LA EDUCACIÓN EMOCIONAL
Hay dos tipos de padres: los que explican a sus hijos en qué consiste el mundo invisible de las emociones y los que prefieren reprimirlo, o cuando menos ignorarlo. La primera variante es una especie muy rara en nuestros días. Como dice Daniel Goleman, el autor de Inteligencia Emocional: «Los padres se interesan cada vez menos por el crecimiento interior de sus hijos y pasan muy poco tiempo juntos. Los niños viven terribles situaciones de incomunicación y aislamiento».
Resultado: estamos creando una generación de «analfabetos emocionales», niños con gravísimos problemas de socialización, incapaces de expresar sus sentimientos o de controlar sus impulsos y con un nivel bajísimo de autoestima.
La única solución, vislumbra Goleman, está en la escuela: «Ya que los padres no les enseñan, los profesores no tienen más remedio que cubrir ese hueco».
En decenas de colegios norteamericanos se imparten seminarios como «Habilidad Social» o «Control de las emociones». Asignaturas como el autocontrol, la autoestima o la empatía comienzan a ser tan tenidas en cuenta como la tísica o las matemáticas. En escuelas como el Nueva Learning Center de San Francisco, los niños empiezan el día evaluando su propio estado de ánimo (del uno al diez) según les van pasando lista.
Las mejoras en los estudiantes no se hacen esperar: menos agresividad, menos propensión a las drogas, mayor autocontrol, mejor disposición para el trabajo en grupo... Quizás ha llegado el momento de cambiar radicalmente el concepto de aprendizaje, de procurar que la educación gire en torno a algo más que un expediente académico, de «tocar» esa otra parte del cerebro de los niños que normalmente queda olvidada.
Los profesores hacen lo que pueden, pero el mayor peso sigue recayendo sobre los padres. A ellos va dedicado un libro, The Heart of Parenting (El corazón de la paternidad), pionero en la aplicación de la inteligencia emocional a la educación. Su autor, John Gottman, siguió muy de cerca a ciento veinte familias y al cabo de diez años evaluó sus logros y fracasos: los hijos de matrimonios emocionalmente maduros no sólo iban mejor en la escuela, también demostraban mejor salud física y mental, más habilidades sociales y mayor autoestima.
Gottman rechaza la división clásica entre padres autoritarios o excesivamente permisivos y aboga por lo que él llama el «tutor emocional»: «Amar a los niños no es suficiente. Hace falta enseñarles un tipo de habilidades para las que muchas veces no estamos preparados. Deberíamos aprender todo esto en escuelas para padres, aunque lamentablemente no existen».
Gottman recomienda sacarle tanto partido a las emociones positivas como a las negativas, que a veces son ocasiones inmejorables para el aprendizaje. Conviene ayudar al niño a etiquetar y definir verbalmente sus sensaciones: triste, ansioso, tenso, preocupado, herido, frustrado. Tenemos que ser capaces de contagiarles nuestra confianza y ayudarles a salir por sí mismos de las situaciones.
Diplomarse en «tutoría emocional» no es tarea fácil, y exige tres cualidades cada vez más escasas en las familias de hoy: compromiso, dedicación y tiempo.
Gottman sostiene que el contacto constante y diario entre padres e hijos es fundamental durante los dos primeros años. Hasta ese momento, debería procurarse no enviar al niño a una guardería ni dejarle demasiado tiempo al cuidado de terceros. Muchas guarderías no cuentan con el suficiente personal cualificado y cumplen más bien la función de «aparcamientos infantiles»: en vez de fomentar la socialización del niño pueden alimentar su inseguridad y su aislamiento.
Ocho de cada diez niños pasan a lo largo del día un tiempo lejos de sus padres. La opción más socorrida en España es ya el centro preescolar, seguida de los familiares —preferentemente los abuelos—, los conocidos y las niñeras.
La distancia entre padres e hijos es, pues, una constante desde la más tierna infancia. Ni la infraestructura social ni las condiciones laborales favorecen la existencia en nuestro país de un tipo de guarderías alternativas, muy extendidas en los países nórdicos: los «centros de estimulación», donde grandes y pequeños acuden de la mano varias veces a la semana y aprenden juntos a jugar, a explorar, a compartir sus emociones...