PADRES MATERNALES

El hombre no arrima el hombro. Sigue siendo el proveedor de antaño, pero no ha sabido —o no ha querido— cubrir las espaldas a la mujer trabajadora. Como padre, tampoco ha dado la talla: por su ausencia lo conoceréis.

Las encuestas dicen que los hombres españoles dedican a las tareas domésticas tres veces menos tiempo que las mujeres, obligadas a dejarse la piel en «dobles jornadas» de catorce horas. Las diferencias son aún mayores, de uno a cinco, en el capítulo «cuidado de los niños».

Pese a que la ley les ampara, apenas ochocientos padres al año (uno por cada cien madres) se dignan a coger permisos cuando llega la descendencia. La excusa perfecta: «Mi sueldo es esencial para salir adelante».

El sexo masculino tiene una asignatura pendiente en casa y otra en la oficina. Según un estudio del Instituto de la Mujer en 1997, los españoles se consideran mayoritariamente «víctimas de la incorporación de la mujer al trabajo» y temen que se produzca una «venganza sexista» contra ellos. La Federación de Mujeres Progresistas, ante la permanente injusticia social y la férrea resistencia al cambio por parte de los hombres, propuso ese mismo año el Nuevo contrato social para compartir las responsabilidades familiares, el trabajo y el poder.

Mientras en los países nórdicos y centroeuropeos va cobrando fuerza la imagen del «nuevo padre», maternal y solidario, en España seguimos anclados en un machismo solapado —y en ocasiones brutal— que no siempre reflejan las encuestas.

La desigualdad comienza de puertas hacia dentro, y por muchas leyes pro-paternidad o de flexibilidad en el trabajo que se aprueben, el cambio ha de ser necesariamente más profundo e íntimo. Se impone un giro radical, un nuevo orden familiar que tal vez tarde una o dos generaciones en cuajar.

La paternidad andrógina es para muchos psicólogos familiares la respuesta necesaria a la «feminización» del trabajo. «¿Pueden un hombre y una mujer ejercer de madres al mismo tiempo?», se pregunta Diane Ehrensaft, autora de Parenting Together (Compartiendo la paternidad). Para ilustrar su respuesta —positiva, por supuesto—, Ehrensaft se lanzó a la busca de cuarenta padres «maternales». Su trabajo le costó...

«Todos estos hombres tenían en común el rechazo a la clásica figura paterna con la que fueron educados. No se sentían cómodos con la cultura masculina que les tocó vivir, y la experiencia de la paternidad les hizo superar definitivamente la barrera de sexos. La gran mayoría prefería incluso tener una hija antes que un hijo. En su escala de valores, la familia estaba en primer lugar, por delante del trabajo».

El «nuevo padre» ha de nacer en el momento mismo del parto, acogiéndose a un permiso de paternidad, reclamando una jornada reducida durante los primeros meses o incluso alternándose durante los tres primeros años con su esposa (una práctica habitual en los países nórdicos). Otra posibilidad es la de pedir el traslado del trabajo a casa: con paciencia y disciplina, los pañales son compatibles con las exigencias laborales.

Bajo la batuta compartida de la mujer trabajadora y el padre «maternal», la familia cobra una insospechada dimensión: la televisión deja de hacer de niñera electrónica y los hijos se incorporan activamente a los nuevos esquemas. Las tareas domésticas se comparten democráticamente y cumplen la función de rituales. Se restablece la conexión. Se recupera el hábito de la conversación y de la lectura en voz alta. El juego rompe con la rutina diaria.

El «nuevo padre», en fin, tiene la difícil misión de inventarse a sí mismo, improvisar sin guión y buscar el equilibrio entre el trabajo y el hogar. La familia, pues, como fuente de gratificación, y no como surtidor de constantes conflictos.

La vida simple
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