Capítulo 111
Joan y Niccoló se encontraban ya en la entrada de la Banca de San Giorgio cuando esta abrió sus puertas a la mañana siguiente. Abordaron directamente al oficial del día anterior y por un ducado más consiguieron la autorización para reanudar la búsqueda.
—Lo revisasteis todo ayer —les dijo embolsándose la moneda—. No hay más libros ni legajos.
—Tiene que haber algo que se nos escapara —repuso Joan—. Decidme: ¿hubo transacciones que no se anotaran en los registros?
El hombre le miró como si aquello fuera un insulto.
—¡Absolutamente no! —repuso indignado—. ¿Con quién creéis que tratáis? ¡Esta es la Banca de San Giorgio!
Y volvieron a buscar en libros y legajos. Pero al recapitular al cabo de unas horas Joan comprendió que estaban repitiendo la misma rutina sin obtener nada nuevo. No había registros de esclavos catalanes ni en el año del asalto ni en el siguiente, ni en los inmediatamente anteriores o posteriores. Apoyó los codos en la mesa ocultando su cara en las palmas de las manos, desesperado. Estaba agotado y se sumió en un extraño sueño. «¡Sardos!», le dijo una voz. Y se despertó sobresaltado.
—¡Sardos! —exclamó—. ¡Esclavos de Cerdeña!
Niccoló le miraba sorprendido.
—¡Cómo no se me había ocurrido! —continuó Joan golpeándose la frente—. ¡Por muy cínico que sea el almirante Vilamarí, jamás permitiría registros que dijeran que esclavizaba a sus propios paisanos! Estarán como rebeldes sardos o quizá incluso corsos.
Efectivamente, encontraron una larga lista de esclavos sardos en aquellos años. Joan se dijo que si todos procedían de las razias de Vilamarí, este habría asaltado un buen número de poblaciones. No se registraban apellidos, pero entre las mujeres de finales de 1484 encontraron varias María y Eula, seguramente Eulalia, pero también un par de Elisa, que bien pudieran ser Elisenda, y una Marta. ¡Quizá fueran ellas! Los registros indicaban que tres María, dos Eula, Elisa, Clara y Marta, esclavas sardas y por lo tanto blancas, con edades que coincidían con las que buscaban, fueron vendidas a un tal Simone, un tratante de la ciudad de Génova a finales de 1484. A Joan se le hizo un nudo de emoción en la garganta.
—¡Creo que en ese lote estaban ellas, Niccoló! —exclamó con un hilo de voz.
Supo que el tal Simone tenía su establecimiento pegado a la Porta dei Vacca. Y que aprovechaba las torres que flanqueaban la puerta, y que se usaban como cárcel de la ciudad, para encerrar a los esclavos que presentaban un mayor riesgo de fuga a cambio de unas monedas para los guardias. Antes de visitarle Joan fue a ver a su amigo Fabrizio para darle la noticia.
—Me alegro mucho. No se me había ocurrido tal posibilidad —dijo el genovés—. Lo único malo es Simone.
—¿Qué ocurre con él?
—Soy contrario a la esclavitud, pero sé distinguir entre los traficantes de esclavos. Los hay mejores y peores.
—¿Y bien?
—Simone es el esclavista con la peor reputación de toda Liguria —afirmó—. Lamento decir que trata a las personas peor que a los animales. Es desagradable y agresivo. Andaos con cuidado, se trata de una mala persona y no me extrañaría que se negara a informaros.
—Aún me queda dinero —murmuró Joan, pero su mano acudió instintivamente al puño de su espada, no a su bolsa.
La Porta dei Vacca estaba situada en el otro extremo de la ciudad, en la parte noroeste, y era tan impresionante como la Porta Soprana. Dos altísimas torres almenadas construidas en piedra se alzaban a los extremos de un imponente arco gótico de gran altura que daba entrada a la ciudad a través de las murallas. No hizo falta preguntar por Simone, ya que en la calle del Campo, la que conducía a la Porta dei Vacca, había un cartel que anunciaba su negocio y a la entrada de este, a cada lado, cuatro hombres de piel oscura, de pie y encadenados con argollas en los tobillos a la pared. Un hombre fornido de alrededor de cincuenta años, entrado en carnes y calvo, se encontraba sentado en una banqueta al lado de la puerta y golpeó, sin levantarse, con una vara a uno de los esclavos que se había puesto en cuclillas.
—¡Levántate, pedazo de carbón! —le espetó—. Que vean estos señores que los esclavos de Simone son fuertes.
Y al ver que Joan y Niccoló miraban hacia el interior de la tienda, les dijo:
—Tengo los mejores esclavos de Liguria. ¿Lo buscáis macho o hembra?
—Busco una mujer —repuso Joan—. Y la quiero blanca.
—Y también la queréis joven y hermosa, ¿verdad? —inquirió el hombre riéndose mientras hacía un gesto lascivo. Después le guiñó un ojo.
—Efectivamente —contestó Joan—. ¿Sois vos Simone?
—Sí lo soy —repuso el hombre—. Y os digo que tendréis que conformaros con otra cosa porque ahora no tengo mujeres blancas.
—Pues alguna que hayáis vendido y cuyo dueño esté dispuesto a desprenderse de ella —insistió Joan.
—Ese no es mi negocio —le cortó Simone en tono desagradable—. Y si no vais a comprar, no me hagáis perder tiempo. Preguntad por ahí, y si tenéis prisa, hay putas baratas en el puerto. —Y escupió a los pies de Joan.
