LA RECONQUISTA DEL CAMPO
A Félix Ayuso le cambió la vida cuando le propusieron invertir dinero en una pequeña explotación de arroz biológico. Al principio se conformó con poner su parte y punto: a seguir trabajando como si nada en su despacho de abogados en Valencia. Pero poco a poco fue sintiendo, como él mismo dice, «la llamada de la Albufera». Sin premeditación alguna, se le fueron despertando gratísimos recuerdos que tenía enterrados desde la infancia (su abuelo fue agricultor).
Cumplidos los treinta y siete años, con las espaldas cubiertas y sin excesivas responsabilidades (divorciado, sin hijos), decidió marcharse a vivir a Denia, «para estar más cerca de la finca y visitarla dos o tres veces por semana». Del trabajo se ha ido descolgando paulatinamente, aunque aún conserva algún cliente que le obliga a visitar la ciudad de cuando en cuando: «Valencia me sigue gustando... para dos o tres días seguidos, no más. Cuando vuelves a tomar contacto con el campo, se te hacen insoportables muchas cosas que antes dabas por asumidas: los atascos, los ruidos, las prisas».
Lo que más agradece Félix, sin embargo, es su feliz reencuentro con el Mediterráneo: «En Valencia me podía pasar semanas sin verlo; ahora lo tengo a trescientos metros de mi casa y me encanta levantarme temprano para contemplar el amanecer, o para ayudar con la barca a uno de mis mejores amigos, que es pescador. Estas cosas, claro, no las entienden mis amigos de antes. Aquí estoy en contacto con un grupo muy interesante de gente: casi todos han vivido antes en la ciudad y valoran mucho todo esto».
Cuando llega el verano, eso sí, Félix huye de Denia porque no soporta tener que vérselas «con viejos clientes en chanclas y bañador». Alquila su chalé a un buen precio, y por mucho menos encuentra siempre alguna casa rural en la sierra alicantina, «que tiene rincones maravillosos a los que aún no llega nadie».
Santiago Martín Barajas es otro «urbanita» que decidió cambiar de aires a principios de los noventa: de Madrid a Sevilla la Nueva, ni muy lejos ni muy cerca. Siete años después, casado y con un hijo, se considera un privilegiado por poder otear todos los días el bosque, ver planear a las águilas y dormirse escuchando a los mochuelos, en lugar del motor de los coches.
Trabaja casi todo el tiempo desde casa, elaborando estudios de impacto medioambiental, y baja a Madrid dos veces a la semana por razones de fuerza mayor (es presidente de la asociación ecologista Coda)... «Viviendo en un pueblo son muchas las preocupaciones que desaparecen, casi todas relacionadas con el coche: el riesgo permanente de atropellos, las carreras para llegar de un lugar a otro, la busca desesperada de aparcamiento. En casa tenemos un jardín con un pequeño huerto, y nosotros mismos reciclamos la basura orgánica».
La falta de servicios y el mayor control social son tal vez los dos mayores inconvenientes de vivir en un lugar como Sevilla la Nueva (tres mil habitantes), «aunque a la larga pesan más las ventajas». La suya ha sido una elección a medio camino entre el campo y la urbanización del extrarradio: «Creo que es absurdo dar el salto de la ciudad a sitios tan superpoblados como Majadahonda. Para mí, la solución está en esos pueblos pequeños que aún quedan a treinta o cuarenta kilómetros de la ciudad».
Los municipios menores de diez mil habitantes, sin embargo, siguen perdiendo habitantes en España. El envejecimiento de la población es más que patente en los pueblos, y también el estigma del paro. El éxodo a la inversa —de la ciudad al campo— que ya ha comenzado en algunos países occidentales no se aprecia aún en nuestras estadísticas demográficas.
En Estados Unidos se habla abiertamente de «el resurgir rural». Así se titula un estudio firmado por el demógrafo Calvin Beale y el sociólogo Kenneth Johnson, que revela un dato premonitorio y sorprendente: por primera vez en lo que va de siglo, hay más gente emigrando de las áreas metropolitanas a los pueblos que a la inversa (1 600 000 habitantes de diferencia entre 1990 − 1995).
Adiós a la metrópoli y adiós también al chalet en las afueras... «En toda Norteamérica comienza a apreciarse un proceso de marcha atrás —concluye el citado informe—. Los avances de la tecnología, la búsqueda de una mayor calidad de vida y la recuperación de la industria agrícola están dando un nuevo aliento al concepto de vida rural».
«Estamos nada más que en la fase inicial, el momento de los "nuevos pioneros" —asegura Gerald Celente, director del Trends Research Institute—. Con el tiempo acabará fraguando una auténtica cultura "tecnotribal", con todos los avances de la era de la información y todas las ventajas de las sociedades tribales. Así será mucho más atractivo el salto a la montaña, al borde del lago o a la orilla del mar.
