«CIBERYUPPIES» CONTRA «NEOLUDITAS»

Unos no conciben la vida sin una dosis diaria de ordenador, otros se refieren a él como la «pantalla enemiga». Unos han hecho del culto a las máquinas su razón de ser, otros han declarado la guerra abierta a todo lo que huele a tecnología. Unos y otros, «ciberyuppies» y «neoluditas», andan enzarzados en una batalla desigual y silenciosa.

Los «ciberyuppies» son la versión reciclada del clásico ejecutivo años ochenta. Su credo de vida sigue siendo el mismo: poder, ambición, dinero. Visten traje a la antigua usanza o van descorbatados a lo Bill Gates, y son cada vez más jóvenes, con ese brillo opaco en las pupilas que denota las horas quemadas (de ocho a dieciséis, todos los días) delante de la sacrosanta pantalla. Con un «arsenal» a la última —celular, ordenador personal, tarjeta de visita con la inevitable @— se han lanzado a la conquista de Internet como si fuera Eldorado del siglo XXI.

Los «neoluditas» van de soñadores y utópicos por la vida, como si los tiempos que corren no fuesen con ellos. El nombre lo toman prestado de los leales seguidores del «general» Ned Ludd en su particular guerra contra la revolución industrial en Inglaterra. ¿Sus consignas? «No» a Internet, «no» al correo electrónico, basta de tanto artilugio que no sirve más que para robarnos el tiempo y complicarnos la existencia.

Aunque suelen pasarse el día entre cuatro paredes, los «ciberyuppies» son bastante más visibles. Los medios de comunicación los glorifican como los nuevos triunfadores fin de siglo, jóvenes jasp dotados de una prodigiosa habilidad para amasar fama y dinero. Hablamos de gente como Marc Andersen, fundador de Netscape y multimillonario a los veinticuatro años por un campanazo de software, o como David Filo y Jerry Yang, los genios imberbes de Yahoo.

Para todos ellos el ordenador es la llave que abre la puerta a una dimensión hasta ahora insospechada en nuestras vidas. Profesan de alguna manera un culto tan exclusivista y enigmático como el de la masonería; la revista Wired es su Biblia. Son los «microsiervos» de los que habla Douglas Coupland en su novela, tipos solitarios y onanistas que encuentran en el teclado una fuente inagotable de satisfacción. «La realidad está muerta», es su lema. El mundo exterior les acaba resultando plano y aburrido; lo único que les estimula de veras es el universo paralelo de la red.

Los «neoluditas», en el otro extremo, sostienen que toda tecnología es perniciosa mientras no se demuestre lo contrario y se agrupan en asociaciones como el Lead Pencil Club, que reivindica la olvidada costumbre de escribir a mano, o en Círculos de Estudio, consagrados al perdido arte de la conversación cara a cara. Hacen mucho menos ruido que los «ciberyuppies»; son más impopulares e incomprendidos por los medios de comunicación. Y si alguna vez acaparan portadas es para alimentar el morbo de la cultura dominante (¿quién no ha oído hablar del Unabomber, el eremita que desde su cabaña a pie del lago enviaba bombas contra todo lo que olía a progreso?).

La madrina de los «neoluditas» es la psicóloga Chellis Glendinning, autora en 1990 del manifiesto «Cuando la tecnología hiere», donde decía más o menos esto: «Nos hallamos en la misma tesitura que los primeros "luditas". Somos gente desesperada intentando proteger nuestras vidas, nuestras comunidades y nuestras familias, que están al borde de la destrucción por culpa del avance sin control de las nuevas tecnologías».

El testigo lo recogió a mediados de los noventa Kirkpatrick Sale, un tipo con saludable aspecto de leñador que no se conforma con palabras y pasa directamente a la acción: cuando le piden que exponga en público su credo antitecnológico, aprovecha la ocasión para liarse a martillazos con un ordenador: «¿Queda clara cuál es mi postura?».

Kirkpatrick Sale es además el autor de un irreverente libro —Rebels against thefuture (Rebeldes contra el futuro)— que recrea la revuelta encabezada por Ned Ludd allá por 1811. La «informática» de entonces era la ingeniería textil: el general Ludd y sus incondicionales seguidores tuvieron la osadía de retar al poder y defender con pistolas y martillos «la existencia humana frente a la agresión del industrialismo». La revuelta fue aplastada en año y medio, y desde entonces la leyenda del general Ludd rivaliza con la de Robin Hood en los bosques de Nottingham...

Sale acometió el libro con su vieja máquina de escribir. Se jacta de ser «un inepto informático» y se niega por principio a utilizar el ordenador. Lo del ciberespacio le parece ya el no va más, «un camelo alimentado por la fiebre consumista».

A parecida conclusión, sólo que por una vía muy distinta, ha llegado Clifford Stoll, pionero del espionaje informático y autor de Silicon Snake Oil, autocrítica mordaz contra la sociedad tecnocrática. «A veces sigo teniendo sentimientos ambivalentes, y me entran ganas de volver a engancharme al correo electrónico y a las charlas on line —escribe—. Pero creo que va siendo hora de levantarse y decirle a la gente: "No se están perdiendo nada. El ciberespacio es un universo irreal, la nada absoluta."»

Los arrepentidos del ciberespacio cuentan ya casi con sección propia en las librerías americanas, en reñida competencia con los apóstoles de la tecnología. Entre los más sonados, Stephen Talbott, autor de The future does not compute (El futuro no computa). «¿Pueden los ideales humanos sobrevivir a Internet? —se pregunta Talbott—. Me parece que hay razones de sobra para echarse a temblar: caminamos hacia un automatismo muy peligroso».

«Sigo conectado —dice Talbott—, porque es muy cómodo para mi trabajo de editor. Pero mi relación con la tecnología ha cambiado radicalmente después de catorce años trabajando con ordenadores. No creo en absoluto en la "libertad digital"; en cuanto te descuidas un poco, corres el riesgo de convertirte en esclavo».

Talbott, que comenzó abrazando a ciegas el credo «ciberyuppie», confiesa sentirse cada vez más cerca de los «neoluditas». Aunque su propuesta final es más bien conciliadora: «A Dios lo que es de Dios, y a la tecnología lo que es de la tecnología».

La vida simple
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