VERDADERO O FALSO

Los habitantes de Celebration tienen poco que celebrar, como no sea la venta de sus almas y de sus vidas a la Disney Development Company, la rama inmobiliaria de la multinacional del entretenimiento. Celebration es, por así decirlo, la primera ciudad «temática» del mundo: pastiche sobre pastiche, parodiando todos los estilos arquitectónicos de la historia. La viven y la disfrutan no precisamente los niños sino el pelotón de la tercera edad que baja a consumir sus dólares y sus días al clima cálido de Florida. El presidente de Disney, Michael Eisner, la define como «el prototipo de comunidad residencial del futuro».

La Universal, otra compañía empeñada en «entretenernos», nos invita a pasear en Orlando y en Los Ángeles por su calle temática, City Walk: un trozo de Londres, otro de París, otro de Nueva York.

El casino New York, New York —reproducción a escala de la ciudad de los rascacielos— se ha convertido en una de las principales atracciones de Las Vegas, la ciudad más falsa y fatua sobre la faz de la Tierra, con pirámides egipcias, bajeles piratas y volcanes artificiales haciendo erupción entre una jauría de ludópatas.

En Nueva York, por cierto, abrirá sus puertas el primer Planet Hollywood Hotel, marcando la pauta a la primera generación de hoteles temáticos, por si no tuviéramos suficiente ya con el atracón de restaurantes.

Todo esto viene a cuento de esa «cultura» de cartón-piedra que comienza a imponerse por estas tierras. Port Aventura, Isla Mágica, Terra Mítica y el parque de la Time-Warner en Madrid no son más que el anticipo de la gran mascarada, la expresión más visible y desproporcionada de esta vida ilusoria, infantiloide y postiza que estamos comprando como niños ingenuos.

Los parques temáticos son el no va más de la industria del simulacro, la misma que controla la prensa, la televisión y el cine. Realidad y fantasía se unen así en matrimonio imposible. Lo verdadero y lo falso se superponen para deleite y confusión de grandes y pequeños. En el nombre de la diversión, estamos llenando el planeta de sucedáneos.

«La privación de la experiencia es uno de los elementos que mejor definen la vida moderna —en opinión de Charlene Spretnak, autora de The Resurgence of the Real (El resurgir de lo real)—. El ocio es sinónimo de desconexión y distanciamiento de nuestro entorno inmediato. Los resultados ya los estamos viendo, sobre todo en las familias: desintegración social, falta de vínculos, eterno escapismo».

Spretnak, sin embargo, sostiene que «una nueva forma de percibir la vida está tomando forma» y tiene las esperanzas puestas en un éxodo de la falsa aldea global al micromundo local. En suma, una vuelta a la experiencia real. Eso mismo es lo que reivindica desde 1996 Barbara McNally, que orquesta desde Manhattan el movimiento de la Vida Real a través de una gacetilla de inusitado éxito: A Real Life. Su caballo de batalla es todo lo sospechoso o falso: desde los parques temáticos a la televisión, pasando por los alimentos procesados, los cosméticos, las medicinas, los suplementos vitamínicos y los productos tóxicos.

A Real Life nos propone salir de la «tecnosfera» en la que vivimos y poner de una vez los pies en el suelo. Dar la espalda a la realidad virtual y a los reality-shows, y recuperar el placer de conversar cara a cara. Dejar de comer alimentos con aditivos y con colorantes, y descubrir el auténtico sabor de las verduras y legumbres de temporada. Aprovechar el tiempo libre no para encerrarse entre cuatro paredes sino para recobrar el contacto con la naturaleza, que tanta falta nos hace.

«Vivimos rodeados de objetos etéreos que nos transportan a lugares inexistentes —afirma Barbara McNally—. Si no queremos perder el norte en nuestras vidas, tenemos que agarrarnos firmemente a las cosas reales».

Barbara nació en la periferia, pero siempre le tentó Nueva York, donde ahora vive con su hijo. La ciudad de los rascacielos, dice, no está necesariamente reñida con el estilo de vida que predica: todas las mañanas sale a pasear en bicicleta, tiene un centro de yoga a la vuelta de la esquina y una vez por semana acude al mercado de granjeros de Union Square, a cuatro manzanas de su casa.

En su hogar, todo muy sencillo y natural: madera de pino, paredes blancas y decoración austera. No hay televisión a la vista, y todos los aparatos —incluido el ordenador, inevitable herramienta— están camuflados. «La vida moderna —dice— es como una muñeca rusa. Hay que aprender a deshacerse de todos los "envoltorios" y proponerse llegar al corazón de las cosas».

La vida simple
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