Capítulo 68
Pusieron rumbo a Toro para reunirse con las otras naves y les costó varias horas de navegación tranquila encontrarlas. La toma de la otra fusta se hizo sin ninguna baja cristiana y todos se mostraban contentos.
El viento era favorable y navegaban a vela para dar descanso a los galeotes y una vez recogidos los vigías en Toro, se dirigieron a Cagliari, la capital del sur de Cerdeña. La ciudad los recibió con salvas de honor, clarines y trompetas, y cuando la población supo de la captura de los piratas, hubo grandes muestras de alegría; sus ataques sangraban la ciudad. Se detuvieron solo un par de días para repostar agua, provisiones y pólvora, vender una de las fustas y varios de los esclavos. Después la flota partió hacia Alguer, vigilando en el camino la presencia de naves sarracenas.
Allí le esperaba a Joan una carta. Su corazón batió acelerado cuando el alguacil gritó su nombre y se la llevó al banco donde estaba encadenado. Temía que fueran malas noticias. El trabajo de fundidor era peligroso y rezó para que Gabriel estuviera bien.
Era muy raro que un galeote recibiera una carta, de hecho, casi ninguno sabía leer, y el acontecimiento creó gran expectación.
—¡Queremos saber qué pone! —decía uno.
—¡Léela en voz alta! —pedía Jerònim.
—¡Yo también quiero una carta! —aullaba un tercero, y pataleaba imitando la rabieta de un niño pequeño.
—¡Dejadle tranquilo! —le defendía Caries—. Que igual son malas noticias.
Joan quería leerla en intimidad y la guardó en su bolsa a la espera de que la atención de los galeotes desocupados se dirigiera a otro asunto.
Al fin pudo observar el sello en el lacre rojo; era de Bartomeu. La abrió y vio que en su interior guardaba otra carta, esta sin lacre, pero bien pegada. El corazón le dio un brinco al reconocer la letra de Anna.
Primero leyó la de Bartomeu, lo hizo de forma rápida e impaciente, todo su deseo estaba en la nota de la muchacha. Después de mencionar la carta de Anna, el mercader le decía que había enviudado; su esposa murió víctima de una peste. En cambio, su hermano Gabriel, Abdalá y demás conocidos gozaban de buena salud y le enviaban sus mejores deseos y ánimos para que soportara bien su pena. Añadía que esperaba que el alguacil Garau cumpliera según el dinero que le pagaron antes de salir de Barcelona y que añadiera carne a su comida al menos cuatro veces por semana.
Los sobornos para favorecer a los prisioneros eran habituales en las galeras y los alguaciles acostumbraban a cumplir. Joan no había recibido nada y no se sorprendió, sabía que Garau era un miserable.
Sea como fuere, en aquel momento el asunto de la comida no le preocupaba. Toda su atención y esperanza estaban puestas en la pequeña carta que acariciaba en sus manos sin atreverse a abrirla. En la última misiva que Joan envió a Anna antes de partir de Barcelona no mencionaba su condena a la vergüenza y a galeras. Calculó el tiempo y dadas las dificultades de su correspondencia, la respuesta había sido increíblemente rápida. Era imposible que su carta hubiera llegado a Nápoles y que el librero napolitano la entregara de inmediato, que Anna respondiera al instante, que el librero la hubiese enviado en una galera que zarpara en el mismo día hacia Barcelona y que… No, definitivamente, no daba tiempo. Anna envió aquella carta antes de recibir la suya última. Quizá supo de su condena, quizá había dejado de quererle.
Sentía la angustia atenazándole el pecho y sin poder contenerse rasgó el sobre.
Querido Joan. Sabéis que mi corazón y todos mis pensamientos están en vos y en el amor que me disteis y que yo correspondo.
El muchacho suspiró aliviado.
Pero la desdicha me abruma a causa de la boda acordada por mi padre con un viudo de fortuna. Hice todo lo posible para rechazar a otros pretendientes y también a este. Pero mis padres dicen que no soportan más mis caprichos, que hace años que debiera estar casada y no me permiten ni más excusas ni más dilaciones. ¡Estáis tan lejos, mi amor! Creedme que no deseo ese matrimonio, pero no puedo negarme más. Mi deber de hija es obedecer.
No sé cómo deciros cuánto lo siento, ni cuánto ansiaba conocer la plenitud del amor en vuestros brazos. Pero sabed que mi corazón siempre será vuestro.
Rezaré por vos y os suplico que vos también recéis por esta desventurada que en este escrito pone su alma y todas sus lágrimas. Anna
Joan se quedó inmóvil con la carta entre las manos tratando de asimilar el golpe. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras la releía. Había estado temiendo aquello y cada día rezaba para que no ocurriera. ¡Se entretuvo tanto en Barcelona! Se maldijo por no haberla seguido a Nápoles tan pronto supo que aquel era su destino. Sus excusas fueron la falta de recursos, su juventud y la obligación de esperar a la flota de Vilamarí para saber el paradero de su familia. ¡Qué estúpido fue!
No solo no pudo averiguar nada, sino que terminó cargado de cadenas y remando en la galera de los que esclavizaron a su familia y asesinaron a su padre. Quería releer la carta, pero las lágrimas no le dejaban y en un ataque de furia la hizo añicos y los lanzó por encima de la cabeza de Caries al mar. De inmediato se arrepintió. ¡Era la última carta de Anna! ¡La obligaban a casarse y él, allí encadenado, no podía hacer nada! Sentía una rabia infinita contra sí mismo.
Se puso de pie y con un bramido empezó a tirar de sus cadenas para arrancarlas hasta que sus manos y el tobillo comenzaron a sangrar.
Caries quiso sujetarle para que dejara de herirse, pero de un empujón lo lanzó contra el banco. Entonces empezó a golpearse la cabeza contra el remo con una ira suicida.
—¡Ayudadme! —suplicó Caries—. ¡Se va a matar!
Amed le cogió del brazo izquierdo y Joan forcejeó para librarse de él mientras Caries le agarraba de nuevo. Jerònim y Sang le asieron por detrás, y los de la bancada delantera los ayudaron.
—¡Cálmate, muchacho! —le decía Jerònim.
Rodeado de brazos que le sujetaban, Joan solo podía mirar al cielo. Y lo hizo con un aullido de furia, pena y desesperación.
Unos bancos más allá, el galeote que jamás había recibido una carta, y que poco antes bromeaba pataleando mientras pedía una, le dijo a su compañero que cambiaba de idea. No quería una carta como aquella, suficiente desgracia era remar en galeras.