A DOS RUEDAS
Ochocientos cincuenta millones de personas la utilizan en todo el mundo. Es ligera y limpia. No contribuye al cambio climático, no contamina. Ideal para distancias cortas, resistente al frío y al calor. Al alcance de todos los bolsillos, baratísima de mantener. La bicicleta.
En algunos países industrializados, el número de ciclistas dobla al de automovilistas, nadie lo diría. Los españoles, de momento, tenemos la convicción de que las bicicletas son para el verano y poco más. Nos hemos quedado en la cosa lúdica de la fiesta de la bicicleta y en la moda de la mountain bike. Como mucho, llegamos al escuálido carril-bici para acallar las protestas de los ecologistas, pero ni los ayuntamientos ni el Ministerio de Medio Ambiente se han planteado en serio su potencial como transporte alternativo en las ciudades.
En Barcelona, al menos, han tomado la delantera y permiten viajar con ellas en el metro. En 1997 se celebró allí Velo City, Décimo Congreso Nacional de Planificación de la Bicicleta, y eso sirvió para darle un cierto aliento y credibilidad al futuro de las dos ruedas.
Con la excusa de su «peculiar orografía», Madrid ha sido tradicionalmente un terreno poco abonado para la bicicleta. Hasta 1997 —en plan experimental y sólo los fines de semana— no se permitió bajar con ellas al metro. El cierre al tráfico privado de la Casa de Campo sigue siendo la eterna quimera del ciclista. El Ayuntamiento tiene proyectado un carril-bici paralelo al Manzanares, para salir de paseo, pero se niega obstinadamente a dejar que las bicicletas invadan el centro de la ciudad, pasto exclusivo de los automovilistas.
La batalla que libran grupos como la Coordinadora de Usuarios de la Bicicleta, Pedalibre, El Pedal o Aedenat tiene algo de quijotesca. Sacar la bici en nuestras ciudades es un acto heroico y aventurero. La agresión del coche es constante; el riesgo de accidente acecha en las esquinas. No hay dónde poder aparcarlas y, en cuanto te bajas de ella, te prestas al comentario jocoso: «¡Aúpa, Induráin!».
Pero tarde o temprano habrá que cambiar de mentalidad y hacerse a la idea de que las bicicletas son para todo el año. El Ministerio de Medio Ambiente parece que ha tomado nota y baraja la posibilidad de convencer a algún ayuntamiento para poner en marcha una experiencia piloto.
Salamanca, Sevilla o Córdoba podrían emular fácilmente a Bolonia, una de las ciudades más habitables de Europa, surcada por un plácido río de ciclistas y paseantes.
Hasta en Estados Unidos, la tierra por excelencia del automóvil, el imperio de las dos ruedas comienza a hacerle sombra al de las cuatro. Seis millones de americanos van regularmente al trabajo en bicicleta, y veintiún millones estarían dispuestos a seguir el mismo camino si hubiera más facilidades.
En 1992 surgió en San Francisco una suerte de activismo a pedales, el Critical Mass, que desde entonces se ha extendido a un centenar de ciudades occidentales: Nueva York, Montreal, Toronto, Melbourne, Londres, Zurich, Berlín... Una vez al mes, los ciclistas toman al asalto las calles de las ciudades y les hacen la vida imposible a los automovilistas. Levantan barricadas con las bicicletas, bloquean el tráfico, obligan a intervenir a la policía.
«Mi otro coche es una bici» dice el eslogan más socorrido del nuevo movimiento, que aboga por el fin de la «autocracia» en las ciudades. El Ayuntamiento de San Francisco fue de los primeros en bajarse de la moto: en 1996 destinó unos cuatro mil millones de pesetas a la creación de carriles-bici y aparcamientos especiales y a la adecuación de los autobuses para poder transportar bicicletas en el morro.
En Long Beach, al socaire de un laberinto de autopistas, se construyó por las mismas fechas la primera Bikestation del país, con aparcamientos gratis, talleres, cafés y tiendas especializadas al servicio de los cientos de ciclistas que a diario recorren una red de cincuenta kilómetros de carriles.
Coronado y Arcata, también en California, son otras dos ciudades punteras: los alcaldes se mueven a pedales y apoyan iniciativas originales como Bike-to-Work (desayunos gratis los primeros viernes de cada mes para quien vaya al trabajo en bicicleta).
El Ayuntamiento de Boston aprobó en 1997 la construcción de un circuito de ochenta kilómetros para uso exclusivo de las dos ruedas, y en el año 2000 será posible recorrer el nordeste de Estados Unidos (Nueva Inglaterra) sin apearse de la bicicleta. Hasta Nueva York, tan aparentemente hostil, está viviendo su particular explosión de transporte sin motor.
Nuestros vecinos de la Unión Europea están más convencidos que nunca de que el futuro de las ciudades está en los pedales. En Gran Bretaña, el gobierno ha decidido impulsar un plan para duplicar el uso de bicicletas en el año 2002 y volverlo a duplicar diez años más tarde. Francia e Italia están adoptando medidas similares de apoyo a los ciclistas.
En Copenhague —junto con Ámsterdam, la ciudad por excelencia de las dos ruedas— el ayuntamiento pone a disposición gratuita de los vecinos un millar de bicicletas, patrocinadas por negocios que las utilizan como reclamos publicitarios. El 20 % de los desplazamientos en la ciudad se hace en los trescientos kilómetros de carriles-bici.
Todo esto ocurre cuando en las metrópolis asiáticas se está recorriendo el proceso inverso: la bicicleta, hasta hace poco el medio masivo de transporte, está dejando paso a la invasión del automóvil y de los ciclomotores, que han convertido el cielo en una amalgama viscosa de ruido y humo. De las quince ciudades más contaminadas del mundo, trece de ellas están en Asia, y gran parte de la culpa es del tráfico. En las calles de Pekín, Shanghai o Bangkok se libran a diario batallas mortales entre el pacífico ring-ring y el agresivo rugido de los motores.