«ANFETAS» INFANTILES
Una mañana como cualquier otra en el colegio. A la hora del recreo, cola de alumnos en la enfermería. Van pasando de uno en uno, con displicencia de corderos. Abren la boca, les dan una píldora. Que pase el siguiente...
La escena comienza a ser habitual en las escuelas americanas: dosis diaria de Ritalina para que los niños hiperactivos se comporten en clase y se apliquen en casa. «Anfetas» infantiles a la medida de los críos difíciles. Un millón de menores las consumen habitualmente en Estados Unidos, miles de ellos comienzan a tomarlas en España.
Suministrada en pequeñas dosis, dicen sus defensores, sólo tiene efectos beneficiosos: ayuda a fijar la atención, a potenciar la memoria, a combatir la actividad excesiva. Pero lo cierto es que su uso y abuso tiene divididos a los psicólogos, a los profesores y a los padres. ¿Se merecen esto nuestros hijos? ¿Los estamos drogando a conciencia? ¿Estaremos haciendo de ellos unos futuros adictos?
La clase médica no se pone de acuerdo sobre las causas directas de la hiperactividad y del déficit de atención, cara y cruz de la misma moneda. Los hay que sostienen que puede tener un origen genético y hereditario, y otros que piensan que comienza a gestarse en estado embrionario, por la exposición del feto a toxinas como el plomo, el alcohol o el tabaco. Otros estudios lo relacionan con la dieta (el elevado consumo de azúcar y la cafeína de las bebidas refrescantes) y con los incesantes estímulos audiovisuales.
El doctor Manuel García, autor de Soy hiperactivo, ¿qué puedo hacer?, está convencido de que existe un «defecto cerebral» de fábrica. García estima que entre un 3% y un 5% de los niños españoles lo padecen, aunque reconoce que es muy difícil identificar el trastorno y que hay mucha confusión sobre el tema.
Al niño hiperactivo se le reconoce a simple vista por su incapacidad para mantener la atención, la facilidad para distraerse y olvidar las cosas, el fluir constante de una actividad a otra, la propensión a interrumpir las conversaciones y hacerse el sordo cuando se dirigen a él, su impaciencia y su inconstancia.
Los investigadores norteamericanos Edward Hallowell y John Ratey afirman que, más que biológico, el trastorno es «social»: «Vivimos en una jungla acelerada y frenética donde la hiperactividad se impone como ley de vida, y ésa es una de las primeras lecciones que aprenden los niños»... El «entorno ambiental» está enfermo, concluyen Hallowell y Ratey; no es extraño que los niños y los adultos se contagien.
Unos nueve millones de norteamericanos mayores de dieciocho años sufren también trastornos de la atención. El número de pacientes diagnosticados con el mal se ha multiplicado el 250% en cinco años. También el consumo de Ritalina...
La Ritalina es un psicoestimulante que actúa sobre el sistema nervioso central. Las autoridades sanitarias la consideran como «una droga segura y efectiva», pero la lista de posibles electos secundarios se prolonga hasta la saciedad: tics nerviosos, irritación permanente, dolores de estómago, insomnio. Y eso por no hablar de la dependencia que puede generar en los niños (se han dado casos de adolescentes que machacan las píldoras hasta conseguir un polvillo que luego esnifan o se lo inyectan en vena).
Los laboratorios insisten: los psicoestimulantes se llevan usando desde los años treinta y no existe evidencia de graves efectos a largo plazo. Aunque de cuando en cuando saltan a la prensa casos como el de Sara White (nombre fingido), que relataba así su experiencia en las páginas de Newsweek:
«Después de su primera dosis de Ritalina, mi hijo John comenzó a perder el apetito. Luego dejó de dormir. Más tarde empezó a experimentar cambios repentinos de ánimo: tan pronto se reía a carcajadas como rompía a llorar. Al final comenzaron los tics nerviosos y el hábito de tirarse del pelo hasta arrancarse los cabellos... Tuvimos que interrumpir el tratamiento y ponerle en terapia. Tres años le ha llevado recuperarse».
Los padres. «Muchísimos padres presionan a los médicos para forzar el diagnóstico y poder conseguir la droga milagrosa», denunciaba en 1997 el psicólogo Robert Reid, profesor de la Universidad de Nebraska. Algunos la utilizan indiscriminadamente «para que el niño se esté quieto» o incluso «para que saque mejores notas».