CIUDADANOS DIGITALES
La suerte está echada: tarde o temprano deberemos aprender a «dialogar» con las pantallas no sólo para sacar dinero, también para pagar los impuestos o iniciar los trámites de divorcio. Los quioscos electrónicos serán tan familiares como los cajeros automáticos y los ordenadores personales, entre otras cosas, servirán para ahorrarnos cantidad de trámites burocráticos. Habrá que conectarse por fuerza o resignarse a la condición de analfabetos digitales.
En Estados Unidos, el 29 % de la población se resistía tenazmente a abrazar las nuevas tecnologías aún en 1997. El grueso del pelotón era el de los «semiconectados»: seis de cada diez ciudadanos confesaban estar familiarizados con el uso del ordenador, pero no hasta el punto de pasarse noche y día pendientes del correo electrónico o permanentemente necesitados de navegar por Internet.
Un escaso 9% pertenecía a la categoría de los «conectados», también llamados «ciudadanos digitales»: usuarios habituales del ordenador portátil, del e-mail, de Internet y del teléfono celular.
La encuesta, realizada por Merrill Lynch para la revista Wired, dibujaba un perfil de los «ciudadanos digitales» muy alejado de los estereotipos... «Ni están alienados ni desconectados de la gente real o de las instituciones públicas. Están, por lo general, mejor informados, participan más en la vida política, le dedican más tiempo a la lectura de libros, ven el futuro con optimismo y son más proclives al cambio social».
Pese al asalto comercial de Internet, los «ciudadanos digitales» creen todavía en las enormes posibilidades del medio y se agrupan en asociaciones como Profesionales de la Informática por la Responsabilidad Social (CPSR), con sede en Palo Alto, California. Desde allí claman por una red única y plural, donde las voces individuales no enmudezcan bajo el peso hegemónico de las multinacionales.
«Internet puede acabar controlado por unas cuantas compañías y convertirse en un vehículo inmejorable de publicidad y consumo, como ha ocurrido con la televisión —advierte Jeff Johnson, ex director del CPSR—. Pero aún estamos a tiempo de implantar una visión alternativa: una autopista de la información al alcance del ciudadano, que apueste por el intercambio de ideas antes que por la promoción de productos, que ofrezca servicios públicos y educativos, que nos ayude a conectar con la gente y encauzar la conciencia social».
«La red nos permite rediseñar nuestras vidas —sostiene Esther Dyson, autora de Release 2.0 y pionera de la revolución digital—. Nos da libertad de movimientos para trabajar, posibilidades inmensas para aprender y un radio de acción inabarcable para influir en las comunidades y en los gobiernos. Es también una manera de extender nuestro "yo intelectual", y no nos va a transportar a un aséptico paisaje digital, como algunos temen. Básicamente, seguiremos siendo los mismos».
En Being Digital (Ser digital), Nicholas Negroponte incide en el lado oscuro de las nuevas tecnologías para a continuación proclamar su fe ciega en el futuro:
«En la próxima década, veremos casos de abuso de la propiedad intelectual y de invasión de nuestra intimidad. Experimentaremos vandalismo digital, piratería y todo tipo de crímenes informáticos. Peor aún: se perderán muchos puestos de empleo para dejar paso a sistemas automáticos; las oficinas pasarán por la misma transformación que las fábricas [...] Pero mi razón para ser optimista radica sobre todo en la naturaleza enriquecedora de ser digital. Las autopistas de la información se ensancharán y desbordarán todas nuestras previsiones. Cada generación será inevitablemente más digital que la precedente».
Sin caer en el triunfalismo de Negroponte y compañía —ni tampoco en el fatalismo de los neoluditas— lo justo sería dar una oportunidad a la tecnología, que no es buena ni mala en sí misma, sino neutra.
Al ordenador hay que reconocerle sobre todo dos virtudes: su capacidad para superar las barreras del espacio y del tiempo y para ensanchar, al mismo tiempo, las fronteras de la comunicación y del conocimiento. Ahora bien, su poder es tal que conviene delimitar claramente el terreno; de lo contrario acabará invadiendo nuestro espacio privado y mediatizando hasta el último de nuestros comportamientos.