Capítulo 52

Al oír la sentencia, la mirada de Joan fue a la tribuna de los reos. Durante el interminable sermón, el matrimonio Corró apenas se había movido, en ocasiones aparentaban dormitar. En algún momento pareció que cuchicheaban entre ellos. Pero al oír la cruel pena, Antoni Ramón acudió a su esposa y ambos se unieron en un tierno abrazo.

«Van a morir por mi culpa», se dijo Joan.

Pero la ceremonia no había terminado. Entonces fue cuando fray Alonso Espina hizo solemne entrega de los condenados a don Enrique de Aragón, el lugarteniente del rey; a partir de aquel momento serían las tropas reales las encargadas de custodiar a los reos y ejecutarlos. Los votos de los inquisidores prohibían derramar sangre. Fray Espina mantendría sus manos limpias.

De nuevo se organizó el desfile, esta vez hacia la muerte. El orden era parecido al de la llegada a la plaza, y a paso lento la procesión tomó el llamado camino de la infamia, que recorrió la ciudad hasta salir por el Portal de Sant Daniel. Los frailes cantaban sus letanías y los tambores marcaban el paso lento y solemne de la ejecución. Esta vez, detrás desfilaba un grupo de soldados portando la leña para la hoguera.

Los Corró eran conocidos en el barrio y cuando pasaron frente a sus vecinos estos guardaron un silencio respetuoso, pero ahora, una vez condenados y rodeados de gente extraña, se veían sometidos al insulto y a la agresión.

—¡Marranos! —les gritaban—. ¡Morrudos! ¡Falsos cristianos!

Y les lanzaban inmundicias.

Joan, Lluís y Jaume forcejeaban para mantenerse cerca del matrimonio intentando protegerlos del vulgo, pero las calles eran muy estrechas, estaban repletas de una multitud vociferante y no podían mantenerse a su altura. Cuando lo lograban se veían apartados por los soldados que flanqueaban a los reos. La misión de estos no era evitar que escaparan, suceso imposible, sino asegurarse de que llegaban vivos al suplicio. Poco importaba si recibían algún que otro golpe o les lanzaban basuras.

Al salir de la ciudad la comitiva tomó el camino del Canyet. Era esta una zona inhóspita, de aguas estancadas y cañaverales, cercana al mar. Con frecuencia aquellos pantanos despedían fumarolas y una neblina de olores putrefactos, de descomposición. En verano los mosquitos plagaban el lugar y en las noches, entre fuegos fatuos, vagaban los lobos llegados de los montes boscosos de Horta y de Sant Genis en busca de cadáveres. Era allí donde se arrojaban los cuerpos de los animales muertos y cualquier otro desperdicio que la ciudad quería mantener lejos de sus muros.

No solo era un lugar de muerte para las bestias, sino también para los humanos. En el pasado se ahorcó allí a todo tipo de delincuentes incluyendo piratas sarracenos. En el Canyet se alzaba una cruz, la llamada de la Llacuna, que marcaba el centro del gran basurero putrefacto.

Aquel era el sitio escogido por la Inquisición para sus ejecuciones y al que la procesión se dirigía con paso cansino al redoble de los tambores.

Al llegar a la cruz se encontraron con una gradería de madera montada en uno de los lugares secos frente a la que los soldados amontonaron la leña. Los dominicos con su capucha calada continuaban cantando sus salmodias y muchos de entre la multitud de curiosos los acompañaban en su canto.

Los militares depositaron los cuarenta monigotes de cáñamo en la gradería mientras el matrimonio Corró y el otro penitenciado descansaban exhaustos en el suelo.

Allí acudió fray Espina para ofrecer a los reos la última oportunidad de reconciliación. Al rato el inquisidor abrió los brazos mirando a la multitud. Los dominicos cesaron en su canto y se hizo el silencio.

—Los penitenciados han sido relajados —gritó—. Reconocieron sus horribles pecados y han pedido perdón sincero por cada uno de ellos. Y con su inmensa misericordia la Iglesia los admite de nuevo en su seno. Alabado sea el Señor.

De la multitud se alzó un grito de júbilo. ¡Qué hermoso era ver a las ovejas descarriadas regresar al redil! ¡Qué grandes eran la piedad y la compasión!

Fray Alonso Espina y su séquito estaban radiantes. Al fin los herejes aceptaban la verdad. ¡Qué bello triunfo para la Inquisición!

—¡Ya puede venir el verdugo! —concluyó fray Espina.

En un arrebato Joan rompió el cordón que formaban los soldados y se acercó corriendo a los Corró, que continuaban cabizbajos sentados en el suelo con sus sambenitos en el cuerpo y los capirotes en la cabeza.

—¡Perdonadme! —exclamó tomando entre sus manos las de la señora Corró con los ojos llenos de lágrimas.

Ella levantó la vista y al reconocerle sonrió. Aquella mirada le hizo estremecer; le recordaba más que nunca a la de su madre. Iba a perderla por segunda vez.

—Que Dios te bendiga, hijo —musitó.

Él le besó la mano y ella le acarició la mejilla con suavidad. Hubiera permanecido toda la tarde junto a ella, pero sabía que no le quedaba tiempo.

—¡Amo, perdonadme! —le dijo al librero.

Este le miró a los ojos, afirmó con la cabeza en gesto abatido, pero no dijo nada. Después tendió sus brazos a su esposa y ambos volvieron a abrazarse.

—¡Quita de ahí, chico! —oyó.

