¿QUÉ HA HECHO EL ORDENADOR
POR NOSOTROS?

El canto de sirenas que acompaña al «boom» de los ordenadores ya lo escuchamos antes, allá por los años cincuenta, cuando la televisión entró con alevosía y nocturnidad en los hogares. Lo que está por ver es si la «segunda pantalla» acabará irrumpiendo de la misma manera en nuestro quehacer cotidiano; si además de trasladarnos a un universo virtual y marcarnos la pauta en el trabajo será capaz de ayudarnos a sacar un jugo real a nuestras vidas.

O si, por el contrario, nos volverá más esclavos, más herméticos, menos humanos.

Cuatro de cada diez hogares americanos contaban ya en 1997 con un ordenador personal y treinta millones de usuarios tenían acceso a Internet. En España, la pantalla «inteligente» no llegaba aún al 20% de las casas por las mismas fechas, aunque el número de internautas superaba ya el millón y crecía a un ritmo galopante.

Para engancharse a la red, según una encuesta de Nuke Internetwork, la gente renuncia mayormente a la televisión y a los videojuegos, aunque ya ha comenzado a robarle tiempo a actividades tan placenteras como dormir, leer un libro o salir con los amigos. Las prácticas deportivas también se resienten, y es que a partir de ahora seremos animales doblemente sedentarios.

Acabaremos convirtiéndonos en «cosmopolitas domésticos», si damos por buena la visión del futuro que anticipa Javier Echeverría, catedrático de Filosofía de la Ciencia. La suya es una radiografía optimista de lo que nos espera: «Telecasas abiertas al mundo y no sólo al entorno inmediato».

Entramos en el salón virtual y ahí está, el «teleputer», prodigiosa combinación de lo que antes eran el teléfono, la radio, el fax, la televisión y el ordenador. Con él podremos comprar a distancia, ordenar una transferencia bancaria, poner una videoconferencia, elegir entre cientos de servicios a la carta.

La frontera entre lo privado y lo público se evapora, predice Echeverría. Ya no seremos meros telespectadores; podremos participar activamente desde nuestras casas. La cultura hogareña se internacionaliza. La «revolución doméstica» está en marcha...

Una visión muy distinta, tirando a catastrofista, es la que adivina Theodore Roszak, autor de The cult of information (El culto a la información): «Si cedemos al ordenador el control de nuestras vidas privadas, los hogares se convertirán en asépticos "centros informativos" y las familias quedarán a merced de las tecnologías. Cuando falle la "conexión", los niños no podrán aprender, seremos incapaces de planificar nuestros días, posiblemente la cena no llegará a la mesa».

Los ordenadores nos harán tanto o más dependientes que la televisión, augura Roszak. Levantarán barreras personales dentro y fuera de los hogares. Nos robarán tiempo y dinero. Nos exigirán pleitesía diaria y nos engancharán a un rosario de necesidades creadas. Harán de nosotros auténticos «cavernícolas electrónicos».

Seremos capaces de viajar virtualmente hasta Australia o Alaska, pero nos aislaremos cada vez más de nuestro entorno, atrapados en una suerte de «tecnosfera». El ordenador no sólo velará nuestros sueños y nos despertará por la mañana; acabará procesando, lo está haciendo ya, hasta el último rescoldo de nuestra intimidad. Nuestras relaciones amorosas, y también las sexuales, pasarán inevitablemente por su filtro.

Roszak tampoco comulga con el mito de la pantalla «inteligente» frente a la «caja tonta»: «El ordenador no es más que una herramienta para procesar información. En todo caso podrá ilustrar o decorar ideas, pero nunca crearlas [...] El ordenador no piensa por nosotros. Es más, con su sistemático bombardeo de información puede más bien surtir el efecto contrario: sobrecargar nuestra mente, impedir que fluyan libremente las ideas».

Razón no le falta a Roszak: dos terceras partes de la rutina habitual en un ordenador se la lleva el fatídico ratón. A golpe de «click», entramos o salimos de un fichero, enviamos o recibimos datos, agilizamos rutinas, encomendamos tareas... Tal vez seamos más diligentes, pero no necesariamente más inteligentes.

Lo que sí ha conseguido el ordenador es ahorrar desplazamientos, absorber puestos de trabajo y abaratar los costes. Aun así, su introducción masiva en las empresas no ha supuesto la revolución tantas veces anunciada: ni la productividad se ha disparado, ni los empleados han mejorado sus condiciones laborales.

Las oficinas, con sus baterías de ordenadores que recuerdan a las cadenas de producción, han adquirido un aspecto de sospechoso automatismo. El tiempo es un bien cada vez más escaso; las jornadas se eternizan. El teletrabajo, de momento, sigue siendo una quimera al alcance de unos pocos.

«¿Qué ha hecho últimamente el ordenador por nosotros? —se preguntaba Louis Uchitelle en las páginas del New York Times—. La eficiencia y la productividad han dejado paso a la basura acumulada en el e-mail y a los "solitarios" electrónicos».

Demostrado ya hasta dónde ha dado de sí el ordenador en el apartado «producción», visto que no ha conseguido liberarnos de nuestras pesadas cadenas, parece llegado el momento de explotar sus enormes posibilidades como instrumento de consumo.

Durante los años ochenta, Internet fue un coto privado al que sólo tenían acceso investigadores, estudiantes y empresarios privilegiados. Hasta que de pronto convergieron los intereses comerciales, y lo que empezó como una red secreta para usos militares terminó cuajando en el invento más celebrado, idolatrado y publicitado de la era de las telecomunicaciones.

Internet ha traído consigo una renovada mística tecnológica. Gracias a «la red de redes» —predicen sus profetas— seremos capaces de ensanchar sin límites nuestro conocimiento, de enriquecer nuestras relaciones, de crear comunidades virtuales, de transformar el mundo. También podremos desdoblar nuestra personalidad, alimentar nuestros deseos ocultos, suplir todas nuestras carencias.

El menú de «bondades» es tan largo que puede resultar indigesto. Aunque el atracón resultaría incompleto sin la guinda final: todo lo que usted siempre quiso comprar y nunca se atrevió a...

«Internet está ya polucionado de anuncios y firmas comerciales, de productos espectaculares y de vigilantes que paulatinamente se apostan con armas y cámaras de seguridad —denuncia Vicente Verdú en las páginas de El País, versión electrónica—. El sueño de un espacio de saber gratuito y de convivencia a disposición de los ciudadanos se ha desvanecido».

Verdú nos alerta contra el saqueo de Internet, que ya tiene poco de aquel hipermercado de ideas que un día fue. Con el tiempo se está convirtiendo en una prolongación más del entramado consumista que nos rodea, en una especie de alegórica «Ciberamérica», dispuesta a conquistar nuestras mentes y nuestros bolsillos a cualquier precio.

Ahora comienza a hablarse de la fusión de Internet y la televisión, de las enormes posibilidades que pueden tener juntos dos medios que parecían a todas luces irreconciliables. Con un mando a distancia, seremos capaces de elegir desde el sofá entre un abanico florido de opciones: telecompra, telebanco, cientos de revistas y periódicos, educación a distancia, cibercharlas, correo electrónico... ¿Necesitamos todo esto o ya tenemos bastante?

La vida simple
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