Joan sabía identificar a un matón de inmediato y sin lugar a dudas aquel tipo lo era. Simone le recordaba a Felip y sintió deseos de responderle con dureza. Pero hizo un esfuerzo de contención, no podía enemistarse con aquel hombre. Sacó un ducado de oro de su bolsillo y lo hizo brillar delante de sus ojos.
—Si encuentro a la esclava que busco, esto será vuestro. Quiero una esclava blanca y que no sea ni turca ni mora.
—Ahora sí que habláis mi lengua —dijo el hombre con una sonrisa, y miró codicioso a la moneda—. Os entiendo perfectamente. Queréis a una mujer blanca, cristiana y que tenga buen aspecto.
Joan afirmó con la cabeza mientras continuaba mostrando la moneda.
—Últimamente no han llegado esclavas cristianas —informó Simone—. Nuestros proveedores habituales de ese ganado están muy ocupados con la guerra. Tendrá que ser material de hace unos años. Además, ¿para qué la queréis cristiana? No será para rezar juntos a la Virgen María, ¿verdad? —Y lanzó una carcajada.
Joan percibió que tras su ruda jovialidad el hombre le miraba suspicaz; estaba calculando. Decidió que si quería obtener la respuesta correcta no le quedaba más remedio que descubrir sus cartas, aquel tipo se olía que buscaba algo muy concreto y había visto el brillo del oro. La información le saldría cara, pero no le importaba si era correcta.
—Busco a un grupo de cautivos que comprasteis en Bastia hace once años —dijo al fin—. La mayoría eran mujeres y os las vendieron como sardas, pero eran catalanas.
—¡Ah! ¡Catalanas! —exclamó el tipo, y frunció el ceño. Parecía pensar.
Joan tenía el alma en vilo. Aquel hombre le era muy desagradable, pero constituía su última esperanza; contuvo el aliento rezando para que se acordara. Al rato Simone gritó hacia el interior de la tienda:
—¡Andrea! ¡Ven aquí! —Su cara mostraba ahora una sonrisa astuta.
Al segundo grito oyeron que alguien respondía desde dentro. Al poco apareció un tipo que no llegaba a la treintena también de enorme corpachón. Llevaba daga y espada al cinto. Joan se preguntó si sería el hijo de Simone.
—¿Te acuerdas de un lote de catalanas que compramos en Bastia hace once años? —preguntó sonriente—. ¿No fueron esas con las que te estrenaste?
El otro afirmó con aire satisfecho y el corazón de Joan le dio un vuelco. ¡Al fin una pista cierta! Pero tuvo que contener su rabia al comprender de lo que hablaban.
—No fui el único, los demás lo pasasteis igual de bien —dijo el más joven.
Simone suspiró con una sonrisa feliz.
—¡Qué tiempos aquellos! —dijo—. Había mujeres hermosas de verdad.
—¿Dónde las vendisteis? —quiso saber Joan, mientras trataba de disimular su furia.
El esclavista le miró como si se hubiera olvidado de su presencia.
—Sois catalán, ¿verdad? —le preguntó a bocajarro.
—Sí.
—Y no buscáis a una esclava catalana cualquiera, ¿verdad?
Joan afirmó con la cabeza.
—Bueno, pues si queréis saber qué hicimos con ellas, me daréis diez ducados de oro ahora —dijo Simone en tono perentorio—. Y no me importa si después no las encontráis. Me quedaré el dinero aunque estén muertas.
Aquel precio, solo por información, era exorbitante. El tipo le retaba con la mirada y Joan sabía que, a pesar del asco y del coraje que le producía, estaba en sus manos. Comprendió que debía regatear, de lo contrario, aquel hombre pediría más dinero, y lo hizo.
—O diez ducados o nada —le cortó Simone—. Si no os gusta, ya os podéis ir por donde habéis venido. —Y escupió de nuevo con gesto de desprecio a los pies de Joan.
Este hizo un nuevo intento de regateo antes de ceder.
—Os los daré una vez me deis la información —dijo al fin mostrándole el dinero.
—Lo quiero antes.
Negociaron hasta acordar que Joan le daría cinco ducados antes de que hablara y cinco después.
—Las vendimos a lo largo de la costa este de Liguria —dijo al fin—. Lejos, en la zona de Cinque Terre y La Spezia. Al obispo de Génova no le gusta ver esclavos cristianos viejos en la ciudad y las llevamos allí directamente desde Bastia. La zona había sufrido una peste hacía poco, necesitaban gente y les dimos un buen precio.
—¿En qué pueblos?
—En muchos —repuso desafiante—. ¿Cómo queréis que me acuerde? Yo no tengo meatinteros como la Banca de San Giorgio y no guardo registros.
Joan le puso los otros cinco ducados en la mano:
—Más os vale que hayáis dicho la verdad.
—Y si no la dije, ¿qué? —se le encaró Simone—. Aquí tengo a cuatro hombres armados y los guardias de la torre de Vacca son amigos. ¿Qué haríais, catalano de mierda?
—Contened la lengua —saltó Niccoló poniendo su mano en la empuñadura de la espada—. Y no oséis insultar a mi patrón.
Simone le estuvo observando curioso durante la conversación y al hablar se percató de su acento toscano.
—Callad vos, florentino lameculo de catalani —le espetó a gritos—. Y largaos los dos de una vez.
Otros tres hombres armados salieron del interior del establecimiento para unirse a Andrea. Los miraban amenazantes. «Cinco matones de la peor especie», pensó Joan, y tomando a Niccoló del brazo tiró de él.
—Vámonos —le dijo—. Ya tengo lo que vine a buscar.
Cuando se iban, el traficante de esclavos hizo sonar las monedas de oro, se reía.