FAST-FOOD
Con precisión relojera, la Unión de Bancos Suizos calculó en 1997 cuánto tiempo hay que trabajar en distintas ciudades del mundo para poder costearse una hamburguesa. Encabezan la lista Tokio y Chicago, donde el precio de un big mac equivale a ocho «minutos trabajados». Le siguen Hong Kong (once minutos), Nueva York y Viena (doce), Montreal y Sydney (catorce), y así hasta llegar a Madrid, que ocupa el décimo lugar con treinta y cuatro minutos. En el furgón de cola, Caracas y Nairobi, donde haría falta sudar la camiseta ciento diecisiete y ciento noventa y tres minutos, respectivamente, para ponerse en la cola de un Burger King o un McDonald's.
De todo esto deducimos que cuanto más desarrollado está un país, menos minutos hay que trabajar para ganarse a pulso una hamburguesa. Lo que no especifica la Unión de Bancos Suizos es el tiempo que se invierte en devorar el objeto de estudio, que a buen seguro varía ostensiblemente según la ciudad: mientras en Nairobi acaban de comerse la primera hamburguesa, en Tokio, Hong Kong o Nueva York deben de ir ya por la sexta o la séptima.
Conclusión: el fast-food es la epidemia que a mayor velocidad se está comiendo el planeta.
Nadie lo hubiera dicho hace quince o veinte años. Costumbres tan arraigadas y nuestras como el café, copa y puro, cediendo el terreno al imperio de la comida rápida autóctona (Bocatta y Pans & Company). La cena, servida en bandeja por Telepizza, Telelechal, El Pollo Veloz o por Fast Chicken. Hasta las copas te las trae a casa Telecubata o Telebotellón, por si da pereza levantarse al mueble-bar.
Nuestro estilo de vida se está americanizando a marchas forzadas. Si ya han triunfado el lunch frugal y la comida a domicilio, poco tardará en imponerse la quintaesencia del american way of life, diseñada —cómo no— para ahorrarnos ese tiempo tan preciado que malgastamos en comer tranquilos y sentados. Hablamos del drive thru.
El invento ya está aquí, abriéndose paso en los McDonald's de la periferia: usted, conductor apremiado, llega con su coche a la speed zone o «zona de velocidad». Allí verá un letrero luminoso donde está desplegado el menú. Baja la ventanilla y pide lo que desea a través de un pequeño micrófono. Luego avanza unos cuantos metros, siempre al volante. Y en menos de cincuenta y nueve segundos, lo podrá recoger alargando el brazo. Que aproveche...
Los americanos tienen cada vez menos tiempo para comer: veintinueve minutos por término medio. La hora libre como la de antes, sesenta minutos, es un privilegio al alcance tan sólo de uno de cada diez trabajadores. El 39% confiesa que ni siquiera se toma una pausa para el almuerzo: o devora un sándwich sobre el teclado o se salta la comida sin más. Perdonable indulgencia.
Los tiempos cambian y los menús se adaptan. En Estados Unidos funcionan ya decenas de compañías especializadas en llevar la comida no a domicilio, sino directamente a la oficina. Los restaurantes de mesa y mantel han tenido que abrir secciones donde se sirve el timely lunch: almuerzo contrarreloj en media hora. Un minuto más, y tiene derecho a reclamar: «Me lo den gratis».
«El increíble hundimiento de la comida», titulaba el New York Times a toda página, mayo de 1997: «En este mundo corporativo, presidido por el despido libre, la presión laboral, el correo electrónico y las obligaciones familiares, una comida de sesenta minutos es todo un lujo».
«Hace tiempo que la comida dejó de ser un momento de deleite y evasión —apunta Mildred Culp, que dirige una consultoría de trabajo en Seattle—. La gente está obsesionada por ganar tiempo como sea, y una manera de hacerlo es renunciando a la hora del almuerzo».
El ejemplo está cundiendo en Europa: hasta nuestros vecinos franceses han renunciado en los últimos años al arte del buen comer. Según Le Fígaro, los galos le dedicaban al almuerzo una media de cuarenta minutos en 1997, casi una hora menos que en 1977. La costumbre tan americana del take out (comida para llevar a la oficina) se está imponiendo con la excusa de tener más tiempo.
Lo malo es que el tiempo «ganado» es más bien tiempo perdido: el reloj nos pisa siempre los talones y acabamos saliendo a la misma hora o incluso más tarde, comidos de ansiedad y con el estómago pidiéndonos a gritos algo reconfortante y caliente.
Lo dicho de París o de Manhattan, salvando las distancias, vale para Madrid o Barcelona. Aquí no tenemos yuppies haciendo cola en los puestos de perritos calientes, pero cada vez son más los que sacrifican la comida por el big mac (veinticinco millones de unidades al año) o por el bocata de turno en los McDonald's a la española.
Las dos o tres horas de antaño para el almuerzo pasaron a la historia. Siguiendo el ejemplo de las multinacionales, nuestras empresas se están adaptando a los nuevos tiempos: una hora para comer y gracias.
«Todos estos cambios estarían muy bien si nos sirvieran para aprovechar más racionalmente el tiempo y saliéramos de las oficinas a las cinco o a las seis de la tarde, pero lamentablemente no es así». Lo dice Lola Rodríguez, más de diez años de experiencia en selección de personal: «Estamos fundiendo los horarios españoles con los americanos, sus costumbres con las nuestras, y al final pasa lo que pasa, que la gente se va de casa a las ocho de la mañana y no regresa hasta las nueve o las diez de la noche».
¿Soluciones? Los hay que piensan que nada mejor para desacelerarse que tomárselo con calma a la hora de la comida. Primer plato, segundo y postre. Café, licor y palique para estirar lo más posible la sobremesa...
Roma, baluarte de la resistencia contra la invasión del fast food. Allí nació a primeros de los noventa la asociación Slow Food, en respuesta al desembarco de McDonald's. Cuentan ya con más de cuarenta mil miembros, repartidos en cuarenta países. Abogan por las comidas «lentas» y se niegan a medir los minutos por el rasero de las hamburguesas.