el sol, por encima del mar azul. Anduvo hasta proa y, al tiempo que acariciaba el frío bronce de los cañones, las contempló absorto. Eran libres. Como él.

Escribió en su libro: «Libertad, al fin. Mi amada es también libre, y solo mía. Gracias, Señor».

Hizo que el barbero de la galera le arreglase el pelo y le afeitase la barba; vistió sus mejores ropas y, ufano y sonriente, se despidió del resto de las gentes de la Santa Eulalia.

Joan sentía su corazón rebosante de alegría al subir a la carabela con el recibo, expedido por el escribano y firmado por Vilamarí, que daba la libertad a Anna. No podía aguardar al instante en que se fundirían en un abrazo. Era el fin de una pesadilla, ya nadie podía oponerse a su amor; nunca más se separarían.

Los marinos de guardia, a pesar de conocerle, comprobaron escrupulosamente los sellos y el documento y a continuación uno gritó hacia la bodega de la nave:

—¡Anna Lucca! Subid a cubierta.

Después de unos momentos que se le antojaron interminables, ella salió con las mismas ropas que vestía el día en que la carabela fue capturada, parpadeando ante el sol de cubierta. Vio al joven sonriéndole feliz, abriendo los brazos para acogerla en ellos y supo entonces el resultado del duelo. Suspiró aliviada y se acercó a él con una sonrisa. Pero cuando Joan iba a estrecharla se detuvo y preguntó, mirándole inquisitiva con sus ojos verdes:

—¿Matasteis vos a Ricardo?

Joan no esperaba la pregunta y se estremeció al sentir miedo a perderla y remordimientos.

—No. No fui yo.

Entonces ella se acogió en sus brazos. Joan la abrazó con ternura, aunque su mirada se perdió en el cielo azul. Sentía una vaga inquietud, pero al notar el calor del cuerpo de su amada, suspiró y cerró al fin los ojos, gozando de su tacto, de su olor tierno a pesar de los suaves matices agrios de varios días de cárcel, y aquella felicidad indescriptible de antes regresó.

Joan se dijo que aunque la guerra seguía en el reino de Nápoles, para ellos llegaba el tiempo del amor.

Sin embargo, al aflojar su abrazo, el alguacil al mando le dijo a Anna:

—Este hombre os ha comprado. A partir de ahora le pertenecéis.

Ella miró a Joan, que continuaba sonriendo feliz.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó, muy seria, mirándole a los ojos.

—Bueno —titubeó él—. El documento…

—¿Pensáis hacerme vuestra esclava? —insistió ella mirándole agresiva.

Joan vaciló, nunca se le habría ocurrido que ella pudiera ser su esclava y comprarla era la única forma de conseguir su libertad.

—No —balbuceó—. No tengo esa intención. Os amo y quiero haceros mi esposa.

—Bien —repuso ella seca—. Entonces, ¿me dais la libertad?

—Sí, claro.

—¿Y firmaréis los documentos pertinentes?

—Naturalmente.

—Luego soy libre —concluyó Anna suavizando el tono.

—Sí, lo sois.

—Pues acompañadme a casa de mis padres.

—No tengo mucho dinero, pero buscaré un lugar donde podamos vivir juntos…

—No, Joan —le cortó ella—. Si soy libre, no viviré con vos. Soy la viuda de Ricardo Lucca, le debo un respeto y lo único que quiero ahora es poderle enterrar cristianamente.

—Pero yo os amo con locura, Anna, y vos decíais que también me amabais.

—También os amo. Sin embargo, Ricardo fue un buen compañero y tengo una deuda con él. Si por vuestra culpa no cumplí bien como esposa, ahora sabré cumplir como viuda.

Joan se tranquilizó algo al oír que aún era amado, pero se sentía confuso.

—No termino de entender.

—Quiero que me ayudéis a recuperar el cadáver de Ricardo y que después os mantengáis alejado —le dijo ella cortante.

—¿Me estáis diciendo que no me querréis ver más? —inquirió Joan desconsolado, recordando el trágico amanecer de su última noche en el que ella le despidió.

Anna le miró como si él fuera corto de entendederas. Joan mantuvo su mirada diciéndose que, aun con el desaliño del cautiverio, estaba bellísima.

—No, Joan, no digo eso. Solo que deberemos respetar el luto.

Él suspiró aliviado, ella sonrió al fin y aquellos graciosos hoyuelos aparecieron en sus mejillas. Joan se dijo que haría lo que fuera para lograr que otra sonrisa iluminara su rostro.

—¿Me podríais ayudar a encontrar el cuerpo de Ricardo? —preguntó suavemente.

Joan sabía dónde estaba. Lo guardaban en una caja de madera en proa, lo más alejado posible del resto de la nave. Hacía un par de días que murió, era verano y el cuerpo olía ya a podrido. De tratarse de otro, lo habrían lanzado en un saco con una piedra al fondo del mar, pero era noble y alguien pensó que su familia pagaría por el cadáver. Joan tuvo que volver a la Santa Eulalia y negociar con el escribano el precio. Quería cincuenta ducados y Joan le dijo que fuera a olerlo para comprobar que a lo sumo en un día deberían deshacerse de él. Obtuvo al final un precio de amigo. Solo pagó tres ducados, y medio más por el transporte de la caja a la casa de los padres de Anna. El palacio Lucca estaba inhabitable; había sido asaltado y, encontrando poco que rapiñar, la turba lo incendió.

Anna quiso ver el cadáver de su esposo y un tufo irrespirable salió de la caja al abrirla. Ricardo Lucca era aún reconocible y también el gran tajo en su cuello que terminó con su vida. Anna depositó un beso en su mejilla y rezó una oración en silencio. Al girarse hacia Joan, le miró inquisitiva con los ojos llenos de lágrimas. Y sintiendo que le acusaba en silencio, Joan se estremeció de nuevo, temeroso de perderla.

—No fui yo —musitó de forma inaudible, incapaz apenas de sostenerle la mirada.

El entierro se efectuó de inmediato y Joan asistió al funeral en la catedral, apartado de Anna y de sus familiares. Fue una extraña sensación unirse a los que rezaban por el hombre al que él había dado muerte. No le bastaban las absoluciones del cura de la galera. Era cierto que lo mató en combate, en el calor de la lucha, sintiendo también el temor a morir, pero pensaba que, de haber querido, habría podido evitar su muerte. Lo mató por Anna y nunca podría olvidar los ojos de Ricardo Lucca ni su última mirada.

Antonello le ofreció una habitación en el primer piso de su casa, sin embargo, Joan la rechazó. Quiso dormir junto a los aprendices y oficiales del taller del librero. Continuaba sintiéndose aprendiz, tanto en la vida como en el amor. No comprendía qué pasaba por la mente de su amada. Él anticipaba que el día de su reencuentro iba a ser el más feliz de su vida, pero todo quedó en un gran desengaño.

Aquella noche fue de un calor pegajoso y Joan estuvo dando vueltas en su catre sin poder dormir, a pesar de que los olores familiares de papel nuevo, tinta y cuero le proporcionaban consuelo. Estaba triste y desconcertado, por más vueltas que le daba, no podía comprender la actitud de Anna. Se decía que ella había amado a Ricardo Lucca mucho más de lo que le dejó entrever. Quizá le amara incluso más que a él.

Con las primeras luces del amanecer buscó su libro para anotar: «No tengo el valor de decirle la verdad». Y después: «No quiero perderla».

Prométeme que serás libre
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