Una mano le agarró del hombro y le empujó lejos de los prisioneros. Joan vio al verdugo sosteniendo una soga y un palo. Le conocía de las tabernas y en ellas jamás se hubiera dejado tocar por aquel individuo. Era un maldito. Ningún tabernero le servía en un vaso del establecimiento y tenía que ir a la taberna con el suyo propio. Pero allí, en aquel momento, el verdugo era la autoridad.

La soldadesca cayó sobre Joan y después de unos cuantos golpes lo echaron a patadas hacia el gentío, que reía y le gritaba improperios. Aquello era un pequeño entremés a la espera del espectáculo principal. Felip estaba en primera fila y aprovechó para darle un coscorrón mientras le decía:

—¡Qué tonto eres, remensa!

Todo el dolor que Joan sentía en aquel momento, todo su abatimiento se tornó al instante en rabia profunda.

—¡Hijo de puta, degenerado! —le gritó—. ¡Eran como nuestros padres!

Y agarró a Felip por el jubón con tanta fuerza que las costuras sonaron a punto de romperse.

—Que os jodan a todos —contestó el otro lanzándole un puñetazo.

Pero el golpe no alcanzó su destino porque Lluís, atento, lo paró en el aire. Los amigos de Felip se abalanzaron en su defensa y hubo gritos y empujones hasta que los soldados acudieron a punta de lanza para poner orden. Lluís apartó a Joan de allí.

—¿Te has vuelto loco? —le dijo—. No te conviene ponerte en evidencia.

Pero la gente no les atendía a ellos. Todos estaban en silencio, pendientes del verdugo y su ayudante, que cumplían con su trabajo. Empezó por la mujer y pareció oírse un débil estertor cuando, ayudado del palo, el sicario hizo un torniquete rápido con la cuerda en su cuello. El capirote cayó al suelo y al poco lo hacía también el cuerpo desmadejado de la señora Corró. Después le siguieron en la muerte mosén Corró y el otro hombre.

Los frailes se pusieron a cantar mientras los soldados encendían la pira. Al poco las llamas se alzaron en medio de una humareda. Los verdugos cargaban los monigotes de cáñamo, los subían a la gradería y desde la altura los lanzaban al fuego, que los acogía con un fogonazo de chispas y pavesas. No tardaban en arder con vigor. Los espectadores cantaban junto a los frailes, pero de pronto una mujer se precipitó hacia la pira con los brazos extendidos y al llegar cerca del fuego se arrodilló y a grandes gritos empezó a suplicar perdón por sus pecados. Aquello fue como una señal para que se desatara la histeria. Un buen número de los congregados comenzó a gritar, otros a golpearse en el pecho, algunos andaban de rodillas, todo valía para penitenciarse. Varios hombres tiraron sus capas al suelo, se desnudaron la espalda, sacaron de su cinto látigos de múltiples puntas y empezaron a azotarse. Joan observó a los inquisidores; se mostraban felices con el bullicio, tenían el aspecto gozoso del que contempla su trabajo bien hecho. Cuando los verdugos lanzaron los cadáveres, la hoguera ardía ya en su plenitud. El mayor peso de los cuerpos comparados con el cáñamo producía un fuerte golpe y multitud de chispas y pavesas se alzaban al cielo. Al poco un tufo de carne quemada se unió al de podredumbre y descomposición del lugar.

Al oír el toque de vísperas de los campanarios de la ciudad, la comitiva emprendió el regreso. El fuego se iba agotando.

—Vayámonos ya —dijo el maestro Guillem—. Desde el desayuno no tomamos nada.

Joan advirtió entonces que el día terminaba y que aún no había comido. Pero no le importaba y les dijo que él se quedaría un poco más.

—Cuida que no te den las completas —le advirtió Lluís—. A esa hora cierra la última puerta y tendrías que hacer noche fuera de la ciudad.

Ya solo quedaban los verdugos y un par de soldados, atardecía y Joan continuaba mirando a las brasas. Los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar a los Corró y el amor que le dieron.

—Yo tengo la culpa —se repetía.

Se sobresaltó al notar una mano en su hombro, se creía solo. Al girarse vio a Bartomeu, su amigo perdido. El hombre no habló, pero Joan sí y de nuevo le confesó su culpa. Bartomeu se mantuvo en silencio mientras oían ya cercanos los aullidos de los lobos que bajaban de los montes hacia el Canyet.

—Murieron por mi culpa —repitió.

—No solo por tu culpa —dijo al rato el mercader—. Han muerto por culpa del miserable de Felip y de todos aquellos a los que la Inquisición hizo hablar. Y también por culpa de los demás, que, sabiendo que eran buenos, callamos y nos escondimos. Murieron por culpa del miedo, del terror que siente la ciudad.

Y poco después añadió dando énfasis a sus palabras:

—Pero tú, Joan, tú fuiste el único que tuvo el valor de pedirles perdón, aquí, al pie de la hoguera.

Dejó un tiempo para que el muchacho comprendiera sus palabras y cogiéndole del hombro con cariño le dijo:

—Vamos, están a punto de dar las completas.

Esta vez Joan no se resistió y, en la penumbra del ocaso de aquel trágico día invernal, dejaron atrás los rescoldos humeantes y el tufo inmundo del Canyet, para dirigirse a Barcelona. Por el camino el muchacho lloraba en silencio, confortado por el brazo del mercader sobre su hombro.

«En el horrible día en que perdí a los Corró, recuperé a Bartomeu», escribió aquella noche.

Prométeme que serás libre
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