Capítulo 59
Joan había vivido aquella escena muchas veces en sus pensamientos. Estaba el hombre tuerto, el asesino de su padre, en una mesa de la taberna, solitario, bebiendo, carcomido por los remordimientos. Y con la excusa de querer enrolarse como grumete en su galera, Joan se sentaba con él y le hacía hablar. El hombre le contaba dónde estaba el mercado de esclavos en el que vendieron a su madre y hermana y le daba toda la información para encontrarlas. Y después decidía si lo mataba o no. Las veces en que se imaginaba consumando su venganza, sucedía en un callejón oscuro y Joan degollaba al hombre para luego escapar sin nadie que le viera.
Pero todo ocurriría de forma muy distinta.
Joan tenía ya veintidós años y hacía diez del asalto a su aldea. Aquellas terribles imágenes continuaban frescas como el primer día, grabadas a fuego en su memoria, como también lo estaba la cara enjuta del hombre y aquel hueco y su cicatriz donde debiera estar el ojo izquierdo.
Al verlo sintió su corazón acelerarse. Estaba con los jugadores de dados en un rincón de la taberna y continuaba sin usar un parche que cubriera aquel desagradable vacío en su cara. El chico identificó a los tahúres habituales y supuso que los otros eran marinos de la flota de Vilamarí. Al principio parecía que el Tuerto iba a ganar una buena suma y expresaba su satisfacción con aquella sonrisa que Joan recordaba con rabia y pesadumbre. El muchacho había presenciado muchas partidas de dados en las tabernas y se dijo que pronto la buena racha del marino terminaría.
Y así fue. Entre maldiciones, el hombre fue perdiendo lo ganado para empezar a rebuscar en su bolsa, cada vez más reducida. Apartó de un empujón a uno de sus camaradas reprochándole que se le pegara demasiado y con una palabrota apostó un puñado de monedas:
—Todo o nada —dijo.
Joan vio la mirada que intercambiaron los fulleros y supo que perdería su dinero. Al muchacho le preocupaba el mal humor con que terminaría el marino; necesitaba que le hablara. Pero nadie, entre los asiduos a las tabernas, conocedores de los jugadores profesionales, osaba estropearles un buen negocio, así que presenció en silencio cómo le desplumaban.
Los compañeros del Tuerto, más prudentes en su juego, continuaron con los dados, pero el hombre sin ojo, maldiciendo en voz baja, tomó una jarra de vino y un vaso del mostrador y se fue a beberlo en solitario a una mesa apartada.
Joan esperó a que se calmara, sabía que no era un buen momento para abordarle, pero había esperado demasiado tiempo aquella oportunidad y temió que no se repitiera. Cogió su jarra de vino y su vaso, y se sentó en la mesa del hombre:
—Dios os guarde.
El marino le miró y soltó un gruñido por respuesta. Su único ojo se clavó en el suyo izquierdo e hizo estremecer a Joan: por un instante sintió el mismo miedo que diez años antes cuando aquel tipo, junto con otros, emboscó a su padre y a los de su aldea. Después vino la rabia y el odio. Joan ya no era un niño como entonces y superaba en altura y tamaño a aquel individuo malcarado. Por muy malhumorado que este estuviera, no le ganaba en resentimiento, pero no buscaba pelea y quiso dulcificar su mirada con una sonrisa.
—Sois marino de la flota de Vilamarí, ¿verdad? —inquirió Joan.
El hombre le volvió a mirar desafiante.
—Soy alguacil. ¿Y qué?
—Que en las tabernas se cuentan muchas hazañas vuestras.
El Tuerto contestó con un gruñido y tragó el contenido de su vaso. Lo volvió a llenar.
—Como cuando a sueldo de los Medici de Florencia asaltasteis nada menos que Génova con dieciocho galeras. —Joan pretendía animar al marino recordándole sus glorias—. O cuando defendisteis el reino de Nápoles contra los venecianos y franceses, y después luchasteis contra los turcos en Malta, Gozo y Sicilia. O cuando antes asaltasteis Damieta, en el delta del Nilo, hundiendo quince naves enemigas, tomando el castillo de los mamelucos y cortando el tráfico marítimo de Egipto…
—Es una vida de mierda —le atajó el hombre.
—Sí, pero también se dice que sacáis buenos botines y que el almirante es generoso en el reparto.
—La mayor parte se la queda Vilamarí para los gastos de las naves, para su bolsillo y para el del rey —murmuró el marino—. Y a nosotros, los que nos jugamos la vida, nos da las migajas. Y a veces no tenemos para comer más que galleta dura y lo poco que podemos pescar.
A pesar de la mezcla de temor y repugnancia que le producía el hombre, Joan estaba satisfecho de sí mismo. Logró que aquel tipo huraño hablara, tragándose su odio, conteniendo sus deseos de venganza. Y animado por el éxito, se lanzó a sonsacarle.
—Sí, pero cuando tenéis necesidad, asaltáis los pueblos de la costa —le dijo en tono confidencial—. Cogéis todo lo de valor y vendéis a los cautivos en el mercado de esclavos. Eso da dinero.
