Capítulo 94
Joan aguardaba impaciente el permiso para desembarcar en Nápoles, las columnas de humo se elevaban en varios puntos de la ciudad y desde la Santa Eulalia se oían disparos. Temía por Anna. Ricardo Lucca pertenecía a la facción angevina y su casa podía ser asaltada por el populacho en cualquier momento.
Los franceses aún controlaban el puerto gracias a los castillos Nuovo y Dell’Ovo y las galeras de Vilamarí vararon en una playa cercana fuera del alcance de la artillería francesa.
Tan pronto Joan saltó a tierra, fue corriendo a la vía del Duomo esquivando a la muchedumbre que celebraba el regreso de Ferrandino y al llegar a la casa de los Lucca suspiró aliviado; estaba cerrada y no mostraba señales de violencia. ¿Habrían abandonado la ciudad? Quería llamar, que Anna supiera que estaba allí, pero se contuvo. No deseaba encontrarse cara a cara con Ricardo Lucca. No aún. No se arriesgaría a perjudicar a su amada. Y tragándose la impaciencia y ansiedad, se dirigió a la librería de Antonello.
Su amigo estaba en el centro de la calle, donde había instalado una mesa y una barrica de vino. Le rodeaban sus empleados y vecinos, que, celebrando felices la llegada del rey, chocaban sus vasos, bromeaban y reían.
—¡Pero si es Orlando enamorado! —gritó Antonello al verle—. ¿Qué es esa expresión tensa? Toma un vaso de vino, relájate.
Joan se acercó para brindar con el librero. Este paladeó satisfecho el vino:
—¿A que es bueno? Lo guardaba para una gran ocasión.
El joven no sabía cómo interrumpir su cháchara para preguntarle por Anna, pero el napolitano, malévolo, adivinando su ansia, no parecía tener intención de complacerle.
—Antonello, ¿qué sabéis…? —Pero su amigo le interrumpió.
—¡Francesca! —gritó llamando por señas a una muchacha.
Ella sonrió y él insistió con gestos exagerados para que acudiera. Después de hacerse rogar por un tiempo, la chica mostró otra de sus sonrisas deslumbrantes y fue hacia ellos moviéndose con gracia. Joan se percató de inmediato de que la naturaleza había dotado a la moza con generosidad.
—Francesca —dijo el librero agarrándola del brazo—. Te quiero presentar a un amigo español que es además el mejor oficial artillero de la flota. Un gran partido y un buen mozo. ¿Qué te parece?
Ella hizo un mohín que no la comprometía en la respuesta, aunque sonrió a Joan al tiempo que le miraba a los ojos.
Joan le devolvió la sonrisa, pero se sentía incómodo. ¿Qué pretendía Antonello? ¿Deslumbrarle con aquella belleza para que se olvidara de Anna? No podría hacerlo ni por un instante. El librero era perverso y jugaba con él tentando sus límites. Pero ni presentándole a la mismísima diosa Venus podría quitarle a Anna de su pensamiento.
Uno de los aprendices sacó una guitarra y el propio Antonello fue el primero en cantar. Después lo hicieron otros y la gente se puso a bailar. Era un día de gran fiesta. Joan intercambió unas frases con la bella napolitana, pero su pensamiento no estaba allí; no podía librarse de su temor por Anna, y al rato Francesca le dedico una sonrisa de despedida cuando un oficial de caballería apareció en escena requiriéndola.
—¿Qué sabéis de Anna? —insistió cuando al fin pudo hacer un aparte con Antonello.
—La signora Lucca está sana, salva y bellísima en su casa —repuso este—. Y su marido se ausentó de Nápoles con las tropas francesas que luchan en el sur.
—Pero siendo Ricardo Lucca un angevino, ella estará en peligro. —Joan continuaba preocupado—. ¿No asaltarán su casa como han hecho con otras?
—Es posible que sea atacada —repuso el librero con tranquilidad—, aunque hay casas más ricas en la lista y esa gente tiene demasiado trabajo. Pero si el rey Ferrandino no quiere o no puede imponer el orden en las calles, tarde o temprano la casa Lucca también será desvalijada.
Joan tuvo que esperar dos días interminables antes de ver a Anna. Antonello le envió recado avisando que tenía un libro de su interés y al final apareció junto a su ama en la librería. Joan corrió a ocultarse mientras notaba el latir desbocado de su corazón. Tan pronto la esposa de Antonello se hizo cargo del ama, los jóvenes se miraron sonriendo felices para unirse en un fuerte abrazo en la intimidad del despacho del librero.
—¡Cuánto os he echado de menos, Anna!
—Yo también —repuso ella—. ¡He rezado tanto por vos!
—¡No regreséis a vuestra casa, huid conmigo! —le dijo Joan mirándole a los ojos.
Fue un impulso repentino. Y se arrepintió de inmediato. ¿Qué tipo de vida podía él ofrecerle a una dama como Anna? La vida de un fugitivo, la de un esclavo de galeras huido después de arrebatarle la esposa a un caballero. Porque no importaba que Lucca fuera rebelde a su rey; continuaba siendo un caballero y él menos que un don nadie. Sabía que ella se negaría. Y así ocurrió, aunque con argumentos distintos.
—No hay cosa que más desee —dijo—. Pero bien sabéis que el bienestar de mi familia depende de mi matrimonio y no permitiré que ellos paguen las consecuencias de mi locura.
Él la abrazó consolado al saber que aún le amaba y al tiempo triste por aquellas barreras insalvables. Entonces fue ella quien le apartó para mirarle a los ojos:
—Joan, este será nuestro último encuentro.
—¿Por qué? —inquirió él, alarmado.
—No puedo mantener esta relación clandestina —repuso Anna con expresión triste—. Si se descubriera, sería la ruina para los míos. Además, aunque no ame a Ricardo, es una buena persona que no merece un engaño. No es decente que nos veamos.
—¡Decente! —exclamó Joan recordando las palabras de Antonello—. ¡Lo que no es decente es que estéis casada con un hombre al que no amáis! Lo decente es estar con quien se ama.
Anna negó con la cabeza.
—No es así como lo ve la sociedad —dijo.
—¡Os lo suplico! —exclamó Joan, con lágrimas en los ojos—. ¡No me dejéis!
—No puedo hacer otra cosa —repuso ella llorosa.
—¡Pues si nos hemos de despedir, dejad que os visite esta noche en vuestra casa! —le suplicó—. No está vuestro marido.
Ella se negó y pasaron unos minutos batallando y al final Joan le dijo:
—Lo nuestro no puede terminar así, Anna. No podemos despedirnos con una discusión. No insistiré más. Pero esta noche la pasaré bajo aquella celosía de vuestra casa, y también la siguiente, hasta que lancéis la cuerda.
—No creo que lo haga, Joan. Lo siento —repuso Anna, con voz triste. Y añadió después de unos momentos de vacilación—: Pero si ocurriera; ¿me dais vuestra palabra y juráis que no me pediréis más contacto físico que un abrazo o un beso?
—¡Sí! ¡Claro que sí! ¡Lo juro!