»Muchísimos profesionales (abogados, asesores financieros, técnicos medioambientales, escritores, investigadores) se pueden permitir el lujo de trabajar a distancia —afirma Celente, que predica con el ejemplo (vive y trabaja en una cabaña de madera y cristal en Rhinebeck, un enclave bucólico a poco más de cien kilómetros de Nueva York)—. La gente no tiene ya por qué soportar necesariamente la contaminación, los ruidos o la agresividad de las grandes ciudades, ni el tedio ni la congestión de los suburbios».
«Bye-bye, suburban dream» proclamaba en 1996 la portada de la revista Newsweek. Y es que los americanos reconocen por fin que el sueño se les está trocando en dolor de cabeza: dependencia absoluta del coche, calles inhóspitas, ruptura total de la vida de comunidad...
El desolador paisaje del suburbio americano, tan imitado ya por estas tierras, lo dibuja mejor que nadie James Howard Kunstler en The Geography of Nowhere (La geografía de ninguna parte). «En nombre del "desarrollo", hemos destruido el hábitat humano —escribe Kunstler—. Hemos roto la frontera entre la vida urbana y la vida rural, y entre una y otra hemos levantado un enjambre de aparatosas autopistas, espantosos centros comerciales, gigantescos aparcamientos e impersonales bloques de oficinas [...] Vayamos donde vayamos, necesariamente en coche, tenemos siempre la sensación de estar en ninguna parte».
Kunstler proclama la vuelta a «las comunidades coherentes» y la recuperación de los centros históricos de los pueblos americanos, abandonados a su suerte desde hace décadas. Esa tendencia, por fortuna, comienza a apreciarse ya en Norteamérica.
La primera oleada con destino a los small towns (pequeños pueblos fuera del área metropolitana) se detectó en los años sesenta y setenta, pero remitió luego durante la década yuppie. A primeros de los noventa son de nuevo los baby boomers, hastiados del trasiego diario de la ciudad a la urbanización, quienes vuelven a intentar la huida, con las alforjas llenas y el ordenador a cuestas.
Pequeños pueblos de no más de diez mil habitantes, condenados a muerte en los años ochenta, han renacido de sus ruinas gracias a la creciente oleada de urbanitas arrepentidos como Wanda Urbanska y Frank Levering, autores de Moving to a small town (Mudándose a un pueblo).
Wanda y Frank vivían y trabajaban en un apartamento en Los Ángeles; él como escritor, ella como periodista. «Teníamos el gusto sofisticado de la gran ciudad y nuestra vida discurría a la velocidad de una autopista —relatan en su libro—. Nuestros amigos eran profesionales de éxito, y se extrañaron mucho cuando les comunicamos nuestra intención de marcharnos a vivir a un pueblo. "Se os va a estrechar la mente —nos decían—. ¿De qué vais a escribir viviendo en el campo?"»
«El tiempo nos ha terminado dando la razón —escriben a dúo—. Nuestras vidas se han enriquecido personal y profesionalmente».
Frank y Wanda viven ahora en Mount Airy, un poblachón de siete mil habitantes en Carolina del Norte, sacándole jugo a su huerto biológico y escribiendo sobre sus experiencias. El aterrizaje fue más duro de lo que esperaban, reconocen. Encontraron lo que venían buscando —un estilo de vida más relajado, más tiempo para cultivar las relaciones personales, la sensación de estar integrados en una comunidad, un contacto diario con la naturaleza— pero se dieron cuenta de lo difícil que es encajar en un lugar donde les iban a señalar como extraños, a vigilar sin denuedo, a exigirles una total disponibilidad.
«El cambio de mentalidad lleva más tiempo que la mudanza física —nos advierten—. Es como salir de pronto de una autopista y meterse en un camino de arena. El proceso de desaceleración lleva su tiempo. La ciudad está presente durante meses y la tentación es permanente. A ratos, uno puede sentirse confinado, como si estuviese viviendo en una pecera. Y también es fácil desesperar por el qué dirán, por la intromisión constante en tu parcela privada. Por momentos, uno desearía recuperar la vida anónima de la ciudad».
Pero al final son más las recompensas: «Te das cuenta de que puedes influir directamente en tu entorno. Los resultados de tu trabajo se aprecian y los ves sobre el terreno. La vida se hace más humana y más intensa. Te encuentras a ti mismo y no te dejas llevar tan fácilmente por factores ajenos. Tus hijos tienen mucha mayor libertad de movimientos y aprenden desde pequeños valores como la solidaridad o el espíritu de comunidad [...] Se hace por fin realidad el viejo dicho: "Piensa globalmente; actúa localmente."»