El hombre tragó el contenido de su vaso y al intentar rellenarlo vio que su jarra estaba vacía. Gritó al tabernero pidiendo otra y miró a Joan con suspicacia.
—Solo hacemos eso en territorio enemigo. —Su ojo miró alternativamente los de Joan.
El chico sonrió al tiempo que meneaba la cabeza como si trataran un secreto entre colegas y le guiñó un ojo.
—Vamos, hombre. —Bajó la voz adoptando un tono confidencial—. Se sabe que asaltáis las costas catalanas y después de gozar de las mujeres las vendéis en Italia.
El hombre llenó su vaso de la jarra que el tabernero le trajo y miró fijamente a Joan. Después le espetó:
—¿Quién eres? —levantaba la voz—. Me estás tirando de la lengua, ¿verdad?
—Soy solo un joven que admira las hazañas de la flota y al que le gustaría embarcarse con vos.
—¿Conmigo? —Soltó una carcajada—. Qué pasa, ¿es que eres maricón?
—No, yo…
—O es que me quieres hacer hablar… —Y golpeó con el puño en la mesa.
—Pero si ya lo sé todo. —Joan quería calmarle—. Hasta sé que os ponéis un turbante y fingís ser moro cuando asaltáis los pueblos de la costa.
El ojo turbio por el vino del marino se abrió con sorpresa y alarma.
—Solo quiero que me digáis dónde vendéis a los cautivos catalanes en Italia.
—¡Maldito seas! —exclamó el hombre golpeando de nuevo la madera—. ¿Quieres que me vaya de la lengua y termine en la horca?
Buscó en su refajo y al instante un cuchillo de hoja ancha de un palmo de largo brilló a la luz del candil mientras se levantaba dispuesto a encararse al chico.
Joan había visto muchas peleas de taberna, estaba preparado para aquella situación y sabía que cuando un marino mostraba su acero, no era solo para asustar. Con toda rapidez se levantó y tomando su taburete lo interpuso entre el cuchillo y su cuerpo mientras gritaba:
—¡Asesino!
Lo hizo para llamar la atención de los taberneros. Quería que vieran al marino con el cuchillo en la mano mientras él aún no lo tenía. Pero aquella palabra era la que durante diez años soñó escupirle a la cara al tipo que tenía enfrente mientras le hundía en el cuerpo su puñal y vengaba a su padre. Pronunciarla hizo que brotara de su interior una rabia que le embriagó, se sentía borracho de furia. Odiaba sin medida a aquel hombre al tiempo que le temía. Sin embargo, en aquel momento su vida dependía de mantenerse frío y aprovechar lo mucho que había bebido su enemigo.
El marino le lanzó un tajo a la vez que sujetaba con su mano izquierda el taburete. El grito de Joan pareció convencerle del peligro que este representaba. Por un instante su ojo buscó los suyos y el hombre vio en ellos algo que disparó sus recuerdos.
Joan esquivó con facilidad la cuchillada, pero no pudo evitar que de un tirón el hombre le arrancara el taburete de las manos y lo lanzase a un lado. El chico desenvainó su afilada daga y con ella al ristre agarró su capa con la mano izquierda.
—¡Te cortaré la lengua, espía! —le gruñó el hombre.
—¡Asesino! —gritó de nuevo Joan.
Aprovechó el compás de espera en que ambos se estudiaban para darle vueltas a la capa alrededor de su brazo izquierdo sin dejar de amenazar al otro con su daga. De inmediato su enemigo cogió la jarra de vino con su zurda y se la lanzó. Joan esperaba lo que venía. Detuvo el golpe con el brazo protegido por su capa y de inmediato con el mismo brazo frenó la cuchillada que sabía le lanzaría y que iba dirigida al cuello.
Joan oyó el trueno de un disparo que venía de sus recuerdos y vio aquella cara sonriendo cuando su padre caía. Y después, cómo aquel hombre tiraba de los cabellos de su madre, pateándola sin misericordia. El miedo se convirtió en odio, en furia fría, en coraje. ¡Venganza!, le gritaba una voz interior. ¡Venganza!
Con toda rapidez, sin darle tiempo al otro a retroceder, lanzó adelante su daga y se la hundió en el estómago. El hombre abrió más su ojo, sorprendido y soltó un gemido. Al instante Joan, cubriéndose con su brazo izquierdo de cualquier movimiento de su oponente, sacó veloz el acero del cuerpo para clavarlo con toda su rabia un poco a la izquierda del centro del pecho. En el corazón. Extrajo su daga y la volvió a clavar con saña. Con un extraño suspiro el marino se desplomó y mientras caía, el muchacho le hirió de nuevo.
Joan sabía qué hacer.
—¡Asesinos! —gritó otra vez amenazando con su puñal ensangrentado a los marinos y tahúres que contemplaban con mórbida curiosidad la escena. Sorprendidos, dieron un paso atrás. No podía dejar que le apresaran. Amagó un ataque que los mantuvo a raya mientras giraba para colocarse de espaldas a la puerta. Nadie más desenvainó su arma y, arrinconados, le dejaron franca la salida. Aprovechó la ocasión para lanzarse a la calle y a la carrera se perdió en la oscuridad.